lunes, 26 de enero de 2009

154

- ¡Oh, vamos! ¡No ha sido tan malo! ¿O si?
- ¿Estuvimos en la misma cena? – El rostro de su acompañante lo evidenciaba: La última pregunta había resultado ser algo más que retórica.
- Siempre cínica… - Dijo él, apesadumbrado. Yvette no tardó en sentirse culpable y posar su mano sobre la rodilla de su padre.
- Si te hago esto es porque te quiero. – Le dijo, besándolo en la mejilla.
- ¿Ah si? ¿Ser de Turk es amor paterno-filial?
- ¡La pregunta de siempre! ¿Cuál es esta vez? ¿Por qué soy un engranaje del organismo represor de Shin-Ra o por qué no me voy a otro trabajo menos arriesgado mientras dure el estado de excepción?
- ¡Di lo que quieras! Eres guapa, niña… Podrías ser modelo, actriz, cantante famoso…
- Diva del fetichismo… - Francesco Castellanera a veces deseaba matarla. Muchas veces. – Mira, Ces… - Explicó ella, con tranquilidad, refiriéndose a él por el apelativo que le habían dedicado sus amigos de juventud, en torno a los que ella se había criado – Se que puedo ser muchas cosas, pero la verdad es que con este trabajo si me siento realizada. He conocido a una panda de hijos de puta, pero a otra de gente muy legal. Además, así, si me ataca un psicópata, al menos tengo materia en lugar de maquillaje, un subfusil en lugar de un bolso y kevlar en lugar de un vestido pret-a-porter.
- Tú y todos los que están contigo en primera línea…
- ¡Se acabó! – Intervino ella, harta. – ¡Tú mismo dejaste de lado tu vida bohemia, con amigos, fiestas y lecturas de poesía para volverte un engranaje del organismo opresor de Shin-Ra!
- Si… Cuando tu abuelo y tu tío murieron y yo tuve que ponerme al frente de la familia: El hijo menor, díscolo, rebelde y creativo se convierte en un tiburón empresarial a toda prisa y por las malas. – Respondió enfurecido por como su hija había retorcido sus palabras. – ¡Perdí millones en activos, y ni te imaginas lo que tuve que hacer para ser respetado! – Yvette, en los ojos de su padre, seguía siendo la niña que le pedía poemas antes de dormir, la adolescente que se iba despectivamente, fingiendo no contener las lágrimas mientras arrojaba un doloroso “tu antes molabas”, y la mujer que permanece impasible a su lado.
- Si que me lo imagino…
- ¡No te imaginas una mierda! ¡Mírate! ¡Tienes un cardenal en el pómulo, y no quiero ni imaginarme cuantos tendrás por todo el cuerpo! Brigitte se ha fijado, y seguro que mañana serás la comidilla de ese círculo de arpías con las que va a aerobic.
- ¿Crees que me importan? – Preguntó ella.
- ¡A mí si! ¡Hago negocios con sus maridos tres veces al mes!
- ¿Y que tal la chupan?
- ¡¿Qué?!
En el asiento trasero del caro coche ejecutivo, Francesco Giacomo Donatello de Castellanera e Bruscia rompió a reír, acompañado de la única hija que tuvo con su primera mujer, antes de que esta se fuese “a encontrarse a sí misma”, veinte años atrás. En el pequeño universo personal de esta, todo era obsceno, humorístico y, en cierto modo, hermoso. No pudo pararla cuando a los 17 años se levantó del sofá con un “a la mierda”, dejó el equipo de animadoras y volvió tres horas después, con un corte de pelo rarísima, un maquillaje que la hacía parecer una bruja y vestida con cuero, vinilo y tela negra. Con los años, su gusto por la oscuridad se desvaneció junto con las preocupaciones de Francesco, cuando había leído en el blog personal que Yvette estaba planteándose participar en algún tipo de ritual de magia negra. Sin embargo, empezó a ir a clubes extraños, conocer a gente rara, y desarrollar una vida sexual libre y promiscua que su bohemio reconvertido y ocupado padre no encontró el modo ni el valor para vetar.
Era su espacio personal, y siempre que eso se respetase, su hija siempre sería su amantísima niña.
- ¿Realmente te gustó la cena? La cocinera es nueva, y Brigitte dice que la despida.
- Estuvo muy bien, no le hagas caso. ¿Acaso no le pagas un nutricionista?
- Va por el cuarto… - Suspiró él. - ¡Nunca está contenta!
- ¿Y tú? – Preguntó Yvette, dejando claro que su frívola madrastra no le importaba lo más mínimo. - ¿Estás contento? – Los ojos verdosos de su padre la miraron fijamente, ponderando la respuesta. Finalmente, revolvió los cabellos dorados de su pequeña musa y sonrió.
- A veces. – Dijo. – Pero últimamente tengo demasiado estrés encima. El estado de excepción me está machacando.
- Y a mí me está dando la vida. – Ces la miró fijamente, con el ceño fruncido por la sorpresa. – No es lo que crees: No me gusta reprimir manifestaciones, ni cosas por el estilo. Simplemente, he hecho amigos en el trabajo.
- Ya tenías amigos…
- ¡Es distinto! Estos son de verdad, no gente para salir, beber y follar. Son más bien compañeros, como en las pelis.
- ¿Compañeros?
- Si. ¡El moratón me lo hizo uno que es increíble!
- ¿Es increíble por partirle la cara a novatas? – Preguntó horrorizado su padre.
- Lo es por partirle la cara a cualquiera: Es un veterano de Wutai, y me está enseñando defensa personal. Un tío duro, de los de antes, de esos que te partirían la cara si te viesen maltratando a tu novia por la calle.
- No se si eso lo hace sonar mejor… - Si que lo sabía: Todo lo contrario, lo hace sonar mucho peor. Un hombre violento con su propio rasero moral y tendencia a tomarse la justicia por su mano. Yvette lo ignoró y siguió hablando.
- Mi compañero antes estaba con él. También es un tío duro, rollo “vieja escuela”, y la tía que va con el que me enseña a pelear también es capaz de hacer mearse encima a un bloque de celdas entero sin tener que desenfundar un arma. – En la horrorizada memoria de Francesco, ese entusiasmo era el mismo con el que su hijita a los cuatro años le contaba cuales eran sus series televisivas preferidas. – Dime que pasa. – Su semblante lo había delatado.
