martes, 23 de junio de 2009

178.

Volutas de humo turquesa se elevaron con elegancia y refinamiento. Las ondas parecían rizarse unas sobre otras sin control aparente pero en perfecta armonía. En realidad llamarlo “humo” era incorrecto, pero no sabría como definirlo; le recordaba a los dibujos que formaba un tinte al caer al agua. Pero no había agua aquí. No había nada.
La oscuridad infinita.
El silencio.
La nada.
Y sin embargo todo.
En algún momento, no sabía si hacía mucho o poco, ni siquiera cuándo, porque el concepto de tiempo no existía, vio el reflejo de una luz titilando, ni cerca ni lejos, porque el concepto de distancia era difuso, quizá también inexistente. No tenia consciencia de haber visto nunca una luz en aquel mar de oscuridad, pero tan pronto como se dio cuenta de la existencia de aquella comenzó a ver el resto, a su alrededor, en todas partes, siempre habían estado allí, ¿Por qué no las había visto antes? Era como cerrar los ojos, al principio solo ves oscuridad, luego empiezas a ver pequeños puntos luminosos. Se sintió, o creyó sentirse, desconcertado por su propia obcecación.
Y así como empezó a ver las corrientes de humo o líquido turquesa, comenzó a oír un murmullo que creció y le ensordecía. Era una sensación extraña. El sonido parecía no entrar por sus oídos sino retumbar directamente en su mente, lo sentía.
En algún momento dado, sin saber cuándo ni cómo, aprendió a comprender el incesante galimatías auditivo y supo que eran voces, miles o millones de ellas. Susurros, gritos, risas, llanto. No lograba captar ninguna palabra en concreto, pero sabía con qué intención se pronunciaban algunos que aquellos ecos.

Escuchó un sonido cristalino, como el de una campanilla de viento. Al oírla supo, de algún modo, que hacía mucho aquella campanilla resonaba, pero, una vez, más, no se había dado cuenta de ello.
A su alrededor las pequeñas luces flotaban armónicamente, solo una de ellas no se movía. La miró fijamente, era lo único en aquel basto imperio de luces que parecía inmóvil. La luz se resquebrajó, de su interior nació una nueva luz, más brillante, más blanca, más hermosa. Plumas de luz, ojos turquesas. La pequeña ave salió de su cascarón y alzó el vuelo. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que vio la luz inmóvil? Pudo haber sido hacía instantes, o pudieron pasar eternidades.
Sintió que debía seguir el rastro de plumas que el pájaro dejaba tras de sí, plumas que se desintegraban formando nuevas pequeñas luces titilantes. Alas de mariposa. ¿Cómo? ¿Cuándo? El ave se transformó en una bella mariposa blanca... y desapareció. Como si nunca hubiera existido.

¿De verdad hubo alguna vez una luz inmóvil? ¿Un pájaro de luz? ¿De verdad existían aquellas luces y aquel humo turquesa? ¿Aquellas voces?

La campana resonó más fuerte que la última vez. Sonaba como agua de cristal. Veía el sonido, creando ondas de azul irisado y turquesa que se prolongaban hasta alcanzarle. Vio la una luz cayendo, resonando con un eco impoluto, rompiendo las voces que se afanaban por hacerse audibles. Vio el pájaro de luz sobre una rama blanca de hojas de agua. Vio hierba turquesa y un río de campanas de viento.
La luz le cegó. ¿De dónde venía? Caía sobre él como rayos de oro, platino y púrpura y pequeñas luciérnagas blancas revoloteaban a su alrededor.
Se volvió. No había oscuridad. ¿Dónde estaba? ¿Había habido oscuridad alguna vez? Miró al pájaro, como si su presencia fuera a darle respuestas a preguntas que quizá nunca se había formulado. El ave ya no era ave si no ciervo, pero sabía que era la misma entidad. El venado bebía del río. Su cornamenta no tenía fin sino que se disolvía eternamente como el humo.
Finalmente el animal lo encaró, con sus ojos de luna. Se acercó con aire majestuoso, sus pasos sonaban como arpas. Pasó a su lado. Supo que no debía volverse a mirarlo, supo que si lo hacía volvería la oscuridad. Se quedó erguido mirando al frente, al árbol blanco de hojas de agua. Y el ciervo de desvaneció. Como si nunca hubiera estado allí ni hubiera existido.
Sintió dolor. Un dolor agudo que recorría todo su ser. Cerró los ojos pero el jardín, la luz y el río, seguían allí, inalterables, eternos.
- ¿Estás bien?
¿Qué era aquello? ¿Palabras?. ¿Era eso posible?
Abrió los ojos, pese a lo absurdo que le resultaba a sabiendas de que podía ver con ellos cerrados. Sin embargo sus pupilas encontraron una sorpresa de forma femenina cuando sus párpados se alzaron.
Un ángel de cabello de oro y ojos grises le observaban con ternura. Apoyaba su mano sobre él. Su tacto, era cálido y suave, como un rayo de sol. No tenía alas. No las necesitaba. El amor y la paz eran aquella sonrisa en sus labios rosados.
- ¿Eres Dios? - preguntó. No oyó su propia voz, pero sabía que había hablado.
La chica soltó una carcajada cristalina, sin acritud ni burla.
- Yo soy yo. El significado lo pones tú.
Volvió a mirar a su alrededor, el jardín había crecido, cambiado. El ángel se sentaba sobre una antigua columna derruida sobre la que la hiedra había crecido. Sólo quedaba en pie el arco de lo que otrora fuera la fachada de un templo, también cubierto por la vegetación. La luz caía tamizada por los numerosos sauces que escoltaban el transcurso del río. Multitud de flores habían crecido por doquier. No había fin. Y aunque no pudiera verla, sabía que la oscuridad estaba a tan solo unos pasos. Siempre detrás suyo. Siempre esperando. Siempre.
- Te he visto antes – seguía sin oír su propia voz.
- ¿Ah, sí? - el ángel ladeó la cabeza ligeramente, curiosa.
- Te vi caminar desorientada, siguiendo las luciérnagas. Al principio estabas asustada y confusa. - Hizo una pausa para comprobar la expresión de la chica, que conservaba la serena sonrisa. Y se dio cuenta.
¿Recordaba? Sí, claro que sí. Había tantas cosas que había visto y oído en aquel mar de oscuridad... y sin embargo la soledad, el no tener a otro ser a tu lado a quien contárselo, le había hecho olvidar. Pero los recuerdos venían a él en el mismo momento en el que los pronunciaba. Decidió seguir hablando, ¿Qué más recordaría?
-Volví a verte, no sé cuanto después. Tu cabello rubio, tus ojos azules. Esta vez eras decidida, sabías tu camino y cruzaste la oscuridad con seguridad. Había una anciana en una cama, te sentaste a su lado, un cuervo reposaba en tu hombro. No escuché tus palabras, pero sentí la paz de la mujer cuando siguió al ciervo blanco.
- ¿Piensas que era yo?
- ¿Cuántas personas hay aquí?
La chica se abrazó las rodillas, con gesto infantil.
- Tantas como luces. Todas esas pequeñas luces son universos en sí mismos. Como tú. Pero no todas saben que están aquí. Otras vienen a menudo.
- No te entiendo.
- ¿Quién eres? - preguntó el ángel, sin pararse a dar más explicaciones sobre sus propias palabras.
Iba a contestar automáticamente pero no pudo. ¿Quién era? ¿Cómo había llegado aquí? ¿Era esto la verdadera existencia?
Observó los ojos grises con desesperación. ¿Cómo era posible no poder responder a aquella sencilla pregunta? Se sintió abatido, tanto tiempo vagando para descubrir que había perdido por completo su concepto de sí mismo en aquella inconmensurable oscuridad.
Contempló como la hiedra que crecía sobre la columna que servía de asiento a la muchacha crecía rápidamente, enroscándose en los pies de éste, y florecían pétalos de agua sobre ella, que no tardaron mucho en dejarse arrastrar por la brisa púrpura. Al mirar de nuevo el jardín vio que la vegetación había crecido mucho. Las ramas de los sauces rozaban las aguas de cristal del río. El arco apenas era visible bajo su manto de hiedra. Pero ella, el ángel, permanecía inalterable.
- ¿Cuanto tiempo ha pasado? - preguntó, alarmado.
- El tiempo no es soberano de aquellos que desconocen su concepto - soltó una risita enigmática - ¿Quién eres? - volvió a preguntar – Háblame de ti. ¿Dónde naciste? ¿Cómo eran tus padres?
- Nací en Kalm – respondió de forma automática, y de la misma forma la imagen de su ciudad natal vino a su mente. Los tejados azules, al vieja muralla, la fiesta de verano con los farolillos decorando las calles de piedra. - Mi madre era ama de casa. Tenía las manos pequeñas y siempre olían a productos de limpieza, pero eran suaves y cálidas. Le gustaba cocinar. Mi padre era pescador. Se pasaba semanas fuera, en los mares del norte. A veces me traía peces raros que había capturado.
- ¿Eran bonitos?
Soltó una carcajada, y por fin pudo oír su propia voz.
- Eran horrorosos, pero a mí me encantaba verlos y enseñárselos a mis amigos.
- ¿Tenías algún sueño? - la muchacha apoyó la cabeza sobre las rodillas, observándolo con curiosidad, mostraba una sonrisa misteriosa, para nada temible, pero que no supo interpretar.
- Quería venir a Midgar para ser SOLDADO.
- ¿Y lo conseguiste?
- Sí. 1ª Clase, pero no lo disfrute demasiado tiempo.
- ¿Por qué?
- Porque...


"Porque... he muerto".


Una horrible sensación punzante le invadió al recordar por fin. Todo. Todo volvió a su mente de forma atropellada. Pero si estaba muerto, ¿Por qué podía sentir? ¿Qué clase de mundo era este en el que el dolor te acompañaba aún después de morir?
Se levantó y corrió por el jardín, buscando desesperadamente la oscuridad, al menos allí volvería a estar solo y a vagar sin sentir, ni ver, ni oir y llegaría a olvidar, tal como había olvidado una vez.
Le dolía el brazo terriblemente, notaba como el dolor se expandía como el fuego por todo su cuerpo, y miles de agujas se clavaban en su carne sangrante.
- No puedes volver. Te has despertado – le dijo el ángel. Su sonrisa era más fría y su mirada más triste.
- ¿Qué?
- No dejes que te domine. No dejes que tenga el control. Será doloroso y será duro. Eres más fuerte. No pierdas.
¿Quién había dicho algo así antes? No lograba recordarlo, pero esas palabras que en aquella ocasión habían sido esperanzadoras ahora sonaban como un terrible augurio.
- Gracias. Sea lo que sea lo que pase. Gracias. Por favor, recuerda mi nombre...
Gritó a la luz que había empezado a inundar el jardín. Un ruido terrible le impedía oírse a sí mismo pero supo que ella le había escuchado cuando la vio asentir al otro lado de la rivera.
Algo tiraba de él, como un huracán. Ya no veía el jardín, ni el río, ni la luz, ni siquiera la oscuridad. Creyó que se le iban a romper lo huesos por la presión.

Y cesó.

Sentía un ligero resquemor en el brazo. Podía oír un pitido regular y otro, más leve, irregular. Tenía los ojos cerrados. Sentía el cuerpo muy pesado.
- ¿Qué es todo ese barullo? - oyó una voz de hombre acompañada de unos pasos.
- Turk tiene nuevos reclutas y parece que el sargento les está poniendo al hilo – otro respondió.
Olía a hospital y a colonia barata. ¿Dónde coño estaba ahora?
- ¿Esos pintamonas que había esta mañana en el vestíbulo eran reclutas? Shin-Ra está de capa caída. ¿Qué será lo próximo? ¿Zeck Afro, SOLDADO de 1ª?
- ¿Quién es Zeck Afro?
- Bah, uno de esos que le gusta a mi hija, la mayor. Me tiene aburrido con sus pósters y sus canciones.
- Oye... ¿qué le pasa al gráfico?
Ambos hombres callaron unos instantes y de súbito se acercaron corriendo. Sintió una sensación fría sobre el pecho. Por fin reunió fuerzas suficientes para poder abrir los párpados. A penas había empezado a moverlos cuando uno de aquellos tipos se lanzó a examinarle los ojos con una linterna.
- Llama al Dr. Wolfe. ¡Ya!
- ¿Se ha despertado?
- ¡Sí! ¡Llámalo de una maldita vez!
Vio, como pudo, a un hombre con una bata blanca lanzándose a por un teléfono en la oficina, unos metros más allá de dónde él se encontraba. El otro seguía examinándole, con expresión sorprendida.
- Me duele el brazo – consiguió pronunciarse al fin. Al mirar su miembro vio una enorme aguja clavada en la flexura del codo. Con razón le dolía, joder.
- Te inyectaré unos calmantes – se ofreció el médico, quien se movió inexplicablemente rápido a buscar una jeringa.
- No quiero calmantes, quítame eso de ahí.
- Bueno, aún no... - el tipo parecía al borde de un ataque de pánico. Todo el tiempo desde que había venido a reconocerlo se había mostrado tenso. ¿qué pasaba?
La puerta metálica se abrió y un hombre de mediana edad entró en la sala. Exhibía una cautelosa sonrisa cortada por una cicatriz mal encubierta por una perilla.
- Buenos días, cabelleros – saludó. Dio una palmada al médico que le había atendido, quien entendió aquello como un permiso para largarse a cinco metros – Ahora mismo te quito esto del brazo.
El tipo nuevo parecía muy cómodo y se desenvolvía con premura y habilidad. Aflojó las correas que ceñían sus muñecas y pies. Ni siquiera había reparado en ellas.
- ¿Cómo te sientes?
- Como si hubiera despertado de un mal sueño – se acarició las muñecas, dándose cuenta por la intensidad de las marcas que las correas habían estado allí mucho tiempo.
- No me extraña, amigo -río levemente, con una broma que sólo él entendía- ¿Recuerdas algo?
- Absolutamente nada.
- Tu nombre, edad, rango...
- No.
- Comprendo - hizo una pausa para acariciar la cicatriz que cortaba su rostro- ¿Quieres comer algo? ¿Un café? ¿Té? ¿...Cerveza?
- Ni siquiera sé si me gusta nada de lo que me has dicho, pero necesito beber algo.
El tipo de la cicatriz sonrió, y se acercó a él con camaradería, apoyando la mano en su hombro.
- Vamos, pues. Te daremos una habitación. Dúchate, ponte algo de ropa y luego reúnete conmigo. Te explicaré como están las cosas mientras nos comemos unos donuts.


Una habitación blanca, recta, espartana. Le resultaba familiar. Era todo marcial, y estaba cómodo en esa estancia. No necesitaba más. El nombre de Shin-Ra estaba en todas partes, incluso en su propio cuerpo.
Tras la ducha se miró fijamente en el espejo. Un tipo de pelo castaño le devolvía la mirada azul oscuro, en las pupilas brillaba un fulgor turquesa. Turquesa. Le había recordado algo, pero no sabía qué. No se acordaba de nada, estaba totalmente en blanco. Ni qué hacía en aquella especie de hospital, ni qué había sido de su vida antes de despertarse atado en aquel camastro con esa aguja para chocobos clavada en el brazo.
Solo una imagen pervivía en el fondo de su retina: un ángel de cabello rubio, ojos grises y serena sonrisa. No sabía quién era, ni cuando la había conocido, ni siquiera si era real. Pero recordarla le hacía sentir como si una corriente eléctrica le atravesara el cuerpo. Ojalá pudiera volver a verla...


