El joven Tepec no hizo ni un ruido. Su respiración se redujo al mínimo, en un esfuerzo por controlar sus latidos, justo igual que le había enseñado su tío Ron. Piensa en un número alto. El número más alto que se te venga a la mente, y empieza a contar hacia atrás. Quinientos… Cuatrocientos noventa y nueve… Cuatrocientos noventa y ocho…
Un contenedor de basura se interponía entre su refugio, la entrada de uno de los túneles de ventilación de las alcantarillas, y el peligro, representado por un loco violento armado con un palo de golf y el hombre al que este había llamado “agente”. “Tepec, si no te ven, no habrá chance de que te vuelen la chola”. El viejo tío Ron sabía como escapar de los problemas. Por eso había llegado hasta la avanzada edad de treinta y cuatro años.
Se fueron, y Tepec pudo salir de su escondrijo. Entre los callejones, una rata más no llamaría la atención en los suburbios. Ver al crío corriendo por el sector uno, aún en los suburbios, sería todo un impacto para los vecinos, pero en este sector nadie vería con ojos extraños al hijo de unos inmigrantes corelianos.
Su familia llevaba ya muchas generaciones viviendo en Midgar. Es sabido que esta es de sobra una de las ciudades más antiguas del mundo, por no decir la que más. Sus cimientos de hormigón hunden sus garras en la tierra donde antes muchas otras edificaciones se alzaron antes de esta megalítica monstruosidad gris. Todas estas culturas, todos estos habitantes vieron como sus viviendas eran sepultadas por una cúpula que les cambiaría el sol por neón. Vieron como barrios enteros eran borrados para construir los soportes sobre los que se alzaría el vergel de las clases pudientes. Sin embargo, aquello que quedó abajo no fue olvidado.
Tepec había cumplido los quince años esta semana, lo que le daba derecho a convertirse en un huaquero, igual que lo habían sido antes su padre y su abuelo, y que lo era su tío. Así se llamaba en la zona de Corel y Costa del Sol a los saqueadores de ruinas: Hombres valientes y astutos, listos para burlar peligros, tan mundanos como las trampas o los derrumbamientos, y tan temibles como las maldiciones de los muertos, cuyo descanso eterno estaban perturbando.
Catorce años atrás, Tehuan, el padre de Tepec, no había vuelto. A los pocos meses, a su tío ya todo el mundo lo llamaba Ron, hasta dejar atrás su verdadero nombre. Había que protegerse, y los muertos nunca olvidaban nada. Tehuan murió aplastado por un derrumbamiento cuando dejaban atrás un cementerio de más de mil años de antigüedad. Otros compañeros de la expedición tampoco llegaron a ver la luz, sucumbiendo en su huída. Los dos últimos en morir, lo hicieron cuando ya habían vuelto a la civilización: Cayeron enfermos y sus cuerpos se vieron consumidos por la maldición. Debilitados y macilentos, antes de que la muerte les diese reposo, llegaron a tal extremo de delgadez que parecían esqueletos. Solo uno vivió para contarlo: el astuto tío Ron. Nadie lo ha vuelto a llamar por su verdadero nombre, por miedo a que los muertos lo encuentren.
Nervioso por empezar su aventura cuanto antes, Tepec llegó a casa. Allí le esperaba su madre, una mujer regordeta, de rasgos achaparrados, llenando un termo de café mientras le insistía una y otra vez a Ron para que usase sus mañas para proteger a su hijo. Tepec era lo único que le había quedado del amor de su vida. Era su único hijo y no quería perderlo. Al fondo de su chabola, una casa desocupada de la que se apropiaron aún cuando el cabeza de familia vivía, la abuela paterna del nuevo huaquero ultimaba las puntadas de un jersey de lana, en cuyas mangas había cosido sendos bolsillos ocultos. En uno había guardado una estampa de una santa de Corel, para que velase por su vida. En otro, un par de monedas viejas, para que si el cuerpo de su nieto quedaba perdido en las entrañas de la tierra, aún insepulto, pudiese pagar al barquero y llegar al otro mundo.
- ¿Qué hubo, man? ¿Ya estas listo? ¡Claro que sí! ¡Mírate! ¡Ya eres más alto que yo! – Saludó el tío Ron a su sobrino, revolviéndole su espesa mata de pelo con los dedos. Escupió en el fregadero de la cocina y volvió a introducirse un puñadito de tabaco de mascar en la boca. - ¿Quieres?
