viernes, 31 de octubre de 2008

144

Vivienda de Isabella Sciorra. Placa superior, sector 6, calle Dux. 4:19 horas.


Henton hizo el menor ruido posible al salir de la habitación, pero el murmullo de su novia despidiéndose de él confirmó su fracaso. Se volvió hacia ella, cuando esta encendió la luz.

- Lo siento... – Murmuró mientras la besaba en la mejilla. Isabella tomó su mano, y la encontró cubierta con una venda de boxeo.
- Pesas ciento quince kilos. ¿Cómo pretendías que no te oyese?
- ¡Ciento dieciséis! – Exclamó con orgullo. – Con un 8% de grasa corporal.
- Eso es porque tu polla aún está dando los buenos días... – Dijo ella, mientras apagaba la luz. – Ahora, déjame dormir mientras aún no ha amanecido.

Bajó diez pisos de escaleras sin inmutarse, sin dudar que luego los subiría yendo por el mismo camino. Acababan de dar las cuatro y media de la mañana, y era el momento de empezar su rutina de ejercicios. Los cardenales del día anterior molestaban, pero algo habían sido acallados gracias al ungüento de eucalipto con el que los frotaba cada noche. Estaba preparado para lo que tocaba: Coger el primer tren hasta los suburbios, y una vez allí, recorrería a un trote bastante veloz un par de barrios enteros, para luego dar ir al foso. Si no estaba allí antes de las seis, se pasaría dos horas enteras intercalando ejercicios extenuantes con golpes, a mayores de su rutina diaria. Sus manos estaban vendadas porque su calentamiento iba a ser algo más que correr: Los secuaces de Iván Quouhong le saldrían una y otra vez al paso, intentando darle una paliza. A cada manzana, Henton debería vérselas contra dos, tres o a veces cuatro matones, dispuestos a usar cualquier treta contra él. Si lograban hacerle llegar tarde, aunque solo fuese un minuto, tendrían lo que quisieran ese día: Drogas, alcohol, mujeres o dinero. Al día siguiente tendrán que volver a pelear para ganarse los vicios.



Con veintiséis hombres gravemente magullados durmiendo en la acera, a modo de brutal símil del cuento del niño diminuto que marcaba su camino con migas de pan, Henton entró en el Foso, donde le esperaban tres caras desconocidas: Dos hombres y una mujer.

- ¡Bienvenido, muchacho! – Exclamó animado el mafioso, a cuyo mecenazgo se había acogido el luchador, indicio inequívoco de un día notoriamente más duro de lo normal... Como todos. – He tenido que pedir algunos favores, pero estoy seguro de que este será el peor día de tu vida.
- ¿Qué tengo que hacer entonces? – Preguntó Henton, con una mirada tranquila. A pesar de su aspecto pausado, el luchador nunca se sentía tan vivo como cuando estaba envuelto en una pelea. No era astuto, como Rolf, ni inteligente, como Kazuro. Pero era fuerte, y podía resistir castigos físicos que matarían a un hombre normal, sin dejar de disfrutar del combate por ello. De hecho, las emboscadas del trayecto eran el motivo por el que siempre llegaba de buen humor.
- Algo muy simple: Un combate a cinco asaltos.
- ¿Solo cinco? – Pocas veces había visto Iván a su pupilo sorprendido, y ninguna de forma tan notoria como esta. - ¿Contra cuantos?
- Uno. – Respondió entre carcajadas.


Vivienda de la familia Zoser. Placa superior, sector 7, calle Wilkinson. 1:52 horas.


Era increíble la forma de insistir: Las dos de la mañana y seguían aporreando la puerta como locos. Por la urgencia de la llamada sería un incendio en el edificio o algún otro tipo de desastre. Cubierto con un batín, llegó casi corriendo a la puerta para que el ruido no despertase a sus hijos (ya era tarde para preservar el sueño de su mujer, que lo había echado a empujones de la cama para que fuese a ver quien llamaba).

- ¿Noé Zoser? – Preguntó el hombre de más edad, moreno y de cabello rebelde, con medio rostro desfigurado por cicatrices. Junto a él iban un joven demasiado acicalado y una mujer morena de mirada glacial. Todos vestían siniestros trajes negros con corbatas a juego.
- ¿Si? ¿En que puedo ayud...? – Su pregunta fue interrumpida y a la vez respondida con un derechazo en el plexo solar que vació sus pulmones e hizo lagrimear sus ojos, entre violentas toses.
- Venimos a hablar de su programa de hoy... Y del de mañana. – Volvió a decir el mismo.
- ¡Oiga! ¡No se quienes son ustedes, pero les advierto que voy a llamar a las fuerzas del orden! – Levantó el brazo derecho extendiendo la mano, intentando mantener alejado a su agresor.
- ¡Hágalo! – Exclamó este, agarrando su pulgar y retorciéndolo violentamente. – Enviarán a la unidad más próxima a su casa, que es... Nuestro coche.
- ¡Oiga, por favor! ¡Esto no es necesario! – Suplicó, incapaz de soltarse. El hombre, que finalmente espabilado por el miedo y el dolor, reconoció como un turco, hacía fuerza hacia abajo, obligándolo a arrodillarse. - ¡Me hace usted daño!
- ¿En serio? – Preguntó mientras mostraba una sonrisa salvaje.
- ¡En serio! – Suplicó levantando la voz.
- ¡No diga tonterías! Si quisiese hacerle daño en serio habría venido armado. – Dijo sin cesar de golpearle. – O habría traído algún utensilio de bricolaje.



Restaurante “Hogar de Corel”. Suburbios, sector 2, Calle Kagetoku. 14:21 horas.


Kowalsky esperaba nervioso, por no decir histérico. Había quedado con Rolf, Henton, Izzy y Daphne para comer algo, y que lo aconsejasen. El día más ansiado de su vida adulta finalmente había llegado: La llamada. Tras mucho recapacitar, Caprice Riedell, moderna Calíope, doncella de la luz, cuya sola sonrisa podría inspirar épica y tragedia a la vez... Caprice... Kazuro estaba tan trastornado que había escrito todas las columnas de dos semanas, y otras cuarenta y siete que no se llegarían a publicar, ya que trataban únicamente de la mujer que desvelaba sus noches y a la vez las llenaba de sueños. Aún ahora mismo garabateaba nervioso sobre una servilleta, dentro de un cómodo restaurante de barrio, mientras Rolf bostezaba, bromeando con Daphne, e Izzy miraba preocupada a través del cristal de la puerta, esperando a que Henton llegase.

- ¿Qué mierda es esto? – Preguntó Rolf, mientras Kowalsky palidecía: Le acababa de birlar la servilleta. - ¿Poesía?
- ¡No! – Gritó, casi con pánico, llamando la atención de los demás comensales.
- Léela, a ver. – Propuso Daphne. Incluso Isabella se giró, atenta a ver que ponía. Kowalsky simplemente ya se había ruborizado de antemano. Rolf lo leyó primero en silencio.
- Vaya... Es muy bonito: Tu pelo, lluvia de luz que se derrama sobre tus hombros, teje intrincados laberintos, de los que no podré salir jamás.
- ¿Por qué siempre tienes que avergonzarme? – Preguntó el escritor frustrado, mientras intentaba ocultar su rostro enrojecido tras un vaso de cerveza.
- ¿Avergonzarte de que? – Preguntó Isabella, aún con la mirada perdida pero esta vez estaba como saboreando aquello que acababa de leer.
- Kazuro... – Le explicó Daphne con amorosa paciencia. – Sé que no te has dado cuenta, pero acabas de convertirte en el hombre más deseado de esta mesa.

En ese momento, las campanillas de la puerta repiquetearon fuertemente, mientras un hombre del tamaño de un oso cruzaba la entrada cojeando, intentando que su brazo, sostenido en un cabestrillo, no tropezase con nada. Tenía la cara hinchada a moratones, hasta el punto de no poder ver nada con el ojo izquierdo. Parecía que lo hubiesen atropellado varios camiones, con bastante ensañamiento. Rolf y Kowalsky se levantaron corriendo a ayudarle, e Isabella fue a tomar su mano izquierda. No iba a ser capaz de tenderle la otra en diez días, por lo menos.


El foso. Suburbios. Ubicación desconocida. 6:18 horas.


Se miraban... Sus visiones cruzadas llenaban el espacio que los separaba. Ninguno de los presentes habría querido estar opuesto a esa forma de encarar a una persona. No había odio, ni ira, sino una determinación por vencer como fuese que rozaba la locura. Su intensidad era tal que había barrido cualquier otro sentimiento o idea que pudiesen tener los contendientes. El luchador, orgulloso titán, altivo y fuerte, cojeaba visiblemente, mientras acababa de recolocarse el codo. Su rival, el soldado, a pesar de haber mermado las capacidades de su oponente, había recibido mientras retorcía su brazo un fuerte gancho de izquierda, que impactó en su oreja como una bala de cañón sobre un gong gigante. Su equilibrio se tambaleaba, e incluso cayó, aturdido. Fue su espíritu de luchador lo que le hizo cargar el peso de su caída sobre la articulación de su adversario, para agravar la luxación, y patear la cara interna de su rodilla nada más impactar el suelo. Si no lo hubiese hecho, ahora sería pulpa en los nudillos de ese gigante, pero el gigante también sabía que si su puñetazo hubiese fallado, sería él quien estuviese en el suelo, recibiendo golpes por todos lados. Sus articulaciones estaban destrozadas, pero su rival había encajado más golpes y más poderosos que todos los que había necesitado para deshacerse de los secuaces de Quouhong esa misma mañana, y seguía en pie. Allí, bajo los moratones, el dolor, la determinación y las ansias de victoria, ahí donde estaban rozando los límites de la resistencia humana, habían encontrado una cosa el uno en el otro, que no todos llegan a hallar en otro ser humano a lo largo de su vida: Habían encontrado comprensión. Ambos se observaban, luchaban, se golpeaban, y a la vez, compartían uno de los momentos que ninguno de los dos llegaría a olvidar nunca. El luchador era prácticamente un coloso. Había desarrollado su físico y su instinto a lo largo de centenares de combates contra miles de oponentes. Se había peleado con todo aquel que tuviese los huevos de enfrentarse a él y no había sido derrotado desde que se consideraba un hombre adulto. Era, simplemente, superior. Los golpes que lanzaba, los que encajaba o las mil y una formas de hacer daño que surgían cada vez que agarraba a su adversario se habían perfeccionado a lo largo de su vida, alcanzando la capacidad destructiva de una avalancha. Ahora, entre el dolor, el éxtasis, la adrenalina, el miedo y la tensión, era cuando sentía el latir de su corazón. Frente a él, el soldado lo miraba sin miedo ninguno, aunque con respeto. Luchando por su vida desde que tenía uso de razón, se había convertido en un demonio. Primero en las calles, luego en la guerra, y ahora de vuelta a las aceras y el asfalto, pero esta vez desde el otro lado de la ley, había luchado con todo tipo de armas por sobrevivir, empezando y acabando por su propio cuerpo. Las peleas con navajas, ladrillos o botellas, los bayonetazos cuando el cargador había escupido ya su última bala, los enfrentamientos en los bares o callejones, en inferioridad numérica... Cuando luchaba, lo hacía con todo: Cuerpo y alma, dedicados por completo a no perder, del modo que fuese. Muchos mienten, diciendo que han sido entrenados para matar con sus manos, y que prefieren no pelear porque les sale automáticamente el impulso de dar golpes letales. Es falso. A él, el único impulso que le sale, es ganar. Entiende que no tiene sentido matar a un pobre idiota solo porque te ha mirado de mala manera, y es capaz de limitarse, pero aunque solo haya un golpe que pueda usar, te atizará con él mil veces, si es necesario, y otras mil si con las de antes no es suficiente. Gracias a su entrenamiento, es perfectamente capaz de actuar sin pensar, solo por instinto e impulso, encontrando automáticamente docenas de puntos débiles que explotar y veintenas de formas en las que golpear cada uno de ellos, a cada cual más dañina.
Y ahora se miran. El coloso busca la forma de repartir su peso sin caer por verse obligado a hacer un movimiento brusco, y se prepara para defenderse usando un solo brazo. El demonio se tambalea, aturdido. Siente su cabeza flotar en un océano difuso, y si no ha caído inconsciente aún es por propia voluntad férrea. Se miran, y ya saben como se van a atacar. Empiezan a avanzar, buscando el mejor ángulo desde el que abalanzarse sobre su oponente, pero entonces el combate es detenido. Una maraña de hombres se interponen entre ellos, llevándolos hacia algún sitio donde sentarse o tumbarse. Ellos aceptan. Con el combate se acaba la excitación y la adrenalina, con lo que el dolor adquiere todo el protagonismo. Machacados de forma inhumana y extenuados por el esfuerzo se dejan caer en sillas bastante separadas la una de la otra, sin dejar de mirarse, con respeto. Ninguno sabe como se llama el otro, ni tiene interés alguno en preguntarlo. En sus pupilas, ahora no hay más que una admiración y respeto que pocos hombres han logrado arrancarles. Si están vivos, es solo por que el combate fue detenido a tiempo. Poca gente comprendería esto si intentasen explicárselo, pero ellos no son capaces de verlo de otra manera: No se odian, de hecho, no se habían visto nunca. Simplemente, tenían que luchar, y no podían perder. Ninguno de ellos daría la victoria por perdida, mientras fuese capaz de ponerse en pié y seguir. Ni siquiera les molestaba que hubiese un motivo para ello o no; había que hacerlo y punto.



