viernes, 30 de julio de 2010

218

Han tenía un buen día. Un día cojonudo, de hecho, de esos en los que la ilusión y el optimismo convergen en un torrente de energía positiva con la que encarar un gran momento vital. Malcolm vio impresionado como su hermano estaba despierto cuando él llegó a casa, una hora después de amanecer, y compartieron un desayuno.
Charlaron durante media hora, compartiendo risas, zumo y cereales, y cuando su hermano se hubo ido a dormir, no sin antes desearle suerte, Han cogió y sus llaves y se subió al coche. El recorrido lo conocía perfectamente, pues aun no siendo un viaje diario, si que lo hacía varias veces al mes. Y esta, posiblemente, sería la última vez que se viese obligado a hacerlo. El alivio sumado a la ilusión y el optimismo.
Han nunca había hecho este viaje acompañado. Siempre le ha gustado hablar, y no le importa hablar de sí mismo, pero tampoco le gusta contar cosas importantes. Le gusta esa sensación, ya que así se siente como un hombre que oculta un gran secreto a la luz del día, a la vista de todos.

Han es estudiante de la escuela superior de ingeniería de Midgar, en la especialidad de ingeniería mecánica. Remache le ha enseñado muchas cosas, pero sin el conocimiento otorgado por la formación no habría podido comprender, y por ende, conducir, los coches tal y como lo hace. Es aquello que le ha permitido volar.


A primera hora de la mañana, tras un trayecto fugaz a lo largo de la ciudad, en el que casi incrusta su deportivo en un camión de mudanzas, Han se presentó frente al tablón de anuncios principal, encontrándoselo extrañamente vacío. Encogiéndose de hombros e incapaz de quebrantar su buen humor, recorrió pausadamente la facultad, mirando distraídamente anuncios, orlas o cualquier otra cosa que colgase de las paredes.

El edificio le gustaba, aunque nunca fuese alguien interesado en la arquitectura. Simplemente era bonito: Un edificio de estilo falso moderno, algo construido hace décadas, con la intención de que pareciese genial y futurista que ahora mismo evidenciaba ser anticuado. Exactamente igual que muchos de sus coches favoritos.
Una hora después, desde la cafetería, mientras disfrutaba del relajado placer de leer la prensa, a la luz del claro sol que inundaba el local desde las ventanas, vio a uno de los conserjes colgar un anuncio en el tablón que había estado vigilando. Lleno de ilusión, se levantó dejando un puñado de monedas al azar en la mesa y corrió hacia su destino. Sonrió, repasó los nombres y notas y…

- ¡Me cago en su puto dios! ¡Voy a follármelo con una puta sierra de calar!

Releyó la nota una y otra vez, asegurándose de que correspondía a su nombre. Incapaz de dar crédito se dio la vuelta, frotándose los ojos mientras algunos compañeros de clases a las que él no asistía, y por lo tanto, no conocía, intentaban abrirse paso para ver sus notas, mirándolo con miedo o desconfianza. Se volvió, pero el mensaje escrito en el papel era el mismo:

Han Parker Cliff. Notable.


- ¿Si?
- ¿Malcolm? – El camarero miró el número que aparecía en su PHS, pero no lograba reconocerlo y era evidente que la agenda del teléfono tampoco.
- Si. ¿Quién eres? La voz me es familiar…
- Soy Rolf. – A Malcolm se le atragantaron varios insultos. Sucedió porque intentaban salir todos a la vez. Finalmente hubo un ganador.
- ¿Cabroputochupapollas? ¡Que cojones le echas para llamarme!
- ¿Algún nuevo motivo para que te portes como un subnormal conmigo, escanciador?
- ¡Tu rubio maricón lleva meses sin hablar con mi amiga! ¡Lo niega, pero está destrozada! ¡Él y tú tenéis una deuda que saldar!
- Malcolm, negué toda responsabilidad sobre él, e incluso aconsejé un distanciamiento prudencial.
- ¡A ella no le puedes decir que hacer! – Protestó el camarero nuevamente.
- Inténtalo. – Rolf se detuvo a suspirar, recordando a su antiguo compañero y las complicadas circunstancias de la disolución del grupo. – Te he llamado para otra cosa: Sé que hoy le dan a tu hermano la nota de su proyecto de fin de carrera.
- Vaya, ¿te lo ha dicho? Suele ser bastante reservado con el tema. Solo se lo dice a sus mejores amigos.
- Tú lo has dicho. – Insistió Rolf, pillando a su rival en su propia lógica. – Le tengo preparado un regalo para esta noche y necesito tu ayuda.


