Lo que más le molestaba mientras estaba con una mujer en la cama el ruido de los coches circulando por la calle, ni los constantes sonidos de jadeante placer que atravesaban las paredes, ni las risas de los niños que jugueteaban. Lo que más le jodía, sin lugar a dudas, era el puto perro que ladraba mientras el niñato rubio le motivaba a aullar cada vez más alto.
Apartó bruscamente a la chica, una belleza de tez morena y rizos de ala de cuervo que era una de las mayores “delicattesens” del local, para servirse un buen vaso de cualquier bebida alcohólica que tuviera en el mueble bar. El continuo contraste entre ámbares y blanquecinos atrapados en la cristalina trasparencia desapareció tras una portezuela de madera veteada que una mano no ocupada por una botella de licor de manzana empujó.
- Vuelve a la cama, cariño. Estoy muy caliente, y necesito un poco de tus labios – dijo con voz sensualmente sugerente y suave la mujer de ébano.
- No hace falta que finjas conmigo, encanto. Fui yo quien os dijo que trataseis a los clientes con atención, pero yo soy tu jefe. Sé que me odias – pegó un buen trago que casi vació su vaso, y se deleitó con los relieves del mismo -, sé que todas lo hacéis. Ahora vete, creo que un bailecito en el salón te hará ganarte esto.
Lanzó a la chica una bolsita de polvo blanco, que en ese momento dejó de taparse el busto con la sábana granate en un intento por atrapar el paquetito, que cayó al otro lado de la cama. Desesperada, se lanzó a cuatro patas sobre el colchón, y agachó la cabeza para recoger su preciado tesoro, dejando al descubierto su exuberante cuerpo desnudo.
Si no fuera porque tenía un negocio que dirigir, se hubiera abalanzado babeante contra aquellas piernas abiertas dispuestas a dar a beber su gloria a aquel que la quisiera (y pudiera permitírsela).
Una vez tuvo en sus manos la mortecina posesión, la mujer ni se molestó en vestirse y cruzó la habitación llevando únicamente la pequeña bolsa de cocaína.
Antes de abrir la puerta, una mano rodeó su pecho izquierdo, apretándolo y sintiendo su peso sobre la palma, mientras el brazo derecho la rodeaba, descendiendo lentamente por el suave vientre hasta que las yemas de los dedos se internaron en la chica, la cual no se molestó en fingir sensación alguna mientras su superior lamía su cuello y olfateaba su rizado pelo. Simplemente, se dejó hacer durante unos breves segundos, hasta que un sencillo “tengo que marcharme” y un gesto de manos apartando al hombre de la mujer cortó todo movimiento que no fuera el de la prostituta saliendo por la puerta con aspecto asqueado y furioso.
Carl no tuvo más remedio que ir al baño y acabar con aquella cosa que sobresalía en su bajo vientre de la única manera que había: masturbándose en el WC.
También podría haber obligado a la mujer con la que había compartido cama aquella noche a volver y complacerle repitiendo la misma actuación, pero ya estaba cansado del numerito que hacían todas las chicas. Siempre la misma actuación, con cada puta de su local. Con todas, a excepción de la nueva, que aún no se había estrenado y podía reservar para sacar mayor beneficio; aunque también estaba eso de que fuera menor de edad.
Apretó el botón del retrete, y mientras el vórtice acuático se tragaba sus fluidos el se internó en la ducha. Aquel despacho era una segunda casa, un refugio alejado de la mundanal vida y, como no, un lugar donde pasar buenos ratos cuando uno se encuentra aburrido o simplemente con ganas. El agua se deslizó lentamente, y luego a una velocidad más rápida por su piel, lamiendo su barba y pegando la melena a su cuello.
Cerró el grifo y se acercó una toalla al cuerpo. Volvió a su despacho-dormitorio y miró por la ventana. Allí estaba el niñato rubio, hablando con un tipo que, aunque más pequeño, parecía más inmenso. En la ventana de enfrente, una señora escandalizada parecía soltar gritos, escandalizada porque Carl no se había tapado con la toalla, que en ese momento estaba secando su pelo. Al verla, Carl se agarró el miembro con la derecha mientras intentaba que la anciana leyera sus labios diciendo “mira como me la pelo, puta”.