Restaurante “La petite maison”. Suburbios, sector 1, Avenida Gran Metrópolis. 20:48 horas.


- ¿Es usted Kazuro Kowalsky? – Preguntó un extraño joven, con gafas oscuras y un extravagante peinado, teñido de rubio. Estaba rapado por las sienes y combinaba largas “estalagmitas capilares” de casi diez centímetros de largo con un mullet. Su traje y corbata negros eran tan reveladores de intenciones como lo habrían sido una túnica negra y una guadaña. Kazuro pudo sentir la mano de Caprice apretando la suya. Se giró, viendo como ella, increíblemente hermosa con un simple vestido de color crema, y el cabello recogido en la nuca, con un bonito pasador dorado. Pudo reconocer el miedo en sus ojos verdes, y no creyó que los suyos pudiesen ocultar el que él sentía ahora mismo, pero nunca iba a permitir que la tocasen. Nunca.
- Soy yo. – Musitó quedamente, intentando que su voz no le traicionase en este momento. La sonrisa del turco decía simplemente “pobre idiota”.
- Haga el favor de acompañarme...


Pareció que iba a añadir algo del estilo de “por su propio bien”, pero simplemente, ahí no había ningún bien que hacer. Al estirar el brazo para indicar el camino a la pareja de periodistas, se movió ligeramente la chaqueta, dejando entrever una pistola de considerable calibre. En silencio, tomó del brazo a Caprice y empezó a caminar, muy despacio, con aplomo, ayudándola a obligar a caminar sus temblorosas piernas. Avanzaron sin mirar atrás, en silencio, escuchando a sus espaldas los resonantes zapatos de su siniestro acompañante. Con órdenes sencillas y directas, los iba guiando a través de las calles, siempre acechados por su hosco caminar.


- Fin de trayecto... – Murmuró, haciendo detenerse a la pareja.

Ellos vieron como extendía nuevamente su brazo para señalar la entrada de un callejón húmedo y maloliente. Allí los cubos de basura no se vaciaban a diario, aunque se llenasen a cada minuto. Se podían ver las puertas traseras de varios restaurantes. Entraron por una de ellas, próxima al final del callejón, y caminaron entre cocineros y fogones, con algún apresurado camarero y un maitre que había perdido el acento entre órdenes y gritos. Ninguno pareció verlos, salvo el mozo de cocina de aspecto cuartelario que abrió una de las cámaras frigoríficas para ellos. Era grande como una casa entera, oscura, y vieja.
En ese momento, el turco agarró a Caprice y se la arrebató a Kazuro con un violento tirón.

- Ella se queda aquí. – Los ojos de la periodista parecían suplicarle que la sacase de ahí, pero él, impotente, a sabiendas de que esto era para él, rezaba al dios de los periodistas por que no quisiesen hacerle nada a su acompañante. Se limitó a asentir y acercarse a ella.
- Toma... – Dijo mientras se quitaba el abrigo y lo colgaba de sus hombros.

Ella aprovechó para agarrarlo de la mano, pero Kowalsky le devolvió una sonrisa tranquilizadora. Negó con la cabeza, se soltó y caminó hacia la pared del fondo, ajustando bien su traje y su corbata, dispuesto a encarar la muerte yendo bien vestido.
En el fondo del local le esperaba un hombre corpulento, cuya nariz aguileña era visible bajo las sombras de su capucha. Vestía ropa holgada, que no era capaz de ocultar su inhumana complexión física. Estaba apoyado en la pared, y se levantó al ver llegar al periodista. Alzó los puños y Kazuro sintió un latigazo de pánico al verlos. La carne estaba retorcida y quemada, apenas con piel. Ambas manos estaban reforzadas con prótesis metálicas de color mate, reforzando sus nudillos y dándole una fuerza sobrehumana. De su cintura, cruzados en su vientre, portaba dos machetes, cuyas vainas se cruzaban sobre su cinturón. Sin mutar el gesto, lo tomó por el cuello y empezó a golpearlo. Le atizó una y otra vez, hasta dejarlo sin resuello, y entonces le seguía dando puñetazos y patadas. El mundo se volvió negro varias veces, pero siempre estaba ahí el turco con un cubo de agua helada con la que despertarlo para que recibiese más. Era incapaz de mantener la noción del tiempo, o tan siquiera de llevar la cuenta de los golpes que recibía o de los crujidos que sentía en su interior. En medio de la distorsión del dolor, pudo oír como el turco murmuraba algo sobre no estropearle la cara, por respeto a su chica.
Caprice, por su parte, no apartaba la mirada ni un ápice. Aunque la brutalidad del espectáculo la horrorizaba, la sordidez del ambiente, con esos animales despiezados colgando de afilados ganchos en el techo y ese olor a muerte que lo impregnaba todo, y sobre todo, con ese turco, ese chacal salvaje de Shin-Ra, mirándola de reojo de vez en cuando. Ella deseaba gritar, irse, o apartar la mirada. El turco le había susurrado nada más irse Kazuro que ella no tenía por que quedarse a ver esto. Ella simplemente hizo oídos sordos. Si Kowalsky iba a encajar esa paliza, lo menos que podía hacer ella era no apartar la mirada. Ni siquiera lo hizo cuando se dirigió al agente, para decirle “Dígale a Woodrow S. Pollard, mi jefe y probablemente amigo del suyo, que no volveré a trabajar ni mañana ni nunca, por favor”.
La paliza cesó cuando el matón se cansó de sostener al periodista para poder golpearle, ya que las piernas de este eran del todo incapaces. Tras un par de patadas en la boca del estómago y la ingle, y un pisotón en la cabeza, lo dejaron allí. Inerte.



Hospital del distrito 1. Habitación 217. 5:21 horas.



Tumbado en la fría cama de su cuarto, impregnado con olor a desinfectante y esas muchas otras sustancias que componen el característico hedor de los hospitales, Kowalsky buscaba una postura mínimamente cómoda en la que el sopor no pudiese vencerle. Le esperaban varios días en observación, que probablemente serían largos y tediosos. Con cinco costillas rotas, era bastante doloroso respirar. De los doscientos seis huesos que componían su esqueleto, habría unos ocho fracturados, y un número aún por determinar de fisuras y pequeñas grietas. Iban a pasar meses, antes de que pudiese volver a mover su brazo izquierdo, con fracturas en el radio, el cubito y la clavícula. Aún así, Kowalsky se negaba a dormir o a tomar narcóticos para atenuar el dolor. Necesitaba estar concentrado, y a la vez despejado, para poder dictar su columna para la edición del Midgar Lights del día siguiente. Sentada en el sillón de la habitación, que había arrastrado un par de metros para aproximarlo a la cama, tomaba notas con un ordenador portátil la reportera del Midgar Lights, Caprice Riedell.

martes, 21 de octubre de 2008

143

- ¡Claro que no estúpido! – Rió una voz armoniosa, de forma bastante estridente. ¿Cómo puedes pensar eso?

- ¡Si no me dieras motivos ni se me ocurriría pensarlo! – Gruñó en contestación aunque sin mal humor evidente una voz más masculina y de semblante serio.

Ella bromeaba, le encantaba pincharle y el lo sabía, pero aun así jamás podía evitar caer en su juego. Después de todo, estar enamorado tenía un precio, y en este caso era tener que soportar ciertas insinuaciones acerca de que entre su larga cabellera marrón surgían dos portentosos bultos de terminación afilada. Y aunque sabía que realmente ella le amaba y mientras él estuviera jamás se le ocurriría depositar su esbelta figuraa en las manos de otro hombre, no podía evitar ese impulso irracional que le llevaba a adoptar esa aptitud de casi-enfado que a ella tanto le gustaba. Ella reía y él no podía hacer otra cosa que admirar su belleza. Su larga y clara melena recogida en una coleta, sus preciosos y enormes ojos, ligeramente agrandados a la vista debido a las gafas, su expresión corporal suave y grácil, como si estuviera dirigiendo una orquesta con cada uno de sus movimientos. El atuendo de científica le favorecía, pensó, delineaba muy bien las curvas de su cuerpo y le daba ese aspecto de chica interesante e inaccesible. Inaccesible para los demás por supuesto, idea que le atraía bastante para establecer aun más su base de confianza. Ella le miraba directamente, observando su mirada recorrer una a una las partes de su cuerpo hasta que volvió a depositarla en sus ojos y sus miradas se cruzaron. No hizo falta decir nada más, se abalanzaron el uno sobre el otro a la vez, liberando su pasión, aclamando su juventud, sabiendo que les pertenecía y podían dominarla por encima del resto de humanidad colapsada por sus propias apetencias. Tenían amor y no necesitaban nada mas, ella ahora volvía a observarle con una sonrisa, ahora dominada más por la lujuria que por la inocencia. Y él, mientras poco a poco iba avanzando por el cuerpo que anteriormente había oteado, se juró a si mismo que podría hacer cualquier cosa por mantener esta sensación de plenitud por siempre. Cualquier cosa… Por ella.

Y durante las dos siguientes horas, ellos dos fueron uno.