- No, gracias, tío… - Dijo con un acento menos marcado que el de su pariente, mientras sacaba tímidamente una cajetilla de tabaco y se introducía un cigarrillo entre los labios.
- ¡Orale, Tepec! ¿Y ahora tú también con el fumeque?
- Déjalo, Rosita, déjalo… Ya es un hombre. ¿A que sí, Tepec? – El joven asintió, conteniendo un arranque de tos. – Ya sabes que tu tío Ron siempre te trae un regalo, ¿no? – El joven asintió. – ¡Pues eso se acabó! – El joven no encajó bien la noticia, pero su tío sonreía. – ¡Ahora eres todo un chavón, y ya tienes que procurarte tú mismo la platita para ir por la vida como un hombre! ¡No puedes dejar que tu mamacita esté toda la vida limpiando casas de la gente rica para vivir! ¿O te paga ella el tabaco?
- No… Ahorro.
- ¿De dónde sale la plata para pagar eso, Tepec? - Su madre señalaba a la cajetilla de tabaco, de nombre escrito en caracteres orientales. Tabaco barato, comprado a un tendero de wutai, pero no así el mechero, que estaba fabricado en plata, con incrustaciones de marfil.
- Lo encontré… - Su madre no parecía convencida con sus excusas. – ¡Es la verdad! ¿Crees que lo robé? ¡Mira! – Levantó la cabeza, ofendido. - ¿Ves algún fierro? – Su madre lo rodeó, buscando algún revolver o cuchillo, pero no lo encontró. No acabó de estar satisfecha, pero cedió ante la insistente mirada de su cuñado.
- ¿Dónde te cuelas tú a buscar esos tesoritos, chavón?
- En las oficinas del ferrocarril. – Confesó el joven. – Están las cosas que la gente pierde, y ahí estaba el microondas.
- ¿Ves, Rosita? – Sonrió el tío. – Tu hijo ya apunta maneras de hombre, mirando por su familia.
La discusión no duró mucho más, pero cuando todo acabó, las dos mujeres veían como los huaqueros se iban, envalentonados por unos chupitos de aguardiente. A lo lejos se oía a Ron, contando las hazañas del difunto Tehuan. Sin embargo, lo único que se oía en la vivienda era a la anciana, murmurando con evidente descontento.
Con el tardío apagado de las luces de la placa, que sumían a los suburbios en un batiburrillo de pequeños neones comerciales de vistosos colores, un grupo de gente de aspecto extraño y diverso se reunió en la taberna Quetzalcoatl, en el sector seis. Allí esperarían tomando café reforzado con aguardiente a la hora de cierre del servicio de trenes para caminar hasta la estación de la zona despejada del Sector 7 y adentrarse en los viejos túneles ferroviarios.
Avergonzado, Tepec caminaba intentando mantener el paso de los demás huaqueros. Si iba igual de rápido que ellos, sus pisadas se oían resonar por todo el túnel. Si iba en silencio, lo dejaban atrás en cuestión de segundos. Su tío iba en la parte frontal de la columna, mirando hacia atrás de vez en cuando y dedicándole una sonrisa al joven Tepec para animarlo. Los recovecos por los que caminaban habían sido abandonados décadas atrás. Los raíles seguían allí, oxidados y negruzcos, mientras que los travesaños lucían mohosos y podridos. Ratas grandes como perros huían de la luz de las linternas, pero sus ojillos eran visibles en la oscuridad, observándolos como extraños invasores. Tepec no lograba ir cómodo. Acostumbraba a hacer sus pequeños allanamientos sin más equipo que una navaja multiusos, linterna y a veces una palanqueta o unos metros de cuerda. Ahora tenía que llevar casco, pico, una vara de hierro de dos metros, que según le habían enseñado, servía para horadar la tierra, en busca de bultos de cuerpos o algún otro objeto a desenterrar, y lo que más le había sorprendido: A escondidas, cuando se hubieron alejado unos cuantos metros de su casa, el tío Ron le había entregado un viejo revolver envuelto en un paño. “Por precaución”, fue todo lo que le dijo al respecto.
