sábado, 27 de abril de 2013

224.


Las cuatro de la madrugada era una hora más que razonable para que Jack dejase la verja a media altura y colocase el palo de la fregona frente a la puerta cual paladín protector; y más aún cuando su licencia sólo le permitía abrir hasta la una.

Frente al cuadro de interruptores que reposaba junto a la máquina registradora, el dueño del Blackson’s fue pasando los dedos con calma mientras iba barriendo el local con la mirada. La luz de los baños, apagada. Las lámparas de la zona de las mesas, apagadas. Los focos que colgaban en la calle resaltando la fachada del bar, apagados. Tan sólo quedaban las bombillas que iluminaban la barra, reluciente y aún con restos de agua y jabón.

Ya sólo le quedaba el momento más doloroso de los seis últimos meses, noche tras noche: abrir la caja registradora y contar las ganancias del día. Sabía de sobra lo que se iba a encontrar al apretar el botón de la máquina, pero anticiparse a las bajas cifras no hacía que la decepción disminuyese.
Ya no sabía si achacar semejante declive al estado de excepción, si es que su bar había perdido el renombre que tanto le costó alcanzar hace ya unos años, o si simplemente se hacía mayor y ya no aguantaba tanta tontería. Ahora el único cliente asiduo que le hacía disfrutar de su trabajo era aquél esperpéntico Arguish y no tenía intención de dejar de aparentar que ese hombre disfrazado le traía más problemas que alegrías. En su cabeza tenía el momento más reciente, cuando le dejó la marca de los dedos a aquél joven que tuvo la desfachatez de mancillar un licor de primera con un refresco… No puedo evitar formar una sonrisa al acordarse de la anécdota.

Avanzó dos pasos y retrocedió después otros tres, cuando su lado más escrupuloso le obligó a coger la bayeta una última vez y raspar la huella que un vaso había dejado en la barra, frente al grifo de cerveza; después de observar detenidamente el reflejo impoluto que proyectaba la luz sobre la madera barnizada, se dio por satisfecho y volvió a dejar la bayeta en su sitio. Entonces recordó que no quedaban suficientes batidos de chocolate en la cámara y tendría que…

   -Venga Jack, déjate de tonterías- se dijo en voz alta, refugiado en la intimidad del silencio.

Llegó a la caja y dejó escapar el temido suspiro de profunda decepción.
Cincuenta guiles. Cincuenta míseros guiles fruto de casi doce horas de trabajo, tan tediosas y desesperantes que no valía la pena el esfuerzo, teniendo en cuenta que sólo habían entrado diez personas aquél día en el local… Una pequeña gota de sudor afloró en su cada vez más amplia frente y resbaló hasta alcanzar su ceja derecha.

   -Joder, si sólo con pagar al distribuidor este mes ya me he dejado seiscientos…

Por no hablar de los gastos de luz y agua, para después con lo que restase, intentar sacar para comida… Dos o tres meses así y el Blackson’s no tendría más remedio que cerrar sus puertas.
Jack podía sentir que se le escapaban las fuerzas para seguir adelante, para intentar sacar a flote un bar que iba a la deriva, cada vez más alejado de la costa. No consideraba la opción de quedarse en la calle, llevaba 30 años tras la barra, no sabía hacer otra cosa que no fuese servir copas; y además a sus cincuenta años…

Cogió aire, se enfadó consigo mismo y con el mundo, cerró la caja registradora de un empujón y se acercó a su estantería más preciada. Ahí, junto a una ginebra de una abadía oculta en las montañas de Modeoheim, y un licor con extracto del veneno de la cuchilla de un tomberi, reposaba aquella botella que, dadas las circunstancias y a estas alturas, tenía más valor que el propio bar en sí. Sacó un vaso del lavavajillas, agarró la botella por el cuello e iluminó tan sólo una de las mesas para poder sentarse tranquilamente en ella; Silla balanceándose, los pies puestos en la mesa y el primer trago de licor de un solo trago.

Aunque fuese una solución pasajera, ya podía notar cómo los problemas se esfumaban, se diluían en una suave, débil y gentil vorágine de placentero descanso. El cosquilleo del mako hecho alcohol empezaba en la garganta y se dispersaba por todo el cuerpo como si de un fractal se tratase; curvas sinuosas, ramificaciones microscópicas dispersándose por todo su flujo sanguíneo hasta llegar al cerebro, sumiéndolo en un momentáneo letargo.

Jack tembló con un repentino escalofrío y cerró los ojos por un momento. Tenía tantos recuerdos en aquél bar… Incluso con los ojos cerrados podía crear un mapa mental de dónde estaba absolutamente todo. Nada más entrar, en la hoja de la puerta ya había un raspón astillado, del segundo día de apertura del local, cuando limpió tanto el cristal que un hombre se pensó que estaba abierta. Tras la máquina tragaperras, parte del enchufe tenía una mancha negra y una zona de plástico derretido, cuando un borracho intentó hacer trampas metiendo la mano donde no debía. Junto al grifo de cerveza rubia había una marca en la barra, imperceptible para los demás, pero imborrable para Jack. Una pequeña muesca en la madera del mismo día que compró el local y lo celebró con su primera mujer, una diosa de melena dorada procedente del norte más alta que él; ella acabó con una rodilla lesionada y un polvo a medias. Un poco más allá, junto al grifo de cerveza tostada, otra muesca similar con su segunda mujer, oriunda de Costa del Sol con un carácter tan intenso que le costó un punto de sutura en la coronilla y un trío a medias.

Sin embargo ahora se sentía estancado, hastiado… Desde luego treinta años habían dado para infinidad de anécdotas, pero desde hacía demasiado tiempo sentía que subía la verja del bar todos los días sin ganas, sólo para aguantar de pie un tiempo que a él le parecían siglos. La única y última vez que se volvió a sentir vivo otra vez fue cuando se hizo con esta botella mágica, en aquella escapada de fin de semana improvisada hace ya tantos años. Si tan sólo pudiese permitirse volver a hacer algo así… Echarse la mochila al hombro, salir de Midgar sin una ruta fija, encontrarse pueblos abandonados, intentar volver a ver a aquella chica del bosque…

   -¡Qué ganas de jubilarme joder…!-maldijo mirando a la bombilla del techo.

Entonces, cuando se disponía a rellenar el vaso de nuevo y dar el último y placentero trago, se pudo oír cómo la fregona y el cubo de la entrada se caían estrepitosamente; a Jack no le importó tanto aquél sonido como el del agua esparciéndose por el suelo recién fregado a conciencia.

   -¡Pero es que no veis que está cerrado hostias!- gritó con verdadero mal humor sin llegar a ver al culpable de la broma.

Pero pasados unos segundos pudo percibir una respiración desacompasada, fuerte y aguda, pese a que en la puerta no había nadie. Con el instinto del oficio, la experiencia de un balazo en el brazo derecho y el amargo recuerdo de la caja registradora reventada en dos ocasiones, se incorporó para llegar corriendo tras la barra y sacar el libro de reclamaciones en forma de bate de madera. Enarbolándolo por encima de sus hombros, se quedó en el sitio buscando con la mirada al ladrón.

   -Me has pillado en un mal día, así que no te aconsejo que intentes nada- avisó con los efectos vigorizantes del alcohol todavía presentes- Si no quieres probar a qué sabe este barniz, vete por donde has venido.

Pero nada, no ocurría absolutamente nada, tan sólo seguía ahí esa respiración costosa acompañada de ligeros resuellos. Con pequeños pasos, Jack se acercó al cuadro de luces y, sin apartar la vista de la entrada, encendió varias bombillas para poder ver algo. En cuanto se acercó un poco más…

   -¡La puta en technicolor! ¿Arguish?- exclamó con un tono tan agudo que le sonó extraño a sus propios oídos.
   -Joder Jack- susurró el aludido tirado en el suelo- ¿Cómo dejas esto en medio? La gente se puede tropezar….

Justo en el umbral de la puerta, caído de mala manera y rodeado de un charco de agua sucia y jabón, el enmascarado hablaba con un lado de la cara pegado al suelo. Jack dejó rápidamente el bate en la barra y salió para ayudar a su parroquiano preferido; no sin cierta dificultad, consiguió echárselo en un hombro y levantarlo con impulso. Fue entonces, cuando Arguish dejó caer el peso de su cabeza sobre el hombro de Jack y éste notó algo rojo y viscoso en el pecho de su camisa. Entonces fue consciente de en qué condiciones se encontraba el sicario. A la luz cenital de la entrada, dibujaba unos macabros destellos ahí donde todavía le quedaba máscara y unas sombras siniestras de tono escarlata ahí donde se le abría la carne; su cara no dejaba de gotear sangre y la piel del cuero cabelludo desprendía un desagradable olor a pelo y plástico quemado.