- Me estás hablando emocionada de gente que parecen auténticos terrores… - Su tono de voz había descendido, y parecía hundido en su asiento. – Y me aterra la idea de que tú también te estés convirtiendo en algo así. – El comentario la dejó hundida. Nunca se lo había planteado, pero su futuro era aún peor que el de Svetlana: Su compañera era una dama de hielo, fría, dura e implacable, durante las horas de servicio, pero al final era una madre preocupada y cariñosa. Sin embargo ella fuera de servicio era una juerguista salvaje. Aún tenía que controlarse para no abusar de su estatus como se había acostumbrado a hacer mientras iba con el grupo de niñatos fashion. Incluso le sorprendió pensar en ellos como “niñatos fashion”, ya que era como los veían el resto de veteranos, sin embargo Yvette no era austera, espartana ni despreocupada con su aspecto, sus maneras o su modo de vida: Era fashion.
- Yo… Solo quería hablarte de mis compañeros, y de que con ellos me siento protegida. – Dijo, tomando la mano de su padre. – Son mucho más nobles que los que tenía antes. Aunque representen al puño de Shin-Ra, fuera de servicio son buena gente, mientras que los de antes siempre estaban abusando de su estatus. Incluso uno cometió un homicidio hace dos días, fuera de servicio, y no fue publicado en la prensa.
- ¿Entonces, que hacías antes?
- De todo, y queda ahí, ¿vale? – Dijo queriendo cerrar el tema, aunque la reticencia de su padre logró imponerse por medio de una mirada terca. – Mira, te diré tres cosas, ¿vale? La primera es que he aprendido a ser más reflexiva – “un poco al menos”, pensó ante la mirada de incredulidad de su padre –, lo segundo que al aprender autodefensa, estoy ganando disciplina… Y tercero: He dejado la cocaína.
- ¡¿Qué?! – Exclamó. – ¿Estabas consumiendo esa mierda?
- ¿Te recuerdo la de veces que te he visto caerte redondo borracho y drogado antes de que muriesen el abuelo y el tío? – Su padre se ruborizó, pero no por ello dejó de mirarla a los ojos, a la espera de una explicación. – Empecé con diecinueve años, y aun empecé tarde, para el modo de vida que llevaba. Cuando cambié de grupo en Turk me replanteé muchas cosas, una de las primeras fue desintoxicarme. Lo hice porque me dijeron claramente y a la cara que si era un lastre, me matarían.
- ¿Tus compañeros? – Ces no podía estar más horrorizado, mientras que su hija agradecía que la parte delantera del vehículo estuviese aislada e insonorizada.
- Si… No te preocupes, solo fue los primeros días. Ahora soy una más del grupo, nunca me harían daño, ni dejarían que me sucediese nada malo. – En su rostro había verdadera convicción. Francesco nunca había visto esa implicación en su hija, a la que recordaba desatando su lengua viperina contra sus compañeras del equipo de animadoras. Prácticamente, Yvette era una mujer nueva: Más inteligente, más fuerte, y más… Noble. Y aún así, seguía siendo la misma.
- Así que disfrutaste la cena… - Cambió de tema. Apenas veía a su niña dos veces al mes, con lo que le frustraba enormemente discutir con ella en estas contadas ocasiones.
- Tanto como disfrutar… - La mirada de Yvette se perdió en el techo, como siempre que tenía algo más que decir, pero prefería que le tirasen antes de la lengua.
- Dijiste que la cena estaba rica. – Sonrió al haberle cazado el juego, aunque se olía la respuesta. – Es Brigitte, ¿verdad?
- Brigitte te da igual.
- Si: Brigitte me da igual. – Concedió Ces. – He aceptado que nunca te llevarás con ella, aunque no recuerdes a tu madre.
- Mi madre no era buena. No veo por que tendría que buscarla. Es más: Siendo como dices que era, no se ni siquiera si seguirá viva. El problema son…
- ¿Son? – Insistió Francesco, aunque mentalmente recitó la respuesta mientras la obtenía.
- Marina y Giacomo. – “Vaya”, pensó su padre, “al menos Clarisa no lo es ya”.
- ¿Clarisa no?
- ¿La peque? – Preguntó Yvette, viéndose pillada. – La verdad es que empieza a tener su gracia.
- Ya vi que vino maquillada a la cena. Brigitte estaba horrorizada. – Las finas cejas de la turca se alzaron un segundo, mostrando su indiferencia a lo que pudiese decir su madrastra. Ces no podía sino reírse.
- Si, pero me apuesto lo que quieras a que Giacomo ahora mismo está pajeándose como un mandril. – Francesco se reía aún más. - ¡No me quitó ojo del escote en toda la cena! ¡Y Marina tampoco!
- ¿Aún sigues creyendo que es lesbiana?
- Y que me quiere llevar al huerto. Si. – Se jactó, recordando como su hermanastra le había recordado una vez que al ser ambas hijas de matrimonios anteriores, no habría nada endógamo en un pequeño escarceo. Giacomo y Clarisa si eran consanguíneos de Yvette, por parte de padre.
- No me creo que sea lesbiana: Es demasiado elegante.
- ¿Elegante? – Rió la turca. - ¿Quieres decir que no es marimacho? – Ces respondió con un asentimiento. - ¡Venga ya! ¡Claro que no! ¡Es cantante de ópera! – Se abandonó a una carcajada con su padre, durante unos minutos. – Pero es una lame-felpudos de primera, te apuesto lo que quieras. Y no hace falta ser marimacho para follar con mujeres.
- He sido bohemio, se que es el amor libre, pero una cosa es experimentar y otra es tener una orientación sexual. Esas vienen por configuraciones hormonales distintas de lo normal, ya sabes… Esos rollos… - Dijo intentando explicarse. – Un gay nace, no se hace.
- Yo misma he “experimentado”, papá, pero nunca me tiraría a Marina. No es fea, pero… Es hija de Brigitte. – Único motivo, y a la vez implacable. Ces asintió, esperando alguna explicación más, pero esta no daba llegado.
- Supongo que el hecho de compartir cenas en familia con alguien que sabes lo bien que “lame el felpudo” no te atormenta lo más mínimo…
- Eso solo les daría interés…