… pero antes debía ponerse al día con el tal Dr. Connor Wolfe y recibir unas cuantas explicaciones, como, por ejemplo, qué cojones era eso de de “Balance #03” tatuado bajo su clavícula izquierda.

viernes, 19 de junio de 2009

177

- ¿Hoy nadie tiene nada que hacer? – Preguntó Harlan a la concurrencia de la sala común de Turk, en el edificio Shin-Ra, mientras tras él entraba Yvette. – Hola, Rookery. Cuanto tiempo.
- Esperamos a Kurtz. – Respondió Mashi, como siempre, ausente y con la mirada perdida en su PDA. Svetlana leía la primera prensa, aún bostezando por su nuevo cambio de turno, y al fondo de la mesa, el tercer turco, al que Har había saludado, custodiaba un maletín alargado que había apoyado sobre la mesa y esperaba tranquilo, con sus gafas oscuras de cristales redondos y su pelo corto y canoso. Devolvió el saludo a los recién llegados con gesto en silencio, mientras leía el mismo periódico que Svetlana y luego hacía gestos incómodos con la mirada perdida por la habitación tras haber acabado de leer la página antes que su compañera.
- Si, lleva media hora reunido con Jacobi y Van Zackal. De vez en cuando se oye algún grito. – Dijo Svetlana. – Hola, niña. Hoy traes más cara de puta bien follada que nunca.
- Eso es porque hoy soy una puta bien follada. – Respondió esta, de buen humor. – ¡Y joder si ya iba siendo hora!
- Ah… La juventud. – Dijo el tipejo de aspecto extraño, al fondo. – Tú eres esa novata de cuatro nombres que ha sacado de quicio a Svetlana tantas veces, ¿verdad? – Dijo tendiendo un brazo largo y extraño, cuyos huesos parecían bizarramente alargados y retorcidos palos, con articulaciones que parecían nudos de madera. La principal imagen que le vino a Yvette fue una especie de extraño espantapájaros.
- No hacen falta cuatro nombres para sacar de quicio a mamá oso, - Svetlana gruñó, pero su compañera la ignoró y siguió hablando, - es más, creo que con un apodo es más que suficiente. – Yvette estrechó la mano, que apenas hizo presión sobre la suya, mientras unos dedos largos y delgados, como palos, la rozaban. – No pareces nuevo, pero es la primera vez que te veo… - Dijo, intentando ser cordial. “Raro pero majo… Como todos los veteranos”, pensó.
- No soy nuevo, y no me viste, aunque yo a ti si, un par de veces. Aquí hago más que nada trabajo de apoyo. Soy tirador. – Dijo dando unas palmaditas sobre su maletín. – Solo me llaman para casos concretos.
- Lo llamamos “Rookery” por que siempre está en lugares altos. – Apuntó Harlan. – Y si también has pensado que parece un espantapájaros, te diré que se lleva muy bien con esos bichos.
- ¿Cómo has sabido que…? – Preguntó Yvette sorprendida
- ¿Qué me asociaste a un espantapájaros? – Rió el tirador, con unos dientes finos, tras unos labios delgados e inquietantes. – Todo el mundo lo hace, así que Har fue por la apuesta más probable.
- Entiendo…

La noche anterior, una testigo había despertado del coma, y Harlan tenía la intención de interrogarla, ya que los rumores la asociaban al criminal que había rajado el pecho a su compañera. Iba a decírselo, justo cuando la megafonía interrumpió sus cafés de máquina, anunciándoles que se presentasen todos en la sala de entrenamiento para un comunicado oficial. Con pereza pero con buen ritmo, los cinco turcos fueron por el pasillo, encontrándose con compañeros más o menos apreciados, hasta reunirse formando dos grupos en la zona despejada de máquinas de entrenamiento del gimnasio. Allí, a un lado, había un contingente de veinte jóvenes con uniforme de Turk, que poco a poco iban adaptando a sus gustos, mientras que al frente estaban Kurtz, con su traje más o menos arreglado y una cara de mala hostia más intensa de lo habitual, junto con Dekk Van Zackal. Erguido y arrogante como siempre, no dudó en aguantar durante un rato la mirada de Yvette, mientras esta le devolvía un odio que haría a Svetlana aplaudir de orgullo. Finalmente, entre los dos agentes se encontraba Mordekai Jacobi, capitán y principal valedor del grupo de novatos, causante de que los veteranos tuviesen las misiones más engorrosas y desagradables. Lucía su peinado de corte clásico, con su uniforme adornado con pequeños detalles, como gemelos o un alfiler de corbata, que muchos veteranos, especialmente aquellos venidos de divisiones militares, habían interpretado como galones y respondido con abierto desprecio a semejante gesto de vanidad.

- Señoritas… Caballeros… Me alegro de verles a todos reunidos con tanta premura. Como muchos habrán visto, se han reajustado algunos turnos, y también lo harán así algunos grupos. Confío en que no tendrán inconveniente en adaptarse a su nueva rutina de trabajo… - Ese silencio era un claro “y si lo tienen, es su problema”. Cualquiera sabía sin necesidad de mirar la hoja de turnos que sus favoritos se habían llevado los destinos más tranquilos, donde pudiesen lucirse entre “idols” y estrellas del celuloide y de la música, mientras que sus opositores iban a hartarse de ver la placa desde abajo. – La mayor novedad es que volvemos a jugar a las “parejas”. – Broma para que se rían los suyos. – Podemos considerar a nuestra nueva hornada como agentes de pleno derecho, dada la gran calidad de su labor. ¡Superior incluso en algunos casos a la habida antes de su ingreso en la unidad! – Un nuevo insulto, una nueva colección de miradas hostiles que Jacobi ignoró como bien estaba acostumbrado a hacer. – Es más: Quisiera animarlos a acompañarme en un breve aplauso a sus méritos. – Las caras nuevas del fondo aplaudieron, los ya no novatos aplaudieron, y el único de los veteranos que hizo algo en respuesta fue Kurtz, que escupió al suelo con desprecio. – Bien. Resuelto este asunto, quisiera pasar al segundo punto importante: Nuestros nuevos agentes. – Se giró y señaló con un gesto hacia las caras nuevas, que para horror de los veteranos, aún no llevaban un día en la unidad y ya habían buscado pequeñas modificaciones al uniforme para “distinguirse”: Pareos, mitones de colores llamativos, formas bizarras de atar corbatas, algunas de estas incluso de un color distinto del habitual, pins y chapas… Jacobi dio unos instantes para que todo el mundo los mirase bien, calándolos en seguida: Más de lo mismo. – Los agentes Van Zackal y… Kurtz… - Acostumbrado tono de desprecio. – Aquí presentes, han sido ascendidos al rango de sargento, y serán relevados durante dos semanas de sus labores de defensa de la ciudad para proceder a la preparación intensiva de nuestros nuevos agentes, de modo que prescindiremos del sistema de asignación de un tercer agente. – Luego se giró hacia los novatos. – Kurtz se encargará de prepararlos en el tema de las armas y esas cosas – nuevo gesto de desprecio. Las ansias de Scar por arrancarle el bazo con las manos allí mismo eran evidentes. – Van Zackal, por su parte, se encargará de hacer de ustedes seres civilizados y ejemplares en nuestra heterogénea y moderna sociedad… Pese a la influencia negativa con la que tenga que lidiar. – Ni siquiera miró de reojo a Kurtz. No fue necesario el gesto, para saber a quien iba dirigida esa puya. – Supongo que no tendré que decirles cual es cual. Espero de todos ustedes todo el esfuerzo del mundo para la mejor integración de estos agentes al servicio activo. Nada más que decir. Vuelvan a sus tareas.



- ¡Ni una puta risita! – Gritó Kurtz, mientras la puerta de la sala común que usaban los veteranos impactaba contra la pared. – ¡Ni media carcajada de mierda, o en cuanto acabe el turno, me contáis el chiste en el gimnasio, hijos de la gran puta!
- Eso significa que yo me puedo reír. Total, acabaré en el gimnasio de todos modos…
- ¡Tú…! – El veterano iba a blasfemar una respuesta, pero algo distrajo su atención, haciéndole perder el hilo. - ¡Joder, que cara de puta bien follada traes hoy, niña!
- Gracias… No ha estado mal, pero nada que no se resuelva con práctica.
- ¡Y aún encima se ensaña! – Rió Svetlana, también, para mayor humillación de su compañero.
- Igual que se debe haber ensañado ayer… - Sugirió Mashi por lo bajo, apartando su atención de su blog para chocar la mano con Svetlana.
- No tiene gracia, ¿vale? – Intervino Harlan conciliador, pero Kurtz no estaba dispuesto a dejarlo correr.
- Déjame diez minutos y la tendrá.
- Kurtz, ¿y cuando se supone que empiezas a trabajar de niñera? – Se oyó desde el fondo. Todos se giraron hacia la puerta, encontrándose con Peres y su joven compañero, Larry Divoir.
- Déjame mirar… - Kurtz consultó su reloj. – No te toca el próximo biberón hasta dentro de media hora, así que tengo un tiempo para descansar.
- ¡Oh! ¿Tan malo he sido? – Suspiró, fingiendo estar dolido. - ¿Habrá azotes en el gimnasio entonces? ¿O es que he malinterpretado el tipo de azotes? – Guiñó un ojo a Yvette, resucitando las bromas sobre la diosa del BDSM.
- Joder, no se como los putos viejos no os habéis matado entre vosotros… - Suspiró Larry, cortando la discusión, mientras se abría paso hasta la máquina de café.
- Ni como Mashi, tú y yo sobrevivimos con este olor a viejuno. – Apuntilló Yvette.
- ¡Tú eres aún peor que ellos!

Las carcajadas y pullas siguieron durante diez minutos, mientras, al fondo de la sala, junto a una ventana que daba al patio interno desde la que podían ver a Jacobi dando instrucciones más concretas a Garrison, Van Zackal y Montes, Svetlana y Harlan se habían aproximado al tirador, intrigados por su presencia.

- Un duelo es mi mayor sospecha. – Respondió este. – Creo que no llegó a concluir, pero han abatido a un pipiolo, no se porqué. Ha ocurrido hace unas nueve horas, en el sector uno de los suburbios, y un par de soplones dicen haber oído una moto por ahí.
- ¿La reconocieron? – Rookery asintió.
- Hunter DBR. Mil cien centímetros cúbicos, negra y con un par de líneas metalizadas a lo largo del cuerpo. La moto de Élacor Königssen. – Se anticipó a las respuestas de sus compañeros. – Yo mismo estaba presente cuando esparcieron sus cenizas en Junon.
- ¿Se la habrá quedado su asesino? – Preguntó Svetlana.
- Es la hipótesis más probable, y por eso sospecho que dos tiradores han decidido vérselas. Sin embargo, cuando dos del gremio se las ven, suelen buscar lugares reservados, y no disparan por que sí. Creo que uno de ellos estaba mosqueado por algo, o simplemente es un tipejo bastante perturbado.
- ¿Quieres que haga preguntas? – Se ofreció el turco, mientras inconscientemente cerraba una mano sobre el amuleto que colgaba de una de las presillas derechas de su pantalón.
- Sería interesante. El chaval está ahora mismo en la morgue. Lo más curioso de todo es que solo uno de los tiradores disparó contra el público, ya que solo hubo un herido, y en un sentido concreto. Y lo mejor de todo: Tenemos un juguete artesanal. No tenía huella balística.
- Supongo que tú conocerás a quienes saben hacer o conseguir esos juguetes. – Preguntó Svetlana.
- Supones bien, pero llevo tres horas de llamadas y visitas y nada. Hablando de juguetes, tienes la Zagyev en la armería. Pruébala y me cuentas que tal. – Se irguió de repente, una cabeza por encima de sus interlocutores para dirigirse al hombre que estaba aplicando una maniobra de sumisión a dos novatos a la vez. Larry lo pasaba mal, con los tendones de sus dedos intentando no ser recolocados de cualquier manera, pero Mashi intentaba que su codo resistiese la tensión mientras era usado de escudo humano contra Yvette. – Kurtz, en ocho minutos empieza tu turno.
- ¿Eh? – Mashi fue arrojado contra su compañera, mientras Divoir recibía una patada en la parte trasera de su rodilla, siendo derribado. – Sí, tienes razón. Me piro, bastardos. Pegadle a unos cuantos y decid que vais de mi parte.



Los novatos permanecían erguidos, aceptablemente erguidos, y trajeados, en dos hileras de diez personas a lo largo del gimnasio. Miraban al frente, mientras su nuevo sargento instructor había colocado una silla tras ellos y depositaba en ella su arsenal. Se tomó su tiempo, tomando buena nota de quienes se giraban a mirar y quienes no. Luego paseó entre ellos, con gesto hosco, mientras respiraba ruidosamente tras sus nucas. Comprobaba algún que otro adorno, o alguna “personalización” del uniforme: Añadidos tales como viseras con una pañoleta por debajo, un chaleco, una pashmina a modo de cinturón, con un metro de tela púrpura colgando de la cadera, escotes, corpiños, o incluso uno que había cambiado la tradicional camisa blanca por una ajustada camiseta de rejilla que mostraba un complejo entramado de tatuajes. Hombres y mujeres, en la flor de la vida, exhibiendo maquillajes inspirados en los motivos más dispares, desde el teatro kabuki hasta la necrofilia. Peinados imposibles, algunos de los cuales suponían laca suficiente como para detener al cometa.
Sin embargo, Kurtz tenía dos favoritos, aún por bautizar. Uno de ellos, se había permitido el añadido del chaleco al traje, “por frío”, supuso Kurtz, aunque le daba más el aspecto de un abogado, empresario, o bastardo de cualquier clase distinta al bastardo que se suponía que debía ser. El otro era increíble: Vestía el uniforme impoluto, perfecto, con la Aegis reglamentaria en la reglamentaria funda junto a la axila izquierda, y la corbata perfectamente alineada. Bajo su pelo, cortado como si fuese un militar, a máquina, sus ojos marrones, y medio rasgados miraban a Kurtz con aires de superioridad.

- ¡Joder, sois todos peores de lo que me esperaba! – Dijo a modo de saludo. – No sois capaces de vestiros sin hacer que esto parezca una mierda de carnaval o un videojuego de héroes maricas y tías furcias, no sois capaces de estar erguidos, y apuesto a que ni siquiera seríais capaces de adivinar por que lado se sostiene un subfusil sin un curso de correspondencia.

Acabó de hablar, listo para esperar la respuesta a sus palabras, pero para su sorpresa los novatos no se limitaron a escuchar con abnegación y callarse, sino que Kurtz tuvo que oír protestas y quejas. “¿Voy a tener que empezar a hostias tan pronto?” se preguntó, mientras oía de la primera fila, a menos de un metro de distancia de su cara “y seguro que tú tampoco, sin tu medicación para el alzheimer”.

La bofetada no sonó demasiado, pero Kurtz usó el dorso de la mano, haciendo estallar sus nudillos en el pómulo de la listilla de turno. No pensaba hacerlo, por lo menos, no el primer día, pero simplemente apagó la razón y dejó que la parte de su cerebro que se ocupaba de partir caras tomase el control. La chavala que encajó la hostia lo hizo en silencio, sin verse sorprendida, como si en su impertinencia esperase verse castigada. No necesitó mirar a su alrededor para ver que se había convertido en el objetivo de diecinueve miradas de desprecio: Había golpeado a una mujer.

- Soy un turco, y como tal represento a la justicia más dura, implacable, infame y jodida que Midgar ofrece. – Les gritó a la cara. – Ella ha insultado a mi uniforme, mi persona, y la unidad a la que pertenezco, de modo que la primera reacción es el castigo. ¡Esto debe ser siempre así! ¡Me importa una puta mierda que tengáis que mutilar abuelas ciegas y tetrapléjicas para haceros respetar! Si alguno tiene dudas con eso, puede irse a tomar por culo ya mismo. – “Joder”, pensó decepcionado, “ni siquiera ese relamido de Van Zackal tendría inconveniente en cruzarle la cara a una guarrilla descreída”. - ¡Levántate! ¿Te duele mucho? ¡Eres el pedazo de mierda más patético y miserable que ha ofendido mis ojos! ¡Levántate, o juro por mis putos cojones que te abortaré como tu madre no tuvo la decencia de hacerlo!

La joven sonreía con cinismo, mientras limpiaba con el dorso de su mano un hilillo de sangre que caía por las comisuras de sus labios. Tenía el pelo moreno, y los ojos de color marrón oscuro. No demasiado alta, pero por encima del metro setenta, se las había arreglado para que su uniforme fuese bastante sexy, pero sin añadidos ni adornos raros.

- Ya estoy de pie. – No llegó a terminar la frase, cuando una nueva bofetada volvió a derribarla. Volvió a levantarse y a sonreír.
- ¿Perdón? – Preguntó Kurtz, tan cerca de su cara que ella podía ver las marcas del fondo de sus cicatrices.
- Señor, ya estoy de pie, señor. – Su tono no era precisamente marcial, pero por lo visto iba cogiéndole el truco. El sargento sonrió.
- ¿Tienes nombre o la gente se ha acostumbrado a llamarte furcia?
- Señor, Traviesa.
- ¿Qué?
- Traviesa, Señor. – Sonrió. – Así es como me llama todo el mundo. Señor.
- Por mí como si te llaman virgen de los molboles o adorapollas mayor del siglo veintiuno: ¿Cuál es tu puto nombre?
- ¡Déjala en paz! – Oyó Scar. Para su gran regocijo, uno de sus favoritos, el de aspecto marcial, sin abandonar la posición de firmes, le había gritado. A grandes zancadas, el veterano corrió a encararlo.
- Discúlpame un segundo, maricón medio amarillo: ¿Eres tú una furcia de medio pelo a la que le va que le den caña y quiere que su nombre de guerra sea “Traviesa”?
- Tampoco soy un veterano amargado y desfigurado al que le gusta abusar de alguien que pesa la mitad y no puede defenderse… Señor. – Dijo el novato, sin apartar la vista al frente, de forma disciplinada.
- ¿Y qué eres, pequeño maricón?- Rió Kurtz, con un gesto que los novatos habían aprendido a temer.
- ¿Permiso para hablar con libertad? – El sargento asintió. – Señor, probablemente soy todo lo que usted ha querido ser y nunca ha podido. Me he informado y sé que ha servido durante la guerra en una división de infantería aerotransportada.
- La doscientos ochenta y ocho. Sigue.
- Yo he llegado a Turk procedente de la noventa de fuerzas especiales. He recibido el mejor entrenamiento bélico que puede recibir una persona y soy la puta máquina de matar definitiva aquí presente. Sin embargo, usted prefiere abofetear a Traviesa.
- ¡Hostia, lo que me faltaba! Un chupapollas vestido de gala que me diga que es tan superior a mí que durante la guerra se quedó en la retaguardia para defender la ciudad, y que lo más duro y acojonante que ha hecho en su vida ha sido pertenecer a la guardia presidencial, y cagarla como un hijo de puta, por cierto. ¿Sabes por que lleváis uniforme granate en la noventa? ¡Para que parezca que tengáis sangre, atajo de maricones! ¿Sabéis como se os llama en el frente? ¡Los tampones! ¡Así que dime, sucia mancha de reglote en un pedazo de algodón! ¿Tienes nombre?
- Señor, Kaluta, señor. – Respondió el novato, apretando la mandíbula. Bajo su traje se podían notar los bultos de sus músculos, tensos y a punto de saltar.
- Muy bien, Cagarruta. Antes de seguir con mi instrucción, te recuerdo que dentro de cuatro horas mi turno habrá acabado y tendréis treinta minutos de descanso antes de que paséis a ser problema de Van Zackal – El veterano contuvo las ganas de hacer comentarios sobre “aprender a chupar pollas” o “medir las dosis de droga que echas en el cubata de las tías a las que violas”. Era pronto para empezar a hablar mal de otro oficial, aunque no contase con que el cabrón de pelo azul fuese a devolverle el favor. – Y que en esos treinta minutos, estoy dispuesto a discutir civilizadamente contigo o con quien haga falta cualquier sugerencia acerca de mi trato de hijo de puta sobre vuestros culitos blandos de mierda llorica. Podéis ir pidiendo turno. ¡Y ahora nombres!

