jueves, 27 de agosto de 2009

188

-… Y esa es la manera más satisfactoria de llevar a cabo el proceso. Te lo aseguro, si Leman tuviera realmente idea de cómo hacer su trabajo y de lo que tiene en su departamento, hacía ya tiempo que me habría ascendido.

La diatriba de Metroy siguió un rato más, mientras Elliot Rigar se echaba hacia atrás un mechón castaño bastante rebelde y trataba de concentrarse en sus exiguas, y excesivas a un tiempo, obligaciones. Exiguas, porque no eran realmente nada para él. Excesivas, porque era lo único que llenaba su horario de trabajo, y pasada la primera hora de labor ya sólo era capaz de distinguir las cifras y datos del monitor y de hacer las cosas por hábito puro y duro, mientras sus pensamientos divagaban en los profundos socavones que rodeaban su vida. Las escasas veces que se levantaba para controlar la cámara de refinamiento o para revisar una materia defectuosa llegada desde otro departamento le devolvían la vida a sus piernas, pero su mente se veía poco o nada reanimada por la decena de pasos escasa que separaban su puesto de la máquina.

Aquella mañana se antojaba especialmente dura. No sólo porque Dylan Metroy, uno de sus “compañeros”, le estaba calentando los cascos con el resultado de una reunión a la que había asistido como ayudante de la señorita Leman, sino porque además había llegado tarde, con el consiguiente sermón de la jefa, siempre puntual como un reloj y exigente para con el resto en ese tema. Todo por un problema en las vías del tren, no por su causa. Amargamente, Elliot se preguntó si no sería también puntual a la hora de hacer el amor, y si pasados dos minutos le sonase una alarma interna que le hiciera detenerse para fumar, dormir, o lo que demonios hiciese después.

Y eso suponiendo que alguien se la haya tirado alguna vez… Si ahora es como es, cuando su cara sea la de una vieja arpía tendrá ya un master en vuelo con escoba, pensaba amargado. El hecho de que a sus cuarenta y pocos años Leman ya aparentara cerca de cincuenta era muy poco consuelo para él.

-… Te lo aseguro, es algo genial. Cuando les presenté sin darme cuenta esta hoja junto con los datos de evaluación de la semana pasada creyeron que era algo mío, se sintieron intrigados y me pidieron que les explicara lo demás. Les dije que no podía hacerlo sin más, que necesitaba del resto de mis notas para hacerlo más gráfico y que se entendiera mejor. Ellos me dijeron que de acuerdo, que para la siguiente reunión. ¿Te lo puedes creer? Claro que es normal. Tratándose de mí, no me sorprende que creyeran que era idea mía. Y eso que si no fuera por este papelito que encontré tirado en el suelo, nunca se me…

El científico ya se estaba hartando de seguir el juego a Dylan, mientras se lanzaba flores a sí mismo. Estaba deseando que se largara, que dejara de recordarle indirectamente sus propios y fallidos intentos, o las ganas de mejorar siquiera un poco su situación laboral; pero seguía aguantando. Ya tenía bastantes problemas. Elliot levantó un poco la cabeza, lo justo para parecer interesado, o al menos cortés, y vio el papel que Dylan sostenía. Sus ojos azules se abrieron mucho de repente, quitándole de la cara su aspecto aburrido y cambiándolo por otro: completo estupor. Notó la boca reseca como la misma arena de un desierto, y se le quedó entreabierta, como si estuviera extasiado. Naturalmente no era precisamente éxtasis lo que sentía. Eran demasiadas cosas a la vez. Primero sorpresa, seguida de confusión. Luego algo le apretó las entrañas con fuerza, y supo que era angustia. Lo último que sintió fue ira y esa ira se llevó todo lo demás.

Había reconocido a la perfección aquel escrito. Era parte de su proyecto, ese que guardaba en el fondo del cajón. Ese que nunca vería la luz, porque, ¿cómo iba a lograr que alguien se interesara por ello? Para alguien de su cargo, era imposible hacérselo llegar a alguien que realmente pudiera darle luz verde para realizarlo, y la estirada de Leman tenía un eslogan, uno de sus muchos conjuros de bruja: si funciona, ¿para qué cambiarlo? Ella nunca admitiría un cambio, y por supuesto tampoco accedería a enviárselo a alguien que pudiera hacerlo. Así pues, aquel plan concienzudo, revisado y teóricamente eficaz estaba destinado a permanecer sin aplicación alguna, acumulando polvo y haciendo de amarillenta alfombra para otros documentos en el interior de aquel cajón. Y ahora una parte aparecía de la mano de Dylan Metroy, que había sido capaz de presentarlo en una reunión, hecho que le había valido el interés de los asistentes. Un interés que no merecía.

¿Cómo, en nombre de todo lo sagrado, era posible que Metroy tuviera aquel fragmento? El primer impulso de Elliot fue analizar sus palabras. Decía que lo había encontrado en el suelo. Era posible: el cajón tenía más usos que ser un vertedero de ideas irrealizables. Podía haberse caído al coger otro documento. El segundo impulso fue considerar la afirmación de Dylan una mentira. Era imposible. Con toda seguridad aquel pedante había aprovechado un descuido o un momento en la cámara de refinamiento para echar un vistazo por sus cajones en busca de algo interesante o simplemente para gastar una broma. Si aquel había sido su propósito, la broma era más pesada de lo que Elliot estaba dispuesto a tolerar. Estaba a punto de saltar, cuando Dylan siguió hablando. Dylan siempre seguía hablando.

-¿Sabes? Es una pena no encontrar algo más con que acompañar este documento. No sé de quién es, pero no me importaría ayudar a su dueño con los peces gordos, ahora que me han dado pie a ello, te lo aseguro. Ya me entiendes, si ellos se mostraron sorprendidos al verlo, es que no se lo había presentado nadie aún. Ahora que tengo su atención, yo podría presentarlo en otra reunión al completo, ver qué les parece y dividir el mérito y los beneficios del proyecto entre ambos. La pena es que sin saber a quién pertenece, no tengo nada…

Elliot hizo lo posible por calmarse sin hacer evidente la debacle emocional que le estaba atravesando. Cuando lo logró y recuperó algo de lógica, se dijo que Dylan debía haber encontrado realmente aquella parte de su proyecto o no lo comentaría tan a la ligera. Ni siquiera parecía que intentase hacerse el listo, o que le estuviera diciendo todo aquello consciente de que él era el padre de aquella idea. Su manera de hablar indicaba que estaba claramente entusiasmado con la perspectiva de un aumento o incluso de un ascenso gracias a su buena suerte, y que seguramente no dividiera nada con nadie, pero también denotaba que estaba en un callejón sin salida. Sin la colaboración del dueño del documento no tenía nada. Elliot recordó vagamente a Dylan yendo de un escritorio a otro y hablando con la gente. Cabía la posibilidad de que se hubiera pasado la mañana esquivando a Leman y comentando con el resto de compañeros. ¿Esperaba dar con el creador de aquellas notas así?

-¿Tienes tú idea de quién puede ser el dueño, Rigar?

Elliot se sobresaltó ligeramente. Miró a Metroy. Parecía completamente sincero en su pregunta. Bajó un poco la cabeza, apartando de nuevo el mechón rebelde, se quitó las gafas que usaba para trabajar y miró de soslayo al monitor. Quería dar la impresión de estar pensando, y era bueno en ello desde hacía tiempo.

Claro que sabía quién era el dueño. Y sabía también que quería recuperarlo. Fugazmente, se le pasó por la cabeza decir la verdad y hacer causa común con aquel tipo. Inmediatamente lo desechó. Él era el único que podría acudir a la siguiente reunión. ¿Qué le impediría, estando frente a los jefes de departamento, atribuirse todo el mérito? Cualquier reclamación hecha después sería inútil y llevaría mucho tiempo hacer que la tuvieran en cuenta siquiera, y entonces habría perdido su oportunidad. Eso nunca. Había trabajado demasiado como para compartirlo con nadie, ni en buenos términos. No obstante, si admitía ser el creador de aquellos bocetos y se negaba a tratar con su compañero, inmediatamente Metroy le atosigaría incansable con tal de tomar parte. En el caso de que se negara, él aún tenía el documento. Elliot podía rehacer esa parte, pero aunque Metroy no era lo suficientemente inteligente como para determinar la utilidad de la misma, había otros que quizá sí. Si se juntaba con otras personas más inteligentes, terminarían robándole la idea de otra manera.

No, eso jamás. No estaba dispuesto a consentirlo. Tenía que evitar que Metroy siguiera divulgando el contenido de aquel folio. Más tarde se encargaría de recuperarlo. Con toda la calma que pudo, volvió a mirar a su repelente compañero. Con un ademán le pidió la hoja. La cogió con ambas manos, controlando su pulso agitado. Mientras observaba aquella letra (su propia letra) con aire interesado, se acordó de algo que podía ayudarle.

-No estoy seguro, pero… creo que puede ser de Mike Earwigh. Alguna vez he pasado por su mesa y tenía cosas parecidas. Si mal no recuerdo, ahora está de vacaciones. Tendrás que esperar a que vuelva para preguntarle.-respondió, al tiempo que devolvía aquel pedazo de su propia inspiración al muy pedante.

-¿Ah, sí? Bueno, pues esperaré. Gracias por la ayuda, Rigar. Si esto funciona y me ascienden, me acordaré de ti, te lo aseguro.-comentó Dylan con aire ligeramente decepcionado.

No hará falta, rumiaba para sí Elliot. Transcurrieron las horas, tanto las de trabajo como la del almuerzo, y finalmente llegó la de salir. Todos recogieron sus cosas, apagaron los terminales, colgaron sus batas a la entrada del laboratorio y se dirigieron a la salida con la ordenada pulcritud de la runita diaria. Mientras, intercambiaban alegremente chismes o planes para aquella tarde o fin de semana. Alguien apagó las luces del techo y cerró. Elliot, por su parte, no salió con los demás, ni colgó su bata ni apagó su terminal.

Esa mañana había hablado con Leman para hacer horas extras. La jefa estaba encantada con ello, pues siempre había trabajo atrasado, y no tuvo problema en darle una tarjeta llave para que pudiera irse a casa después de que se cerraran las puertas del laboratorio. El cambio dado recientemente por uno de sus más díscolos subordinados (a quien siempre encontraba en el centro de cada broma del departamento, o con ideas novedosas cuando aún funcionaban los viejos sistemas) la complacía enormemente. Y es que no era consciente, como no lo era nadie, de que la alteración de su comportamiento venía dada por algo ajeno a él. Pues al salir del trabajo el día anterior le llegó una nueva misiva de “su custodio”. Así llamaba ahora a aquel chantajista que parecía saber hasta con qué frecuencia iba al servicio, y que le “protegía” de sí mismo y de sus secretos. O más bien, de la revelación de éstos. Como las otras veces, la nota vino en un sobre en blanco.

En total había recibido tres en una semana: la primera, que tanto le asustó, de manos de un niño antes de entrar en la sede central de Shinra. La segunda se la entregó un vagabundo al salir del tren. En ella le pedía que entregase al siguiente mensajero una lista de las materias de comando con las que había trabajado últimamente. Justo entonces Elliot había comentado a la señorita Leman el asunto de las horas extras. Había decidido que, siempre que el chantajista le enviase algún recado, intentaría aprovechar esos momentos en los que estaba sólo él en el laboratorio para llevarlos a cabo. El día antes había entregado dicha lista a otro vagabundo distinto del anterior, y éste le había dado a cambio la tercera carta que ahora leía.