Aquel incidente fue un alivio y le vino bien para reírse un rato. Acostarse con las chicas a la que él mismo regentaba estaba bien, pero desde luego no era tan satisfactorio se ellas no daban todo lo que tenían; y aquello le hizo sentirse bien.
Tras imitar a un helicóptero y al badajo de una campana, el dueño del prostíbulo se atavió sus habituales vestiduras y bajó al piso inferior. Un solitario viejo, de amarillento bigote y entretenido en babear el escote de una aburrida prostituta que estaba sentada encima de él, no se dio cuenta de que un hombre con botas de hebillas, vaqueros negros, camiseta oscura y gabardina de cuero pasaba a su lado.
Aquel pub elitista que no llamaba la atención, era en realidad uno de los negocios que intentaban abrirse camino en el mundo de la venta de servicios sexuales, oculto en los barrios bajos de la ciudad.
Nada más salir, una pareja de turcos se bajo del coche para proteger a un chavalín con una barra de mortadela entre los brazos, mientras que un tercer hombre de negro bajaba de la parte trasera con más calma. Sí esos tipos supieron que estaban a las puertas de un negocio de prostitución que no “untaba” a su jefe para seguir actuando…
Caminó durante aproximadamente un cuarto de hora en dirección a una tranquila cafetería de barrio, muy parecida a esas que salen en las películas de camioneros que se detienen en estaciones de servicio. El polvo de la mañana se agitó ante la escasa iluminación que producía un neón bastante bueno cuando Carl abrió la puerta. Un par de viejos bigotudos y desdentados se pararon a mirarle con sus caras de sabuesos durante unos cinco segundos, y después volvieron a su cafelito y periódico matinal. La camarera, que ya empezaba a mostrar unas cuantas arrugas en su cara, se limpió las manos en el delantal que llevaba y recogió una cafetera para servir más bebida al único cliente que no se había girado cuando había entrado: era un enorme hombre negro de gran estatura y envergadura considerable. De hecho, le sacaba un par de cabezas a Carl y sus botas, y eso que él no era ningún retaco. El hecho de que cada brazo tuviese el tamaño de la testa del dueño del prostíbulo le daba un aspecto más grande todavía. La cabeza afeitada y la gorra con el pañuelo, la camiseta de tirantes blanca y el pantalón de estilo militar… Todo le daba un aspecto fiero. Cualquiera se hubiera quedado asustado si no fuera por toda la comida que se estaba metiendo al cuerpo. Una pareja de hamburguesas especialidad de la casa, un plato de huevos fritos con beicon, café, un triplete de bollos, y un cacho de pan que ya había sido reducido a la mitad para comerse con las yemas de los dos huevos.
Y todo lo que ya no se veía y ya habría desaparecido entre sus fauces.
- ¿Por qué no me extrañaría nada que éste fuera tu tercer desayuno de hoy?
- Porque sabes que siempre vengo aquí para el tercero, pedazo de capullo. ¿Nlo fieref albo dara cober? – Carl quiso interpretarlo como una propuesta amable, pero era imposible tomárselo en serio con aquel mastodonte hablando a la vez que se llenaba la boca con una mezcla de carne, pan y queso.
- No, gracias. Mantener la línea, ya sabes… Eso que te daba tanto miedo de pequeño – y le golpeó amistosamente una palmadita en el costado de la tripa.
El gigante no se lo tomó demasiado bien, cómo si le hubieran golpeado en un punto sensible. Botó en la silla, sobresaltado como si en ella hubieran puesto un clavo de punta, y encaró a su acompañante:
- No vuelvas a hacer eso – separó bien cada palabra, dando un énfasis especial cada vez que continuaba la frase – Nunca.
- Vale, cómo quieras. Pero deja de montar el numerito, que nos están mirando todos – realmente los viejos seguían con su periódico y su café - ¿Me pone una taza de café?
Durante unos minutos, la conversación se mantuvo esperando el momento propicio para continuar. Ninguno de los dos hablaba, sólo miraban la vieja cafetera que tenían justo enfrente mientras sorbían café y el ebanizado grandullón devoraba su banquete con una ávida velocidad. Una vez hubo acabado, Carl reanudó el encuentro:
- Estoy cansado.