En respuesta al grito y por orden desde “Cagarruta”, que presidía el extremo izquierdo de la primera hilera, empezaron a sonar apellidos, más o menos en orden: Maravloi, Gertschen, Provonne, Angais… Y en medio, “Traviesa” otra vez.

- ¡Mariflori! ¡Virgen! ¡Cojones! ¡Cagao! ¡Travelo! ¡Tomad ejemplo de “Cagarruta”! ¡Él si sabe ponerse erguido, como si no estuviese hecho de mierda! ¡Seguid su ejemplo! – Despacio, pero inexorablemente, fueron entrando en disciplina. Parecían muy esperanzados en que Cagarruta pudiese partirle la cara dentro de unas horas, los muy ilusos. – Este es el plan: Tengo dos semanas para intentar que no muráis en el atraco a un veinticuatro horas en vuestro primer día de servicio, así que: Tres días de ejercicio físico, tres de combate cuerpo a cuerpo, tres de uso de materia, tres de armas de fuego, y lo que queda para ver como habéis aprendido todo. ¿Alguna pregunta? ¿No? ¡Pues empecemos por conocer las instalaciones, pedazos de mierda! ¡Paso ligero! ¡Venga!




Realmente era una jugada difícil de entender: Te cargas a un soplapollas y llamas la atención de todas las fuerzas del orden en tres sectores. ¿Qué ha conseguido? ¿Poner límite de tiempo al desafío? Rolf realmente estaba intrigado. Había forzado la puerta de un piso en el que había visto el cartel de una inmobiliaria y se había instalado ahí dentro. Hasta arriba de estimulantes para combatir el cansancio, el tirador había recorrido mil y una veces distintos recovecos y tejados, de forma minuciosa, con sus prismáticos. No había logrado vislumbrar nada en toda la noche, hasta que finalmente, con el sol ya ascendiendo, pudo ver varios destellos de un trozo de cristal. Rápidamente, esperanzado, tomó su Farsight a toda velocidad. Algunos tiradores cometían el error de destapar demasiado pronto las lentes de su rifle, o no usar unos prismáticos no reflectantes para buscar antes a su enemigo, pero se encontró con su oponente de pie, haciéndole señales de luz. Conocía las reglas: Fin del juego. Peligro. El tiempo había terminado, y ahora no serían capaces de apretar el gatillo y escapar al cerco policial. Otro día sería, ya acordarían otra cita por el canal de siempre.
Lo que más intrigó a Rolf era el aspecto del hombre, vestido con un traje de corte clásico bajo una holgada gabardina marrón y un sombrero de fieltro. Una silueta entre la multitud. Probablemente, en cuanto saliese a la vía pública, sombrero y gabardina serían historia, y no habría forma de reconocerlo. Lo más intrigante de todo era que el hombre se le había aparecido en un lugar en el que estaba seguro de haber buscado mil y una veces antes.
Sin responder al gesto, recogió sus bártulos, desmontando cuidadosamente el rifle y escondiéndolo en el doble fondo de una mochila, llena de sus viejos libres y apuntes universitarios, y forrada con una placa de kevlar, por si acaso. Pesada, pero en este oficio, uno no puede fiarse de nada ni de nadie.



Daphne, sin saber como, despertó en su cama. Sin saber por que, su cabeza dolía como si estuviese intentando frenar el meteorito con ella. Lo peor de todo era que sin saber en que momento había ocurrido, no estaba sola.
Se encontró una figura al otro lado de la cama, dándole la espalda. Su cabeza le daba vueltas, pero esos hombros anchos… Ese pelo negro y ondulado… Esa barba…

- ¡Han! – Gritó sobresaltada. Algo entre sus orejas se quejó del aullido, y cuando siguió hablando y agitando al piloto se había calmado. – Han, ¿qué haces aquí?
- ¡Vet’a’lamierday d’jam’dormir!
- ¡Han, despierta! ¡No me digas que hemos…!

El piloto se incorporó levemente, mostrando un muy mal despertar. Por lo visto, la idea lo había sobresaltado lo suficiente como para desvelarlo. Se apoyó en el codo, buscó su PHS en la mesilla para mirar la hora y murmuró una blasfemia entre dientes. Mientras tanto, Daphne, con su melena de dos colores completamente revuelta, lo miraba ansiosa por la incertidumbre.

- ¿Quieres saber lo que pasó? – Preguntó vocalizando mal, aún medio dormido. Daphne asintió repetidas veces. – Ayer estaba haciendo horas en el taller, adelantando trabajo. Me llamó Keith, de la Tower, diciendo que habías entrado medio pedo dando tumbos en la sala vip, con la ropa mal puesta, el maquillaje corrido y montando un escándalo, y como el PHS de Rolf estaba apagado, me llamaron a mí. Vine a buscarte y me tomé un par de birras contigo para calmarte, pero estabas muy perturbada y decías cosas inconexas sobre Rolf, morir, un desafío, una fiesta y que estabas drogada. Incluso estuviste a punto de liarla cuando te quise sacar a rastras. Cuando te entró sueño te fui a traer a casa, pero paramos para vomitar cada medio kilómetro, hasta que al fin llegamos. La liaste parda en el váter y te dimos una infusión entre tu amiga la rubia y yo, que por cierto, no es tan borde como parecía en el coche la otra vez. Como yo me caía del sueño y llevaba dos cervezas, me dijo que me quedase a dormir aquí. – En la cabeza de la transexual, poco a poco, la historia iba cobrando sentido a medida que reaparecían piezas del puzle perdidas. Rápidamente, saltó de la cama y fue por su PHS, buscando el número del tirador en la guía. Tras varios segundos de espera, la noticia de “apagado o fuera de cobertura” no hizo nada por aliviar sus temores. Ya era mediodía, y no se sabía nada. – Oye, creo que en lugar de hacer llamaditas, deberías salir ahí y ayudar a arreglar un poco la que liaste ayer.
- ¿Y tú? ¿Quieres seguir durmiendo?
- Si, pero no creo que pueda, así que a la mierda. Además, tengo que devolver la furgona al curro.
- ¿Puedes esperar diez minutos?


Cuando Daphne salió de su cuarto, vestida con un pantalón de chándal y una vieja camiseta de universidad de Kowalsky que le encantaba llevar, se lo encontró como cada mañana, sentado en el sofá, con la pierna en alto y hojeando torpemente la prensa, mientras sonaba música en la radio. Vio a su amiga y le dedicó una sonrisa compasiva, a la que ella respondió con su conocido gesto de “lo siento”. Kowalsky iba a responder con el de “no importa”, pero en ese momento se abrió la puerta del apartamento, cambiando el gesto del periodista por un notorio “¡Oh oh!”.

- ¿Qué tal? – Gritó Caprice, lo que sentó como una tormenta de fuego en el sensible cerebro resacoso de Daphne. - ¿Has dormido bien? ¿De un tirón?
- Lo siento mucho…
- Menos sentirlo y más limpiar el baño, que por como huele parece que hayas estado emborrachándote con aguas fecales.
- ¿Tienes que ser tan soez? No tengo el estómago para imágenes tan bonitas.
- ¡Ni yo la paciencia para que me la líen así! ¿Tú amigo el conductor suicida ya se ha despertado?
- Me faltaba un poco, pero tus berridos han rematado la faena. – Murmuró Han con cara de cansancio desde la puerta del cuarto de Daphne, vestido con las ropas de la noche anterior. - ¿Dónde está el baño? Necesito lavarme la cara.
- Mejor vete a la cocina… - Murmuró Kowalsky.
- Lo siento… - Se disculpó de nuevo la transexual. – En serio. Pero tengo algo importante que deciros.
- ¿Una excusa para emborracharte como un adolescente en una fiesta de fin de curso? – Preguntó Caprice, un poco más relajada.
- Capri… - Reprendió Kowalsky.
- Es sobre Rolf. – Prosiguió Daphne, ignorando el sarcasmo de la periodista. – Y también explica por que acabé tan mal ayer por la noche.

Caprice se encontró con que de repente todos la estaban mirando, especialmente Kowalsky. En ese preciso momento supo que algo había sucedido, y todos lo sabían menos ella, y no le gustó darse cuenta. No es agradable ser el último mono, y menos aún recordando como habían abandonado el hospital.

- Caprice. – Dijo Kowalsky con un tono que usaba solo cuando la cosa era realmente seria. - ¿Recuerdas a Rolf?
- Ese chico tan bien vestido, de entre tus amigos de aspecto peligroso que nos sacaron del hospital. ¿Qué pasa, Kazuro?
- Tiene un trabajo poco común y poco apreciado por las autoridades, sin embargo su amistad conmigo está más allá de toda duda. – Explicó el periodista. – Es muy sórdido, de modo que si no quieres saber nada, no te lo reprocharé. Solo tienes que irte y esperar a que te llamemos. Pero tampoco voy a ocultarte nada si quieres quedarte. – Daphne parecía bastante incómoda, y aún no parecía acostumbrarse a como la novia de su amigo había revolucionado la disciplina doméstica con su llegada. No sabía si era buena idea que supiese como se ganaba la vida su amigo, pero no encontró apoyo en Han, que se limitaba a mirar la escena de forma inexpresiva.
- Me quedo. – Dijo la periodista, tomando asiento. – Después de un SOLDADO dándote palizas, un conocido turco peleando por ti, insinuaciones, amenazas, y la persecución de película, estoy preparada para lo que venga. – Como única respuesta, Kowalsky dio un par de palmadas al sofá, indicándole con una sonrisa que se sentase a su lado. Cuando todos hubieron tomado asiento, Daphne volvía de la cocina con una botella de agua y, tras aclararse la garganta, empezó a relatar la noche anterior.




Todo había sido demasiado rápido: Kaluta, el hombre más rápido y hábil de su unidad, elegido expresamente para pararle los pies a cierto “subordinado testarudo de más” por el propio capitán de Turk, Mordekai Jacobi, estaba con su cara entre la lona y la rodilla de su oponente. Podía intentar levantarse, pero Kurtz se daría cuenta y seguiría aplicando presión a su brazo, lo que estaba a milímetros de costarle la muñeca y quizás el hombro.

- No creas que me has decepcionado, Cagarruta. Ni eres el primer tampón que crujo, ni serás el último.
- Es fácil hablar desde tú posición… Señor. – Dijo Traviesa, recuperándose de sus golpes a un lado del cuadrilátero. Kurtz se recordó a sí mismo que tendría que mirar como se llamaba la maldita novata en su ficha, si es que ellos habían logrado arrancarle media palabra al respecto.
- Si. Lo difícil es ganársela, ¿eh, Cagarruta? ¡Ríndete de una puta vez! Si lo haces, te concedo otro asalto.
Por la mente del novato pasaban miles de posibles respuestas, pero ninguna le parecía la adecuada. Una amenaza solo lograría dar otro motivo al hijo de puta para reírse. Apretó los dientes y palmeó el suelo con su mano libre. En cuanto la presión en su brazo y cara se liberó, rodó hacia la esquina contraria como quien huye del fuego, donde estiró sus doloridas articulaciones.
- ¿Crees que has avergonzado a tu unidad? Tampoco eres el primero. – Dijo Kurtz, vigilándole. Por lo visto se le vio al novato la intención de un nuevo ataque. – Tú querías probar suerte, ¿No, Mariflori? – Dijo señalando al novato del chaleco, con su peinado “moderno a la vez que formal”.
- Bueno, señor… Yo quería aprender algo de defensa personal, pero no creo estar a la altura.
- ¡Cagón! – Rió su compañera con evidente desprecio.
- Siempre puedes empezar por debajo, si Cagarruta o Travelo aceptan.

En ese momento, su conversación se vio interrumpida por la irrupción de Van Zackal en la sala. Iba acompañado de varios de los novatos, aunque Kurtz prefirió ahorrarse los chistes fáciles.

- Sargento, por lo visto gusta usted de abusar de sus subordinados.
- Oye, Van Zackal…
- Sargento Van Zackal, si no recuerdo mal. – Interrumpió.
- Acércate… - Dijo Kurtz, bajándose del cuadrilátero por el lado más próximo a su compañero, que contuvo el movimiento instintivo de retroceder, pero solo después de haber dado medio paso hacia atrás. Cuando estuvo pegado a él, se acercó y redujo el volumen de su voz.
- Hasta hace algunas horas, te llamaba “pedazo de mierda”, y eso solo cuando me pillabas de buen humor. Tú y yo sabemos de que va esta mierda, y tú y yo, y el soplapollas que nos puso aquí, sabemos los tres que soy el único turco de los que quedan en Midgar ahora mismo que puede lograr que este grupo de figurines y divas sobreviva a la primera semana. Aunque si tengo que serte sincero, apuesto a que uno o dos se llevarán un buen susto en muy poco tiempo, pero esto es desviarnos del tema: No respeto a un capitán, y menos aún voy a respetar su títere. Sobre todo, siendo tú. Puedes subir ahí e intentar ganártelo o puedes ir corriendo a llorar a la falda de Jacobi, me la come. Sé que mientras dure la quincena de prácticas, no tendréis cojones a tocarme, y cuando acabe, tampoco me importa demasiado lo que hagáis. No tenéis los huevos, el cerebro ni la habilidad para venir por mí y salir vivos. Sobre todo si nos vemos en algún burdel, fuera de servicio…
- Sargento, la veteranía es un punto, pero no es suficiente por sí solo. – Respondió Dekk con gesto tenso.
- Demuéstralo.

Se alejó hacia su rincón, donde había dejado su arsenal. Mientras caminaba, iba ajustándose la chaqueta y la corbata, que Kaluta se quiso quitar para pelear pero Kurtz no le dejó: Un turco es representado por su uniforme, y nadie le va a dar la ocasión de ponerse cómodo para luchar en cuanto cruce la puerta. Recogiendo sus cosas, hizo un repaso mental de lo que le tocaba: Unas horas en el despacho repasando historiales. Le habían asignado un cuartucho interior que apestaba a tuberías. Probablemente, el cuarto de los trastos de limpieza un poco acondicionado.

- Todos suyos, sargento. – Dijo a Van Zackal, reparando en una palidez más allá de lo que parecía el maquillaje que llevaba a veces. Kaluta y Traviesa se rezagaron unos instantes, mientras recogían sus cosas, y Kurtz se acercó a ellos. – No podíais ganar, bebés. No os hundáis por ello.
- A ver mañana… - Respondió la novata, con una sonrisa impaciente.
- ¡Ese es el espíritu, Travelo! – Rió el veterano. - ¿Y tú, Cagarruta? ¿Qué dices?
- ¿Honestamente, sargento? – Respondió tras suspirar, intentando contener su rabia.
- Siempre. – Concedió su superior con tranquilidad.
- Honestamente, grandísimo cabronazo, he sido entrenado para infantería y me he ganado los méritos para llegar a las fuerzas especiales. – Dijo, de espaldas a Kurtz, mientras comprobaba con gestos rutinarios su pistola, cargadores y demás equipo. – Y, honestamente, sargento, creo que o ha tenido mucha suerte, o no entiendo como cojones he podido perder con un simple “enanito azul”.
- Kaluta, te contaré una pequeña historia: Entrenar “tampones” era el retiro soñado de los que servimos en Wutai. Tú aprendiste en un cuartel y te quedaste a defender la ciudad. Por tu edad, diría que cuando ya no había nada de que defenderla. Yo me crié en un barrio chungo de cojones, lo que me llevó a Wutai, y de ahí a Lha Shau, Hanado, y miles de operaciones más donde luchas fuera de casa, en el terreno de otro y con las reglas de otro. A eso le sumas unos cuantos años de servicio como cabrón trajeado y podrás imaginarte levemente un asomo de lo hijoputa que puedo llegar a ser.
- Vaya, estoy impresionada… - Dijo Traviesa. – ¡Se ha aprendido su nombre!
- Y el tuyo en cuanto mire las fichas, Travelo. Y ahora Cagarruta y tú id corriendo con el creti… Sargento Van Zackal, a vuestra clase de etiqueta. E idos preparando, par de enteradillos chupapollas: Mañana a la misma hora tenéis una cita para que vuelva a haceros revivir el momento en el que vuestras putas madres os cagaron, pero hacia dentro. Aquí mismo, o me decepcionaréis. – Les anunció mientras cruzaba la puerta del gimnasio.




