martes, 25 de mayo de 2010

214

El joven Tepec no hizo ni un ruido. Su respiración se redujo al mínimo, en un esfuerzo por controlar sus latidos, justo igual que le había enseñado su tío Ron. Piensa en un número alto. El número más alto que se te venga a la mente, y empieza a contar hacia atrás. Quinientos… Cuatrocientos noventa y nueve… Cuatrocientos noventa y ocho…

Un contenedor de basura se interponía entre su refugio, la entrada de uno de los túneles de ventilación de las alcantarillas, y el peligro, representado por un loco violento armado con un palo de golf y el hombre al que este había llamado “agente”. “Tepec, si no te ven, no habrá chance de que te vuelen la chola”. El viejo tío Ron sabía como escapar de los problemas. Por eso había llegado hasta la avanzada edad de treinta y cuatro años.

Se fueron, y Tepec pudo salir de su escondrijo. Entre los callejones, una rata más no llamaría la atención en los suburbios. Ver al crío corriendo por el sector uno, aún en los suburbios, sería todo un impacto para los vecinos, pero en este sector nadie vería con ojos extraños al hijo de unos inmigrantes corelianos.
Su familia llevaba ya muchas generaciones viviendo en Midgar. Es sabido que esta es de sobra una de las ciudades más antiguas del mundo, por no decir la que más. Sus cimientos de hormigón hunden sus garras en la tierra donde antes muchas otras edificaciones se alzaron antes de esta megalítica monstruosidad gris. Todas estas culturas, todos estos habitantes vieron como sus viviendas eran sepultadas por una cúpula que les cambiaría el sol por neón. Vieron como barrios enteros eran borrados para construir los soportes sobre los que se alzaría el vergel de las clases pudientes. Sin embargo, aquello que quedó abajo no fue olvidado.

Tepec había cumplido los quince años esta semana, lo que le daba derecho a convertirse en un huaquero, igual que lo habían sido antes su padre y su abuelo, y que lo era su tío. Así se llamaba en la zona de Corel y Costa del Sol a los saqueadores de ruinas: Hombres valientes y astutos, listos para burlar peligros, tan mundanos como las trampas o los derrumbamientos, y tan temibles como las maldiciones de los muertos, cuyo descanso eterno estaban perturbando.

Catorce años atrás, Tehuan, el padre de Tepec, no había vuelto. A los pocos meses, a su tío ya todo el mundo lo llamaba Ron, hasta dejar atrás su verdadero nombre. Había que protegerse, y los muertos nunca olvidaban nada. Tehuan murió aplastado por un derrumbamiento cuando dejaban atrás un cementerio de más de mil años de antigüedad. Otros compañeros de la expedición tampoco llegaron a ver la luz, sucumbiendo en su huída. Los dos últimos en morir, lo hicieron cuando ya habían vuelto a la civilización: Cayeron enfermos y sus cuerpos se vieron consumidos por la maldición. Debilitados y macilentos, antes de que la muerte les diese reposo, llegaron a tal extremo de delgadez que parecían esqueletos. Solo uno vivió para contarlo: el astuto tío Ron. Nadie lo ha vuelto a llamar por su verdadero nombre, por miedo a que los muertos lo encuentren.

Nervioso por empezar su aventura cuanto antes, Tepec llegó a casa. Allí le esperaba su madre, una mujer regordeta, de rasgos achaparrados, llenando un termo de café mientras le insistía una y otra vez a Ron para que usase sus mañas para proteger a su hijo. Tepec era lo único que le había quedado del amor de su vida. Era su único hijo y no quería perderlo. Al fondo de su chabola, una casa desocupada de la que se apropiaron aún cuando el cabeza de familia vivía, la abuela paterna del nuevo huaquero ultimaba las puntadas de un jersey de lana, en cuyas mangas había cosido sendos bolsillos ocultos. En uno había guardado una estampa de una santa de Corel, para que velase por su vida. En otro, un par de monedas viejas, para que si el cuerpo de su nieto quedaba perdido en las entrañas de la tierra, aún insepulto, pudiese pagar al barquero y llegar al otro mundo.

- ¿Qué hubo, man? ¿Ya estas listo? ¡Claro que sí! ¡Mírate! ¡Ya eres más alto que yo! – Saludó el tío Ron a su sobrino, revolviéndole su espesa mata de pelo con los dedos. Escupió en el fregadero de la cocina y volvió a introducirse un puñadito de tabaco de mascar en la boca. - ¿Quieres?
- No, gracias, tío… - Dijo con un acento menos marcado que el de su pariente, mientras sacaba tímidamente una cajetilla de tabaco y se introducía un cigarrillo entre los labios.
- ¡Orale, Tepec! ¿Y ahora tú también con el fumeque?
- Déjalo, Rosita, déjalo… Ya es un hombre. ¿A que sí, Tepec? – El joven asintió, conteniendo un arranque de tos. – Ya sabes que tu tío Ron siempre te trae un regalo, ¿no? – El joven asintió. – ¡Pues eso se acabó! – El joven no encajó bien la noticia, pero su tío sonreía. – ¡Ahora eres todo un chavón, y ya tienes que procurarte tú mismo la platita para ir por la vida como un hombre! ¡No puedes dejar que tu mamacita esté toda la vida limpiando casas de la gente rica para vivir! ¿O te paga ella el tabaco?
- No… Ahorro.
- ¿De dónde sale la plata para pagar eso, Tepec? - Su madre señalaba a la cajetilla de tabaco, de nombre escrito en caracteres orientales. Tabaco barato, comprado a un tendero de wutai, pero no así el mechero, que estaba fabricado en plata, con incrustaciones de marfil.
- Lo encontré… - Su madre no parecía convencida con sus excusas. – ¡Es la verdad! ¿Crees que lo robé? ¡Mira! – Levantó la cabeza, ofendido. - ¿Ves algún fierro? – Su madre lo rodeó, buscando algún revolver o cuchillo, pero no lo encontró. No acabó de estar satisfecha, pero cedió ante la insistente mirada de su cuñado.
- ¿Dónde te cuelas tú a buscar esos tesoritos, chavón?
- En las oficinas del ferrocarril. – Confesó el joven. – Están las cosas que la gente pierde, y ahí estaba el microondas.
- ¿Ves, Rosita? – Sonrió el tío. – Tu hijo ya apunta maneras de hombre, mirando por su familia.


La discusión no duró mucho más, pero cuando todo acabó, las dos mujeres veían como los huaqueros se iban, envalentonados por unos chupitos de aguardiente. A lo lejos se oía a Ron, contando las hazañas del difunto Tehuan. Sin embargo, lo único que se oía en la vivienda era a la anciana, murmurando con evidente descontento.