Han tuvo que comer en la facultad. Las revisiones no serían hasta la tarde, y él se negaba a volver a subir a su coche sin una explicación. Durante la hora de la comida, la gente de las mesas contiguas se negaba a mirarlo tan siquiera, por miedo a que lo considerase un desafío. Su lenguaje corporal exudaba ira y un aura de odio intenso era casi tangible alrededor de su persona. Más que masticar la comida, la torturaba, mientras repasaba mentalmente el diseño de carburador que había entregado en su proyecto, intentando buscar fallos que enturbiasen su absoluta perfección.
Como un fantasma vengativo, recorrió los pasillos de la facultad con el ceño fruncido, mientras la gente se apartaba a su paso con temor. Ese hijo de la gran puta había tenido la enorme amabilidad de poner las revisiones a las siete de la tarde, probablemente para que fuese la menor cantidad de gente posible. Han había esperado ante la puerta del despacho desde las cinco. A las seis y cuarto, su reproductor mp3 murió, y la batería del PHS no estaba como para gastarla para entretenerse. En hosco silencio, esperó su turno de ser atendido, mientras el resto de sus compañeros, que también esperaban su turno para la revisión, lo miraban de reojo, visiblemente colérico.

- Pueden pasar de uno en uno para la revisión de sus proyectos.

El profesor no llegó a cerrar la puerta, antes de que Han la retuviese para entrar. Miró atrás y vio con desdén como el típico alumno con pintas de macarra parecía decepcionado porque su ridículo proyecto no habría aprobado.

- Pase. Deje que cuelgue la chaqueta y dígame su nombre.
- Han Parker Cliff. – Respondió este, secamente. El profesor, un cincuentón prepotente, llamado Maragnani, que se tomaba muy a mal no ser tratado por su título de doctor, rebuscó con desgana entre una pila de proyectos encuadernados, separando uno de factura y presentación cuidada, pero sin destacar a simple vista.
- Parker… Pocos tienen la desfachatez de venir a la revisión con un notable, y menos aún con su trabajo. ¿Qué nota quiere por esto? ¿Un sobresaliente?
- Quiero una matrícula de honor. – Dijo con fría calma. Maragnani respondió con un bufido, conteniendo una carcajada, que luego se tornó en un gesto mucho más serio.
- ¿Es consciente de lo que dice? ¿Esto? ¿Una matrícula de honor? – Han asintió.
- No veo por que no la merezco. Es funcional y perfecto.
- ¡Es un carburador, señor Parker! ¡Un carburador! ¿Ha oído hablar de los motores de inyección? – Preguntó con sorna, pero el alumno lo miró impasible. – Hace casi veinte años que es el único método usado en la automoción. ¡Y me dice usted que su carburador, un vestigio del pasado, es perfecto! Abusa usted de mi generosidad, señor Parker. He revisado sus cálculos, su “teórico motor” en el que lo aplica, un v10 de combustible, de gran cilindrada y con capacidad para quemar combustible a una velocidad atroz. ¡En la época de los motores de bajo consumo crea un depredador de carreras! ¿Le parece serio?
- Me parece plenamente en serio.
- Mire… Un carburador, que además depende de un motor utópico… ¿Sabe que? Me ha convencido. – El alma de Han se alzó en vilo. ¿Realmente no sería el doctor Maragnani tan cabrón como lo pintaban? – Le bajo la nota a un aprobado.

Algo explotó en el interior del piloto: Una furia sin precedentes, combinada con el ansia de resolverlo todo a hostias inmediatamente. Sin embargo, cuando estaba a punto de levantarse, sintió un escalofrío en el pecho, justo donde Rolf le había apoyado una navaja días atrás. “Antes de actuar, piensa en lo que puedes perder”: Si se atrevía a tocar al ilustre catedrático Inazio Maragnani, su carrera como ingeniero habría muerto antes de empezar.
Sin embargo, el piloto no era famoso por su falta de voluntad. Apretó los dientes y clavó sus pupilas en las de su profesor, que había alzado la barbilla, esperando su respuesta con gesto de desafío.

- Tendré esa matrícula de honor. Esta noche.
- ¿Y que va a hacer? ¿Secuestrarme? – Se burló el catedrático, intentando que su creciente temor no trascendiese sus formas. Han cogió aire y respondió con toda la educación que le fue posible.
- Le invito a comprobar esta misma noche las capacidades de ese carburador.
- ¿Qué quiere decir?
- Quiero decir que sé que funciona porque lo he construido. Esta noche a las nueve. – Dijo mientras se levantaba.
Inazio Maragnani no podía quitarse de la cabeza esa última mirada que le había dedicado al cerrar la puerta, mientras pronunciaba su siniestra despedida: Pasaré a recogerle.