Caprice miraba con gesto de preocupación a Kazuro, pero no podía evitarlo. Cada día descubría algún asunto turbio relacionado con sus amigos: El luchador de combates ilegales, la ex líder de la banda de moteros y ahora el asesino a sueldo, que por lo visto se relacionaba con un piloto de carreras ilegales, allí presente, una especie de “vengador urbano” y el turco con la reputación más violenta de toda la ciudad. Daphne había roto a llorar a medio relato, angustiada, y ella le había tendido un paquete de pañuelos de papel, poniendo una mano sobre su hombro mientras Kowalsky sostenía la otra mano de la joven.

- Daphne… Tienes que entenderlo. – Dijo el periodista, mientras acariciaba el dorso de la mano que sostenía sobre su escayola. – Rolf es así. Se niega a vivir de la familia que le repudió, entró en el mundo y descubrió que se le daba demasiado bien.
- Pero… ¡Lo van a matar! – Sollozó ella. – Puede que hoy no, pero tarde o temprano…
- Lo sabe, pero lo asume. Rolf venció hace unos meses al que hasta entonces había sido el número uno de entre los tiradores de Midgar, Élacor Königssen, y ahora que está en la cima tiene que pelear por su posición.
- ¿Y no puede, simplemente, dejarlo?
- No creo… - Intervino Han. – Cuando tenía mi coche, todos querían derrotar a “La Muerte”. – Dijo no sin cierto orgullo. – No es cuestión de tener el título, sino vencer al que lo tiene. Además, ni yo mismo me imagino a Rolf entregándolo amistosamente: “Hala, toma. Ahora tu eres el “namber güan”. ¡Disfrútalo!”. – Al volver a mirar hacia Daphne se la encontró encarándolo con gesto furioso.
- ¿Le das la razón? ¿Tu amigo se juega la puta vida por orgullo y tú lo apoyas?
- ¿Acaso se puede hacer otra cosa? – Preguntó Kowalsky con resignación. – Rolf vivirá su vida, pienses lo que pienses y le digas lo que le digas.
- Y también morirá. No puede ganar siempre.
- Y también morirá… Con el orgullo de irse como ha vivido: Satisfecho de no haber dicho que no a nada. - Concedió Kazuro. – Una vez escribí sobre Rolf en el “Lights”. No puse su nombre, ni le dije que era sobre él. Lo comparé con el verano. Te anima, te ríes, te fastidia un poco a veces, pero siempre tiene a punto la broma que necesitas oír. Y un día, simplemente, se acaba. – En el silencio que sobrevino, la imagen habitualmente tristona del periodista era ahora prácticamente desoladora.




Los estimulantes mantenían a Rolf en un estado a medio camino entre la realidad y la introspección más bizarra. Se había sorprendido a sí mismo en repetidas ocasiones, desvariando sobre ideas entre la metafísica, el surrealismo y lo que alguien pasado de peyote llamaría “filosofía existencialista”. Un trago de una bebida isotónica impediría que su cerebro se resecase y… No. A centrarse. Había empezado a anochecer sobre las azoteas del sector tres, entre sus coloristas anuncios de neón, carteles, música de anuncios y murmullo de transeúntes. La zona comercial del distrito estaba siempre hasta arriba, para todos aquellos con dinero que gastar y demasiado refinados para el sórdido mercado muro (habían descubierto recientemente un tipo al que se creía desaparecido, medio hecho filetes en el congelador de un restaurante famoso por su especialidades en carne de moguri).

El lugar casi imposibilitaba localizar al rival: Los infrarrojos o la visión nocturna era impensable en un lugar con tanto neón, y la temperatura de los carteles luminosos impedía usar cualquier dispositivo térmico, de modo que solo quedaba la tradicional búsqueda a simple vista. A lo lejos, Rolf había visto algunos transeúntes cruzar los tejados, con uno u otro destino, pero un rápido vistazo con la mira los libró de toda sospecha, demostrando que no eran más que vecinos dedicados a sus extraños quehaceres nocturnos. El tirador no olvidaría al que se abalanzó sobre un gato y empezó a devorarlo allí mismo. Cansado, se recostó tras la barandilla de hormigón en la que se había parapetado, mientras repasaba de nuevo el cargador de su AT Farsight, modificado a mano con gran maestría por su anterior propietario, y tiraba de la regleta de su Aegis Cort, para asegurarse de que la bala de la recámara seguía ahí. Comprobó la hora en su reloj, intentando no pensar en cuantas horas llevaba despierto. No sentía sueño, dada la cantidad de química que recorría sus venas en ese momento, pero sí cansancio. Buscó sus pastillas en la mochila, cuando de repente, algo vibró en su pantalón. Rolf guardaba un PHS, pequeño y sencillo, sin juegos ni utilidades raras. Solo un número protegido de escuchas que usaba para los duelos. Lo abrió, desconcertado y este le anunció un mensaje de voz pendiente, que le hizo estremecerse, tanto por la rareza de sus palabras, como por el maníaco tono inhumano con el que fueron pronunciadas: Sé como tratar con mierda amarilla como tú.

No tuvo ocasión de intentar descifrar el mensaje, ya que en ese momento la respuesta estalló rompiendo el silencio: Un disparo, a menos de quinientos metros hacia el noreste, un poco hacia su derecha. Al poco rato lo siguieron los gritos de pánico, la confusión, y el caos, entre los que el oído entrenado del asesino reconoció más disparos. Rápidamente destapó su mira y empezó a repasar los tejados, hasta que los fogonazos del cañón atrajeron su atención. No dio crédito a lo que se encontró en su mira: Un hombre aproximadamente en la primera mitad de la cuarentena, con el pelo cano despeinado y pegado a su frente sudorosa, la camisa color caqui abierta hasta el pecho, donde podía ver una única placa militar colgando, y un rifle antiguo, que en lugar de mira telescópica tenía una pequeña alza metálica y una mira de escalera encima de la culata. El hombre tenía el aspecto más normal que uno podía imaginarse, con su barba bien recortada y sus sienes canosas, pero su cara reflejaba el frenesí homicida que estaba causando en ese momento, y el placer que este le proporcionaba.
Rolf esperó. El hombre, por lo visto, ni siquiera había reparado en él. Simplemente, se dejó llevar por una especie de frenesí homicida e interrumpió su duelo para emprenderla a balazos con los transeúntes. Rolf sintió sudor frío caer desde su nuca, deslizándose por su espalda, donde la camisa se le pegaba al cuerpo. Se esforzó por permanecer impasible mientras veía al hombre introducir una, dos, y hasta cinco nuevas balas en su rifle y manipular el cerrojo con una nueva sonrisa de placer. Empezó a contener la respiración mientras lo veía apoyar la culata en el hombro, apuntar, y en cuanto el rifle negro del psicópata se detuvo en un objetivo, su oponente empezó a acariciar su gatillo.

Ambos disparos sonaron a la vez, y un nuevo grito se alzó de las calles en el segundo que Rolf permaneció esperando a que su bala recorriese el camino que lo separaba de su objetivo. El impacto hizo su cabeza sacudirse como si lo hubiese atropellado un camión, e inmediatamente cayó al suelo. Rolf esperó unos segundos, pero nadie se levantó. Rápidamente, desmontó su equipo y bajó al callejón donde había dejado su moto, dejando la cazadora entreabierta y la pistola a mano. Sin saber exactamente que era lo que lo intrigaba tanto, su moto avanzó serpenteando por los callejones, entre basura y transeúntes que buscaban cobertura, hasta alcanzar el edificio en el que había sido derribado su oponente, reconociendo el cartel de neón que había visto desde la mira. No tardó en encontrar la escalera de incendios por la que ese loco había subido, y no le costó demasiado alcanzarla desde un contenedor de basura. Con la pistola preparada, se asomó de repente, apuntando a todos lados, por si había errado el tiro y su rival lo esperaba con el rifle preparado, pero el nauseabundo olor de la sangre y los sesos esparcidos a lo largo de metro y medio de distancia, más allá del cuerpo, fueron toda la confirmación que necesitó. Guardó su pistola y registró su equipo, reconociendo al instante el rifle modelo Marksman 70. Una reliquia, fabricada artesanalmente con pericia y devoción, y mantenida casi con mimo. Con sus manos enfundadas en sus guantes de motero, Rolf lo sostuvo, y pudo sentir como su perfecto equilibrado pedía inmediatamente ser utilizado. Como experto en ese tipo de armas, se reconoció impresionado por el arma, su perfección y sus acabados, pero entonces recordó el otro motivo que lo había llevado hasta ahí. Lo primero: Buscar la mochila de este hombre. No esperaba encontrar una tarjeta de identificación, pero si la apuesta. Ningún asesino se iba a jugar la vida por nada, de modo que nadie acudía a un desafío de este estilo sin veinticinco mil en efectivo en billetes usados no consecutivos. Mucho dinero, pero si eras lo suficientemente bueno para meterte en este tipo de desafíos, no tendrías problema en conseguir la cuota.
Intrigado, se acercó al cadáver y cogió del cuello el colgante que sostenía la chapa de identificación. Normalmente los soldados llevaban siempre dos, pero paradójicamente este hombre solo tenía una. La cogió y la examinó de cerca. Tenía una serie de marcas, como si le hubiesen intentado hacer agujeros con un cuchillo, marcando puntos en el metal con un extraño patrón. Al otro lado había inscrita una única palabra: Pastor. El sonido de las sirenas aproximándose lo trajo de nuevo a la realidad, y a la imperiosa necesidad de salir cagando hostias. Arrancó de un tirón la placa, preguntándose luego por qué lo había hecho. Encogiéndose de hombros, la guardó en un bolsillo de su camisa y corrió hacia las escaleras, no sin antes volver a mirar con pena esa maravilla de rifle, lamentando no poder llevárselo.
Acababa de volarle la cabeza a un tarado por un buen fajo de billetes, llevándose un extraño colgante y dejando un cadáver, una joya armamentística y muchas preguntas sin respuesta, en su cerebro cada vez más embotado por los estimulantes. Esforzándose por centrarse en lo evidente, Rolf subió a su moto y desapareció en la noche que empezaba su reinado.

domingo, 7 de junio de 2009

176.

Esto que lees no son letras, ni siquiera son palabras. Esto que lees son mis pensamientos, posándose en el papel como lo hace un pétalo de cerezo sobre el agua, alterando con sus ondas el suelo líquido del caudaloso subconsciente.

¿Y si el papel desaparece?

La tinta se desvanecerá, el papel se pudrirá, pero las palabras se grabaran a fuego y secarán el río mientras mi espíritu perviva.

---

Estás muerta, no importa cuánto lo intentes, el pétalo en el agua termina marchitando si no tiene raíces.

Regalar flores es algo estúpido. Sólo son reflejos de pensamientos, de emociones…

¿Entonces por qué te gustan tanto?

---

Mira tu habitación. La cama, con dos cojines a cada lado, en el centro. Dos estanterías a los lados y un entarimado prodigiosamente pulido.

Está totalmente oscuro y aún así consigues colocarlo con perfecta simetría. Asombroso.

Ni ventanas, ni puertas, este es tu pequeño mundo y no quieres que nadie lo altere. Pero ya no eres así, abandonaste la simetría cuando conociste a Yief.

¿Quién eres tú?

Nadie, no existo materialmente.

¿Qué es lo que quieres?

Nada, sólo estás soñando.

---

Encantado de verte nuevo Lucille. Como no me recuerdas no tengo rostro( una curiosa forma de ocultar un trauma. Pero entre tu y yo…Mejor, la verdad es que era muy feo).

¿Te has fijado? No paro de sangrar ahí donde me acuchillaste; si te acercas un poco puedes verme el estómago. Pero bueno, olvidemos eso.

Sí que te acuerdas de este sitio ¿No? Hacía frío esa noche, no nevaba, pero tu mente así lo ha imaginado. La luz de las farolas se reflejaba en cada copo acumulado en aceras y carretera.

Tú caminabas con un paraguas rojo y un grueso abrigo, pero te llevabas las manos a la cara y exhalabas vaho para intentar calentarlas.

Ni siquiera alteraste tu demacrado rostro cuando me viste aparecer de un callejón, ni siquiera dejaste de caminar, ni siquiera notaba tu respiración agitada ni tu pulso acelerado.

No, no, no hace falta que hables, echarías abajo el halo de misterio. Formo parte de tu mente así que se lo mismo que tu.

Te agarré del brazo y te susurré al oído: “Eres muy guapa”. Tenías la mirada perdida y no opusiste resistencia; ni respiración agitada ni pulso acelerado.

Nos adentramos en el callejón y tú dejaste caer el paraguas en un charco, proyectando tonos rojizos sobre la nieve. ¿Cómo podías estar tan calmada?¿Cómo podías dejarte arrastrar por un desconocido hacia un callejón manteniendo aquella mirada perdida en el infinito? Luego lo comprendí, justo después de que me mataras, pero en ese momento tus ojos me ponían extrañamente nervioso.

---

-Papá…¿Para quién son esas flores?

-Para tu madre, pequeña.

-¿Va a volver hoy?

-¡No va a volver nunca!

Fue la primera vez que comenzaste a fijarte en las flores.

Un accidente de coche. Tu padre había bebido, pero no más de dos cervezas. No fue culpa suya cuando un loco invadiendo el carril contrario les embistió, pero tu madre murió y él no.

Eras demasiado pequeña para entenderlo, pero tu padre quedó destrozado y se culpaba continuamente por no haber muerto también en aquél accidente.

-¿Papá, cuando cenamos?

Pero él no te contestaba. Se sentaba frente al televisor y se olvidaba de ti.

Fue entonces cuando comenzaste a construir tu habitación simétrica dentro de tu cabeza. Te volviste callada, pragmática y autosuficiente. Con ocho años te viste obligada a aprender a cocinar mientras tu padre comenzaba a coger cierta predilección por el ron.

---

-¡Por qué no te mueves zorra!¡No me mires de esa manera!

---

Llegó la adolescencia y visitaste a la vecina del piso inferior. La suplicaste que te dejase trabajar en el pequeño supermercado que regentaba dos calles más abajo. Comenzaste a trabajar allí por las tardes y conseguías algo de dinero para que después vieses a tu padre gastándoselo en ron.

A los trece años dejaste de hablarle, era gastar energías en algo inútil y se convirtió rápidamente en algo menos que un fantasma que rondaba la casa.

Tenías pesadillas a diario, como si él fuese un fantasma de verdad y perturbase tus sueños, y siempre despertabas bañada en sudor. En ellas tu padre entraba en la habitación y te violaba gritando el nombre de tu madre.

---

Suena el teléfono, debo cogerlo. Pero está todo muy oscuro y el timbre suena muy lejano. Comienzo a correr, mi sombra es blanca. Ya ha sonado cuatro veces y yo consigo verlo a lo lejos. No parezco avanzar casi nada, no importa cuánto lo intente, siempre salta el contestador:

“Lucille, soy Yief, despierta pronto anda.”

---

-Joder, hostia puta, qué buena que estás.

A la luz mortecina de aquél callejón me pareciste la chica más bella de todo Midgar. Eh, no me mires así, lo digo en serio. Incluso sentí cierta pena por ti al principio, pero al pensar que te tenía toda para mí no pude resistirme.

Te empujé contra la pared y metí la mano en tus pantalones. Tú no te movías, tenías los brazos caídos y emitías ligeros gemidos.¿Por qué no hacías nada? Tal vez intuías que si te oponías iba a ser peor, o tal vez te estaba gustando de verdad. Vaaale, ya se que ése no era el caso.

No sabes lo burro que me puse cuando descubrí que eras virgen, un latigazo me recorrió toda la columna al pensar que te iba a otorgar un gran regalo. Me sentí joven de nuevo.

Pero había algo que me seguía causando repulsión, algo innatural que no dejaba de mirarme a través de aquellos apagados ojos; algo que, aunque pareciese irrelevante para la ocasión, no me permitía estar todo lo a gusto que quería.

---

Hasta que un día la pesadilla se hizo realidad. Resulta irónico que tal sueño se convirtiese en una pesadilla tan palpable y desagradable como una barra de centelleante y ardiente hierro.

Entró en tu habitación con gran estrépito, apestando a alcohol y con un cuchillo en la mano izquierda. Se acercó a la cama y te acarició el sedoso pelo, desparramado con inocencia sobre la almohada como un torrente de agua oscura.

Tú tenías los ojos cerrados pero no estabas dormida; respirabas entrecortadamente y temblabas de arriba abajo.

-Lucy, cariño, la pequeña ya está durmiendo. Podríamos…Ya sabes. He traído esas rosas de Kalm que tanto te gustan.

Estaba totalmente trastornado. Su esponjoso y ebrio cerebro no discernía entre realidad o imaginación, danzando entre bucólicas y perversas fantasías y las sombras de la muerte. Había perdido la cordura y te confundía con tu madre. ¿Crees que el destino jugó contigo y te puso un nombre tan parecido al de ella para este preciso momento?