“Ha sido un buen trabajo. Espero que la lista sea fiable. Sé que no tienes control de todas las materias que entran en tu departamento, pero con las que has anotado tendré suficiente. Ahora, presta atención. En notas anteriores te dije que no me importaba lo que tardases en conseguir lo que te pidiera, pero hay algo que necesito cuanto antes. En esta ocasión no será como hacer un inventario.”


Tras asegurarse de que estaba solo y que todos los demás habían salido, el científico esperó a oír el característico “clack” que anunciaba que la puerta estaba cerrada. Ahora únicamente con una tarjeta llave se podría entrar o salir. Elliot se sentó frente a su terminal, que junto con su pequeña lámpara de escritorio era lo único que le daba algo de luz en ese momento. Inmediatamente se puso a leer el resto de la carta, con las letras pequeñas, retorcidas y puntiagudas que ya conocía tan bien. El primer párrafo tenía razón: su siguiente cometido no era para nada como hacer un inventario, sino más bien a la inversa. No sería fácil llevarlo a cabo. Si lo hacía sin cuidado, las sospechas recaerían automáticamente sobre él. De hecho… era imposible hacerlo sin convertirse automáticamente en sospechoso. De todo punto imposible. Pero si no lo hacía… un escalofrío recorrió su espalda. El chantajista tenía suficiente sobre él como para arruinar su vida. Con la primera carta había llegado una muestra de ello: una descripción completa de la última furcia con la que estuvo; en la segunda aparecían descritas con pelos y señales unas líneas acerca de ciertas apuestas impagadas en un garito (eso sólo había sido una vez, maldita sea); sin contar con sus opiniones personales acerca de su jefa y sus compañeros, o su proyecto secreto, ahora tan cerca de echarse a perder; y lo más importante, sabía lo suficiente como para poder matarle a él o a su mujer en el trayecto del trabajo a casa, o aun en su propia casa. Un súbito temblor se apoderó del científico. Enfrentarse a la ley siguiendo las instrucciones de la carta y acabar en prisión o algo peor, o no cumplir con el chantajista y arriesgarse a que su vida se convirtiera en un infierno, o a perderla. Terminó de leer las últimas líneas de la carta. Por lo visto, el siguiente mensajero se encontraría con él mañana mismo. El sudor empezó a escapar tan rápido de su cuerpo que pensó que iba a licuarse… algo no exento de tentación para él en ese punto. No tenía apenas tiempo de pensar en otra forma de hacer las cosas, si es que la había.

Algo interrumpió el preludio de su entrada en la desesperación total. En la puerta del pasillo pudo escuchar un ruido, que parecía el de alguien andando con pasos suaves. También se dejó oír el raspar de una tarjeta en la ranura del lector de la puerta. No se abrió, y al continuar los intentos, Elliot se levantó de su mesa y se acercó a la entrada del laboratorio. Desde ahí clavó la mirada en la puerta del pasillo.

-¿Quién es?- preguntó Elliot, temeroso. Aún no había hecho nada, y sin embargo, sudaba como si estuviera intentando ocultar el cadáver de alguien a quien hubiera asesinado.

-¿Rigar? ¿Aún estás ahí?-respondió la voz de Metroy. Elliot suspiró. Por un momento creyó que le iban a fallar las piernas. Metroy se movió, ahora sin preocuparse de si hacía ruido. Elliot usó su tarjeta para abrir desde dentro.- ¿Cómo es que sigues en el laboratorio?

El científico no respondió de inmediato. Primero se recuperó del susto, y volviendo a su puesto se acomodó tanto como lo permitía la silla. Cuando se relajó, miró detenidamente a Metroy. Había vuelto al laboratorio, aún sabiendo que no podría entrar sin una tarjeta llave. ¿Había venido a coger algo que se le había olvidado? De ser así no hacía falta que fuera con tanto sigilo. A no ser, claro… Elliot sonrió para sí mismo. Por lo visto, Dylan no tenía paciencia para esperar a que Earwigh volviera de vacaciones. Quería el resto de los documentos del proyecto, y lo quería ya.

-Estaba metiendo un par de horas extras. No ando con mucha soltura financiera últimamente. ¿Y tú? ¿Te has dejado algo? Ibas con mucho cuidado…

-Ah… sí, creo que me he dejado las llaves del coche encima del escritorio. No es la primera vez que me pasa, y alguna vez que Leman se ha quedado hasta tarde me ha pillado y me ha echado una bronca por tener que abrirme… Menos mal que hoy no está, ¿eh? En fin, voy a buscarlas.-dijo dominando sus nervios a duras penas.

-Deberías dar la luz, o acabarás encontrando antes un golpe con una mesa que las llaves. Tranquilo, Leman sabe que estoy, no creo que te dijera nada si ve esto encendido hoy. Por cierto, ¿cómo pensabas entrar?

-Oh, eso… Tenía una tarjeta llave, la que me dejó la jefa para la reunión.

-¿Y no funciona?

-Sí, pero Leman me hará devolvérsela mañana, así que la dejé aquí. Si la pierdo, esa petarda es capaz de despedirme.


Con una risita, Dylan se acercó al interruptor y dio la luz. Elliot aprovechó ese momento para echar una ojeada discreta a su mesa. Desde donde estaba, podía ver que no había ningún manojo de llaves encima de su puesto. Volvió la cabeza hacia el monitor, mientras dejaba que Metroy fingiera lo que le diera la gana y él hacía otro tanto, tecleando esporádicamente letras al tuntún. Escuchó sus pasos, y también una maldición seguida del ruido de un cajón, y un tintineo. Cuando terminó su actuación, Dylan agitó las llaves como para que las viera. Elliot estaba seguro de que acababa de sacarlas del bolsillo y las hacía sonar para ser más convincente. El muy traidor se dirigió de nuevo hacia la puerta, y apagó de nuevo la luz del techo.

-Bueno, me voy ya, y no le digas nada a nadie de esto, ¿eh? Venga, no trabajes demasiado.

-Tranquilo, saldré en seguida y no te preocupes, no le diré nada a nadie. Será cabrón, ese pedante hijo de puta… Menos mal que no le dije que el papel era mío, pensó Elliot, furioso.

Cuando Metroy salió y se escuchó el cierre de la puerta del pasillo, Elliot volvió a sus cábalas. Tenía que llevar a cabo las instrucciones de la carta, y mañana era el plazo límite. Cuando llegara el mensajero y no le entregase nada, su suerte estaría echada. Desesperado, volvió a la nota.


“Necesito urgentemente dos cosas: quiero que cojas, o robes, si eres de pensamiento estricto, el mecanismo de concentración de mako de una de las cámaras de refinamiento de tu laboratorio. Da igual si no está en buen estado, pero debes obtenerlo. La segunda cosa que debes conseguir es un panel de estabilización. No importa lo que tengas que hacer para conseguirlo. Preferiría, eso sí, que no te dejaras pillar. Sé que tienes recursos, algo se te ocurrirá.”


Eso era más fácil de decir que de hacer. Nuevamente, Elliot sintió que su cuerpo temblaba. Presa del temor, revivió una antigua sensación: la de que todo aquello no era más que un sueño, o algo que estaba leyendo o viendo por televisión. Una de suspense. Nuevamente se obligó a pensar y lo repasó todo con frialdad, como si no estuviera envuelto en la representación que interpretaba y de la cual el chantajista, su “custodio”, era el director de escena. Podía llevarse las piezas. La alarma no iba a saltar a no ser que intentase entrar reiteradamente sin una tarjeta llave apropiada, se forzase la puerta o alguien intentase hackearla. Naturalmente, al notar la desaparición de la maquinaria la investigación del robo se centraría en él, pero si las había entregado al mensajero para cuando le interrogasen, nadie podría encontrar ninguna prueba en su contra. Sin eso, confiaba, no podrían retenerlo. Sólo le quedaba confiar en que el yonki que enviase su desconocido amigo esta vez llegase pronto.

Con la mente algo más clara al respecto, se levantó y se dirigió hacia una de las máquinas. Automáticamente fue a la contigua a la que él usaba, aun sabiendo que no importaba cuál de ellas faltase. Con cuidado y ayudado por los guantes de trabajo con materia, abrió la máquina y extrajo el pequeño mecanismo cilíndrico, no mayor que el pistón de una motocicleta, y el cableado que lo conectaba. Luego fue al fondo del laboratorio, a una habitación que hacía las veces de almacén de repuestos. Una vez allí, no tuvo problemas en dar con una interfaz de estabilización nueva. Cogió ambos objetos, y una vez los tuvo, se preguntó una vez si lo que estaba haciendo era su única salida. Y entonces se dio cuenta de algo.

Metroy había entrado porque él le había abierto la puerta… pero no había necesitado de la tarjeta llave de Elliot para salir. Seguramente, Metroy había ido pensando que tenía la tarjeta con él. Tuvo suerte de que Elliot estuviera dentro o de lo contrario no habría podido entrar. Con la pantomima de las llaves, al tiempo que mantuvo las apariencias, se aseguró de haber cogido la tarjeta llave. La única aparte de la suya que podía haber dentro de la habitación. Era la única explicación que se le ocurría. Seguramente Dylan pensaba volver, una vez que él se hubiera ido, y hacerse con los planos que creía en el puesto de Earwigh, pues según él mismo había dicho, tenía que devolverla mañana y le quedaba tanto tiempo como tenía él para robar las piezas. Una nueva posibilidad se abrió ante Elliot y sonrió al pensar en ello.

La codicia te puede, ¿eh, Metroy? Has pisado mierda, escoria traidora, y lo peor es que todavía no lo sabes.

Una vez acabó sus asuntos en el laboratorio, Elliot guardó las dos piezas robadas y apagó el terminal. Colgó la bata, tomó su abrigo, y se detuvo. Se olvidaba de algo. El científico se dio la vuelta y fue derecho al escritorio de Dylan. En uno de los cajones cerrados con llave estaba una parte de su proyecto. Una vez más sus labios se curvaron con malicia. Había decidido hacer la jugada completa.

Se detuvo unos segundos para cerrar la puerta con la tarjeta llave. Hecho eso, se puso el abrigo y se fue pasillo adelante. Habían pasado menos de cinco minutos cuando Dylan Metroy salió de detrás de la otra esquina del pasillo. Seguro de que Rigar no estaba ya cerca, sacó la tarjeta llave que le había dado Leman y abrió la puerta. Entró sin ruido, como había pretendido hacer antes, y se acercó al escritorio de Earwigh, donde creía estaba el resto del proyecto. Una vez junto a él, sacó una pequeña linterna y echó una ojeada a los cajones, todos cerrados con llave. Fue forzando uno por uno, incluido el pequeño armario que todas las mesas de trabajo del laboratorio tenían a la derecha. Fue justo al registrar éste (apartando un par de aparatos que no se molestó en identificar) cuando se abrió la puerta.