Eran las nueve y cuarto, y el catedrático Maragnani ya se hallaba más relajado. Estaba en uno de los bares más elegantes del sector dos, el Gentlemen’s, mientras disfrutaba de un gin tonic y de la conversación de algunos de sus amigos, todos ellos venidos de su elevado estrato social.
El local no era precisamente ningún agujero de chusma: Decorado con maderas nobles, los camareros uniformados de punta en blanco servían cócteles y cigarros de las marcas más selectas del mercado. Sus aperitivos tenían una gran reputación entre los mejores círculos culturales, más aficionados a un toque clásico pero sin renunciar a la inventiva experimental de algunos de los mejores cocineros de Midgar. Muy pocos de sus clientes no iban de traje, y los que no, vestían ropa de sport, relajada sin ser del todo informal. El Gentlemen’s era, sin duda, el lugar donde los hombres poderosos de la ciudad disfrutaban de un relajado Vermouth a la salida del trabajo, antes de volver al infierno de sus esposas florero viejas y amargadas.

Inazio Maragnani no alcanzaba a ponerse cómodo: Sus amigos habían ocupado un sitio, cerca de la esquina del local, frente a un enorme Bengal disecado y a un viejo reloj de pared. Como fue el último en llegar, tomó el último asiento libre, y la blanca esfera del carillón lo contemplaba como un cíclope amenazador. Acercarse a las nueve fue inquietante. Pasarlas tantos minutos y que no haya sucedido nada aún era un canto a la paranoia. Probablemente ese alumno se haya pensado mejor las cosas, pero… Hay mucho loco suelto con esto del cometa.

- ¿Qué te pasa, Naz? No se te ve cómodo… - Preguntó uno de sus colegas. - ¿Acaso no te gusta la idea de unas buenas vacaciones?
- Pete, sabes que mis billetes para Gold Saucer han sido comprados hace meses. – Bromeó el catedrático. – Tengo unas ganas de dejar Midgar… ¡Que le caiga el meteorito encima de una maldita vez y se lleve a todo por delante! ¡A los alumnos idiotas, a los turcos, a los alborotadores y a la propia Shin-Ra al infierno con él! – Maragnani levantó la vista, más relajado por su bravata, y al hacerlo vio que sus colegas habían palidecido.
- Naz…
- ¿Qué os pasa? ¿Sahayid? ¿Pete? ¿Sergei? Parece que hayáis visto…
- Señor Inazio Maragnani, según tengo entendido… - Interrumpió una voz grave a sus espaldas. El catedrático entendió la reacción de sus compañeros. El reloj de pared tenía una cubierta de cristal en la que mostraba el péndulo y algunos mecanismos. En ella podía ver con bastante nitidez el reflejo de un traje negro a sus espaldas.
- Doctor… - Alcanzó a decir con voz trémula. – Soy el doctor Inazio Maragnani.
- Acompáñeme. – Dijo el turco con indiferencia.



El aterrorizado catedrático recorrió las calles de la ciudad, alejándose cada vez más del Sector 0, camino de los bordes de la placa superior. Allí se alzaba la autopista, y el llamado Midgar Ring: un anillo de carreteras, actualmente en obras por la caída del Sector 7. Llevaba mucho tiempo cerrado al público, y los últimos rumores apostaban a que Shin-Ra estaba adaptándolo como circuito de competición, reabriéndolo para uno de sus antiguos usos, en busca de la típica estrategia de “panem et circenses”.

Durante todo el viaje, el turco lo llevó sentado en el asiento de copiloto de un potente Shin-Ra Supreme oficial, acompañado del rugido de un motor que era incapaz de callar los potentes latidos de su maltrecho y asustado corazón. Cuando Ya se veía el horizonte entre los edificios, coronado por los últimos rayos de la puesta de sol. El turco, cuyo lado derecho le quedaba a la vista, ahorrándole la imagen de su desfigurado lado izquierdo, mal oculto por unas gafas de sol, lo miró de reojo. Maragnani se dio cuenta del gesto y lo miró a su vez. Entonces el turco empezó a hablar.