Una luz tenue de amanecer iluminaba puntos difusos de la habitación a causa de los huecos intermedios de una persiana plegable que tapaba la única ventana. Quiso la aleatoriedad que uno de ellos concurriera en la zona en la que se situaban sus ojos aún cerrados, los cuales pronunciaron su clausura brevemente para después abrirse de forma muy pausada y pestañeando con frecuencia. El entorno de la habitación era bastante austero, como el de una casa que acaba de ser amueblada de forma realmente barata y no se sabe muy bien como rellenar los huecos existentes entre los muebles. Poco a poco su figura masculina, no muy musculada, pero si bien definida, se fue deslizando hasta el borde de la cama y sus dos pies comprobaron que el suelo estaba frío. Buscó sus gafas en la mesilla sin mirar, con suavidad, hasta que sus manos palparon el contorno ya conocido de la montura. Se refrotó el ojo izquierdo con su mano libre antes de ponérselas y poder contemplar todo de forma nítida. Una sensación fatal recorrió su cuerpo, la misma que llevaba días y días intentando sobrellevar sin éxito alguno. No se atrevió a darse la vuelta, no quiso salir del sueño vivido cada noche, quiso huir allá donde la culpabilidad y la pesadumbre no destrozaran su alma, ahogaran su corazón y le amartillaran el cerebro. Giró poco a poco su cabeza, con nula esperanza, pero no hizo falta girarla completamente para comprobar lo evidente. El espejo de enfrente de la cama le reveló su ya conocida soledad: Ella no estaba, ni estaría jamás reflejada en cualquier espejo. Y entonces, como cada mañana, Érissen se llevó las manos al rostro y lloró en silencio, precedido antes de un lastimero “Lo siento”





“… No obstante las cosas no pintan nada bien para ShinRa S.A ahora mismo Mike, sus acciones han bajado un nada despreciable 3,4 por ciento y les está resultando difícil contener el pánico general de la población en Midgar. Numerosos casos de fanatismo apocalíptico se están repitiendo día a día en los diferentes sectores y fuentes fidedignas han puesto en la boca del General de defensa Heidegerr la palabra “Desbordados” para calificar la situación actual del grupo SOLDADO. Mucho me temo que cuando todo esto acabe nos espera una dura temporada de recesión durante al menos 4 años, esperemos que el joven presidente Rufus sepa como sobrellevar la situación.

- ¡Ya lo han oído! ¡Él es Noé Zoser, nuestro experto en economía que si no anuncia tres veces a la semana que la ciudad de Midgar va a irse por un gigantesco y colosal retrete no es capaz de conciliar el sueño! Pienso sinceramente Noé que hay que darle un voto de confianza al nuevo Presidente. Ha asegurado que no son más que despuntes dentro de una línea económica estándar y yo pienso que tiene razón, está muy de moda echarse las manos a la cabeza por cualquier cosa que altere la rutina. Cambiando radicalmente de tema, ¿Qué opinan de la manifestación preparada para mañana por el grupo ecologista GAIA? A mi particularmente me hacen muchísima gracia, en especial cuando colgaron la gigantesca pancarta en el edificio ShinRa con la frase “Coged el Mako e iros a tomar por sa…”

La voz de la radio fue silenciada por el ruido de la sartén al echar el aceite. Aang no tenía especial aprecio por la cadena de retransmisión oficial, partidista e influenciada hasta la saciedad más absoluta, pero cuando ocurría alguna baja entre las filas de SOLDADO o Turk las anunciaban a bombo y platillo con un exagerado pésame y alabando la muerte heroica del susodicho y declarando las toneladas de medallas al valor que se le iban a otorgar. Aang sabía que Jonás sabía cuidarse de sobra y reconocía sentir algo de compasión por aquellos contra los que le destinase la misión pero… Nunca podía evitar poseer esa sensación de inquietud al saber que él, como tantos otros, se enfrentaba cada día a un peligro mortal. Fue sacada de sus pensamientos por unos ya conocidos pasos que escuchó tras la puerta cada vez más cercanos.

- Buenos días Érissen. – Dijo sin girarse, mostrando un repentino interés por la perfección del desayuno.
- …nos días – Contestó este sin muchas ganas mientras tomaba asiento en la mesa de la cocina.

Aang no le dio importancia, los primeros días se había sentido un tanto molesta por la actitud reacia a la conversación del chico, pero desde que mas o menos conocía su historia se había decidido a no reprocharle nada. No obstante este ya era el vigésimo día desde que lo recogió y lo único para lo que había salido de casa fue para reparar sus gafas y hacer la compra un par de veces obligado por ella misma. Los primeros días tenía excusa debido a las heridas que no le dejaban ni moverse de la cama, pero había sanado increíblemente rápido gracias a las nociones de medicina militar de Aang. Ella tenía claro que hoy tenían que avanzar un poco más en la conversación pendiente… Después de todo, él estaba en peligro. Y estaba aquella sensación…

- Veo que tampoco hoy has tenido buenos sueños ¿Hai? Bueno, no te preocupes, pienso que en gran parte son debidos a la herida de tu cuello que es la que mas se resiste. Pero parece que tu cabeza está estupendamente. – Se giró mostrando una sonrisa, que fue captada por Érissen, aunque este hiciera como que apartaba la mirada.

Apreciaba muchísimo lo que aquella mujer estaba haciendo por el, le estaba cuidando, manteniendo y se había preocupado con rigurosidad por sus heridas, que había curado de forma realmente admirable. Lo único que había podido hacer él para corresponderle había sido contarle por encima todo el embrollo que le había llevado a casi desangrarse en aquel callejón – Obviando, por supuesto, el hecho de que su última misión consistía en matarla a ella… No sabía aun como decírselo, o incluso si debía decírselo. Confiaba en que Aang comprendiera que le estaba agradecido, que jamás se le ocurriría hacer algo en su contra después de todo lo sucedido y que si aceptó el encargo era porque no tenía mas remedio… Pero desde luego no confiaba en su novio ex militar, Turco, neurótico, brutal, violento y lleno de cicatrices sobre el que tanto se había informado y cuya decisión al respecto había sido “Aléjate lo más posible, si puedes disparar a la chica desde Junon, hazlo”. Ya había pasado una semana y tenía claro que tocaba moverse en alguna dirección, y la más obvia y necesitada por su psique estaba clara: Venganza.

- ¡El desayuno está listo! – Dijo mientras apagaba la radio para después depositar delante de Érissen y enfrente suyo dos cuencos dentro de los cuales identificó lo que parecía ser una mezcla entre pan y churros poco tostados.

Aang sirvió en la mesa además de la bollería desconocida dos latas similares a las de refresco amarillas en los que Érissen solo pudo reconocer en caracteres entendibles la palabra “Yeo’s”. Eso sobrepasó el ya escaso conocimiento de Érissen acerca de los desayunos típicos de Wutai y antes de quedar en ridículo, prefirió preguntar.

- Eh… - Intentó buscar la frase adecuada. Esto… ¿Como se toma?
- ¡Ah! – Sonrió de nuevo. Disculpa, Jonás también tuvo confusión la primera vez que se lo serví. Esto – Señaló a los churros. Se llama “Youtiao”, es una bollería salada que se toma frita junto con leche de soja fría, que es la lata que tienes delante del plato ¿Hai? También se pueden tomar envueltos en rollos de arroz, pero entonces es conocido como “Zhaliang”

Érissen cogió la lata y la observó con curiosidad, fue a abrir la boca nuevamente pero Aang se anticipó a la pregunta.

- Si, la leche de soja procedente de Wutai se conserva en latas en lugar de envases de cartón o botellas de cristal. El aluminio es mucho mas barato de importar y se puede almacenar en láminas muy finas que ocupan poco espacio de almacenaje y por lo tanto hay que realizar menos pedidos. Los servicios de transporte siempre abusan de Wutai con los precios de entrega alegando la dificultad de acceso por los varios puentes y el sendero montañoso. De modo que es mucho más económico utilizar latas, aunque os cause tanta confusión a vosotros, los gaijin. Recuerdo que Jonás se decepcionó mucho cuando se dio cuenta de que no era cerveza. – Dijo con cierto tono de nostalgia.

Érissen se asombró de lo rápidamente que podía exponer datos la mujer que tenía delante. Ya había comprobado que tenía una mente muy bien organizada a lo largo de estas semanas de convivencia, pero no podía evitar sorprenderse cada vez que soltaba tan rápido, como sin pensarlo, una gran cantidad de información acerca de su ciudad natal u otros temas. Se lamentó de pensar que una persona así hubiera tenido que ejercer de prostituta para mantenerse. La imitó abriendo la lata de leche y echándola en el cuenco junto al Yaoutiao, cogió dos palillos y comió el primer trozo. Pese a la inusualidad del desayuno, tuvo que reconocer que no estaba nada mal.





- No lo veo factible Érissen, por ningún lado. Está claro que te buscan, ir a la estación del tren intersector tan pronto me parece una locura. Y más en estos momentos, en el que todo esta abarrotado de Turk y SOLDADO.

Érissen fregaba los platos mientras Aang pasaba el dedo índice por el borde de su taza de café, haciendo circunferencias. Ya tenía previsto que la primera reacción de Aang no sería la de recibir bien la noticia, después de todo él mismo sabía que era muy arriesgado. La organización no se caracterizaba por dejar las cosas a medio hacer, y a decir verdad, su huida había resultado victoriosa porque algún ente primigenio debía estar aburrido y le tendió su ayuda, porque realmente no se explicaba como pudo sobrevivir al salto.

- Ten en cuenta que ni Turk ni SOLDADO tienen nada en mi contra, y dudo seriamente que la organización haya informado a agentes de la ley, que es lo que tanto se preocupan por evitar. Tienes que entenderlo Aang, no puedo quedarme toda la vida esperando a la nada aquí recluido. Además provoco gastos y sé de sobras que tu economía no es muy elevada. Tengo dinero y mis instrumentos de trabajo en esa taquilla de la estación, no quiero seguir resultando una carga, y si vinieran a por mi, no puedo defenderme sin una mísera pistola.

Aang suspiró, esperaba mover un poco a Érissen pero tampoco se esperaba una decisión tan precipitada y arriesgada. Pero tenía que reconocer que tenía razón, apenas le quedaban unas pocas centenas de guiles, las suficientes como para aguantar una semana más, pero malvivir el resto. Y no quería volver a casa de Jonás solo para coger dinero, por dios, sonaba tan frío... Si los agentes de la ley no le perseguían sería necesaria mucha mala suerte encontrarse justamente con uno de los miembros de la dichosa organización… Supuso que no le quedaba mas remedio.

- Está bien – Platicó. Arréglate, salimos en media hora.

Érissen miró sorprendido a Aang, no había contado con ello.

- Aang, agradezco todo lo que has hecho por mí… Pero a partir de aquí será mejor que siga solo.

Aang frunció el ceño.

- ¿Y eso porqué?
- Bueno… Podría resultar peligroso.
- Créeme, no es el mayor peligro que habré afrontado.
- Puede ser, pero tampoco quiero implicarte en esto, no vaya a ser que también la tomen contigo…
- Me estás mintiendo.

Érissen miró a Aang fijamente, la cual estaba haciendo lo propio con él. Dejó el último plato en la pila de la vajilla limpia y se sentó enfrente de ella. La situación era realmente comprometida, si seguía así iba a tener que explicarle la verdadera razón de su preocupación por ella y no es algo que quisiera hacer todavía. Y aparte de ese argumento, no concebía otro para impedir que Aang le acompañara. El gesto de Aang no le ponía las cosas fáciles, y hubiera jurado que esos ojos rasgados eran como un maldito detector de mentiras.

- No te miento Aang, simplemente me preocupo por tu seguridad.
- Ya te he dicho que no hace falta que te preocupes. Y me sigues mintiendo.