   -¿Pero qué cojones has hecho, intentar volar el edificio Shin-Ra?- verdaderamente alarmado por el estado de salud de su amigo, no podía evitar dejar de mirar aquél ojo azul descubierto, brillante y con la pupila completamente dilatada.
   -Ya ni puede uno dar un paseo por la calle sin que te disparen un lanzamisiles en la cara, que vergüenza…-murmuró el herido con un hilo de sangre y saliva colgando del mentón.
   -¿¿Qué??- Otra vez con aquél tono agudo fuera de lugar.

   -Nada, olvídalo, si te lo contase tendría que matarte…- bromeó Arguish quitándose aquél hilo con la manga del traje- déjame descansar en esa silla un momento y tráeme lo más fuerte que tengas tabernero.

Dando traspiés y cojeando de una pierna, Jack consiguió llevarle hasta la silla donde antes había estado sentado él. Le dejó ahí, con los hombros caídos y el cuerpo echado hacia delante, y se acercó un momento a su colección de botellas para coger un aguardiente de Bom.

Desde ahí Arguish daba verdadero miedo. Su pierna derecha tenía el pantalón destrozado y la herida que supuraba en el muslo haría desmayarse a cualquiera con pavor a las heridas abiertas. Su camisa apenas tenía rastros de tejido blanco, estaba prácticamente empapada en rojo. Su máscara… O mejor dicho, lo que quedaba de ella, era lo que realmente asustaba; tan sólo quedaba la parte que se ajustaba al cuello, la cual ascendía para tapar su oreja izquierda, cubrir toda la parte posterior del cráneo y seguir por arriba hasta llegar al círculo negro que tapaba el ojo izquierdo. Lo demás eran jirones de látex unidos entre sí, tapando finas líneas de la cara y parte de la nariz. Aún así, Jack no conseguía definir un rostro identificable, sólo podía quedarse con aquél ojo azul que parpadeaba con gotas de sudor.
Se frotó la cara y los ojos y volvió con un vaso y la botella de aguardiente.

   -Pero si estás para el arrastre Arguish, tienes que ir a un hospital a que te curen esas heridas o algo.
   -¿Me ves a mí con cara de ir a un hospital Jack?- le reprochó al barman con tono irónico-No… Ya dejé que me operaron de fimosis cuando era un crío, no pienso dejarles que me quiten nada más…
   -¿Que estas operado de fim…?- pero se calló a tiempo de terminar, sin saber si aquello había sido una broma o había dicho la verdad.

Que Arguish mantuviese ese humor peculiar era una buena señal, pero se encontraba más sombrío, más… ¿Preocupado? Le podía faltar una ceja, pero sus gestos transmitían un nerviosismo alarmante.

   -Joder Arguish, que yo sólo soy un puto camarero ¿Cómo me metes en este lío? No… No puedes quedarte aquí, si alguien te ha visto entrar…
   -Sólo será un momento Jack, sólo… Sólo necesito descansar un momento. Tomar algo de aire y me largo.
   -¿Pero qué pasa si viene alguien a preguntar? ¡Como venga Turk me la lías pero bien!
   -Ay joder… Me vas a dar tú más dolor de cabeza que ese misil de antes…
   -¿Misil? ¿MISIL? ¡Ay la virgen! Si ya lo dicen todas las madres, no te juntes con extraños.

Entonces antes de que Jack pudiese seguir agitando los brazos y jurando a los cielos, Arguish le pilló de improviso y le agarró de una muñeca. El barman se esperaba cualquier cosa, cualquier tontería, menos esa mirada. Podía sentir la mano de Arguish temblando sobre la suya, podía ver su mandíbula tensa por el dolor y aquel ojo clavándose fijamente en los suyos, buscando algo más que un lugar donde esconderse de madrugada.

   -Mira Jack, yo no llamo amigo a nadie pero… He acabado peor parado de lo que pensaba…- le costaba completar una frase, hablaba entrecortado, pero mantenía la mirada fija en los ojos de Jack- No sabía dónde ir y entonces pensé… Jack, tú me conoces ¿Quién crees que me tomaría en serio? No sé, me divierto hablando contigo… Sólo te pido eso, una noche… Déjame quedarme aquí esta noche y te juro que mañana me largo.

Ahí le pilló con la guardia baja, eso fue jugar sucio, con esa torpe explicación por parte de Arguish, Jack tenía ya un motivo al que agarrarse para seguir adelante con el Blackson’s, un pequeño empujón para mandarlo todo a la mierda y colgar el cartel de SE VENDE. Le costó poco decidirse, pese a que ese charco oscuro cada vez más grande a los pies del enmascarado estaba desafiando su obsesión por la limpieza hasta límites insospechados.

   -¡Está bien, está bien! Puedes quedarte, pero hay que hacer algo con esas heridas Arguish- le dijo acercándose- Pero yo no tengo ni idea de curar esto, primero habrá que quitarte esa máscara para ver si…
   -Si me quitase la máscara tendría que matarte Jack.
   -Si, ya, ya se me yo esa…
   -No Jack, esta vez lo digo en serio- le dijo volviendo a cambiar a esa mirada inquietante, hierática.
   -¡Pues ya me dirás que hacemos!

Antes de que pudiese añadir nada más, Arguish cogió la botella de aguardiente, desenroscó el tapón con los dientes y dejó caer el líquido transparente, primero en la herida de la pierna y después sobre su cabeza. Después echó un gran trago y dejó que se le escurriese el vidrio de entre las manos, para caer y hacerse añicos frente a Jack.

   -¡La madre que te parió!-gritó el dueño dando un salto instintivo hacia atrás.

La enorme gradación de ese extraño aguardiente hizo efecto inmediato y Arguish cerró los puños haciéndose daño con las uñas, profiriendo algún que otro gruñido cuando perdía fuerza y dejaba de apretar los dientes. Esas heridas no tenían para nada buena pinta, pero cuando toda esa espuma blanca salió desinfectando la zona, quedó patente que eso era un hervidero de bacterias. Arguish permaneció en el sitio, temblando de arriba abajo, cerrando los ojos con todas sus fuerzas. Cuando todo aquél pus desapareció, se levantó a duras penas y se dejó caer de espaldas sobre la mesa, con las rodillas dobladas justo en el borde.

   -Gracias Jack- dijo camino de la inconsciencia- Ya puedes recoger todo esto…



Cinco horas después, la alarma del PHS de Jack les dio un susto a ambos, despertándoles al mismo tiempo con la estridente melodía de inicio de las noticias de la mañana.

            “Las autoridades confirman que el fuego ya ha sido controlado y que todavía no se ha encontrado origen o culpable, pero las pruebas apuntan a que aquél almacén pertenecía a toda una red de tráfico de....”

Arguish se levantó con el cuerpo totalmente entumecido y dolorido. Se llevó una mano a la pierna herida y para su sorpresa se encontró con que estaba vendada. Se llevó por instinto la otra mano a la cabeza y se topó con otra venda, sujeta con unas tiras de esparadrapo.

   -No sé si lo que he hecho estará bien- bromeó Jack desde la otra punta del bar, dejando una manta en la silla sobre la que había dormitado, le dolía la espalda horrores y tenía unas ojeras bien marcadas- pero al menos así dejabas de mancharme el bar de sangre.
   -Gracias de nuevo Jack- le respondió con, lo que le pareció a Jack, una sonrisa muy sincera- Y ahora…- anunció incorporándose con un quejido- Lo prometido es deuda, me voy.
   -Eso, lárgate cabrón, en vaya líos que me metes…

Ahora su cojera era mucho más pronunciada y el cansancio era como una losa, pero al menos ya no estaba tan pálido y se encontraba más lúcido . Antes de marcharse, se dio la vuelta una vez más y miró a Jack de perfil, desde su lado izquierdo, el que aún conservaba gran parte de la máscara.

   -¿Y lo que te diviertes qué?

sábado, 6 de abril de 2013

223.

-          Hola, mierdecilla. Te vienes conmigo, pequeño hijo de puta, te guste o no.