Viendo que las cosas empeoraban, intentaste levantar tu frágil cuerpo, pero él te aferró las muñecas contra la almohada. Pasó a una actitud más ofensiva y atrapó tus piernas colocándose a horcajadas. Tú llorabas porque sabías lo que iba a ocurrir, lo habías soñado cientos de veces.

---

Te agarré del brazo y te susurré: “Eres muy guapa”

---

De un tirón te arrancó la parte de arriba del pijama con detalles de flores de cerezo. Tu madurez precoz se hacía palpable en el comportamiento, pero tu cuerpo aún era el de una joven en transformación; las caderas no habían ensanchado demasiado y los pechos apenas eran grandes.

Te tocaba con su vasta mano derecha mientras se masturbaba con la otra. Tu propio cuerpo sentía ardor, pero tú lo interpretabas como dolor. Odiabas a tu padre con la fuerza de un espíritu cósmico y devastador; por haber matado a Lucy, por olvidarse de ti y más aún por tener el valor de poner la mano encima a una chica de trece años que además era su hija.

Él se masturbaba porque no tenía prisa, porque pensaba que te tendría para siempre, que utilizaría el momento oportuno para hacerte una mujer de verdad.

Cogiste el cuchillo, olvidado en un lascivo descuido entre las sábanas, y no lo dudaste. La hoja se hundió en su pecho, pasando por el hueco de dos costillas. Él profirió un grotesco quejido y en un último estertor eyaculó sobre tu vientre; después murió a tu lado, desangrándose entre sudadas sábanas.

Da igual que lo hubieses matado ¿no? Al fin y al cabo, el espíritu que le había invadido había llevado a cabo su misión. Te había mancillado igualmente aunque no llegó a penetrarte. Pero el viscoso líquido que reposaba en tu abdomen, sobre tu tersa y juvenil piel, con repulsivo calor, era la marca de la atrocidad que puede llegar a cometer un ser humano.

---

No nevaba, pero tu mente así lo ha imaginado.

---

El brillo perspicaz y picaresco de tus ojos que mostrabas al resto del mundo desapareció por completo y las lágrimas que surcaban tu rostro no parecían reflejar luz alguna.

Te pusiste de nuevo la parte de arriba del pijama. Dejaste el cuerpo de tu padre sobre la cama y saliste de la habitación. En la entrada, sobre una pequeña mesa, había un florero con un ramo de rosas verdaderamente bellas; tenían el haz de un rojo intenso y el envés de un pálido blanco. Te pusiste un grueso abrigo, cogiste un paraguas y acariciaste uno de los pétalos. También metiste el cuchillo del parricidio en un bolsillo interior del abrigo, pero tus movimientos eran tan innaturales y sonámbulos que ni siquiera te diste cuenta.

-Voy a dar una vuelta mamá, enseguida vuelvo.

---

Me bajé los pantalones, te levanté una pierna y entré en ti con frenesí. Sangraste, como es natural, pero no hiciste mueca alguna que denotase dolor o sufrimiento. Con una mano sujetaba tu pierna derecha y con la otra apretaba el pecho opuesto con fuerza.

-¡Por que no te mueves zorra! ¡No me mires de esa manera!

La situación estaba perdiendo todo el encanto y me estabas poniendo enfermo.

Te tiré al suelo y quedaste boca arriba, con la cremallera del abrigo bajada y los botones del pijama arrancados. Me arrodillé y aparté tus piernas aferrándote los muslos(bendita sea la flexibilidad de las muchachas).

Comencé de nuevo con el movimiento pendular y tú ahora mirabas al cielo, con la boca entreabierta pero con la misma mirada vacía.

Ahora te imaginas que ese día caían pesados copos de nieve y que tu espalda ardía por culpa del gélido suelo, pero la realidad fue mucho más escabrosa: había cristales en el suelo y te desgarraban la piel a cada vaivén.

Yo no sabía dónde agarrar, me sentía extasiado. Estiraba todos los huesos de las manos, me movía continuamente, me colocaba de puntillas…Todo era perfecto para mí si no fuese por que me mirabas de aquella manera. Estiré tus piernas en ángulo recto y te mordí el talón de tu pie izquierdo; tampoco diste muestras de dolor.

¡Pero di algo puta!¡Gime, grita, pide socorro, haz algo!

Entonces me pareció oir un leve susurro saliendo de tus mortecinos labios, repitiéndolo una y otra vez. Eché el cuerpo hacia delante y seguí moviéndome apoyando las manos a los lados de tu cabeza. Poco a poco, acerqué la oreja para ver qué murmurabas.

-Voy a dar una vuelta mamá, enseguida vuelvo….Voy a dar una vuelta mamá, enseguida…

Puta loca, ¿Qué hacías hablando sóla sobre tu madre cuando te estaba violando? Eso me cabreó mucho, así que te pegué un fuerte puñetazo en la cara. Tú seguiste murmurando mientras el carillo izquierdo se amorataba , entonces sentí un escalofrío. Ya no era esa mirada carente de sentimientos ni que no hicieses nada, era ese aura siniestra que emanabas y me contaminaba con gelatinosos brazos, haciéndome perder el juicio.

Abarqué prácticamente toda tu cara con la mano y comencé a golpearte contra el duro adoquinado, haciendo saltar minúsculas esquirlas de cráneo; ya no me importaba follar, quería acabar con la maldición que cernías sobre mi.

Fue tan rápido que apenas pude darme cuenta. Introdujiste la mano en el abrigo y sacaste un cuchillo que acabó hurgando en mi estómago. Si no me hubiese apartado ligeramente estoy seguro que esa puñalada iba directamente al corazón.

Aunque bueno, al fin y al cabo me dio lo mismo. La sangre me salía a borbotones y taparme la herida con las manos no hacía mucho. Tú te levantaste como si de un espectro vengador se tratase y hundiste la hoja del arma quince veces más.

Ahora que estoy muerto…¿Puedo preguntarte una cosa? ¿De verdad fallaste esa puñalada? Parecías obsesionada y turbada por dañarme en ese sitio. Fue por tu padre ¿no? Por haberse corrido en tu vientre. No recuerdas mi cara porque cuando te violé pensabas que seguía siendo tu padre, pensabas que había escapado de casa y quería rematar el trabajo.

Lo siento, lo siento de veras. Pagué por ello pero hasta hoy no supe el daño que en realidad te hice.

Cuando caí desplomado tuve miedo de ti, de frente, tan imponente y terrorífica. Tú sugeriste una leve sonrisa que se convirtió en un gesto macabro que me acompañaría hasta las insondables sombras del infierno.

Mientras moría, tú veías una rosa de Kalm en el suelo; con sangrientos pétalos desparramándose sobre la pálida nieve. Pétalos que se deshacían lenta y pesadamente.

---

Es más, no hay más que ver tu nuevo piso. Hace años tu cuarto era cerrado y angosto, ahora vas y te compras un loft. Fuera paredes, fuera puertas, fuera barreras. Lo hiciste en un intento de borrar tus recuerdos, de pasar página; y parece que ha dado buen resultado, eres feliz con Yief.

¿Qué?¿Qué dices? Oh, ya se que vuestro encuentro fue accidental, pero ahora mismo no te arrepentirías por nada del mundo ¿Verdad?

Lo necesitabas. Años sin vida social, años de sufrimiento, años en los que pensaste en suicidarte. La vida nunca te había tratado bien y qué mejor manera que darla por el culo que intentando superarlo desde lo más bajo. Esa fue la verdadera razón por la que conociste a Yief, aunque luego haya ido mutando a un amor auténtico. ¡Qué sorpresa para ti cuando descubriste que el apellido Vanistroff era bastante ostentoso! Otra razón más para ayudarle. ¿O en realidad lo haces porque no quieres volver a estar sola nunca más?

---

Suena el teléfono, debo cogerlo. Sigue estando oscuro, pero mis ojos se acostumbran a las sombras. Danzo entre ellas, pero no se atreven a tocarme; sus gélidas y gelatinosas manos ahora parecen mostrarme respeto.

-¿Crees que ha llegado el momento?

Quiero ver de nuevo a Yief.

Entonces toma el teléfono, llámale y sal de este repugnante abismo de malos recuerdos para siempre.



Se echaba la tarde encima cuando entré en el tren rumbo al hospital. Ya iba a sentarme cuando vi a un joven rubio, abstraído de la humanidad mediante dos auriculares, con una caja de bombones en su regazo.

-Mierda.

La verdad es que fue una gilipollez, pero no quería que aquél joven tuviese la misma idea que yo. Salí corriendo justo antes de que cerrasen las puertas y tiré la caja de dulces, comprada en una pastelería cercana, a una papelera.

-Bien Yief, acabas de malgastar el dinero en unos bombones porque a alguien más se le ha ocurrido tu ingeniosa idea y ahora pierdes el tren-pensé para mis estúpidos adentros.

Entonces la voz gorjeante de una anciana me llamó la atención. Sonaba cercana, pero con un timbre y una monotonía que a la gente que no ahuyentaba la inducía en una sórdida somnolencia. Era un pequeño puesto en el que una mujer mayor, rechoncha y con un pañuelo que le cubría la cabeza, vendía una escasa pero vistosa variedad de flores.

-¿Qué me recomiendas?-la pregunté con condescendencia. Seguro que esa mujer vivía a duras penas bajo techo.

-Oh, un apuesto jovenzuelo-dijo con tremendo carisma. Su sonrisa era radiante pero su ojo derecho, inundado de cataratas, me hizo pasar un instante peliagudo- Llévate estas rosas de Kalm, sin duda.

-Vaya, son preciosas.

-Lo son ¿Verdad? Se ve que eres una bella persona…¿Son para alguna chica?- desde luego su voz ronca te cautivaba como sólo lo sabe hacer una abuela. Una sonrisa más abierta resaltó las arrugas de sus carrillos.

-Así es.

-En ese caso te las regalaré, salao.

-No, no-me excusé con educación. La verdad es que el aura de bondad que irradiaba me estaba hechizando- Permíteme que la pague algo.

-Se siente, el ramo ya está hecho-me replicó ofreciéndome un ramo perfectamente construido. Apenas me había fijado en la rapidez con la que sus expertas manos lo habían formado.

Agarré las flores con extremo cuidado y cuando ella se distrajo un instante, la dejé un par de guiles y me fui corriendo. A mis espaldas pude oír una sonora y envejecida carcajada.

Así que una hora más tarde, me apeé al siguiente tren y me senté con un espléndido ramo de “rosas de Kalm”.

Esta vez dejé el falso traje de turco (obsequio del simpático psicópata) y me puse algo de la ropa que Lucille me regaló. Dudaba que ella tuviera hermano(algún jersey llevaba bordadas iniciales que no correspondían ) pero no me importaba. Ahora llevaba unos apenas usados pantalones vaqueros y una sudadera con capucha gris bastante holgada.

Tenía un presentimiento, una de estas sensaciones que no sabes explicar, que crees que ese día no te va a ocurrir nada malo. Durante el trayecto decidí que me quedaría a dormir en la habitación del hospital, por muy incómoda que fuese la silla.

Cuando las puertas del tren se abrieron, abandoné la fría barra a la que iba sujeto y me despedí de la mujer embarazada a la que cedí mi asiento.

Atravesé las calles con aire distraído, casi como un autómata, admirando el juego que daban las farolas y sus luces proyectadas en curiosos recovecos. Tuve el irrefrenable impulso de contemplar la gran ciudad desde una azotea, con sus colinas de edificios y sus mares de brillos nocturnos durante horas, pero mis pasos se dirigieron hasta el hospital.

Saludé a las enfermeras, que ya me conocían(especialmente Aoi, una chica de Wutai alegre y vivaracha que había convertido en amenos varios de mis días en el edificio), subí las escaleras hasta el tercer piso y anduve hasta la habitación 076.

Abrí la puerta y se me resbaló el ramo de entre los dedos, cuando Lucille me lanzó una suave sonrisa y me contempló con unos ojos llenos luz como una ciudad nocturna vista desde las alturas.

viernes, 5 de junio de 2009

175

En algún extraño lugar entre las nubes, unas nubes muy raras, con cierta consistencia sólida, allí donde las estrellas fugaces volantes pueden ser interceptadas levantando el índice y poniéndose uno de puntillas, y donde los cometas y los ovnis se paran a saludar hay una gran puerta. Una puerta dorada, con un guardián celoso al que se conoce con muchos nombres.
Miles de personas a lo largo de la historia le han puesto miles de nombres, tanto al guardián como al lugar (ya sea en el sentido físico como metafórico de la palabra) que se alza tras él. Si logras cruzar las puertas, dicen, te encontrarás fuentes de las que mana miel dulce, y jardines soleados, donde los placeres están al alcance de la mente, más fácil todavía que extender la mano. No hay ni que desearlo, sino que es suficiente tan solo con empezar a imaginarlo. Tan rápido, que antes de que tu figuración ficticia concluya, ya se ha convertido en una experiencia real.
Tras la puerta, espera un universo de gozo y alegría, un premio a los justos, los soñadores y aquellos que experimentan con las drogas adecuadas. Místicos y capitalistas de buenas obras. Todos y cada uno de ellos, con sus barbas, sus túnicas, sus alzacuellos, sus turbantes, rosarios, libros, videoconsolas y tarjetas de crédito tienen una idea muy clara de lo que verán tras las puertas.

Lo que sorprende a todo el mundo, es el bar que hay tomando la segunda calle a la derecha.