No sin cierto alivio, cruzó la puerta acorazada de su ático y encendió la luz. El amplio salón se abrió para acogerla en su cómodo sofá, con sus cojines y su delgada manta. Rechazó esta segunda, porque le recordaba los problemas que estaba teniendo estos últimos días para dormir.
Dejó la bolsa de deporte en la que llevaba su equipación y casi saltó hasta el teléfono, mirando con anhelo la parpadeante luz del contestador. Cinco llamadas en todo el día: Publicidad, reunión de ex alumnos de su colegio, publicidad, la gente de la Tower of Arrogance explicando que la zona vip estaría cerrada por asuntos legales y Harlan. Paris seguía sin hacer acto de presencia de nuevo en su vida.
Desencantada, se descalzó y caminó a lo largo del tibio parquet hasta la cocina, donde tomó una botella de vino blanco de la nevera y una copa. Las dejó en el salón antes de subir al piso superior a dejar la chaqueta en su habitación, y desprenderse también de los pantalones. Estaba más ocupada de lo normal, y había tenido que asistir a su compromiso familiar con el traje de faena. La bolsa de deportes con el rifle de asalto y el chaleco se desplomó como un hombre muerto sobre el suelo.
Había dejado de usar corpiños, al ser muy incómodos para llevarlos junto al chaleco, y se limitaba a una camiseta ceñida de algodón blanco, que retiró para quitarse el sujetador. Una camiseta de andar por casa, el tanga y los calcetines serían más que suficientes para no tener frío, junto con el caro y eficaz sistema de calefacción. Con desgana, volvió a su sofá y su vino blanco, con un breve sorbo que paladeó lentamente. No era una entendida, ni mucho menos una alcohólica, pero le gustaba tomarse una y ver que echaban en la tele. A esas horas, todo era tan malo, que el guión más elaborado era el que estaban emitiendo en el canal erótico, donde una mujer gozaba del “cortejo” de tres hombres simultáneamente, cosa que a Yvette le trajo recuerdos. Intentó evocarlos, pero todos acababan tomando la forma del contestador automático y su luz apagada, carente de nuevos mensajes. Resignada, decidió dedicarse a sí misma lo que quedaba de noche.


Se despertó sudando, tras un sueño extraño, turbador, y levemente erótico. En él, Yvette era una mujer de piel del color del café, en medio de una fiesta en una aldea exótica y tropical. Era capaz de recordarlo todo al detalle, desde las guirnaldas, la música, un tragafuegos, mucha gente bailando… Se recordaba a sí misma, o mejor dicho, su yo onírico, con un vestido blanco muy ligero, sandalias e incluso una marca de nacimiento en el dedo índice de la mano derecha.
Frustrada, vio la hora: Las siete de la mañana, treinta y pico minutos antes de su hora habitual de levantarse. Decidió aprovechar para darse un baño y lavarse el pelo, a ver si el masaje de la ducha le quitaba el dolor de espalda por haber dormido en el sofá.


Harlan y Grace intercambiaron miradas de incredulidad cuando sonó el timbre diez minutos antes de lo habitual. Ambos sabían que la compañera del turco no era famosa por su puntualidad precisamente, y sin embargo, no esperaban a ninguna otra persona a esas horas. Al minuto entró el pequeño Rubanza, confirmando que a la chica o le habían saboteado el despertador o no había dormido en toda la noche. Grace se limitó a preparar un café cargado y echarle un trozo de chocolate dentro, que Yvette encontró ya en la mesa cuando subió.

- Buenos días… - Dijo con voz cansada. – Traje unos cuantos bollos.
- Gracias – respondió Grace, tomando la bolsa de papel. – Tienes tu desayuno en la mesa.
- No se que haría sin vosotros…
- Matarte a barritas energéticas hechas con el equivalente cereal de un zombi. – Respondió Harlan desde la mesa.
- Al menos, las barritas las compras en centros comerciales normales.
- ¿Eh? - Harlan, siempre dado a las pocas palabras, a veces no llegaba a formular casi ninguna, sino a mirarla fijamente hasta que respondiese, como en los interrogatorios a sospechosos, solo que sin golpes.
- ¿Recuerdas el tronao que se me quedó mirando mal porque salí de la cafetería a la vez que él entraba, cuando fui anteayer a por bollos? Hoy lo volví a ver. Se me quedó mirando con odio, y me rodeó a un metro de distancia, para irse, como si yo tuviese lepra. - Bajó el tono, mientras se sentaba. - Este la lía seguro, ¿tu que dices? ¿Materia o arma?
- ¿Quieres cereales Gunga Mojo? – Interrumpió Amira, mintras su hermano y ella venían de sus habitaciones, vestidos con el uniforme escolar. La niña envidiaba el estilo de Yvette, y había visto como esta había defendido las barritas con el argumento de que no engordaban, y cada dos por tres hacía el “test Yvette”: Si la turca rechazaba algún alimento, era porque engordaba, así que Amira también lo rechazaba.
- Unos pocos, por favor. – Respondió esta, intercambiando una mirada con su compañero. Amira no sabía que hacía ya semanas que habían cazado su juego, y lo usaban para que aprendiese a comer de todo.