Lo que en esos instantes le hubiera gustado a Yief era que aquel matón estuviese tirado en el suelo con la cara machada por sus puños, pero ese plan tenía dos problemas. El primero era que Yief no estaba en su mejor condición física, después de que Arguish hubiera recibido el impacto de un misil Flauros M9A1 mientras él corría para auxiliarle. Y aunque hubiera estado en plena forma y hubiera entrenado durante años, existía un segundo inconveniente: resulta difícil pegar a alguien cuando éste te apunta directamente entre los ojos con una Rhino calibre .50AE mientras sostiene una sonrisa siniestra. Todo eso sumado resultaba acojonante para el norteño.
Acababa de volver a casa de Lucille, y nada más cerrar la puerta, alguien había llamado. Pensando que era Arguish, que le había seguido, abrió sin detenerse a mirar. Mala idea. Los reflejos plateados de la pistola que brillaban en el pulido metal tras los cuales un largo brazo envuelto en un abrigo negro fue lo primero que vio tras el golpe en la cara con la pistola. El pelo castaño claro que caía por los hombros, rozándolos, tapando ligeramente la fruncida frente bajo la cual unos ojos marrones le miraban con una furia casi asesina. Si las miradas matasen, no sólo hubiera caído Yief: también estarían muertos los pájaros de la pintura que tenía a sus espaldas.

El detalle más siniestro, el que más nervioso le ponía, era la mascarilla blanca, pálida como una hoja de papel recién fabricada, como el hueso al sol.

-          ¡Qué bien! Has venido para llevarme al baile de fin de curso, y me has traído flores. – espetó Yief, de forma desganada. Se encontraba agotado y dolorido.
-          Escucha, marica – dio un paso al frente, obligando a Yief a retroceder otro hasta golpear la pequeña pintura, que quedó descolgada y sujeta por la presión de su espalda. La bota del visitante resonó en el parqué, de una forma seca y apagada. Avanzaba con el brazo tenso, tembloroso mientras sujetaba los dos kilogramos de metal con una sola mano. Por su parte, el hombre de Modeoheim había optado por poner sus brazos frente a su pecho, con las manos levantadas como se mostraba en numerosas escenas de películas que veía con Lucille en sus ciclos de cine, acurrucados en el sofá bajo una manta mientras devoraban palomitas. Se mostró rendido ante un hombre con mayor potencia de fuego que exhibía esta a escasos centímetros de su nariz. – Me has tocado los cojones, y me estás jodiendo. Mucho. Cada vez que iba a buscarte, te escapabas. Mira lo que me ha tocado hacer. No se caga donde se come. Y mucho menos se caga donde yo como.
-          ¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacerme? ¿Me vas a disparar? – Yief no se creía que esas palabras estuvieran saliendo de su boca. No sabía de dónde estaba sacando ese valor, no parecía propio.
-          Créeme, me cuesta mucho no dispararte. Me dan ganas de pintar ese cuadro de pájaros tan feo que tienes detrás con tus sesos. Me encantaría volarte la puta cabeza, gilipollas.
-          Sí, pero no puedes dispararme. Coño, soy lo más necesario de tu puta vida. Tu as en la manga, tu agua en el desierto. La panacea, el puto maná celestial. Soy – bajó los brazos y sacó a relucir una sonrisa burlona, socarrona, acorde con su acento – tu jodido seguro para que tu cabeza siga teniendo una melena que cuelgue sobre tus hombres. Me necesitas, a mí y a mi cajita mágica.
-          Tienes razón, no voy a matarte – bajó el arma, mientras que bajo la máscara de quirófano se adivinó una sonrisa diabólica – porque te necesito. Me eres útil, no creas que te protege la justicia, el miedo al castigo divino o Tombside. Pero la tierna Lucille no nos es necesaria. Y tu hijo nonato tampoco. – hizo un gesto con el brazo de la pistola en dirección al dormitorio, desde el que llegaba una suave melodía del crepitar de las gotas de agua unido al tarareo de la joven mientras se duchaba.

Yief tragó saliva, y la expresión de su rostro cambió por completo. De la seguridad más completa, unida a la socarronería absoluta e incluso el desprecio, a la preocupación extrema, el miedo y los nervios. Su cabeza daba vueltas, sintiéndose como si toda la placa se hubiera derrumbado sobre sus hombros con todo su peso y la fuerza de la caída le hubiera desmoralizado por completo. ¿Cómo había averiguado ese bastardo que Lucille estaba embarazada? Si él mismo acababa de enterarse. ¿Le habían seguido, vigilado?

-          ¡Sorpresa! ¿No te lo esperabas, eh? Pues espera, que ése no es el plato gordo. – Su sonrisa se volvió más macabra todavía, incluso las comisuras de sus labios asomaron por los laterales de su protección higiénica - ¿Lo has pillado? Gordo como la vaca marina que era tu amigo Richard Blackhole. ¿O era el amigo de papá? Una pena que antes de hablar de él la palmase…

El rostro de Yief se congestionó. Le daban nauseas terribles, y hubiera vaciado el contenido de su estómago allí mismo si éste contuviera algo. Las palabras del traficante se clavaban en él como un puñal. El cabrón que le encañonaba sabía cosas que únicamente conocían él, Lucille y el vecino pintor bipolar. ¿Acaso había sido traicionado por el asesino que a veces regaba las plantas de su novia?

-          Bueno, señorita, ahora tienes dos opciones: – Carl volvió a encañonarle, con la cabeza ligeramente ladeada – Puedes venirte conmigo a pasar un buen rato y acabar rápido con toda esta gilipollez, o puedes verme mientras me follo a tu chica antes de dejar que cinco puteros inflados a viagra para diceratops la empalen al mismo tiempo. Incluso mientras está muerta, la gente con esa mierda metida en el cuerpo sólo piensan en meterla. Podría sacarle el bebé para que lo vieras, para que presencies tu descendencia muerta estrellarse contra la pared. Quizás luego, después de eso, te eche encima a los chicos de negro: tu amigo el gordo tenía amigos en las altas esferas, y no dudarían en freírte en la silla eléctrica. Tú decides.

El norteño apretó los puños con rabia, lleno de ira, clavándose los dedos en la palma de su mano mientras sentía sus uñas en la carne, sin importarle el dolor. Odiaba a ese tipo con todo su ser, y si pudiera, se abalanzaría sobre él para obligarle a tragarse su mascarilla. Pero no podía. No le quedaba más remedio que obedecer, al menos durante un tiempo. Tragó saliva de una forma ruidosa, asintiendo torpemente con la cabeza, muy despacio. Sudaba, y se notaba pesado.

-          Bravo, chico. – Carl hizo ademán de aplaudirle, moviendo la mano libre para hacer como que golpeaba el puño que sostenía la pistola, sin dejar de apuntarle – Ahora coge el regalo y demos una vuelta en el auto de papá.

Yief tenía que reconocerlo: O’Toole había jugado bien sus cartas. Había movido todas las piezas del tablero y le tenía arrinconado sin posibilidad de juego. Había destruido su propia torre para salvar a su reina, pero ahora corría peligro. Su lado del tablero estaba lleno de fichas enemigas, cercándolo hasta ahogarlo, consumiéndolo como si fuera un pequeño islote blanco en un océano de aguas negras. Tenía que conceder este asalto para intentar ganar el combate.
Seguido por la pistola y el hombre que la empuñaba, cogió la pequeña caja que se ocultaba tras los libros de la estantería.

---

Notaba el brazo pesado, tembloroso. Se le estaba cansando, pero no podía dar síntomas de debilidad, no podía bajarlo o perdería toda su ventaja. Lo tenía tan rígido que podía sentir el incesante hormigueo recorriendo el dedo que tenía apoyado contra el gatillo. “Contrólate, joder” se dijo a sí mismo, obligándose a mantener su posición. “Pronto acabará todo. Pronto podrás tomarte una cerveza fría, en un lugar limpio, sin gérmenes.” No le gustaba aquella casa. Sabía que el tipo se había instalado con la tal Lucille, y cometió el error de pensar que por ser mujer sería limpia y ordenada. Pero aquello estaba desordenado, y había polvo en las estanterías. No se sentía a gusto desde que Big Hole le dijo que propenso a contraer infecciones después de su improvisada cirugía, se había vuelto meticuloso, remilgado, siempre preocupado por ácaros y enfermedades. Echaba de menos su bazo.

El hombre al que apuntaba con su arma estaba rebuscando tras unos libros pertenecientes a una colección por fascículos. Un lugar poco apropiado para algo tan importante. Se estaba tomando su tiempo para coger la caja hermética, poniendo nervioso a Carl. “Lo guarda tras la estantería como en una película mala con pasadizos secretos. No había sitio más seguro para un material tan importante.” O eso pensaba él.
Desconocía el contenido de la caja. Realmente no lo desconocía, el problema era que no alcanzaba a comprenderlo por completo. Pero era su obligación recogerla y custodiarla hasta que llegase el momento. “Si me ocurre algo, lo que sea, quiero que cojas esto y lo escondas todo lo que sea posible a cualquier precio. Si eso que me ocurre es que muero, tienes que llevárselo a cierta persona.” Eso fue lo que Tombside le había dicho hacía tiempo; tanto, que parecía que habían pasado tres años desde la última vez que se habían visto. Cuando adquirieron confianza por ambas partes, el asesino le había deslizado un papel arrugado y doblado de forma apresura en el bolsillo de su largo abrigo mientras salían de aquella cervecería que tanto le gustaba al traficante. Sin embargo, el recipiente de misterioso contenido lo conservó dentro de su gabardina roja.