Se adentraban metro a metro, deslizándose y deteniéndose cada vez que aparecía alguna sombra sospechosa. Algunas veces pequeños destellos los sorprendieron, y más aún sorprendieron a Tepec: Nunca habría esperado ver aquellas cosas en semejante lugar: Viejo cableado de un bunker de guerra lleno de cadáveres con uniforme militar, ya despojados de sus medallas y posesiones de valor años atrás, un viejo altavoz de algún sistema de túneles que nadie se había acordado de apagar, que emitía música antiquísima interrumpida por un ocasional aviso que repetía como un mantra: En estos momentos, el servicio se encuentra suspendido por reformas. Rogamos, disculpen las molestias. Les recordamos que en caso de que vean aparecer un Bahamut, el gobierno les aconseja huir hacia el refugio más próximo. El gobierno no se hace responsable de los daños sufridos por desatender este consejo”. Nadie sabía lo que significaba ese mensaje.
Tepec llegó a pasar bastante miedo cuando, después de algo más de una hora de camino, todos se detuvieron. El camino pasaba junto a un canal. Todos se sumergieron en él y volvieron a salir, reemprendiendo la marcha. Tras unos minutos más de camino, el tío Ron le mostró a su sobrino el motivo de su baño:
- Mira, chavón. – Le señaló con la linterna. - ¿Lo viste? – Ante los ojos del joven huaquero se mostraba una criatura extraña, y nunca antes vista ni imaginada. Era como una especie de sierpe, como un lagarto cuyas patas eran demasiado pequeñas y casi inútiles, y que avanzaba serpenteando con su cuerpo alargado y sinuoso, de un inquietante color blanco lechoso. Era enorme, larga como un autobús, y sus fauces eran tan grandes que podrían arrancarle la cabeza de un bocado.
- Es enorme… - Susurró Tepec.
- Es una blancota. – Explicó su tío. – Comen carne y aunque son ciegas tienen muy buen olfato.
- ¡Por eso nos metimos en el agua! – Su tío asintió.
- No le apuntes con la linterna mucho rato o notará el calor de la luz y se pondrá alerta. Son muy sensibles.
- ¿Y qué vamos a hacer, tío? ¿Hay chance de rodearla?
- No. – Dijo un hombre extraño detrás de Tepec. Rubio, de ojos azules, pálido y amenazador. Lo llamaban “el Waingro”, y era conocido por ser de pocas palabras y menos dudas. Tenía un hacha en la mano y aunque su rostro apenas era visible en la oscuridad, el tono de su voz dejaba claro que su gesto era de determinación. – Silencio todo el mundo.
El rubio avanzó y con él iba otro hombre. Tepec no lo reconoció en la oscuridad. Sus pasos eran apenas audibles, y sus siluetas se perdieron de su vista en cuestión de segundos. Iban muy despacio, y mientras avanzaban, el resto de la expedición contenía el aliento a la espera. Les esperaba el sonido seco del hachazo. Había una linterna encendida, pero estaba apuntando contra el suelo para no dar luz directa que pudiese advertir a la monstruosa sierpe.
Entonces, un grito les hizo estremecerse a todos, seguido del sonido de un disparo. Corrieron a asomarse, armas en mano y lo que vieron detuvo a bastantes de ellos, sobrecogidos por el terror.
Tepec reconoció entonces al hombre que había seguido al Waingro: Era Oliveira. Un huaquero apenas cuatro años mayor que él. Era muy popular en su barrio, porque tenía una moto, y su novia era la más guapa de todo el vecindario. Oliveira iba cubriendo las espaldas del Waingro: Contra las blancotas, el mejor sistema era que el más veterano le atacase a la nuca mientras que otro se sentaba sobre su lomo y le golpeaba para evitar que huyese o se pudiese enroscar para atacar. Sin embargo esos extraños seres eran más listos de lo esperado, y el que vieron era solo el señuelo. Otra blancota más grande había alcanzado a Oliveira en el pecho y lo zarandeaba como un muñeco de trapo, mientras que una tercera desaparecía a lo lejos con una de las piernas del joven huaquero. El Waingro, preparado por años de enfrentarse a lo desconocido, no dudó en echar mano de una escopeta recortada y vaciar los dos cañones sobre la sierpe que los había atraído para poder concentrarse en luchar contra el ejemplar mayor que estaba destrozando a su compañero. Con la llegada del grupo las linternas recorrieron toda la sala, y acabaron con las dos sierpes restantes a tiros.