Elliot llegó a la primera planta y se encontró con varios guardias bloqueando la salida. Ellos le miraron, y le dijeron que a causa de la alarma silenciosa nadie podía salir, que esperase allí con ellos mientras sus compañeros iban a echar un vistazo. Por lo que pudo averiguar, algunos guardias más habían subido a un tiempo por las escaleras y los ascensores hasta el piso 34, donde estaba su departamento.

A Elliot le hicieron varias preguntas, desde qué hacía a esas horas (a lo que contestó la verdad) hasta si había visto a alguien sospechoso (a lo que respondió que no, tal como prometió a Metroy) y lo registraron. Una vez detenido el sospechoso, le dejaron marcharse. Que estuviera localizable, no saliera de Midgar y demás jerga de guardia de seguridad. Le registraron, sin encontrar nada más que sus papeles. No quería volver a correr riesgos de perderlos. Ahora estaban en el interior de la cartera en vez de en el cajón, y en su lugar descansaban las dos piezas robadas.

A Dylan Metroy le encontraron dentro del laboratorio, haciendo uso de una tarjeta llave entregada por su jefa de departamento, mientras rebuscaba en los cajones de un compañero. Los cajones habían sido forzados y vaciados. Multitud de documentos estaban tirados por el suelo, junto con la pieza que faltaba de la cámara de refinamiento, aún abierta. Elliot había forzado antes el armario del escritorio de Earwigh y colocado en su interior el mecanismo de concentración de mako, tras lo cual había ido a por otro distinto al almacén, guardándolo en su propia mesa. El mecanismo de concentración del almacén no funcionaba correctamente, pero según la carta, no era necesario mientras lo entregara a tiempo. La conmoción haría que durante un tiempo la gente no se fijara en pequeños detalles como la falta de dos piezas de repuesto. Al salir, Elliot había hackeado deliberadamente la puerta, sabedor de que la alarma silenciosa tardaba unos cuatro minutos en activarse para poder pillar a los ladrones in fraganti delito. Eso había pasado con Dylan, que juraba y perjuraba que sólo estaba buscando las llaves y que quería un abogado.

A la tarde siguiente la entrega se efectuó, como siempre, en el camino del trabajo a casa. Elliot sintió alivio al desprenderse de las piezas. El mensajero (esta vez una niña pequeña) había acudido a verle por la tarde, justo antes de que le requirieran para ser interrogado en relación al robo en el departamento. En esta ocasión, la joven mensajera no le dio ninguna carta a cambio. El científico no supo si verlo con alivio o con temor al desconocer el significado de que no hubiera otra nota.


* * *


Mientras toda la conmoción que sacudía la sede central de Shinra iba en aumento a medida que se daban a conocer los datos del robo, una mujer se despertaba en un hospital. Por su aspecto y la ropa con la que fue encontrada, se trataba de una residente de los suburbios. Al despertar le dolían la cabeza y el costado, y sentía arder la pierna derecha. Confusa, trató de recordar lo que la había sucedido, y la causa de que estuviera encamada en un hospital. Cuando pasó una enfermera la llamó, pidió agua y que se presentara el médico. Mientras llegaba, la enfermera se detuvo a contarle los pormenores de su estancia. Una llamada anónima había dado aviso de que una mujer herida yacía en una callejuela. Al poco, una ambulancia la trasladaba al hospital más cercano, donde fue tratada. En su inconsciencia, había dicho un par de palabras, y un nombre femenino. El médico que la atendió asumió que se trataba de su hija, pues la llamaba a menudo a “su pequeña”. Éste no tardó mucho en llegar; un hombre joven, que habría acabado su carrera hacía relativamente poco y aún tenía el poco rodaje necesario para parecer amigable.

-¡Vaya, veo que ha despertado! No se preocupe, la herida es fea, pero se curará bien, no le quedará ni la marca. Tuvo suerte de quedarse inconsciente, ¿sabe? El dolor de una pierna rota no es poco y más si lo está como la suya. Tendrá que quedarse una temporada…

-Mi hija… mi pequeña, ¿está aquí…?

-¿Su hija? Pues… no, lo siento. El informe dice que la encontraron a usted sola en un callejón, tirada en el suelo, con la cara ensangrentada. Hemos tenido que darle unos puntos y su pierna…

-Mi hija estaba conmigo… mi Sara… Iba conmigo… y se alejó para ver una tienda de dulces. Estaba ahí, justo al lado y luego… no recuerdo nada más.-susurró.

El médico hizo una pausa y revisó el informe. Su expresión dejó de ser jovial a la vista de lo explicado, y cuando bajó el informe su cara estaba completamente seria.

-Sólo la encontraron a usted en el callejón. No había nadie más.

Al escuchar las palabras del médico, la mujer gritó y quiso levantarse. El hombre trató de impedir que se levantara, pero tuvo que llamar a la enfermera para que le ayudase. Entre ambos la sujetaron, pero no sirvió de nada, no pudieron calmarla. Finalmente tuvieron que drogarla para lograr que se estuviera quieta.


* * *


En la calle, la tarde se hacía noche (ahora un eterno crepúsculo debido al brillo rojizo del meteorito) mientras un mendigo pedía en una esquina del sector 3. Parecía un montón de basura y harapos, colocados de manera que se asemejaba vagamente a un humanoide, hasta que se dejaba oír su cascada voz, pidiendo una limosna. Alguna vez le dieron algo, que guardó velozmente, pero lo que más le daban eran miradas desagradables, algún que otro insulto por lo bajo y en el caso de un guardia, una patada para que se moviera. Pero aún estaba en su sitio, a pesar de todo.

Una niña pequeña, de pelo rubio desgreñado y con un vestido estampado mayor de lo que la correspondía se acercó a él corriendo por la calle. Sus pies calzados con viejos zapatos de cuero se detuvieron a escasa distancia de él. La chiquilla alargó una mano en la que llevaba una bolsa. Tenía que ser pesada para ella, a juzgar por su cara de esfuerzo para levantarlo. El mendigo alargó una mano cubierta con unos guantes ajados que le quedaban grandes y escondió la bolsa entre sus harapos.

-Lo has hecho bien, mi pequeña. Ahora vamos.-dijo al tiempo que se levantaba trabajosamente.

El pordiosero se estiró y echó a andar. La niña le cogió de la mano, recibiendo de él un pequeño gruñido. No podía verle la cara, oculta en la sombra de la capucha. Quizá estuviera enfadado con ella por cogerle la mano, pero aquel señor decía saber dónde estaba su madre y no quería perderse otra vez. Además, no le asustaba. Cuando se dirigía a ella su voz, que iba de ronca a ronroneante según lo que dijera, tenía un tono cálido y agradable. El vagabundo la fue llevando por las calles, siempre de la mano. Al ir a entrar a una de ellas, se detuvo e hizo una pausa. La niña le miró con sus grandes ojos castaños. Antes de que pudiera preguntar, el mendigo echó a andar de nuevo, en otra dirección.

-¿Me vas a llevar ya con mamá? Antes dijiste que sabías dónde estaba.

-Y así es, jovencita. Ven conmigo. Pronto la verás de nuevo-respondió afablemente, como si fuera un pariente amistoso.

En la estrecha calleja dejada atrás por el mendigo podía oírse un “plic, plic”. Como un goteo. Sin embargo, llevaban días sin llover. Si alguien hubiera reparado en eso, seguramente se habría percatado de que otras cosas, además del agua, también goteaban. También, como el agua, formaban charcos en el suelo que se deslizaban hasta el sumidero más cercano. Aquel goteo era algo normal. Normal, si se asume era sangre; sangre que pertenecía al cadáver, reconocible sólo por el uniforme, de un guardia muerto colgado boca abajo en una oxidada escalera de incendios.

viernes, 21 de agosto de 2009

187.

No se si escribir estas líneas servirán de algo para futuras investigaciones, pero me siento en el deber de relatar lo sucedido, aunque sea por cuestiones personales y a razón de que pueda dormir una noche entera sin pesadillas.
Mi nombre es Jacob Andersson y no se si de verdad he perdido la cabeza por completo o si lo que he presenciado durante estos últimos días pertenece a un campo no muy lejano de la realidad.
Nací en Kalm, aunque ese pequeño pueblo es ahora un vano recuerdo emponzoñado por la amnésica urbe de Midgar. Mis padres, una gente honrada ante todo, traían comida a casa todos los días gracias a una tienda de antigüedades. Recuerdo las horas pasadas en aquella tienda, la fascinación que despertaban en mí diversos y extraños artilugios. Trasteaba con enormes relojes el doble de grandes que yo intentando descifrar para que servía cada rueda dentada, jugaba con soldados de madera que habían pertenecido a algún niño de tres o cuatro generaciones anteriores. Mis padres no se quejaban, yo era un chico muy silencioso y nunca rompía nada.
Hice los estudios básicos en una pequeña escuela, sacando sobresalientes en Historia y Lengua, asignaturas que desde siempre me han gustado.
Un día, un extraño hombre vino al pueblo y entró en la tienda. Yo sentí un escalofrío al verle; parecía alguien sacado de los cuentos de terror para que los niños se coman toda la comida.
Con una larga y canosa barba que le llegaba hasta el cuello y unas cejas igual de pobladas saludó al entrar en el establecimiento. Una gabardina negra le tapaba un cuerpo tremendamente abultado y unos mocasines hacían leves chirridos en el suelo.

-Vaya frío hace en este pueblo-bromeó el extranjero con un acento cargado de tonos graves. Pero lo cierto es que era invierno y hacía un tiempo terrible.

Mis padres sonrieron educadamente y enseguida el hombre se puso a revisar todos lo estantes; en total seis agrupados en tres filas. Aunque parecía no encontrar lo que quería, iba con una idea clara y desechaba el resto de antigüedades. A menudo se pasaba la mano por la barba y se quedaba unos segundos pensativo para luego buscar con más insistencia.
Como yo ya tenía doce años, dejé de jugar con los trastos y me encargaba de vigilar que nadie robase, así que seguí al anciano en todo momento.
-Chico-me dijo haciendo un gesto con la mano-Ven, ven…Estoy buscando un artilugio un poco peculiar.
-Si no me da más pistas no podré ayudarle-me excusé cortésmente.
-Ya…Es que es complicado. Seguramente el que os lo vendió pensaba que era una cafetera o algo parecido, de latón y con quemaduras a los lados… ¡Ah, ahí está!

Fue entonces cuando empezó a ponerse nervioso de alegría y cuando yo me fije en sus temblorosas y envejecidas manos; tenían costras y llagas por todas partes y las uñas chamuscadas.
Se preguntarán por qué les explico esto. Este hecho no tiene más relevancia hasta más avanzado el relato, pero ese día ocurrió algo que me hizo poder seguir con los estudios. Aquel hombre salió de la tienda y volvió con un pesado maletín. Decía que quería ese trasto a toda costa y pagaría lo que hiciese falta (yo recordaba haber estudiado esa chatarra varias veces sin encontrarle utilidad).
En cuanto el hombre se marchó, mis padres dieron saltos y gritos de alegría.
-¿Qué ocurre?-pregunté yo.
-¿No lo entiendes hijo?-dijo mi padre, un hombre curtido en el campo durante la juventud y de manos grandes-¡Con este dinero podrás ir a Midgar a estudiar!