“Y ahora se lo ha dado a este mamón.” Se lo había entregado a un desconocido que encontró en la calle, a un tirado que simplemente pasaba por allí y llamó su atención. “¿Y yo qué? ¡Salvé tu vida, cabrón desagradecido!” Podía haberle dejado allí tirado. Se sentía utilizado, como si fuese una marioneta, un juguete que un niño caprichoso había usado y que luego había dejado tirado y olvidado por un muñeco que otro estaba cogiendo. Era el protagonista de una obra eclipsado por un secundario que acaparaba los aplausos. Eso le cabreaba. Y la dirección y la persona que debía recibir la caja no ayudaban a mermar esa sensación.

O’Toole no dejaba de apuntarle en ningún momento. Había estado pendiente del norteño desde hacía bastante tiempo; le había seguido de cerca incluso cuando aquel tipo de la máscara le sacó del Blackson’s y habían sido disparado con misiles. Se tensó todavía más cuando este cogió un cofre de madera similar a un joyero y extraía del interior el ansiado trofeo.

-          Vamos, - el proxeneta hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta – tenemos cosas que hacer.

Carl se giró mientras Yief avanzaba.

---

 Había subido en el asiento del conductor a petición de su captor, sin que éste dejase de amenazarle con su pistola. Vigilado desde el asiento trasero del Ranish Bom de aquel tipo con pinta de heavy trasnochado, Yief buscaba y daba vueltas a miles de hipotéticos planes de huida: desde entregar a las autoridades al cómplice del famoso “Blooder”, hasta una pelea en un oscuro almacén que acaba incendiado mientras los huesos de Carl ardían junto con la dichosa caja negra, no sin antes pasar por estrellar aquella cafetera y dejar al traficante irreconocible en comparación con un cadáver de gurami masticado y escupido por un Zolom.
Pero ninguna de esas opciones era válida: le tenían bien cogido por las pelotas, y poco a poco se las iban retorciendo más. Y bien pensado, se lo merecía: había encabronado a ese hombre, había jugado con él, y se había cabreado. Una tarea más, una cosa más, y estaría libre. Podría alejarse de todos esos líos con mafiosos, traficantes, asesinos y empresarios cabrones. Quería darle una buena vida a su futuro vástago, proteger a Lucille. Empezaba a estar harto de los líos con Tombside y O’Toole, de Blackhole y su padre. Ya no estaba seguro de si quería saber la verdad. “Podría mudarme con Lucille, salir de esta ciudad e irnos lejos. Podríamos volver a las costas nevadas de Iciclos. Modeoheim ahora está desierta, podríamos establecernos allí y refundar la ciudad. O irnos a Gold Saucer. Seguro que al bebé le gustan las luces de colores, y a Lucille montar en las atracciones. Yo podría jugar a las máquinas y sacar dinero. O podríamos irnos a la granja de chocobos de Kalm. Me gustaría ver nacer a un pequeño chocobo. Podría crecer junto a mi hijo”. Pero, en el fondo, Yief sabía que estaba siendo idealista. No sabía cómo iba a acabar esa historia, pero auguraba que nada bien.

Estaba jodido, muy jodido. Era posible que no sobreviviese.

“Lo siento, Lucille. Siento que tengas que sufrir tanto por mi culpa. Un poco más, nena, sólo un poco más. Si pudiera, te daría todo lo que te mereces, pero no tengo esa carta en mi manga”. Baraja de nuevo, haz trampas, fue lo que pensó que diría su antiguo yo, aquel empresario en la cima del poder que firmaba papeles, asistía a reuniones, esnifaba y follaba. ¿Qué más necesitaba? Era un buen súbdito para su padre, haciendo lo que le pedían, sin meterse en asuntos ajenos. Siendo el perfecto hijo de puta pijo y arrogante.

-          ¿Y a dónde nos dirigimos? – seguía las vagas instrucciones de Carl, que se limitaba a indicarle una dirección u otra, sin hablar más de lo debido - ¿Me llevas de compras?
-          Algo así, bonita. A la derecha.
-          No es por meterme donde no me llaman, pero hay una cosa que me pregunto. ¿Se puede saber cómo un tipo que trafica con putas y drogas, que debería estar podrido de dinero negro, tiene como medio de transporte un Bom del 97? Y ni siquiera es un coche que esté en buen estado, parece que lo hayas sacado del desguace. – miró por el retrovisor, y al ver el gesto del ocupante trasero supo que había dado en el clavo, o que al menos se había aproximado mucho – Siendo como eres, esperaba… no sé, un Supreme, o un Cavalier.
-          ¿Siendo como soy? – hizo esa pregunta extrañado, imitando un burlón gesto de sentirse ofendido - ¿Y cómo soy?
-          Un chulo de los cojones arrogante.
-          ¡Vaya, me lo dijo el marica vagabundo! Sigue recto y coge la salida M-14 en cuanto la veas.

Durante un buen rato, se hizo el silencio dentro del coche. El sonido de las ruedas girando sobre el asfalto y el ruido del motor eran los únicos que conversaron durante unos eternos minutos. Hasta que O’Toole rompió el silencio.

-          Este coche es provisional, hasta que llegue ese Cavalier que tanto pregonas. Tenía un Vendetta, pero nuestro amigo común lo dejó irreconocible, junto con los discos de música que llevaba dentro. Este modelo utiliza cintas, aunque ese casete ni siquiera funciona. Sal ahora, la M-14.

Volvió a hacerse el silencio. Esta vez, la conversación de asfalto y motor estaba presidida por la fuerte combustión del último, denotando una vez más el ruinoso estado del coche.

-          ¿Se puede saber por qué tienes esa obsesión conmigo? Sólo soy una mierda que se cruzó con el tipo equivocado en el momento equivocado. Él se aprovechó de mí, me ha utilizado, y ahora ya no está. Entregué a ese tipo, sí, pero era él o yo. Tú no sabes de lo que era capaz…
-          ¿Qué no sé de qué era capaz? – Carl rió sarcásticamente – Era su puta mano derecha, chaval. Y no me refiero a la de hacerse pajas. Sin mí, Tombside no hubiera podido realizar varios de sus golpes. Le he ayudado a deshacerse de cadáveres, a conseguir información, e incluso robamos un banco los dos solos. Seguro que viste algo de eso en las noticias.
-          Creo que leí algo en un periódico. ¿Un millón de guiles?
-          Redondeando, sí. – carraspeó, aclarándose la garganta, relajando el brazo del arma hasta apoyarlo sobre su pierna pero sin dejar de apuntar al asiento del conductor – Así que no me digas que no sé de lo que era capaz. Sé muy bien, mejor que nadie, qué era lo que hacía, lo que pensaba. Lo que tenía planeado. Gira aquí a la izquierda y ve hasta el final. Estamos llegando.

El tono con el que el traficante habló no admitía discusión. Yief había tocado una fibra sensible, aunque no sabía bien qué podía haber sido.
La dirección a la que Carl le había dirigido era un almacén de los suburbios, en el sector 6, situado de forma colindante con el desaparecido sector 7 y los escombros que la caída de la placa había dejado. No se trataba de un edificio particularmente grande, pero sí de uno especialmente oculto a la vista pública, junto con otros almacenes y algún descampado. El suelo de la zona era de tierra batida y arena, y una densa nube de polvo parecía dominar el ambiente. Un lugar poco apropiado para un hipocondríaco de gérmenes, infecciones y bacterias. El paisaje estaba dominado por bloques de hormigón envejecidos y oxidadas placas metálicas, y el almacén al que le había llevado Carl no era una excepción. Sobre una pequeña puerta metálica lacada en color verde estaba pintado el número 35 con spray de color rojo, a un tamaño considerable.

-          Hemos llegado. Ahora vamos a entrar ahí, me vas a ayudar con unos asuntos, me darás la caja, y habremos acabado para siempre.
-          ¿Asuntos de Tombside?
-          No. – dijo Carl Loc O’Toole de forma tajante – Asuntos míos.

---

El interior del almacén era oscuro, aunque lucía un aspecto bastante pulcro para encontrarse en una de las zonas más pobres de la ciudad. Era de un tono intermedio entre la crema y el color terroso del suelo del exterior, y bastante más amplio de lo que parecía por fuera. Estaba lleno de altas estanterías metálicas llenas de cajas de cartón, con anotaciones de números y letras siguiendo un código de ordenación estricto.