Tepec estaba paralizado viendo el cadáver de Oliveira, al que el Waingro lo había mirado unos segundos, planteándose dar uso a una materia de “cura”, pero decidió ser compasivo y lo remató con bastante poca delicadeza de un hachazo en la frente. A sus espaldas, los demás huaqueros recargaban sus armas a toda velocidad mientras discutían por donde seguir su camino. El tío Ron, al ver a su sobrino atontado, lo despejó de un tortazo.
- ¡Vamos chavón! ¡Como te quedes quieto te doy una golpiza que no te vuelves a detener en la vida! – Tepec se giró, pero en lugar de mirar a su tío, tenía la mirada perdida a espaldas del viejo Ron.
- Tío, ¿Dónde está Blasquez? – Preguntó el joven, señalando al grupo. Ron se giró, alarmado. En medio del pelotón de huaqueros, aún en tensión por el tiroteo, había un hueco en el que nadie había reparado aún. De él se iba un rastro de sangre que se perdía en una de las anchas grietas de la pared.
- ¡La concha que lo…! – Gritó. Tomó una de las botellas de barro que llevaba en su mochila y le arrancó el tapón, metiéndole un pañuelo por el orificio. Le prendió fuego y lo lanzó contra el lado de la estancia por el que se habían llevado a Blasquez y a la pierna de Oliveira. Luego revolver en mano, se encaminó hacia la dirección contraria, dando orden de seguirle. Ya solo había cuatro pares de pasos a sus espaldas.
Los corredores lóbregos y húmedos seguían, y el grupo de huaqueros continuó su avance. Su ánimo se había ensombrecido, pero no así su determinación. Todas las historias acerca de una tumba olvidada seguían frescas en sus mentes, y su intención era llevarse todo lo posible y desaparecer para no volver a mencionar nunca más este lugar. Esos dos desdichados sabían a que habían venido.
Burlando otras amenazas subterráneas, llegaron hasta un pozo sin fondo visible. Allí Ron les obligó a detenerse y sacar algo de sus respectivas mochilas.
- Hay que dejar algo para llevarse algo. – Explicó el viejo huaquero. – Debes pagar un tributo voluntario o la tierra se lo llevará todo por la fuerza.
Y así, uno por uno, tomaron alguna prenda de sus mochilas y la arrojaron a ese pozo, cuyo fondo no era visible a la luz de las linternas. Tanto si el valor de lo arrojado era monetario o personal, todos pagaron su precio. A la tierra no le importaba cuanto valiese lo que le dabas, sino cuanto importaba para uno mismo, y cada quien bien debía elegir su tributo. Si la tierra lo considerase insuficiente él mismo debería pagar las consecuencias.
Cuando le tocó a Tepec, pensó en su mechero de plata y marfil. Funcionaba igual que cualquier otro encendedor de plástico barato, pero le concedía un cierto estatus que lo ponía por encima de los demás chavales de su barrio. Sin embargo ya no era un chaval, era un huaquero, y un simple encendedor no valía tanto como lo que pudiese sacar de esta gruta. Tepec vio al mechero desaparecer entre las sombras. En pocos segundos salió del alcance de su linterna, pero por más que esperó nunca lo oyó caer contra el fondo. Su tío lo tomó del hombro y lo apremió a seguir.
- Dime, tío Ron. – Preguntó el novato. - ¿Qué vamos a buscar? ¿Una sucursal de banco? ¿Una oficina de Shin-ra?
- ¿Bancos? No, chavón… Esto es de mucho antes de que hubiese bancos. – Rió el veterano. – Ni bancos, ni Shin-ra, ni otras yararás por el estilo.
- ¿Entonces qué? ¿Qué vamos a…?
La respuesta vino por si sola: Un par de recodos descendiendo una gruta llevaron a Tepec a una sala distinta, abierta y tan grande que no era capaz de ver el techo. Las paredes ya no eran de roca excavada, ni de cemento, sino de mampostería. Piedras talladas una por una y unidas entre sí con mortero, tan antiguo y desgastado que daba la impresión de que podía venirse abajo en cualquier momento. También anunciaban esa posibilidad un par de rocas, caídas desde las insondables alturas. Aunque destrozadas, se reconocía al mismo estilo de rocas talladas que componían toda la muralla de la estancia. Tenían el peso suficiente para destrozar a cualquiera que tuviese la desdicha de ser alcanzado por una de ellas. Sin embargo, mientras los demás apuraban el paso entre contenidas exclamaciones, Tepec no pudo sino detenerse a contemplar aquello que tan grande sala contenía.