Y así fue como proseguí los estudios, adentrándome en la gran metrópolis donde, según decían, era todo oportunidades. Era obvio que quién decía eso era porque nunca había estado.
Terminé la secundaria en la ciudad, hospedándome en la casa de un tío lejano por parte de mi madre. Como parte de la familia dejaba mucho que desear; él me daba dónde dormir, pero por lo demás tenía que buscarme la vida.
Contactaba con mis padres mediante correo cada seis días y ellos me mandaban algo de dinero, pero decidí buscarme algún trabajo a media jornada cuando tuve dieciséis para ganar algo de libertad.
En los dos últimos años de enseñanza obligatoria, me hice bastante amigo de un chico llamado Kyle Bwoski. No sólo compartíamos los mismos intereses sino que nuestros hígados se convirtieron en almas gemelas durante la infinidad de borracheras que vivimos juntos. Él era un joven donjuán y aunque yo tampoco me quejaba de mi vida amorosa, carecía del talento y la picardía que poseía Kyle con las mujeres.
Para cuando entramos en la universidad él se especializó en filología y yo en Historia, compartiendo piso en una residencia del sector 5, cuyas paredes amenazaban con aparecer en la primera página de los periódicos al caerse encima de los estudiantes.
Definitivamente no era mi idea de Midgar.
La juventud y el alcohol me pasaron factura, pero mis notas seguían siendo aceptables. Durante los dieciocho y los veinte años mi corazón estaba dividido en dos romances: uno las ciencias ocultas y las extrañas cábalas de chiflados sobre el origen del mundo, y otro una chica llamada Queen Pullman.
Era una mujer preciosa, con el pelo castaño y rizado y unos ojos almendrados que repetían una mueca que a mí me encantaba. Ella estudiaba una ingeniería y vivía con una amiga en un piso, así que no nos conocíamos de nada.
Un día me armé de valor y me colé en la fiesta de su facultad para declarar lo que sentía. Yo tampoco era tan reservado y tímido como parece, pero con ella era distinto, me costaba horrores atreverme a hablar con ella.
Ese día fue el fin de mi amistad con Kyle. Fue como si me sacasen las tripas y me las enseñasen riéndose. Incluso le hablé a mi amigo de lo que sentía por Queen pero poco le importó cuando le vi en la fiesta metiéndola la lengua hasta el fondo.
Ni siquiera se enteró de que yo estuve esa noche y les vi, y tampoco le hizo falta afrontar mi rabia porque al día siguiente recogí mis cosas y dejé la residencia para vivir en un hostal del sector 6.
Fue un duro golpe para mí, aparte de Kyle no tenía más amigos y además me había robado a Queen. A ella no la culpo, ni siquiera me conocía, pero si alguna vez me cruzaba con Kyle por la universidad le lanzaba la mirada más asesina posible y no le dirigía la palabra.
En cambio, en mi nuevo hogar me sentía a gusto. El precio era bastante bajo y me lo podía permitir; además eran cincuenta metros cuadrados para mí sólo. A quince minutos en bici, el hostal Margaret mostraba una fachada con pintura blanca desconchada y una puerta de acero oxidada. Tenía solamente tres pisos y en cada uno cuatro viviendas. Yo me encontraba justo en el medio, en el piso dos, letra C, es decir, según salías de las escaleras al fondo a la derecha. En mi piso sólo vivíamos dos personas, yo y una cariñosa mujer de cuarenta y tres años que enseguida me cogió cariño. Bajo mi suelo sólo vivía Margaret, la dueña, una mujer pequeña y rechoncha provista de bata y rulos en la cabeza que a menudo invitaba a sus inquilinos a tomar un café. Por último y sobre todo más interesante, sobre mi cabeza, en el tercer piso, vivía un hombre soltero algo huraño que pocas veces salía de su habitación.
Para entonces yo comencé a despreocupar mi figura y me dejé una barba de dos semanas. Blanca, la mujer que vivía justo en frente de mi puerta, apareció el primer día con un gran bizcocho dándome la bienvenida; yo la invité y nos sentamos en una pequeña mesa con mantel de ganchillo. Las sillas de madera chirriaron al sentarnos y Blanca soltó una tímida risotada.
-Esta casa tiene más años que yo…-bromeó señalando la vieja estantería que adornaba una esquina y el rascado parqué del suelo.
-No me importa, es más que suficiente para los dos años que me quedan de carrera.
-Oh, vaya, así que estudias.
-Así es.
-Pues te prometo que cuando necesites concentración no haré ruido-dijo levantándose de la silla con una amplia sonrisa-Espero que te guste el pastel.
Y así fue durante los días en que yo estaba hasta arriba de exámenes: ni un solo ruido que perturbase mi concentración. Después supe que Blanca se había divorciado hace diez años y que yo le recordaba a su hijo. Me lo dijo ella misma en una de las reuniones de café con Margaret. No tenía pelos en la lengua, decía lo que pensaba, pero a menudo se la veía melancólica y abatida; añoraba a su hijo.
Como ya he dicho, tenía dos amores y como uno de ellos se desvaneció, comencé a pasar horas muertas leyendo grandes volúmenes sobre sectas que adoraban a dioses naturales y teorías sobre la creación del mundo. Alguna me cautivaba más que otra, pero en ningún momento me llegaba a creer alguna, simplemente me fascinaba leer cosas que de algún modo podrían encajar con la realidad. La Materia era un complejo asunto al que se le había atribuido una explicación lógica: concentración de energía Mako alterada mediante diversos procesos. Pero había infinidad de libros que planteaban el origen de esa energía. Vivir en un mundo tan civilizado y poder lanzar fuego por las manos al mismo tiempo era algo que traía quebraderos de cabeza a muchos teóricos.
Una noche estaba leyendo un extenso artículo de una revista de ocultismo sobre la transmutación cuando, sin saber exactamente el origen, comenzaron a sonar unos débiles gemidos.
Enseguida encontré una explicación acorde. No era la primera vez que Blanca se traía a un hombre tras salir un poco de marcha. Pese a sus cuarenta y tres años se mantenía como una jovenzuela y muchos caían rendidos cuando hacía agitar su melena rubia en las discotecas. Incluso yo, llegado un momento, inicié un extraño pacto con ella. Fue un día en el que me invitó a tomar el café y la conversación pasó de “¿Cómo van los estudios?” a algo más candente. Por aquél entonces yo tenía veintidos y fue una experiencia totalmente diferente a las demás. Desde aquél momento, si a ella le apetecía, yo no me negaba.
Pero esa noche llegué a la conclusión de que no era Blanca la que gemía. Era un sonido ronco, carrasposo, y parecía venir de arriba. Dejé la revista encima del libro de Historia del Arte y me subí con extremo cuidado a la desvencijada silla. El techo no era muy alto y en cuanto acerqué el oído pude afirmar que los gemidos provenían del piso de arriba.
A los pocos minutos se puedo oír el abrir de una puerta y los gemidos cesaron.
No le di mayor importancia.
Al día siguiente tocaba pagar a Margaret así que bajé y llamé a su puerta. Como mujer a punto de jubilarse, no le apetecía que Midgar se quedase con el dinero de sus impuestos, así que nos hacía pagar en mano.
-¡Ay que salao! –dijo al abrir la puerta-Siempre eres el primero en pagar.
-Las obligaciones primero, ya lo sabes-dije sacando el pecho en señal de broma-Oye, El hombre del tercer piso… ¿En qué letra vive?
-¿Robert? En la A. Es un hombre raro, apenas sale de ahí y…
-Ya veo…-la corté yo. Si no, seguramente seguiría hablando de él durante media hora más- ¿Y encima de mí no vive nadie?
-¿En la C? No, en el tercero sólo vive Robert.
-No te preocupes-la dije cuando empezó a poner cara de desconfianza-Yo nunca haría nada sin tu permiso Margaret, sólo que pensaba que Robert vivía en la C.

Haber preguntado aquello me perturbó aún más. La noche anterior había alguien en ese piso, de eso estoy seguro. Pero si ese piso estaba vacío algo no encajaba. Lo primero que pensé fue que lo habían ocupado pero esa idea fue rechazada cuando Margaret, con la espina de la desconfiada aún clavada, subió, abrió la puerta y vio que dentro no había nadie.
El siguiente sospechoso era Robert. Quizá él también decidió llevar una chica aquella noche. Pero no, era absurdo. Si ya tienes un piso ¿porque entrar en uno ajeno?¿Para no tener que cambiar las sábanas? Además, Blanca le comentó una vez que Robert no se relacionaba con nadie y menos para tener un rollo de una noche.
Borrón y cuenta nueva. Decidí olvidar aquél extraño incidente.
Este último año, al acabar el curso me ha tocado estudiar porque al profesor de Historia del Arte no le pareció bien que relacionase las esculturas la ciudad de los Ancianos con el culto a un panteón orgiástico de hace siglos en el examen. Mi afición por las religiones esotéricas me pasó factura y me obligó a hincar codos para recuperar la asignatura unos meses más tarde.
Por primera vez en lo que yo llevaba de inquilino, Robert se dignó a bajar una tarde para tomar el café con nosotros. No exagero si digo que fue la primera vez que le vi la cara.
Era una persona alta pero delgaducha y portaba una espesa barba que debía cuidar todos los días. El pelo, echado hacia atrás, pintaba ya alguna cana.
-¿Y tú eres…?
-Jacob Andersson-le dije ofreciéndole la mano.
Él hizo caso omiso del saludo y señaló la revista que estaba leyendo.
-Un pasatiempo, me gustan las teorías místicas-dije con una carcajada.

Margaret dejó un plato con pastas en la mesa (idéntica a la mía) y levantó el dedo índice frunciendo el ceño hacia Robert.
-Robert Gladew, vale que seas como uno más de la familia en este hostal, pero cuatro meses a deber me parecen muchos.
-Perdóname Margaret-dijo educadamente el soltero- Mañana mismo lo tendrás en tu puerta, siento el retraso pero he tenido problemas últimamente.

A Margaret se le pasó el enfado enseguida y seguimos con la típica tarde de café de los miércoles.
-Pues lo llevo bastante bien, gracias. Espero acabar la carrera en cuanto apruebe ese examen.
-Te echaremos mucho de menos si te vas al acabarla-dijo Blanca.

Nuestras miradas se cruzaron durante unos segundos. ¿Acaso nuestro encuentros esporádicos significaban algo más? De repente sentí una punzada en el pecho al pensar que no volvería a verla nunca más.
-Tranquilos, si no se ni lo que voy a hacer mañana-dije intentando quitar hierro al asunto.

Pero el hecho es que Blanca estuvo con la mirada perdida en su taza la mayor parte del tiempo.
-Si te interesan esas cosas-me dijo Robert señalando la revista al irnos- Ven un día a mi casa. Tengo bastantes libros al respecto.

Por una parte eso afirmaba que mi vecino era un tanto raro, pero por otra lo catalogué como una persona introvertida pero amable y educada. En el fondo se parecía bastante a mí.
Esa noche leí sobre el por qué la gente de Wutai tiene los ojos rasgados, un pequeño libro que exudaba racismo y etnocentrismo por todas sus páginas. Lo tiré directamente a la basura.
Al día siguiente acepté la oferta de Robert y decidí hacerle una visita. Tardó en abrir cuando apreté el botón del timbre, pero me recibió pidiendo disculpas.
-Es que justo estaba preparando la comida y cuando has llamado el jodido filete me ha escupido aceite-era cierto, tenía un par de tiritas y pegotes de pomada en cada mano-Entra, entra.

