domingo, 31 de mayo de 2009

174.

¿Cómo te fue con nuestro vagabundo rescatado de la calle favorito?

- Ni me hables. Menuda mierda montó el cabrón. Dos tipos tiroteados, y encima quiso que me sentase encima de un charco de sangre descomunal.

- Eso de descomunal es exagerar, Carl. Era una mancha en el asiento, nada más.

- ¡Y una puta mierda, Frank! – se quitó la máscara de la boca, y la bajó hasta el cuello, allí donde llegaba la melena de color bronce – Me había costado horas conseguir que en esa maldita cervecería me lavaran el vaso con agua y jabón al instante de pedírselo. ¡Una puta cervecería decente en los jodidos suburbios, y donde no te cobran 50 machacantes! Encima tu niño me obligó a ir a esa construcción llena de polvo y mierda. ¡Podía haber muerto!

- Oye, -los ojos verdes de finas pupilas y centelleante brillo le dirigieron una mirada de preocupación - ¿No crees que te has vuelto un poquito… hipocondríaco?

- ¿Quién, yo? – el traficante de drogas y mujeres se negaba a ver la verdad - ¿Debo recordarte que fui yo quien perdió ese bonito trozo de bazo? ¿Ese bonito treinta por ciento de bazo, que me convierte en un ser mortalmente propenso a las infecciones? ¡Los malditos barrios bajos son una gigantesca infección!

- Sigh…

Los dos hombres estaban sentados en una heladería de blancas paredes, en el piso inferior reservado a no fumadores, por petición expresa e insistente de Carl, uno frente a una tarrina con bolas de diferentes sabores, mientras que el otro se mostraba reticente ante su café capuchino (“Ni siquiera parece un café, joder”), charlando amistosamente sobre qué tal les había ido aquella semana. Cosa nada habitual siendo el uno un vendedor de droga y prostitución que apenas conseguía mantenerse con una chica y una reserva de marihuana y el otro un asesino buscado por la ley.

- ¿Por qué demonios le dejaste vivo? Cuando quiera puede delatarnos. Si al menos no me hubieras presentado, todavía podría cerrarle la boca si se pasaba de listo.

- Charles Loc O’toole – Tombside parecía menos alegre, cosa que hacía patente su tono de voz; sus pupilas se habían afilado más que nunca – Cierra la boca y deja de quejarte.

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La chica me llamaba desde farola de la esquina. Estaba apoyada en la metálica superficie con la espalda y el tacón de un zapato de charol rojo, de buena imitación. Llevaba unas medias de rejilla fina ligeramente rotas, lo que le daba un atractivo aún mayor desde la distancia, y subía por sus largas piernas hasta perderse en el interior de una minifalda de cuero negro que podía pasar por un cinturón ancho más que por una prenda, donde se podía ver aparecer un vientre con un sensual ombligo. Subí la mirada, y me topé con un top que tapaba unos pechos grandes, sobre los que caía una rizada melena de mechas rubias sobre fondo castaño claro, supuse que era para darle un tono dorado más resplandeciente. Me acerqué, y me invitó a seguirla. Giramos la esquina, y subió por las escaleras de la portería de un edificio viejo de los Suburbios. De vez en cuando, giraba y me susurraba ven, pero a medida que subíamos su tono celestial se convertía en los chillidos de arpías, sirenas y gorgonas: la voz se convertía en quebradiza, al igual que su cuerpo. Sus grandes pechos estaban caídos y arrugados, sobrepasando el límite de lo humano. Lo que yo había tomado por un pelo dorado en realidad era canoso, y el castaño se tornaba gris a medida que subíamos las escaleras. Como si de una droga que me nublaba la vista y a medida que ascendía disipaba sus efectos, veía cada vez más la cruda realidad de aquella prostituta. Su embriagador olor a vino y frutas ahora era un perfume barato de flores mezclada con hedor de bichos. Ven, me volvió a decir, y pude ver en su rostro surcado de arrugas una dentadura rota de piezas separadas y torcidas. Muchas de ellas se montaban encima de otras, algunas incluso ocupaban el hueco de otras que faltaban, y su aspecto era amarillento y cubierto de fragmentos de pasta marrón. Tenía la uñas cubiertas de costras de esmalte morado, y bajo ellas la carne antes rosada se había cubierto de manchas propias de la vejez. El vientre se había metamorfoseado en una caída curva que sostenían unas flacas piernas cubiertas de pellejo. Seguía siendo igual que antes, y sin embargo era tan diferente… Empujó una puerta y se tumbó en una cama de la desconchada habitación, y volvió a decirme ven. Susurrando, cada vez sonreía más, y cada vez parecía repetirlo más y más rápido. Se subió la minifalda y mostró su coño… Lleno de pelo, rizado y viejo. Apestaba a perfume de flores barato y a bichos. Y sin embargo, me atrajo con sus frágiles brazos, y me introduje en ella. Una vez, dos, tres.

Me pidió que la penetrara, y la penetré. Hinqué mi polla, y cuando lo hice fue como atravesar la carne putrefacta y cubierta de miles de pequeños gusanos blancos de cabeza amarilla de un cadáver. Apestaba a colonia barata y a bichos.

De pronto, mis manos bailaban sobre sus senos caídos y estriados, pero estos ya no estaban allí. En su lugar, la osamenta de la mujer se burlaba de mí, con una amarillenta sonrisa torcida sobre su cráneo blanqueado. Su ropa había desaparecido, y llevaba una larga gabardina roja y, encerrado entre sus dedos gélidos y muertos, un cuchillo táctico. Su boca se movía, articulando palabras mudas que escapaban de su inexistente, y sus óseas falanges me arañaron la piel de la espalda cuando me atravesó el bajo vientre con el arma. Una vez, dos, tres.

Tantas veces me acuchillaba que la cabeza violácea y el venoso cuerpo quedaron reducidos a una gelatinosa masa de pulpa y sangre sobre la vieja colcha de cuadros. Se derramó el esperma cuando mis atravesados testículos cayeron, aún conectados, sobre el líquido borgoña que fluía desde mi recién adquirida cavidad hasta su pelvis teñida de carmín, atravesando los orificios de la cadera hasta manchar las sábanas ya manchadas. Y, sin embargo, seguía horadando, seguía empujando el cuchillo contra mis interiores, deseoso de que me hendiera más y más, hasta el éxtasis. Una vez, dos, tres.

La pelvis de hueso se volvió oscura en contacto con mis fluidos vitales y mi carne desparramada, y de allí brotó un erecto miembro que se unía mediante finas tiras de piel al cuerpo. Era similar al que yo tenía hacía un momento, como si a través de aquella masacre genital hubiera conseguido que la polla fuese una nueva ave fénix. Sin saber cómo, me había obligado a introducirla dentro de la boca y, con un golpe de muñeca, noté cómo mis mandíbulas se separaban ante el colosal pene. Crecía, más y más, y me llenaba la boca de su semilla y sangre. De mi propia sangre, la que habían derramado mis genitales sobre los recién formados suyos y la que manaba de mis destrozadas mandíbulas. Había crecido el músculo y la piel sobre el pálido hueso, e incluso podía ver en varias zonas los órganos. Su negro corazón palpitaba a un ritmo irregular, y las pulsaciones eran enviadas por invisibles conductos hacia las venas de su órgano. Y, cuando por fin me separó, me besó. Sus torcidos dientes amarillos ahora eran de perfecto marfil, pero ese era el único cambio apreciable. Seguía siendo una calavera hueca, unida a un cuerpo vivo. Su beso acabó, y ni tan siquiera se había ensuciado cuando tosí y escupí todo el contenido de mi boca. Un destello brilló en sus cuencas vacías, y de ese destello crecieron dos esferas de un color plateado aclarado, unos ojos sin iris, al tiempo que una lengua que no existía se recreaba lamiendo los jugos que fluían por las comisuras de los labios. Me penetró de nuevo, pero esta vez no con el cuchillo: atravesaba con la polla el hueco donde antes estaba la mía. Me dolía, pero no podía gritar. Me tenía justo debajo de él, no podía moverme. E hice lo único que podía: vomité. Los ácidos estomacales se unieron las viejas manchas de la cama, y todos mis fluidos convergieron en una masa negruzca con ligeras vetas blancas del semen del cadáver viviente. Cada vez más, el blanco ganaba terreno al negro, pues no hacía más que eyacular sin parar. El líquido me llenó y se desbordó, mientras que con un fugaz movimiento recogía el cuchillo y me cortaba los tendones de las manos y los pies, para después cortar mi arrugado cuello. Reía, pero no articulaba sonido o palabra algunos, pues no tenía lengua ni labios, ni tan siquiera cuerda vocales. La vida me iba dejando, tirado sobre una colcha y sin poder moverme, acostado sobre mis propios fluidos, violado por un muerto y cubierto de sus efluvios. Este cogió una tarjeta de su bolsillo, escrita con luz y fuego, y la introdujo entre la cavidad de mis piernas, al tiempo que el largo abrigo granate tapaba mi rostro. No podía ver lo que decía la tarjeta que ardía en mis muslos, pero yo ya sabía que nombre estaba escrito.

Se despertó bañado en sudor, frío y pegajoso, aunque su piel estaba cálida, casi al punto de arder. Quizás tuviese fiebre, porque no estaba más arropado que con una ligera sábana de lino blanco, tumbado sobre el sofá-cama del salón de Ed. La tele estaba encendida, y retransmitía un programa sobre sucesos impactantes, como espectaculares mordiscos de begimo o derrapes a doscientos por hora, iluminando la oscura estancia con mortecinos tonos grises que resaltaban los fantasmas de las cortinas e incluso convertían al ficus en una aberrante caja torácica.

El reloj mostraba las dos manecillas en un reloj de pared en un ángulo recto, señalando la pequeña al simple dos. Edward no había vuelto, había salido con los amigos mientras él se quedaba en casa para descansar. Por mucho que le había ofrecido llevarle para que se distrajera, Gerald sabía que realmente no lo deseaba en lo más mínimo, y había preferido quedarse en casa viendo una película mala en la televisión, atiborrarse de palomitas y dormirse pronto.

Volvió a apoyar la cabeza sobre la almohada, y se durmió de nuevo. No se despertó en toda la noche, ni siquiera cuando Ed volvió a las cuatro de la madrugada.

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- ¿Qué llevas, Carl?

- Full de reinas y jotas

- ¡Ja! Vuelvo a ganar. Póquer de reyes.

- Mierda, Frank, ¿otra vez?

Los dos hombres intentaban pasar el rato sentados frente a una mesa en una sala llena de pantallas de vigilancia, mientras jugaban a las cartas y bebían de unos botellines de cerveza, que poco a poco se iban acumulando vacíos apartados de la acción que suponía la partida. También tenían una caja de pañuelos esterilizados encima de la mesa, que Carl utilizaba para limpiar a conciencia los bordes del orificio en el que luego ponía los labios (“Porque están llenas de enfermedades e infecciones, Frank”).

- ¿No deberíamos vigilar las pantallas, por si acaso? – dijo moviendo la cabeza en dirección a los monitores.

- ¿No deberías dejar de timarme jugando a las cartas? – respondió con tono burlesco el hombre de pelo castaño y mascarilla en torno al cuello.

- Cuando dejes de enviarme taxis, capullo.

Ambos rieron durante un rato. De sobra conocían los dos los problemas del asesino con los taxistas, y la manía que tenían estos de cobrarle más cuando le veían. Carl pegó un sorbo, y se limpió con un nuevo pañuelo. Desde que su puta favorita había le había partido el bazo en dos se había convertido en un obseso de las infecciones, y veía acechar a la muerte en cada rincón sucio, en cada germen que flotaba en el aire, en todos lados. Sólo se quitaba la máscara para beber, comer, y eso siempre que hubiera esterilizado y limpiado a conciencia. Era un grave caso de hipocondría, que lo llevaba a sospechar de todo.

- Dime una cosa, Frank – el tono del chulo era serio, y la tensión que exhalaba de sus labios casi podía verse - ¿Por qué has dejado vivo al tal Yief? ¿Qué tiene para que no haya muerto todavía?

- Fíjate en las cámaras 05, 06 y 07, Carl – dijo al tiempo que se levantaba y manipulaba el cuadro de mandos que había a los pies de las pantallas. Cada una debía tener de diecisiete a veinte pulgadas, en forma de cuadrados perfectos, y formaban un rectángulo de cinco pantallas de ancho por tres de alto – En la 05 está el vídeo de cuando encontramos a nuestro amigo, y fíjate en la 07. Sales muy guapo.

- ¡Cabrón! ¿Cómo pudiste grabarnos en la construcción? – casi había tirado la silla cuando se levantó de golpe, enfadado al verse a sí mismo junto al coche en el que Yief le había llevado.

- Calla, y fíjate en nuestro moribundo amigo. ¿No ves nada raro?

- ¿Qué quieres que vea? Peor era olerle – hizo un gesto de taparse la nariz. Nuevo gesto adquirido tras la agresión.

- En serio… ¿No ves nada raro?

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Gerald se volvió a despertar. Un vaso de cristal se había caído en la cocina, y le había desvelado. Eran las cuatro y media, y el ruido de alguien recogiendo los cristales mientras juraba consiguió despertar al retirado detective. Su mente aún seguía aturullada por el sueño, tanto por el que tenía en esos momentos como por el que había azotado su conciencia hacía horas. No dejaba de ver al esqueleto con su rojo abrigo, ni dejaba de sentir el dolor del filo del arma blanca.

Edward estaba recogiendo con un cepillo los fragmentos de cristal. Llevaba una cazadora negra sobre camiseta del mismo color y pantalones vaqueros, junto con aquellas botas que adoraba. Ni siquiera se fijo en Jerry hasta que le tuvo justo delante.

- Hola – Ed susurraba, en un tono demasiado bajo

- Hola. ¿Cómo te ha ido? – Gerald McColder susurraba en un volumen igualmente bajo.