Recorrieron una larga procesión de estanterías y cajas, hasta llegar casi al fondo, donde habían despejado una amplia zona para situar, en el centro de ese círculo, un pequeño recinto estéril cubierto de plástico, con potentes focos exteriores que iluminaban el habitáculo. En su interior, dos borrosas figuras se movían alrededor de lo que parecía ser, en opinión de Yief, una caja grisácea. Parecía que estaban examinando la caja, con determinación. Aquellas blancas y para nada definidas criaturas tras la pared de plástico se movían poco a poco, lentamente, y sólo de cintura para arriba; parecía que sus pies estaban pegados al suelo.

-          ¿Ingenieros nucleares creando una bomba? – dijo Yief con sarcasmo - ¿Estás construyendo un explosivo para volar la ciudad y cumplir la última voluntad de nuestro amigo?
-          Qué gracioso. – Carl se lo dijo con desprecio, como si estuviese aburrido – No te preocupes, ahora mismo entraremos, en cuanto mis chicos acaben.

No tardó mucho en romperse la monotonía de la espera. En una silla de ruedas mecánica bastante estrafalaria, apareció sentado un hombre mayor que desconocía. Al menos, era extraño para Yief, pero no para Carl: ese hombre de sesenta y pocos años, con unas gafas redondas, cinta en la frente, largo pelo liso y plateado y semblante aburrido era el hombre que le había criado. Llevaba una manta de cuadros azules y rojos con líneas negras cubriéndole las piernas, aunque unas zapatillas deportivas de tobillo alto de color negro con goma blanca. Tenía las mejillas ligeramente hinchadas, y una perfilada perilla que, en contraste con su hijo, no se unía con las patillas mediante delgadas y finas líneas.

Carl sabía que no hablaba, pero inició una conversación que más bien parecía un monólogo:

-          ¿Qué tal, padre? ¿Cómo te encuentras? ¿Bien? – dejó de apuntar a Yief y se acercó a la silla, acuclillándose, aunque siempre atento a su cautivo – He hablado con Jimmy Zarcone, ese jefecillo gordo de la familia Petrullio, los que dirigen el asunto en el sector 2. Hemos negociado un acuerdo, un pequeño intercambio: les podemos ofrecer 200 kilos de cocaína para distribuir en ese sector, y los derechos del sector 3 en cuanto contribuyamos a acabar con los Bonpensiero, a cambio de ofrecernos la red de distribución de los sectores 4 al 6 y un lote de chicas procedentes de Wutai, pero ellos se quedan las que quieran como “gumar”. Sólo son 5 chicas: una para el jefe, otras tres para los capitanes, y una para el sobrino de Zarcone. Parece que perdemos dinero con la operación, pero es un buen trato; nos quitan de en medio a una de las 8 familias de Midgar.

El padre permaneció impasible, mirando al frente. No contestó, no se movió. Carl sabía que no lo haría, que parecería que ni pestañeaba. Aún así, agachado, apoyando su brazo sobre la silla mientras apuntaba sin prestar atención a Yief. Carl no estaba seguro de si su padre le hacía caso, de si le escuchaba, pero no le importaba demasiado: le reconfortaba contarle cosas, hablarle con ese tono calmado que rara vez mostraba, y estaba seguro de que verle allí animaba a su padre. Desde hacía años, aquel hombre no se movía de esa silla, aparecía cuando menos lo esperaba uno y desaparecía con la misma facilidad. Aquellas conversaciones que le daba eran como hablarle a una pared, pero en el fondo Carl sentía que servían para algo.

O’Toole se levantó, y se volvió hacia Yief, apuntándole nuevamente con su Rhino.

-          Sal a dar una vuelta, padre. La zona de los almacenes es tranquila y segura, nadie te molestará. Podrás tomar algo de aire, seguro que llevas tiempo encerrado aquí.

Con su rostro pétreo, movió la palanquita de control y se movió, al frente, dirigiéndose hacia la puerta. Carl Loc O’Toole vio a su padre perderse en la oscuridad del almacén, mientras él y Yief (quien se había girado para ver al hombre de la silla de ruedas salir de allí) observaban. En cuanto la puerta metálica se cerró y oyeron el ruido, ambos cruzaron nuevamente la mirada, solo que esta vez Carl volvió a su habitual tono de mandato.

-          Mi pobre padre… Gracias a él soy todo lo que soy, me acogió, me enseñó, me dio un oficio. Siendo muy joven ya me introdujo en este mundo, me llevaba con él y me mostraba cómo era lo que iba a encontrar en el futuro. Me dio mi primer encargo: fue pasar unos simples gramos, una muestra para una de las grandes Familias, pero la cosa se torció… La milicia apareció y empezaron a llover las balas. Me salvé de los tiros porque era pequeño y pude esconderme tras unos barriles metálicos del bar en el que esos tipos realizaban sus trapicheos. Aquello fue una carnicería. ¿Alguna vez has visto esas películas en las que la acción se detiene, todo va tan despacio que casi puedes esquivar las balas? Para mí, aquella experiencia fue igual: todo iba despacio, a cámara lenta, podía ver la estela de los disparos, las gotas de sangre fluir del cuerpo recién impactado de un gordo de Gongaga, los destellos de una materia Rayo antes de que el olor a carne quemada invadiera el pequeño espacio. Y sin embargo, no podía moverme. Estaba paralizado, aterrado y fascinado. No cerré los ojos, no pestañeé ni un momento, ni siquiera cuando me empezaron a escocer por la sequedad. Lo que vi… Me transformó. La sangre mezclada con los licores, la pólvora y el humo formando una densa nube, y los cadáveres de los milicianos y los mafiosos… Ricos y pobres, todos tuvieron una muerte horrible, sin que a nadie le importase, hundidos en la mierda, los fluidos corporales, quemándose sin compasión. Entonces lo comprendí: da igual cómo vivas, al final la muerte es horrible para todos. Así que, en definitiva, poco importa que seas un cabrón, un corderito, un lobo ricachón, un muerto de hambre, un yonki, una puta. La vida es lo único que tienes, así que mejor que vivas a lo grande sin importarte nada más. Esa es mi filosofía. Y aquí es donde entras tú, – hizo un gesto extraño con la mano, como si intentase señalarle con la mano que sujetaba la pistola – pequeña ramera. Vamos a ver qué se esconde tras la cortina número uno.

Ambos se acercaron al pequeño habitáculo de plástico. Las difusas sombras del interior comenzaron a hacerse más visibles a medida que se acercaron, y la traslúcida pared dejó entrever a dos hombres vestidos completamente de blanco, salvo en la mitad superior de la cara, en donde se podía distinguir que esa parte del rostro estaba al descubierto. Operaban alrededor de una camilla metálica, en donde había algo que desde fuera era inidentificable, parecía cubierto por una especie de sábana o manta verde, junto al que una caja blanca con tapa abombada de color rojo. Carl ya sabía lo que iban a encontrar dentro, pero estaba seguro de que el hombre al que apuntaba no alcanzaba a imaginar lo que iba a ver. O por lo menos, no intuía toda la verdad.

---

Una bofetada de calor sacudió la cara del norteño. Aunque llevaba años, más de la mitad de su vida, viviendo en Midgar y se había acostumbrando al microclima propio de esa ciudad, en el fondo tenía la sangre fría y no soportaba bien las temperaturas cálidas.

No tenía la sangre tan fría como pensaba en cuanto entró.

Una tremenda arcada le sobrevino. Las blancas figuras eran dos hombres con trajes de plástico que les cubrían por completo a excepción de los ojos, mientras que sobre la mesilla portátil de acero reposaba lo que parecía ser el cuerpo de una mujer cubierta por una sábana quirúrgica, con la apertura cuadrada centrada en el pecho y vientre. Por la tersura de la piel y el color, debía tratarse de una chica de Costa del Sol o Corel, muy joven. Lo que hizo que el estómago de Yief se revolviera fue ver las tetas rajadas de la mujer mientras uno de los encapuchados extraía un implante ayudado por una especie de garfio que abría los músculos pectorales de la joven. Y el hecho de ver cómo el otro metía una mano en el abdomen de la joven con un bisturí para extraer lo que parecía ser un riñón (o esa impresión le dio a Yief) no ayudó a mitigar esa sensación.

Le daban terribles nauseas, pero no apartó la mirada. Era a la vez un espectáculo grotesco y fascinante. Aunque, en opinión de Yief, y si le daban a escoger, ganaba la parte grotesca y asquerosa. “Dioses ¿En qué puto lío me he metido?” fue lo que pensó. Miró a Carl, y vio que sonreía mientras cogía el implante recién sacado de la bandeja metálica en la que lo habían depositado usando la mano libre, la izquierda. Sonreía.