- Muy bien, doc, estas son las condiciones: El motor es propiedad de Shin-Ra, y el coche es alto secreto. Usted no investigará ni revelará la existencia del motor ni del coche a nadie. Así mismo, tampoco podrá pilotar el coche ni realizar ningún tipo de estudio o control informático del estado del motor. – El Supreme iba reduciendo su velocidad, y el turco se había quitado las gafas de sol, ya más un incordio que un alivio, con la oscuridad ya reinante. Luego lo miró, y en sus ojos y sonrisa había una promesa de violencia expeditiva y de una tumba anónima en las llanuras, más allá de la ciudad. – Sé que tiene usted los planos de ese carburador. Mañana quiero un mensaje del señor Parker Cliff confirmando su devolución. Si descubro que ese carburador sale a la luz, y no lo ha sacado su inventor, tomaré medidas. ¿He sido claro?

Maragnani solo pudo apretar las piernas y asentir.



Al detenerse el coche, se encontraron al alumno, tirando unos guantes de látex manchados de gasolina y aceite de motor. Un último vistazo repasó todas las piezas de mecánica del “Pájaro”, la monstruosidad mecánica que había surcado la ciudad como un relámpago a ritmo de heavy metal, sembrando el caos circulatorio a su paso. En palabras de su piloto, con ese coche había volado, y ninguno de sus pasajeros iba a discutírselo.
Cerró el capó con gesto meditado y rodeó el vehículo, limpiando algunos últimos restos de polvo y comprobando la presión de los neumáticos con unos ligeros apretones. Acto seguido, tomó un par de mitones de cuero de uno de sus bolsillos, calándoselos en las manos con el lento y meditado gesto de un villano que dispone la máquina de tortura mientras sus secuaces le traen al héroe. Sonrió, animado por esa idea, y abrió la puerta del copiloto a su profesor.


- Buenas noches, doctor Maragnani. – Lo invitó con una sonrisa, antes de ocupar el puesto de piloto. – Está usted a punto de subirse al mejor coche del mundo.




Unas cuantas horas y una orgía lésbica más tarde, tres hermosas mujeres compartían un cómodo y amplio sofá con un hombre. Las mujeres eran todas exuberantes, y a la vez variadas. Todas llevaban cómodas camisetas viejas, a las que la gente caracteriza como “de dormir”. Sin embargo, sus atavíos también variaban bajo estas prendas: La primera mujer, de rasgos orientales y belleza delicada con un toque malévolo, había optado por brillante lencería de látex negro. La segunda, rubia de perfectos y pálidos matices, había preferido el encaje. La última era una pelirroja ardiente, con una sonrisa traviesa y unos ojos grises fulgurantes, cuyos gustos se inclinaban más por el cuero.

En medio de esas tres bellezas, había un hombre. Un hombre delgado y atlético, que se cuidaba y tenía unos abdominales realmente envidiables, a juego con una musculatura marcada pero no exagerada. También era atractivo, ya que acostumbraba a cuidar su imagen. El hombre, además, era homosexual, de modo que lo único que había podido ofrecerles a sus invitadas eran unos margaritas cojonudos y una serie entretenida para ver, mientras se lamentaba por su estúpido hermano ausente: ¿Dónde cojones se habrá metido Han?