- Bien, una pena que no quisieras venir. ¿Vuelves a la cama? – recogió el resto de los cristales y los echó a un pequeño cubo de basura.

- Sí, mañana quiero levantarme pronto. Tengo nuevas pistas.

Horas más tarde, Jerry viajaba en un vagón, enfrente de un hombre muy nervioso rodeado de vagabundos. Iba en dirección al sector 3, sobre la Placa, a visitar a la otra persona que había sobrevivido al ataque del asesino. Durante el asalto, un turco había sido herido, pero el asesino le dejó con vida.

La mansión del susodicho no era, para nada, un antro: trescientos metros cuadrados y tres plantas, además de unos jardines enormes llenos de árboles y fuentes de tallas clásicas que mostraban dioses desaparecidos y héroes olvidados de siglos ya pasados. Las criaturas mitológicas peleaban entre sí expulsando chorros de agua, a la sombra de frutales exóticos que nadie en la ciudad había visto antes.

A la puerta, un joven turco esperaba sentado en el porche, fumando tabaco de liar y jugando con el zippo. Jerry le conocía: era el mismo turco que le había intentado dar una paliza en la estación de tren, si no lo hubiera detenido antes su superior. Cuando le vio, dejó de jugar con el zippo y se levantó, y con una floritura empuñó una navaja mariposa.

- ¿Qué coño quieres, cabrón? ¡Déjanos en paz!

- Vengo a verle. ¿Qué haces tú aquí?

- Lo que me dé la gana: es mi padre. ¿No le has causado bastante daño?

- Verás, - se levantó ligeramente el jersey de punto de color rojo claro, y mostró el magullado abdomen – más daño ha hecho él.

Subieron al tercer piso, avanzando entre alfombras de importación y cuadros únicos. Al fondo de un largo pasillo, una puerta doble les esperaba. El joven avanzaba a grandes zancadas, que a McColder le costaba seguir. Abrió las puertas, y le vio tirado en la cama.

Con un parche en el ojo, diversas vendas sangradas en brazos y pies. Aunque ahora tenía el pelo más corto y se había dejado un frondoso bigote, Jerry podía conocer el brillo de su único ojo, por más que hubieran pasado una veintena de años desde su incidente.

Postrado en la cama estaba Jack Kened, que antes de hacía llamar Antonio Chandler.

martes, 26 de mayo de 2009

173

    Elliot Rigar salió del centro comercial, malhumorado. Por un momento, pareció a punto de ir a increpar a uno de los guardias de seguridad que esperaban junto a la puerta el desalojo del centro comercial, sin más motivos que no tener otra cosa en la que descargar el estrés. Afortunadamente para él, su autocontrol se impuso. No tenía realmente ánimos (ni cuerpo) para enfrentarse con el guardia.
    No era suficiente con un día duro de trabajo, con una tarde libre, ahora desperdiciada, que había conseguido a base de hipotecar varias horas de la semana siguiente; no bastaba con tener una jefa intransigente y carente de creatividad, y con unos compañeros ruines incapaces de echarle una mano en determinados casos. No, no lo era. Además de eso, tenía que llamar su mujer para cancelar la cita que tenían. Dicha llamada no la hizo ni antes de las siete ni justo a esa hora (eso sería demasiado para su concepto de la puntualidad), sino que esperó hasta las ocho y cuarto antes de confirmar el plantón. Y ahora, además, adelantaban el cierre del centro. ¡Lo que se decía una tarde perfecta!
    Las causas de su estado de ánimo no eran tanto su trabajo o la ausencia de Marie como cosas que rondaban en el filo de su pensamiento. Asuntos que por ahora no quería tener en mente, porque sabía que se sentiría peor. No le gustaba nada que Marie se quedara hasta tarde en la oficina. De haber sucedido meses antes, quizás no habría importado. Elliot ya tenía quien la supliera cuando visitaba a su madre o cuando el trabajo se le acumulaba. Sin embargo, en esta ocasión no se acordó de amante alguna. Quería a Marie, pero su cuerpo le pedía movimiento, un movimiento que su esposa no siempre tenía tiempo o ganas para dar. Era por eso que de cuando en cuando se buscaba a alguien que le consolase brevemente en el sentido físico. Pero para Elliot, realmente Marie era un alma gemela y nunca se le habría pasado por la cabeza abandonarla o causarle algún mal, aunque sus ganas de sexo le impulsaran a echar una canita al aire ocasionalmente.
    De un tiempo a esta parte, sin embargo, ya no buscaba compañía cuando ella estaba ausente. De hecho, salvo la noche de los jueves, momento en el que salía con algunos viejos amigos de la facultad, los momentos fuera del trabajo en los que se encontraba solo los pasaba en casa. Los asuntos que entraban y salían de su pensamiento periódicamente le mantenían en vilo. Tenía pánico a permanecer en la calle, donde podía ser visto con suma facilidad por cualquiera, pero sobre todo por esa persona. ¿Quién lo sabía? ¿Cómo lo había averiguado? No era algo tan fácil de hacer, pero por más que le daba vueltas, no conseguía avanzar nada en sus pesquisas.
    Elliot era científico, un verdadero visionario en el campo del uso de la energía mako, atrapado, para su desgracia, en un puesto que no reconocía sus méritos ni explotaba su talento. No había ninguna vacante mejor por encima de su puesto que necesitara ser cubierta, por lo que le habían asignado a un departamentucho de poca monta, encargado del refinamiento de la materia imperfecta. Cada vez que pensaba en el sueldo y las oportunidades de reconocimiento de los técnicos que trabajaban asignados a SOLDADO o al departamento de Desarrollo de Armas, y sus casi ilimitados recursos para la creación y mejora de materia, la bilis se le subía hasta la boca por los celos y la frustración. Tenía un proyecto que podría revolucionar la creación de materia, pero por lo visto no conocería más que el fondo de su cajón. Y como si eso no fuera bastante, hacía poco más de tres semanas que un mensaje anónimo había llegado a sus manos para convertir su vida en algo aún peor.

    Llegó de la mano de un muchachito, cerca de la estación del sector 2. El chico le había entregado un sobre cerrado sin remitente alguno, y no había tardado precisamente mucho en desaparecer por los callejones. Elliot abrió el sobre, y lo primero que sacó, completamente confundido, fue un billete de a diez guiles. Le pareció algo completamente extraño. Quizá el mensaje no fuera para él. Luego sacó un papel doblado. Aquella misiva despejó sus dudas sobre que él era el destinatario, y a un tiempo, le llenó de miedo.

Conozco tus secretos.

    Esta sola frase hizo que primero esbozara una mueca de incredulidad. Luego, cuando se dio cuenta de lo que podía significar, casi se cayó contra la persona sentada a su derecha. Afortunadamente, el hombre, un tipo gordo trajeado, lo atribuyó a un movimiento repentino del tren, y no a una flojera de rodillas. Elliot tragó saliva varias veces. ¿Qué era aquello? ¿Una broma? ¿Una jugarreta de sus compañeros de trabajo? ¿Sería una especie de venganza por parte de su mujer, que quizá había descubierto sus engaños?
    Arrugó el papel y lo guardó. Una vez en el trabajo, en el piso 34 del edificio Shinra, se dirigió a su laboratorio. Colgó el abrigo en la entrada del mismo, dejó sus documentos sobre la mesa en la que reposaba su Terminal, pero no se sentó. En lugar de eso fue al servicio, sin acordarse de ponerse la bata blanca que era propia de su profesión ni dejar encendido el pequeño reactor donde pulían las imperfecciones de la materia defectuosa. Ni tan siquiera escuchó la frase seca de la señorita Leman, su “relamida jefa”, recordándole que se pusiera la bata para deambular por el laboratorio. Ésta, al reparar en su cara sudorosa y pálida, pensó que quizá le vendría bien despejarse antes de ponerse con su trabajo, y que la reprimenda podía esperar.
    Una vez en el servicio, Elliot dio el grifo y se lavó las manos y la cara. Se miró varias veces al espejo. No parecía que hubiera nada anormal, además de la palidez, que empezaba a remitir. Notó que tenía la boca algo seca, pero no bebió. Lentamente, esperando que fuera un mal sueño, metió la mano en el bolsillo del pantalón. De nuevo notó la suave superficie del papel. Con movimientos pausados, entró en una de las “pequeñas salas del trono”, como él las llamaba, y cerró la puerta. Una vez sentado sacó el papel y lo abrió. Sus ojos pasearon inquietos por las letras, pequeñas y retorcidas, pero no por ello ilegibles y carentes de una cierta regularidad.

Conozco tus secretos. Todos, tanto en tu trabajo como en tu propio dormitorio. Sí, aún recuerdo a esa furcia pelirroja del pub Nubes del sector 4, y el discurso de tu relamida jefa sobre tu proyecto de modificación alterna de la materia y lo que luego pensaste decirle sin atreverte a ello. ¿Pero sabes lo que más recuerdo? El olor a perfume caro de tu esposa, esa atractiva mujer morena de largas pestañas y aún más largas piernas que trabaja de redactora en el sector 3.

    Empezó a sudar copiosamente. Aquello tenía toda la pinta de ser la clásica nota que un psicópata enviaría a alguien a quien está espiando de continuo, con a saber qué intenciones malsanas. Intentó relajarse. Seguramente era una broma. Tenía que serlo. La carta aún seguía. Miró alternativamente hacia la carta y hacia el techo, y cuando logró reunir algo de valor, siguió leyendo.

Todos tus asuntos podrían salir a la luz. Claro que, entonces, esto no sería bueno para ti, ni provechoso para mí. A estas alturas te habrás dado cuenta de que si el contenido de esta carta se revela, o si intentas acudir a alguien para que te ayude, me daré cuenta al momento. ¿Te importa tu trabajo, aun cuando no puedas ascender hasta donde quieres llegar? ¿La vida de tu esposa, tan atareada en su oficina? ¿Tu propia vida? Creo que ambos sabemos la respuesta, de modo que nos saltaremos la retórica.

    Ahora estaba claro. Un chantaje. Chantaje, extorsión, amenaza, tanto da la palabra que usara. El desconocido quería algo a cambio de su silencio, y en caso de que divulgar los secretos no bastara para amedrentarle, recurriría a la fuerza. Los argumentos del autor de la carta eran lo bastante buenos como para que Elliot perdiera las ganas de hacerse el valiente o de intentar saber quién era. Sus ojos continuaron moviéndose de izquierda a derecha, casi febriles.

Esto va así: si haces lo que te digo, todo irá bien para ti. No me importa tu vida tanto como para divulgarla porque sí, de modo que mientras que nos llevemos bien, no tendrás ningún problema. Pero intenta dar a conocer esto, pedir ayuda o contratar a algún necio agente de seguridad, y lo perderás todo. Basta con que cumplas con lo que te diga. No me importa el tiempo que tardes en conseguir aquello que te pida, pero si mi paciencia alcanza su límite, tendré que llamarte la atención. Dentro de poco, te diré lo que espero de ti. Hasta entonces, ya hablaremos, Elliot Rigar."

    La carta carecía de firma.