Érissen no estaba del mejor humor como para que algo así consternara sus planes, fingió una molestia superior a la que ya tenia y se levantó de la silla dando una palmada muy fuerte con los dedos abiertos a la superficie de la mesa.

- ¡Maldita sea! ¡He dicho que no! ¿Tan dificil te resulta quedarte quietecita?

Lo siguiente sucedió muy rápido, más de lo que estaba preparado para percibir en ese momento. Solo pudo captar un sonido similar a un silbido y un rápido movimiento de Aang y súbitamente una navaja reglamentaria estaba clavada en la mesa, justo en el punto entre sus dedos anular y corazón, a escasos milímetros de la carne que los une. Érissen palideció y tragó saliva, levantó de nuevo la cabeza para mirar a Aang, la cual le escrutaba con la mirada y tenía los brazos cruzados.

- Nunca me han gustado que me griten, ya tuve que aguantar lo suficiente en mi anterior oficio para que un niñato como tu tenga que protestar en el piso en el que yo misma le doy residencia. ¿Hai? Si te preocupa mi salud a la hora de acompañarte te honra, pero te aseguro que no me creo que seas tan insistente sin otro motivo aparente. Tengo la sensación de que me ocultas algo desde el momento en que me viste por primera vez y te quedaste con cara de haber visto a un muerto resucitar de una tumba haciendo encaje de bolillos. Y créeme, creo que si hay un momento para que me lo cuentes es ahora. – Dijo todo esto muy rápido, sin apenas respirar, como si llevara mucho tiempo queriendo decirlo y al final pudiera liberarse.

Érissen parpadeó repetidas veces, incrédulo, de nuevo había subestimado la mente de aquella misteriosa nativa de Wutai y ahora estaba contra las cuerdas. Retiró la mano de la mesa, con la que agarró la navaja y la desclavó con cierto esfuerzo. Analizó la situación durante unos quince segundos que, sabía, le acabaron de delatar del todo. Finalmente, cogió la navaja por el filo y se la tendió de vuelta a su propietaria.

- Está bien, te juro que a la vuelta te lo contaré todo – Aang frunció el ceño aún más. ¡Te lo prometo! Pero ahora tengo que ir ahí y comprobar muchas cosas, y tengo que ir solo. Mi vida ha sufrido demasiados cambios repentinos como para permitirme correr el riesgo de perder a la única persona que me ata a la realidad, ¿Comprendes? Has hecho tanto por mí que mereces saberlo, y he sido idiota al no decírtelo hasta ahora. Pero por favor Aang, solo esta vez, déjame ir solo y retomar lo que me queda de mi anterior vida.

Aang mantuvo la vista en los ojos de Érissen, ahora si que veía sinceridad en sus ojos. Cogió la mano que le tendía la navaja y la empujó brevemente hacia su portador.

- Llévatela, y no vengas con heridas nuevas que curar o descubrirás utilidades diversas de esa navaja que jamás hubieras deseado conocer.





Las estaciones del tren intersector, denominado así por ser el tren que atravesaba todos los sectores para evitar largos trayectos a pié, nunca solían estar muy llenas ya que poca gente se movía a sectores muy alejados del suyo. Existía una gran cantidad de personas del sector 6, por ejemplo, que jamás en su vida habían pisado el sector 2, y viceversa. La diferencia económica se palpaba mucho en Midgar, y una vez te acostumbrabas a tu propio nivel social, apenas te relacionas con gente de diferente nivel. Cuando Érissen llegó, solamente había una persona en la parada del tren. Se acercó con disimulo para observar si podía resultar algún peligro, pero por lo que vio era una persona normal y corriente, que ojeaba la página de un periódico con un extenso artículo de opinión que hablaba de cierta bronca en un bar la noche anterior, y de cómo los extranjeros están tomando demasiada importancia en Midgar. Dejó de leer por encima del hombro de aquel señor y se giró hacia las taquillas. En las diversas estaciones de metro, había unas taquillas que podías alquilar a un precio bastante reducido en las que la gente guardaba sus cosas para no tener que acarrearlas en trayectos de ida y vuelta. Érissen llevaba un año utilizando ese escondrijo para guardar su maletín, que contenía diversas armas, materias y una buena cantidad de dinero, todo lo que necesitaba para ejercer su profesión temporal de asesino a sueldo. Ahora se alegraba de haber tomado la decisión en su día de guardarlas ahí en lugar de en su casa, por si le descubrían o se veía obligado a cambiar de domicilio. Mientras llegaba a la taquilla se sintió un poco mas seguro, estar en ese punto de enlace con sus instrumentos le hacía sentir que aún tenía la posibilidad de defenderse en su particular lucha contra un gigante como la organización. Se consideraba bastante bueno en su terreno, antes de Aang, cada uno de los trabajos fue realizado con perfección, limpieza y profesionalidad. Desde luego ahora no le faltaba motivación, sus ansias de venganza eran aquello que le obligaba a ponerse en pié cada mañana y ahora mismo su corazón palpitaba fuerte ante la expectativa de devolverles el golpe a todos esos monstruos crueles y chantajistas que tanto daño le habían causado… Aquellos que se la habían llevado y le habían utilizado bajo amenaza de matarla, para finalmente intentar deshacerse de los dos… Y conseguirlo en el caso de Sus pensamientos siguieron abordándole mientras introducía la llave en su taquilla y la abría. Y por segunda vez en el día, Érissen palideció. En su casillero no había ningún maletín…

Había una pistola y una nota.

Con las manos temblorosas, cogió la nota y la leyó:

“Solo tiene una bala, se bueno y ahórranos el trabajo”

El mundo de Érissen se vino debajo de nuevo, aplastado por su propia desgracia y pena arrugó la nota y golpeó con el brazo el muro de taquillas, apoyando en el su cabeza y deseando que todo este infierno acabara, deseando despertar y que todo esto no fuera mas que un sueño cruel provocado por su mente.

- ¿Por qué?… Sarah...

viernes, 10 de octubre de 2008

142

En pie frente a la puerta, Airo comprobó por enésima vez su reloj –comprado por seis guiles después de un arduo regateo con un negro en el mercadillo – y la nota que habían dejado en el buzón de casa. Lo citaban a media mañana, lo que conociendo los biorritmos del anfitrión parecía demasiado pronto. Se recolocó la chaqueta de tweed, incómodo, antes de llamar al timbre otra vez.


–¿Qué, se nos ha quedado el dedo pegado al timbre? –gruñó una voz al otro lado de la puerta.


Hubo varios tintineos metálicos –llaves y cerraduras – sumado al pitido digital de una alarma desactivada –una muestra de paranoia por la seguridad personal–. La puerta sólo se abrió lo suficiente para que el anfitrión pudiera bloquearla con su cuerpo. Un hombre moreno y alto lo miraba enfocando los ojos, cubierto con un albornoz de color azul pálido que dejaba a la vista un cuerpo trabajado en el gimnasio y varias cicatrices quirúrgicas.


A los veintitrés años una prostituta le había apuñalado en una pierna mientras se la chupaba para robarle –un mal negocio, porque acabó con la cara cosida a balazos–. A los veintisiete le había pegado tres tiros en el hombro por un ajuste de cuentas. A los treinta y cinco una sobredosis de cocaína había estado a punto de matarle a causa de un paro cardíaco. A los treinta y nueve le había extirpado medio pulmón derecho por culpa de un cáncer. Ahora, con cuarenta y dos, había superado de largo la esperanza de vida media de los proxenetas; y Sebastian Leroy se jactaba de ello día tras día.


Airo miró a su casero con una abierta muestra de desprecio. Este parecía mejor arreglado con su albornoz de rizo que el oriental con su traje de tweed de segunda mano. Leroy levantó la mano derecha sólo lo suficiente para pasar un pulgar por la solapa de la chaqueta, con aire entendido.


–Me gusta esa combinación con la corbata lisa –opinó con voz modulada –. Esta muy bien para ser tú.


Para ser tú, repitió Airo mentalmente. Eso equivalía a un yo jamás me lo pondría. A él tampoco le emocionaba plantarse una vestimenta tan formal –y menos de ese tejido y color –; pero había que reconocer que el toque experto de Berta había conseguido que ese algo horrible fuera un atuendo vagamente aceptable.


–Te arreglas mucho para subir a la placa superior –dejó caer Leroy como quien habla del tiempo en un ascensor.

–Intento que la gente no me dé limosna al pasar.


Leroy no contestó, sólo dibujó una sonrisa no muy estable en sus labios. Airo, que había estado pensando en lo temprano de la hora para el proxeneta, cayó en cuenta que este aun no había dormido desde la noche anterior. Había un brillo vidrioso en sus ojos que sólo daban las drogas –¡Ah, que bien lo conocía él!– y algunas marcas rojizas en el lado izquierdo de su cuello. ¿Carmín? ¿Mordiscos? Debía estar corriéndose una buena juerga antes de que él llegara.


–Te traía un presente pero veo que no lo necesitas –comentó Airo mientras se metía una mano en el bolsillo interior de la chaqueta, para luego retirarla y golpearse el contenido contra el pecho.


–¿Qué es? –el hombre moreno se acercó con curiosidad.


Como cualquier yonki de a pie, pensó Airo mientras miraba la mano temblorosa de su casero; asiéndose al marco de la puerta. Leroy juraba y perjuraba que desde la sobredosis se cuidaba mucho más, aunque en el idioma de ese tío bien podría ser meterse sólo medio gramo en lugar de un gramo entero. Aun así, había algo en él que lo seguía haciendo muy intimidante, aun drogado o borracho. El oriental sacó el contenido de su bolsillo, envuelto en un pañuelo de tela y a su vez en plástico transparente. Una piedra de opio menor que una pelota de pin pong se encontraba en la palma de su mano, aparentemente inofensiva.


–Es de una de mis mejores cosechas. Buena calidad, tan pura que es casi transparente –ofreció Airo como un somelier experto ofrece un caldo añejo.


Leroy observó la piedra translúcida, valorando la calidad sobre la cantidad, y pareció satisfecho con el regalo.


–Muy amable. Nos vendrá muy bien. A los tres –Airo no estaba incluido en esos tres y maldijo la suerte de aquel hombre en las distintas lenguas que dominaba. Pero a su casero sólo le ofreció una fría indiferencia.

–Si no es mucho preguntar, ¿qué se celebra tan temprano? –o tan tarde.

–¿No lo sabes? Algunos de mis competidores se han retirado del negocio. ¡Y sin mi intervención!

–¿En serio? ¿Quiénes?

–Carl y Don Corneo. Salió en las noticias de la medianoche.

–¿Causa accidental o violenta?

–Aquí nadie dimite por accidente –siseó Leroy.


Dos competidores menos en tan poco tiempo era para celebrarlo, sopesó Airo. Al fin y al cabo, Midgar se estaba convirtiendo en una especie de mercado donde todo se podía obtener, si se pagaba el precio; y tantos buitres no se podían alimentar de la misma carroña. Comprendía su felicidad por la ausencia definitiva de Corneo, aunque no de Carl. Sabía por palabras propias del casero que nunca había considerado a este último como un igual, ya que se movían en esferas muy distintas del negocio. Las chicas de Leroy no hacían la calle ni estaban en un cuartucho de un prostíbulo: ellas viajaban en limusina y pasaban la noche en las mejores suites. Servicio exclusivo para caballeros selectos era su lema. Leroy vendía la exclusividad y el elitismo, y su cartera de clientes era reducida pero con nóminas escalofriantes. Tipos ricos y sin escrúpulos que firmaban cheques con varios ceros a la derecha sin que les temblara el pulso.