miércoles, 14 de julio de 2010

217

Aquellos primeros minutos de la mañana se habían convertido ya en una tradición. Después de tantos años durmiendo en cualquier esquina de los suburbios, una de las cosas que más adoraba era la luz del sol que entraba lentamente, casi sumiso, por las rendijas de la persiana. Y eran esas finas láminas de luz las que luego se dispersaban y escalaban la altura de la cama, avanzaban cada pliego en las sábanas a igual velocidad y terminaban impactando en mi adormilada cara. Era mi despertador particular, pero nada más abrir un ojo con pereza, ya sabía lo siguiente que iba a hacer.
A mi lado dormía Lucille, siempre de costado, con el oscuro pelo totalmente revuelto y echa un ovillo, agarrando y llevándose para si en sueños gran parte de las sábanas.
Yo había cogido por costumbre despertar en cuanto la luz me daba de lleno, me incorporaba con el máximo cuidado y el mínimo ruido y me quedaba sentado con las piernas cruzadas frente a ella. La franja luminosa avanzaba lentamente en diagonal a lo largo de la cama a medida que pasaban los minutos. A los diez minutos de levantarme estaba a la altura de los muslos y Lucille ladeó la cabeza sólo para protestar en algún tipo de sueño incómodo y absorberse más aún en las sábanas. Al cuarto de hora ya había descendido las caderas y parecía moverse al ritmo de una respiración tranquila y relajada, a la vez que la parecía transformar en un magnífico regalo envuelto en un lazo luminoso.
Durante todo ese ritual no hacía más que preguntarme qué coño hacía yo allí, que pintaba yo en una casa como esa, con una mujer como ella. No me lo merecía, no merecía nada de lo que había allí, no estaba alcance de mis manos, era demasiado perfecto para ser verdad.
La luz se acercó a su cuello y pareció molesta por el picor del calor, pero no llegó a despertarse. Su camiseta añil llena de agujeros quedó bañada por un tono amarillento. Me acerqué con sumo cuidado y la aparté un mechón que cubría su cara. Lucille pareció despegar los labios y mostrar apenas los paletos, giró bruscamente y se quedó de nuevo dormida, pero mirando al techo.
En fin, yo no dejaba de ser un vagabundo, ¿no? Mi vida había sido una auténtica mierda y encontré dentro de la miseria un tipo de miseria que al menos me otorgaba una dosis de evasión de la realidad; la cocaína. Daba asco, era un yonqui y nada me aseguraba que al día siguiente pudiese seguir con vida. Sin embargo aparece ella un día y me lo da todo a cambio de nada, le ofrece la mano a un drogadicto desconocido y se va con él a tomar una cerveza. Realmente había una parte de mí que no paraba de preguntarse qué había hecho para merecer algo tan bueno. Y era esa parte la que también me repetía sin cesar que ahora tampoco mi vida perfecta; es más, ahora mi vida era más complicada que intentar parar el Meteorito con un guante de cocina. Ser excómplice involuntario de un psicópata y estar amenazado de muerte por un desconocido no ayudaban a que por las mañanas me pudiese tomar un café tranquilamente con ella.
Me quedé observando cómo a cada segundo la luz avanzaba un milímetro por su nariz imperfecta hasta llegar a sus ojos cerrados con pestañas oscuras. Entonces la respiración se tornó menos letárgica y su brazo izquierdo se movió con pereza. Yo me incliné sobre ella y tapé con mi espalda el chorro de luz solar, arrugó la nariz y abrió los ojos con una sonrisa de oreja a oreja.

-¿No te cansas de hacer todas las mañanas lo mismo?-me preguntó con voz ronca.
-Ni pretendo dejar de hacerlo... Buenos días-la besé cuando aún ella se estaba quitando las legañas y salté de la cama para ir a preparar café.
-Yief…
-Dime- le grité desde la cocina. Ella se había acercado al lavabo y ahora se secaba la cara con una pequeña toalla azul.
-Hoy se muda finalmente Alex… Le dije que comeríamos en su casa para despedirnos.

Es cierto, Alex… Aquél simpático vecino que se le daba bien eso de pintar cuadros se había convertido un día en el exnovio vengativo de Lucille y en el asesino a sueldo que se cargó a Blackhole en otro. Ya le amenazó mi Rhino de que no volviese a acercarse a Lucille o la cosa saldría bastante mal, pero nunca pensé que a los dos días del suceso anunciaría su marcha del edificio, para irse a vivir con su novia Iris. La verdad es que ese cambio me pilló de improviso, no me esperaba una respuesta tan tajante, pero agradecía que cortase con ello de raíz.

-¿Es necesario?- pregunté con un tono desenfadado.
-Yief… Hazlo por mí. No sé que habrá pasado entre vosotros últimamente, pero Alex es mi amigo y es el último día que le veo.
-Está bien, está bien…-venga Yief, aguanta unas horas y ya no volverás a verle el pelo a ese artista que tal vez haya escrito (o dibujado) tu sentencia de muerte.