    Y desde aquel momento había dejado de tener amantes. Su trabajo era igual de agobiante, pero hasta la señorita Leman se dio cuenta del cambio de actitud de su subordinado, de brillante pero rebelde a completamente sumiso, como si de pronto hubiera desaparecido toda su iniciativa. Sus salidas nocturnas se vieron limitadas a los jueves, cuando quedaba, como siempre, con su vieja hermandad universitaria, y a alguna cita ocasional con su esposa, como la que había mantenido aquella misma tarde. O mejor dicho, como la que habría mantenido, de no ser por su trabajo. Desde la llegada de aquella carta maldita, Elliot siempre estaba preocupado por los retrasos de Marie, y sentía un alivio exagerado cuando escuchaba su voz disculpándose por llegar tarde, o comentando el estado de su madre. Así y todo, aún no sabía nada del autor de la carta.
    Malhumorado y desganado para hacer cualquier cosa que no fuera sentarse, beber y tratar de considerarlo todo una pesadilla, Elliot se dirigió a la estación. No había traído el coche por mera paranoia. Hacía tiempo que no lo usaba, y consideraba que era mejor mantenerlo así. Con un poco de suerte, su guardián de secretos particular no sabría de su existencia. Era demasiado esperar, quizá, pero no le importaba.
    Estaba esperando en el andén cuando le pareció sentir algo. Se removió inquieto. Le pareció que algo en el interior de su ropa le había causado un escalofrío. Miró de reojo. Por todas partes había gente. Algunos iban para su casa desde el trabajo; otros eran clientes del centro comercial que, como él, habían visto frustrado su plan para la noche. Otros eran simples ciudadanos, algunas señoras cargadas con un par de bolsas de la compra, adolescentes con pintas de pandilleros y algún que otro vagabundo taciturno con la nariz enrojecida como efecto secundario de sus dosis de olvido bañado en alcohol.
    Seguía en su espalda esa gota de sudor frío. Echó un vistazo discretamente a su alrededor. No había nada especialmente sospe… Un momento… Sí. Sí que lo había. Acababa de volver la mirada, como si la cosa no fuera con él. Un tipo bajo, con barba de varios días y pelo desaliñado. Llevaba una chaqueta de piel bastante raída, unos vaqueros sucios y una pequeña gorra calada hasta las cejas, dejando la mitad de su cara en sombras. Elliot fingió no haberlo visto. Una casualidad, una sensación propia de su miedo. Estaba exagerando. Habían pasado ya tres semanas sin una sola noticia de su espía particular. Llegó el tren, y con su llegada desaparecieron parte de sus temores.
    Volvieron a no tardar, cuando el presunto mendigo se sentó casi frente a él, dos asientos más a la derecha. Junto a él, había ahora otro, resguardado con una gabardina y tan lleno de harapos que no se podía ver prácticamente nada de su cuerpo. La gente se apartó para dejarle paso cuando avanzó hacia el asiento renqueando. Se sentó pesadamente, con un gruñido. Una capucha cubría su rostro.
    La pareja de vagabundos y Elliot estaban separados únicamente el pasillo y la gente que en él había. Conforme se movían los pasajeros, el científico intentaba atisbar más detalles. Se dio cuenta de que el segundo mendigo parecía hacer lo mismo, mientras que el primero miraba por encima de Rigar el desfilar de los edificios de la placa. En la siguiente parada, el segundo mendigo se bajó cojeando, mientras que su acompañante desde la estación seguía mirando al vacío.
    Rigar se bajó en su parada. Unos cuantos viajeros más se apearon con él, pero no se atrevió a volverse para comprobar si el vagabundo le seguía. Enfiló su calle por un atajo cuesta arriba y empezó a caminar con garbo. El miedo pareció incrementar no sólo su rapidez, sino también sus sentidos. Detrás de él, alguien caminaba. Parecía seguir su mismo ritmo. La sangre en sus venas se aceleró cuando emprendió un trote rápido. Los pasos de detrás lo imitaron. Ya fuera de sí, echó a correr y torció a la derecha por una calleja plagada de basura y contenedores. Siguió corriendo. Casi parecía que detrás de él hubiera un bom a punto de estallar, y no paró hasta que pasó lo que tenía que pasar. No había salida. Se dejó caer de rodillas, completamente exhausto. Hacía poco que no tenía las pisadas machacando sus oídos como el repicar de un tambor a todo volumen. Poco a poco se calmó, y permitió que el aire escapara de sus pulmones con un suspiro.
    -Oiga… se… ¿se encuentra bien?-dijo una voz desconocida.
    La voz a sus espaldas le hizo volverse con tanta rapidez que a poco no perdió el equilibrio. Como había temido, se trataba del mendigo. Tenía demasiado miedo como para darse cuenta, pero el hombre le miraba con lo que parecía genuina preocupación. Dio dos pasos hacia él, pero Elliot retrocedió como pudo, ensuciándose los pantalones y las manos en su afán.
    -Perdone si le he asustado… pero me han dado esto para usted. No estaba seguro de si era la persona correcta, y por eso le seguí. Me dijeron que era importante y que usted me daría diez guiles si se lo traía. Iba a dárselo al salir del tren, pero…
    Ahí estaba, justo en su mano, como la otra vez, justo como la otra maldita vez. Un sobre en blanco. Elliot se levantó trabajosamente. Empezaba a ver aquello como algo irreal, tanto que daba igual o no que fuese en su contra; mañana despertaría y nada sería real. Ya ni siquiera sentía el sudor, el cansancio o el miedo. Con una expresión que sólo podía tildarse de seriedad completamente normal, miró en su cartera en busca de los diez guiles. Se le pasó por la cabeza no pagar, por si aquel tipo se estaba aprovechando de él y de su desgraciada situación.     Luego lo recordó: junto con la primera carta habían llegado diez guiles. Podrían llamarle paranoico, pero si aquello era una casualidad, él era un minero de Kalm. Sacó un billete de diez (ni siquiera sabía si sería el mismo, pero lo dudaba), cogió la carta y se volvió a casa con aire completamente ausente sin mediar palabra con el mendigo. Poco más tarde, Marie le preguntaría dónde había estado y por qué había tardado tanto, y él se habría desplomado en la cama, diciendo que le habían atracado para robarle diez guiles.

    Miles se guardó el billete, temiendo que algo tan normal como la corriente del callejón pudiera arrebatárselo. El hombre metió las manos en los bolsillos y subió calle arriba hasta llegar a un viejo inmueble en ruinas. El edificio debía haber sido derribado hacía ya una semana, pero una carta enviada al encargado de Obras Públicas del sector 2 había bastado para retrasar un tiempo la demolición. Miles abrió la puerta de la planta baja y subió los peldaños chirriantes de madera. En el cuarto piso había una puerta abierta. La sala a la que daba estaba velada por la oscuridad. Se golpeó la cadera contra una mesita casi invisible.
    -¿Señor…? ¿Está usted aquí…? Soy yo, Miles…
    -Acércate, Miles, y no hagas tanto ruido. Se supone que este sitio está abandonado - respondió alguien en el interior.
    La luz de la luna entraba en aquel momento por la ventana, y dibujaba con perfecta definición una sombra en el suelo. La sombra era arrojada por un bulto de telas que se levantó de la silla y cojeó sin mucho ruido hasta colocarse fuera de la luz. Se había descalzado, dejando a un lado un par de botas altas viejas, pasadas de moda. La capucha tapaba todavía la cara del segundo mendigo del tren. Cuando se apartó, el brillo lunar se reflejó en un arma, una Gunger, que reposaba apoyada contra la pared opuesta. En su cañón parecían haber soldado una pieza metálica que describía una ligera curva terminada en punta. Podría haber pasado por una bayoneta, de no ser porque estaba unida perpendicularmente al cañón.
    -Ya, lo siento… Verá, yo venía a por mi… pago. Ya sabe, entregué el mensaje, tal como me dijo, y también me dio los diez guiles… pero ya sabe, falta eso…
    -Ahh, sí… Tu droga, ¿verdad?
    Un brillo que no era sólo el producido por la luna destelló en la mirada de Miles.
    -Sí, mi parte. Mi parte, la convenida… Si he terminado y me la da, me iré, señor, y…
    -No tengo tu droga, Miles. No hay droga aquí - cortó el otro. Fue algo tan repentino que Miles quedó callado durante unos segundos. Balbuceó algo incoherente antes de retomar el control de su lengua.
    -Pero… pero usted me prometió que…
    -Lo sé, lo sé, Miles. Te engañé.
    Una expresión de incredulidad alteró las facciones de Miles; facciones que poco a poco se fueron contrayendo en un rictus de furia, acrecentada por el mono. Su cara casi se desfiguró por la ira. Con un gesto nervioso, y también veloz, sacó de un bolsillo una navaja automática. Su respiración se aceleró, al igual que un tic en el párpado. El otro mendigo no se movió de su sitio. Seguía de pie, en la esquina, fuera de la luz.
    -Me está engañando, claro que me engaña. Todos me engañan, todos dicen que no tienen… Pero seguro que sí que tienes… ¡Tienes que llevar algo encima! ¡Dámelo! ¡Dámelo o… o… te mataré, y luego me lo quedaré!
    El vagabundo avanzó hacia el yonqui con un paso firme y lento. Sus zancadas le llevaron de nuevo a la zona iluminada, que ocupó creando una sombra ominosa. Miles retrocedió un poco, y al hacerlo, tiró la Gunger, metiendo bastante ruido. El arma de su oponente estaba ahí, en el suelo, pero Miles no atacó aún. Algo le llamó la atención en el andar antes renqueante, en las manos, ahora visibles, de aquel individuo. Las manos no eran del todo manos, ni tampoco tenía pies. Aquello sólo podía describirse como garras, o zarpas; en definitiva, las extremidades de un animal o un monstruo.
    El yonqui no hizo demasiado caso de eso. Estaba ya demasiado lanzado como para detenerse. Quería su dosis y la quería ya. Quizá juzgó que su vista le engañaba, como tantas otras veces. El vagabundo encapuchado se dio la vuelta y quedó mirando hacia la ventana. Sus manos… garras… lo que fueran, se levantaron al tiempo que la tela que le cubría subía al encoger sus hombros, en lo que podía interpretarse como un vago ademán de disculpa. Fue entonces cuando Miles perdió el control y atacó, con la navaja por delante. Un ruido de piel desgarrándose y sangre fluyendo llegó a sus oídos, y creyó que había alcanzado a aquel listillo.
    No había sido así. Estaba demasiado lejos como para haberle herido. Pero Miles… Miles notó un gran dolor en su vientre. Algo sumamente afilado se había incrustado en él, algo afilado que salía de debajo de los harapos de su adversario. Algo parecido a una cola escamosa y cubierta de espinas se había alojado violentamente en su estómago, y ahora se retorcía ligeramente. Los ojos de Miles, dolorido y sorprendido, se abrieron como platos. El mendigo se giró, y con ello la cola espinada dejó un reguero de gotitas de sangre. La capucha estaba ahora echada hacia atrás. Miles enmudeció de horror. El rostro que vio alguna vez fue humano, sin duda, pero estaba terriblemente deformado, mutado. El hueso había crecido formando protuberancias que asomaban en su barbilla y mandíbula. Dos pequeños cuernos que se curvaban hacia atrás, casi pegados al cráneo, salían casi desde donde se habrían hallado sus cejas, ahora una línea de cerdas duras y negras. Por suerte para Miles, no vivió lo suficiente como para verse atormentado o enloquecido por lo que acababa de contemplar. El mendigo se despojó de sus andrajos y se estiró en todo su corrupto esplendor antes de acercar sus ojos azulados de pupila rasgada a la cara del pobre drogadicto. La voz del falso mendigo llegó suavemente a sus oídos, antes de transformarse en un gruñido gutural.
    -Pobre, pobre Miles. Te han engañado otra vez…

    En el breve plazo de unos días el edificio sería demolido al fin, y con él, el cadáver desmembrado de Miles se convertiría en restos y despojos. Si alguien lo encontraba, sin duda alguna lo achacaría al ataque de un monstruo, un hecho a veces frecuente en los suburbios, aunque muy esporádico en la placa. Quizá hasta movilizasen a los agentes de seguridad. En la acera de enfrente, una calle más abajo, Elliot apagaba las luces para ir a dormir mientras la luz de la luna se reflejaba en el cañón de un arma parcialmente oculta en un montón de telas y harapos que caminaba cojeando en dirección a la estación.

miércoles, 20 de mayo de 2009

172.

- Joder…-es lo que dijo Lazarus cuando por el altavoz le chafaban las dos horas siguientes que pensaba dedicar en aquél centro comercial.
Se encontraba en un bar del tercer piso, con una cerveza y un sándwich. Aquella taberna le recordaba a la que visitó con sus dos amigos hace poco, sólo que esta vez había decidido colocarse en la terraza, para contemplar el panorama del recién inaugurado edificio. Se quedó mirando cómo un ascensor bajaba con cuatro personas, después echó un vistazo a su cerveza de tercio, totalmente oscura y se mojó el gaznate; tenía toda la fuerza de la cebada tostada, pero su sabor era suave y dulzón.
- Pues me han jodido la diversión. Se llevó un bolígrafo a la boca, mordisqueó el capuchón con la mirada perdida y escribió unas últimas líneas en una libreta; después se la metió en un bolsillo interior del abrigo. Con cierta pereza, levantó el brazo y miró su reloj.
- Me quedan diez minutos.
Miró detenidamente el sándwich y comenzó a mordisquearlo por distintos sitios, decidiendo cual sería el bocado más apetecible y por tanto el último. Apuró la cerveza y se levantó.Mientras la mayoría de la gente descendía por las escaleras mecánicas, él tuvo que subir hasta el quinto piso, pues había dejado el coche en el parking. Durante el trayecto no dejaba de fijarse en todo: tiendas con vistosos colores, el aroma de platos pseudo-extranjeros, la diversa apariencia de las personas…Todas esas cosas las apuntaba en su cabeza y notaba cómo la musa en el interior de su mente las ordenaba en diversos ficheros. Se sentía pletórico, le habían ascendido en el trabajo y ahora tenía a dos jóvenes recién licenciados bajo sus órdenes; además, lo ocurrido hace unos días parecía haberle prendido una mecha en su aburrida vida.
Atravesó la pasarela que unía el centro comercial con el parking y avanzó entre columnas hasta su coche, un utilitario bastante modesto de color negro. Dejó el abrigo en el asiento del copiloto e hizo arrancar el vehículo. Entonces pareció haber escuchado gritos y bajó la ventanilla ligeramente.
Al otro lado, cerca de la pasarela, dos hombres corrían apresuradamente. Lazarus se hundió en el asiento con la intención de que no le vieran, pero una ligera sonrisa en su rostro hizo que su corazón comenzase a latir rápidamente. Levantó la mirada un instante y entonces notó el estruendo de una granada, seguido de un destello que le aturdió unos segundos. Después un Shinra Supreme salía a todo gas. Él no estaba asustado, al contrario, soltó una siniestra carcajada mientras su musa metía aquél incidente en la carpeta de “ataque a un centro comercial”.
No quiso saber más y él también se marcho de allí enseguida. Ni siquiera se dio cuenta de que conducía a una velocidad no permitida y llevaba las ventanillas bajadas al máximo para notar el impacto del viento.
Cuando llegó a su destino, un edificio con diez plantas de oficinas, aparcó con cuidado y salió aferrando el abrigo con fuerza; aquél abrigo contenía un tesoro muy valioso para él. Dos plantas, tres… El ascensor subía lentamente con el interruptor 10 iluminado. Se echó un rápido vistazo en el espejo y se sacudió las migas de sándwich que aún quedaban en su escasa barba.

- ¡Hombre Lazarus!- dijo el hombre que, sentado en una silla de camping, bebía ron en la azotea de edificio- No te esperaba por aquí.
-He decidido hacerte una visita ¿Estás ocupado?
-Según se mire, siéntate-le ofreció mostrando otra silla junto a una mesa metálica de las que suelen haber en los bares; También había una sombrilla, aunque ese día no servía de nada pues hacía viento. Lazarus iba a tomar asiento cuando su amigo le agarró del brazo izquierdo-¡Espera, espera!

En aquella silla, irrevocablemente usado, había un condón.

- ¡Joder Tobías!-gritó Lazarus con cierta incredulidad y repugnancia-¿Qué coño has estado haciendo?

El aludido cogió el preservativo con extremo cuidado y lo lanzó a la calle, diez pisos más abajo, con un “a tomar por el culo el globito” de acompañamiento.

- Créeme amigo mio, las perversiones son muy malas… ¡Pero te ponen a cien!