Tras el acostumbrado desayuno, Harlan e Yvette marchaban en el deportivo de esta al cuartel. No era un trayecto largo, pero si duradero, por el infernal tráfico de Midgar. Habían hecho llegar a Heidegger una petición para usar los coches oficiales para ir y volver del trabajo, con lo que podrían tirar de sirena y saltarse el atasco, pero aún no habían recibido respuesta. Con las noticias sonando en la radio, recorrían las amplias avenidas de la placa camino del megalítico Edificio Shin-Ra, donde les esperaba una nueva, violenta y sorprendente jornada laboral.

- Lo he vuelto a tener… - Expuso Yvette, tras contarle la cena familiar de la noche anterior. – El sueño.
- ¿Y que hacías esta vez? – Se interesó su compañero.
- Bailar.
- ¿Bailar? – Rió, sorprendido. - ¿Con alguien en especial?
- Con mucha gente. Muchos venían a cortejarme, e incluso recuerdo las caras de algunos, pero eran gente normal, de la zona de Costa del Sol.
- Y tiene que ver con todos los demás, supongo.
- Si, en el sueño yo era la misma mujer. – Mientras hablaba, permitía al resto de los conductores deleitarse con la esbelta presencia de su dedo corazón. – Distintos sitios, distintas edades, pero la misma una y otra vez.
- ¿Y no viste ninguna otra presencia? ¿Ningún hombre o mujer que te llamase especialmente la atención?
- Nada…
- Hmmm… Cuando lleguemos al garaje, te haré una prueba para asegurarme.
- ¿Una prueba? – Preguntó ella, girando la cabeza hacia su compañero. Un bocinazo le hizo volver a mirar al frente antes de que sucediese estropicio alguno, mientras casi se podía oír como el asidero de la puerta de Harlan crujía bajo la presión de sus dedos.
- ¿Qué pasa? – Su compañero la notó renuente. – Ya sabes como va esto…
- Si… - Se tomó un par de segundos, eligiendo las palabras con cuidado. – Pero no es precisamente un buen recuerdo… Es decir, si que lo es en el sentido de que… El otro lado, por llamarlo de algún modo, era agradable y plácido. Sin embargo era estar muerta. Recuerdo perfectamente la puñalada, la herida… ¡Ni siquiera estoy acostumbrada a la cicatriz!
- Tiene que ser incómodo…
- Ni te lo imaginas: Fui criada por un padre bohemio, y educada de forma agnóstica. No había nada al otro lado, con lo que si había algo que hacer, había que hacerlo en esta vida, y por tu cuenta, sin depender de deidades algunas que interviniesen por ti. Básicamente, aprendes a resolver tus problemas por tu cuenta.
- Es una buena filosofía de vida. – Dijo Harlan, inclinando su asiento para ponerse cómodo. No hacía falta conocer demasiado a Yvette para saber que cuantas más palabras aglomeraba entre una pausa para respirar y otra, más turbada estaba, al contrario que Harlan, que cuando lo sacaban de sus casillas se volvía silencioso y siniestro.
- ¿Lo es? – Eso solo había logrado confundirla aún más. – Es decir… Harlan, eres un sacerdote. ¿Cómo que vivir pasando de los dioses, a los que, por cierto, he conocido en persona, es una buena filosofía de vida?
- ¿Tú crees que a Legba, en su infinita bondad paterna, tiene ganas de aprobar todos esos exámenes que no has preparado bien? ¿Qué Ogun va a darte valor y fuerza si no te esfuerzas por tenerlos? ¿Qué mamá Brigitte va a cuidar de los muertos a los que tú olvidas?
- ¿Mamá Brigitte?
- Si, la esposa de tu amigo Samedí.
- Que curioso: Se llama igual que mi madrastra. – Bufó, no sin cierto desprecio.
- No te extrañe que eso haya motivado a Samedí para salvarte… - Sonrió Harlan. – Su sentido del humor es característicamente bizarro.
- ¿Ves lo que acabas de decir? Vivía por mí misma, y ahora una entidad sobrenatural me ha salvado.
- Será que le gusta como vives… - Dejó caer Harlan.
- Ya, pero eso no es lo que más me revienta. Lo que más me choca es la otra vida en sí: Yo nunca he creído en eso, y menos aún en “tu otra vida”, aquella en la que tú crees, y de la que, precisamente, nunca me habías hablado antes.
- ¿Y como me habrías mirado si te dijese de buenas a primeras que soy un houngan?
- Como si tuvieses una túnica y un cartelito que dijese “Líder de secta de tarados. ¡Esconda sus ahorros!” – Rió ella.
- Fuiste a “mi otra vida” porque yo te llevé a ella, cuando ya estabas moribunda e inconsciente.
- Ya, y… ¿Cuándo vuelva a morir? ¿Qué pasará?
- Que irás a donde quieras, incluida “mi otra vida”. Si estoy ahí, será un placer recibirte, y sino, probablemente lo hará mi padre, el anterior Hana Garu.
- Espera, espera, espera, espera… ¿Le has hablado de mí? ¿A tu padre? – Preguntó incrédula. – Como si yo fuese la típica tía que llama a su madre cada dos días y le cuenta su vida.
- Parecido, pero distinto. Mi padre está muerto, pero hablo con él a veces, igual que con el resto de mis ancestros.
- ¿Y como…? Nah, déjalo. Te creo. – Dijo, mientras pulsaba el botón del elevalunas eléctrico, para pasar su identificación por el lector.




Con sumo cuidado, Yvette movió su coche a lo largo del colosal aparcamiento hasta llegar a su plaza, una de las mejores, al pertenecer a la unidad de Turk, al lado del viejo Supreme de Kurtz. Por lo visto ese día había ido a trabajar por su cuenta.