En el momento en el que entré en el hogar de Robert Gladew, tuve la sensación de haberme sumergido en algo más, un ponzoñoso y oscuro lugar del que ya no había marcha atrás.
La casa era indéntica a las demás que había en el hostal, pero ésta estaba totalmente desordenada: pilas de libros casi tan altas como yo apoyadas en el suelo, montones de folios desparramados en la mesa…Me acerqué a las hojas para echarlas un vistazo mientras Robert terminaba de freírse aquél filete. La mitad de ellos no tenían más que borratajos y caracteres totalmente desconocidos para mí; el resto contenían complejos cálculos y multitud de parábolas dinujadas.
-¿Qué es esto?-le pregunté con curiosidad.
Él llegó dando trompicones y con gesto enfadado.
-Cavilaciones-dijo simplemente. Después recogió los papeles y los metió en un cajón.

Me dio la impresión de que no le gustó nada que hurgase en sus cosas así que dije lo primero que me vino a la cabeza.
-Me preguntaba si tenías ese libro sobre la energía Mako que salió hace años…
-¿El que sacó Shin-Ra para hacer publicidad?
-No, el que escribió aquél científico chiflado…No me acuerdo de su nombre.
-Creo que ya se cuál dices.

Dicho esto, entró en su habitación y cerró la puerta. “¡Cómo le gusta la intimidad al hombre!” pensé cuando me quedé de pie en mitad del salón, esperando a que saliese con el libro; hacía un calor espantoso y el aire estaba viciado.
Yo no sabía qué hacer, la verdad es que pretendía pasar la mañana estudiando y no quería perder mucho tiempo co Robert. Me pasé la mano por la frente para secarme el sudor y me acerqué a la puerta de su habitación.
-¿Quieres que te ayude a buscarlo?-no hubo respuesta.

Esperé un par de minutos más y arrime la oreja a la puerta. Lo cierto es que no se oía nada, ni cajones abriéndose, ni libros apartándose, nada.
-¿Robert?-Un infarto, pensé de manera rápida e irracional.

Giré el pomo y entré apresuradamente. Nadie. Ante mi sorpresa Robert se había esfumado. Sí que había señales en una pequeña estantería de que mi vecino había buscado el libro, pero de repente no estaba.
Ese fue el segundo incidente extraño que aconteció en el hostal, pero tampoco fue el último.
Yo bajé al piso de Blanca y le pregunté que se había visto a Robert, pero pasaron casi dos semanas hasta que el aludido volviese a aparecer, murmurando cosas sin sentido y como si hubiese envejecido treinta años. El pelo había encanecido considerablemente y la piel de sus brazos era oscura y llena de manchas.
-Sí, ellos me han visto, pero no saben que yo también les vigilo…-decía al subir las escaleras hacia su piso.

El día que comenté su desaparición, Margaret le quitó importancia argumentando que no era la primera vez que lo hacía.
-De repente se va y vuelve tras una semana, un mes, depende…

Llegó el día de mi examen. Me desperté a las seis de la mañana porque los nervios podían más que el sueño. A la diez salí con una bandolera y cuatro cafés en el cuerpo. La verdad es que me estresé demasiado, salí de la prueba bastante conforme y con la fuerte confianza de que estaba aprobada.
-Ven, esta noche celebraremos tu éxito-me dijo Blanca al llegar al hostal.
-Pero si aún no se si he aprobado.
-Bueno, pero dices que te ha salido muy bien ¿no?
Fue una noche bastante extraña. Yo apenas conocía Midgar, tan sólo las calles de los alrededores y poco más, así que fue ella la que eligió el sitio: la Tower of Arrogance. “Madre mía” pensé al ver el edificio. Y eso es precisamente lo que me produjo un escalofrío; si un día Blanca me confesó que le recordaba a su hijo… ¿Suponía aquello que también se acostaba con su hijo? Desde aquél momento nuestra relación me pareció muy bizarra.
Al final, creo que bebí tanto ron que lo sudaba por la frente cuando me animé a bailar en la pista. Salimos del local al mismo tiempo que otro hombre, respaldado por dos gorilas y con un cabreo más que manifiesto.
Llegamos al hostal de Margaret hombro con hombro y recorriendo la calle de lado a lado. Ella me arrastró hasta su puerta, pero yo la rechacé. “Me recuerdas a mi hijo” me retumbó en la cabeza. Además, todo el café de la mañana, los nervios del examen y el ron me habían dejado destrozado. Blanca se enfurruñó y cerró su puerta con fuerza.
Yo subí las escaleras al segundo (no sin dificultad) y caí rendido en la cama, con la cabeza hundida en la almohada y la ropa aún puesta.
Si llegamos a las tres de la mañana, a eso de las cinco algo me despertó.
Otra vez aquellos gemidos.
Me quedé tumbado boca arriba, con los ojos abiertos como platos y el efecto del alcohol aún presente. Todo estaba en silencio menos los quejidos. De repente algo cambió.
Se oyó la apertura de una puerta, después unos pies presionando la tarima del tercer piso y luego bajando las escaleras lentamente. La temperatura subió repentinamente y las sábanas se pegaron a mis brazos.
No sabía qué hacer. ¿Si eran ladrones e iban armados? La idea de coger un cuchillo de la cocina y plantarles cara no me resultaba muy gratificante. Entonces me di cuenta de que las pisadas continuaron bajando y según el tiempo que tardaron en pararse, deduje que se quedaron en el primer piso.
Si lo pienso ahora, hubiera salido corriendo enseguida para evitar el desastre, pero en aquél momento cogí los extremos de la almohada y me tapé los oídos.
Hasta que aquél grito desgarrador recorrió los cimientos del hostal y reverberó durante unos segundos.
Fue entonces cuando salté de la cama y decidí salir con el cuchillo más grande que poseía. No quise dar la luz del pasillo porque no sabía si se habían ido o aún seguían rondando por allí, así que anduve en completa oscuridad apoyándome en la pared.
La puerta de Blanca estaba entreabierta. Entré con el mayor sigilo posible pero no sirvió de nada; Blanca no se encontraba dentro. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, sentí un miedo irracional, un mal presentimiento que me oprimía el corazón.
Seguí hacia abajo, me agaché en las escaleras y eché un vistazo (la luz de una farola bañaba el primer piso a través de una ventana en el extremo del pasillo). No había nadie, pero el calor allí era asfixiante. El suelo de madera presentaba arañazos negros, como si hubiesen rascado con varios hierros candentes, y esos arañazos habían arrancado astillas de la puerta de Margaret.
Intenté abrirla, pero el pomo estaba ardiendo y retiré la mano rápidamente. Entonces bajó Robert gritando juramentos y dando zancadas que hacían crujir a las tablas.
-¡Ya han venido! ¡Esos cabrones han venido y ya han empezado!

Sostenía una linterna en la mano derecha y cada vez que agitaba los brazos, la luz enfocaba un rostro totalmente desencajado por la locura, con la mandíbula formando gestos macabros y los ojos desorbitados.
-¿Quiénes?-pregunté yo aterrorizado. Aquél hombre hizo que se me erizasen los pelos de la nuca.

Me cogió del brazo fuertemente y me llevó hasta la ventana.
-¡Ellos!

Seguí la dirección de su dedo índice hacia la calle y después al cielo. Parte de una gran bola ardiente asomaba por el derruido techo del Sector 7, cegando al resto de estrellas a su alrededor.
Yo también quedé fascinado cuando ese meteorito apareció en el cielo hace tiempo, pero pese a mi afición por lo esotérico, no me pareció más que un gran meteorito y ya está. Supongo que si cae, las consecuencias serán catastróficas, pero espero que si no lo hace la locura, una soga en el cuello me ayudará a no estar aquí cuando ocurra.
-¿Crees que ese meteorito viene sólo? ¡Ellos van dentro y hoy han conseguido llegar hasta aquí!

Entonces pareció olvidar la conversación y se dirigió hacia la puerta de Margaret para abrirla de una fuerte patada.
En cuanto el pestillo cedió, el nauseabundo olor a carne quemada inundó el pasillo y una copiosa cantidad de humo ascendió por el marco de la puerta.
-¡Esto sólo es el principio, vendrán miles de ellos!

Yo, con la terrible sensación de esperar lo peor, me acerqué al piso de la dueña y encendí la luz de la entrada. Una terrible arcada me sobrevino al contemplar aquél horror.
En el centro del salón, con sus cuerpos cubiertos de una capa de piel carbonizada, descansaban Margaret y Blanca, en posición fetal y el rostro desencajado por el dolor y el terror.
-¡Pero conmigo no! ¡NO!-gritaba Robert totalmente demente.

Corrió hacia las escaleras y las subió hasta el tercero. Yo le seguí, no quería quedarme ni un segundo más viendo ese calcinado horror.
Para mi desgracia, la noche no había acabado.
Al entrar en casa de Robert le vi colocando un artefacto en la mesita del salón.
-¡No estaré aquí cuando ellos vengan! ¡No me pillarán!

Ahí estaba, diez años después, la extraña cafetera que mis padres vendieron al anciano con barba, sólo que ahora no presentaba quemaduras y de los fino tubos que sobresalían a los lados ascendía un vapor ennegrecido.
-¿De dónde has sacado eso?
-¿No lo entiendes?-me contestó con una risa burlona que me ocasionó otro escalofrío-Me la vendieron tus padres. Sólo que iré a comprarla cuando yo tenga setenta y cuatro años y tú tengas doce.
No recuerdo más. Robert apretó un interruptor y un tremendo fogonazo seguido de un estruendo me hizo perder el conocimiento.
Desperté hace tres días en la cama de un hospital y me dieron el alta ayer. Tan sólo mostraba una fuerte quemadura en el antebrazo en forma de mano y un traumatismo en la cabeza producido por la caída.
-Te encontraron tirado en una calle del sector 6-me explicó una enfermera poco después de recuperar la consciencia.
-¡Tenéis que ir al hostal Margaret!-grité aturdido y asustado-¡Alguien ha matado a dos personas! Margaret Blascow y Blanca Irons.

La enfermera también se asustó al oír aquello y salió corriendo para avisarlo. Diez minutos después vino un doctor y me miró los ojos con un bolígrafo con bombilla.
-Señor Andersson, no existe ningún hostal Margaret en el sector 6 y menos las dos personas que ha mencionado.
-¿Y Robert Gladew?
-Tampoco, señor Andersson.

Yo quedé mudo. Me debieron tomar por un loco o un un yonqui con alucinaciones así que me empastillaron y me dieron el alta.
Ahora estoy en un pequeño hotel escribiendo estas líneas y cuando las acabe me colgaré con la soga. No puedo seguir así, desde que desperté en el hospital tengo pesadillas hasta despierto y no creo que esté loco. La marca que tengo en el antebrazo está justo donde Robert me agarró para señalarme el meteorito. He llamado a mis padres y se acuerdan del hombre que hace años compró el artefacto. Ahora miro al cielo y tengo miedo, miro esa gigantesca roca ardiente y palidezco de terror. No quiero seguir así, además está empezando a hacer calor en la habitación, el aire acondicionado debe estar estropeado.
Un momento…Oigo pisadas. ¡La puerta se está quemando! ¡Han venido a por mí! ¡Son ellos! ¡Noooo...!

jueves, 13 de agosto de 2009

186

El ruido de un taladro irrumpía de vez en cuando desde el fondo del taller. Remache estaba acabando algunos detalles con la bomba de combustible de un utilitario familiar cuyo dueño había llamado unas tres veces al día interesándose por su coche. Aún faltaba una semana para el plazo de entrega, pero los dos mecánicos le dedicaban marchas forzadas, con tal de librarse de ese grandísimo gilipollas obsesivo de una mísera vez. De vez en cuando, adornaba su trabajo mascullando insultos hacia el propietario, ya que no paraba de llamar con insistencias y exigencias al taller, cuando la avería se debía a su propia negligencia.