Tras una sonora carcajada, Lazarus miró a su amigo detenidamente. Se habían conocido en la universidad y desde entonces se había convertido en un confidente para él. Siempre le envidiaba pues había llegado más lejos que él, pero era el enchufe perfecto si alguna vez quería publicar una novela: Tobías era jefe de una editorial. Llevaba puesto un albornoz bermellón(y seguramente nada más debajo) y en su mano izquierda la copa de ron. Llevaba el pelo corto y revuelto con unas austeras mechas rubias. Los ojos se cubrían con unas gafas de sol de montura fina que Lazarus jamás podría comprarse y el bigote se unía a una perilla de canosos pelillos; además tenía un fuerte mordisco en el cuello. La copa que Tobías le ofreció tenía aún la huella de carmín de su anterior folleteo y cierto perfume dulzón, pero Lazarus no se quejó pues el ron que estaba vertiendo valía más que él.

- Mira, mira-dijo el joven director cogiendo unos prismáticos del suelo y subiéndose las gafas a la frente- Esa tía siempre folla con su novio a esta hora ¿A qué no sabes quién es?<
- Joder…¿ Acabas de follar tú en una azotea y te pones a espiar a una muchacha?-Lo dijo por decir, porque el morbo de ver con prismáticos a una pareja follando le podía-¡Hostias! Si es esa modelo que sale en la tele.

Tras una carcajada, Tobías le arrancó el artilugio de las manos y bebió un trago del caro alcohol.

- Porque has venido tú, que si no me la machacaba ahora mismo con aquellos dos.

Pasaron varios minutos y parecía que el jefe de editorial se estaba deleitando, en parte por el espectáculo del edificio de enfrente y en parte por la situación embarazosa que estaba sufriendo su amigo. Al final Lazarus decidió cortar el silencio.

- He escrito bastante estos días.
- ¿Más mierda de esa tuya?-en otras ocasiones le había dejado a Tobías sus escritos pero tenía razón. Su amigo ponía el listón muy alto para poder mandar algo a edición y Lazarus no era un gran escritor. Aun así las palabras le dolieron.
-Esta vez es distinto, me han pasado cosas. No te voy a decir cuales son verdad y cuales no(Algunas incluso las he soñado)- no quiso hablar del incidente que tuvo respecto a escribir el futuro- pero siento como si todo fuese puta inspiración.
-Uhh, tú llamando puta a la inspiración, esto tiene que ser gordo-extendió la mano hacia su amigo-A ver, déjamelo.

Lazarus sonrió de oreja a oreja y sacó rápidamente la libreta de su abrigo.

- “Los ruidos del hospital me estaban poniendo de los nervios”- Tobías paró de leer y miró al escritor con el ceño fruncido- ¿Primera persona? Antes no era así.
- He hecho algunos cambios-Lazarus indicó con el pulgar un apunte a lápiz en el que ponía “Yief”- Es un vagabundo enamorado de una chica. Antes pertenecía a una familia rica, pero no tiene nada y alguien le persigue. Además le da a la cocaína.
- Vale, vale. Quiero leerlo, no que me cuentes todo- se acomodó en la silla y comenzó a leer- “Los ruidos del hospital me estaban poniendo…”


…De los nervios. Esa noche apenas había dormido y los asientos lo ponían más complicado. Esa mañana me dolía el cuello cada vez que lo giraba. Frente a mí estaba Lucille, con cables en las muñecas y en la nariz y su vientre moviendo las sábanas con cada respiración. El médico me había dicho que había mejorado, pero que el coma es complicado. La operación de estómago había sido un éxito y habían extraído la bala, pero por alguna razón que desconocían, el cerebro había estado demasiado tiempo sin oxígeno y por eso se encontraba así. Metí la mano en el bolsillo y saqué la pequeña cartera donde solía guardar la materia sentir. Lo hacía a menudo, la deslizaba entre mis dedos e intentaba escuchar a Lucille; si eso ocurría significaría que había actividad en su cuerpo.

- Volveré mañana-dijo levantándose de la incómoda silla. La dio un beso en la frente- No despiertes si no estoy yo.

Mis lesiones habían mejorado considerablemente y ahora sólo sufría una leve cojera en la pierna donde me dispararon, que me obligaba a descansar cada cierto tiempo. Caminé durante una hora, no me atrevía a coger su coche y además seguía con una horrible mancha de sangre en el asiento del copiloto. Se me hacía raro caminar bajo el cielo, aunque por lo menos los que estaban debajo no sufrían con ver la amenaza del meteorito a diario. El mundo parecía volverse loco y la gente se volvía más pragmática e irritable. Abrí la puerta con una sensación extraña y enseguida me llevé la manga a la nariz; la peste era más que considerable. No me había atrevido a volver a la casa de Lucille desde entonces, pero una cosa estaba clara, debía deshacerme de los dos cadáveres. Ahí estaban, según cayeron, en un estado considerable de descomposición. Los charcos de sangre se habían secado, con suerte de no haber provocado una gotera al inquilino de abajo. Ni siquiera sabía qué iba a hacer con ellos, pero mi prioridad era sacarlos del edificio. Primero me tapé de nariz para abajo con un paño y el hedor remitió un poco. Después cogí un par de sábanas y las extendí en el salón.

- No podré con los dos… “Salí, cerré con llave y bajé al garaje para coger el coche…”-Tobías se paró de nuevo-Primero dices que no se atrevía acoger el coche y ahora va al garaje a por él. Esas cagadas tienes que evitarlas.
- No se cómo se me ha colado, pero ya lo corregiré.
- “Por suerte tenía…”


…Un hueco libre justo enfrente del portal del edificio; aparqué y dejé el maletero abierto, tampoco pasaba mucha gente a esas horas y la delincuencia no era muy distinta sobre la placa.
-Debo actuar rápido. En casa de nuevo, envolví los dos cuerpos en las sábanas, uno en cada una, y las hice un nudo. Mis brazos tampoco estaban curados del todo y la escayola había sido sustituida por varias vendas. Cogí el primer bulto con cierto dolor en los antebrazos y me metí con él en el ascensor. Duró menos de lo que esperaba y en dos viajes ya tenía los cuerpos en el maletero; creo que nadie me vio. Ya en el asiento, respiré hondo y me sequé el sudor de la frente. Llevaba puesta la ropa que me había dado Tombside, aunque procuraba no ponerme la americana y llevaba la camisa siempre por fuera. Agarré la tarjeta falsa que me facilitó el asesino y miré la foto.
-Jack Kened…Ja-murmuré apesadumbrado- El único que valía para turco era mi hermano, no yo.

Pensando en Björn comencé a dar vueltas a la tarjeta y en una ocasión la luz incidió en cierto ángulo. Volví a repetir el movimiento con curiosidad y pude ver unos números arañados con sutileza; parecía un número de teléfono. Con cierta vagancia, volví a subir al piso y descolgué el fijo, marcando los números con cuidado. A los dos toques, una voz familiar sonó al otro lado.
-Sino eres mi vagabundo favorito, esta conversación no debe prolongarse más.
-Lo soy-contesté harto de esa siniestra simpatía que me profesaba aquél psicópata-¿tengo derecho a pedirte un favor?
-¡Pues claro Yief! No olvides que ahora somos colegas.
-Es sobre limpiar cierta basura- sentí miedo al escucharme, ya hablaba como ellos.
-No te preocupes, mandaré a un socio para que te ayude. Se llama Carl, si te apetece, puede venderte algo de coca - eso sonó con una satírica risa.
-De acuerdo- aunque la idea de conocer a más amigos de Tombside me provocaba escalofríos.
-Entonces así se queda, esta tarde te esperará en el bar de siempre. Y no intentes llamarme otra vez a este número, la próxima vez ya no existirá. Por cierto, enhorabuena por descubrir lo de la tarjeta campeón.

Pasé las horas muertas en la casa de Lucille. Intenté preparar algo de té para calmar los nervios, estuve una hora tumbado, mirando al techo con música de fondo y me di un largo baño; pero la tensión y el nudo en el estómago persistían. Si Tombside me ayudaba con esto…¿Significaría que podría hablarle de Blackhole? Seguramente me hubiese investigado y supiese todo sobre mí, o peor aún, aquél cabrón de Richard podría ser un socio más de su compleja red.
Cuando el loft comenzó a quedarse en penumbra, decidí largarme. Cogí el tren y bajé hasta el sector 6, donde Carl Loc O’toole me esperaba tomando una cerveza.

-Manda cojones, que sepas que no me hace gracia tener que recoger la mierda que vas dejando por ahí- estaba claro que estaba allí por obligación, no por compañerismo.
-Entonces acabemos con esto rápido. Apenas me senté cuando el traficante se acabó la cerveza y ambos salimos de la taberna. Se echó la melena castaña hacia atrás y se puso un abrigo largo de cuero.
-Joder tío, no pensarás que me meta ahí-dijo señalando la mancha de sangre del asiento del copiloto, tapada ligeramente con mi abrigo- Que quieres ¿Que me muera?
-Pues siéntate atrás-dije sin ganas de oírle hablar más, aunque vi cómo sacaba de un bolsillo de sus pantalones vaqueros una mascarilla sanitaria. Una vez acomodados, arranqué y comencé a conducir sin rumbo fijo.
-¿Cómo es el problema de gordo?-me dijo desde atrás, evitando el mayor contacto posible con mi coche.
-Dos.
-Algo así me imaginaba… He echado un vistazo a un edificio en construcción abandonado.
-Pues guíame.


-Pues resulta que yo llevaba trece chupitos ya y la chica se me acercó diciendo guarradas al oído-explicó Samuel a Lazarus mientras depositaban una bolsa de basura en el maletero del coche.

-“…En el maletero del coche”-de nuevo Tobías dejó de leer y pidió una explicación con la mirada a su amigo.
-¿Te acuerdas del guaperas de mechas azules y el canijo que siempre las montaba que iban conmigo en la universidad?-Tobías asintió-Nos hemos convertido en personajes.
-Un tanto confuso…Además has cometido un tabú: si metes amigos, puede que haya chistes o bromas que sólo pilléis vosotros-volvió a abrir la libreta- “Desde que me llamo todo…”


…Alterado habían pasado quince horas y ahora parecía algo más calmado. Lazarus había quedado con él y ambos fueron al laboratorio forense; Fueron en el coche del homicida pues el bulto estaba en ese maletero. Eran las ocho cuando lo sacaron y lo metieron por la puerta de atrás. La sala de autopsias estaba vacía y el próximo turno no empezaba hasta dentro de tres horas. Entre los dos colocaron el cadáver en una de las tres camillas metálicas. Lazarus no dejaba de pensar en la misma cosa: “Es un cadáver más, estoy haciendo mi trabajo”. Pero no era así. Primero se desharía de todo rastro de ADN y después la enterrarían en algún lugar.

-La verdad es que borracho también la confundiría-acto seguido se arrepintió de decir semejante estupidez. Samuel se había sentado en una silla fría y permanecía de espaldas al cadáver. Era cierto, la cirugía había hecho maravillas en él. Lazarus iba murmurando lo que veía, acostumbrado a la rutina del trabajo y a grabar su voz en las autopsias. El pelo era natural, fruto de varios años de cuidado. Ahora era una melena rubia que le caía hasta los hombros. Varias sesiones en el quirófano la habían dotado de rasgos más afilados, una nariz más estrecha y unos labios más prominentes, que aún conservaban el carmín de la noche anterior. Tenía una delantera impresionante. Seguramente que aparte de implantes de silicona, ese tío se hubiese hormonado desde joven. Aún así, seguía conservando el pene. Lazarus cogió la pera de la ducha y comenzó a mojar el cuerpo, arrastrando posibles epiteliales, pelo, etc.
-¿pero qué se supone que ocurrió?-preguntó a su amigo .aunque el corte que presentaba el cuello ya le decía bastante.
-Fuimos a mi coche-comenzó a explicar Samuel pasando un mal trago-Estaba muy oscuro y yo me obsesioné con ese par de tetas. Entonces me dijo que la diese por atrás y me puse la hostia de feliz porque pensaba que me había tocado una guarrila….Hasta que me dijo que ahora le tocaba a él. Yo no entendía nada y el muy hijoputa me agarró y me metió la polla en la boca- Lazarus alucinaba, no por lo inverosímil del relato sino por la sinceridad con la que estaba su colega, él que era puro orgullo- Entonces cogí la katana y le hice ese corte.
-Espera, espera ¡¿Qué?! ¿tienes una katana en el coche?
-Ni que fuese raro…-el forense no quiso indagar en ese tema-Oye Lazarus, no le contarás esto a nadie ¿verdad?
-Pues claro que no-le dijo intentando consolarle. Pero no recordaba haber visto a su amigo tan abatido como ahora-Además, ni que fuese tan raro encubrir un crimen en Midgar.
-Sí, supongo…-En cuanto vio que el forense cogía una sierra médica dio un brinco y se puso pálido-Oye, voy a fumarme un cigarrillo ahí fuera.
Ya en el coche, con la bolsa de basura en el maletero, Samuel se puso al volante.
-Ayer estuve toda la noche dando vueltas por la zona. Creo que se un buen sitio para deshacernos del cuerpo.

Ya era de noche cuando llegaron a su destino. Del maletero sacaron la bolsa, un par de linternas y una pala. Comenzaron a caminar sobre grava y enseguida llegaron a un edificio en construcción. Era una parcela de quinientos metros cuadrados y la mole ocupaba trescientos. Tan sólo se había llegado a una etapa inicial de construcción, con los pilares básicos y cinco suelos de hormigón. Samuel despertó una obsesión palpitante que no sentía desde que iba al instituto: entrar en las obras y robar cosas sin sentido. Enseguida pareció pasársele la ansiedad y comenzó a curiosear; a Lazarus le tocó llevar la bolsa y la pala cuando su amigo le pidió que lo sostuviera un momento.