- ¿Lista para la prueba? – Preguntó Harlan, quitándose las gafas de sol.
- ¿Ahora?
- Solo serán dos minutos. Necesito algo de música, que sea muy percusiva.
- Tengo algo de Drum & Bass por ahí, no creo que te sirva otra cosa. – Dijo, eligiendo un cd e introduciéndolo en el lector. El sonido era disonante y extraño, y tenía tanto que ver con los recuerdos de la otra vida de Yvette como su vida con la de una virtuosa ama de casa, sin embargo su compañero asintió, la tomó de la barbilla y la alzó mientras le pasaba la áspera yema del pulgar por los labios y las mejillas.
- Cierra los ojos. – Dijo con voz profunda y evocadora.


Yvette le obedeció, sumiéndose en la oscuridad. Sintió que con la caída de sus párpados, el ritmo disonante de la música se volvía un poco más lento y acompasado, y la voz del cantante se difuminaba, perdiéndose en medio de la percusión. “Ábrelos”, oyó, y lo hizo, viendo ante sí misma a Harlan, que la contemplaba con semblante inexpresivo. Aún creía sentir su mano en el rostro, pero cuando los abrió, vio que no era así, sino que Harlan se había colocado al cuello su cadena, adornada con su colección de esferas de materia. Confundida, aún creía sentir no una, sino las dos manos del brujo, a pesar de estarlas viendo sostener uno de los extremos de la cadena, cuyas esferas brillaban con sus distintos colores, recorrer su rostro suavemente. “Ciérralos otra vez”. En la oscuridad, la música que había dejado de oír por completo al abrir los ojos, volvía con una nueva forma: Tambores. Infinitos tambores, rítmicos y acompasados, de distintos tamaños y sonidos, imitando sístoles y diástoles, como si estuviese de nuevo en la fiesta de su sueño y oyese los corazones de todos los danzantes, acelerándose poco a poco. Olía a tierra húmeda, como una tumba removida, y a flores de cementerio. En su boca sentía sabor a ron, a tierra y a azúcar, y podía sentir una húmeda brisa por toda su piel, como si pasease desnuda por un bayou.
Unos golpecitos en la ventanilla del coche la hicieron abrir los ojos, y al hacerlo pudo ver al hombre negro de la risa profunda y estridente, al otro lado de la puerta, detrás de Harlan, que la seguía mirando inmóvil. Su rostro estaba igualmente pintado con forma de blanca calavera, y en su cuello había pequeñas figuras con forma de vértebras. Llevaba un chaqué negro, y bajo él, el torso descubierto y pintado con los mismos macabros patrones. Ahora mismo estaba bajando el bastón con el que había llamado su atención, y con una sonrisa brillante. Mientras clavaba en ella unos ojos oscuros y sobrecogedores, alzaba su sombrero, saludándola con elegancia, antes de desvanecerse en la nada.
Yvette estaba pálida, aturdida y casi catatónica, pero Harlan sabía perfectamente que algo había pasado. Bajó del vehículo, llevando su escopeta y el rifle de asalto de su compañera y lo rodeó, abriéndole la puerta a esta y tendiéndole la mano. La turca la necesitó para poder ponerse en pie. Sus piernas temblaban, y su pulso era el de alguien que acabase de encararse con la parca, sin embargo, en el fondo de las pupilas de Yvette brillaba el habitual destello de determinación.

- Esta noche tenemos que hacer algo, Harlan. Cuanto antes.
- ¿Esta noche? – Preguntó él.
- Si. No estoy muy segura de por que o como, pero se exactamente todo lo que tengo que hacer. Confía en mí.
- Confío en vosotros. – Respondió el houngan, turbando aún más a su compañera, mientras fichaban su entrada, reincorporándose a la realidad y al servicio.


Hoy Kurtz entrenaba solo. Al acabar su turno, Yvette y Harlan se habían esfumado de la central, surcando la ciudad en el caro deportivo de la joven turca hacia los confines del sector seis. Para alivio de su compañero, Yvette dio un respiro al acelerador mientras surcaban los alrededores del célebre Mercado Muro. El tráfico era fácil, y ella normalmente habría llenado la calzada con marcas de neumáticos, sin embargo, esta vez transcurría un poco por debajo del límite de velocidad, mirando a derecha e izquierda con aire distraído. Harlan reconoció en el leve fruncimiento de labios y entrecejo un síntoma de frustración, antes de tener que tomar una agarradera mientras el acelerón lo hundía en su asiento.
Cerca de los límites del sector, allí donde el pavimento no había sido asfaltado en años, y los continuos baches hacían el viaje más lento por miedo a dañar los amortiguadores, Yvette dio varias vueltas antes de aparcar su coche en un taller. Entró memorizando cada rostro y ofreció a su propietario una generosa propina por un rápido cambio de aceite, asegurándose de que su identificación como agente de Turk era visible en todo momento en el que estuvo moviendo billetes. Harlan la seguía en silencio, imponente y trajeado, al igual que su compañera, aunque él se había desprendido de la corbata, y abierto el botón superior de la camisa para estar algo más cómodo.