- No... No... No lo se... - Farfullaba Han, sujetando el PHS con el hombro y limitándose a responder, mientras intentaba fijarse en los detalles del asiento de válvulas que estaba limpiando. No quería tener que repetir el trabajo más tarde, pero Daphne estaba siendo realmente insistente y cada vez le era más difícil concentrarse en su tarea. - Mira, tienes que entenderlo: Rolf es el primero en algo. El pez gordo. El jodido rey. Ser el primero significa que hay un orden, una competición y que la gente se enfrenta entre sí por cuestiones de orgullo o por la promoción que supone eliminar competidores que en principio son superiores a uno.
- ...
- Si. Lo estoy defendiendo. Si no hubiese hecho lo que hizo, tú a lo mejor eras capaz de seguirle y ponerte en peligro. ¿Qué? Mira, yo mismo compito de lo mío, y me juego la puta vida en cada curva, ¿no lo habías pensado? - Joder, y para colmo de males ese era un aburrido modelo familiar: Diesel, bajo consumo... El típico coche para alguien que ve su vehículo como un trasto más, igual que la nevera o el televisor. Definitivamente, esa máquina estaba hecha para llevar niños a clase, apenas capaz de superar mínimamente algún límite de velocidad. Han se preguntó si sería posible hacer saltar algún radar de tráfico con un coche tan flojo. Se preguntó si sería posible tan siquiera forzar un poco, con una suspensión tan pobre y mal equilibrada. Y también se preguntó lo insufrible que sería la insistencia de Daphne si no tuviese estas cosas para pensar en ello. - ¿O es que te diviertes tanto cuando vas a doscientos por hora sobre el duro asfalto y rodeada de conductores ineptos que reaccionan de forma estúpida y aleatoria, que te olvidas que un fallo de cálculo y serás puré? ¿Qué? ¡Es la verdad! ¿Me vas a decir que no me juego la vida?
- ...
- Ya lo sé: Lo mío no implica necesariamente que vaya a morir alguien.
- ...
- ¡Mira, vete a tocarle la polla a otro, o a tí misma si lo prefieres así! ¡No voy a...! - Y entonces la voz de Daphne se quebró nuevamente. Han odiaba eso. Odiaba tener que ceder, y odiaba hacerlo por cuatro lagrimitas, pero aún no se había quitado de la cabeza la imagen de su amiga llorando. Confundida y aún aturdida por los últimos coletazos del éxtasis, permanecía encogida en posición fetal, tirada sobre su cama. Lo peor era que el motivo de sus lágrimas no era el trago por el que acababa de pasar, sino el miedo por que alguien matase al hombre que se lo había hecho. - Hablaré con él, ¿vale?, pero no me atosigues y relájate: Me tocan días ocupados en el trabajo. ¿Esta noche? ¿En la Tower? Vale. Chao...


Han dejó el phs tirado en una mesa, y aún lo estuvo contemplando con desconfianza durante unos cuantos segundos más, pero pronto decidió ignorar al trasto y volver a su trabajo... Después de apagar el maldito trasto.





En la oscuridad de su casa, un hombre solitario permanecía despierto a altas horas de la madrugada, sentado ante la pantalla de su ordenador, acompañado únicamente del ruido del teclado, mientras la orquesta sinfónica de Midgar interpretaba el cuarto movimiento de la tercera sinfonía de Streiberg en su caro equipo musical. Cuando hubo concluído su tarea, sonrió con malicia antes de confirmar la orden de impresión.

- ¡Ya te daré yo a tí "Mariflori"!




"Os echo de menos a todos, pero también siento que crezco mucho con este viaje. Como persona, y especialmente como habitante del Planeta. Shin-Ra nos roba, Izzy. Shin-Ra chupa la sangre del planeta, y lo está matando, igual que un vampiro mata a sus víctimas para satisfacer su blasfema adicción.
¿Lo ves? Me paro a pensar y veo que hace meses no habría sido capaz de pensar en palabras como "blasfemo" o en comparaciones como la del vampiro. Estoy aprendiendo gran cosa de Wam-tanka, la chavala que me guía, me ha hablado del mako, y de la energía del Éter, y cuando esté preparado, me hablará de la Corriente Vital. Ya te contaré... Y de lo que más ganas tengo es de que me dejen conocer al jefe de todo el cotarro, el viejo ese tan raro que se llama Bugenhagen. Me muero de ganas de mirar por ese gran telescopio que se ve desde kilómetros a la redonda.
Bueno, Izzy, de momento eso. Saludos al mastodonte, al pervertido y al periodista.

Doran

PD: Siento mucho lo de Darren. Dale mis condolencias a Henton."


Isabella cerró la carga con una sonrisa de genuína alegría, la primera que lucía desde la muerte de Darren. Henton no había vuelto a ser el mismo. Cada vez más violento y expeditivo en los combates, se entregaba a la lucha con una motivación fría y destructiva. Había seguido estando ahí cada vez que Izzy necesitó consuelo, pero él no lo buscó nunca, abandonándose a la violencia controlada para sobrellevar su pérdida. Al menos estaba Malcolm, siempre atento para formar la clásica pareja entre el gay y su amiga, y arrancarle alguna pequeña alegría. El camarero odiaba ese papel a rabiar, pero estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de animar a Izzy. En ese momento él se encontraba en la planta principal, sirviendo combinados para los clientes, cosa que le pareció apropiada, ya que así no se metería con ella por ponerse sentimental con la carta, o con Rolf.


Rolf miraba el vaso. Quedaba aproximadamente la mitad del caro whiskey, y a través del vidrio podía ver la botella mediada a la que había estado desangrando a lo largo de toda la noche, y sonriendo con cinismo. Tenía muy claro por que se había puesto a beber: Lo hizo porque sentía que tenía que pensar. El alcohol embotaba la mente, pero la resaca era la mejor amiga de aquellos que querían encarar la verdad teniendo las ideas claras. Aún no sentía ninguno de los efectos del alcohol que denotaban que había pasado varios puntos de no retorno, pero si podía notar algunos: Sentía dificultad para concentrarse, una ligera lentitud de reflejos y una dosis extra del cinismo que acompañaba todas sus temporadas de mal humor.
Su pequeña utopía, una mesa solitaria en la zona vip de la tower, se vió quebrada con el sonido de una de las sillas al ser arrastrada hacia atrás. Al levantar la vista pudo ver a Daphne y Han tomar asiento a su lado.

- Joder... - Apuró el vaso, antes de depositarlo boca abajo sobre la mesa. - La extraña pareja ataca de nuevo.
- Creía que eramos un trío... - Respondió Daphne con cinismo.
- Nunca lo fuimos: El piloto nunca tuvo huevos de probar. - Rolf rió solo su propia ocurrencia. - Hacedme un favor: Largaos. Id a mi casa a jugar a la consola, a beber, a conducir, a follar... Entre vosotros o con más gente, no me importa... Pero dejadme en paz hoy ¿vale? Y tú, Han, tenemos que hablar mañana de...
- ¡No! - La palabra rompió el silencio, haciendo que ambos hombres se girasen hacia Daphne. El tirador perdió su gesto de fastidio, y el piloto el de indiferencia. - Me has tenido paranóica, Rolf. Casi pierdo la cabeza, temiendo que te la hubiesen volado a tí, y lo peor es que como me drogaste no era capaz de resistirme o intentar detenerte. ¿Entiendes lo que es eso? ¡¿Te imaginas como me sentí?! - Rolf no la miraba. Sus ojos permanecían en el vaso, colocado boca abajo sobre la mesa, en señal de que la fiesta había terminado. Sopesó la botella, planteándose un chupito de despedida, pero lo dejó correr. Tras un incómodo silencio, encaró a Daphne y habló.
- Cierra la puta boca, ¡engendro! - El insulto, gritado a la cara, dejó a la transexual completamente paralizada. Han se giró sorprendido: Nunca había creído a Rolf capaz de atacar así a una persona que se suponía que era su amiga.
- Rolf... - Fue la única respuesta que fue capaz de dar.
- Ni "Rolf" ni "escucha" ni nada. - Dijo mientras cambiaba de idea y servía una última copa. - Lo he dejado muy simple: Eres una maldita aberración amorfa y no me interesa saber nada de tí. ¿Que es lo que no entiendes? - Daphne era incapaz de hablar. Sentía como un nudo se había formado en su garganta y la oprimía hasta el punto de no dejarle respirar. Una lágrima cayó, deslizándose a lo largo de su mejilla. No era sino la primera de muchas, pero el tirador simplemente se carcajeó aún más. - Veo que lo de llorar si que sabes hacerlo como una mujer.
- ¿Cómo puedes...? ¿Cómo puedes decir? - Daphne estaba confusa, pero sobre todo dolida. Había llorado de rabia e impotencia, por miedo a que Rolf estuviese tirado en un basurero con la cabeza abierta de un balazo, y ahora se encontraba con que quien estaba acabando abatida era ella.
- ¡Lávate las lágrimas y compórtate como un hombre de verdad! - Gritó Rolf, mientras estiraba el brazo para coger el vaso, pero Han fue más rápido, y a por la botella.

En menos de un minuto, Rolf estaba tirado en el suelo, sangrando por el labio, que tenía partido, mientras dos de los vigilantes de seguridad trajeados, antaño moteros de los Dragones de Neón, sujetaban al piloto, evitando que siguiese golpeando al tirador.