-          ¿Ves este color? – el contenido, sumado al exterior cubierto de sangre, tenía un color terroso, achocolatado, pero bastante claro y traslúcido, dejando pasar la potente luz de los focos exteriores a través del viscoso líquido – Debería ser transparente… Pero esto no es silicona. Heroína. Traída desde Corel, un ingenioso sistema para traer mercancía y chicas al mismo tiempo.

Volvió a dejar la bolsa de droga en la bandeja, y poco segundos después el encapuchado dejó el segundo postizo, para después rociar el contenido con agua a presión, limpiándolos. El otro hombre de blanco comenzó a extraer el órgano que parecía un riñón, y lo colocó en lo que al principio parecía una caja de abombada tapa roja, que finalmente resultó ser una nevera portátil que una marca de refrescos había regalado hacía tiempo como campaña de publicidad. Acto seguido, volvió a introducir las manos en el cuerpo de la muchacha.

-          La chica nos llegó con algo de fiebre, y mientras veníamos hacia aquí se desmayó. Comenzó a respirar fuerte, a sudar mucho. Mis chicos dicen que es posible que sea sepsis, que haya tenido algún problema mientras los de Corel le ponían los implantes. – Había seriedad en su rostro, pero Yief estaba seguro de que no había pena alguna – Cuando llegamos aquí, prácticamente no había forma de salvarla sin ir a un hospital que, como comprenderás, no iba a dejarla entrar sin hacer preguntas y numerosas revisiones. Lo que ves aquí es su cadáver. Estamos sacando de ella todo lo que sea posible aprovechar en el mercado negro; ya tenemos compradores para uno de sus riñones y el hígado. Sí, ahora también trafico con órganos.
-          ¿Y por qué no le arrancas el bazo y te lo coses? – dijo Yief burlón, sin saber bien por qué lo hacía – Así dejarías de lado esa ridícula mascarilla.
-          Muy gracioso, -arrugó el ceño, dejando de apuntarle con su pistola – chavalote. Ni drogado cogería nada de esta tía para trasplantármelo. ¿No acabo de decir que tiene sepsis y fiebre? Y no, no es lo que te piensas. No vamos a robarte tus riñones y dejarte tirado en una cuneta.

Yief suspiró de alivio, aunque sólo para sus adentros. En el fondo seguía muy nervioso, sin saber qué hacía allí exactamente. Empezaba a pensar que todo este asunto no tenía que ver sólo con la caja.

-          No, no, te necesito para un fin más productivo. Lo primero de todo, quiero la caja.
-          Ni hablar – espetó Yief, aferrándola fuertemente desde el exterior del apretado bolsillo de su abrigo. La caja, aunque pequeña, era lo suficientemente grande como para caber a duras penas y haciendo bastante presión en el interior de su destrozada prenda.
-          ¿Todo el tiempo queriendo deshacerte de ella y ahora no quieres soltarla? No me toques los cojones. Te lo voy a repetir: no se come donde se caga, ni se caga donde se come, ni sobre todo cagas donde yo como. Dame la caja.
-          Quiero que me expliques primero de qué coño va todo esto. Que me digas el por qué de esta caja, qué tiene que ver conmigo. ¡Me lo merezco, hostia!
-          Tienes razón, te mereces una hostia – Carl abofeteó en la cara a Yief, dejándole una mancha de sangre procedente del implante que había cogido con la mano izquierda - ¿Quieres explicaciones? Bien, te las voy a dar para que dejes de darme el coñazo. ¿Te han contado la historia de los Tombside? ¿Qué no son uno, que son varios? Muy bien, – Yief había asentido, con la mejilla enrojecida del rubor y la diluida sangre -  ya tienes medio camino hecho. Esa caja contiene algo muy importante para Frank, para el último, el que tú y yo conocemos. Tiene todo el esfuerzo que ha estado haciendo estos últimos años, contiene algo que simplemente es vital para todo lo que ha planeado. Supongo que será un arma, o información importante. Se podría decir que si le llegan a encontrar con eso, su ejecución hubiera sido inmediata, sin juicio, y a ti te hubiera ocurrido lo mismo.
-          ¿Me estás diciendo…? – Yief no podía creerlo.
-          Sí: Frank Tombside, “Blooder”, el asesino en serie de Midgar, te salvó la vida. Irónico, viniendo de quien viene. El caso es que el próximo Tombside tiene que tener esa caja.
-          ¿Vas a ser tú el próximo Tombside? ¿Vas a traer terror a las calles, vas a asesinar a personas, a quemar y arrasar? – Yief no soltaba la caja, aferraba el bolsillo con tanta fuerza que empezaba a dolerle. No le parecía buena idea soltar esa caja.
-          No te interesa quién vaya a ser el próximo Tombside. Lo único que te interesa – volvió a apuntarle con  la pistola – es darme esa caja de una maldita vez.

El espacio dentro del habitáculo de paredes de plástico no era demasiado grande, pero aún así no estaban apretados, había suficiente espacio para ellos dos, la pareja de trabajadores de O’Toole extrayendo implantes y órganos, y el cadáver de la mula. Yief quiso dar un paso atrás, pero el ruido que hizo el plástico le instó a no moverse demasiado. Temía que si tropezaba no se volvería a levantar.

-          ¡Ah, sí! Te preguntarás el por qué de estar aquí, ese “plan más productivo” que te tengo preparado. Verás, Tombside te tenía por alguien importante, te tenía bajo su amparo y protección. Pero ahora él no está. Y con todo esto del estado de excepción, el cadáver de una chica a la que le faltan sus órganos y toda esta mierda levantarían muchas sospechas. Sería algo muy contraproducente para mí. Necesito un chivo expiatorio. Y nadie mejor que el cómplice de un famoso asesino, que mata a una puta y se come sus órganos, que es un drogadicto, traidor, hijo de puta asqueroso. Además te odio. – Bajo la mascarilla, volvió a adivinarse esa sádica sonrisa – No es nada personal Yief. Pero si lo piensas bien, en realidad sí que lo es. Vete al infierno, hijo de puta.

Por suerte para Yief, el espacio era lo bastante grande como para no estar apretados, pero era lo suficientemente pequeño como para estar a distancia de su brazo. Y tenía los sucesos con Arguish demasiado recientes.
Otra de las ventajas es que Yief tenía una pequeña materia escondida en el pequeño baúl por si se daba el caso de que tuviera que defenderse en asuntos relacionados con Tombside o la caja. Al principio le pareció una idea tonta, pero ahora se alegró profundamente de contar con esa materia amarilla.

-          ¿Sabes que las costillas tienen un nombre mucho más potente? – saboreó las palabras, como si le hubieran dado fuerza - ¡Arcos viscerales!

La materia Golpe de Duende brilló dentro del apretado bolsillo, bajo la cajita negra. Su puño impactó con fuerza en el costado del traficante, por debajo de sus costillas. Carl soltó un gritó al mismo tiempo que soltaba la pistola, doblándose de rodillas mientras se sujetaba ahí donde le habían golpeado. Los dos cirujanos, que estaban observando la escena sin desatender sus obligaciones, comenzaron un ataque contra Yief, quien no se había quedado quieto y había empezado a dar marcha atrás en busca de una salida. Bisturí en mano, el primero se acercó, intentando apuñalarle de forma torpe y directa, sin la precisión que caracterizaba a su profesión. Lo manejaba como si fuera una navaja en una pelea de bares, lo que le hizo pensar que realmente ese tipo no debía ser lo que aparentaba. Por suerte para él, había estado en numerosas refriegas durante su etapa de mendicidad, y sabía cómo desenvolverse en aquella situación. Esquivó la primera estocada, lateral, encogiendo el estómago y echando ligeramente el cuerpo ligeramente hacia atrás, y volvió a lanzarse hacia atrás cuando la cuchillada volvió, evitando el tajazo pero enredándose con los plásticos que servían como pared. Yief no tuvo más remedio que echarse hacia atrás lo más rápido que pudo mientras que con sus manos hacía numerosos gestos para quitarse de encima aquel estorbo.

El aire fresco del exterior de la cúpula de plástico le alivió inmensamente. Aunque los focos seguían funcionando y hacía muchísimo calor, la sensación de salir de aquel invernadero fue de lo más placentero. Respiró de forma intensa y profunda, refrescando sus pulmones. El matón con el bisturí salió corriendo, amenazante con el instrumental, acompañado por el otro cirujano, algo más bajo y rechoncho que él, que se quitó los guantes y apretó los puños. En el interior, la masa negra que representaba a Carl seguía tirada en el suelo, inmóvil. Así que se centró en ellos en lugar de salir corriendo: si el del bisturí le alcanzaba, podía darse por muerto, aunque fuera sólo por un pequeño corte. Corría el riesgo de una infección puerperal, producto de la carne muerta en contacto con su torrente sanguíneo.
En cuanto al de los puños, parecía un tipo duro, mejor sería no correr riesgos.