Con el tardío apagado de las luces de la placa, que sumían a los suburbios en un batiburrillo de pequeños neones comerciales de vistosos colores, un grupo de gente de aspecto extraño y diverso se reunió en la taberna Quetzalcoatl, en el sector seis. Allí esperarían tomando café reforzado con aguardiente a la hora de cierre del servicio de trenes para caminar hasta la estación de la zona despejada del Sector 7 y adentrarse en los viejos túneles ferroviarios.


Avergonzado, Tepec caminaba intentando mantener el paso de los demás huaqueros. Si iba igual de rápido que ellos, sus pisadas se oían resonar por todo el túnel. Si iba en silencio, lo dejaban atrás en cuestión de segundos. Su tío iba en la parte frontal de la columna, mirando hacia atrás de vez en cuando y dedicándole una sonrisa al joven Tepec para animarlo. Los recovecos por los que caminaban habían sido abandonados décadas atrás. Los raíles seguían allí, oxidados y negruzcos, mientras que los travesaños lucían mohosos y podridos. Ratas grandes como perros huían de la luz de las linternas, pero sus ojillos eran visibles en la oscuridad, observándolos como extraños invasores. Tepec no lograba ir cómodo. Acostumbraba a hacer sus pequeños allanamientos sin más equipo que una navaja multiusos, linterna y a veces una palanqueta o unos metros de cuerda. Ahora tenía que llevar casco, pico, una vara de hierro de dos metros, que según le habían enseñado, servía para horadar la tierra, en busca de bultos de cuerpos o algún otro objeto a desenterrar, y lo que más le había sorprendido: A escondidas, cuando se hubieron alejado unos cuantos metros de su casa, el tío Ron le había entregado un viejo revolver envuelto en un paño. “Por precaución”, fue todo lo que le dijo al respecto.

Se adentraban metro a metro, deslizándose y deteniéndose cada vez que aparecía alguna sombra sospechosa. Algunas veces pequeños destellos los sorprendieron, y más aún sorprendieron a Tepec: Nunca habría esperado ver aquellas cosas en semejante lugar: Viejo cableado de un bunker de guerra lleno de cadáveres con uniforme militar, ya despojados de sus medallas y posesiones de valor años atrás, un viejo altavoz de algún sistema de túneles que nadie se había acordado de apagar, que emitía música antiquísima interrumpida por un ocasional aviso que repetía como un mantra: En estos momentos, el servicio se encuentra suspendido por reformas. Rogamos, disculpen las molestias. Les recordamos que en caso de que vean aparecer un Bahamut, el gobierno les aconseja huir hacia el refugio más próximo. El gobierno no se hace responsable de los daños sufridos por desatender este consejo”. Nadie sabía lo que significaba ese mensaje.

Tepec llegó a pasar bastante miedo cuando, después de algo más de una hora de camino, todos se detuvieron. El camino pasaba junto a un canal. Todos se sumergieron en él y volvieron a salir, reemprendiendo la marcha. Tras unos minutos más de camino, el tío Ron le mostró a su sobrino el motivo de su baño:

- Mira, chavón. – Le señaló con la linterna. - ¿Lo viste? – Ante los ojos del joven huaquero se mostraba una criatura extraña, y nunca antes vista ni imaginada. Era como una especie de sierpe, como un lagarto cuyas patas eran demasiado pequeñas y casi inútiles, y que avanzaba serpenteando con su cuerpo alargado y sinuoso, de un inquietante color blanco lechoso. Era enorme, larga como un autobús, y sus fauces eran tan grandes que podrían arrancarle la cabeza de un bocado.
- Es enorme… - Susurró Tepec.
- Es una blancota. – Explicó su tío. – Comen carne y aunque son ciegas tienen muy buen olfato.
- ¡Por eso nos metimos en el agua! – Su tío asintió.
- No le apuntes con la linterna mucho rato o notará el calor de la luz y se pondrá alerta. Son muy sensibles.
- ¿Y qué vamos a hacer, tío? ¿Hay chance de rodearla?
- No. – Dijo un hombre extraño detrás de Tepec. Rubio, de ojos azules, pálido y amenazador. Lo llamaban “el Waingro”, y era conocido por ser de pocas palabras y menos dudas. Tenía un hacha en la mano y aunque su rostro apenas era visible en la oscuridad, el tono de su voz dejaba claro que su gesto era de determinación. – Silencio todo el mundo.

El rubio avanzó y con él iba otro hombre. Tepec no lo reconoció en la oscuridad. Sus pasos eran apenas audibles, y sus siluetas se perdieron de su vista en cuestión de segundos. Iban muy despacio, y mientras avanzaban, el resto de la expedición contenía el aliento a la espera. Les esperaba el sonido seco del hachazo. Había una linterna encendida, pero estaba apuntando contra el suelo para no dar luz directa que pudiese advertir a la monstruosa sierpe.
Entonces, un grito les hizo estremecerse a todos, seguido del sonido de un disparo. Corrieron a asomarse, armas en mano y lo que vieron detuvo a bastantes de ellos, sobrecogidos por el terror.
Tepec reconoció entonces al hombre que había seguido al Waingro: Era Oliveira. Un huaquero apenas cuatro años mayor que él. Era muy popular en su barrio, porque tenía una moto, y su novia era la más guapa de todo el vecindario. Oliveira iba cubriendo las espaldas del Waingro: Contra las blancotas, el mejor sistema era que el más veterano le atacase a la nuca mientras que otro se sentaba sobre su lomo y le golpeaba para evitar que huyese o se pudiese enroscar para atacar. Sin embargo esos extraños seres eran más listos de lo esperado, y el que vieron era solo el señuelo. Otra blancota más grande había alcanzado a Oliveira en el pecho y lo zarandeaba como un muñeco de trapo, mientras que una tercera desaparecía a lo lejos con una de las piernas del joven huaquero. El Waingro, preparado por años de enfrentarse a lo desconocido, no dudó en echar mano de una escopeta recortada y vaciar los dos cañones sobre la sierpe que los había atraído para poder concentrarse en luchar contra el ejemplar mayor que estaba destrozando a su compañero. Con la llegada del grupo las linternas recorrieron toda la sala, y acabaron con las dos sierpes restantes a tiros.