-Mira, siempre quise tener una radial en mi casa-le comentó cuando vio una mesa con una sierra enorme.
-pero si ni siquiera te cabe en el coche y…
-¡Uhh, el almuerzo de algún obrero!

Mientras Lazarus comenzó a cavar en una de las esquinas del recinto, Samuel abrió la mochila que había encontrado y sacó un enorme bocadillo envuelto en papel albal y una pequeña botella de plástico con vino. Para más colmo, se sentó encima de una hormigonera viendo cómo trabajaba su amigo.
-Agghh, esto sabe a vinagre-dijo asqueado cuando dio un trago al vino.
-A saber cuanto tiempo lleva esa mochila aquí…-Lazarus ya tenía sudor en la frente. El canijo hizo caso omiso y decidió abrir el bocadillo. En cuanto quitó el envoltorio, un una peste nauseabunda le invadió las fosas nasales; era un bocadillo de filetes, los cuales ahora eran una masa negra que rezumaba un líquido exraño. Bajó de un salto, metió la cabeza en la hormigonera y vomitó la comida de ese día. Cuando, sudando, acabó de echarlo todo, aguantó la respiración y dio una patada al bocadillo. A lo lejos, allí donde el bocadillo había caído, se volvieron a oír arcadas.

-Hmm…Lazarus, ¿las columnas vomitan?
-¿Pero qué coño me estás diciendo?-estaba empezando a estar hasta los cojones de que Samuel dijese gilipolleces en un momento como ese. Le prefería cuando estaba callado y le daba miedo la sierra médica. Pero entonces él también oyó algo y paró de cavar.
-¿Quién anda ahí? Nadie contestó. Samuel cogió la linterna y enfocó hacia los ruidos; una pareja desnudase llevó las manos a los ojos. Samuel abrió los ojos como platos, después se tiró al suelo desternillándose.
-Jajajaja-les dijo señalando con el dedo índice- Joder Axel, no sabía que te iba el rollo de hacerlo en público!

La noche comenzaba a ser totalmente surrealista. Lazarus terminaba de echar las últimas paladas para tapar la bolsa cuando vio que, en efecto, el que estaba escondido detrás de una columna era su amigo Absalon con una chica, los dos desnudos. Resulta que ellos habían llegado antes y al oír a gente, se excitaron aún más. Ella se la estaba chupando cuando un bocadillo le impactó en la cara y no pudo evitar vomitar con la boca llena. Ahora ella se limpiaba la cara con lágrimas en los ojos y Axel se pasaba un pañuelo por la entrepierna.

-Esto es asqueroso-dijo al notar cierto escozor ahí abajo, culpa de los ácidos del vómito. Samuel seguía riéndose. Les dieron tiempo a vestirse y después la pareja se acercó.
-¿Y quién es esta preciosidad?-preguntó Samuel que se sacaba las lágrimas de la risa.
-Christie, mi herm…-volvió a sonar una carcajada. -Hermanastra-puntualizó ella sin dejarle terminar. Parecía feliz, incluso le divertía la situación. Se quedó mirando un rato a Lazarus y después le susurró algo al oído de su hermanastro.
-Un día de estos se lo preguntaré-la respondió y ambos se rieron tímidamente-¿Qué hacéis vosotros aquí?
-Se me ha muerto el perro-contestó bruscamente Samuel.
-Oh, cuanto lo siento-lamentó Christie sin saber la verdadera naturaleza de aquélla tumba.


Saqué el último cuerpo del maletero y lo llevé arrastrando hasta la fosa que Carl y yo habíamos cavado. Él no dejaba de bufar y murmurar cosas para sí, así que deslicé los dedos en la pequeña cartera y toqué la materia. “Éste me debe una, por mis cojones que me debe una” Estaba claro que pensaba algo de eso, así que no me sorprendió, pero cuando iba a sacar la mano, pude escuchar algo más. “Jodido Samuel, lo estoy haciendo yo todo. Ni que le hubiese matado yo” “Joder…qué risas me he echado. Encima la chica está cañón” “¡Hostias cómo me pica la punta!” “¡Qué bien, Axel me ha dejado tirarme a su amigo! Pero ese enano con bigote me da mal rollo” Con los cinco sentidos alerta, miré en todas direcciones, hasta que me fijé en una inconfundible luz de linterna al fondo. ¿Cómo es posible que no lo hubiera visto antes? Di una palmada a Carl y le enseñé la luz.

-Son cuatro, pero creo que no nos han visto. El traficante metió una mano en su largo abrigo y sacó una Aegis Cort. Estaba sudando y se quejaba de un costado. Seguramente al llegar a casa se atiborraría de pastillas contra todo tipo de infecciones, además de calmantes.
-Encárgate tú, yo acabo esto y me largo. Agarré la pistola y me coloqué la tarjeta de jack Derek en el bolsillo de la camisa, para que se pudiese ver claramente. Con el arma en la mano derecha y la izquierda dentro del pantalón, me acerqué andando hasta los intrusos y todos dieron un bote al verme. La excusa de estado de excepción me venía al dedillo en esta ocasión. Todos se quedaron sin palabras menos uno que no dejaba de pensar en una katana dentro de su coche.
-Habéis tenido suerte-les dije interpretando un papel-Soy de los pocos turcos amables que siempre que pueden pasan de temas sospechosos. Marcharos de aquí ahora y todos haremos como que no hemos estado aquí. Tres de ellos lo tenían claro, se marcharían corriendo para no meterse en problemas, pero el más bajo de los cuatro comenzó a respirar fuerte.

-A mi nadie me da órdenes…
-¿Perdona?-le dije aferrando la aegis.
-Que el único que me da órdenes soy yo- Hundí mi mano izquierda en el bolsillo y agarré la materia. “Puto Samuel, ya está como siempre, van a hacer que nos maten a todos” “Joder…que yo sólo he venido a follar”

Puesto que los demás parecían conocer el carácter del canijo(menos la chica) decidí darme la vuelta y ayudar a Carl a rematar la faena, confiado en que se irían enseguida.
-Samuel tranquilo-le dijo el rubio al ver que empezaba a respirar cada vez más fuerte.
-Se me sale la cabeza…Se me sale la cabeza… Ese tal Samuel estaba totalmente trastornado. De repente se acercó a la hormigonera y le dio una serie de puñetazos con todas sus fuerzas, sin mayor razón que la de descargar su furia.
-¡Sois todos unos hijos de puta, os voy a matar! Os cortaré la cabeza con mi katana y desde el Shinra Supreme a cien por hora cuando me lo compre!
Todo ocurrió muy rápido después. Un coche encendió las largas y gran parte del edificio quedó iluminado. Frente al capó, un hombre gordo(digo gordo porque medía uno setente y pesaba por lo menos cien) extendía su sombra varios metros en el suelo, empuñando una Rhino contra el cráneo de un arrodillado. Las luces del coche no me dejaban adivinar las caras de ninguno de los dos, así que recurrí a la materia. “Voy a morir, voy a morir, voy a morir…” “Parece que este sitio está muy solicitado hoy…” “Joder, como se hayan cargado a Yief, Tombside me cuelga” Eso no me sirvió de nada.
El sonoro disparo hizo eco por todo el recinto y los sesos de la víctima se esparcieron por el suelo. El asesino sacó un pañuelo, limpió la pistola y la lanzó a un montón de arena. Después se quedó mirándome y profirió una carcajada.
-Buenas noches Yief, que tengas una agradable velada. Entonces le reconocí. Ese bastardo era Blackhole.


“Ese bastardo era Blackhole…”- Tobías llegó al final del capítulo, Su amigo no había escrito más.
-Cuenta, cuenta-Lazarus se había bebido la copa de ron de un trago y estaba eufórico esperando la crítica de su amigo.
-Que tengo miedo de saber qué partes han sido verdad de esto…

Los dos rieron, aunque una risa era verdadera y la otra fingida.

domingo, 17 de mayo de 2009

171

- No puede ser tan sencillo. - Érissen mostraba signos claramente visibles de preocupación. Ver a apenas diez metros a la mujer que casi había logrado con viperinas palabras que alojara la única bala del cargador de su Aegis Cort entre el lóbulo parietal y occipital de su cerebro le había trastornado. Este sentimiento de miedo se entremezclaba con uno que cada vez se iba haciendo más potente: Ira. Esa mujer trabajaba para aquellos que mataron a Sarah, y recordaba perfectamente como se jactaba de lo horrible que fue su muerte.
- Relájate Érissen. No pueden hacernos nada en este centro comercial con tanta gente de por medio. Por eso mismo escogimos este sitio, ¿Hai? – Aang entendía la inquietud de su amigo. Cuando ella era líder de un gran número de tropas durante la guerra de Wutai tenía que enfrentarse constantemente a los miedos que sus hombres tenían. No faltaban en la historia bélica casos de soldados que debido a la presión y al miedo a la muerte se volvieron paranoicos y dementes y acabaron apretando el gatillo demasiado rápido, descubriendo así su posición y ocasionando grandes bajas en su propio bando. Le puso la mano derecha en el hombro, acariciándolo con suavidad y le sonrió, lo que generalmente le tranquilizaba. Kurtz ya había acabado de convencerse de que Aang le seguía queriendo a el y únicamente a el y que no tenía por qué sentir celos del tipejo, pero al observar este último gesto no pudo evitar que en su cerebro se elucubrase la número cincuenta y dos: Romper la columna vertebral de un sillazo. Para desviar esos pensamientos, tan atractivos por una parte, decidió hablar.
- Lo que mas teme un segurata de tres al cuarto enviado por una agencia es a un verdadero agente de la ley, especialmente si es de Turk. – Dijo mirando muy profundamente a los ojos a Érissen, el cual pensó que entendía el por qué – Nosotros llevamos armas de verdad, y si nos tocan mucho los cojones podemos darles la paliza mas grande de su vida y lo máximo que harán por el es no despedirle por habernos molestado. No dejarán salir a esa furcia hasta que nos hayamos ido, y ella no sabrá donde estamos.
- ¿Y si mandan a más gente?
- Estoy armado.
- Ellos también… - Iba a continuar la frase, pero el turco se abrió la chaqueta, mostrando ante los ojos de Érissen lo que llevaba dentro. Pudo reconocer una pistola del mismo modelo que la suya y una navaja táctica, además de un chaleco kevlar. Además, al lado de la funda sobaquera del interior de la chaqueta pudo apreciar tres granadas de diferentes tipos. ¡Granadas en un centro comercial! ¿Pero que cojones…? - …Aunque lo mas probable es que no tanto.
- En ese caso, relájate, pijo. – Kurtz sacó uno de los puros que guardaba en su cigarrera y lo puso entre sus labios. No le ofreció uno al tipejo, solo con echarle un ojo bastaba para saber que no fumaba, y puros mucho menos. Parecía más bien uno de esos que bebe té con el meñique levantado o mierdas por el estilo. Se encendió el puro con su mechero de gasolina, para guardarlo después en el bolsillo delantero de su chaqueta.
- Érissen, anda, cuéntale a Jonás todo lo que sabes de la organización. – Intervino Aang, que lo veía dispuesto a protestar por el mote que le había sido impuesto por el turco.
- Esta bien… Verás, eeeeh… Jonás. – Dudó mucho en como llamarle, y resultó evidente que el tuteo no le sentó bien, ya que frunció el ceño y le miró con cara de pocos amigos - ¿Scar? ¿Señor Kurtz?
- Llámame Kurtz a secas. – Respondió tajante. – Jonás me llaman los amigos, y Scar o los amigos o la gente que va a comer ostias. – El mensaje estaba claro, no te voy a matar, pero no te pases de confianza.
- Bueno, Kurtz entonces.

Érissen dio un largo trago a su bebida. Contar otra vez una historia de la que se esperaba tanto y realmente había tan poco no era muy agradable, y más cuando incluía hablar sobre su pasado junto a Sarah. Ya habían pasado más de tres meses y medio desde el fatídico día en el que despertó en el hospital, seguía soñando con ella cada noche, pero gracias al apoyo constante de Aang había sabido asumirlo. Seguía lleno de pena y sin otra razón de existencia que vengarse de aquellos que la mataron, salvo el hecho de proteger a su salvadora bajo cualquier circunstancia, pero ya podía hablar del pasado sin llorar desconsoladamente cada vez que mencionaba su nombre. No era agradable y prefería no hacerlo, pero entendía que Kurtz debía saber todos los detalles para saber como actuar.

- Hace ya más de un año yo trabajaba en la universidad de ciencias e ingeniería del sector dos como becario. Estaba preparando mi tesis en ingeniería de telecomunicaciones y vivía con mi novia. Un día un tipo con traje se presentó en mi casa, nos preguntó si podría responderle a unas cuantas preguntas muy sencillas con razón del seguro de la casa. Cosas como si teníamos contacto con algún familiar por trámites legales de terceros propietarios y demás. Le respondimos que tendrían que ser mis padres. Sarah era huérfana y no tenía hermanos. Esa fue su manera de asegurarse que nadie la echaría de menos salvo yo. Cuando aquella noche nos echamos a dormir, fue la última vez que la vi.

Érissen era como un libro abierto a la hora de demostrar impresiones. Cuando la pesadumbre y la tristeza le agobiaban lloraba casi de inmediato, cuando era presa de un gran temor, temblaba de arriba abajo y miraba hacia todos los lados, y cuando la ira le poseía… Ocurría como en esa ocasión. Durante unos cuantos segundos, su ceño se frunció pronunciadamente, moviendo las extremadamente delicadas gafas. Pronunciaba las palabras con mas énfasis, como escupiéndolas. Su rostro temblaba casi imperceptiblemente pero lo suficiente como para que Kurtz se diera cuenta, junto al resto de indicios, de que Érissen estaba apretando mucho su vaso, el cual, en el caso de que este hubiera tenido algo más de fuerza, hubiera estallado en su mano. Érissen se obligó a calmarse en presencia del turco y Aang y continuó hablando.