Lazarus acababa de salir de su clase de grabado con las manos apestando a aguarrás y con las uñas manchadas de una tinta azul que se negaba a desaparecer. Llevaba una camiseta negra llena de salpicaduras de todos los colores y unos vaqueros tiznados de carboncillo, como si el hecho de estar estudiando la carrera de artes conllevase ir siempre hecho una mierda. A un lado llevaba una bandolera negra llena de bolsillos y del interior de la camiseta salían dos auriculares con el cable retorcido. Se los ajustó en los oídos y comenzó a caminar hacia su cafetería favorita a ritmo de blues. Pidió su habitual bocadillo y un refresco y se sentó en una de las sillas de plástico que hacían de terraza.
La verdad es que no se quejaba con lo que la vida le estaba ofreciendo. Había hecho unos cuantos amigos en clase, sacaba buenas notas y había llegado a caer bien a varios profesores, hasta el punto de recomendarle y presentarle a grandes artistas de la talla de Alexandre Da Silva. Sus únicos sacrificios consistían en no dormir en cuanto le mandasen algún trabajo y descubrir que dibujar todos los días personas desnudas no era tan emocionante.
En esos momentos estaba dando los últimos mordiscos a su bocadillo cuando algo le hizo atragantarse con las migas. Según la definición, algo pintoresco es algo que merece ser pintado, y lo que había frente a Lazarus lo era sin duda alguna. Abrió la bandolera rápidamente y sacó un bloc tamaño folio junto con un lapicero dentro de las anillas.
Un hombre se había sentado en la mesa de enfrente con un vaso largo de cerveza en su mano derecha, observando cada movimiento que ocurría en ambas aceras. Lazarus se puso manos a la obra, a juzgar por los tragos que le daba a la cerveza, tenía poco tiempo para realizar el apunte.
Dibujó primero unas líneas para guiarse y situarlo en el papel. Pronto tuvo un círculo irregular que, con u par de líneas más, formaron una calavera de perfil. Insinuó el cuello y siguió los hombros de una americana negra impoluta. Olvidó de momento la parte superior y trazó rápidamente unas piernas cruzadas y unos mocasines brillantes, con tal de obtener un dibujo lo más completo posible. Poco a poco había conseguido un trazo propio, en el que no utilizaba curvas, sino diversas líneas rectas que engañaban al ojo y conseguían un dinamismo y un estilo peculiar.
Justo en el momento en el que se disponía a definir aquella corbata roja y blanca, el inconsciente modelo se giró bruscamente y el lápiz de Lazarus cayó al suelo del susto. El dibujante intentó disimular como podía, se puso a hurgar en sus bolsillos hasta sacar el reproductor de música y comenzó a pasar canciones con tal de que pasasen los segundos. Con la cabeza agachada alzó las cejas un momento pero enseguida volvió a bajar la mirada al darse cuenta de que aquél enmascarado tan extraño había girado la silla y le observaba atentamente. Ahora se sentía avergonzado y nervioso, girando el cuello continuamente para cruzarse siempre con la mirada de esos ojos negros por un instante. ¿Acaso le estaba retando? Esa repulsiva máscara parecía sonreír con socarronería, como si estuviese esperando a cualquiera que fuese la reacción de Lazarus.
Justo cuando el joven parecía dispuesto a recoger todo y largarse, el enmascarado se levantó con un gruñido y se acercó hasta su mesa, girando con una mano el bloc de dibujo y contemplando su obra.

-¿Eres Lazarus no?- le preguntó ofreciéndole la mano libre.
-¿Le conozco?- preguntó el dibujante totalmente intimidado. De pie, aquél hombre era mucho más imponente.
-No, pero yo a usted sí. Llámame Arguish.

Sin que Lazarus pudiese añadir nada, Arguish le dio la espalda y volvió a por su cerveza en la mesa de al lado, para bebérsela de un trago y arrastrar su silla hasta su él de nuevo.

-Me gusta, tienes talento… ¿Puedo quedarme el dibujo?
-S-sí…
-Verás, tengo bastante prisa así que iré directo al grano. Tengo entendido que dentro de tus capacidades también está la de escribir.
-P-pero…
-Y que tienes una novela a medias.
-¿Cómo sabe tanto de mí si yo no le he visto en mi vida?
-Digamos… Que es una de las ventajas de mi trabajo. El caso es que estoy muy interesado en que continúes esa novela.
-Pero apenas tengo tiempo, pronto empezaré los exámenes y…
-Te pagaría por ello. ¿Estarías dispuesto a ello?
-Hmm… Sí, pero la cosa es que…
-Perfecto, cuento contigo, no te preocupes, cuando quiera verte te encontraré.

Y sin apenas darle tiempo a abrir de nuevo la boca, Arguish dobló el dibujo un par de veces, se lo metió en un bolsillo de la americana y se largó con largas zancadas.



Lucille me rodeó la cintura por detrás y me besó en una mejilla poniéndose de puntillas para después llamar al timbre de Alex.

-Sé bueno- fue lo único que la dio tiempo a decir antes de que la puerta se abriese.