El invitado no pidió cruzar el umbral porque sabía que no se lo permitirían, e imaginaba la escena como si se tratara de un vendedor ambulante que intentaba convencer a alguien que se había caído de la cama que le comprara un juego de cuchillos de cocina. Airo azuzó a su casero para que fuera al grano.


–Aunque es muy amable por tu parte, con esto –levantó la piedra de opio en su mano –no saldas la deuda. Me debes un favor por lo de la chica del container.

–Para ser exactos, le debo un favor a Iroqu – Iroqu era el guardaespaldas de Leroy, o al menos así constaba en la nómina –; pero sí, digamos que tengo una cuenta pendiente que saldar.

–Conozco a los que son como tú, todo ese rollo moral sobre el honor y el orgullo de un hombre, así que te lo pondré fácil. Necesito que encuentres a una persona que se esconde en los suburbios.

–No pienso ir acompañarte a que rajes a algún putero o cliente moroso –objetó, aunque no estaba en situación de objetar.

–Tranquilo, es alguien del negocio legal. Un inversor fugado, pero no hay intención de rajar nadie que colabore lo suficiente.

–Y ya que esta es una misión de búsqueda y captura ¿no sería mejor que te llevaras a tu guardaespaldas?

–Sabes que me gusta tan poco bajar a los suburbios como a ti subir a la placa. Nunca está de más ir con gente experta. Conocedores del terreno, ya me entiendes... Evidentemente, Iroqu también vendrá con nosotros. Ya no tienes ni edad ni salud para partir cráneos si las cosas se tuercen.


A Airo se le retorció el estómago por varios motivos, entre ellos la promesa velada de violencia y el insulto añadido a la herida. Por viejo, lisiado, extranjero y pobre; el oriental encajaba en varios de los grupos de agresión favoritos del chulo. Hacía suya la frase de creo en una raza –y grupo social– superior, y se servía de ella para situar al prójimo en su escala de valores y tratarlos en consecuencia. Aun y así, su avaricia superaba sus prejuicios, y se rodeaba de los mejores para el bien de sus negocios sin importarle estatus ni procedencia.


Clavó una mirada cansada e impaciente en los ojos claros del proxeneta. Lo odiaba, pensó Airo, pero sólo al nivel que puedes odiar a alguien que no puedes convertir en tu enemigo. Le debía muchas cosas a Leroy y eso le asqueaba a distintos niveles, ya que su mente estaba en la misma onda telepática de los estrategas de la guerra de Wutai y era esa clase de mercaderes del vicio que hacía de la corrupción de la ciudad un negocio. La razón por la que aun no le había golpeado en la columna con el bastón en vez de aceptar su ayuda eran los diez años en los suburbios que habían flexibilizado su tolerancia.


–Dime quien es y dalo por hecho –aceptó el viejo sin muchas más opciones.


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Para ser un día entre semana el bar estaba suficientemente lleno. No había ni la aglomeración ni el nivel de ruido típico de los sábados por la noche, y no se apreciaba mucha interactividad entre los clientes, reunidos en pequeños grupos o parejas. Los solitarios habían tomado la barra, defendiendo su espacio personal con los brazos extendidos sobre el metal y virando la vista alternativamente entre sus copas y la pantalla de televisión.


En la zona más alejada de la entrada, segundo tamborete contando desde la pared, se sentaba un hombre de aspecto gris e inofensivo. Traje insulso y gafas de pasta a juego con un pelo castaño común, corto y peinado hacía atrás con agua. Estatura media y complexión normal, ningún rasgo especial en su cara; era con diferencia la persona más aburrida que había visto jamás. Alguien tan insulso que uno podría atropellarlo sin darse cuenta, había sobrevivido más de treinta años gracias perfecto mimetismo con su entorno que lo hacía invisible a ojos de cualquier predador. Ajeno a que le observaban, Paul Smith siguió metiéndose cortezas en la boca una a una sin despegar la vista del televisor. Hasta el nombre es vulgar pensó Airo. Hizo una última inspección de local a través de las ventanas antes de ingresar en él.


Encogiéndose tras su disfraz de vagabundo –una colección de sus ropas más viejas y maltratadas con mucho acierto – Airo descendió los tres escalones de la entrada con una cojera parcialmente fingida. No llevaba el bastón para acentuar su aspecto de persona desvalida, pero si una especie de saco con asas amorfo que venía a significar todo lo que poseo cabe aquí dentro. Conocía suficiente el barrio y el local para saber que su entrada no era un acontecimiento extraño ni amenazador, al menos en un principio.


Se dirigió a uno de los seis hombres con traje que había divisado desde fuera, y con un marcado acento de Wutai pidió caridad para un pobre anciano. Ante la negativa inicial insistió un poco, siempre en voz baja y lastimera, para despertar cierta pena al posible benefactor sin invadir jamás su espacio personal. Airo conocía demasiado bien las normas del éxito de un pedigüeño, había conseguido sobrevivir a partir de limosnas durante más tiempo del que parecía humanamente posible. La gente tenía que sentirse en la necesidad de salvar a alguien más débil que ellos para lavar su mala conciencia.


El hombre acabó dejando caer unas cuantas monedas, formando una calderilla miserable que Airo agradeció con efusividad a bajo volumen. Se dirigió al segundo y al tercero entonando la misma cantinela con diferentes grados de éxito antes de dirigirse al hombre gris. Para todos los presentes se había establecido una pauta en la cual aquel vagabundo relacionaba la vestimenta con el poder adquisitivo, así que Smith no percibió nada especial al ser interrogado por el viejo.


–Una limosna para este pobre lisiado – pidió arrastrando las palabras como lo había oído hacer a sus conciudadanos.

–No tengo suelto –respondió sin apartar la vista de la pantalla.

–Sólo pido un poco de caridad, señor. Hace dos días que no como –al decir esto dejó caer una significativa mirada al plato de cortezas.

–No tengo suelto –repitió con voz automática, esta vez mirándolo por el rabillo del ojo.


Airo agachó la cabeza y miró sus pies embutidos en unas botas de montaña una talla mayor –llevaba dos pares de calcetines para que no le bailaran–, después los insulsos mocasines de Smith y finalmente las botas de suela pesada de quien acababa de ocupar el tamborete de al lado. Reconoció ese calzado amenazador que podía romper dos costillas de una sola patada, así como la señal preestablecida –un golpe con el empeine en el metal del asiento – y la mirada de Airo se posó de nuevo en el plato de cortezas.


Smith seguía mirando la pantalla luminosa, fingiendo sin mucho acierto que ignoraba al viejo. El falso vagabundo puso la mano sobra la barra y subrepticiamente la dirigió hacía el aperitivo. En el momento que atenazó el borde del plato, el hombre gris se dio cuenta y lo cogió por el otro borde. La cerámica chirrió sobre el metal cuando ninguno de los dos la soltó.


–¡Serás ladrón! –en lugar de gritar siseó.


Airo no dijo nada, apretando los labios mientras tiraba del plato hacía sí, ya con las dos manos. La actitud de Smith no parecía muy coherente, evitando montar una escena y procurando pasar inadvertido en lugar de quejarse a viva voz. Pero yo quiero que llames la atención pensaba el oriental cuando, al notar la fuerza exagerada que el hombre gris hacía por recuperar su aperitivo –esparcido ya sobre la barra – soltó el plato y dejó que el impulso lo empujara contra el nuevo cliente.


Ocultó la cara bajo los brazos en una muestra de miedo. Entre el hueco podía ver los asientos derribados y la cerveza derramada sobre la barra.


–¿¡A ti que te pasa, extranjero de mierda!? –gritó Smith con la camisa chorreando alcohol.

–¿Qué me has dicho? –exigió una voz irritada a su espalda.


Los dioses no habrían encontrado una frase mejor. Smith se giró para ver contra quien había chocado y se encontró cara a cara con un extranjero de metro noventa y tenso como la cuerda de un arco. No era originario de Wutai, sino de la raza que antaño habitó la región de Cañón Cosmo. Un vestigio superviviente del mestizaje al que se sometieron los nativos cuando el desfiladero fue tomado por hordas de hippies pseudo científicos que decían entender el planeta.


El hombre gris calibró al joven. No era excesivamente musculoso; pero la rabia que se escondía tras sus ojos oscuros aseguraba que, si lo provocaban, atacaría con la fuerza de un búfalo. Su rostro, airado, tenía el color de la tierra, y fruncía unas cejas gruesas y negras. Alzó un par de brazos completamente tatuados con cenefas geométricas y símbolos tribales, seguramente con profundo sentido místico para él; aunque a Airo la silueta de un hombre con cuernos le recordaba más al logo de una banda musical que a ninguna iconografía religiosa.


Los cálculos de Smith le decían que no debía iniciar una reyerta, así que colocó las manos frente a él intentando reclamar la calma perdida. El falso vagabundo, momentáneamente olvidado, aprovechó para empujar al hombre trajeado de tal manera que este a su vez empujó al extranjero. El recién llegado cayó hacía atrás, aferrándose a la barra en un intento de no estrellarse entre los asientos que había derribado.


–¿¡Pero a ti que cojones te pasa!? –exigió el joven moreno, incorporándose.


Ahora todo el bar les prestaba atención, esperando a que llovieran los golpes. Smith no entendía como él podía haber ejercido tanta fuerza sobre ese tipo, y sus dudas eran ciertas. Airo hizo un discreto mutis por el foro dirigiendo una mirada elocuente al joven nativo antes de desaparecer: Iroqu era un gran actor, y también un gran luchador si se terciaba. Este descargó un primer golpe contra la mandíbula del hombre gris. El oriental cerró la puerta, dejando tras de sí el clamor de la pelea.


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–¡Cuánto tiempo sin verte, Paul!


La voz de Leroy sonaba falsamente feliz ante el reencuentro. Estaban en el garaje de lo que en sus buenos tiempos fue un taller del sector 3 antes de que alguien dejara un mechero demasiado cerca del combustible. Ahora se había convertido en el cuarto de invitados de los morosos del chulo, y era tan siniestro y dejado de la mano de dios como parecía.


–¿Qué hacemos aquí? –preguntó Smith con voz estrangulada.

–Nada especial, sólo quería tener una charla contigo en mi garaje.


El hombre gris observó todo con los movimientos rápidos que otorga el miedo. Sus ojos se posaron sobre la puerta por la que le habían hecho entrar –a rastras y contra su voluntad – y comprobó que estaba firmemente cerrada. Aunque no estaba atado y ninguna arma visible apuntaba hacía él, le temblaban las rodillas cosa mala. Iroqu se encontraba a una distancia prudencial, preparado para saltarle al cuello en cualquier momento. Smith se pasó una mano por las magulladuras de la cara y centró su atención en Leroy. Una emboscada, me ha tendido una emboscada el muy...


–¿Sabes que eres al primero que invito a venir aquí? –explicó el chulo.


Era cierto en parte. Hasta la fecha, los problemas del negocio legal de Leroy –inversiones en bolsa –se iban solucionando a través de su abogado, Eric Nerve. Un hombre muy hostil con los que debían dinero; aunque no más hostil que el guardaespaldas. La razón por la que Leroy aun no había recurrido a la cirugía estética o fingido su propia muerte para vivir tranquilo era la discreción que la que llevaba su negocio de prostitución –amenazas y venganzas incluidas - y la forma que en blanqueaba sus beneficios a través de la bolsa. Era mucho más inteligente tener una cuenta en un paraíso fiscal que esconder dinero negro bajo la almohada.