Recorrieron varias calles, entre camellos, inmigrantes ilegales, pandilleros y proxenetas, en una de las zonas más depauperadas de la ciudad, incluso para ser de los suburbios. La mitad de las casas tenían órdenes de demolición pendientes por parte del ayuntamiento, ya que su estado ruinoso suponía un peligro para los vecindarios, y sin embargo, sus habitantes seguían poblándolas, incluso más allá de su capacidad, con varias familias compartiendo cada vivienda, especialmente los inmigrantes. La rubia guapa y el negro grande eran el centro de todas las miradas, ella con sus dos Aegis Cort bien visibles, una a cada lado del arnés en el que sostenía sus pistoleras, y él con una cadena de plata con adornos de oro y varias esferas de materia engarzadas. Los trajes negros evidenciaban su procedencia, y su estilo característico, violento, cruel e implacable, era conocido a lo largo de todos los suburbios, especialmente desde que se había declarado el estado de excepción. Dos turcos eran un buen premio a cualquiera que quisiese hacerse una reputación, pero la calle estaba llena de historias: Mata a un turco, y los turcos te matarán a ti. Sin consideraciones de ningún tipo. Se hablaba de volar edificios enteros para dar caza a un solo delincuente, de palizas a lo largo de horas y horas, hasta la muerte de la víctima, visibles para todos los que tuviesen capacidad para conectarse a la página web de videos más famosa de toda la red Shin-Ra, y el resto de los rumores eran mucho más escabrosos.
Poco que ganar, y todo que perder, decidieron uno tras otro, mientras apartaban sus miradas al paso de la pareja y volvían distraídamente a sus conversaciones anteriores.

Harlan vio a Yvette entrar en un edificio antiguo, con unas escaleras en la entrada en la que varios jóvenes discutían sobre las chavalas del barrio, centrados en cual estaba más buena o era más fácil. La turca se abrió paso entre sus rostros boquiabiertos como si estos no existieran, y la presencia del houngan era lo suficientemente fuerte para asegurarse de que los chavales fuesen educados y se apartasen de su camino. El vecindario estaba lleno de inmigrantes procedentes de Costa del Sol, entre los que Harlan era bien conocido, no solo por su trabajo para Shin-Ra, sino por otro tipo de servicios comunitarios mucho menos mundanos.
El interior del edificio apestaba a polvo y humedad, aunque hacía años que no veía caer una gota de lluvia. Las cañerías, viejas y oxidadas habían reventado más de una vez, y habían sido reparadas de forma improvisada, aunque hábil, por sus habitantes. La madera del suelo crujía a cada paso, y las puertas de los vecinos, normalmente abiertas y llenas de miradas curiosas, se entrecerraban al paso de la pareja.
Al doblar el rellano del cuarto piso, un grupo de gente de diversas edades y aspectos miró confundida a Yvette. Todos inmigrantes de Costa del Sol, acusaban la intrusión de la turca con miradas confusas y hostiles. Los niños se abrazaban a las piernas de sus madres, escondidos tras ellas mientras la miraban de reojo con la cara enterrada contra el cuerpo protector de la mujer que, inconscientemente, buscaba con su mano la de su marido. Estos se interponían sutilmente ante sus familias, intentando aparentar una amenaza, a la vez que procuraban la seguridad de los suyos. La extraña intrusa subía los escalones con pasos casi silenciosos, a pesar del mal estado de la madera. Exhibía sus armas, y sus manos colgaban inertes a sus costados, no lejos de estas, pero tampoco evidenciando la intención de abrir fuego al menor movimiento. Cuando Harlan apareció tras ella, un suspiro generalizado de alivio llenó el ambiente: La multitud lo saludaba y se interesaba por su familia, mientras él respondía a sus saludos con asentimientos y sonrisas, deteniéndose apenas dos segundos para posar su mano en el vientre de una embarazada y pronunciar una leve bendición sobre su futuro hijo. No quería perder de vista a su compañera, extrañamente segura de sus pasos.

Yvette entró en la única vivienda que había en ese piso, adentrándose entre la multitud de personas de piel oscura y miradas inquietas que seguían sus pasos a través de cada pasillo, pero apartándose, como si su presencia evocase miedos atávicos, grabados con fuego y sangre en lo más hondo de sus subconscientes. Vestidos de distintas formas, más o menos lujosas, más o menos prósperos, todos murmuraban breves plegarias en una extraña lengua, mientras con sus dedos hacían gestos religiosos de protección, algunos no sin cierto disimulo. Cuanto más se acercaba, más intranquilos estaban los habitantes, hasta el punto de que ni siquiera la compañía del sacerdote era suficiente para justificar su intrusión.
Entró finalmente en un dormitorio, presidido por una carcomida cama de matrimonio, en torno a la cual cerraban filas cinco hombres, de piel oscura como el café, corpulentos y sanos, fuertes y de edades comprendidas entre la veintena y la cuarentena. Sus miradas eran suspicaces y llenas de resquemor, y sus respiraciones se tornaban cada vez más agitadas, a medida que la rubia joven se acercaba a ellos.
A pesar de que algunos temblaban por el esfuerzo de voluntad para tan solo mantenerse firmes, lo lograron, obligándola a detener sus pasos. Yvette se limitó a mirarlos a los ojos, uno por uno. En ellos vio rechazo, terquedad y negación, violencia en unos, y súplica en otros. Miedo en todos ellos, aunque ninguno de los hombres podría justificar a que se debía esa sensación, como si alguien estuviese mirándolos fijamente, mientras hacía memoria de donde había enterrado la tumba de cada uno de ellos. Harlan se alzaba con los brazos cruzados tras la multitud, mirando la escena con gesto reprobatorio.


- Pasa… - Invitó una voz cansada y susurrante, más allá de la muralla humana. – Siéntate, por favor.

Los hombres se giraron, algunos con la incredulidad patente en sus rostros, pero un asentimiento los hizo apartarse. Tras ellos apareció una anciana, tumbada en el centro de la cama. Con una mano palmeaba la cama, a su vera, mientras dedicaba una cálida sonrisa a Yvette. Sus ojos, cegados por las cataratas, parecían saber perfectamente donde se encontraba la mujer. A su lado, la joven pudo ver una antigua fotografía, en blanco y negro, enmarcada en la mesilla de noche, que mostraba aquella mujer que había protagonizado todos sus sueños, tomando la mano de un hombre apuesto, de aspecto amable y protector. El vestía un traje, y ella un vestido que acentuaba su ya de por si deslumbrante belleza, complementado con unos guantes de encaje blanco y un pequeño collar, con un par de perlas en su colgante. Habrían pasado unas siete u ocho décadas desde ese feliz momento, pero ni el tiempo ni las vicisitudes que había enfrentado esa mujer habían logrado ocultar la joven belleza salvaje que había sido.