Tepec estaba paralizado viendo el cadáver de Oliveira, al que el Waingro lo había mirado unos segundos, planteándose dar uso a una materia de “cura”, pero decidió ser compasivo y lo remató con bastante poca delicadeza de un hachazo en la frente. A sus espaldas, los demás huaqueros recargaban sus armas a toda velocidad mientras discutían por donde seguir su camino. El tío Ron, al ver a su sobrino atontado, lo despejó de un tortazo.

- ¡Vamos chavón! ¡Como te quedes quieto te doy una golpiza que no te vuelves a detener en la vida! – Tepec se giró, pero en lugar de mirar a su tío, tenía la mirada perdida a espaldas del viejo Ron.
- Tío, ¿Dónde está Blasquez? – Preguntó el joven, señalando al grupo. Ron se giró, alarmado. En medio del pelotón de huaqueros, aún en tensión por el tiroteo, había un hueco en el que nadie había reparado aún. De él se iba un rastro de sangre que se perdía en una de las anchas grietas de la pared.
- ¡La concha que lo…! – Gritó. Tomó una de las botellas de barro que llevaba en su mochila y le arrancó el tapón, metiéndole un pañuelo por el orificio. Le prendió fuego y lo lanzó contra el lado de la estancia por el que se habían llevado a Blasquez y a la pierna de Oliveira. Luego revolver en mano, se encaminó hacia la dirección contraria, dando orden de seguirle. Ya solo había cuatro pares de pasos a sus espaldas.


Los corredores lóbregos y húmedos seguían, y el grupo de huaqueros continuó su avance. Su ánimo se había ensombrecido, pero no así su determinación. Todas las historias acerca de una tumba olvidada seguían frescas en sus mentes, y su intención era llevarse todo lo posible y desaparecer para no volver a mencionar nunca más este lugar. Esos dos desdichados sabían a que habían venido.
Burlando otras amenazas subterráneas, llegaron hasta un pozo sin fondo visible. Allí Ron les obligó a detenerse y sacar algo de sus respectivas mochilas.

- Hay que dejar algo para llevarse algo. – Explicó el viejo huaquero. – Debes pagar un tributo voluntario o la tierra se lo llevará todo por la fuerza.

Y así, uno por uno, tomaron alguna prenda de sus mochilas y la arrojaron a ese pozo, cuyo fondo no era visible a la luz de las linternas. Tanto si el valor de lo arrojado era monetario o personal, todos pagaron su precio. A la tierra no le importaba cuanto valiese lo que le dabas, sino cuanto importaba para uno mismo, y cada quien bien debía elegir su tributo. Si la tierra lo considerase insuficiente él mismo debería pagar las consecuencias.
Cuando le tocó a Tepec, pensó en su mechero de plata y marfil. Funcionaba igual que cualquier otro encendedor de plástico barato, pero le concedía un cierto estatus que lo ponía por encima de los demás chavales de su barrio. Sin embargo ya no era un chaval, era un huaquero, y un simple encendedor no valía tanto como lo que pudiese sacar de esta gruta. Tepec vio al mechero desaparecer entre las sombras. En pocos segundos salió del alcance de su linterna, pero por más que esperó nunca lo oyó caer contra el fondo. Su tío lo tomó del hombro y lo apremió a seguir.


- Dime, tío Ron. – Preguntó el novato. - ¿Qué vamos a buscar? ¿Una sucursal de banco? ¿Una oficina de Shin-ra?
- ¿Bancos? No, chavón… Esto es de mucho antes de que hubiese bancos. – Rió el veterano. – Ni bancos, ni Shin-ra, ni otras yararás por el estilo.
- ¿Entonces qué? ¿Qué vamos a…?

La respuesta vino por si sola: Un par de recodos descendiendo una gruta llevaron a Tepec a una sala distinta, abierta y tan grande que no era capaz de ver el techo. Las paredes ya no eran de roca excavada, ni de cemento, sino de mampostería. Piedras talladas una por una y unidas entre sí con mortero, tan antiguo y desgastado que daba la impresión de que podía venirse abajo en cualquier momento. También anunciaban esa posibilidad un par de rocas, caídas desde las insondables alturas. Aunque destrozadas, se reconocía al mismo estilo de rocas talladas que componían toda la muralla de la estancia. Tenían el peso suficiente para destrozar a cualquiera que tuviese la desdicha de ser alcanzado por una de ellas. Sin embargo, mientras los demás apuraban el paso entre contenidas exclamaciones, Tepec no pudo sino detenerse a contemplar aquello que tan grande sala contenía.

Era un extraño edificio, de construcción piramidal escalonada. Apenas tenía tres
pisos, pero todos ellos estaban hechos de roca primorosamente tallada y cubierta de relieves, muchos de los cuales Tepec solo había visto en algunas de las piezas que había visto de niño, cuando los huaqueros buscaban auténticos lugares sagrados abandonados, y no cualquier lugar que tuviese algo vendible o trocable por aguardiente.

Todo ello tenía un aura de misticismo sobrecogedor que hizo al joven sentirse minúsculo e insignificante. Muchos años atrás, mucho antes de la energía Mako y de los intereses empresariales, desde lo alto de ese pináculo algún extraño sacerdote contemplaría las estrellas, o recitaría algún extraño cántico ritual.

- Aquí se sacrificaban personas, Tepec. – Comentó el tío Ron. – Sé respetuoso, pero no olvides que vinimos a buscar.

Los huaqueros avanzaron a lo largo de las escaleras que subían por la cara frontal de la pirámide, hasta una puerta situada en lo alto, cuyas jambas tenían a cada lado una serpiente en relieve. Una sostenía el sol en sus fauces, y la otra la luna. Al cruzarlas, Tepec sintió algo frío en su pecho, tan terrorífico que no se atrevió a compartirlo con su tío, que caminaba tan solo un par de pasos a sus espaldas, cerrando la expedición.

Al frente de la marcha, se habían detenido a contemplar el hoyo de los restos de una escalera de caracol. El Waingro, decidido e impasible, ya estaba preparando una soga para descender. Los otros tres, un hombre enjuto y moreno llamado Gruschov, otro larguirucho y delgado llamado Sangchiao y el propio Tepec miraban indecisos al tío Ron, que supervisaba en silencio el nudo que el Waingro dejó en una de las estatuas, con forma de extraño felino. Junto a ella había una con forma de sierpe y una última con forma de ave.

- El jaguar significa que aquí hay un guerrero, la serpiente que también era sacerdote, y el pájaro que su familia era muy próspera. Podemos sacar mucho, pero debemos darnos prisa si no queremos que el fantasma se despierte. – Los demás asintieron.