- ¿Cansado? – su compañero ensanchó las aletas de la prominente nariz, con una cara de extrañamiento – Pero si hoy no has hecho nada…
- No me refiero a eso - hizo una pausa un poco prolongada en la que sorbió un poco más de su taza – A lo que me refiero es que ya no quiero seguir así, como estoy ahora: cinco años en la universidad estudiando para acabar siendo un putero sin nada que ganar, odiado por todos y sin una puta vida a la que agarrarse… No quiero seguir así, pero no puedo dar la espalda a lo que soy como si nada existiese.
- Amigo mío, no sé por qué razón te has montado todo este debate filosófico. Ni tan siquiera quiero saberlo. Pero si algo te mortifica lo mejor es que atajes de raíz. Deja el negocio y comienza de nuevo; lejos si lo prefieres.
- No sé que hacer…
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Era ya bastante tarde cuando se decidió a volver a su local. Los neones habían empezado a cambiar, dando a todo una tonalidad más nocturna y propiciando el lugar para que discotecas, bares y clubes comenzaran su puesta en escena. Todos, salvo un elitista pub que mantenía las luces apagadas por completo y colgado un cartel que rezaba “Cerrado por reformas. Disculpen las molestias”. Cosa que a Carl no le gustó ningún pelo.
La luces estaban apagadas, tan sólo el pequeño pasillo con escaleras estaba débilmente iluminado. Carl preparó su Rhyno, enfundada bajo la amplia gabardina.
Un atroz e insoportable dolor le vino desde el hombro. Si no se hubiera apartado justo en el momento preciso, ahora mismo la incisión en la columna vertebral hubiera sido letal. Una chica de broncínea piel le miraba con ojos llorosos y llenos de ira:
- ¡Hijo de puta! Mereces estar muerto – entre lágrimas, levantó el arma a la altura del pecho. Unas pocas gotas carmesíes se deslizaron por el filo del enorme cuchillo de cocina cuando lanzó una nueva estocada. Carl se apartó, sin sacar la pistola de su funda. No quería perder a una chica tan valiosa como ella.
- Deja ese cuchillo. Voy a dejar esto; este negocio y esta vida. Ahora sois libres, Black Candy.
- ¡Que te follen! Me llamo Esther, no el sucio apodo que me pusiste para que me abriera de piernas – una nueva cuchillada empapada en más lágrimas y gritos, que de nuevo falló rasgando parte del cuero de la gabardina, salvándose por unos centímetros de ser ensartado – Me importa una mierda que vayas a dejarnos libres. Nos has jodido la vida, puto cabronazo.
La chica anteriormente conocida como Black Candy y nuevamente llamada Esther se arrojó contra su oponente, el cual agarró de sus brazos intentando que soltara el cuchillo. Durante unos extraños segundos, el mar de gritos, soplidos y confusión se debatió con la pregunta de quién sería el vencedor.
La sangre comenzó a brotar entre la herida del abdomen. Carl se apartó, y Esther se quedó quieta mirando el cuchillo clavado. Tenía cortes en los brazos, pero por lo demás estaba bien. La peor parte fue para su esclavista, que ahora mismo tenía un cuchillo clavado en el vientre.
Embobado, miró el cuchillo y luego miró a su ejecutora. Extrajo el cuchillo acompañado de un buen chorretón de humor rojizo, y se abalanzó furioso, con ira animal contra la chica. Lo primero fue una bofetada que la derribó, y una vez en el suelo clavó el cuchillo varias veces en su pecho, ombligo y cara. Una vez, dos veces, tres, cuatro… Ya había perdido la cuenta de cuantas veces había hundido el filo en la mujer cuando éste se partió, continuando con una sarta de puñetazos hasta dejar el rostro irreconocible.
Por fin, se apartó de la mujer y se arrastró unos cuantos metros, hasta acabar rendido en el suelo por la pérdida de sangre.
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- Sí te mueves se van a saltar los puntos, pedazo de capullo. No he estado con siete operaciones caseras para que luego tú las jodas todas.
- ¿Eres tú, Black Candy? – la voz era lastimera, quejumbrosa. Cuando intentó levantar un brazo, una férrea mano se lo rodeó y apretó hasta que, sin fuerzas, volvió a dejarlo caer.