- Joder… - Suspiró cabizbajo un ser de apariencia masculina, con un par de alas encogidas para que no le molestasen con el techo.
- ¿Qué ha sido? – Preguntó el barman celestial, una especie de metáfora hiperbólica del concepto de la paciencia y la comprensión. - ¿Granadas otra vez?
- Granadas otra vez. – Dijo el hombre, levantando la cabeza y dando un trago a su cerveza. Su rostro, cubierto de cicatrices sonreía intentando consolarse. – Al menos fue por una buena causa.
- ¡Buena causa mis ovarios! – Gritó una mujer pelirroja y airada un par de taburetes más a la derecha.
- Haya paaaaaz… - Suspiró el barman.
- ¡¿Sabes donde explotó la última granada?! – Insistió la mujer, ofendida, mientras sus alas se crispaban.
- ¿En tu glándula menstrual de los rayos de plasma, quizás? – Respondió el hombre de las cicatrices.
- ¡Jonás! ¡Irina! ¡Comportaos u os vais a beber al limbo!
- ¡Tirano escanciador de orines! ¡Estoy seco! – Gritó otro hombre, desde el fondo de la barra. Su pelo lacio, negro, caía sobre sus hombros mientras un mechón teñido de blanco cubría su rostro. - ¡Ofréceme bebercio o antes de que tenga que cumplimentar una protesta formal con tu sedición promoviendo la dictadura del sector “servicios”!
- ¡Ya va, maldito colgado! – Se quejó el barman, traicionando aquella virtud a la que representaba, pero recordándola mientras apartaba de su mente ideas creativas con su bate llameante, herramienta punitiva, ruina de los impíos, los blasfemos y los borrachos que buscaban tangana en su garito. – Y dile a tus amigos que dejen de acosar a la rubia cuarentona, no vaya a ser que la liéis otra vez.
- ¡Pero si a ella le gusta!
- ¡Claro que me gusta! – Exclamó la cuarentona, apareciendo al lado del hombre de flequillo blanco, mientras su túnica caía un poco, exhibiendo un hombro con aire coqueto. Dicha prenda, por cierto, quedaba muy bien con su cabello rubio, corto, y con sus ojos claros y brillantes, pero las botas militares producían un efecto raro. – ¿Venís a jugar al callejón, guapos? – La respuesta fue, literalmente, un coro celestial de afirmaciones. El primero en seguirla tenía el pelo y las alas teñidos de azul eléctrico, y el segundo iba lanzando piropos bastante impropios de su halo, mientras llamaba a la mujer cosas como “mamacita”. El del flequillo blanco, por su parte, tomó su bebida con deliberada parsimonia, antes de encaminarse hacia la promesa de próximos deleites en un sórdido callejón paradisíaco.
Salían por la puerta trasera, cruzándose con un hombre de ojos verdes que había apartado la mirada a su paso, levantando la mano para arreglarse el pelo con coquetería. Luego, se ocupó el lugar entre el hombre de las cicatrices y la pelirroja, apartando las alas para no sentarse sobre ellas.
- Hola, Rolfhelm. – Lo saludaron Jonás, Irina y el Barman.
- Se te ve extrañamente discreto, hoy. – Puntualizó Irina.
- Ya, bueno… Lamento no acosarte, pero creo que es el día equivocado para exponerse.
- ¿Exponerse a qué? – Preguntó Kurtz desde el otro lado.
- Tú espera un par de minutos y la respuesta vendrá sola. – Rolfhelm señaló hacia la puerta, mientras con la otra mano tomaba su cóctel, que procedió a paladear. – Delicioso, Malcolm. – Dijo al hombre que acompañaba al omnipaciente barman celestial tras la barra. – Mi protegido de ahí abajo realmente no sabe lo que se pierde.
- Gracias. – Agradeció este el halago. – Con suerte algún día el tuyo o el mío sepan comportarse como adultos.
Malcolm vio como la puerta se abría, pero tenía que estirar el cuello para ver la pequeña figura que acababa de entrar, de la que solo podía ver un par de alas cuyo color era negro en su raíz e iba aclarándose gradualmente hasta llegar al extremo.
- Absenta con zumo de frutas, marchando.
- ¡Que sea triple! – Exclamó la criatura de aspecto de niña, mientras hacía uso de sus alas para subir al taburete, ocupando el que quedaba entre Jonás y Rolfhelm.
- ¿Estamos estresados hoy, Victoria? – Preguntó el primero.
- ¡Estamos estresados siempre! – Bufó este. - Que si la venganza… Gatos… El novio este, que si no es novio, solo un cabrón adulador y manipulador, que si bueno… Algún encanto si que tiene… Que si no se como tomarme que me invitase a cenar… Que si osadía… Que si más venganza… Que si leer el diario de mamá una y mil veces… Que si más venganza… Que si le quedaba bien el pelo así al buenorro… Que si que cojones hago llamándolo buenorro… - Suspiró, engullendo el contenido de su vaso de un trago y dando un par de toques en la barra para pedir otra dosis. – ¡La enana esta me tiene histérica!
- Etimológicamente, “histérica” significa “dotada de útero”, y nosotros somos asexuados. – Corrigió Rolfhelm
- Tú no del todo… - Apuntilló Irina, arrancando algún asentimiento de los demás.
- Ya… Bueno… - Sonrió el aludido, cazado de pleno. – Todo se pega en esta vida, o en cualquier otra…
Del callejón se empezaron a oír gritos y gemidos, pero también golpes y sonoras amenazas procedentes de la voz, no demasiado delicada, de aquella mujer rubia que había invitado a los chavales a “pasar un buen rato”. No había duda de que ella si se estaba divirtiendo. Rolfhelm, desde la experiencia, les dedicó una comprensiva sonrisa y un silencioso brindis. El barman, mientras tanto, ofrecía a regañadientes las llaves del baño a un hombre esbelto, de facciones distinguidas.
- Frank, mira que he visto lo que hizo el tuyo con aquella prostituta en los baños de la discoteca. ¡Como hagas el tonto los limpias tú!
- Mira que eres cerrado a veces con las llaves del baño… - Suspiró Irina, mientras el tal Frank corría mostrando severos síntomas de incontinencia.
- ¡A mi me tuviste diez minutos aguantándome mientras decidías si me las dabas o no, cabrón! – Acusó Victoria al barman. – ¡Casi acabo necesitando una túnica limpia, en lugar de tus malditas llaves!
- Además… - Concluyó Rolfhelm. – Ni siquiera está tan limpio.
- ¿Tú que sabrás? – Protestó el barman celestial, lleno de justa indignación y orgullo herido. – Vosotros estáis más o menos cuerdos. Bueno, Irina, tu tienes que aguantar a una pájara de cuidado…
- Si matase a los nuestros, seguro que la tuya lo primero que haría sería masturbarse, o alguna bizarrada por el estilo. – Atacó Rolfhelm.
- Especialmente a alguno en concreto. – Irina miró de reojo a Jonás, pero el ceño fruncido del barman celestial le hizo pensárselo dos veces.
- El caso – prosiguió el avatar de la paciencia, relajando su gesto malhumorado, - es que muchos de estos, como el tarao de flequillo blanco, o el que acaba de entrar en el baño, muchas veces acaban adoptando costumbres de sus representados. Muchas de ellas, realmente impropias de un ángel de la guardia. ¿Y luego quien tiene que pasarse media hora con un estropajo y un frasco de detergente líquido celestial?
- ¡Pero si usas detergente del barato!
- ¡¿Como osas?! ¡Uso Bing Ambrosía!
- Pues se lo debes de comprar a los de Wutai, del barrio sintoísta, tío…
- ¡Rolfhelm, te voy a servir la próxima copa de detergente líquido, a ver si viene de Wutai o de donde viene!
- Calmaos - Intervino Malcolm, apaciguador, vaciando una coctelera en seis vasos de chupito. – A ver si nos apaciguamos todos. Al fin y al cabo, mucho quejarnos de jefes, manías vengativas, promiscuidad, sadismo lascivo o clientes guarros, cuando todo podría ser mucho peor. – Señaló discretamente con la cabeza a una figura encogida frente a la tele, en la que retransmitían el tercer encuentro de playoffs entre los Kami y los Bodhisattvas. La figura estaba sentada y abrazada con una mano a sus rodillas, mientras que con la otra revolvía su melena rubia, sin dejar de repetir “Medicación, roto… Lo he roto… Medicación… Afilar Bowie… Roto… Limpiar mundo. ¡Sucio! ¡Sucio! ¡Nosotros limpiaremos! Sssiiiiii… Tessssooooro…
- ¡No se que le ven! – Protestaba Deryn desde una mesa
- ¿Qué quieres que te diga? Da yuyu, pero tiene un no-se-que… -Respondió Yvette, dándole la razón.

- ¡Pitolitas y metralletas! ¿Eh? ¿No lo coges, moza? ¿Eh? ¿Eh? – Insistía un viejo verde, con el pelo largo recogido en una desastrada coleta, mientras rascaba una de sus patillas y con la otra mano acercaba un billete bajo la mesa a la mujer junto a la que se había sentado para probar suerte. - ¡Ñjehehehehieh! ¡El monstro de dos espaldas! ¿Eh? No seas tonta, moza. ¿Pitolitas y metralletas? ¡Bien sa’es de que t’hablo! – La aludida, de aspecto andrógino y pelo de dos colores, rubio y rosa, le hacía gestos para que abandonase la mesa.
- Créeme, abuelo: No quieres que YO te hable de “pitolitas” ni de “metralletas”.

- ¡He visto otro! ¡Otro! ¡Y me miraba!
- ¡Cálmate, ¿vale?! – Le gritó a su amiga, mientras le apartaba las gafas para enjuagarle las lágrimas de los ojos. Vestía con tonos muy alegres, aunque cada vez iba arraigándose en ella la costumbre de maquillarse para ser pálida y misteriosa, y con mucha sombra de ojos. – No puedes verlos, no aquí.
- ¡Te he dicho que veo vivos!

- La verdad es que sois raros de cojones todos… - Siguió Malcolm. – Y todos habéis cambiado por vuestros protegidos.
- ¿Qué quieres decir? – Preguntó Victoria, preocupada.
- Bueno, Vic… Tú aún no, pero cuando conocí a Irina, lloraba cada vez que veía un insecto muerto.
- Pobres… - Dijo, ella con sincero pesar.
- Y Rolfhelm se sonrojaba hasta las orejas si veía una falda por encima del tobillo.
- La carne es el primero de los pecados, ya sabes… - Respondió el aludido, un poco ruborizado, pero con cierta sonrisa de viciosillo.
- Y por último, Jonás, no podía soportar ver esas pelis de vaqueros, con tantos disparos, puñetazos y violencia.
- Era todo tan gratuito… - Suspiró con gesto ausente en el que se podía entrever cierto desagrado residual, mezclado con una buena dosis de atracción morbosa.
- ¿Entonces yo que? ¿Me volveré una psicópata?
- Es muy posible… - Puntualizó Rolfhelm.
- ¡No quiero ser una psicópata! ¡Quiero vida social! ¡Quiero sexo! ¡Quiero un hombre peludo y enorme que tenga las manos tan grandes como mi cabeza!
- Y yo quería la paz en el mundo, y ahora quiero pacificarlo yo mismo… - Suspiró Jonás.

- ¡Si! Jajajajaja – Bramó una voz de tono estirado y elitista, interrumpiendo su conversación. - ¡Va a ser genial! – Luego alzó la voz desde su mesa, llamando la atención de los de la barra. - ¡Eh, Jonás! ¿Viste la que te ha hecho mi chico?
- Mordekai, si te crees que es un buen momento, puedes…
- ¡Eh, Jonás! ¡No seas así! – dijo Nathaniel, que compartía mesa con Mordekai. - Al fin y al cabo, no te hemos hecho nada. Solo podemos orientar, nunca decidir por ellos.
- Ya, claro… - Bufó el aludido, mientras su mueca deformaba las cicatrices de su rostro. – Y supongo que las risas vienen para aliviar vuestra mala conciencia por guardar a auténticos hijos de puta, ¿no?
- ¡Jonás! – Mordekai puso rostro de fingido dolor. – Realmente me hiere que no podamos ser amigos. De hecho, mi protegido mostró gran interés en promocionar la vida social del tuyo.
- Si, muy gracioso… Mandándolo a hacer de guía para los novatos que llegaron ayer. – Respondió Jonás, antes de añadir por lo bajo a sus compañeros. – Como diga su frase, la lío. – El barman celestial le dedicó una mirada preocupada, mientras Malcolm se apresuraba a retirar vasos y demás posibles objetos arrojadizos de su alcance.
- La ocasión es inmejorable para hacer nuevos amigos, y si realmente tu chico se pone y le dedica todo el esfuerzo del mundo…
Jonás sintió una especie de espasmo. Sacó una billetera de entre su toga y pagó las consumiciones de todos, además de una generosa propina. Luego, se encogió de hombros, a modo de silenciosa disculpa.
- Jonás… ¡Con lo pacífico que tú eras! – Suspiró Rolfhelm.
- Todo se pega… - Suspiró este, mientras su sonrisa de resignación iba adquiriendo malicia. Se bajó de su taburete y de repente se giró, empuñándolo mientras cargaba contra la mesa de Nathaniel y Mordekai. - ¡Me cago en vuestro puto dios!



Le encantaba la heladería: Sus combinados siempre usaban la fruta más selecta, y así se aseguraba siempre de ser correctamente atendido. Además, había una televisión inmensa, no menos de treinta pulgadas, desde la que emitían una y otra vez películas clásicas. Realmente un lugar perfecto, y la verdad, no alcanzaba a entender como la gente podía atender a sus patéticas conversaciones sobre sus vidas insustanciales y efímera, mientras divas del cine en blanco y negro mostraban como su arte había dejado retazos de su alma impregnados en el celuloide, haciéndolas etéreas, divinas, eternas.
Sus cejas perfectas, su rostro pálido, su cabello primorosamente peinado y sus piernas… Esas piernas largas, enfundadas en medias y terminadas en zapatos elegantes y refinados… Esos tobillos. ¡Idiotas!
Una vez más, había tenido que contener las ganas de aplaudir a la pantalla, con el trágico y conmovedor final en el que la diva perdía a su amado entre sus brazos, pero no quería parecer un loco. ¿Qué sabrían ellos sobre la locura? ¿Qué sabrían de la pasión? ¿Del arte? Idiotas…
Sin embargo, la realidad era una: Su película había acabado, y su helado también, de modo que no quedaba más que hacer allí. Buscaba a la camarera, pero esta ya se dirigía a su mesa con la cuenta dentro de un pequeño platillo metálico. Como cliente habitual, conocían su costumbre de abandonar el local al final de la película.
- Parece que esta le ha gustado mucho. – Dijo ella, preciosa con su vestido de doncella. – Tiene los ojos empapados, se nota que lo ha conmovido.
Su cliente se ruborizó levemente, mientras se encogía de hombros asumiendo su culpa con una tímida sonrisa en su rostro. Nada se podía hacer para resistirse a los encantos de la Garvaux.
Despidiéndose con un gesto de su mano, cruzó la puerta disfrutando del dulce sonido de las campanillas y caminó hacia donde había estacionado su coche clásico: Un Shin-Ra Cavalli, de los años sesenta, en un precioso color rojo cereza. Su carrocería tipo spyder le permitía sentir el viento en el rostro, pero al ser descapotable, evitaba hasta los bordes de la paranoia conducir por los suburbios, ya que temía que los desagradables efluvios del deficiente alcantarillado y la miseria humana impregnasen su delicada tapicería de piel. Conducía con sumo cuidado, vistiendo unos delicados guantes de piel de chocobo, curtidos pero suaves, para no desgastar así la piel que recubría el volante ni la palanca de cambios, no vaya a ser. Todo cuidado es poco.



- Joder, gracias Han. ¡Hasta me encanta el color! – Exclamó Daphne, dejando de lado el nuevo PHS de Rolf, con el que había estado trasteando. Había tenido que ponerse de puntillas para besar al conductor en la mejilla.
- ¿Y eso? ¿Nos levantamos generosos hoy? – Intervino Rolf, sarcástico. - ¿A mi me toca algo?
- Una cerveza, si quieres. Si no, te jodes. – Obtuvo por respuesta. Mientras tanto, Daphne no paraba de mirar sus manos, enfundadas en un par de mitones de piel de color blanco, con agujeros en los nudillos.
- Realmente no hacía falta…
- Si hacía falta: El otro día casi te tiras a follar con los míos puestos, y dado que son míos, me gustan y ya están amoldados a mí, prefiero comprarte tus propios guantes a olvidarme de reclamar los míos algún día y no querer volver a ponérmelos nunca.
- Tienen morbo… - Reconoció el tirador. – Han, te corresponde el primer turno por haber hecho el regalo – el piloto tardó poco en darse cuenta del significado de “turno” pero Rolf siguió antes de que pudiese decir nada, - pero como te conozco, supongo que no te importará que haga los honores.
- Vicioso… - Rió Han.
- ¿Y si yo no quiero? – Respondió Daphne, tapándose la boca con una mano, fingiendo inocencia.
- Herirías mis sentimientos. – Rolf se inclinó sobre la otra mano de Daphne, tomándola entre las suyas. – Por favor… - Suplicó depositando un beso en sus nudillos que arrancó una carcajada de la ascendente estrella del porno.
Han aprovechó la distracción para desaparecer, despidiéndose cuando ya se había alejado un par de pasos para que no lo retuviesen, saliendo por piernas de la zona vip de la Tower of Arrogance, aún vacía. Faltaban horas para la apertura, pero Han había ido a discutir con Isabella que día le correspondía a su grupo para la batalla de bandas. Rolf era capaz de organizar una orgía en minutos, y se le veía con el humor adecuado, pero Han tenía una batalla de bandas pendientes, y un coche que volver a hacer funcional e impoluto (lo que incluía la ficha policial: La matrícula, y quizás también el color. Al menos, al no ser un motor de serie, no tenía que preocuparse por números de bastidor).


Una presencia nueva y extraña convulsionó el ambiente del “Cuadra ganadora”. La multitud se apartaba a su paso, renovando su interés por las pantallas que emitían ininterrumpidamente carreras de chocobos desde el circuito de Gold Saucer, entre muchos otros eventos en torno a los que fuese posible organizar una apuesta. Siendo honestos, lo que más les interesaba era evitar problemas, y el turco grande y negro que se abría paso con gesto hosco era una fuente inagotable de ellos para cualquiera que fuese lo suficientemente incauto para cruzarse en su camino, o lo suficientemente desgraciado para ser su objetivo en tan impropio ambiente.
- Hola, ¿en que puedo servirle? – Preguntó Holly, con prudencia.
- Tú en nada. – Respondió secamente el hombre, tras sus gafas oscuras. Al hablar se veían sus dientes, blancos y brillantes, mostrando un gran contraste con su piel, como el reflejo de una hoja en la noche. Sus trenzas, recogidas en una coleta, revolotearon mientras su cabeza giraba a izquierda y derecha. – Él. – Señaló a Paris.
- Bueno. No soy quien de hablar de los gustos de cada uno, per… - El turco no se movió, pero algo en ella la hizo callarse y escuchar. Era esa sonrisa inmensa, inhumana.
- Supongo que tendrás el cuidado de ser discreta y afable. – Dijo alzando sus gafas oscuras y clavando sus pupilas en las de ella.
Aún intimidada, la camarera no pudo dejar de entrever como con el gesto remarcaba la alianza dorada que llevaba en el anular, como si quisiese afianzar su hombría. En cualquier caso, no buscaba a Paris por su cara bonita, y eso no tenía pinta de nada bueno. Holly se giró hacia su compañero, pero este ya caminaba hacia el turco antes de que ella le dijese nada. El asesino había reconocido al turco, amigo de Kurtz, que lo había capturado en el edificio Shin-Ra. Un experto con todo tipo de materia, y con apariencia de que en el fondo había mucho más por descubrir. Se acercó lentamente y se apostó ante el turco.
- Hola. – Dijo, esperando a ver que le iban a decir, mientras sus músculos se tensaban y su mente se ponía en guardia.
- Hola. ¿Servís café para llevar?
- S… Sí. – Respondió, desconcertado por la pregunta.
- Un café largo y una rosquilla. – Dijo, mientras sacaba su cartera. Aún confuso, Paris lo preparó y se lo sirvió, junto a la rosquilla envuelta en un plástico hermético. – Son tres giles. – Dijo, mientras veía que el Turco le ofrecía un billete de cinco, doblado por la mitad y con un pequeño trozo de papel, del tamaño de una tarjeta de visita, en su interior. Al cogerlo, pudo entrever lo que parecía una dirección.
- Que… ¿Qué es esto? – Susurró al turco.
- Vete a verla. – Respondió este. – Se la ve mal últimamente. No nos dice nada, pero a ver si la animas. – Paris no acababa de entender. ¿No se habría confundido?
- ¿A quien? – Los ojos del turco se abrieron de par en par mientras se estaba girando para irse. Se volvió y encaró al rubiales, irguiéndose en todo su tamaño, aún más alto que el camarero.
- ¿Cómo que a quien? – Preguntó, con una mirada cargada de furia repentina. Como Paris no respondía, empezó a sonreír, como animándolo a decir algo, pero la mueca no hacía sino empeorarlo todo.
- Eh… Yo…
- ¿Tú? ¿Cuántas novias tienes?
- Yo… ¡Ninguna! – Si las miradas matasen, el turco podría desintegrar el meteorito en cuestión de segundos. “¡Yvette!”, recordó Paris. - Bueno… Ya se a que se refiere, pero… No se como definirlo… - Una de las posibilidades que se le habían ocurrido a Harlan para que su compañera estuviese decaída era que este guapito de cara la hubiese dejado, y el chaval parecía corroborarlo con su actitud. El “paseíto” que le iba a tocar era inminente. – No se si somos novios o no, y… - Dijo sonrojado.
- ¿Y qué?
- Y no soy ningún experto, ¿sabe? - Confesó. Si Kurtz sabía oler mentiras a millas, este turco bien podía saberlo, por su entrenamiento. Mejor ser honesto y apaciguarlo. La sonrisa seguía, pero lo que parecía ira contenida se tornaba buen humor de nuevo. – No se si le gusto seguro, ni nada.
- ¿A ti te gusta? – Preguntó el turco.
- Bueno… Ella es… Divertida, y guapa. Muy guapa.
- Y lista. – Lo ayudó Harlan.
- Si, lista. – Sonrió Paris, sintiendo cierta complicidad.
- Entonces quizás deberías hacerle esa visita cuanto antes, no vaya a ser que algún pajarraco quiera adelantarse. – Harlan se iba a volver de nuevo, pero el camarero lo retuvo por la muñeca, cosa que le fastidió bastante. Dada su autoridad como agente capacitado para defender el orden en Midgar, no estaba acostumbrado a estos gestos tan poco respetuosos con su autoridad.
- ¿Y que hago?
- ¡Anímala! ¡Cómprale algo bonito!... Improvisa. – El chaval se quedó meditabundo, y Harlan al fin pudo volverse. No había dado ni siquiera el primer paso, cuando sintió un nuevo tironcito de su chaqueta. Se detuvo en seco, respirando profundamente, mientras las miradas de los parroquianos se apartaban. Se volvió con las gafas oscuras puestas, enarbolando una nueva sonrisa homicida. - ¿Si?
- Se olvida la vuelta…