El Waingro empezó el descenso, con el hacha colgando de la muñeca por una correa, sosteniendo su linterna con los dientes. Tras él iban Sangchiao y Tepec. Ron y Gruschov se quedaron arriba, guardando la cuerda y asegurando la huída.
El descenso fue largo, tanto que Tepec supuso que estarían unos cinco o seis metros por debajo del nivel de la estancia exterior. El Waingro los esperaba, y dejó caer una bengala para marcar el lugar. Una vez hubieron bajado todos, emprendieron el camino a lo largo de un pasillo, estrecho y sinuoso, cubierto de relieves. El olor a humedad y a moho era difícil de soportar, y todos llevaban el rostro cubierto con un pañuelo empapado en alcohol. El corredor giraba varias veces, hasta un tramo amplio, con baldosas de piedra lisas, separadas con líneas doradas entre ellas. El Waingro se detuvo a examinarlas, y Tepec se agachó junto a él, mientras Sangchiao seguía avanzando despacio, con paso cuidadoso.

De repente, el escuálido huaquero se detuvo en su posición anticipada. Su linterna había enfocado un gran relieve al fondo, señalizando una gran serpiente que miraba hacia el frente, como si pretendiese amenazar a los intrusos. El Waingro gruñó y Tepec entendió que algo no iba bien. Empezó a caminar esforzándose por seguir exactamente los mismos pasos que había dado Sangchiao, pero entonces se oyó un crujido: Una de las baldosas, mucho más fina que las demás se había roto bajo el pie del huaquero. Tepec miraba paralizado su cara de horror mientras lo veía arrojarse hacia un lado. En ese momento sintió un fuerte golpe: Era el Waingro, que lo había golpeado con el canto del hacha para derribarlo. Algo cruzó el aire sobre sus cabezas, emitiendo un desagradable silbido. Tepec se acurrucó a cuatro patas como si fuese una tortuga, y entonces oyó como algo caía desde el techo y golpeaba el suelo.

El joven huaquero abrió los ojos y se lo encontró cubierto de dardos, uno por cada baldosa. No había sentido pinchazo alguno, así que miró a su alrededor. El Waingro, tras golpearlo, había corrido a refugiarse en la entrada de la sala. Uno de sus pies había quedado fuera y el dardo se había clavado en la suela de su bota, librándose por los pelos. Cuando Tepec se giró hacia Sangchiao, se lo encontró de pie: Varios dardos lo habían alcanzado, en la mano, en el hombro y en una pierna. Se arrancó el de la mano y vio con horror como la zona alrededor de la herida se volvía de color azul, extendiéndose rápidamente. Mientras se miraba la mano, gritando cada vez de forma más entrecortada, a medida que sus pulmones se paralizaban, la infección de su hombro empezó a ascender por su cuello, alcanzándole la cabeza. Tosió y de su boca empezaron a surgir espumarajos negruzcos. Sangchiao se desplomó, demasiado débil incluso para llevarse las manos al cuello e intentar respirar. En apenas segundos, era ya un cadáver azul, víctima de violentos espasmos.

Tepec gritó. Empezó a palparse, temeroso de haber sido alcanzado el también. No se creía que no le hubiesen dado, y sentía extraños dolores por todo el cuerpo, creyéndose ya envenado. El Waingro caminó hacia él y lo derribó de una brutal bofetada.

- Tienes uno clavado en la mochila. Si te hubiese dado ya estarías como él. – Dijo, obligándolo a tranquilizarse. Tepec guardó silencio, prefiriendo no provocar al corpulento veterano a que le atizase otra vez, ya que no recordaba golpiza alguna en su vida que hubiese dolido tanto como ese golpe. Asintió, sin abrir la boca, y se puso en pie. – Sígueme y cállate.

Llegaron al fin del pasillo, y ante ellos se alzaba un sarcófago puesto en pie. Estaba tallado en piedra, imitando la figura que el cadáver había debido tener en vida. En una mano empuñaba un ornamentado sable de bronce, y en la otra un cetro enjoyado, y toda su superficie estaba cubierta de oro y piedras preciosas.

- Espera aquí. – Dijo el Waingro, y caminó cuidadosamente hasta llegar al sarcófago.

Sus pasos habían sido calculados, evitando pisar en sitios sospechosos, o tocar nada. Al llegar ante la majestuosa figura, se detuvo. Tepec lo observó en silencio, casi aguantando la respiración. El Waingro permanecía quieto, como si estuviese observando una y otra vez el sarcófago. No se movió en minutos. Tepec no le quitaba el ojo de encima, inquieto, esperando a que lo abriese o a que le indicase que podía acercarse.
Ni una cosa ni otra sucedió. De repente, una mano espectral apareció en medio de la espalda del Waingro, como si lo hubiese atravesado. La mano avanzó, y tras él apareció el resto del rey sacerdote. Era un ser majestuoso y terrible, cubierto de collares y brazaletes de oro, vistiendo una túnica brillante, tachonada en oro y jade, y una capa de piel de jaguar. Sobre su cabeza lucía una corona, decorada con oro, esmeraldas, plumas y materia. A través de su translúcida figura, Tepec pudo ver como el cuerpo del poderoso Huaquero se secaba y caía al suelo convertido en un pequeño montón de cenizas. El joven saqueador empezó a correr, perseguido por un aullido de ultratumba.


En la entrada de la pirámide, Gruschov seguía vivo, pero no por mucho tiempo. El viejo y astuto tío Ron le había soplado, espolvoreándole un polvo que lo paralizó. En ese momento, sacó un extraño cuchillo de obsidiana y se lo clavó en el pecho. Eso había sido minutos atrás. Ahora mismo, Gruschov, que no era capaz de entender porque seguía vivo, estaba viendo como el líder de la expedición se había pintado la cara con su sangre y alzaba en una mano su corazón, mientras que con la otra sostenía la daga empapada de sangre. Lo más horrible era que el corazón aún seguía latiendo.

- ¡Oh, Tlaloctiz, sumo señor de la noche! ¡Vuelvo como cada siete años, y traigo conmigo el sacrificio que reclamas! ¡Te ruego, mi señor, que por esta vida que te entrego, olvides mi pecado, mi castigo y mi nombre, y que este no sea pronunciado! ¡Una vez más, Tlaloctiz, te entrego sangre de mi propia sangre!