- Cuando desperté, había una carta que explicaba todo. Si quería volver a verla, tenía que efectuar un asesinato al mes durante un año, o la matarían. Si los intentaba descubrir, la matarían a ella, y después a mí. Si me detenían o no conseguía efectuar un asesinato, lo mismo… Me dejaron una pistola, la dirección del tipo y su foto. El primer asesinato debía ser ese mismo día, o ella moriría de inmediato.
- No acabo de entender por qué pillarían a un becario de ingeniería para eso… - Musitó Kurtz, al que no le encajaba del todo.
- Bueno, sé disparar. Supongo que ellos lo sabían.
- ¿“Sabes disparar”? ¿Dónde aprendiste? Dudo mucho que sea una asignatura de telecomunicaciones.
- Soy campeón de tiro amateur, llevo en ello desde los dieciséis años. – Kurtz levantó una ceja, ligeramente sorprendido. Desde luego no es lo mismo disparar a un plato de cerámica con un rifle que asesinar a sangre fría, pero hubiera apostado su placa a que era campeón de paddel o de polo antes que de tiro. – Y así lo hice, nunca podía mirar a la gente a los ojos cuando tenía que asesinarlos, pero tampoco sentía remordimiento en exceso. Hasta el último encargo por lo general se trataban de jefes de bandas o pandilleros de poca monta. Intenté por todos los medios saber algo más de ellos, pero simplemente el día uno de cada mes me llamaban al teléfono y una voz distorsionada me indicaba un lugar de los suburbios. En la papelera más cercana de ese lugar dejaban una grabadora escondida en una bolsa junto a la dirección y la foto de aquel que debía asesinar. Finalmente, el último mes me encargaron… Bueno, me encargaron matarla a ella.

Erissen observó como el gesto de Kurtz se ensombrecía. Aang acudió al rescate tomando su mano y acariciándola con suavidad. Eso pareció calmarle ligeramente, pero su mirada era la propia de alguien que está a punto de volarte los sesos.

- Jonás…
- Esta bien, esta bien… Sigue.
- En la grabación hablaban de ti como un sujeto peligroso que había que evitar, y que la verdadera intención era matarla para hacerte sufrir. Estuve preparándome, pero en cuanto iba hacia el lugar donde ella residía un coche me atropelló. Dos semanas después desperté en el hospital… Y ya nada merecía la pena. Tras dos días de recuperación me fui a mi casa a esperar la muerte. Esta llegó en forma de dos tipos que echaron abajo la puerta. En el último momento había decidido hacerle el máximo daño posible a aquellos que habían acabado con Sarah y cargarme al menos a uno de esos hijos de puta. Había cogido gasolina de mi coche y con ella creé un cóctel molotov que arrojé al primero que entró, el cual quedó cubierto de llamas. Después el miedo me pudo y no pude afrontar la muerte, de modo que huí antes de que el segundo tuviera tiempo a dispararme, saltando por la ventana, ya que vivía en un primero y golpeándome en varios sitios en la caída. Después corrí, corrí como un poseso sin saber a donde hasta que no pude más y me desplomé junto a unos contenedores… Después, ya sea por casualidad o por ironías de la vida Aang me encontró y me salvó, e imagino que el resto ya lo sabes.

Hubo un silencio incómodo. Kurtz reflexionaba a la vez que daba una honda calada a su puro y Érissen daba vueltas a su vaso, mirándolo como si fuera la cosa más interesante del lugar, mientras andaba perdido en sus pensamientos. Aang por su parte seguía acariciando la mano de Kurtz mientras pensaba acerca de la historia que había oído por segunda vez.

- ¿Se te ocurre alguien que pueda querer hacerte daño, Jonás?
- Se me ocurren muchos… - Jonás pensó inmediatamente en algún que otro delincuente que hubieran podido encarcelar por su culpa o algún familiar. Pero no se imaginaba a ninguno chantajeando a un pringado con su novia para intentar amargarle la vida, y más habiendo tenido que matar 11 tíos antes. – Pero ahora lo importante es…

Kurtz dejó de hablar. Un guardia pasó corriendo justo al lado de la mesa en la que estaban situados, manteniendo el walkie-talkie agarrado con la mano izquierda mientras con la derecha se echaba la mano a la porra mientras corría. A este le siguieron unos cuantos mas. La multitud los miraba con cierta intriga pero tampoco le daban excesiva importancia, las tiendas poseían unos descuentos formidables y ver a unos cuantos agentes de seguridad correr, seguramente porque algún crío habría activado un extintor o algo así, estaba a años luz del interés que les suscitaba aquellos suculentos precios.

- ¿Creéis que se habrá intentado escapar? – Preguntó Érissen, preocupándose nuevamente.

De nuevo la contestación de Kurtz se vio interrumpida, esta vez por tres notas procedentes de los altavoces de megafonía repartidos a lo largo y ancho de todo el centro comercial, las cuales indicaban un aviso general.

“Atención atención. Se hace saber que el centro comercial cerrará sus puertas antes de la hora establecida debido a una inspección de sanidad, concretamente dentro de quince minutos. Sean tan amables de terminar sus compras y dirigirse hacia la salida. Rogamos disculpen las molestias y esperamos que hayan disfrutado de nuestros establecimientos.”

- Creo que ha tenido que liar una gorda… Vamonos de aquí, rápido. – Dijo Kurtz mientras apagaba su puro y guardaba el resto en su cigarrera. Acto seguido dejó un billete arrugado de 20 guiles en la mesa y sin demorarse en esperar el cambio instó a los otros dos a levantarse a toda velocidad. Aang cogió la correa de Etsu que Kurtz había dejado sobre la mesa, tirando de el con suavidad para indicarle que le siguiera en todo momento.
- Os lo dije… Sabía que esa mujer no era normal. – Añadió Érissen mientras se alejaban de la terraza.



En los aseos femeninos del personal, situados en el piso principal, Irina terminaba de acentuar el toque carmín de sus labios con el carísimo equipo de maquillaje que había comprado apenas una hora antes. Su imagen le inspiraba a ella misma un creciente deseo sexual, provocado tanto por su propia belleza como por la excitación que le provocaban sus ropas, tan llenas de sangre en la mayoría de su superficie. Deleitándose ante el espejo por su propia belleza, pronunció aún más su escote y se guiñó un ojo mientras sacaba del bolsillo de su chaqueta un diminuto aparato electrónico, similar a un reproductor de música, aunque con más botones, introducía un delgado cable unido a un auricular y lo introducía en su oreja izquierda.

- Aquí Irina. Quiero a uno de vosotros en cada piso del centro comercial. Dos de vosotros en el ascensor. Los que quedan guardad la salida principal. Si los veis informadme de inmediato.

Una voz respondió de forma afirmativa a sus peticiones. Nada le podía ser negado a ella, no había por qué exaltarse. Era posible que enviar a esos ineptos solo retrasara algo más su huida, ese horrendo caracortada tenía agallas, pero tiempo es lo único que ella necesitaba. Después de todo, ella ya sabía donde tenía que esperar. Tras la puerta del baño se escuchaban una gran cantidad de pasos y de voces, hasta que finalmente una voz exclamó que saliera con las manos en alto o se verían obligados a reducirla. Por lo visto, la diversión acababa de empezar.



- ¿Por donde salimos Jonás? – Aang caminaba a una velocidad bastante alta, pese a tener zapatos de tacón, siguiendo el ritmo que su novio marcaba. - Sabes que es muy probable que no haya venido sola. ¿Hai?
- Si – Respondió Kurtz, sin dejar de mirar en todas las direcciones, mientras dirigía a sus dos acompañantes a las escaleras mecánicas. – Cuando fue a por vosotros al apartamento se trajo dos gorilas consigo, no hay razón por la cual venga sola a un sitio tan amplio como este.
- ¿Y que hay de la primera pregunta? – Preguntó Érissen, el cual tenía que reconocer que tener al turco mas temido de la ciudad de su lado y dirigiendo la situación le aportaba cierta sensación de seguridad.
- Nos vamos en mi coche. – Fue tajante. Estaba claro que prefería no tener que dar explicaciones de lo que tenía en mente, como si hubiera espías escuchando lo que decía en cada momento.

Finalmente llegaron a las escaleras mecánicas que bajaban del octavo piso al séptimo, llenas hasta arriba de gente que se disponía a abandonar el centro comercial. Kurtz iba delante bajando a la misma velocidad que había llevado hasta ahora sin darle mucha importancia a la gente que se quejaba cuando pasaba, literalmente, por encima de ellos. Aang iba justo detrás, llevando a Etsu y pidiendo perdón en lugar de su novio. Érissen iba ligeramente mas retrasado porque no se atrevía a arrollar del mismo modo que el turco, aunque si intentaba darse toda la prisa posible. La cantidad de gente que bajaba era monumental, mientras que la que subía era inexistente debido al aviso de cierre. En el momento en el que Kurtz puso un pié en el séptimo piso algo llamó su atención, cogió a Aang de la mano y corrió hacia un saliente no muy transitado por la gente, ya que tras el estaban las puertas de los baños, y a estas alturas todo el mundo se estaba marchando. A Érissen casi se le para el corazón al ver que se encontraba totalmente solo en el punto medio de las escaleras mecánicas, con una muchedumbre visiblemente enfadada debido al turco que acababa de pasar sin muchos modales. Miró en la dirección que había mirado Kurtz antes de parapetarse tras el saliente y descubrió la razón por la cual lo había hecho. En dirección contraria al resto de gente, que intentaba salir del centro comercial antes de que se cerrara, se abría paso un tipo que, de tener que usar una sola palabra para definirlo, seria “Enorme”. Una especie de culturista hiperhormonado embutido en un traje negro dos tallas menores que la suya, con la cabeza rapada y unas gafas de sol. Se sujetaba la solapa del traje cerca de la boca mientras que la mano libre avanzaba en busca de algo oculto bajo la chaqueta, a la altura del pecho. Le miraba, le estaba mirando. No importa que sus ojos estuvieran ocultos tras sus gafas de sol, estaba avanzando en su dirección y él no podía hacer otra cosa que esperar a que las escaleras le llevaran por si solas hacia su inevitable destino. Miró de nuevo hacia el saliente y el alma se le cayó al suelo. Kurtz, Aang y el perro habían desaparecido, seguramente ocultándose en los baños, de los que salían los últimos rezagados. Entonces fue cuando lo supo: Estaba solo. Érissen, procurando contener el temblor, intentó remplazar el miedo por la ira. Pensó en Sarah, pensó en lo que ellos le habían hecho, pensó en Irina recordándole el horror de su muerte... Aang estaba mas que bien protegida ahora, él era el que necesitaba valerse por si mismo. Cuando las escaleras le depositaron finalmente en el séptimo piso, Érissen llevaba su mano detrás de la chaqueta, a la altura del pantalón, sintiendo el tacto de la Aegis Cort que ellos habían decidido dejarle. Esta vez se iban a arrepentir de haberlo hecho. Unos pocos metros le separaban del gorila trajeado, la cantidad de gente se iba reduciendo cada vez más y podía encontrar un hueco por el que disparar sin peligro de herir a algún inocente. Ese montón de músculo descerebrado mostraba una sonrisa propia de quien ha encontrado un tesoro, dejó la solapa y tiró del lado de su traje, mostrando la pistola que tenía agarrada y sin duda iba a utilizar en breves segundos. Érissen se puso totalmente tenso, intentó recordar todas sus nociones de tiro, aunque de poco le sirvieran ahora. Puso la mente en blanco, agarró firmemente la pistola y decidió que ya era el momento.

Había encontrado al objetivo principal, no podía creer su suerte. Cuando le advirtieron que le habían encargado una misión bajo el mando de Irina casi se parte una pierna a propósito para no ir, pero ahora se alegraba enormemente de haber vencido el miedo que le provocaba esa monstruosa mujer. Si además conseguía dejarle vivo el tiempo suficiente para que ella llegara hasta ahí, le recompensaría sin duda. Un tiro al brazo, otro a la pierna y a esperar, tarea fácil. Estaba claro que los otros dos le habían dejado solo, deshaciéndose así del lastre del mas débil. El tipo le miraba con odio, pero eso poco le importaba. Era el mejor tirador de su promoción y poca gente le igualaba en velocidad a la hora de desenfundar, no hablemos ya de precisión. Pudo ver claramente como su brazo se tensaba y hacía el gesto propio de alguien que va a disparar. Jodido iluso…

- Bueeeeeeeeeeenas…

Esa voz lúgubre, grave, horrible y despiadada sonó justo a su espalda. Ni siquiera tuvo tiempo a sobresaltarse cuando un ardor por encima de los umbrales más altos del dolor avanzó por su costado, justo debajo de su pecho, atravesándole unos nueve centímetros de carne, músculo y órganos. Intentó liberarse como fuera posible de ese dolor pero una fuerza monstruosa le tenía sujeto, incapaz de hacer mas movimientos que el de caminar torpemente en la dirección que estaba siendo arrastrado. Con una última mirada pudo ver como una mujer oriental había detenido el brazo del tipo de gafas y lo había llevado agarrado de el hacia el interior de los baños. Ni siquiera pudo gritar de dolor, ya que tenía la boca tapada por la mano de su asesino. El mundo se fue tornando poco a poco mas oscuro y para cuando llegó a la puerta por la que había cruzado antes su objetivo ya no veía nada, ni intentaba gritar, ni sentía dolor alguno...