–¿Qué quieres? –murmuró Smith, fingiendo inocencia.

–Sólo lo que es mío –esta vez dejó de mostrar ningún tipo de cordialidad.

–No tengo nada tuyo...

–¿Tengo que refrescarte la memoria? –no era una pregunta, era una amenaza –Las acciones de la química que te vendí...

–¡Te las pagué!

–A precio de saldo. El precio de las acciones cambia según el mercado, Paul. No puedes comprarme unas acciones de una empresa al alza como si estuviera en quiebra. Un inversor como tú debería saberlo.

–Será un error de la transferencia bancaria...

–La mía y la que todos tus socios han recibido, creo saber.

–No tengo dinero...

–¿En sólo tres semanas te has fundido todos los millones que has robado entre estafas y desfalcos a empresas? Muy mal, no deberías tener vicios tan caros.


Smith palideció, viendo que sus posibles defensas flaqueaban ante las pruebas aplastantes. Leroy dio un paso hacía su ex socio, y este repitió el gesto pero hacia atrás. Airo observaba desde una esquina como testigo obligado, sorprendido que alguien tan poco llamativo hubiera sido capaz de amasar tanto dinero por métodos poco ortodoxos. Debía ser muy insultante para alguien como Leroy ser estafado por un hombre tan vulgar.


–No me toques los cojones, Paul. No nací ayer. Dame el dinero que me debes y no te cortaré la piel a tiras.

–¡No tengo dinero, joder! –la voz de Smith sonó chirriante.

–Paul... –la escasa paciencia de Leroy se estaba agotando.

–¡Me robaron! ¿vale? ¡Iba a fugarme del país con toda vuestra pasta pero me la robaron, y ahora estoy atrapado en este puto sector sin poder salir! –hablaba atropelladamente.

–¿Pretendes que me crea eso? ¿Qué pasa, que eres tan gilipollas que decidiste llevarte el dinero en metálico en vez de transferirlo a un deposito seguro?

Los labios del hombre gris perdieron todo color, y sus rodillas chocaban una contra la otra al temblar. En la cara del chulo se dibujó una comprensión fatal.


–Eres idiota... –gruñó dos octavas por debajo de su tono normal.


Airo podía imaginarse la escena del atraco. Es más, podía imaginarse el porqué. Un tipo insignificante que había robado a varias personas y empresas con visible éxito debía sentirse muy importante. Querría llevar su trofeo bien cerca porque, al igual que alguien que palpa su arma constantemente bajo la ropa, se sentía poderoso por la proximidad del dinero. Quizás quería parodiar alguna película de mafiosos y observar su botín desde un asiento de primera clase en un vuelo al extranjero.


¿Y el atraco? ¿Debía haber sido una broma nefasta del azar? Un par de ladrones armados simplemente con destornilladores podían reducir fácilmente a ese tipejo. Smith no podía denunciar ese robo por razones evidentes, así que no se hizo eco en los medios. Era impresionante como una mente criminal podía bajar la guardia cuando saboreaba el éxito: su fantasía infantil le había costado unos millones de guiles que no le pertenecían.


¿Y ahora qué?
Era el pensamiento general. A pesar de la quiebra financiera de su ex socio, el viejo sabía que Leroy haría lo inimaginable para recuperar su dinero. Si los cálculos no le fallaban, la cuenta ascendía a sesenta mil guiles, amén de lo que debía a los demás damnificados. ¿Iban a resarcirse obligándolo a trabajos forzados? Smith no viviría lo suficiente para poder saldar su deuda con todos ellos. Además, el proxeneta quería el dinero en metálico, no un esclavo al que no podía sacarle ningún provecho.


Leroy se pasó la mano por la cara, desde las cejas hasta la perilla, he hizo un gesto parecido a los practicantes de yoga para relajarse. Aquel intento de permanecer en calma no convenció al hombre gris, al que parecía que tanto las piernas como el esfínter iban a fallarle en pocos minutos.


–Verás, Paul... no soy una persona comprensiva ni misericordiosa, no con los que me roban. A mí nadie no se me roba nada –Smith balbuceó, era el único que no advertía el pero implícito en el discurso –. Aun así te daré una oportunidad. Estaría muy feo eliminar a alguien tan evidentemente retrasado como tú. Dejaré que me pagues a plazos. Con intereses.


Smith recuperó la capacidad de respirar, sólo en parte. Parecía estar a punto de agradecer su suerte; pero el chulo no se lo permitió.


–Ya me has puteado una vez, por lo que no puedo confiar en ti. Así que te buscaré un trabajo con un... conocido. Alguien que te vigile para que no te fugues y cumplas con tu parte. ¿Conoces a un hombre llamado Hyde?


Airo silbó entre dientes y Smith palideció. Hyde era un tipo amanerado e histriónico que vivía en el sector 2. Ostentaba el dudoso éxito de ser el único proxeneta al que Leroy no le deseaba una pronta muerte, ya que se dedicaba exclusivamente a la clientela gay. Uno no tenía que ser un sabio para entender que no pretendía colocar a Smith como contable o secretario. El chulo parecía contento por su futura venganza.


–La verdad es que dejas mucho que desear para los parámetros de Hyde; pero estoy seguro que algo podrá hacer contigo. Evidentemente no tienes ni experiencia ni atractivo para colocarte en un puesto de alto standing, así que tendrás que chupar muchas pollas y dejar que den por culo durante al menos un par de años para saldarme la deuda.

–¡No me hagas esto...! –la voz de Smith sonó como si hubiera tragado helio. Iroqu redimió una risita desde su posición.

–El que la hace la paga. Y da gracias que no decida entregarte a todos los demás a los que les has robado –puso mucho énfasis en el todos –. De momento.

–¡Por el amor de dios, no me hagas esto!

–Iroqu –el joven se irguió al oír su nombre –, sujétalo. Vamos a visitar a Hyde.


En dos pasos el guardaespaldas se colocó frente al hombre gris, que se movía erráticamente en un intento desesperado de cambiar su destino inmediato. En su huida disimulada acabó notando el duro tacto de la pared calcinada contra su espalda. Iroqu no se movía ni rápida ni bruscamente, pues en aquella ratonera no lo necesitaba. Hacía esperar a su rehén, permitiendo que el miedo fluyera ante la angustiosa espera.


Smith alzó un brazo, palpando la pared en busca de ayuda o un hueco, y notó contra sus dedos los restos de un vidrio de seguridad que colgaban precariamente del marco de lo que fue un armario. Cerró los dedos contra ellos y consiguió arrancar un trozo, negro de ceniza. Antes de que el guardaespaldas resultara herido por el impulso o pudiera desarmarlo, el hombre gris se colocó un vidrio en el cuello.


–¡Si te acercas más me mato! ¡Juro que me mato! – chilló.

–Paul, no hagas estupideces –advirtió el chulo.

–¡No pienso vivir siendo la puta de nadie y esperando a que los demás me encuentren! ¡Prefiero morirme! –la histeria hacía que su discurso menos melodramático de lo que podría parecer.


Iroqu se alejó marchando hacia atrás medio metro y Leroy, que había palpado instintivamente su arma bajo su ropa, levantó las manos frente a su cuerpo. Los ojos de Smith los miraban a ambos, con las manos y el cuello tiznados en contacto con el vidrio. Tenía los ojos desorbitados y su pulso era tan fuerte que casi podía oírse. Parecía que iba a cumplir su promesa, más por los fuertes temblores que sacudían su cuerpo que por su talante decidido.


Aquella era una medida de un hombre desesperado. El chulo parecía contrariado: su guardaespaldas podía desarmar al hombre gris en un santiamén; pero no estaba seguro que este saliera ileso del placaje. Mantener bajo mínimos el cupo de heridos y muertos por ajustes de cuentas era lo que le alejaba de la cárcel, no estaba por la labor de dar razones a los Turcos para hacerle una visita.


Airo observó a su casero, al joven guardaespaldas y finalmente el hombre gris de tentativas suicidas. Abandonó la esquina donde se parapetaba en silencio y se colocó al lado del proxeneta, visiblemente descolocado por el giro de los acontecimientos.


– La próxima vez que busques un socio para invertir en bolsa exígele un certificado de salud mental.

–Si te digo que prefiero los problemas con los clientes de mis chicas... –siseó Leroy –Al menos esos puedo solucionarlos con una paliza o un tiro en la sien.

–¡Ah, el delicado equilibrio entre la venganza personal y las leyes...! –dijo con tono leve.

–¡Ah...! –se burló el chulo sin pizca de humor.

–Déjame hablar con ese pobre diablo –sugirió el viejo.


Airo renqueó hasta el hombre acorralado y lo saludó con una leve reverencia, a la vieja usanza de su país natal. Con un gesto de la cabeza pidió a Iroqu que se retirara un par de metros. El único movimiento de Smith fueron sus ojos nerviosos, del viejo al guardaespaldas.


–Veo que eres un hombre con honor, y eso me gusta –dijo Airo –. En mi país, un hombre elige antes la muerte que al deshonor, así que si deseas quitarte la vida, adelante.


Smith lo miró incrédulo y Leroy alzó una ceja; pero contuvo su exclamación en el interior de su boca con muy buen juicio.


–¿No... no vas a detenerme?

–¡No! Sería cruel impedir que alguien se librara del deshonor por este camino. La sangre lava el pecado.

–Pero...

–Si quieres, gustosamente te asistiría en un suicidio ritual.

–¿Un qué?

–En mi nación el suicido es un ritual sagrado. Un hombre, arrodillado en el suelo, expresa las razones que le llevan a darse muerte y se corta el vientre de izquierda a derecha con un cuchillo. A su espalda, un hombre de confianza le corta de cabeza –Smith casi se desmayó al escuchar eso –. Este no es el lugar idóneo ni poseemos las armas adecuadas; pero igualmente me gustaría ayudar.


La cara del hombre gris, que inconscientemente había alejado el arma homicida de su cuello, era de incredulidad total. Esperaba que sus secuestradores, por evitarse problemas con la justicia, le dejarían huir ante las amenazas... ¡Y ahora un viejo de Wutai le instaba a suicidarse!

Tragó saliva y habló con dificultad, entre murmullos.


–... la deuda... –el resto de la frase se perdió entre balbuceos.

–Tranquilo, nos la cobraremos igualmente. Una vez haya terminado el ritual examinaremos tu cadáver para sacar una copia de tus huellas dactilares. Quizás por seguridad también deberíamos sacar una copia de las huellas de los pies y un escáner de retina. Tengo un amigo forense que me debe un par de favores. ¡Ah, y no debemos olvidarnos de conseguir algunas muestras de ADN, por lo que pueda pasar! Después entraremos en tu casa y buscaremos los documentos necesarios para hacernos pasar por ti: firmas, partida de nacimiento, documento de identidad...

–¿¡Pero que mierda...!? – Smith no se lo podía creer.


Leroy sonreía visiblemente ante el teatro que se estaba desarrollando. Airo continuó con la escena.


–Con todo esto estoy seguro que, una vez hayamos eliminado el cuerpo y la escena del crimen, podremos hacernos pasar por ti durante el tiempo que sea necesario. Podríamos, por ejemplo, cometer otros robos y estafas en tu nombre; pero no sería muy honorable. En mi opinión, sería mejor buscar y encontrar tus cómplices y recuperar el dinero.

–¿Qué cómplices?