- Sangre de su sangre… - Dijo el espectro con voz temblorosa y profunda. Tepec lo observaba, paralizado por el terror e indefenso. – Si, hijo de hombre, reconozco el olor de tu sangre, pues ya lo he probado en el pasado. Me fue ofrecida por aquel que juró lealtad eterna y tributo en almas a cambio de su miserable vida. Me ocultó su nombre, para que no pudiese reclamar su alma y me suplicó por su cuerpo, para que no pudiese torturar su carne… Intruso… Infiel…
- Mi… Tío… - Susurró Tepec, postrado boca arriba, intentando huir arrastrándose. Sobre su cabeza podía ver el hueco por el que había descendido, y bajo sus manos sentía la cuerda, cortada e inerte al fondo de la cripta. – Mi tío Ron.
- Ah, hijo del hombre… Has sido traído como esclavo al sacrificio, pero conoces la identidad de quien va a entregarte… ¿Qué significa tu captor para ti?
- No… - Dijo Tepec, haciendo acopio de valor. – El tío Ron no ha podido…
- Conozco tu nombre, Tepec, que me habías sido prometido, hijo de Tehuan, quien me fue entregado hace catorce años a cambio de la propia salvación. ¡Piensa ahora! Sabes quién te ha sacrificado, igual que sabes quién sacrificó a tu padre hace catorce años. ¡¿Quién te traicionó, Tepec, hijo de Tehuan?!
- ¡No! ¡Tío Ron! – Gritó el joven huaquero, entendiendo entonces el apodo por el que se conocía supersticiosamente a su tío, y el motivo por el que él tanto había insistido en que no se pronunciase su verdadero nombre. - ¡Athumoc!


El tío Ron, había guardado su daga, y huía llevándose todo objeto de valor que pudo sacarle a Gruschov. Se hacía una idea del valor de los tesoros que habría en la tumba, pero sabía que la propia vida era suficiente botín para estas expediciones. Bajaba las escaleras saltando los escalones a grandes zancadas y en pocos segundos se encontraba ya corriendo hacia el túnel de la entrada. Se introdujo en él y buscó a tientas su linterna. Cuando la hubo encendido, vio para su horror que algo había cambiado: No era capaz de vislumbrar el final del túnel, y todo parecía acabar en una gran roca, como si el pasadizo nunca hubiese existido. Se abalanzó sobre ella y empezó a arañarla, consciente de que mientras era retenido ahí, unos pasos que no emitían sonido alguno pero que si retumbaban en el interior de su cabeza estaban cada vez más cerca. El maligno rey Tlaloctiz, que había desafiado al Señor de la Muerte y de algún modo vencido, no necesitaba caminar para darle caza, pero encontraba un cruel divertimento en su pánico.

- ¡No puede salir del territorio sagrado! – Repetía una y otra vez Ron. - ¡No puede, o el Señor de la Muerte lo reclamará!
- Oh, pero tú nunca bajaste a mi tumba, ¿verdad? – Respondió una voz en su cabeza. – Las marcas del territorio sagrado cubren mucho terreno, y aunque no pueda sobrepasar sus fronteras, si puedo recorrer su interior, ¿y sabes qué? Dentro de ellas, mi poder es absoluto.

En ese momento, el muro que había cubierto su salida cobró vida y se abalanzó sobre Ron, empujándolo de nuevo hacia la cámara que contenía la tumba. Incapaz de resistirse, el huaquero se volvió y vio la figura de su sobrino, vestido con los ropajes reales, esperándole con una maligna sonrisa en el rostro. En sus ojos relucía una luz verdosa y al hablar su voz parecía salir de las paredes, del suelo y del aire mismo.

- ¡Mi señor! – Suplicó Ron - ¡He cumplido mi parte!
- Puedo hacer muchos pactos, mortal, y no me importa tu conveniencia al respecto. ¡Sobre todo si lo que intentas es encubrir un crimen contra mí!
- ¡No! ¡Soy inocente! ¡Tepec, díselo! ¡Dile que tu viejo tío Ron es inocente!
- ¡Un nombre falso no borrará tus pecados, Athumoc!

El cuerpo poseído de Tepec empezó a iluminarse con resplandor de ultratumba, y su brillo del color del jade inundó la estancia, cubriendo el grito de desesperación del condenado, hasta hacerlo desaparecer por completo.

martes, 11 de mayo de 2010

213 (Incompleto)

El ruido del tren lo despertó. Abrió lo ojos y contemplo la habitación mientras se daba cuenta de que se habían olvidado de apagar la minicadena, continuando con la recopilación de viejos temas de stoner rock. Las notas fluían en cascada a través de la habitación mientras el vocalista iniciaba un misterioso canto chamánico.

"¿Que me está tratando de decir?"

El enigma zumbó como un abejorro mientras le daba una calada al pitillo. El alquitrán sabia a rutina. La misma sensación diciendo "Una y otra vez más volvemos a estar en el punto de partida. El cigarro encontró reposo mientras el se relajaba en el colchón, bocarriba, mirando como manchas de humedad comenzaban a surgir en en techo. No quería girar la cabeza, no quería verla. Prefería estar así, aguardando a que la princesa despertase, teniéndole a él dentro del cambio de visión. Se llevo la cabeza a la nuca, secuestró el Grial de su reino, y volvió a darle una calada.Una mano comenzó explorar el vello de sus pectorales. Una ráfaga de dulce y ardiente frescura se restregaba contra el. Tal y como esperaba, sintió posarse sus ojos en el sin necesidad de abrir los ojos. Sonrió. Satisfacción. El placer de acertar una vez mas.

- ¿Que tal, león? - ella iba agarrando diversos mechones del vello de su pecho mientras enunciaba la pregunta. Su sonrisa se amplió. Abrió los ojos y con un giro rompió el hechizo. La verdad, se le reveló a su vista: Era fogosa y tranquila a la vez, la inocencia que denotaba su cara se veía traicionada por su mirada astuta.

- Tu compañía ya me hace sentirme mucho mejor de lo que ya me sentiría solo – las palabras iban saliendo con un leve toque de seguridad y autoafirmación. Buscó el despertador a la vez que sonreía tranquilamente. Ella aprecio aceptar sumisamente ese ligero desdén. -Vaya, que tarde es. ¿No tenias turno hoy a primera hora?

- Si, como tu – respondió con infantil malicia. El se sento, apoyando la espalda en la pared, adoptando una pose de concentración.
- Creo que va siendo hora de movernos, o ya podremos tirarnos cuanto queramos en la cama todo lo que resta del día..