El primero en lanzarse a por él fue el que iba armado. Directo, de frente, al tiempo que lanzaba un grito, de forma aún más torpe y precipitada que sus ataques anteriores. Esperó a que estuviera a una distancia corta y se ladeó a su izquierda, teniendo abierto el costado derecho del atacante, que recibió un duro golpe seguido de una patada, potenciadas por la materia oculta. A pesar de haberle dado fuerte, el tipo no se rindió, y continuó intentando acuchillar a Yief, que no hacía otra cosa más que esquivar hacia atrás e intentar golpear a la menor oportunidad, cuando dejaba al descubierto algún punto. Mientras tanto, el tipo de los puños al descubierto seguía inmóvil, quieto, como si no quisiera intervenir.

El golpe final lo recibió en el hígado, justo después de un puñetazo que impactó en su oído derecho. Yief sudaba bastante, los focos irradiaban un calor sofocante, alimentando de luz el interior del improvisado quirófano. El asalto contra es cirujano matón no había durado más de dos minutos, pero se le había alargado bajo la pesadez del sopor. Hacía tanto calor que parecía que el plástico se estaba derritiendo.

En realidad, el plástico sí que se estaba derritiendo.

La figura negra se había puesto en pie, momentos antes de que una bola de fuego impactase contra el gordito cirujano, que se había quedado de brazos cruzados mientras contemplaba como su compañero caía al suelo, acribillado a puñetazos. Las llamas habían fundido y agujereado una de las paredes de plástico, ennegreciendo los bordes por los que la flama había salido disparada. En el interior, la negra silueta se movió, y el calor se hizo más patente. Yief sentía deseos de quitarse el pesado abrigo, pero sabía que llevaba una carga demasiado valiosa en él como para dejársela quitar con tanta facilidad. Era un seguro de vida por si algo salía mal.

Carl atravesó el plástico derretido, y Yief observó su semblante. Las mangas de su largo abrigo se habían quemado de forma irregular hasta la altura de los codos, dejando al descubierto los largos antebrazos del traficante. Llevaba el abrigo más abierto de lo normal, y en el lugar donde le habían golpeado la camiseta se veía chamuscada y manchada de sangre, dejando entrever por los agujeros una rojiza y amarillenta cicatriz, producto de la operación que le dejó sin parte del bazo, amén de otros órganos.
El detalle que más llamó la atención de Yief fue la expresión de Carl Loc O’Toole. Estaba serio, rabioso, con el ceño fruncido. Pero lo más importante era que no llevaba la mascarilla.
Bajo ella se escondía una perilla unida a un bigote, recortados para dar forma pero voluminosos, y en su boca los dientes apretados, a juego con los puños encendidos. Encendidos de forma literal, pues el fuego parecía formarse a su alrededor, emanar de sus poros.


Carl estaba cabreado.

Yief salió corriendo justo cuando su agresor lanzó una bola de fuego, que impactó estruendosamente contra la primera estantería de una larga hilera. Muchas de las cajas de cartón se desintegraron, quedando reducidas a cenizas, y unas pocas saltaron por lo aires, encendidas, desparramando su contenido: papeles que ardían, piezas metálicas, y objetos que no había visto en su vida y que no sabría para que servían. Tampoco se detuvo a mirar, corrió a esconderse tras la tercera hilera de estanterías, al tiempo que esquivaba llamaradas de fuego y violentas olas de calor. Tenía que ir en sentido zigzagueante para evitar ser pasto de las llamas, no podía exponerse a correr. Carl estaba furioso, y parecía que ya poco le importaba todo: la pequeña habitación de plástico estaba completamente fundida y quemada, junto con su contenido. El olor de la carne chamuscada emanando del cadáver de la chica se mezcló con el del secuaz fornido, junto a la esencia de caramelo derretido que Yief identifico como heroína quemada. La iluminación de los focos habían desaparecido, bien porque habían caído presas del arranque de ira de O’Toole y estaban calcinadas, o bien porque se habían precipitado contra el suelo, rompiéndose. La iluminación de la enorme sala procedía de los diversos fuegos encendidos, repartidos entre las cajas, estanterías derribadas, y el fuego que emanaba de los brazos del narcotraficante y proxeneta.

“Tengo que salir de aquí. Robar su coche, recoger a Lucille y largarnos a Junon por la vía rápida. Si nos quedamos aquí, este tipo nos mata”. En los breves segundos que se tomo para respirar, fue todo lo que le dio tiempo a pensar. El impacto del fuego contra la estantería que le protegía le empujó violentamente, y las seguidas acometidas le dejaron bajo un amasijo de hierros, cartón y materiales diversos. Una de las cajas contenía líquidos, que empaparon a Yief, quien no tuvo más remedio que hacer acopio de todas sus fuerzas unidas a la materia del bolsillo de su abrigo mojado en algo que, por el olor, contenía alcohol, arrojando la estantería lo más lejos que pudo para, después, quitarse rápidamente parte de la ropa: si realmente era alcohol lo que contenían aquellas botellas, no quería arriesgarse a arder. Se quedó únicamente con su camisa y su ropa interior, desprendiéndose incluso de su característico gorro. Por suerte para él, la estantería había obligado a Carl a desplazarse, haciendo que este dejase su acoso durante unos momentos. Fue entonces cuando Yief se fijó en que el fuego de sus puños había aumentado, desvaneciendo la totalidad de las mangas y costados del abrigo, así como de la camiseta que había debajo. Unos jirones negros eran todo lo que quedaba de la prenda superior, a modo de capa, mientras que de la inferior se había revelado una camiseta negra en la que cuatro caras, en blanco y negro, aparecían realizando diferentes gestos. Sin embargo, la piel permanecía igual, una piel ligeramente tostada, bronceada, con una fibrosa musculatura que era imposible de adivinar bajo las numerosas capas de ropa que acostumbraba a llevar.
Puede que fuera cosa de la luz del fuego, pero la impresión que daba a ojos del vagabundo fue que todo el pelo del cuerpo de O’Toole se había aclarado, se había vuelto más rubio, de un color brillante que parecía irradiar luz propia. “Seguro que el calor me está afectando. Tengo que salir de aquí”.

Era más fácil pensarlo que decirlo. Arrojar aquel amasijo de hierros que había sido una estantería había hecho que su atacante comenzase a moverse, lentamente, pero sin cesar en sus ataques ígneos. Cubierto por otra estantería, la bola de fuego a una altura considerable, dejando caer sobre él numerosas cajas, que esparcieron su contenido. Algo golpeó su cabeza, como si hubieran dejado caer una piedra. Una pequeña esfera amarilla rodó por el suelo, junto con otra verde y una rosada. Lo que llamó la atención de Yief fue que aquella materia le resultaba familiar: el cristal de mako condensado estaba rajado, como si de una veta se tratase.
No podía creerlo; aquella materia había llegado a él en un incendio, y el fuego se la había devuelto. No recordaba bien cuándo la había perdido, si fue durante el ataque de Turk contra Tombside, o bien durante el asalto contra la casa de Blackhole. Cuando quiso darse cuenta, aquella materia no estaba, había desaparecido. Y ahora había vuelto.

Aquella materia era el origen de todos los problemas que había tenido con el asesino y su perro faldero.

No le dio tiempo a pensar mucho más, una nueva ráfaga de bolas de fuego impactó, haciendo que llovieran sobre él más trozos de cartón ardiendo. Recogió las tres materias y se encomendó a cualquier deidad presente para poder salir vivo de allí.
Si quería escapar, tenía que llegar a la puerta por la que habían entrado, la única forma de escape posible. Ya había una buena parte del almacén que se había incendiado, y el fuego ascendía con rapidez. El avance de Carl parecía alentar a las llamas a crecer, como si avanzasen tras él. No le quedaba otra opción que no fuera la de arriesgarse.