–Los que dijeron que te sacarían del país por una parte del botín y te traicionaron llevándoselo todo –Smith abrió la boca –. He estado observándote durante más días de los que puedas imaginar, y sé que un tipejo insignificante como tú jamás se cruzaría en el punto de mira de un ladrón. Eres tan vulgar que te confundes con la pared que tienes a tu espalda –la forma en que lo dijo hizo que sonara como un insulto grave –. La única razón por la que alguien te escogería sería porque supiera que tienes ese dinero.


Lo que sea que siseara el hombre gris nunca llegó a entenderse. Airo empezó a alejarse de él, dejándole cierta intimidad para que procediera. Podía comprender, en el caso de que aquel hombre hubiera contemplado verdaderamente la idea de suicidarse, que prefiriera hacerlo en solitario y no con la ayuda de un desconocido. Eran tan diferentes las costumbres en Midgar...


–Gracias por facilitarnos el trabajo y evitar que nos manchemos las manos de sangre –dijo Airo con una nueva reverencia –. Que sea rápido, por favor. Se está haciendo tarde y a este viejo le gustaría irse a dormir.


El único que permaneció al lado del ex socio/ estafador/ suicida fue el guardaespaldas. Leroy y Airo se alejaron hasta un lugar donde no podían oírlos y empezaron a hablar en voz baja.


–¿Crees que va a hacerlo? –preguntó el chulo.

–No. Te ha juzgado mal, Leroy: piensa que eres como él, y en el caso inverso te habría dejado marchar libremente para evitar un escándalo. Es la clase de persona incapaz de infligir daño físico.

–¿Cómo sabías que le robaron sus cómplices?

–¡Oh, no lo sabía! –Airo parecía complacido de su descubrimiento –pero lo deduje. Al principio pensaba que era casualidad que alguien le robara; pero ahora ya no estoy tan seguro. Sabiendo como es y por lo que ha contado, debía confiar en que nadie robaría a un ladrón. Se creía más importante de lo que era. ¡Craso error! Sólo es una rata demasiado cobarde para sobrevivir a cualquier precio.

–Lo que... lo que has comentado antes que podríamos hacer si se matara... ¿es factible?

–Bueno, lo cierto es que sí. A mí también me deben favores, ¿sabes? No eres al único que regalo piedras translúcidas –alzó una ceja canosa con elocuencia

–Tu opción es peligrosa; pero mucho más rápida. Y sobre todo, mucho más rentable si realmente podemos cargarle la culpa esa rata cobarde.

–¿En que estás pensando? –tenía la sospecha pintada en la voz.

–¿No dicen que quien roba al ladrón tiene cien años de perdón?

–Leroy...


Los ojos de su casero brillaban con la misma avaricia que un bandido ante su próximo botín. Mierda, miera, mierda... las cosas estaban tomando un rumbo demasiado siniestro. ¿Realmente habían pasado de querer evitar que se hiciera daño a quitarlo de en medio en tan poco tiempo? ¿Pero en que coño piensa Leroy?, se preguntaba el oriental. O las drogas habían destrozado su percepción de las cosas, o estaba más cerca de la psicopatía de lo que demostraba a simple vista.


El proxeneta se giró, caminando con paso erguido hacía su ex socio, que seguía conmocionado contra la pared. En un gesto demasiado rápido para la vista humana desenfundo su arma y la encañonó en la cabeza del hombre gris. El vidrio resbaló entre sus manos, y antes de que las lágrimas del pánico abandonaran sus ojos la pistola ya se había disparado.


–Esto no supone nada para ti ¿verdad? –acusó el oriental mientras el cuerpo de Smith caía como un títere sin hilos.

–Que conste que esta no era mi intención original; pero las cosas han cambiado. He decidido que nos conviene más pasar al plan B.

–En esta ciudad no todas las vidas valen lo mismo... –murmuró con los dientes apretados.

–¡Vamos, vamos; no hay que ser tan melodramático! Alegra esa cara, viejo; porque si tu plan sale bien te recompensaré como nunca lo habían hecho.

–No quiero tu dinero, no lo necesito.

–Ya lo sé –se acercó a él y le palmeo la cara con la mano derecha. Olía a pólvora –. Pero hay algo que sé que quieres y necesitas. En mi cartera de clientes hay ciertos psicópatas de bata blanca que investigan toxinas, como esa que te dejó lisiado...


Airo notó como un cosquilleo nacía en su esternón y le recorría todo el cuerpo. Aquel tío jugaba fuerte y apostaba alto. Si alguna vez quería montar una partida de ruleta rusa –cosa que dudaba –lo llamaría.


–... nadie mejor que el creador del veneno para descubrir el antídoto –ofreció Leroy –. ¿No sería maravilloso dejar de cojear y de sufrir migrañas? Por no decir que podrías hacerle un favor a Berta, creo que se siente muy sola...


El tono sugerente con el que terminó la frase demostró que estaba mucho mejor enterado de lo que ocurría en su bloque de pisos de lo que aparentaba. Tenía que escoger entre ser un chivato, un testigo mudo o un cómplice del crimen. Airo luchó contra varios sentimientos contradictorios, entre la rabia por la facilidad con la que se mataba un hombre y la esperanza por la tentadora oferta. Leroy lo observaba con el móvil en la mano, esperando a que aceptara y le diera el número del forense. A su espalda Iroqu mantenía todo rastro de emoción lejos del alcance humano, y en el suelo estaba el cadáver del traidor traicionado.


–Dame eso –exigió el oriental con voz grave –yo le llamaré.


Ciertamente, su vida valía más que la del hombre gris.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Aviso: Agrandando Azoteas.

ESTO NO ES NINGÚN RELATO. AQUÍ COMENTAR NO ES OPCIONAL. ES UNA PROPUESTA PARA AMPLIAR AZOTEAS Y QUIERO QUE POR LO MENOS, LA MAYORÍA DE LOS HABITUALES OS PRONUNCIÉIS AL RESPECTO.
SINÓ, APAGA Y VÁMONOS


Llevo tiempo barajando varias ideas, partiendo de que este "juego" es un tanto lento (hay una lista de espera de un mes aproximadamente desde que pides un turno).
Para ello, he pensado varias posibilidades para dar vida a esto y hacer algo más que relatos. Cosas que ya había cuando Azoteas era parte del difunto foro ffzx. He pensado tres posibilidades.

La primera es hacer guías. Yo mismo iba a escribir una guía sobre creación de personajes principales, secundarios, extras y demases, pero entre exámenes y otras ocupaciones, quedó un poco de lado. Se pueden hacer guías en plan "Guía Ukio para hacer personajes", "Guía Noiry para descripción de escenas", "Guía de fulano para crear tramas paralelas"... Lo que sea. Cada uno las haría voluntariamente y las enviaría al mail oficial de azoteas (azoteasdemidgar@gmail.com) y de ahí, las subiríamos Noiry o yo mismo. (Estaría bien avisar también en el tagboard de que ha enviado algo).

La segunda idea que se me ocurrió, es hacer "fichas de personajes", dando descripciones y ofreciéndolos a otros relateros para que los usen en crossovers y demases (al fin y al cabo, esto es un fanfic colectivo, y tal...).

Y la tercera posibilidad fue una idea de Noiry, que se empezó a hacer en el susodicho foro: Consiste en escribir comentarios personales sobre tus ideas a la hora de hacer tal relato, o tal personaje. No nos interesa cualquier relato ni personaje, no queremos leer sobre el hamster que cruzaba la carretera en el relato número lo que sea, sino por ejemplo, sobre los relatos que fueron votados en el evento de los cien relatos, o los personajes que fueron votados (o mismamente su ganador. Hala, hija, paga el precio de la fama!).

En todos los casos, el medio de publicación sería el mismo: Enviarlo al mail oficial y ya lo publicaremos (no queremos que haya 20.000 cosas de estas y que haya que buscar los relatos. Se subirían uno o dos a la semana o así, en caso de que haya tantos). También existe la posibilidad de que los enviemos de vuelta para que el autor los repase.


Además de eso, tenemos la clásica opción "otros". Tenéis los comentarios de esta misma entrada para proponer ideas. Hala, pasadlo bien.


Atentamente:

Ukio

domingo, 5 de octubre de 2008

141.

Lo que más le molestaba mientras estaba con una mujer en la cama el ruido de los coches circulando por la calle, ni los constantes sonidos de jadeante placer que atravesaban las paredes, ni las risas de los niños que jugueteaban. Lo que más le jodía, sin lugar a dudas, era el puto perro que ladraba mientras el niñato rubio le motivaba a aullar cada vez más alto.

Apartó bruscamente a la chica, una belleza de tez morena y rizos de ala de cuervo que era una de las mayores “delicattesens” del local, para servirse un buen vaso de cualquier bebida alcohólica que tuviera en el mueble bar. El continuo contraste entre ámbares y blanquecinos atrapados en la cristalina trasparencia desapareció tras una portezuela de madera veteada que una mano no ocupada por una botella de licor de manzana empujó.

- Vuelve a la cama, cariño. Estoy muy caliente, y necesito un poco de tus labios – dijo con voz sensualmente sugerente y suave la mujer de ébano.
- No hace falta que finjas conmigo, encanto. Fui yo quien os dijo que trataseis a los clientes con atención, pero yo soy tu jefe. Sé que me odias – pegó un buen trago que casi vació su vaso, y se deleitó con los relieves del mismo -, sé que todas lo hacéis. Ahora vete, creo que un bailecito en el salón te hará ganarte esto.

Lanzó a la chica una bolsita de polvo blanco, que en ese momento dejó de taparse el busto con la sábana granate en un intento por atrapar el paquetito, que cayó al otro lado de la cama. Desesperada, se lanzó a cuatro patas sobre el colchón, y agachó la cabeza para recoger su preciado tesoro, dejando al descubierto su exuberante cuerpo desnudo.
Si no fuera porque tenía un negocio que dirigir, se hubiera abalanzado babeante contra aquellas piernas abiertas dispuestas a dar a beber su gloria a aquel que la quisiera (y pudiera permitírsela).

Una vez tuvo en sus manos la mortecina posesión, la mujer ni se molestó en vestirse y cruzó la habitación llevando únicamente la pequeña bolsa de cocaína.
Antes de abrir la puerta, una mano rodeó su pecho izquierdo, apretándolo y sintiendo su peso sobre la palma, mientras el brazo derecho la rodeaba, descendiendo lentamente por el suave vientre hasta que las yemas de los dedos se internaron en la chica, la cual no se molestó en fingir sensación alguna mientras su superior lamía su cuello y olfateaba su rizado pelo. Simplemente, se dejó hacer durante unos breves segundos, hasta que un sencillo “tengo que marcharme” y un gesto de manos apartando al hombre de la mujer cortó todo movimiento que no fuera el de la prostituta saliendo por la puerta con aspecto asqueado y furioso.

Carl no tuvo más remedio que ir al baño y acabar con aquella cosa que sobresalía en su bajo vientre de la única manera que había: masturbándose en el WC.
También podría haber obligado a la mujer con la que había compartido cama aquella noche a volver y complacerle repitiendo la misma actuación, pero ya estaba cansado del numerito que hacían todas las chicas. Siempre la misma actuación, con cada puta de su local. Con todas, a excepción de la nueva, que aún no se había estrenado y podía reservar para sacar mayor beneficio; aunque también estaba eso de que fuera menor de edad.

Apretó el botón del retrete, y mientras el vórtice acuático se tragaba sus fluidos el se internó en la ducha. Aquel despacho era una segunda casa, un refugio alejado de la mundanal vida y, como no, un lugar donde pasar buenos ratos cuando uno se encuentra aburrido o simplemente con ganas. El agua se deslizó lentamente, y luego a una velocidad más rápida por su piel, lamiendo su barba y pegando la melena a su cuello.