La gorra le encantaba. El aire marcial que exudaba tenia la guinda en el águila imperial posándose firmemente en la esvastica. Se puso los guantes lentamente, y cerro los puños, sintiendo como el cuero se estiraba. Volvió a repetir la misma operación varias veces, hasta darse por satisfecho. Busco el espejo de cuerpo entero de su habitación. Le gustaba lo que veía reflejado: Un bastardo de mirada cruel enfundado en un hermoso conjunto formado por la susodicha gorra, una camiseta de un viejo grupo heavy, enfundada dentro de un chaleco de cuero marrón; finalizado en un pantalón unas botas de cuero, ambas negras. Era el uniforme de guerrero. Un dragón de ardiente rabia surcaba el interior de su psique. Sentía ganas de mas. Dolor, destrucción y más dolor.

El palo de golf semejaba un cetro de sus manos. Su caminar y el ritmo de sus pasos trasmitían un incesante mensaje a todo el que el lo cruzase: "Esto es una cloaca y voy a incendiarla". La inmensa mole del cañón se recortaba a la lejanía, recordandole la oleada de terror que trataba de retener su silueta. Comenzó a cavilar, buscando algo con lo que matar el resto del día(era mediodía). El paisaje le resultaba cautivador. Podía vislumbrar en cada gesto de la gente como se trataba de retener el horror y pánico que trataban de aflorar. Una canción se reproducía en su mente.

"La decadencia esta servida..."

La creación se unió en un todo. Interior y exterior. Realidad e imaginación. Midgar entera se convirtió en un videoclip de rutilantes escenas mostrando un mundo marchito y degenerado a punto de sucumbir. El fin de tan largo invierno pronto iba a ser celebrado con un espectacular carnaval. Y el no se lo pensaba perder. El halo lleno de repugnancia del vagabundo corto sus reflexiones. Era asqueroso. ¿Quien se creía ese apestoso borracho para meterse en la película?. En un rápido movimiento, alzo el palo y lo convirtió en un destello metálico que impacto en su rostro. El mendigo callo de rodillas mientras de su boca comenzaba a manar sangre y dientes. Pensaba "Eso ya esta mejor", cuando la vibración del móvil se convirtió en una nueva interrupción. Rebusco tranquilamente en el bolsillo hasta hallarlo. La pantalla avisaba de un nuevo mensaje. Lo miró.

"Pub, tomamos unas rondas y vemos el partido. Después al Korova a maquinar como pasar la noche"

Devolvió el móvil a su lugar rápidamente, pero con suavidad. Ya tenia algo que hacer. Enfilo el camino hacia el lugar de encuentro con la misma fría calma que llevaba. Una sonrisa de malévola ilusión surcaba su cara. Enfiló el pasó de cebra sin fijarse en el semáforo en verde, tan absorto se hallaba en sus meditaciones que todo lo era ajeno. Hasta que una voz fuerte y chillona lo devolvió sus pies a la tierra.

- ¡Has agredido a un viejo! - El generador de tan potente voz era una mole de ciento veinte quilos de peso, una buena parte de ella concentrada en su voluminosa panza. Tenía el pelo cortado a cepillo y la delgada barba no lograba ocultar un eterno mohín de mala leche. Incluso las gafas de sol eran incapaces de contener el torrente de ira aflorando de su mirada.

- ¿Me habla a mi, caballero? - El muchacho, confiado y altanero, contemplaba con diversión a ese paleto pueblerino, con su ridicula camiseta a cuadros y esos pantalones cortos que mostraban unas piernas fofas y palidas.

- Si, tu, chaval. ¿Quien coño te crees que eres, maldito niñato? No me jugué el cuello en Wutai para ver a cabrones como tu pateando a la gente. - Aquello se estaba poniendo interesante: El gordo quería pelea. No vendría mal un precalentamiento antes de la noche. Adopto una pose de inmensa chulería a la par que se iba acercando. No pudo evitar una sorpresa cuando, de forma lenta y calmada, se dibujo una sonrisa en su cara.

- ¿Y que piensa hacer, señor? - Vocalizaba lenta y sibilinamente, como una cobra acercandose a su presa. - ¿Pegarme un par de azotes y llevarme ante mi progenitores para decirles que soy un niño muy malo.

- Será que no me calientes chaval, estas agotando tu credito. Estas muy cerca de conocer el dolor. - La pistola apareció en su mano derecha, de metal frio y duro, remarcando la naturaleza asesina y brutal de ese objeto. Pero no fue la pistola lo que evaporó toda su confianza y lo sumió en la duda y el miedo. Las siglas enmarcadas en la placa, que sostenia en la zurda, surcaron su mirada escupiendo, como balas de cañón, el mesaje duro, frio y brutal de su oficio: T.U.R.K.

Efectivamente, la ha cagado.

- Vas a conocer el dolor si dejas de portarte, ¡como un puto gilipollas! ¿Me has entendido, capullo? – Las malas pulgas, lejos de irse, punzaban su cuerpo, mantiendo constante la furia.

- Si..vale, señor agente, mantengamos la calma – Intentaba denotar calma, el miedo apenás se notaba, bajo su sonrisa. Podía salir bien de esta. – Seguro que podemos llegar a entendernos. ¿Sabes quien soy yo?

- Ya lo creo – Esa sonrisa, era mala seña. Muy mala señal. -Tu y yo vamos a realizar un viaje. Estaba en mi día libre, pero con alguien como tu, vale la pena dedicarle unas horas más a mi trabajo.


- Así que lo tienes en una celda, aguardando un interrogatorio. Muy bien, Walker, de puta madre. ¿Ahora me puedes explicar que cojones vas a hacer con el?

La bolera no estaba llena, como de costumbre. No había sido un mal lanzamiento. Ocho de un golpe, los otros dos en el siguiente. Hoy estaba de racha. Tomo asiento, y recogió la copa para darle un trago. Un coreliano blanco, como siempre, y en buen momento. No había sido ayer un buen día precisamente. Walker estaba sentado frente a el, y detrás suya, Bouzas.

El trió estaba compuesto tres figuras completamente distintas. El primero, el que acababa de hablar. Un hombre de complexión fuerte y algo musculosa, de melena y bigote con perilla rubias; vestido con una vieja camiseta de un antiguo grupo de rock psicodélico. Otro, de complexión delgada, una declinante mata de oscuro cabello que intentaba ocultar inútilmente, con una camisa de botones blanca y unos pantalones negros que remarcaban su delgadez. El último, Walker, es nuestro turco protagonista de la escena anterior. Se hallaban allí reunidos, como cada domingo por la noche.

- Evidentemente, voy a darle un pequeño escarmiento. A estos mocosos malencarados hay que meterlos en cintura antes de que sea tarde. - Se reclinó, mientras su escuálido compañero se levantaba para efectuar su turno, para ponerse más cómodo, mientras sostenía su cerveza. - Además, teniendo en cuenta su vestimenta nada barata, es evidente que su familia tiene un patrimonio, o sea, clase acomodada, lo cual significa que asustandolo un poco quizá nos den algo a cambio de sacarlo lo antes posible.