- Eres muy guapa… - Dijo mientras deslizaba sus dedos por el cabello de su invitada. – Que sedoso… Parece aire.
- Gracias. – Respondió la turca, sin saber como actuar, limitándose a tomar la mano de la anciana cuando esta se la ofreció, dejando de lado su pelo.
- Hana Garu, ¿serías tan amable de sentarte al otro lado? – Preguntó con un seseante y musical acento. Harlan ocupó el lugar indicado con una sonrisa, mientras tomaba la otra mano de la anciana. La cama acusó su peso, pero resistió, no sin unos cuantos crujidos.
- Buenas tardes, Marie. ¿Qué tal se encuentra hoy?
- Cansada… - Su respuesta era como un funesto augurio para todos sus parientes, que abarrotaban el edificio para acompañarla en las que parecían ser sus últimas horas. – Te esperaba, Hana Garu. Y a ti también, chica. ¿Queréis tomar algo? ¿Café? ¿Galletas?
- No, gracias… - Respondió Yvette. Harlan había cumplido con su papel, avalando a su compañera para que le permitiesen cumplir su cometido. Ahora, no era más que un mero observador.
- Estás muy delgada… Pero bueno. Supongo que a los chicos de ahora les gustáis delgadas. En mi época unas caderas tan estrechas eran mala señal. Hacían falta unas buenas caderas para dar niños fuertes.
- Ahora los médicos son capaces de todo. – Yvette sonrió, medio en broma. Harlan pudo ver como las lágrimas empezaban a poblar los ojos de la joven, sin llegar a desbordarlos. – Lo siento…
- ¿Por qué, hijita?
- He… He soñado con usted cinco noches seguidas, sin entender lo que significaba. El sueño era borroso: Un baile, una cena, un paseo a la orilla de un río, pero su rostro era siempre el recuerdo más claro cada vez que me despertaba. Sabía que tenía que venir… Que hacer algo, pero no he podido entender lo que hasta ahora.
- ¿Y que has entendido?
- No se como supe que tenía que venir aquí a verla, Marie. No sabía el camino, y nunca he pisado estas calles.
- No has venido sola, ¿verdad? – Yvette posó su mano izquierda sobre el dorso de la de la anciana, que sostenía con su derecha, y la mujer entendió la respuesta. - ¿Por qué estás aquí?
- Porque hice un trato. – Dijo con sequedad.
- Y quien aceptó tu trato… ¿Viene contigo? – Yvette asintió. La mujer, aunque privada de la vista, tenía un modo de verla, más allá de sus ojos. - ¿Quién es?
- Samedí. – Dijo Yvette. La sala entera dio un respingo, y se llenó de murmullos, disonantes y preocupados. La anciana rompió a reír, y su risa mató a las voces como un rayo de sol abriéndose paso entre las nubes.
- ¿De que os extrañáis? ¿Acaso creéis que siempre he sido la dulce abuelita Marie? No, ingenuos míos… - Dijo con ternura a sus familiares. – Soñaste con un baile, niña, y en ese baile todos los hombres del pueblo habrían dado la mitad de sus vidas por estar conmigo. Viste un paseo junto al río, y en ese paseo vuestro bisabuelo Ben me pidió que fuese su mujer. Viste una cena, en mi décimo aniversario de bodas, cuando Ben ahorró durante dos meses para comprarme un vestido y llevarme a un restaurante de la placa superior. Todos son recuerdos muy hermosos. – Harlan vio que Yvette se había tranquilizado. De todas las personas presentes, todas se resignaban a las circunstancias, menos tres, que simplemente entendían la naturaleza y la aceptaban como debía ser. - ¿Por qué te disculpas, niña?
- Porque usted ha estado seis días en esta cama, esperándome.
- Pero has venido… Y con vosotros el buen Barón, para llevarme con Ben… - Dijo girándose hacia el retrato. - ¿Ves que guapa era yo entonces? – Yvette sonrió, arrancándole una sonrisa a la anciana. – Toma el retrato, cariño. Guárdalo para que te recuerde que una vieja te desea que seas tan feliz como ella lo fue.
- Señora… - Dijo la turca, en medio de un nuevo murmullo de sus familiares.
- ¡Quédatelo! ¡Yo no me lo voy a llevar! – Bufó, entre el pesar de sus parientes y una sonrisa de Yvette. La vieja, cerrada en su tozudez, no abrió la boca hasta que la joven turca hubo tomado el retrato, viendo en él a la mujer que había poblado sus sueños. Un alma salvaje y vivaracha, casi gemela. Entonces Marie volvió a sonreír.
- ¿Y ahora que, niñita? – Preguntó.
- Ahora la espero a usted. – Respondió Yvette, sin entender del todo que tenía que hacer, pero en cierto modo, segura de cada paso que tenía que dar.
- Hana Garu… - Se giró de nuevo hacia Harlan. – Una última bendición, por favor. – Harlan asintió. Tomó su cadena de materia y enredó un extremo en su mano derecha, con el otro colgando de su hombro. Posó su mano izquierda sobre la frente de la anciana y empezó a recitar unas palabras en un extraño lenguaje foráneo. Aunque Yvette no entendía palabra alguna, supo con toda claridad su significado. Cuando hubo acabado, apartó su mano y la anciana volvió a girarse hacia Yvette.
- Ha sido hermoso… - Dijo, sonriendo. – Ya estoy lista, cariño. – Apretó la mano de la turca. – Cuando quieras…