- Bueno, si quieres puedo ser tu “caramelito negro”, pero yo detrás ¿Vale?
- Qué hijo de puta eres, Big Hole. No veo nada si no me quitas el jodido foco de la cara.
La habitación dejaba un poco que desear para operar a alguien allí, pero el gigante de azabache había conseguido colar una camilla y una lámpara de quirófano entre los posters de famosos raperos y montones de libros y discos. Incluso tenía por allí tirado el material quirúrgico con el que se dedicaba a operar por poco dinero.
- ¿Qué ha pasado con Blac… Con Esther?
- ¡Joder, hermano! Me parece mentira que no lo sepas. Está muerta. De hecho, igual puedes ver algo todavía por la ventana.
- ¿Por la ventana?
El resto de las palabras quedaron colgando en el aire. Estaban situados en el edificio de enfrente, al otro lado de la plaza, y lo que veían era un espectáculo digno de llamarse “Infierno en llamas”. El local, y por extensión todo el edificio donde se situaba estaba envuelto en una rojiza y anaranjada explosión de fuego, lleno de negro humo que los servicios de extinción apenas lograban apagar. Una dantesca escena donde las chispas crepitaban en la rugiente lumbre consumiendo como lenguas el dulce caramelo que era el club de alterne.
- ¿Y todas las chicas que estaban dentro? – preguntó Carl sin inmutarse, con el efecto de los calmantes todavía en el cuerpo.
- Pues… Siguen dentro. Todas confabuladas para asesinarte; excepto la nueva, que está en su casa durmiendo.
- Todo mi trabajo… Todas mis cosas… Todo, perdido. – Carl no sabía si alegrarse o llorar – Ahora puedo comenzar de nuevo.
- Tienes suerte. Acaban de encontrar a Don Corneo muerto en Wutai, con la cabeza abierta y sobre un bichejo asqueroso. Así que tú decides qué hacer.
De nuevo, el silencio volvió a adueñarse de todo durante un rato, mientras contemplaban las flamas consumiendo el pasado del chulo.
- ¿Sabes que, Carl? Lo mejor de todo es que no tienen nada que nos incrimine por esto. Lo he simulado a la perfección imitando a un sujeto que llevo estudiando un tiempo.
- ¿Quién? ¿Algún chalado pirómano? – una risa floja se transformó en unos tosidos expectorantes que le causaron algo de dolor en la cicatriz del vientre.
- Es un nuevo asesino en serie. Un tal Frank Tombside.
domingo, 5 de octubre de 2008
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5 comentarios:
Buen relato, tiene su gracia, además el eprsonaje del putero es... interesante en cierto sentido, planteándose cambiar de vida y tal, aunque menudos arranques de genio que tiene!!!!
Mola, especialmente la idea de Big Hole de imitar a un asesino en serie, eso pasa mucho en la vida real, que a los asesinos famosos les salen imitadores.
Se te va la mano duramente con las metáforas. Que si azabache, que si llamas que lamen el dulce caramelo del edificio...
Por lo demás, puede ser un giro interesante a la historia de Tombside (por cierto, como es que se conoce su nombre de pila? Ando perdido, ultimamente).
Sí, el nombre se dijo alguna vez, aunque luego se refirió a él solamente como Tombside, sin incluir el nombre.
Las metáforas... Pues por rellenar, que andaba escaso de palabrería.
PD: Sí, este putero es el mismo que el del One Shot de Sonya. Camello, putero y encima arruinado.
Me has matado un poco porque he tenido la sensación de compartir onda telepática.
Antes de leer tu relato estaba pensando en sacar el personaje de Leroy a la palestra (podríamos considerar un compañero de profesión) pero leerlo me ha hecho que cambie la escena que tenía preparada para él.
Aparte de eso, a mí me gusta algunas de tus metáforas, como lo del rizo de ala de cuervo. Quizás lo que me ha descolocado más en el ambiente general del relato ha sido el desayuno del colega, lo veía muy diferente y no sé porque...
Ten cuidao que reiteras palabras y descripciones. Hay alguna parte que queda vacía, como el desayuno, te curras la introducción pero luego dices cuatro cosas y lo dejas colgao.
A parte de eso, ya se extrañaba alguna mención a nuestro colegui Tombi XD
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