Comenzó a correr por ese pasillo, y cuando llegó al cruce intentó utilizar a ciegas la materia mágica. Un rayo salió disparado justo enfrente de él, e impactó contra una estantería, derribándola, que por desgracia estaba bastante alejada del agresor. Por el suelo rodaron un par de Rhinos, un revólver que Yief no conocía, varios cartuchos de escopeta y un cargador. Mierda. Al menos ya sabía qué materia tenía entre manos, pensó Yief, quien tuvo que saltar y tirarse al suelo para evitar un nuevo ataque. En cuanto cayó al suelo, se levantó y avanzó a cuatro patas torpemente hasta levantarse y echar a correr, dispuesto a probar qué hacía aquella materia independiente.
En el siguiente cruce que encontró, volvió a ver a su agresor, que estaba preparado para lanzarle una inmensa bola de fuego, igual de ancha que la mitad de una de las estanterías metálicas. La esfera rosada brilló en conjunción con la esfera verde, y el relámpago volvió a aparecer. Sólo que esta vez, el rayo se bifurcó, e impactó en tres estanterías diferentes, en el hombro de Carl y en la espalda del secuaz que estaba tirado en el suelo. Ni siquiera recordaba que aquel tipejo no estaba muerto. La sacudida eléctrica hizo que comenzara a gritar y revolverse, mientras que el traje blanco se había prendido en el punto de la espalda en el que le había golpeado el relámpago, rondando para intentar extinguir el fuego. El llameante hombre resolvió el problema de su subordinado: le arrojó una llamarada que hizo que prendiera todo su cuerpo. Los chillidos se hicieron insoportables hasta que cesaron, poco después de dejar de moverse. Carl ni siquiera se inmutó al matar a aquel hombre: tras eso, continuó atacando a Yief con la misma rabia, la misma expresión furiosa en el rostro. Poco a poco, las llamaradas iban aumentando su velocidad, al tiempo que el incendio de la parte trasera del almacén comenzaba a descontrolarse.

Una materia que afectaba a todo. Ese era el poder de la materia independiente: hacer que el resto de magias impactaran en todo lo posible. Por desgracia para él, parecía que el impacto del rayo en el hombro no le había surtido demasiado efecto más allá de, simplemente, empujarle y magullarle ligeramente. Y para más desgracia, el impacto en el secuaz había desencadenado la muerte de este, aunque de forma indirecta. Yief no se sentía como un asesino, pero ya era la tercera persona que moría por su culpa en los últimos meses. Debía acabar con todo aquello.

Sentía que no tenía más remedio que forzarse a leer la mente de su rival.

La pequeña esfera amarilla brilló desde el bolsillo de su camisa. Las voces impactaron en su cerebro como un torrente contra las rocas, haciendo presión. Intentó focalizar, centrarse únicamente en su adversario, pero era imposible. Eran demasiadas las voces que le llegaban. Sentía que su cabeza iba a estallar, que nunca había sentido tantos pensamientos al mismo tiempo. Eran centenas. Millares.

“Perdóname”
“Te quiero”
“Hijo de puta”
“Juntos hasta el final”
“Yo a ti también”
“No… por favor”
“¡Perdónale, no es más que un crío!”
“¡Vas a matarle, por Dios!”
“Ahora sois libres, Black Candy”
“Mierda, era el azul”

Yief dejó de usar la materia. Arrojó con todas sus fuerzas la pequeña esfera rosa, que afectaba a todos los objetivos, y volvió a intentarlo, pero el barullo de voces era el mismo. Allí estaban los miles de pensamientos, simplemente había dejado de escuchar los últimos pensamientos del secuaz, quien había agonizado pensando en el dolor de las quemaduras. No sabía bien qué ocurría con su materia Sentir, parecía que no funcionaba igual. Lo único que le quedaba era el ataque puro y duro.

Carl se había acercado a él, demasiado, mientras estaba tirado en el suelo sujetándose la cabeza, intentando no volverse loco.

-          Debiste darme la caja cuando te lo pedí, Yief. – Era la primera vez que lo llamaba por su nombre – Todo hubiera sido más fácil y menos doloroso. Ahora sólo te queda ver cómo las llamas te derriten los ojos.

Se encontraba cerca, bastante cerca. Podía sentir el calor que desprendían sus puños, y sin embargo, Carl no sudaba ni un ápice.

-          Veo que has encontrado tu pequeña materia. Frank me hizo recogerla, aunque no sé qué tiene de especial. Nunca he sido partidario del uso de materia, me parece algo fantasioso, artificial. Aunque reconozco que, a veces, resulta muy útil.
-          Tú… Encontraste la materia. – Se encontraba cansado, muy cansado, por el esfuerzo realizado con la materia de lectura de mentes.
-          Claro. Soy putamente omnisciente. Soy como un puto Dios. La jodida deidad del fuego. – La voz de Carl sonaba más grave, distorsionada, diferente. “Me vuelvo loco”, pensó el hombre del suelo.
-          ¡Pues permite que presente mis respetos!

Yief lanzó un rayo, utilizando cada gota de energía que tenia en impactar con ese relámpago mágico. Sólo tenía una oportunidad, y si fallaba todo sería en balde.

El grito resonó en el almacén como suena la erupción de un volcán. Yief no tenía ninguna práctica, ninguna experiencia con el uso de materia mágica, y menos con una desconocida. Pero a una distancia de apenas 3 metros y medio, le resultaba difícil no dar, o incluso rozar, en la zona de la cicatriz de Carl Loc O’Toole. Algo había sacado en claro de cuando golpeó allí, y es que parecía ser el punto débil de aquel tipo duro. La corriente eléctrica sacudió y encendió aquella cicatriz, recorriendo el cuerpo entero del traficante. Arqueando la espalda, tensando las articulaciones, cayó al suelo, derribando en su caída numerosas cajas que se prendieron al contacto con sus puños. Aunque agotado, Yief se levantó, y haciendo acopio de todas sus fuerzas agarró la estantería hasta volcarla sobre aquel sujeto indeseable, haciendo que todos los cartones y sus contenidos comenzasen a arder sobre él. Poco a poco, se dirigió hacia la puerta entre toses y con los ojos llorosos por el humo.

Al alcanzar la puerta, lanzó una mirada hacia atrás. Un infierno se estaba desarrollando en aquel almacén, las llamas lamían las envejecidas paredes y consumían todo lo que encontraban a su paso. Lo último que vio Yief antes de cerrar la puerta fue como las llamas tumbaban estanterías como si fuera un dominó sobre el lugar donde había dejado el cuerpo de O’Toole. En cuanto las llamas lo cubrieron, cerró.

Ya eran cuatro personas.

Cogió aire, y gritó con todas las fuerzas que le quedaban, que eran pocas. Estaba rabioso, dolorido, sucio. Pero aliviado. Se había acabado.
Se había deshecho de toda su relación con Frank Tombside y su legado. El único cómplice que quedaba del asesino era él mismo, y todas las pruebas de su implicación con él se encontraban dentro de aquel edificio en llamas. Algunos de los cristales que coronaban la parte superior de las paredes se rompieron, como afirmando sus pensamientos.
Se había acabado. No quedaba nada que pudiese volver para recordarle ese pasado.

El ruido del motorcillo de la silla de ruedas le sacó de sus pensamientos. El padre de Carl había aparecido doblando una esquina de otro almacén, con su expresión apática y aburrida. “Mierda” pensó Yief, pero estaba agotado y medio desnudo. Aunque resultase ridículo acabar así, le daba igual que un hombre hastiado, paralítico, acabase de alguna forma con él, que estaba destrozado y vestía exclusivamente con zapatillas, calzoncillos y camisa.
El hombre se puso a su altura, junto a él, y giró la silla para mirar el almacén ardiendo donde el cadáver de su hijo y sucesor se convertía en cenizas.

Lo siguiente que hizo fue girase hacia Yief. Le miró a los ojos, y se levantó de la silla, sacudiéndose las rodillas. Se dio la vuelta y desapareció por la misma esquina que vino.

Yief suspiró, y se carcajeó. Parecía que por fin iban a irle las cosas bien. Tendría que volver al piso de Lucille caminando medio desnudo, puesto que sus llaves, el móvil prestado, todo, estaba en la cazadora que ahora ardía en el interior. Lo único que le quedaba era…

Metió la mano en el bolsillo de su camisa. Allí estaba, el origen de todo ese embrollo: aquella materia rota, amarillenta, que parecía mirarle desde una pupila rajada. Todo empezó con eso. Todo lo malo. Todo lo bueno. Si no hubiera conseguido aquello, jamás hubiera conocido a Tombside. Ni a Lucille. Blackhole seguiría vivo, y él odiándole por lo que le hizo, mientras mendigaba e intentaba subsistir. Aquella materia le había dado cosas, y quitado otras. Casi le había costado la vida en varias ocasiones, y también había puesto en peligro a Lucille. Pero gracias a esa cristalina esfera iba a ser padre.

Cerró la mano alrededor de la materia, apretando fuertemente, sintiéndola contra su dolorida carne. Una pequeña alcantarilla a sus pies podía librarle de todo aquello. Pero quizás prefería continuarlo.
Como un antiguo emperador de una civilización perdida, giró su puño y abrió la mano, dictando la sentencia.