Cerró el grifo y se acercó una toalla al cuerpo. Volvió a su despacho-dormitorio y miró por la ventana. Allí estaba el niñato rubio, hablando con un tipo que, aunque más pequeño, parecía más inmenso. En la ventana de enfrente, una señora escandalizada parecía soltar gritos, escandalizada porque Carl no se había tapado con la toalla, que en ese momento estaba secando su pelo. Al verla, Carl se agarró el miembro con la derecha mientras intentaba que la anciana leyera sus labios diciendo “mira como me la pelo, puta”.
Aquel incidente fue un alivio y le vino bien para reírse un rato. Acostarse con las chicas a la que él mismo regentaba estaba bien, pero desde luego no era tan satisfactorio se ellas no daban todo lo que tenían; y aquello le hizo sentirse bien.

Tras imitar a un helicóptero y al badajo de una campana, el dueño del prostíbulo se atavió sus habituales vestiduras y bajó al piso inferior. Un solitario viejo, de amarillento bigote y entretenido en babear el escote de una aburrida prostituta que estaba sentada encima de él, no se dio cuenta de que un hombre con botas de hebillas, vaqueros negros, camiseta oscura y gabardina de cuero pasaba a su lado.
Aquel pub elitista que no llamaba la atención, era en realidad uno de los negocios que intentaban abrirse camino en el mundo de la venta de servicios sexuales, oculto en los barrios bajos de la ciudad.
Nada más salir, una pareja de turcos se bajo del coche para proteger a un chavalín con una barra de mortadela entre los brazos, mientras que un tercer hombre de negro bajaba de la parte trasera con más calma. Sí esos tipos supieron que estaban a las puertas de un negocio de prostitución que no “untaba” a su jefe para seguir actuando…

Caminó durante aproximadamente un cuarto de hora en dirección a una tranquila cafetería de barrio, muy parecida a esas que salen en las películas de camioneros que se detienen en estaciones de servicio. El polvo de la mañana se agitó ante la escasa iluminación que producía un neón bastante bueno cuando Carl abrió la puerta. Un par de viejos bigotudos y desdentados se pararon a mirarle con sus caras de sabuesos durante unos cinco segundos, y después volvieron a su cafelito y periódico matinal. La camarera, que ya empezaba a mostrar unas cuantas arrugas en su cara, se limpió las manos en el delantal que llevaba y recogió una cafetera para servir más bebida al único cliente que no se había girado cuando había entrado: era un enorme hombre negro de gran estatura y envergadura considerable. De hecho, le sacaba un par de cabezas a Carl y sus botas, y eso que él no era ningún retaco. El hecho de que cada brazo tuviese el tamaño de la testa del dueño del prostíbulo le daba un aspecto más grande todavía. La cabeza afeitada y la gorra con el pañuelo, la camiseta de tirantes blanca y el pantalón de estilo militar… Todo le daba un aspecto fiero. Cualquiera se hubiera quedado asustado si no fuera por toda la comida que se estaba metiendo al cuerpo. Una pareja de hamburguesas especialidad de la casa, un plato de huevos fritos con beicon, café, un triplete de bollos, y un cacho de pan que ya había sido reducido a la mitad para comerse con las yemas de los dos huevos.
Y todo lo que ya no se veía y ya habría desaparecido entre sus fauces.

- ¿Por qué no me extrañaría nada que éste fuera tu tercer desayuno de hoy?
- Porque sabes que siempre vengo aquí para el tercero, pedazo de capullo. ¿Nlo fieref albo dara cober? – Carl quiso interpretarlo como una propuesta amable, pero era imposible tomárselo en serio con aquel mastodonte hablando a la vez que se llenaba la boca con una mezcla de carne, pan y queso.
- No, gracias. Mantener la línea, ya sabes… Eso que te daba tanto miedo de pequeño – y le golpeó amistosamente una palmadita en el costado de la tripa.

El gigante no se lo tomó demasiado bien, cómo si le hubieran golpeado en un punto sensible. Botó en la silla, sobresaltado como si en ella hubieran puesto un clavo de punta, y encaró a su acompañante:

- No vuelvas a hacer eso – separó bien cada palabra, dando un énfasis especial cada vez que continuaba la frase – Nunca.
- Vale, cómo quieras. Pero deja de montar el numerito, que nos están mirando todos – realmente los viejos seguían con su periódico y su café - ¿Me pone una taza de café?

Durante unos minutos, la conversación se mantuvo esperando el momento propicio para continuar. Ninguno de los dos hablaba, sólo miraban la vieja cafetera que tenían justo enfrente mientras sorbían café y el ebanizado grandullón devoraba su banquete con una ávida velocidad. Una vez hubo acabado, Carl reanudó el encuentro:

- Estoy cansado.
- ¿Cansado? – su compañero ensanchó las aletas de la prominente nariz, con una cara de extrañamiento – Pero si hoy no has hecho nada…
- No me refiero a eso - hizo una pausa un poco prolongada en la que sorbió un poco más de su taza – A lo que me refiero es que ya no quiero seguir así, como estoy ahora: cinco años en la universidad estudiando para acabar siendo un putero sin nada que ganar, odiado por todos y sin una puta vida a la que agarrarse… No quiero seguir así, pero no puedo dar la espalda a lo que soy como si nada existiese.
- Amigo mío, no sé por qué razón te has montado todo este debate filosófico. Ni tan siquiera quiero saberlo. Pero si algo te mortifica lo mejor es que atajes de raíz. Deja el negocio y comienza de nuevo; lejos si lo prefieres.
- No sé que hacer…

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Era ya bastante tarde cuando se decidió a volver a su local. Los neones habían empezado a cambiar, dando a todo una tonalidad más nocturna y propiciando el lugar para que discotecas, bares y clubes comenzaran su puesta en escena. Todos, salvo un elitista pub que mantenía las luces apagadas por completo y colgado un cartel que rezaba “Cerrado por reformas. Disculpen las molestias”. Cosa que a Carl no le gustó ningún pelo.

La luces estaban apagadas, tan sólo el pequeño pasillo con escaleras estaba débilmente iluminado. Carl preparó su Rhyno, enfundada bajo la amplia gabardina.
Un atroz e insoportable dolor le vino desde el hombro. Si no se hubiera apartado justo en el momento preciso, ahora mismo la incisión en la columna vertebral hubiera sido letal. Una chica de broncínea piel le miraba con ojos llorosos y llenos de ira:

- ¡Hijo de puta! Mereces estar muerto – entre lágrimas, levantó el arma a la altura del pecho. Unas pocas gotas carmesíes se deslizaron por el filo del enorme cuchillo de cocina cuando lanzó una nueva estocada. Carl se apartó, sin sacar la pistola de su funda. No quería perder a una chica tan valiosa como ella.
- Deja ese cuchillo. Voy a dejar esto; este negocio y esta vida. Ahora sois libres, Black Candy.
- ¡Que te follen! Me llamo Esther, no el sucio apodo que me pusiste para que me abriera de piernas – una nueva cuchillada empapada en más lágrimas y gritos, que de nuevo falló rasgando parte del cuero de la gabardina, salvándose por unos centímetros de ser ensartado – Me importa una mierda que vayas a dejarnos libres. Nos has jodido la vida, puto cabronazo.

La chica anteriormente conocida como Black Candy y nuevamente llamada Esther se arrojó contra su oponente, el cual agarró de sus brazos intentando que soltara el cuchillo. Durante unos extraños segundos, el mar de gritos, soplidos y confusión se debatió con la pregunta de quién sería el vencedor.

La sangre comenzó a brotar entre la herida del abdomen. Carl se apartó, y Esther se quedó quieta mirando el cuchillo clavado. Tenía cortes en los brazos, pero por lo demás estaba bien. La peor parte fue para su esclavista, que ahora mismo tenía un cuchillo clavado en el vientre.
Embobado, miró el cuchillo y luego miró a su ejecutora. Extrajo el cuchillo acompañado de un buen chorretón de humor rojizo, y se abalanzó furioso, con ira animal contra la chica. Lo primero fue una bofetada que la derribó, y una vez en el suelo clavó el cuchillo varias veces en su pecho, ombligo y cara. Una vez, dos veces, tres, cuatro… Ya había perdido la cuenta de cuantas veces había hundido el filo en la mujer cuando éste se partió, continuando con una sarta de puñetazos hasta dejar el rostro irreconocible.
Por fin, se apartó de la mujer y se arrastró unos cuantos metros, hasta acabar rendido en el suelo por la pérdida de sangre.

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- Sí te mueves se van a saltar los puntos, pedazo de capullo. No he estado con siete operaciones caseras para que luego tú las jodas todas.
- ¿Eres tú, Black Candy? – la voz era lastimera, quejumbrosa. Cuando intentó levantar un brazo, una férrea mano se lo rodeó y apretó hasta que, sin fuerzas, volvió a dejarlo caer.
- Bueno, si quieres puedo ser tu “caramelito negro”, pero yo detrás ¿Vale?
- Qué hijo de puta eres, Big Hole. No veo nada si no me quitas el jodido foco de la cara.

La habitación dejaba un poco que desear para operar a alguien allí, pero el gigante de azabache había conseguido colar una camilla y una lámpara de quirófano entre los posters de famosos raperos y montones de libros y discos. Incluso tenía por allí tirado el material quirúrgico con el que se dedicaba a operar por poco dinero.

- ¿Qué ha pasado con Blac… Con Esther?
- ¡Joder, hermano! Me parece mentira que no lo sepas. Está muerta. De hecho, igual puedes ver algo todavía por la ventana.
- ¿Por la ventana?

El resto de las palabras quedaron colgando en el aire. Estaban situados en el edificio de enfrente, al otro lado de la plaza, y lo que veían era un espectáculo digno de llamarse “Infierno en llamas”. El local, y por extensión todo el edificio donde se situaba estaba envuelto en una rojiza y anaranjada explosión de fuego, lleno de negro humo que los servicios de extinción apenas lograban apagar. Una dantesca escena donde las chispas crepitaban en la rugiente lumbre consumiendo como lenguas el dulce caramelo que era el club de alterne.

- ¿Y todas las chicas que estaban dentro? – preguntó Carl sin inmutarse, con el efecto de los calmantes todavía en el cuerpo.
- Pues… Siguen dentro. Todas confabuladas para asesinarte; excepto la nueva, que está en su casa durmiendo.
- Todo mi trabajo… Todas mis cosas… Todo, perdido. – Carl no sabía si alegrarse o llorar – Ahora puedo comenzar de nuevo.
- Tienes suerte. Acaban de encontrar a Don Corneo muerto en Wutai, con la cabeza abierta y sobre un bichejo asqueroso. Así que tú decides qué hacer.

De nuevo, el silencio volvió a adueñarse de todo durante un rato, mientras contemplaban las flamas consumiendo el pasado del chulo.

- ¿Sabes que, Carl? Lo mejor de todo es que no tienen nada que nos incrimine por esto. Lo he simulado a la perfección imitando a un sujeto que llevo estudiando un tiempo.
- ¿Quién? ¿Algún chalado pirómano? – una risa floja se transformó en unos tosidos expectorantes que le causaron algo de dolor en la cicatriz del vientre.
- Es un nuevo asesino en serie. Un tal Frank Tombside.

miércoles, 1 de octubre de 2008

140

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