- ¿Pero que cojones me estás diciendo? ¿Es que no te puedes quedar tranquilo ni en tu puto dia de descanso? Joder, Walker, es solo un puto niñato que se dedica a hacer el vándalo. El mundo se está yendo al carajo, ¿ y no tienes nada mejor que ponerte a detener a putos niñatos que se dedican a hacer el vándalo? - Se sentía desconcertado y confuso. Llevaba una mala racha, y ahora su amigo le venia con toda esa mierda. Tomo otro trago, intentando expulsar las sensaciones negativas que lo invadían

- Jeff, ¿Te has parado a pensar en toda la gente a la que habrá hecho daño ese pequeño sinvergüenza? - Se agacho hacia delante, acercándose su cara a la suya, con el objetivo de remarcar sus gestos. - Está claro que tiene que hay que bajarle los humos. Shinra está demasiado ocupada con todo este cirio del meteorito y el cañón. Ahora mismo, tienen tantos asuntos entre manos, que les da absolutamente igual el destino del chaval. Como si lo ejecutamos y tiramos el cuerpo a un triturador de comida.

- Precisamente por eso, Walker – Iba a ser su último intento de razonar con el - ¿No crees, tal y como están las circunstancias deberíamos estar en lo que hay que estar, centrarnos en cosas más urgente?

- ¡Eso mismo decía mi sargento! - El nuevo aumento en decibelios acababa de indicar el fracaso. - ¡Y al final le voló una pierna un puto mocoso de ojos rasgados que trabajaba de limpiabotas! ¡Decenas de compañeros muertos por no estar atentos en todo! ¡Era como estar asediado, pero con el enemigo dentro de la fortaleza! -

- Bueno, vale, lo que tu digas. Que te den por el culo, tio. - Encendió un pitillo. Estaba harto de todo esto, el trabajo, ella y Walker. El tercer acompañante había vuelto a su asiento, con ganas de participar en la conversación

- ¿A quien has detenido, Walker?

- ¡Bouzas, no estás en tu elemento! - Bouzas se calló, intentando ubicarse en la conversación.- Cambiando de tema, ¿que tal te fue con tu amiguita pelirroja? - Walker tenía un defecto a parte de ser como un burro tirando como un arado, terco y sordo a todo. Además era incapaz de interpretar el lenguaje corporal de los demás. Jeff se llevo una mano a la cara y se masajeo los parpados con los dedos. Inspiró aire. Ya se sentía algo mejor.

- Fatal tio. Empiezo la mañana con ella, toda cariñosa y calientapollas, y termino en un puto restaurante vegetariano escuchando soplapolleces acerca de qué busca en una pareja. Por lo menos podía haberme invitado, ya que me dejaba... Ni siquiera esperó al final, lo dijo nada más empezar a comer. Allí nos veías a los dos: Rumiando como vacas nuestras ensaladas en un silencio sepulcral evitando mirarnos.

- Las mujeres de hoy en día son todas unas arpías – Walker, se llevó la birra a la boca – ¡Ni siquiera mi esposa es capaz de mantener un compromiso!

- Margaret no tiene nada que ver con en maldito tema. Esa tia simplemente se tiro el puto rollo conmigo para dejarme claro que aquello solo fui alguien con quien follar una temporada. - Si no te importa, voy a lanzar la bola que es mi turno.

lunes, 3 de mayo de 2010

212 (incompleto)

Se filtraba una pálida luz azulada por el ligero resquicio de la ventana, producto resultante del brillo de una luna que distaba mucho de ser llena y por el suave parpadeo celeste del neón situado junto a la ventana. Todo tenía una tonalidad negra o gris en enorme contraste, proyectando oscuras sombras y reflejando luces en los muebles, en los objetos, en la lisa piel de la chica que se encontraba sobre la cama.
Un fino rocío de sudor bañaba su piel desnuda, lanzando ligeros destellos cuando la luz incidía directamente sobre las perlas acuosas a través de las diminutas rendijas que dejaba la persiana. La suave cabellera cobriza caía sobre los hombros en forma de ondas similares a las de las olas del mar, bailando al ritmo de los tenues balanceos de la mujer, cuyos leves gemidos se acompasaban con el movimiento de sus caderas. Su respiración, profunda y penetrante era lo único que cortaba el silencio de la noche.

La gran mano de su acompañante le había atrapado uno de sus pechos, el izquierdo, mientras que la otra se había apoderado de la humedad que tenía entre las piernas; el hombre se hallaba tumbado bajo ella, con las rodillas de su compañera pegadas a sus flancos y apretando ligeramente. Retiró el dedo índice de la cara interna de sus muslos para introducir dos, lo que supuso una explosiva sorpresa llena de placer para ella. Echó su cuerpo hacia delante y acarició el vello en el torso de él, mientras pasaba la fina punta de su lengua por el lateral de su cuello hasta lamer el lóbulo de su oreja, recreándose en la redondez y suavidad hasta finalizar con un suave mordisco.

Se irguió en todo su esplendor y extrajo la mano que se introducía en su coño para, con la otra, agarrar el erecto miembro con fuerza e introducírselo en la boca, realizando un rítmico movimiento mientras rodeaba la morada cabeza con la saliva que escapaba de su lengua. La sacó hasta llegar a la punta y dio un ligero mordisquito, para volver a lamer. Tras varios bamboleos con el cuello, la sacó de su cavidad bucal y se apresuró a llevar la polla hasta sus chorreantes muslos, para deleite de ambos. Los gemidos se pronunciaron más, y comenzaron a aumentar su intensidad a medida que la velocidad del coito aceleraba.

El grito anunció el clímax, y la mujer cesó sus movimientos para tumbarse sobre el pecho de su compañero. Estaba exhausta, agotada, y jadeaba fuertemente, como un animal que hubiera perseguido a su presa incansable durante eternas distancias hasta, por fin, recrearse en el cansancio sobre el cadáver de su víctima. Arañó suavemente con sus uñas en el pecho sobre el que se apoyaba, mientras escuchaba la fuerte respiración del torso que subía y bajaba, mientras escuchaba el latir del corazón.