Era un extraño edificio, de construcción piramidal escalonada. Apenas tenía tres
pisos, pero todos ellos estaban hechos de roca primorosamente tallada y cubierta de relieves, muchos de los cuales Tepec solo había visto en algunas de las piezas que había visto de niño, cuando los huaqueros buscaban auténticos lugares sagrados abandonados, y no cualquier lugar que tuviese algo vendible o trocable por aguardiente.
Todo ello tenía un aura de misticismo sobrecogedor que hizo al joven sentirse minúsculo e insignificante. Muchos años atrás, mucho antes de la energía Mako y de los intereses empresariales, desde lo alto de ese pináculo algún extraño sacerdote contemplaría las estrellas, o recitaría algún extraño cántico ritual.
- Aquí se sacrificaban personas, Tepec. – Comentó el tío Ron. – Sé respetuoso, pero no olvides que vinimos a buscar.
Los huaqueros avanzaron a lo largo de las escaleras que subían por la cara frontal de la pirámide, hasta una puerta situada en lo alto, cuyas jambas tenían a cada lado una serpiente en relieve. Una sostenía el sol en sus fauces, y la otra la luna. Al cruzarlas, Tepec sintió algo frío en su pecho, tan terrorífico que no se atrevió a compartirlo con su tío, que caminaba tan solo un par de pasos a sus espaldas, cerrando la expedición.
Al frente de la marcha, se habían detenido a contemplar el hoyo de los restos de una escalera de caracol. El Waingro, decidido e impasible, ya estaba preparando una soga para descender. Los otros tres, un hombre enjuto y moreno llamado Gruschov, otro larguirucho y delgado llamado Sangchiao y el propio Tepec miraban indecisos al tío Ron, que supervisaba en silencio el nudo que el Waingro dejó en una de las estatuas, con forma de extraño felino. Junto a ella había una con forma de sierpe y una última con forma de ave.
- El jaguar significa que aquí hay un guerrero, la serpiente que también era sacerdote, y el pájaro que su familia era muy próspera. Podemos sacar mucho, pero debemos darnos prisa si no queremos que el fantasma se despierte. – Los demás asintieron.
El Waingro empezó el descenso, con el hacha colgando de la muñeca por una correa, sosteniendo su linterna con los dientes. Tras él iban Sangchiao y Tepec. Ron y Gruschov se quedaron arriba, guardando la cuerda y asegurando la huída.
El descenso fue largo, tanto que Tepec supuso que estarían unos cinco o seis metros por debajo del nivel de la estancia exterior. El Waingro los esperaba, y dejó caer una bengala para marcar el lugar. Una vez hubieron bajado todos, emprendieron el camino a lo largo de un pasillo, estrecho y sinuoso, cubierto de relieves. El olor a humedad y a moho era difícil de soportar, y todos llevaban el rostro cubierto con un pañuelo empapado en alcohol. El corredor giraba varias veces, hasta un tramo amplio, con baldosas de piedra lisas, separadas con líneas doradas entre ellas. El Waingro se detuvo a examinarlas, y Tepec se agachó junto a él, mientras Sangchiao seguía avanzando despacio, con paso cuidadoso.
De repente, el escuálido huaquero se detuvo en su posición anticipada. Su linterna había enfocado un gran relieve al fondo, señalizando una gran serpiente que miraba hacia el frente, como si pretendiese amenazar a los intrusos. El Waingro gruñó y Tepec entendió que algo no iba bien. Empezó a caminar esforzándose por seguir exactamente los mismos pasos que había dado Sangchiao, pero entonces se oyó un crujido: Una de las baldosas, mucho más fina que las demás se había roto bajo el pie del huaquero. Tepec miraba paralizado su cara de horror mientras lo veía arrojarse hacia un lado. En ese momento sintió un fuerte golpe: Era el Waingro, que lo había golpeado con el canto del hacha para derribarlo. Algo cruzó el aire sobre sus cabezas, emitiendo un desagradable silbido. Tepec se acurrucó a cuatro patas como si fuese una tortuga, y entonces oyó como algo caía desde el techo y golpeaba el suelo.