Nos dio la bienvenida una chica guapísima de pelo castaño, recogido habilidosamente en un pañuelo de color azul, que a la vez hacía juego con sus ojos. Llevaba una camiseta roja debajo de un peto vaquero que acababa en los muslos y unas medias negras con las que andar descalza por la casa. Enseguida cogió a Lucille de la mano y tiró de ella con una sonrisa espléndida. Yo atravesé el umbral y me quedé quieto, con las manos en los bolsillos y observando lo poco que quedaba de piso. Ahora no era más que un local de cien metros cuadrados al que le quedaba una pila de cajas junto a una columna y cuatro caballetes de pintura apoyados en otra. Al otro lado habían reservado una pequeña mesa de madera y habían improvisado unas sillas de camping

-Lo siento mucho chicos, pero los de la mudanza han venido hace un par de horas y han querido llevarse todo de golpe…-se excusó la chica del pelo abarcando el piso entero con un gesto de brazos- ¿Os gusta la comida china?
-Iris no lo hagas tan obvio, que vamos a quedar fatal con los invitados…- En ese momento surgió Alex desde un punto en el que una columna me impedía verle. Estaba atareado moviendo unos lienzos y le brillaba la frente de sudor- Ya es bastante deprimente comer en un piso vacío como para llamar a un sitio de comida rápida…

Alex se acercó primero a Lucille y la dio un sincero abrazo, después se acercó hasta mí y me ofreció un apretón de manos, pero la sonrisa que me mostraba no pegaba con la tensión que afloraba en su mirada.
-Me encantan los rollitos de primavera, no importa en absoluto- añadí al darle unas palmadas en el hombro. Por Lucille me portaría como un santo, pero me aseguré de que Alex se percatase de mi mirada de pocos amigos.
-¡Entonces hecho! Ven Lucille, vamos a elegir qué pedir- dijo Iris cogiendo un teléfono móvil y un panfleto de propaganda del restaurante más cercano.

Entonces Alex me invitó a que le siguiera con una mano para enseñarme una serie de cuadros que tenía apoyados al lado de los caballetes, pero en cuanto le seguí vi que su intención no era alardear de su arte. Él disimulaba alzando uno de los cuadros por sus bastidores y yo ponía cara de interesado, pero mientras las chicas hablaban por teléfono con el encargado del restaurante, nosotros teníamos una conversación totalmente distinta.

-¿Sirve de algo pedirte perdón ahora?- preguntó mirándome de reojo.
-Para nada, me has condenado a muerte y lo peor es que no sé por quién.
-Yo no.
-¿Qué?- elevé el tono de voz más de lo que quise y Lucille desvió la mirada hacia nosotros durante un instante- ¿Cómo te atreves a decir eso?
-No me malinterpretes, sé que no merezco tu perdón, pero yo no sabía nada de esto. Acudí en tu ayuda porque yo también quería rescatar a Lucille, pero para nada sabía que Lambb tenía encargado matar a Blackhole, así que cuando me dormí con la morfina…
-Distinta personalidad, mismo asesino.
-Lo sé, por eso ha sido idea mía mudarme. A Lambb se la suda mientras pueda seguir a su rollo, pero lo mínimo que puedo hacer es alejarme de vosotros… ¿Lucille sabe algo?
-Nada.
-Bien, es mejor así.

La conversación quedó zanjada, no tenía ni ganas ni paciencia para darle más vueltas al asunto. A partir de ese momento, aquella tarde se convertiría en una agradable velada y yo me esmeraría en conseguirlo, por Lucille.
Me acerqué hasta donde se encontraban las chicas, riéndose del acento del que las había atendido al otro lado del teléfono, y rodeé a ambas por la cintura, dando un beso en la mejilla a Lucille.

-Dejemos que los de la mudanza terminen su trabajo a gusto, comeremos en nuestro piso.
-Oh, no importa Yief, en serio…
-De verdad, vuestro suelo parece muy cómodo… Pero algo me dice que estaremos mas a gusto en el sofá del piso de arriba.

Sólo hicieron falta un par de bromas más para que Iris no se sintiese incómoda con la proposición y pronto el repartidor estuvo apretando con insistencia el botón del timbre. Antes de bajar los cuatro en el ascensor, Lucille me dio un tirón en la manga de la camisa y me regaló un fugaz abrazo, señal de que estaba encantada de mi amabilidad con Alex e Iris.
Con nuestras ocho manos ocupadas agarrando los envases de tallarines y molbol agridulce, la jovial Iris demostró que se podía dar al botón del ascensor con la nariz y Alex, por su parte, que se podía meter el cambio de un billete de diez guiles en el bolsillo del pantalón con dos movimientos de cintura.
Y realmente la reunión no dio para más. Fueron dos horas en las que charlamos de tonterías, cantamos alguna canción pasada de moda y nos reímos de algún chiste de mal gusto, momento en el que a Lucille la cambió la cara y necesitó ir corriendo al baño, situación que sólo sirvió para reírnos aún más, hasta que pudimos oír sus arcadas y nos preocupamos.
Fue el momento en el que los de la mudanza llamaron al teléfono de Alex y llegó el momento de la despedida.