- ¡Hijo de puta! ¿Así es como aprecias a la gente que se preocupa por tí? ¿Así es como devuelves el cariño que esa tía te tiene, pedazo de maricón? - Rolf se reía mientras el de seguridad lo ayudaba a levantarse. Su rostro permanecía cubierto, dando la espalda al piloto. "¿Esa es tú respuesta?", pensó Rolfhelm, "pues bien. Sea."
- ¿A quién has llamado maricón? - Preguntó mientras se erguía y alisaba su camisa.
- ¡Sal fuera, donde los pingüinos estos no se metan en medio, y te hago un mapa! - Gritaba Han, intentando zafarse.
- ¿Y qué me vas a decir, si eres tú el que ha traído al bicho con trompa? ¿Eh? ¿Quién es el maricón ahora? ¿eh? - Rolf se volvió, y en su mano había una Aegis Cort cargada y lista para abrir fuego, a tan solo medio metro de la cara del piloto. - ¿Quién?
- ¡Rolf! ¡No! - Gritó Daphne, siendo ignorada por el tirador.
- ¡Cagón! - Escupió el piloto. Los vigilantes se apartaron, confusos. Uno de ellos dio un corrió a por refuerzos, mientras el otro intentaba tranquilizar a Rolf.
- Dí lo que quieras: Yo gano, y tú eres un puto fracasado: Te ganas la vida por la mínima, en un antro de mala muerte. Estás aquí gracias a un servicio oportunista, pero no eres nada, ni lo serás. - El piloto lo miraba con auténtico odio, encarando la pistola. Daphne pudo ver como le temblaba el pulso, pero Han tuvo el autocontrol suficiente como para mantenerse erguido.
- ¿Y qué mierda ganas tú, triunfador? - Logró preguntar.
- Soy autosuficiente.
- ¡Claro que lo eres! - Han no sabía si lo que lo había ofendido de repente e instado a responder era la afirmación o la sonrisa jactanciosa que la subrayaba. - ¡Eres una puta vívora indigna de confianza, que quema a todas aquellas personas con las que contacta, sacándo todo aquello que puede de los demás para su propio beneficio y yéndose por la puerta de atrás antes de que nadie pueda pedir nada de él! ¿A que no me equivoco?
- Y tú, mi estimado indigente, eres un currante de sol a sol que se resiste a abandonar sus esperanzas por vanas que sean. Quema sus escasos talentos por su propia estupidez y nunca llegará a nada. ¿Me equivoco? - Han no respondió, y Rolf concluyó su afirmación. - Si fueses mínimamente inteligente, tendrías un grupo decente, un coche propio y quizás incluso una mujer de verdad.

Daphne pudo ver claramente un espasmo de ira sacudiendo todo el cuerpo del piloto como si fuese una descarga eléctrica. Rolf acababa de traspasar una línea de la que no había vuelta atrás, y si ella no lo impedía, se corría el riesgo de acabar de la peor forma posible. Corrió a interponerse entre ambos, pero Han la apartó de un empujón. Entonces ella se tranquilizó al ver una presencia temible erguirse tras el tirador.

- Rolf, ya has bebido más que de sobra. - La voz de Henton resonaba como el tañir de un gong: Contundente, y tan potente que cuando dejaba de oírse, quedaba un vacío que llenaba el aire.
- ¿Crees que el problema es por el whisky? - Preguntó con sorna el asesino, confiado por la bebida, el arma y su amistad con el coloso.
- Creo que el problema será tener que sacarte del culo esa puta pistolita como no desaparezcas de aquí antes de que tenga que decir una sola palabra más. - Pocas veces se le veía hablar tan en serio. Rolf lo vió, a menos de un metro de distancia, y luego vio su arma, en su mano, extendida hacia el piloto. La mirada de Henton era elocuente y directa: No te dará tiempo. Rolf decidió tomar en serio la amenza. Rompió a reir un rato, antes de empezar a hablar, pero no antes de bajar el arma.
- Vale, grandullón. Entiendo que la he montado bastante. Supongo que ya nos veremos. Pringao, engendro... Espero que eso no os incluya.

Con un andar arrogante, el tirador se fue caminando despacio. Keith había llegado junto a Rolf, avisado por el otro agente de seguridad, y estaba dando órdenes de que no le dejasen coger la moto y le llamasen a un taxi. Han no se había movido ni un ápice, e ignoraba las disculpas de Keith. Por lo visto, a los vips no los registran. Son los únicos que pueden entrar armados en el local. Daphne contenía las lágrimas, mientras se acercaba al piloto, pero cuando apoyó la mano en su hombro, este la apartó de un manotazo.

- Es por lo que ha dicho, ¿verdad? - Han asintió, sin mirarla. - Oye, no quiero que te sientas mal por mí. Somos amigos y nunca ha pasado nada, así que...
- ¿Tú? - Han la miraba, confundido. - ¡No seas idiota! La verdad es que me gustaba Pearl, la de la orgía, pero como es amiga del cabrón ese, para mí, como si hubiese muerto. Es lo otro.
- ¿Lo otro? ¿Tú grupo?
- Eres idiota... - Han sacudió la cabeza. - Tiene razón, ¿no te das cuenta? Soy el mejor piloto de todo Midgar, y ni siquiera tengo un coche para competir. ¡Es como si fuese un puto tetrapléjico!
- No te habrás ofendido por... - El piloto ni siquiera se quedó a escucharla, sino que acababa de apartar una silla de un golpe para abrirse camino, y se marchaba a largas zancadas. Intentó correr tras él, pero le fue imposible.



Era bien temprano, apenas estaba empezando a amanecer, pero a Kurtz no le sorprendió ya que los nuevos reclutas estuviesen preparados antes que él. Intentó imponer un ritmo atroz, obligándolos a acogerse a una disciplina casi militar, empezando por hacerlos madrugar como nunca en sus putas vidas, pero al segundo día se encontró con que no solo habían madrugado, sino que aún encima se habían levantado con tiempo para prepararse y arreglarse para el desfile de modas que habían creído que era el servicio en Turk. Probablemente ese imbécil de Van Zackal no había hecho sino animarles a anteponer su imagen a su preparación. El tiempo diría quien tenía razón y quien no.
Al segundo día se encontró con que muchos de sus pupilos sìmplemente venían de reenganche, tras pasar la noche de juerga relajada. Era fácil reconocer cuales practicaban ese modo de vida: Pupilas dilatadas, ojos enrojecidos, risa tonta... "Vitaminas" para mejorar la resistencia. Ahora solo era cuestión de tiempo que eso le estallase a alguien en la cara. Decidió desentenderse. Meterse en la vida de cada uno fuera de las horas en las que estaban bajo su mando únicamente llevaba a que llegasen quejas a Van Zackal, y de ahí a Jacobi, de modo que Kurtz solo se tomaba la molestia cuando creía que era alguno de los pedazos de mierda que valía mínimamente la pena.

A medida que se iba acercando a la sala de entrenamiento, mirando su reloj para llegar como siempre a las seis cero uno horas, un rumor de risas iba creciendo, más fuerte cuanto más se aproximaba. Esos graciosos estaban teniendo un buen día, y se preguntó por que. Encontró la respuesta adherida a la puerta de la entrada: Dos fotos de rostro, frente y perfil, a tamaño natural. Un chaval de unos diecisiete años, despeinado, con una sombra incompleta de barba de tres días, miraba desafiante a la cámara, marcado con los múltiples moratones de una de las detenciones más disputadas de ese año. En el cartel que sostenía en la mano, con un descarado corte de mangas a la cámara, se leía junto al número de expediente: Kurtz, J.

Cuando entró, con una luminosa sonrisa en el rostro, las risas de los chavales se congelaron. ¿Qué esperaron? ¿Cabrearlo? ¿Cómo? ¿Recordándole lo guapo que era con diecisiete? Mucho que aprender, y mucho por andar les quedaba a esta panda de críos. Kurtz se cuadró ante ellos y miró fijamente a cada uno a los ojos, antes de avanzar hasta un extremo de la formación.

- ¡Truñelkovna! - Llamó a una de las novatas, una rubia maquillada cuyo uniforme parecía listo para presentar cualquier programa sobre música para adolescentes sin criterio. - Aquí. Y Margarito a su lado. - Dijo al anoréxico al que había visto vomitando tras la hora de la comida. El rancho que les servían en el campo de entrenamiento si que era para vomitar. Las raciones servidas en Turk, en comparación, eran el paraíso. Y así siguió llamándolos, por sus despectivos apodos hasta que hubo recolocado la formación al completo a su gusto, dejándolos a todos confusos, sin saber a que venía el reajuste.

- Supongo que os preguntaréis por que os he colocado así. - Coro de murmullos, preguntas y chistes. Solo tres permanecían en silencio: Kaluta, Traviesa y Maravloi. El primero en un extremo de la fila, erguido, orgulloso y desafiante. El tercero, en un lugar poco visible, en la segunda hilera, sudando y con evidentes gestos que delataban su miedo. Traviesa, por último, estaba cerca de Kaluta, pero con algunos otros novatos en medio, curiosa y ansiosa por empezar. - Es muy simple: Ocupáis el lugar que os corresponde según vuestras habilidades a la hora de... Partir caras. - Se alzaron una serie de murmullos, entre orgullo y protesta, que Kurtz ignoró sin gesticular si quiera. - Sé que se os ha dicho que ser turco es algo más que salir a la calle a golpear a la gente, pero me parece que no se os ha explicado exactamente lo que supone el uniforme, o como cojones llaméis a eso: La reputación del departamento de investigación siempre nos ha marcado como agentes expeditivos y eficaces. Pasamos por encima de quien sea, como sea, y nunca dejamos que nadie nos mire por encima del hombro, y vosotros, como agentes, tenéis el deber de responder a estas espectativas. ¿Qué los nuevos turcos de Rufus no son una panda de neanderthales violentos y agresivos? ¿Qué tenéis que ser guapetones e ir divinos? Me importa una mierda, siempre y cuando seáis capaces de partir caras. El traje es una diana. La gente os verá con respeto, odio y temor, y vosotros tenéis que demostrarles que realmente hay algo a lo que temer. Si os dan de hostias u os humillan y no podéis impedirlo o responder, toda la oficina queda mal. Si la oficina queda mal por culpa de un idiota, las represalias irán contra los que os agredieron y contra vosotros, de modo que os lo diré ahora y solo ahora: Si tuviese que tomar hoy la decisión, solo los seis primeros de la fila pasarían el ingreso, y aún así tendrían que seguir entrenándose intensivamente. El problema es que mi opinión no se tendrá en cuenta, como probablemente os habrá dicho el sargento Van Zackal, de modo que vosotros veréis. ¿Alguna pregunta?

Se formó un murmullo de protestas, maldiciones e insultos, que Kurtz prefirió ignorar. Aún así había un par de casos en los que tenía pensado de antemano dar explicaciones, y uno de ellos tenía la mano levantada y un gesto de estupidez bovina bien marcado en el rostro.

- Buenos días, Envenao. - Saludó al novato: Era un mastodonte unos cuantos centímetros más alto que él mismo, y tan ancho como el propio Henton. Ni siquiera llevando la chaqueta abierta conseguía disimular su inmensa musculatura. Los dos únicos puestos que lo separaban del final de la clase eran dos novatas que creían que ser turco era como ser modelo, pero con pistola y permiso para pegarle a la gente.
- Envers, señor. - Corrigió, preguntándose por que su sargento aún no era capaz de pronunciar su nombre.
- Envenao. ¿No te has preguntado en estos días de donde viene tu apodo?
- ¿Apodo? ¡Ah! - Se formó un pequeño coro de risas, y el novato decidió disimular, erguirse y mirar de forma amenazadora a los que parecían disfrutar con su torpeza. - Señor, yo quería preguntarle por que soy del final si soy el más cachas del grupo.
- Te voy a responder a las dos, Envenao, pero solo porque me encanta darle caña a los maricas de gimnasio como tú. Tú no tienes paciencia, ¿verdad?
- ¿Qué quiere decir, señor? - Kurtz sonrió y siguió tanteando.
- Si por tí fuese, ahora mismo estarías patrullando la ciudad aún a riesgo de no estar lo suficientemente preparado. ¿Me equivoco?
- Yo y muchos más... - Respondió con timidez.
- Tampoco has tenido paciencia para tus musculitos de marica: Te he visto en las duchas, y tienes los brazos llenos de marcas de agujas. ¿Creías que no me iba a fijar? ¡Tu resistencia es de risa, apenas eres capaz de moverte solo por el tamaño que ocupa tanta mierda y para colmo no eres ni la mitad de fuerte de lo que aparentas!
- ¡Señor, puedo levantar más de cien kilos!
- Sí, pero no podrías ni siquiera pegarte con la primera mujer de la lista, como para aún encima darle permiso a Cagarruta, Truñensen o Virgen para que te crujan.
- ¡Puedo con cualquiera de ellos!
- ¿Algún voluntario? - El brazo alzado de Traviesa fue la confirmación: Todo tal y como el sargento había planeado. - ¡Travelo! ¡Paso al frente!