El joven huaquero abrió los ojos y se lo encontró cubierto de dardos, uno por cada baldosa. No había sentido pinchazo alguno, así que miró a su alrededor. El Waingro, tras golpearlo, había corrido a refugiarse en la entrada de la sala. Uno de sus pies había quedado fuera y el dardo se había clavado en la suela de su bota, librándose por los pelos. Cuando Tepec se giró hacia Sangchiao, se lo encontró de pie: Varios dardos lo habían alcanzado, en la mano, en el hombro y en una pierna. Se arrancó el de la mano y vio con horror como la zona alrededor de la herida se volvía de color azul, extendiéndose rápidamente. Mientras se miraba la mano, gritando cada vez de forma más entrecortada, a medida que sus pulmones se paralizaban, la infección de su hombro empezó a ascender por su cuello, alcanzándole la cabeza. Tosió y de su boca empezaron a surgir espumarajos negruzcos. Sangchiao se desplomó, demasiado débil incluso para llevarse las manos al cuello e intentar respirar. En apenas segundos, era ya un cadáver azul, víctima de violentos espasmos.
Tepec gritó. Empezó a palparse, temeroso de haber sido alcanzado el también. No se creía que no le hubiesen dado, y sentía extraños dolores por todo el cuerpo, creyéndose ya envenado. El Waingro caminó hacia él y lo derribó de una brutal bofetada.
- Tienes uno clavado en la mochila. Si te hubiese dado ya estarías como él. – Dijo, obligándolo a tranquilizarse. Tepec guardó silencio, prefiriendo no provocar al corpulento veterano a que le atizase otra vez, ya que no recordaba golpiza alguna en su vida que hubiese dolido tanto como ese golpe. Asintió, sin abrir la boca, y se puso en pie. – Sígueme y cállate.
Llegaron al fin del pasillo, y ante ellos se alzaba un sarcófago puesto en pie. Estaba tallado en piedra, imitando la figura que el cadáver había debido tener en vida. En una mano empuñaba un ornamentado sable de bronce, y en la otra un cetro enjoyado, y toda su superficie estaba cubierta de oro y piedras preciosas.
- Espera aquí. – Dijo el Waingro, y caminó cuidadosamente hasta llegar al sarcófago.
Sus pasos habían sido calculados, evitando pisar en sitios sospechosos, o tocar nada. Al llegar ante la majestuosa figura, se detuvo. Tepec lo observó en silencio, casi aguantando la respiración. El Waingro permanecía quieto, como si estuviese observando una y otra vez el sarcófago. No se movió en minutos. Tepec no le quitaba el ojo de encima, inquieto, esperando a que lo abriese o a que le indicase que podía acercarse.
Ni una cosa ni otra sucedió. De repente, una mano espectral apareció en medio de la espalda del Waingro, como si lo hubiese atravesado. La mano avanzó, y tras él apareció el resto del rey sacerdote. Era un ser majestuoso y terrible, cubierto de collares y brazaletes de oro, vistiendo una túnica brillante, tachonada en oro y jade, y una capa de piel de jaguar. Sobre su cabeza lucía una corona, decorada con oro, esmeraldas, plumas y materia. A través de su translúcida figura, Tepec pudo ver como el cuerpo del poderoso Huaquero se secaba y caía al suelo convertido en un pequeño montón de cenizas. El joven saqueador empezó a correr, perseguido por un aullido de ultratumba.
En la entrada de la pirámide, Gruschov seguía vivo, pero no por mucho tiempo. El viejo y astuto tío Ron le había soplado, espolvoreándole un polvo que lo paralizó. En ese momento, sacó un extraño cuchillo de obsidiana y se lo clavó en el pecho. Eso había sido minutos atrás. Ahora mismo, Gruschov, que no era capaz de entender porque seguía vivo, estaba viendo como el líder de la expedición se había pintado la cara con su sangre y alzaba en una mano su corazón, mientras que con la otra sostenía la daga empapada de sangre. Lo más horrible era que el corazón aún seguía latiendo.
- ¡Oh, Tlaloctiz, sumo señor de la noche! ¡Vuelvo como cada siete años, y traigo conmigo el sacrificio que reclamas! ¡Te ruego, mi señor, que por esta vida que te entrego, olvides mi pecado, mi castigo y mi nombre, y que este no sea pronunciado! ¡Una vez más, Tlaloctiz, te entrego sangre de mi propia sangre!