El Cavalli se detuvo con un ronroneo. Un motor suave, de sonido apaciguado que en absoluto necesitaba la cilindrada ni el molesto ruido de muchos otros vehículos, más modernos, donde el rendimiento estaba mucho más apurado, pero renunciando a la comodidad del viaje. Realmente solo le gustaba conducir de noche, lejos de la crispación y los ruidos del tráfico, con sus motores mal silenciados, sus bocinazos y sus maldiciones. Todas esas cosas eran muy malas para la salud, empezando por desgastar la paciencia y la calma, y llegando incluso a causar problemas nerviosos o circulatorios. Él prefería vivir a su ritmo, aunque supusiese ir a contracorriente. Aún no era de noche, y se permitió un paseo bajo las farolas. El sector uno era una delicia para pasear a estas horas, donde lo más notorio de la antigua Midgar luchaba por mantenerse boyante, como una mujer que en el declive de su belleza supiese seguir siendo atractiva con maquillaje, ingenio y savoir faire. Incluso con humo y espejos, si fuese necesario.
Los edificios lucían fachadas de aspecto clásico, con los no va más de la arquitectura de época. Los buzones, las bocas de riego… Sin embargo, sus favoritas eran las farolas. Iluminadas con baratas bombillas de luz amarilla, y construidas con hierro forjado, estaban decoradas con filigranas con forma de espiral en el punto de unión entre el poste y el brazo que sostenía su cabeza. Uno podía imaginarse a un gangster trajeado disparando a la policía con una ametralladora, a la luz de una de estas, o a una mujer huir corriendo y detener un taxi. El antiguo sector uno era casi irreal.
Entró en un restaurante, amplio, sin dejar de ser un negocio familiar. Manteles limpios, pan recién horneado y un servicio personalizado, sin duda una combinación ideal con la que disfrutar de una velada agradable. Decidió que un buen plato de tagliatelle con salsa de espárragos sería perfecto, quizás con una copa de tinto de Kalm.



Tras mucho deliberarlo y horas de escuchar las surrealistas propuestas de Holly (Paris nunca habría imaginado que existiesen tantas variedades de preservativos), se decantó por los bombones. A todo el mundo le gustaba el chocolate, y además, había leído que producía algo llamado “endorfinas”, que producían sensación de placer y bienestar.
La dichosa caja le había costado casi un mes de propinas, y no traía demasiados, pero el que le había dado a probar la dependienta de la chocolatería le había encantado. Yvette no parecía de comer mucho, de modo que no quiso darle más vueltas. Se sintió tentado de usar la moto, ya que Rolf le había dejado guardar su vieja Blackracer en casa, pero no había forma segura de cargar con los bombones. Además, tampoco le hacía gracia la idea de conducir sobre la placa, dados los confusos sentimientos que le producía la exposición al cielo abierto. No quería tener un accidente por no estar suficientemente atento. Vale, la moto podría impresionar a Yvette, pero cuando se subiese tras él y disfrutase de un paseo a no más de veinte kilómetros por hora no iba a tener una buena impresión sobre Paris.
Por otra parte, lo que si iba a ser inevitable era una dosis extra de medicación. Con cuidado, Paris se tomó una nueva pastilla antes de su hora. Temía que lo atontase, pero la idea de perder el control y aún encima hacerlo ante Yvette le resultaba mucho peor.

El viaje en tren, como siempre, abstraído de la humanidad por medio de su reproductor de música, seguido de un pequeño trayecto en bus por las amplias y abiertas calles del sector 3. Los primeros rayos del atardecer empezaban a teñir los árboles de las aceras de rojo, y la gente se encaminaba hacia sus casas, haciendo poco o ningún caso al joven hombre de cabello rubio que caminaba encogido, como si estuviese cayendo un chaparrón. Consultó de nuevo la nota que había recibido del turco, antes de timbrar a un ático.

“Noventa y siete… Noventa y ocho… Noventa y nueve… ¡Se joda y espere! Cien” Yvette se negó a responder al timbre hasta haber completado su serie de patadas, y aún se planteó la posibilidad de dar por lo menos diez más con la otra pierna, antes de abrir. Una cuarta llamada la hizo suspirar con fastidio, mientras echaba mano de la toalla que había dejado sobre el respaldo del sofá. Caminó hacia la puerta, secándose el sudor de la cabeza, y despegándose la camiseta del cuerpo, y pulsó la tecla del interfono.
- ¿Quién? – Preguntó de malas. Entonces el visitante, ya con un pie fuera de la entrada, volvió a girarse hacia la cámara de la entrada. - ¡Paris! – Gimió sorprendida.
- Hola, ¿vive ahí Yvette? – Preguntó, visiblemente nervioso. “¡Maldito tarado!” pensó la turca, al borde de la histeria. Tarda semanas en tener tiempo para una cita, y ahora coge y aparece, así, por las buenas. ¿Qué le iba a decir? ¿Qué no? Entonces no podría llevarlo a casa sin delatar su mentira. ¿Qué si? ¿Y dejar que la viese con esas pintas? A lo mejor no era tan trágico… “¡Joder!” El espejo había sido claro en su mensaje: Entre la camiseta de promoción de un Ron que decía ser de importación y ocho años de edad, el pelo en una coleta chunga, ya casi deshecha, con el pelo enmarañado, como si acabase de pelearse. ¡El chándal! ¿Cómo iba a dejar que la viese en chándal? ¡Nonononono! ¡De ninguna manera! ¿Y si le decía que no era un buen momento? – Perdone las molestias. – Dijo Paris, girándose hacia la calle. Antes de que Yvette fuese consciente de lo que hacía, casi había incrustado el botón que abría la puerta del edificio. “Mierda”… Suspiró.
- Pasa.
Seco como siempre, el rubio entró sin decir nada. Yvette realmente no sabía si quería verlo. Era… Era incómodo. No era común en ella encerrarse y dar golpes al saco, no sin salir de fiesta y dejando de lado su vida social. ¡Era viernes, maldita sea! En un mundo normal, ella estaría tomando algo por ahí, vestida como una personificación del pecado. ¿Qué hacer? ¡La camiseta! ¡El pelo!

Paris estaba apostado ante la puerta. El ascensor había tardado un par de minutos en subir todos los pisos hasta el ático, pero no había más puertas en esa escalera que la de Yvette. Nervioso, casi podía sentir como cada músculo y tendón de su cuerpo se movía entre temblores hasta la puerta, hasta que su acopio de valor fue interrumpido por el ruido que atronaba el interior de la casa: Carreras, golpes, blasfemias… Paris se preocupó, pero no oyó que hubiese nadie con ella, de modo que esperó a que el revuelo se calmase, antes de timbrar.
- ¿Hola? – A Paris le costó reconocerla. Era Yvette, con su cara, su pelo, su cuerpo y todos sus rasgos, menos el de ser Yvette. Estaba medio asomada tras la puerta, y pudo ver sus ojeras, su piel sin maquillar, su pelo arreglado a toda prisa, que aún tenía la forma de la coleta, su camiseta con las arrugas que delataban que se la acababa de poner apresuradamente, y las manchas del sudor que impregnaban su piel extendiéndose a lo largo de su superficie. Era una nueva forma de verla, y muy sorprendente. Ella percibió su sorpresa, y se le notó en la cara la decepción.
- Hola… - Dijo aún turbado. – Eh… - Paris había olvidado una parte importante del plan: Que excusa poner para aparecer por su casa.
- Pasa… - Lo invitó, mientras aprovechaba para deslizar con su pie izquierdo la camiseta y la toalla sucias tras la puerta. Tragando saliva, Paris cruzó el umbral, quedándose tras la puerta a unos cuantos centímetros de ella, frente a frente. “¿Qué haría Rolf en esta situación?... ¡No! ¡Eso nunca! ¿Kurtz? ¿Han?”
- ¿Qué es eso? – Yvette señalaba el pequeño paquete envuelto para regalo que había traído Paris, que se quedó mirándolo extrañado, como si a su mano le hubiese salido un extraño apéndice y no lo diese reconocido en los primeros segundos.
- Eh… Bombones. – Recobró la seguridad. Al menos, a eso si que tenía una respuesta. – Los compré para ti. Están muy buenos.
- ¿Los has abierto? – Yvette estaba sorprendida. Paris tenía sus rarezas, pero ir comiendo los bombones que iba a regalar era más propia de un retrasado.
- No, me dieron a probar uno de muestra antes.
- Bueno, pues pasa y los pruebo yo también. – Sonrió ella, arrancando la misma respuesta de su visita.
Paris empezó a caminar hacia el sofá, suspirando aliviado. A sus espaldas, Yvette retocaba frenéticamente su pelo en un espejo que había en el recibidor.
La casa de Yvette era muy amplia, con un gran salón que era casi tan grande como el pequeño apartamento que Paris alquilaba. No compartía ese vacío espartano y funcional en el que él vivía, pero tampoco estaba sobrecargada, ya que había mucho que llenar. El sofá “pequeño” era tan grande como el de Kurtz, y en el grande podías tumbarte sin que tus pies llegasen al otro extremo. El salón estaba presidido por una televisión plana que podría usarse de mesa para una cena de seis comensales, y al fondo había una estantería, llena de libros, dvd’s y un equipo de sonido. De una de las baldas colgaba el extraño arnés en el que Yvette llevaba sus pistolas, aún con estas colgando. Lo que más le sorprendió fue ver hasta cinco plantas, de diversos tamaños, decorando distintos rincones de la estancia, o la estantería.
Se sentó y al volver a mirarla, la vio pateando algo rosa, de forma cilíndrica, hasta el fondo de lo que parecía la cocina, y volverse con una sonrisa de “aquí no ha pasado nada”.
- ¡Hostia, un saco! – Sonrió Paris, sorprendido. Yvette acabó por admitir que el niño era marciano. No es normal que te emociones cuando descubres que intentas ligar con una tía a la que le gusta golpear cosas.
- Si… Estaba dándole un poc… ¡Joder! – Casi se le cayó la mandíbula al suelo: A simple vista, Paris estaría a la altura del metro noventa, pero la rápida combinación de golpes que le soltó al saco, dejándolo balanceándose, acabó con una patada que impactó diez o quince centímetros por encima de su cabeza.
- ¿Qué pasa?
- No sabía que fueses tan rápido… - Respondió aún sorprendida. – Ni tan flexible.
- Siempre lo he sido. – Paris se dejó caer, separando sus piernas hasta que se formó un ángulo llano entre ellas, ante los sorprendidos ojos de la turca. Hasta le chocó que no reventase el pantalón.
- Eres todo un acróbata… - Aplaudió Yvette, intentando que su mente relajase todas esas ideas tan propias de ella. Su invitado sonrió, como quien accede a repetir un truco de magia ante un niño impresionado.
- Esto es más de contorsionista, pero… - Sin más palabras, Paris se lanzó corriendo hacia el sofá pequeño, que estaba orientado de espaldas a la entrada.
- ¡No! ¡Fedor!
- ¿Quién?
El aviso llego tarde. Paris saltó, combinando una voltereta con un tirabuzón completo, cayendo sentado sobre… ¿Un cojín grande y peludo? ¡Un cojín grande y peludo que ladra!
El pastor de Kalm se sobresaltó al sentir ochenta kilos de camarero acróbata sobre su lomo, revolviéndose y tirando a Paris al suelo, antes de huir gimiendo por el pasillo.
- ¡Fedor! – Lo llamó ella, intentando interceptar al lanudo e inmenso perro-oveja, pero este la esquivó, desapareciendo ofendido por un pasillo.
- Yo… Lo siento… No sabía que tenías perro. – Paris quería dar otra voltereta, pero por la ventana. Estaba tan sonrojado que parecía que se hubiese pintado la cara.
- Anda, siéntate y abre la caja. – Dijo ella, sonriendo con resignación, mientras volvía junto a él. – Ya te disculparás con él más tarde.


- ¡Abre de una vez! – Lo increpó Daphne, deslizando una mano dentro de su pantalón. – ¿No ves que no podemos esperar?
El vino había corrido, y la noche había seguido un ritmo que solo era natural bajo la batuta de alguien como Rolf. La desinhibición presidía la fiesta, mientras invitados iban llegando hasta su casa, en distintos coches. La puerta se abrió finalmente, y el anfitrión fue empujado hasta el primer sofá, donde lo derribaron allí mismo entre seis manos y tres bocas.
- ¡Eh! ¡Esperad! – Se revolvió, escapándose de la presa hacia la cocina.
- ¿Qué pasa, Rolf? ¿No nos quieres?
- ¿Qué clase de anfitrión sería si no os ofreciese nada? Tenéis que probar este vino…



El postre fue delicioso, un broche perfecto para culminar una cena sencilla pero exquisita. Tras comunicar personalmente su más sincera felicitación al cocinero, llegó el momento de levantarse para bajar la cena con un pequeño paseo. Las calles, a esta hora de sobremesa, estaban casi vacías y silenciosas. El momento ideal para que uno se abstrajese y se dejase llevar por el ritmo de la historia que estas calles habían vivido. En su mente, se sentía como un duro detective privado, un huele-braguetas con su personal sentido de la justicia, severo, pero honesto en el fondo. Abrió el maletero de su coche, antes de mirar hacia ambos lados, y con todo en orden, dispuso todo lo necesario y, tras cerrar manualmente con la llave y asegurarse de que el coche no quedaba a la vista, con la capota de tela cerrada, seguro en un callejón lateral, empezó a caminar.
Sus andares eran erráticos, como si no reconociese ningún lugar como interesante. Monumentos con restos de magnificencia y un hermoso pasado de grandeza se aparecían a un lado y otro, ante sus ojos, mientras él se deleitaba recordando aquellas personas o hechos que intentaban atar a la memoria de la ciudad, aún bajo una censura de toneladas de acero y hormigón. Los grupos de jóvenes no le interesaban en absoluto. Eran como una especie de mancha: Una rareza en su urbe eterna y atemporal. Clásica. Ahí no había necesidad de coches deportivos decorados con neón y vinilo, motos ruidosas y horteras, gente con viseras, reproductores de música portátiles o PHS. Todas esas fruslerías los habían desprovisto de su humanidad y sus pasiones, y ahora no eran sino seres condicionados que respondían como autómatas a los impulsos de la moda o la cultura del consumo.
Incluso uno de ellos tuvo la desfachatez de acercarse a él, con un aliento de cerveza barata y una visera de colores chillones ladeada con evidente mal gusto, en medio de un montón de ropas por encima de su talla. Era grotesco y esperpéntico, y sus maneras aún peores. Le giró la cara para no seguir viendo la depauperada condición de su masculinidad. ¿Dónde había quedado la elegancia propia de un hombre de verdad? Las maneras, la educación, el saber estar… ¿Realmente habían quedado tan atrás? ¿Dónde estaba esa masculinidad, cortés, pero fuerte ante la adversidad? Ahora actuaban a cada momento como animales en celo, como si creyesen tener que demostrar algo a cada momento, y creyesen además ser capaces de hacerlo.
Y por supuesto, memorizó sus rasgos y vestiduras. No los olvidaría.