Yvette no respondió. No sabía que hacer, así que se limitó a esperar. La mano de la anciana la aferraba con suavidad, esperando algo, pero poco a poco, su fuerza fue disminuyendo hasta desvanecerse por completo. Harlan en ese momento cerró los ojos a la señora, posando su mano inerte sobre su vientre. Yvette aún sostenía la diestra de la anciana, mientras su compañero se situaba a su lado. Colocó la otra mano en el vientre de la mujer, tras tomarla suavemente de entre las palmas de la joven turca. Luego, como unidos por un extraño vínculo, sus miradas se orientaron al unísono hacia la puerta de la habitación, donde más allá de una pequeña multitud de dolientes familiares, una mujer joven y hermosa partía, con un vestido blanco de algodón, al lado de un hombre alto y apuesto que la tomaba del brazo. Solo los dos turcos vieron como ambos se reunían y se alejaban caminando sobre la nada, hasta desaparecer. Fue entonces cuando una carcajada llamó la atención de ambos hacia una esquina de la habitación, la más oscura y la única vacía. Allí vieron al hombre negro, de rostro pintado con forma de calavera, chaqué y sombrero de copa, apoyado en un elegante bastón de ébano. Su mera presencia inundaba la sala con el sonido de tambores, oscuras celebraciones y danzas salvajes, en medio de un olor a hogueras y tierra húmeda de tumba. Samedí los miraba fijamente a los dos, riéndose con voz profunda, mientras los saludaba alzando su sombrero a la vez que estallaba en una nueva y siniestra carcajada.





Al volver, era Harlan quien conducía. El coche de Yvette era ágil y rápido, y un placer de conducir. Su compañero normalmente era el copiloto, siendo ella quien conducía para él. Por eso era el jefe. Sin embargo, esta vez ella estaba aturdida, y él decidió dejarla descansar. Apenas hablaron durante todo el camino, una vez el sacerdote hubo aclarado un punto importante.

- Aún no has acabado de cumplir tu deuda.
- Lo se… - Respondió ella con aire ausente.
- Parece que el barón Samedí quiere que aprendas algo sobre la vida.
- Él mismo me concedió el don… - Dijo ella, como justificándolo.
- Ya te hablé de él: Es el señor de la muerte, pero también de la resurrección, del amor y del sexo. Es un loa oscuro, pero no necesariamente maligno. Seguro que te volverá a llamar. Entonces…
- Acudiré a ti, Har. Gracias. – Yvette acabó la frase por él, girándose hacia su compañero y dedicándole una sonrisa. Acababa de pulsar el botón de enviar en su PHS, lanzando un breve mensaje de texto: “¿Cndo qdams otra vz, waperas?
- Es mi deber… - Respondió el con una leve inclinación de cabeza. – Como tu compañero y como tu Hana Garu.

7 comentarios:

Lucas Proto dijo...

Bueno, otro relato en el estrambótico mundo espiritual de gurus, vudús y cosas que no entiendo nada xD

Me encanta como vas profundizando en los personajes cada vez mas. Yvette parece ser la estrella del baile: Sobrevive al paso de niños fashion a veteranos cabrones, resucita de entre los muertos, se va con el rubiales... Y ahora es una especie de emisaria de la muerte. Así que completita la niña.

Buen relato, como siempre. Aunque no he encontrado el enlace con el anterior, que alguien me lo remarque porfa.

Ukio sensei dijo...

Yo te lo remarco: No lo hay.


Editandoo!

Lectora de cómics dijo...

Me gustan los relatos protagonizados por Yvette y Har, siempre son más relajados pero plagados de detalles y oscuras y místicas tramas.
Eso y que profundices en Yvi, al final la historia de su familia es bastante distinta a lo que habias abocetado tiempo ha.
Los personajes van ganando poco a poco su independencia =^^=

Astaroth dijo...

Y yo que esperaba ver a Samedí con Yvette en un relato erótico-festivo...

Lara LI dijo...

No está mal... conocemos mejor a Ivette y su familia (vaya con sus hermanitos...), profundizamos en la religión vu-dú y tenemos un hermosos final donde una anciana belleza nos de una lección sobre lo mucho que merece la pena vivir la vida sin lamentarlo.

Hermoso, indudablemente. Aunque deberia haberse dado cuaenta antes de que Paris es el tipo del chico al que tienes que llamar tú XD y más aún siendo como es ella de intimidante!!!!

Paul Allen dijo...

Ahora que he dejado a Meyrowitz (teoría interesante), aprovecho:
No acabo de pillar el papel que tiene Yvette en todo el tema del vudú. ¿Los dioses la llevan por el (buen) camino?
La temática del sueño está algo sobada y realmente es un relato flojo en lo que respecta a acontecimientos. Por otro lado las descripciones físicas (detalles muy bien resaltados) y los antecedentes que van apareciendo para definir a los personajes están bien, aunque me parece que has soltado demasiadas cosas de Yvette en una misma "ronda". Prefería que se reservaran algunos detalles para que las cosas se revelaran poco a poco.
En definitiva: ¿Era un relato para perfilar más el lado místico de Yvette junto con su relación con Harlan?

Ukio sensei dijo...

Somos críticos, eh? Me alegro:

La principal premisa de este relato era no sacar a Kurtz, y de hecho, dejar todos esos personajes sobre los que había estado escribiendo los turnos anteriores un poco de lado y nada de crossovers absurdos.

Lo primero era que Yvette tiene una deuda que pagar, y tiene muchas cosas que aprender al respecto. Es, simplemente, un primer paso facilito.

Segundo: Si crees que he mostrado todas mis cartas, estas muy equivocado (deberías conocerme mejor).

La verdad es que el lado mísitco que quería perfilar era el de Harlan. Yvette va encajando que tiene una deuda, y los cambios que está llevando en su vida. He intentado lograr que la descripción fuese desde un punto de vista "femenino", por eso es raro, y por eso estoy incómodo con él (que no insatisfecho).

No se... Ya seguiré la trama del vudú (no puedes pedir un favor a dioses de la muerte y el sexo y luego irte de rositas. Esas deudas se pagan).