- Sangre de su sangre… - Dijo el espectro con voz temblorosa y profunda. Tepec lo observaba, paralizado por el terror e indefenso. – Si, hijo de hombre, reconozco el olor de tu sangre, pues ya lo he probado en el pasado. Me fue ofrecida por aquel que juró lealtad eterna y tributo en almas a cambio de su miserable vida. Me ocultó su nombre, para que no pudiese reclamar su alma y me suplicó por su cuerpo, para que no pudiese torturar su carne… Intruso… Infiel…
- Mi… Tío… - Susurró Tepec, postrado boca arriba, intentando huir arrastrándose. Sobre su cabeza podía ver el hueco por el que había descendido, y bajo sus manos sentía la cuerda, cortada e inerte al fondo de la cripta. – Mi tío Ron.
- Ah, hijo del hombre… Has sido traído como esclavo al sacrificio, pero conoces la identidad de quien va a entregarte… ¿Qué significa tu captor para ti?
- No… - Dijo Tepec, haciendo acopio de valor. – El tío Ron no ha podido…
- Conozco tu nombre, Tepec, que me habías sido prometido, hijo de Tehuan, quien me fue entregado hace catorce años a cambio de la propia salvación. ¡Piensa ahora! Sabes quién te ha sacrificado, igual que sabes quién sacrificó a tu padre hace catorce años. ¡¿Quién te traicionó, Tepec, hijo de Tehuan?!
- ¡No! ¡Tío Ron! – Gritó el joven huaquero, entendiendo entonces el apodo por el que se conocía supersticiosamente a su tío, y el motivo por el que él tanto había insistido en que no se pronunciase su verdadero nombre. - ¡Athumoc!
El tío Ron, había guardado su daga, y huía llevándose todo objeto de valor que pudo sacarle a Gruschov. Se hacía una idea del valor de los tesoros que habría en la tumba, pero sabía que la propia vida era suficiente botín para estas expediciones. Bajaba las escaleras saltando los escalones a grandes zancadas y en pocos segundos se encontraba ya corriendo hacia el túnel de la entrada. Se introdujo en él y buscó a tientas su linterna. Cuando la hubo encendido, vio para su horror que algo había cambiado: No era capaz de vislumbrar el final del túnel, y todo parecía acabar en una gran roca, como si el pasadizo nunca hubiese existido. Se abalanzó sobre ella y empezó a arañarla, consciente de que mientras era retenido ahí, unos pasos que no emitían sonido alguno pero que si retumbaban en el interior de su cabeza estaban cada vez más cerca. El maligno rey Tlaloctiz, que había desafiado al Señor de la Muerte y de algún modo vencido, no necesitaba caminar para darle caza, pero encontraba un cruel divertimento en su pánico.
- ¡No puede salir del territorio sagrado! – Repetía una y otra vez Ron. - ¡No puede, o el Señor de la Muerte lo reclamará!
- Oh, pero tú nunca bajaste a mi tumba, ¿verdad? – Respondió una voz en su cabeza. – Las marcas del territorio sagrado cubren mucho terreno, y aunque no pueda sobrepasar sus fronteras, si puedo recorrer su interior, ¿y sabes qué? Dentro de ellas, mi poder es absoluto.
En ese momento, el muro que había cubierto su salida cobró vida y se abalanzó sobre Ron, empujándolo de nuevo hacia la cámara que contenía la tumba. Incapaz de resistirse, el huaquero se volvió y vio la figura de su sobrino, vestido con los ropajes reales, esperándole con una maligna sonrisa en el rostro. En sus ojos relucía una luz verdosa y al hablar su voz parecía salir de las paredes, del suelo y del aire mismo.
- ¡Mi señor! – Suplicó Ron - ¡He cumplido mi parte!
- Puedo hacer muchos pactos, mortal, y no me importa tu conveniencia al respecto. ¡Sobre todo si lo que intentas es encubrir un crimen contra mí!
- ¡No! ¡Soy inocente! ¡Tepec, díselo! ¡Dile que tu viejo tío Ron es inocente!
- ¡Un nombre falso no borrará tus pecados, Athumoc!
El cuerpo poseído de Tepec empezó a iluminarse con resplandor de ultratumba, y su brillo del color del jade inundó la estancia, cubriendo el grito de desesperación del condenado, hasta hacerlo desaparecer por completo.
martes, 25 de mayo de 2010
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2 comentarios:
"Y así queda recogido en los ancestrales manuscritos Pnákoticos, olvidados en la oscura Meseta de Leng." xDDD
Muy buen relato, completito y misterioso. Así nos recuerda que Midgar no es sólo hierro y trajes de Turk.
Por cierto, gracioso el guiño a los primeros relatos de Azoteas.
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