- ¡Joder! ¡Podrías haberme avisado! – El corazón de Érissen palpitaba tan rápido que temía que se le saliera del pecho si dejaba de agarrárselo. En el último segundo Aang le había cogido del brazo por el que agarraba la pistola, impidiéndole disparar y arrastrándolo hacia los baños de minusválidos, totalmente vacíos. Segundos después había aparecido el turco medio arrastrando medio conduciendo al gorila trajeado, el cual se había desplomado nada mas Kurtz lo soltó. - ¡Un gesto! ¡Un guiño! ¡Lo que sea!
- No habrías reaccionado igual. – Kurtz inspeccionaba el cuerpo del desgraciado cadáver, retirándole el arma de fuego: Una Sarge M75 de calibre 9 milímetros, junto a un par de cargadores. Después, con mucho cuidado, retiró el auricular y el micrófono del traje y escuchó atentamente.
- Es posible, pero…
- ¡O te callas o la próxima vez que te utilice de cebo será para cazar buitres! – El tono de amenaza intimidó a Érissen, el cual entendió que habría momentos mucho mejores para discutir que mientras estaban ocultos en un baño de minusválidos con un cadáver. El turco puso toda su atención en intentar memorizar las voces y la situación de cada una de las personas que oía hablar. Estuvo cerca de un minuto y medio escuchando mientras Aang vigilaba por la rendija de la puerta mientras acariciaba la cabeza de Etsu y Érissen intentaba calmarse. Finalmente sonrió, colocándose el micrófono en la solapa, de forma similar a como lo llevaba anteriormente el trajeado calvo. – Bueno, creo que mas o menos se donde está la mayoría. Habrá que probar suerte.
- ¿Cuántos hay, Jonás? – Aang estaba preocupada. Era una mujer orgullosa y estaba acostumbrada a situaciones de tensión. Pero ahora tenía algo más por lo que preocuparse: Su bebé correría la misma suerte que ella, y eso es algo que no estaba dispuesta a poner en riesgo.
- No sé el número exacto, pero por lo menos cinco más, sin contar a la tía.
- ¿Saben donde estamos?
- Si, el desgraciado tuvo tiempo de avisar antes de que yo pudiera llegar. Vienen al menos dos más hacia este piso. Según creo el ascensor está vigilado también, así que no es una opción.
- ¿Y que vamos a hacer? – Érissen no veía salida alguna, por mucha frialdad con la que intentaba pensar.
- Tengo un plan…


Ya apenas quedaba gente en los pisos superiores del centro comercial, los dos últimos estaban prácticamente desiertos. Con la mayoría de agentes de seguridad ocupados con la jefa esto iba a resultar bastante más sencillo de lo que hubiera parecido en un principio. El número seis les había informado de que el objetivo principal se encontraba en el séptimo piso, para minutos más tarde confirmar que los tres se habían ocultado en el baño de minusválidos y él guardaba la puerta. El, conocido en esta misión como “Numero 4” y dos más se hallaban ahora mismo subiendo las escaleras del sexto al séptimo piso. Reuniéndose con los otros dos gorilas, que salían del ascensor. Asegurándose de que la zona estaba totalmente despejada, se dirigieron de inmediato al baño de minusválidos. Extrañamente no había nadie guardando la puerta.

- Número seis, no estás en la puerta, confirma tu posición, cambio.

No hubo respuesta. ¿Es posible que le hubieran reducido? Aquello no iba a ser tan fácil después de todo. Hizo una seña a los cuatro hombres que le acompañaban, indicándoles que apuntaran a la puerta y dispararan a lo primero que se moviera. No había tiempo para los caprichos de Irina, su jefa, en esta ocasión. La misión consistía en acabar con dos de ellos, y lo iban a hacer inmediatamente. Con una patada abrió la puerta y se hizo a un lado. Enseguida pudo observar en el rostro de sus compañeros que algo no iba bien. Se asomó por el marco de la puerta y observó que lo único que había dentro del baño era el cuerpo de número seis tirado boca abajo en el suelo. Ordenó a su grupo abrir las dos puertas de los váteres, pero no había nadie dentro. Finalmente, se reunieron los cuatro alrededor del cadáver.

- Aquí número cuatro. Numero seis está muerto, repito, está muerto. Los objetivos han escapado, cambio.
- ¿Cuál es la causa de la muerte número cuatro? Cambio. – Respondió una voz grave, distorsionada ligeramente por el deterioro de sonido producido por el altavoz.

No acababa de entender la importancia de la pregunta, supuso que sería para determinar las armas del enemigo. Con cierto esfuerzo giró el cadáver de su compañero de misión, hasta ponerlo boca arriba. Se escuchó un ligero “clic” producido por algún objeto metálico. Sus ojos se abrieron de par en par en cuanto vio que en el pecho de su compañero había una nota, escrita con sangre sobre su camisa blanca. Ponía “Sorpresa”. La granada sting, cuyo seguro estaba sujeto por el peso del cuerpo del cadáver, detonó a escasos treinta centímetros de su cara. Millares de diminutas bolas antidisturbios salieron propulsadas a una velocidad endiablada, golpeando a los cuatro hombres desprovistos de cobertura alguna, rebotando en las paredes de los baños, de apenas 12 metros cuadrados de área, para después volver a golpearlos. Para cuando la mayoría de las bolas dejaron de impactar con fuerza, los cuatro se encontraban en el suelo, medio inconscientes medio confundidos por el dolor que recorría todo su cuerpo. Ninguno de ellos advirtió el sonido de la puerta del baño femenino abriéndose, por la cual salieron tres personas y un perro a toda prisa, dirigiéndose hacia el ascensor.



Debido a que el centro comercial estaba situado en la placa superior, era imposible realizar un Parking subterráneo. En su lugar se había construido un edificio de cinco pisos dedicados exclusivamente para aparcar los coches a un precio modesto. La estructura del edificio consistía en un pilar central de gran grosor que soportaba la mayoría del peso junto a una gran cantidad de columnas que a su vez servían para delimitar las diferentes zonas para aparcar. Las rampas estaban situadas alrededor del pilar central y por ellas los coches podían acceder al siguiente piso cuando el anterior estaba completo o descender para salir del aparcamiento. Para facilitar la comodidad a los clientes se había instalado una pasarela que unía el quinto piso del centro comercial con el último del parking. Apenas unos veinticinco metros de cuatro paredes de hormigón suspendidos a una altura de treinta y cinco metros desde la placa. Debido al cierre del centro comercial ya no quedaba nadie transitando por esa zona, aunque aún había varios coches en el aparcamiento, ya que al cerrar el centro comercial pasaba a ser un Parking de bajo coste para aquellos que vivían por las inmediaciones. Kurtz había decidido que era la mejor vía de escape, suponiendo de entrada que les esperarían por la salida principal. Por fortuna había aparcado su coche en la azotea del Parking, al descubierto, y solo tenían que atravesar la pasarela para encontrar la seguridad de su Shin-Ra Supreme del 69. Érissen y Aang iban primero, junto a Etsu, corriendo a toda velocidad, mientras que el turco cubría la retaguardia, Aegis Cort en mano, temiendo que se hubieran movilizado más gorilas en su búsqueda. Cuando ya iban por mitad de la pasarela y Kurtz no había visto asomarse a nadie, apresuró el paso, sin dejar de mirar atrás. Algo no iba bien… Tenía esa inevitable sensación. Y no se equivocaba.

Un descomunal estruendo sucedió unos pocos metros por delante de él. Unos reflejos más que entrenados hicieron que se detuviera inmediatamente, impidiendo que una gran cantidad de enormes cascotes de hormigón procedentes del techo de la pasarela le aplastasen por completo. Una enorme nube de polvo se formó, impidiéndole ver con claridad lo que había sucedido. Parecía como si la pasarela hubiera cedido de repente, quebrándose unos cinco metros pero manteniendo intacta el resto de la estructura. Ante Kurtz se abría un abismo que le separaba de Aang y Érissen, que casi habían llegado al final de la pasarela y ahora le miraban confundidos, sin saber qué acababa de suceder. Solo Etsu parecía entender la fuente del peligro, ya que ladraba constantemente en dirección a la pasarela. Kurtz no tardó mucho en averiguar cual había sido la causa, una figura femenina saltó con gracilidad por el agujero del techo de la pasarela, preocupándose de no caer en el del suelo. Ahí, justo delante de el, separado de sus dos aliados, impidiendo cualquier tipo de escapatoria que no fuera el enfrentamiento directo, estaba ella. Irina, exhibiendo su vestido repleto de manchas de sangre, mostrando la mayor de las sonrisas. Disfrutaba observando a su adversario, antaño tan seguro de si mismo, tan confundido. Kurtz, no obstante, tardó poco en reaccionar.

- ¡Tu! ¡Pijo de los cojones! ¿Puedes oírme? – Gritó con todas sus fuerzas, ignorando a la mujer que tenía delante la cual, por el momento, no se movía. Como relamiéndose ante su presa.
- ¡Si! – No era el momento para protestar por un apodo, por insultante que fuera. - ¿Qué hacemos?
- ¡Lleva a Aang al coche y vuelve inmediatamente! ¡Como le pase algo juro que desearás haber nacido muerto!

Aang se encontraba sumida en un dilema moral enorme. El amor de su vida estaba a punto de luchar contra esa horrible mujer que, a la vista saltaba, no era una humana corriente. Pero ahora ella portaba algo más que su propio destino, no podía permitir que algo le pasara al bebé. Y si se quedaba ahí su novio estaría mas preocupado por ella que por su propia seguridad. Tenía que ponerse a salvo, no había otra opción. Además, las cosas claras, no creía que esa mujer las tuviera todas consigo.

- ¡Jonás! ¡Dale duro! ¿Hai? – Dicho esto cogió a Érissen del brazo y tiró de la correa de Etsu, corriendo con ellos hacia el Shin-Ra Supreme, el cual estaba aparcado casi en el extremo opuesto de la azotea. Kurtz, casi al instante en el que escuchó a Aang alejarse, sonrió.
- Hai… - Las cosas eran diferentes ahora. Un combate cuerpo a cuerpo contra una mujer que había derribado una pared de hormigón de unos quince centímetros de grosor sin mostrar mucho cansancio no era de las cosas que mas le apetecían, y mas cuando su cuerpo aun sufría las consecuencias de la pelea que había tenido con ese Jonze. Pero ahora solo estaba el, no tenía que proteger a nadie. Si era derrotado, esa mujer iría inmediatamente a por Aang. Solo ese pensamiento ya bastaba para hacer frente al Meteorito con un bate de baseball, de modo que esa mujer, por brutal que fuera su fuerza, no iba a amedrentarle. Había observado atentamente a su rival: Ni armas, ni materias visibles. Sin duda esa tipa se creía dura de pelar, pero él no se quedaba atrás.

Irina se reía, veía una determinación imposible de derribar con palabras en los ojos de su contrincante. Eso simplemente lo hacía todo más divertido.

- Vaya… ¿Así que el turco que tiene la fama de ser el más brutal de todo Midgar se preocupa más por su putita que por el mismo? Que conmovedor…
- Oh… ¿Estas celosa? – Kurtz se mostraba erguido y desafiante, manteniendo firme su pistola, la cual apuntaba directamente al entrecejo de su oponente. Mostraba una media sonrisa socarrona que quería mostrar que hacía falta algo más que atravesar hormigón para intimidarle. – No hace falta fijarse mucho para darse cuenta de que ansías ser la putita de alguien.
- Tranquilo pequeñín... No es ese órgano que piensas uno de los que te voy a sacar hoy. - Quería provocarle, quería ver como le atacaba primero, como creía realmente que podía con ella.
- Mira, niñata. Te voy a dejar un par de cositas claras, así que deja hablar a los mayores. – A Scar le convenía perder el tiempo, y no los nervios. La situación no le era muy favorable, pero si conseguía que aquel tipejo dejara a Aang a salvo y volviera antes de empezar a hostiarse con esa mujer tendría bastantes mas posibilidades. Decidió seguir provocándola. - No eres más que una zorrilla sidosa que pillaron en algún contenedor de basura y a la que, según veo, le metieron por el culo más Mako de lo normal. Ahora te habrás pasado unos cuantos días matando cucarachas y ya te crees que puedes vencer cualquier cosa. Pero allá por cuando tus padres te vendieron al chulo del barrio por un mendrugo de pan yo ya pateaba los culos más duros y malolientes de la ciudad. Así que… ¿Por qué no vienes, te doy unos azotes y vuelves a casa de tu jefe llorando? Con un poco de suerte hasta te deja que se la chupes.

El rostro de Irina se crispó totalmente. Ese desgraciado había sobrepasado con creces el límite de su paciencia.

- Así que crees que solo soy eso… Un cuerpo bonito y algo de Mako... ¿No? – La sonrisa que mostraba ahora no era la de alguien que estuviera disfrutando. Era una sonrisa amarga, y su mirada estaba llena de desprecio, de odio, de repugnancia. Como si estuviera observando un montón de basura especialmente maloliente que tenía que echar al vertedero lo antes posible. – Adelante pues.

Sucedió muy rápido, casi en un pestañeo la mujer ya no estaba en su posición inicial, sino a apenas medio metro del turco. Este consiguió bloquear el primer golpe, una patada lateral con la pierna derecha directa al cuello que fue detenida por su antebrazo, aunque la fuerza del impacto fue tal que le empujó contra la pared de la pasarela y la Aegis Cort se le escapó de la mano, haciendo un ruido metálico al caer al suelo. La asesina pelirroja pivotó sobre su pierna izquierda y cambió el apoyo a la derecha, propulsando la siniestra de forma horizontal hacia el mismo punto donde había dirigido la anterior patada. Scar se dejó caer por su propio peso, deslizándose con el apoyo de la pared y esquivando el golpe, el cual quebró el tacón del zapato de Irina, que salió disparado al impactar contra la pared, que se resquebrajó debido a la potencia del impacto. El turco aprovechó la posición para asestar una serie de puñetazos con el brazo izquierdo contra la boca del estómago de su rival a la vez que recogía su pistola con la derecha. Esto hizo que ella basculara ligeramente hacia atrás, lo suficiente como para que Kurtz pudiera descargar cuatro tiros de su cargador. Tres de los disparos fueron esquivados por aquella inhumana mujer, la cual se había echado hacia atrás en zigzag, apoyándose en la pared contraria y tomado impulso para volver a cargar contra él. El último disparo le impactó en el hombro, pero ella apenas hizo un gesto de dolor. Su rostro era el de una psicópata demente que se excitaba al sentir su propia sangre brotar poco a poco de su hombro, sus músculos se tensaban cada vez mas, su mano brillaba… ¿Su mano brillaba?