-Hasta otra chicos, espero volver a veros alguna vez- les dije cordialmente, aún sabiendo que eso no ocurriría nunca más.
-¡Por su puesto! Nos llamaremos de vez en cuando y volveremos a comer morrrrbol aggggridulce- Bromeó de nuevo Iris con el acento del dependiente con esa risa tan inocente- ¡Hasta luego Lucille, recupérate!- gritó para que ella la escuchase desde el baño.
Alex se acercó hasta tenerle a escasos centímetros y me dio unas palmadas en la espalda, susurrándome unas palabras con tono melancólico.

-Lo siento por todo, despídete de Lucille por mi…

Y así, con un último sonido del cerrojo, nuestra casa quedó en silencio, bañada por unos tonos ambarinos que danzaban a través de las ventanas, anunciando un atardecer cárdeno. Lucille salió del baño con un gran suspiro y se sentó sobre el cuero blanco del sofá.

-¿Estás bien?
-Por favor, siéntate comigo…

Yo obedecí tras tirar lo que había sobrado de comida a la basura, sentándome a su lado y rodeándola con un brazo.
-¿Tan mal te ha sentado esa salsa?- bromeé en voz baja, arrepintiéndome a cada letra que salía de mi boca; siempre solía elegir malos momentos para bromear…
-No hables, solo… Sigue abrazándome.

Y así estuvimos cinco, diez, veinte minutos. Ella apoyó su cabeza sobre mi hombro y cerró los ojos, aún con el rostro pálido. Yo, por mi parte, permanecí totalmente callado, acariciando su piel con los nudillos, hasta que decidió incorporarse y mirarme directamente con unos ojos a punto de desbordarse.
-Prométeme que no habrá más psicópatas.
-Cariño… ¿A qué viene esto?
-¡Prométemelo!

Algo no iba bien, eso estaba claro, pero yo también era muy torpe para aquello. Sabía que había un problema, pero no conseguía enlazar ninguna de las señales que me guiaban hasta él.

-Está bien, te lo prometo… Pero eso ya lo hablamos, todo aquello es cosa del pasado, nunca más volverá a ocurrir algo…
-Prométeme que no habrá más asesinos, que no habrá más traficantes, que no habrá más mafiosos que busquen tu muerte…- En ese momento fue cuando el mar contenido en sus párpados decidió desbordarse, provocando una tempestad en su piel tersa, como si un diluvio arrasase los finos surcos de un desierto. Su nuez subía y bajaba rápidamente a cada suspiro descontrolado, a cada entrecortado sollozo propio de un niño pequeño. Yo intenté secar sus ojos con el dedo pulgar y ella se abalanzó sobre mi cuello- No más droga, no más pistolas, no más desapariciones, no más turcos, no más nada…
-Está bien, está bien- la dije con un ligero tono de alarma. La cogí por los brazos y la aparté el pelo de la cara- Pero dime qué es lo que ocurre.
-No quiero que te pase nada malo Yief, yo sería incapaz de seguir sin ti. Eras tú el que no tenía nada y vivía en la calle, pero tú me diste todo… Todo. Y con todas las cosas que han pasado… Sólo de pensar que cualquier día alguien te puede disparar…
-Eh, eh… Yo estaré contigo siempre, te quiero demasiado como para ir por ahí jugándome la vida…

Ella hizo una larga pausa, intentando controlar sus sollozos, intentando asimilar lo que la acababa de decir. Una bombilla se iluminó en mi cabeza, aunque parpadeó un par de veces y volvió a apagarse.

-Yief… Tengo algo que contarte…
-Dime- la bombilla volvió a intentar encenderse.
-La salsa picante no me ha sentado mal… Es la salsa picante, el café de por la mañana, un trozo de pescado…
-¿Quieres que llame a un médico?- la bombilla realmente lo estaba intentando, pero con mi dura mollera no había manera de que se encendiese. De hecho, Lucille soltó un pequeño bufido burlón, riéndose de mi velocidad de reacción.
-Yief… hace dos semanas no le di importancia, pero la cosa no ha cambiado… Tengo naúseas al despertarme, me cansó más que antes… - las lágrimas volvieron a caer, pero más lentas, rodeando las pequeñas curvas que ahora formaban sus carrillos, en forma de tímida sonrisa- Yief… Creo que estoy embarazada.