- ¿Sabes que tiene un ritmo demasiado irregular? Esos latidos no son normales. – intentaba no hacer demasiado ruido, temerosa de romper el encanto y extasiada por el agotamiento físico – A veces va rápido, y otros va más lento.
- ¿En serio? – pasó la enorme mano por la espesa melena negra corta, y rodeó con un musculoso brazo a su compañera, atrayéndola hacia sí mismo y besándola ligeramente – Será que tengo arritmias. Igual me muero.
- Idiota… - acarició el pezón izquierdo, y lo mordió, haciendo que su compañero de cama diese un respingo.
- Eh, podrías tratarme mejor. ¿Acaso no te apetece que haya una segunda?
- Preferiría que me follases durante mucho más tiempo. Ojalá no tuvieras que irte.
- Seguro que si estamos todos los días dale-que-te-pego tu novio va a acabar pillándonos – acarició el pecho de la chica, y apretó el derecho – Además, mañana van a venir a buscarme pronto, salimos a mediodía para Wutai. ¿No te doy pena? ¿Acaso no merezco una compensación? – puso una sonrisa picaresca, y se sorprendió cuando la mano de la chica le retiró el condón y le introdujo el miembro, todavía mojado, en el empapado coño.
- Anda, calla y córrete dentro, que ya le echaré la culpa a mi novio, Sargento.

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El hollín llenaba los pulmones mientras que las brasas quemaban la piel alrededor de las fosas nasales cada vez que alguien respiraba. Las explosiones cada vez eran más frecuentes y cercanas, y levantaban más trozos de tierra y vegetación. Las criaturas de la jungla avanzaban en una dirección mientras que los humanos lo hacían en la contraria, acercándose al llameante NAPALM y a las minas antipersona. El cielo tenía un tono rojizo, casi granate, cubierto de grandes nubes de espeso humo del mismo color que el carbón que comenzaba a arder, a través del cual apenas conseguía filtrarse una luz amarillenta producto de los últimos rayos de sol de aquella tierra alejada de toda civilización moderna. Una ráfaga de disparos atravesó la selva de forma aleatoria, alcanzando a dos hombres: uno tuvo suerte de ser golpeado en el pecho, en una zona cubierta por el chaleco, al contrario que su compañero, que recibió el cálido beso del proyectil en pleno cuello, regando con sangre la alta maleza.
La unidad había contado con cincuenta hombres en sus mejores tiempos, pero en aquellos momentos el número se había reducido a la quinta parte. Se movían por aquella salvaje tierra con cada vez más dificultad, debido a las numerosas trampas que los habitantes locales habían colocado para defender el pequeño poblado. El suelo se hundió a tres metros de distancia, tragándose a un hombre que fue devorado por afilados dientes de bambú que atravesaron carne y tela con la fuerza de un gigante. La compañía estaba siendo diezmada por el ataque enemigo, y los que no lo hacían bajo las balas o sobre estacas de madera ocultas eran asesinados por fuertes fiebres producto de la malaria.

El cielo se tornó negro de forma que era similar a una gota de tinta que había caído en el agua formando ondas y sinuosas figuras, para poco después quebrarse como si se tratase de fino cristal roto a martillazos. Un ave inmensa, de color dorado y envuelta en nubes eléctricas surcó el cielo en dirección al poblado, lanzando un chillido que se asemejaba a un trueno atravesando el aire en medio de una noche aparentemente tranquila. Un relámpago atravesó como una lanza el cielo, y de pronto una hondonada de rayos cayó en la misma zona, devastando el poblado en una gigantesca explosión. La descomunal ave chilló de nuevo, y se perdió entre las nubes, que retomaron el color ceniciento en un infinito naranja.

- ¿Quién cojones ha usado esa puta materia de invocación? – Gritó el militar con el rango más alto, que iba en cabeza y en esos momentos atendía al hombre que había sido disparado en el pecho - ¡No he dado la puta orden! ¡No he dado ninguna puta orden de ataque!
- ¡Con su permiso, Sargento, pero nos atacaban! ¡Las putas últimas frases del Coronel decían que matásemos a los puto amarillos!
- ¡No me toques los cojones, Torpe! – avanzó hacia él, y le golpeó con la culata del fusil en el estómago, mientras propinaba una fuerte patada a la mano que aún poseía un mortecino brillo carmesí - ¡El puto Coronal está muerto, te puedes meter sus frases por el culo! ¡Te someteré a un consejo de guerra!

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- Sargento Ixidor Bryce, sabe qué hace aquí, ¿verdad? – un hombre corpulento y calvo le miraba con una penetrante mirada.
- Sí, señor.
- ¿Se da cuenta de que sus cargos son demasiado graves, y que al ser reportado a Midgar pasará toda la vida en una prisión militar, si no es condenado a muerte por crímenes de guerra?

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El pequeño de la granja había vuelto a meterse en problemas. Había golpeado a uno de los criadores y lo había atacado con la horca clavando esta en el brazo derecho. Los chocobos se habían agitado ante la visión de la sangre brotando, y habían salido corriendo del establo, agitados. El chico había tenido que responder personalmente ante su abuelo, y ahora se encontraba allí, frente a su madre, cubierto de arañazos y envuelto en polvo, con el pelo revuelto lleno de plumas amarillentas y la parte izquierda de la cara enrojecida y con el labio sangrando.

- ¿Y todo eso te lo ha hecho Saltador? – preguntó su madre mientras le aplicaba un desinfectante barato en la herida del labio partido, cada vez más hinchado, a la vez que le interrogaba sobre el suceso.
- No, eso me lo hizo el abuelo cuando se enteró de que tuve una pelea. Si no hubiera venido corriendo me hubiera seguido pegando. El abuelo me odia.
- ¿Por qué dices eso, hijo? Tu abuelo no te odia. – su madre comenzó a quitarle del pelo plumas, mientras frotaba con un paño húmedo el rostro de su hijo, limpiando la suciedad que se había agarrado en la cara de este.
- Todos lo dicen. Por eso me he pegado. Dicen que soy un bastardo, y que mi padre te violó, mamá. Que por eso el abuelo no me quiere, y tienen razón.
- Hijo… Tienes doce años, creo que ya eres suficientemente mayor para saber la verdad. Yo quería a tu padre, y de hecho quise casarme con él cuando supe lo de mi embarazo. Pero a tu abuelo no le gustaba la idea de casar a su única hija con un pobre mozo de cuadras que doblaba la edad a su hija. Me recuerdas mucho a tu padre, eres su vivo retrato, Ixidor.

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Ixidor despertó. Se había quedado dormido sentado en el tren, y varias veces había pasado ya su parada. No recordaba nada de lo que había soñado, pero sentía que no había sido nada agradable, dejándole una mala sensación además de un humor bastante agrio.