Kurtz no recibió el impacto completo por apenas medio segundo. Su cerebro no acababa de asimilar el hecho de que esa mujer había descargado un enorme haz de luz verde sin materia aparente. Para evitarlo, Scar saltó en dirección al hueco del puente, arrastrado hasta su mismo borde por la onda expansiva. En el último instante pudo girarse y agarrarse con sus manos al borde, aunque para ello había tenido que soltar su pistola, la cual ahora mismo recorría la inevitable caída de treinta y cinco metros para acabar destruida contra la placa. En el lugar de la pared en el que antes había estado Kurtz ahora había un agujero de dos metros de radio cuyos bordes estaban renegridos. Esa… ¿Mujer? ¿Ser? ¿Monstruo? ahora se acercaba lentamente, y la sonrisa maníaca no abandonaba su rostro.

- Espero que esto te haya demostrado que no soy solo una… ¿Cómo era? ”Zorrilla sidosa a la que le metieron más Mako de lo normal” – Victoriosa, levantó su pié derecho, dispuesta a que el turco corriera la misma suerte que su pistola.
- Te has olvidado “Por el culo”, JNN.

La materia Terra de Kurtz brilló en el interior de su chaleco, mientras el exhibía una sonrisa triunfal, reestructurando la zona en la que estaban situados en la pasarela. El suelo sobre el que estaba Irina desapareció casi al instante, moviéndose a toda velocidad mientras cubría el agujero que antes había realizado esta. Una pared se levantó separándolo a los dos contrincantes, mientras el turco se impulsaba con sus brazos para subir a la superficie, antes de que el que había sido uno de los bordes del abismo se juntara con el otro y lo partieran por la mitad. Riéndose, corrió lo mas rápido que podía en dirección a su coche, encontrándose con la mirada atónita de Érissen, el cual había acudido todo lo rápido que le era posible hacia la pasarela pistola en mano, pero se había detenido en seco al observar como esta cambiaba, bloqueando a la brutal asesina y permitiendo que Kurtz escapara.

- ¿Qué coño haces ahí parado? ¡Muévete ahora mismo me cago en tu dios! – Kurtz corría cuanto podía, algo le decía que esto todavía no había finalizado aún. Érissen reaccionó cuando llegó a su altura, corriendo a su par.
- Has… ¿Has acabado con ella? – Seguir el ritmo del turco era difícil, pese a que siempre había sido un buen corredor.

La respuesta no vino por parte del turco, sino de ella misma. Cuando el suelo empezó a desaparecer bajo sus pies Irina había saltado lo mas alto posible por instinto. En cuanto la pared se alzó ante ella vio la oportunidad, lanzando un puñetazo monstruoso a una velocidad descomunal con su brazo derecho brillando que atravesó el hormigón y le permitió quedarse sujeta a el. Una vez había conseguido asimilar lo que había sucedido, cegada por la ira, había golpeado con su brazo izquierdo la pared repetidas veces hasta que esta había cedido con un monumental estruendo, que fue captado al instante por Kurtz y Érissen, los cuales aceleraron aún mas su ritmo en la medida de lo posible.

- ¡ESTOY HASTA LOS COJONES DE TANTO MONO MUTANTE! – Gritó Kurtz visiblemente cabreado. Primero un soldado de primera y ahora esto…
- ¡JODER JODER JODER! – Érissen pensaba que uno de sus pulmones se le iba a salir por la boca, junto a su corazón y parte de su sistema digestivo. - ¡¿Qué coño hacemos?!

Kurtz no respondió, su cerebro pensaba a la mayor velocidad que le era permitido, hasta el punto de ocasionarle un gran dolor de cabeza, el cual fue ignorado por la adrenalina. Pensó en todo su entorno, en qué podría ocasionarle una ventaja. No había más que coches, algún extintor… ¿Y en su propio coche? Algunas revistas, cinta aislante, la correa del perro, chalecos reflectantes, una pipa de repuesto, las protecciones de fibra de carbono de los antebrazos… Necesitaba algo, necesitaba pensar algo y YA. Pero él solo no podría contener de nuevo a esa bestia que lanzaba rayos verdes hasta por el culo si volvía a alcanzarlo. Aang ahora volvía a estar en peligro, había que alejarla de ahí, irse sin que ella pudiera hacer nada. Había que inmovilizarla o algo por el estilo, había que…


Se habían acabado las contemplaciones, el placer de la caza, el acecho, la delicadeza, la sutilidad, la angustia… Todo a tomar por culo. Ese caracortada hijo de puta se la había jugado ya DOS veces. El doble de los segundos que debería haber tardado su corazón en pararse. Ya no buscaba deleitarse con las miradas de terror de sus presas, ya no jugaba con el miedo y la tensión. Solo quería despedazar, mutilar, reducir a un púlpito sangrante a cada uno de ellos y quedarse sus cabezas para colgarlas como trofeos en su salón. No corría, porque sabía que ellos no se irían ahora que habían visto lo que es capaz de hacer a distancia. Debía mantener la compostura hasta el final, sin dejarse llevar por la ira, pero no habría piedad esta vez. Desde lejos los había visto llegar corriendo a su coche y abrir las puertas metiéndose dentro. Pero esta vez no le engañaban, había podido observar gracias a su vista hiperdesarrollada como salían por la puerta contraria para después perderse en el laberinto de diferentes vehículos. Habían dejado ahí a la chica, pero ella era la última prioridad en su propia lista. Quería verla llorar cuando le llevara los restos de su novio y le obligara a decidir como acabar de una vez por todas con su vida. Se quedó parada en medio de la azotea, se agachó y escuchó atentamente su entorno. No hizo falta esperar mucho, el sonido de un paso le alertó antes incluso de que la pistola realizara el disparo, permitiéndole esquivarlo sin problema. Esos imbéciles creían que podrían sorprenderla, pero esta vez se acabó. Corrió a una velocidad inhumana los cincuenta metros que le separaban del lugar donde podía ver perfectamente al más débil de los dos, y junto a él, tras el coche en el que había estado apostado anteriormente, el bajo de la chaqueta del caracortada revelaba su posición. Era el fin, habían jugado su última carta y habían perdido. El rostro de pánico incontenible del de gafas era todo un deleite para ella, sostenía la pistola en alto, pero temblaba tanto que dudaba mucho que llegara a acertarle aun si estuviera a dos metros de distancia. Además, ese arma… Irina no pudo evitar contener una carcajada.

- ¡Espero que hayas comprado munición esta vez! – Dijo mientras exhibía su mejor cara de demente, a apenas cinco metros de distancia. Ese hombre estaba paralizado y la chaqueta del turco revelaba que aún no se había movido del sitio. - ¡Ciao!

Sucedió de pronto. Un cuerpo voluminoso le placó por detrás, a la altura de la cintura y de arriba abajo. Debido al impulso que llevaba rodó con ella, pero ella utilizó su inercia para quitárselo de encima, a lo que la persona que le había placado misteriosamente no se resistió. Quedando ella tendida en el suelo con el pecho en el suelo y el otro saliendo propulsado hacia delante. Cuando levantó la mirada pudo ver al turco sin chaqueta levantándose en movimiento y gritando al de gafas “¡FUERA! ¡FUERAAA!” mientras salían corriendo en dirección a su coche. La confusión que esto le provocó hizo que tardara casi dos segundos en reaccionar, pero finalmente se puso en pié y se dispuso a acabar con la vida de esas dos cucarachas tan molestas. Su mano empezó a brillar, pero cuando la levantó hacia delante, notó que algo no era normal. Tenía algo extraño en su espalda, pegado con cinta aislante…

La explosión fue brutal, la granada de fragmentación que el turco le había pegado cuando la placó explotó justo detrás de sus omoplatos. Restos de metralla se incrustaron a lo largo y ancho de su piel, no llegando a dañar órganos vitales o su columna vertebral debido a la sobrenatural resistencia de la asesina, pero si provocándole un dolor físico superior a cuantos había pasado anteriormente. Dolía, dolía que te cagas, tanto que cayó de bruces contra el suelo incapaz de mantenerse en pié. Gritó con todas sus fuerzas aunque sus oídos no captaron sonido alguno, ya que habían quedado totalmente sordos debido a la explosión. Es por eso que Irina no pudo captar el sonido sordo que provocó el objeto que rebotó contra la pared que tenía en frente. Cuando abrió los ojos encontró una especie de cilindro metálico que rodaba hacia ella, pero que no pudo distinguir muy bien lo que era, medio cegada por el dolor. Cuando finalmente pudo concentrar sus sentidos en identificar el objeto, este se encontraba a apenas veinte centímetros de su cara, rodando con mucha lentitud en su dirección. Aturdida como estaba, su atención captó unas palabras inscritas en la superficie, que formaban la frase “Shin-Ra S.A: Departamento de investigación”. La joven asesina continuó sin comprender nada, hasta que, debido a la rotación del cilindro, este reveló otra inscripción, mas grande y gruesa que la anterior. Era una sola palabra.

“FLASHBANG”

Y la luz se hizo.




- ¡Te lo juro! ¡Si hubiera tardado un segundo más en placarla te hubieras meado encima! – La sonrisa de Kurtz era tan grande que se hubiera podido edificar en ella. Aang acariciaba su brazo con cariño mientras exhibía una sonrisa también radiante, mezcla de admiración y amor hacia su pareja. Habían abandonado el parking sin que el guardia de la entrada les pidiera muchas explicaciones cuando el coche salió a toda velocidad, rompiendo la extremadamente frágil barrera de plástico mientras el brazo de Kurtz salía por la ventana exhibiendo su insignia de Turk. Ahora conducían perdiéndose por el tránsito del sector 5, libres del peligro.
- ¡Si no tuvieras esa puta manía de utilizarme como cebo! – Erissen había dejado de temblar hace poco, había visto la muerte a cinco metros de distancia, y al brutal turco derrotarla sin ningún tipo de duda. Aún le parecía increíble que en los apenas treinta segundos que habían corrido juntos el turco hubiera ideado semejante plan. Ponerle de cebo nuevamente, colocar la chaqueta de forma que pareciese que estaba con el y utilizar la cinta aislante que estaba en el coche para pegársela a la espalda y huir… No sin antes preocuparse por lanzar en la huida una granada cegadora para impedir que les siguiera en el caso de sobrevivir, sencillamente genial. - ¿Cómo coño pensaste que una granada a quemarropa no sería suficiente?
- Esa tía casi me fríe sin materia alguna a cinco metros de distancia… No iba a arriesgarme. – Dijo encogiéndose de hombros. – Vaya enemigos te has ido a buscar, de todas formas.
- Ellos me buscaron a mí… Mi único delito es sobrevivir.
- Lo hiciste bien Érissen, no dejes que Jonás te diga lo contrario. – Aang le mostró su mejor sonrisa, feliz de que ya estuvieran a salvo.
- Bueno… Mi trabajo consistió en quedarme quieto. – Dijo Érissen, quitándose mérito, ya que no creía realmente tener ninguno.
- Se de gente que no lo hubiera hecho. – Reconoció Kurtz, mientras intentaba sintonizar las noticias a ver si la habían liado en exceso. – Aunque tampoco es que estuvieras quieto del todo… No parabas de temblar.
- Bah, que te jodan. – Apoyó su cabeza en la ventanilla, feliz de estar vivo un día más. Aunque fuera en el asiento trasero del coche de una de las personas que mas había temido en toda Midgar, al lado de su perro.




Sentado tranquilamente en su sofá de su piso antiguo, en el sector 5, Kurtz volvía a ser dueño de su feudo. La cabeza de Etsu reposaba sobre sus piernas, medio adormilado, cansado por ese día tan ajetreado, ausente de la conversación que su amo mantenía por teléfono. Armado únicamente con una cerveza, el turco hablaba con su amigo.

- ¿Todo eso? Joder… Pero bueno, ahora está a salvo. ¿No? – La voz de París contestaba sin acabar de asimilar completamente todo lo que le había contado.
- Si. - Kurtz dio un trago a su cerveza, su brazo aún le dolía por el golpe que había recibido durante la pelea en la pasarela. - Le dije que les conseguiría un sitio donde vivir. Mañana buscaré un piso, y me aseguraré de que solo yo sepa que están ahí, aparte de ellos.
- Y ese tipo… ¿Cómo era?
- Un pijo de mierda. Pero parece que tiene buen fondo. De todos modos le avisé de que si algo le ocurría a Aang, por mísero y aleatorio que fuera, le caía un rayo, cogía la gripe, se hacía una ligera quemadura mientras cocinaba algún frito… Lo que sea, la culpa sería suya y entonces desearía haber muerto hoy.
- Ya… - Pobre hombre, pensó Paris, su primer encuentro con Jonás había sido incluso peor que el suyo, y ya era difícil. – Y bueno, me has contado todos los problemas que ha habido pero… ¿Que tal…? Ya sabes, tú y Aang.

Kurtz levantó la mirada, recordando de nuevo cuando ese día la había vuelto a ver, caminando tan lentamente, con el pelo mecido por la brisa. Ni aunque la pelea le hubiera costado un brazo podría calificar ese día como “Malo”.

- La vi… Apenas recuerdo los detalles con claridad, simplemente he estado con ella.
- La viste… ¿Y que le dijiste? – Paris realmente se sentía muy torpe hablando de este tipo de temas con alguien, y más si ese alguien era Jonás “Scar” Kurtz.
- ¿Qué importa? La… La vi. Hablé con ella, me sonrió, me besó… La vi.