Sus pasos lo llevaron a una antigua iglesia de estilo clásico, donde se detuvo con una sonrisa, admirando su superficie, aun pudiéndola reproducir en su cabeza con los ojos cerrados, padeciendo tan solo una mínima fracción de error. En su curiosidad y amor por la cultura había memorizado cada detalle, cada escultura, relieve, fuste, capitel, podio o su inolvidable frontón, repleto de iconos de primorosa manufactura artesanal.
El sector 1 aún en los suburbios, se permitía el lujo de ser una ciudad dentro de una ciudad, con su propia organización de autogobierno cuasi clandestina (tolerada por las autoridades), que gestionaba la limpieza de sus calles, la protección de sus ciudadanos, y la conservación, en la medida de lo posible, del estatus de la que fue la mejor barriada de la ciudad. Esto había alejado a los grafiteros de la iglesia, penándolos con severas multas y manteniendo sus ojos electrónicos siempre avizor. No tardó en encontrar una de las ya mencionadas cámaras, y en dedicar un pequeño saludo al vigilante, viejo amigo suyo, compañero de charlas sobre bellos pasados en blanco y negro.


- Nunca lo adivinarías… - Rió Yvette, llevándose una palomita de maíz a los labios.
- A ver. Sorpréndeme. – Suspiró Paris, mientras jugaba con el perro, mucho más sociable que Etsu, por cierto, y mucho menos territorial. - ¿Por qué se llama Fedor?
- Porque el perro lo compró mi padre, en principio, para mi hermanastra pequeña, y “feddo” era lo más cerca que había estado de decir “perro”. – Paris alzó las cejas, reconociéndose sorprendido, mientras su anfitriona chasqueaba los dedos sin dejar de mirar hacia la tele, momento en que el perro se acercó a ella, restregando su cabeza lanuda contra la mano que ella le tendía. Paris parecía a punto de preguntar algo. – Lo tengo yo porque todos pasaban de él en esa casa. Lo paseaba la chica de la limpieza y lo trataba bastante mal
- No era eso lo que iba a preguntar. – Rió Paris.
- ¿Y qué es?
- ¿Tendré yo también que acercarme a cuatro patas a rendirte pleitesía cada vez que chasquees los dedos? – Preguntó con picardía, recordando lo que Malcolm le había contado de ella en el intermedio de su primera cita. – Yvette sonrió maliciosamente unos segundos antes de responder.
- ¿Ves que a Fedor le disguste? No te dejes llevar por los prejuicios, Paris. Podrías perderte experiencias realmente fascinantes. – Su voz era apenas un susurro, por debajo del sonido de la televisión, pero su tono puso de punta el vello de la nuca del asesino como pocas veces lo había sentido. Indeciso, se quedó quieto, e Yvette aprovechó su iniciativa. – Parece que dudas… ¿Algo te inhibe? ¿Te asusta? – Rió con picardía, acercando su pie descalzo al regazo del asesino, donde separó sus piernas de un brusco empujón para luego apoyar suavemente su planta en la cara interior del muslo de Paris, que lo miraba como si fuese una serpiente. – Estás tenso…
- ¿Se supone que debo relajarme? – Recordó con cierto desagrado los chistes sobre sexo anal de Rolf.
- ¿Te hago daño? – Yvette retiró el pie, dejándolo justo al lado de la mano derecha de Paris, apoyada entre ambos en uno de los cojines. Justo a su alcance.
- ¿Son estos tus juegos de dominación? – Preguntó confuso. Se sentía, para su desagrado, como la presa de esta caza, y no era una experiencia que le gustase en absoluto.
- ¿Realmente te sientes así?
- ¿Cómo? – Preguntó extrañado, por esa pregunta al aire.
- Sometido. – Sonrió ella, mordiendo una nueva palomita, quedándose con la mitad restante entre sus finos dedos, a escasos centímetros de sus labios. Mientras Paris la miraba, intentando ganar tiempo para pensar una respuesta, ella arrojó la otra mitad a su boca, dejando su índice entre los dientes, lamiendo la yema.
- No veo nada que limite mi voluntad. – Respondió, apostando por intentar recuperar el control de lo que fuese que estaba hirviendo en su cerebro, pero ella no hizo sino reírse, con un toque de inocencia. Iba muchas jugadas por delante de Paris.
- ¿Tu voluntad? – Preguntó ella, fingiendo turbación mientras se revolvía, y gateaba sobre el sofá hacia Paris. Cuando llegó junto a él, se estiró para tomar una palomita del bol que había entregado al asesino antes de empezar la película, rozando la piel desnuda de su brazo con el pelo, al pasar, y dejando que su perfume inundase la mente y la libido de su víctima. Luego retrocedió, sentándose sobre sus talones y apoyando un codo en el respaldo, con su rostro a escasos centímetros del de Paris. Lentamente, devoró la nueva palomita de maíz, ante una víctima que parecía una mosca a la espera de que la araña se abalanzase sobre él, incapaz de apartar la mirada. Relamió su índice de nuevo y depositó un ligerísimo beso en la yema, acercándola a los labios del asesino. – No pretendo doblegar tu voluntad, Paris. De hecho, no pretendo tomar nada que tú no estés dispuesto a darme. – Casi sin hacer presión, Paris cedió y separó los labios, con la yema de Yvette acariciándolos y entrando para deslizarse sobre la superficie de su lengua. Cuando la retiró, lamió su dedo y lo chupó, como si acabase de pasarlo por la superficie de un pastel.

Paris realmente era incapaz de controlarse: No quería quedarse, sintiéndose preso. No quería irse. No quería… No sabía… No. ¡Joder! Ella se acercó despacio, dándole un beso en la mejilla, pero tan próximo a su boca que sus labios se rozaron. Acarició su otra mejilla, con la mano derecha y le sonrió.
- No estoy vestida para jugar a diva, Paris. Pero no me importaría vestirme para ti.
- No hace falta que te molestes… - Dijo, agradeciendo la pausa, aliviado.
- No es molestia. – Sonrió. – No si es para ti.
- Vaya… - Dijo él, tras el fracaso de acudir a la educación como evasiva. – Como quieras. Es tu casa. – “Se siente preso”, reconoció Yvette. “Le está gustando, pero está demasiado tenso y si no se relaja…”
- Iré a ver que tengo, por ahí. – Dijo con calma, deseando que un par de minutos le sirviesen para despejarse. Estaba segura de que se plantearía la posibilidad de salir corriendo por la puerta, pero no lo haría. De eso estaba aún más segura.

Se levantó y caminó lentamente hacia su habitación, al final del pasillo. La pausa le recordó que aún vestía un pantalón de chándal y una camiseta de andar por casa, cosa que la avergonzó. También vino a su mente el recuerdo de la última vez que había estado desnuda ante otro hombre, y este era cualquier cosa menos grato. Sin embargo, este no era cualquier hombre, sino Paris: Un reducto de integridad. Además, mientras fuese ella quien tuviese el control, no habría problema.
- Apaga la tele. – Pidió, volviéndose desde la puerta. Paris no se dio cuenta, pero incluso una orden tan simple e inocente en apariencia no era sino una nueva continuación del juego.
Lo que si lo interrumpió, fue la imagen que se encontró en la habitación: Fedor, desaparecido segundos antes en una muy breve distracción, había reaparecido, sentado sobre sus cuartos traseros en el centro de la cama, mirando a su ama con una sonrisa de aspecto bromista y bobalicón, mientras entre sus dientes sostenía el mismo cilindro rosa de antes.
- Eh… Paris… - Llamó ella. – Coge los bombones, de la cocina. – He ahí una buena excusa para ganar tiempo.
- ¿No los ibas a reservar?
- Y los he reservado, cariño… ¿No quieres saber para que?
Miró desde el pasillo, viendo que el rubio no estaba a la vista, sacó a Fedor hasta el salón, corriendo, para abrirle la puerta de la terraza y dejarlo allí, ordenándole tumbarse en una alfombrilla que le estaba reservada. También sacó el cilindro y lo escondió detrás de una maceta. “¿Dónde los dejaste? No los veo” se oía la voz de Paris, en la cocina. Ella esperó a haber vuelto a su habitación, antes de decirle que buscase en la nevera.

Paris entró en la habitación, encontrándose una cama medio deshecha con una superficie cuadrada de dos por dos. Colgando de un galán de noche, al fondo, el traje de Yvette, incluyendo un chaleco de kevlar y un rifle MF22, versión más moderna del que había visto en casa de Kurtz, apoyado dentro de un estuche mal cerrado. No tuvo tiempo de distinguir nada más, ya que en cuanto hubo puesto un pie dentro, Yvette se abalanzó sobre él, desde su derecha. Empujó la cara interior de su rodilla, mientras intentaba apresar su cuello con el brazo y cruzaba el otro sobre su cara, obstaculizando su visión. Desequilibrado y sorprendido, Paris se revolvió, intentando recobrar el equilibrio, pero ella se movía de un lado a otro, siempre escurridiza. Entonces ella cometió un error: Giró, colocándose entre Paris y la cama, y el asesino reaccionó por instinto, empujándola para que tropezase y cayese sobre el colchón.
Yvette logró aferrar a Paris con la fuerza suficiente para arrastrarlo a él también hacia la cama, y entonces a su mente vino con claridad meridiana el fruto de todas las horas de entrenamiento con Kurtz: Como moverse en esa situación, como forzar las articulaciones del oponente para que no pudiese hacer fuerza, como bloquearlo, como cortar su respiración… En resumen, como someterlo. Tuvo mucho cuidado de hacer justo todo lo contrario.
Cuando el revuelo hubo terminado, Paris estaba sentado sobre la cadera de Yvette, sujetando firmemente sus muñecas. Su respiración se había agitado un poco, por la adrenalina, y la miraba, expectante, intentando entender a que había venido esto. Encontró la respuesta en la sonrisa de la turca, justo medio segundo antes de que ella hablase.
- Mi elaborado plan para confundirte acaba en un sonoro fracaso… - Reconoció con fingida resignación. – Ahora que me tienes a tu merced, supongo que serás un caballero y no te aprovecharás, ¿verdad?
- ¿Cómo sabes que no me vengaré? – Preguntó él, creyendo tener la inciativa.
- ¿Vengarte de que? – Fingió confusión, pero sin dejar de sonreír con calma, y acercando la cara a él para susurrarle, dentro de lo que le permitía su presa.
- De lo que me hiciste antes, en el sofá.
- ¿Te hice algo malo? – Preguntó, fingiendo estar dolida. – Solo te hablé. – Sonrió de nuevo, acercándose un poco más para susurrar. Incluso Paris, inconscientemente, levantó un poco su presa, pero sin soltarle las muñecas. – Igual que te estoy hablando ahora.
El asesino se había quedado definitivamente sin palabras, incapaz de articular alguna, tanto como de tener alguna idea coherente que decir. Ella se dejó caer sobre la cama, con una sonrisa de suficiencia que incendió algo en el interior de Paris. Si. Iba a vengarse.
Soltó una de las muñecas de Yvette, trasladándola hasta la nuca la turca. La alzó levemente, mientras él se agachaba para aproximarse a ella, y entonces, tomó la iniciativa.


- ¡Rolf! – Gimió Daphne en su oído.
El tirador la había levantado, reteniéndola contra la pared, con las manos sosteniéndola firmemente de las nalgas. Le mordía suavemente el cuello, haciéndola perder el control mientras ella clavaba cada vez más sus uñas en la espalda de él. Luego Rolf se alejó, y Daphne sostuvo su cabeza con ambas manos, apoyando su frente contra la de ella. Al fondo, otras seis o siete personas gemían, igual de entregadas a la lujuria, en el salón de casa del asesino. Alejándose un poco de los labios de él, lo que supuso un esfuerzo de voluntad inmenso, buscó el espacio para hablar.
- Gracias. – Murmuró.
- ¿Por? – Sonrió el, socarrón.
- Por no aceptar ese desafío. – Rolf permaneció en silencio, acusando su curiosidad. – Vi el mensaje en tu PHS. Gracias.
- No quieres perderme, ¿eh? – Rió, besándola en la frente y apretándole firmemente el culo, lo que le arrancó un nuevo estremecimiento. – Pero no me des las gracias: He aceptado. – Ella se sobresaltó, pero fue incapaz de mantener el control, bajo las hábiles manos de su amante.
- Y… ¿Y esta orgía? No será una despedida… - Cada vez era más difícil pensar con claridad: Rolf no le daba tregua, hostigándola cada vez más intensamente con sus manos, su boca y el roce de su entrepierna.
- No, pequeña Daphne: Es una coartada. Todos recordaréis mañana que yo no me moví de aquí en toda la noche.
- ¡No te dejaré ir!
- No puedes resistirte… - Susurró él, con el tono de un lamento. – He echado éxtasis en el vino. No mucho, pero lo suficiente para que os entreguéis al placer sin ser conscientes ni siquiera de lo que os rodea. – Rió. – Al fin y al cabo, presumo de ser un buen anfitrión.
- ¡No! – Gimió ella, pero él la había levantado, llevándola de vuelta hasta la multitud.
- Si. Como comprenderás, he tenido mucho cuidado de tomarme algo que disipase sus efectos, pero no me queda para ti, de modo que tendrás que disfrutar del subidón. Lo siento. – Si no he vuelto en veinticuatro horas, limítate a avisar a Kowalsky. Él sabrá que hacer.
- Por favor… - Gimió una súplica, pero esta no fue escuchada. Rolf la depositó en el sofá, donde una cantidad indeterminada de manos se abalanzó sobre ella, erizándole la piel.
- No. – Sentenció el asesino. – Pero ahí va un regalo para asegurarme que tengas esa consideración conmigo. – La besó, hundiendo su lengua en la boca de ella, y luego, arrodillado ante el sofá, entre sus piernas, su boca fue a su barbilla e inició una trayectoria descendente.
Minutos después, solo Daphne era consciente de que Rolf se había esfumado en medio de la confusión. Desgraciadamente, no era capaz de hacer nada para evitarlo.


“Ahí está…”, pensó. Alzó su rifle, una joya de fabricación manual, sin esas miras de lentes telescópicas, tan artificiales y desnaturalizadas. Era como disparar a una televisión. Él no: Usaba un arma fabricada por sus propias manos con dedicación y exagerada atención al detalle, con una mira rectangular, graduada, situada sobre el inicio de la culata, donde no estorbase la maniobra de abrir y cerrar el cerrojo con el que liberaba los casquillos usados. Cinco balas descansaban, listas para su objetivo. Por orgullo se negaba a usar ni una sola más por cada objetivo. “Vamos a llamar su atención”.
Recorriendo en su moto las amplias calles del sector 1, Rolf transcurría indiferente a una pandilla de adolescentes, lo suficientemente ricos como para poder fingir que eran delincuentes juveniles. Estaban sentados en un par de bancos, a su izquierda, escuchando música y bebiendo cerveza barata, cuando el más grande de ellos cayó derribado antes incluso de que se oyese el estallido del disparo.
Rolf se detuvo en seco. “Está cerca…” pensó, “y me está llamando”. Ignorando al chaval, ya que supuso que sus sesos estarían dispersos por la acera, salió disparado con la moto, en busca de un lugar donde aparcarla y otro donde situarse para este nuevo duelo.


¡Que dos polvos! Luego, asumiendo que era demasiado tarde y los trenes se habían acabado, Paris se quedaría a dormir ahí, con lo que cayó uno más, y cuando más tarde a Yvette se le ocurrió que podría acercarlo a casa en su coche, se dieron cuenta de que la otra posibilidad era quedarse y echar un cuarto, al que no hubo discusión posible.
Con la mirada perdida en el techo, Paris intentaba volver a calibrar su mundo, recién volcado. Realmente, Yvette había logrado tocar algo dentro de él. Nunca había sentido interés por el sexo, ni siquiera cuando empezó a tener citas con la turca. Se enrollaba con ella, pero era cosa del momento, nada que le hiciese planear algo a mayores. Agradeció que ella respetase la venda con la que había ocultado su delatora marca en el pecho, aduciendo una herida en una de sus "salidas" con el grupo de Kurtz.
Sin embargo, tenía que reconocer dos cosas: La primera era que había sido mucho mejor de lo que habría imaginado nunca. La segunda era que quería más.
Unos pasos leves lo distrajeron, girándose hacia la entrada del dormitorio. Supuso que era Yvette, volviendo del baño, pero no: Era Fedor, con un pequeño cilindro rosa sujeto suavemente en su boca, como cuando Etsu traía un palo para jugar. Paris no tardó en reconocer esa forma, que sería familiar a todo hombre capaz de verse a sí mismo desnudo. No era una imitación realista, pero si, en cierto sentido, “ergonómica”. Fedor lo dejó en la cama, a su lado, ante sus ojos perplejos, para luego desaparecer ufano por la puerta. A medio camino entre la curiosidad morbosa y la repulsión instintiva, Paris cogió el juguete, sintiendo el tacto suave y un poco maleable del material. Inspeccionándolo, vio que la base giraba, regulando una agradable vibración hasta intensidades que le hicieron preguntarse si realmente era posible aguantar algo que le hacía temblar todo el brazo.
- ¿Paris? – La voz de ella lo sobresaltó desde la puerta. Intentó defenderse, pero ninguna excusa venía a su cabeza. - ¿Qué haces con…? Entiendo… - Sonrió Yvette, acercándose inexorablemente hacia él.