Realmente fue un espectáculo de lo más patético. Era como una niña escapando de un gordo, solo que aquí la "niña" se paraba a castigarle el hígado y el ciático cada vez que lo pillaba por la espalda, lo cual era demasiado a menudo como para estar hablando de un aspirante a turco. El marica de gimnasio no solo parecía estar dando palos de ciego, como si intentase dar puñetazos a un mosquito, sino que además sus golpes eran lentos, y parecidos a esos puñetazos de western clásico, que se ven venir a kilómetros. Solo una vez logró alcanzar su objetivo, en plena mejilla de la aspirante a agente, para obtener un "me esperaba otra cosa" como respuesta. Kurtz juraría que Traviesa se dejó dar.
Tras un par de minutos, el penóso espectáculo llegó a su fin cuando el payaso, jadeante e incapaz de levantar los brazos recibió una patada en la nariz y otra en el cuello. El sargento aún tuvo que frenar a la aspirante, deseosa de dejarle alguna muestra de deportividad mientras estaba en el suelo.

- Travelo ostenta el número seis en la lista, pero al final de esta sesión podrá pegarse con Virgen por el cinco. Tú eres el dieciocho. - Kurtz tenía que sujetar la barbilla del novato y obligarlo a mirarle la cara. Respirar le estaba costando un infierno, y quería asegurarse de que no caía inconsciente todavía. - Mañana no vengas si no quieres... Ni nunca.



Maravloi había contemplado con evidentes gestos de pánico como se había desarrollado la escena: Kurtz estaba creando una especie de tiranía, un gobierno de los más fuertes y los más violentos, e incitando a los que estaban fuera a derrocarlo por la fuerza bruta. En resumen: En lugar de enseñarlos a comportarse como una unidad, los motivaba para que se apaleasen entre ellos, poniendo en pleno centro de la diana a Kaluta, el aspirante que lo había desafiado abiertamente.
Por otra parte, no era cierto que Kurtz necesitase usar al resto del grupo como su ejército personal para plantar cara a Kaluta, como había visto cada día de entrenamiento, durante el descanso antes de pasar a disposición de Van Zackal. Solo Traviesa era la única con ganas de probar suerte después de que el veterano de las fuerzas especiales recibiese su dosis diaria de humillación. Y él, desde luego, se negaba a participar en semejante acto de barbarie, aunque también era cierto que a menudo se quedaba a ver. Siempre aprendía algo.

- Cagarruta, Travelo y cualquiera que se haya encontrado los cojones esta mañana al vestirse y crea que sepa como funcionan, hoy os toca esperar un rato. - Dijo jactancioso el sargento, refiriéndose al acostumbrado ritual del cuadrilátero post entrenamiento. Mientras tanto, Maravloi lo veía acercarse a él y se sintió condenado. - Mariflori, a mi despacho.

Concentrando todos sus esfuerzos en mantener cerrados sus esfínteres, Jensen Pyetronovich Maravloi caminó tras su sargento con paso vacilante. Tanto que su superior se giraba tras doblar cada esquina para asegurarse de que seguía ahí, riéndose como si estuviese anticipando algo de lo que solo se iba a reír él. Finalmente, abrió la puerta y entró a toda prisa, sacando uno de sus cigarros y encendiéndolo con visible alivio.

- Putas normas anti-tabaco... ¿No crees que solo deberían referirse a esos cigarrillos apestosos?
- Eh... No se. - Preguntó el novato. Se pasaba la mano por el pelo, preocupado. Su imagen buscaba ser una especie de "clásico moderno bohemio", pero ahora mismo era más del estilo del "clásico cadáver en ciernes". - Yo... yo... no fumo. Ni cigarrillos, ni... Bueno... Si que lo he probado, pero...
- No estamos aquí para hablar de tabaco. - El rostro del sargento adquirió una seriedad repentina e inusitada, que dejó al novato descolocado. ¿Era esa la señal de que la trampa se cerraba? De Kurtz se esperaba algo más del estilo de carcajadas violentas y arranques de ira, pero su rostro era igual de terrorífico, dando una imagen totalmente neutra, de la que la única sensación que obtenía era la amenaza evidente de esos ojos fijos en él, rodeados de cicatrices. - ¿Verdad?
- Eh... Supongo. - Kurtz sonrió y se levantó de nuevo. La trampa se cerraba ahora mismo, y él paralizado en su sitio, intentando no cagarse encima. En un segundo se volvió, tomó un papel y lo estampó en el modesto escritorio de contrachapado, delante de sus mismísimos ojos, antes de sentarse, poner su rostro a la misma altura del del novato y sonreír maliciosamente.
- Has sido tú, Jensen Pyetronovich, a mi no me engañas ni con un ejército de asesores políticos. - En el papel, una versión adolescente de su sargento lo miraba con desprecio desde una ficha policial de hace, así a ojo, media eternidad. Lo que realmente desarmó cualquier argumento defensivo por parte del novato fue ver a su sargento encarándolo, con su miserable mesa de contrachapado interponiéndose entre ellos (había visto el caro escritorio de diseño del otro sargento, y su despacho, mejor situado y más grande). En el rostro de Kurtz no había amenaza, sino certeza. De algún modo sabía que había sido Maravloi quien colocó los carteles, y eso que el novato se aseguró de no quedar registrado en ningún momento por las cámaras de vigilancia que llenaban el edificio Shin-Ra. Esa misma certeza era tal que Kurtz no veía necesidad de respaldarla con amenazas.
- ¿Como lo supo, sargento? - Asumiendo sus hechos, el novato se vio, de repente, más sereno.
- Uno: Es el trabajo de una impresora de calidad, de modo que no ha pasado por imprentas ni copisterías de barrio, y además ha sido obtenido informáticamente. Tú tienes el suficiente dominio de los ordenadores y esas mierdas como para conseguir la ficha, y eso que mis antecedentes preescribieron anticipadamente por el servicio militar, y además tienes esa mania de usar solo cosas de la mejor calidad.
- ¿Cómo sabe lo del dominio informático, señor?
- Se que tipo de solicitud habéis rellenado cada uno para entrar, como lo habéis hecho y cuanto habéis tardado en hacerlo. Siguiente punto: La pulcritud. Es una impresión perfectamente alineada, con márgenes perfectos y en papel satinado de gran calidad, tan suave que podrías limpiarte el culo con él. Tú eres tan pijo que vienes a hacer entrenamiento físico con zapatos de diseño y chaleco.
- No soy el único que se arregla de un modo especial.
- Eso es cierto, Jensen, pero mientras los demás son "fashion", tú eres, más bien eso: Pulcro. De todos modos, estoy un poco hasta los cojones. Te vas a buscar un calzado que sirva para partir caras, resista impactos y no resbale, o me ocuparé personalmente de que te arrepientas de no hacerlo. Ah, y lo olvidaba: El tercer dato que apunta a tí es que te has quedado en todas las "lecciones extra", aunque sin atreverte a recibir ninguna por tí mismo. Sin embargo has visto cada paliza que dí a tus compañeros, cada pulla que lancé y cada amenaza. Probablemente yo mismo dejé caer a Kaluta que aprendí a dar hostias en la calle, o que ya estaba jodiendo gente a lo grande cuando era mucho más jóven que él. Lo único que me extraña es que no hayas encontrado también la foto de mi licencia militar con deshonor. Habría sido bastante más jodida.
- Sinceramente, señor... No era tan graciosa. - A Kurtz le dio la risa. Desde luego que no: Un adolescente rebotao en un arresto por disturbios si que tiene gracia. Un militar trastornado, condenado por varios homicidios ya no tanto.
- La idea era joder, pero no cabrear, ¿no? - El sargento se sentó, repasando mentalmente nuevas posibilidades. - ¿Y por qué no quieres cabrearme, Mariflori? - Volvió a usar el apodo para provocarlo.
- Porque usted se comporta como un maníaco violento ante las provocaciones, señor. He oído... cosas.
- ¿Estrés post traumático? ¿Fatiga de combate? ¿Esquizofrenia? He llegado a oír rumores acerca de que he sido usado como conejillo de indias para psicofármacos de combate. En realidad simplemente soy un cabrón muy hostil, pero no me creo que te inhibas solo por miedo. Tambien has visto que aún no he hecho ningún daño permanente, sino que siempre que he partido caras han sido más en plan "lecciones", forzando la rendición del otro. Lo has visto cada día en Kaluta y Traviesa.
- Si, señor. Supongo que usted se expondría a una sanción si nos hiriese.
- Cabreo mil veces más a los jefes haciendo otras cosas, no creáis que me importáis tanto, ni que temo a ninguna puta sanción administrativa. Mira, pipiolo, ya hemos dado bastantes vueltas: Eres el número quince en la lista de tíos duros. Eso te coloca encima de dos modelos anoréxicas, un marica de gimnasio adicto a los anabolizantes y un icono pop anoréxico con problemas de coordinación. Tus posibilidades de sobrevivir ahí fuera son pocas, y pasan necesariamente por caerle bien a Van Zackal y salir en las fotos de sociedad en lugar de ser un turco de verdad. ¿Tú quieres eso?
- Eh...
- ¿Es una pregunta demasiado complicada, novato? - Kurtz realmente estaba sorprendido al ver que se lo pensaba tanto.
- Si. Quiero decir, lo es, señor. Mi primera... Esto... ¿Permiso para hablar libremente, señor? - Su sargento asintió. - Mi primera respuesta es "no". He estado viendo toda esa propaganda de Turk, y además me gustaría hacer algo por los disturbios en las calles, ahora que con el estado de excepción los desórdenes son tan frecuentes. En resumen, no he venido para ser una estrella de prensa rosa, a diferencia de lo que parece una tendencia general. Sin embargo, señor, usted lo pinta con una disyuntiva evidente: O me convierto en un "turco mediático" o voy a morir, y la verdad...
- La verdad... - Interrumpió el veterano. - Es que con el periodo de entrenamiento al que se sometía a los agentes antes del nombramiento de Jacobi como capitán, el setenta por ciento de vosotros, de haber sido aceptados en el entrenamiento, ya habríais muerto.
- Yo incluido, supongo... Señor.
- Tú incluido, Jensen Pyetronovich Maravloi. Tu puntería no es nada destacable, y por lo que he visto, cualquier pandillero con un poco de experiencia podría hacer que te vayas a casa llorando, pero al menos has demostrado algo con esto. - Señaló a la foto de la ficha policial. - Sabes investigar, y en Turk no solo tenemos que saber partir caras, sino también saber a quien partírsela. Demuestra que eres capaz de obtener información sobre cualquier cosa y yo firmaré gustosamente tu aptitud en las pruebas físicas, con una condición.
- Le escucho, sargento.
- ¡Claro que me escuchas! ¡No te jode! - Kurtz rio con sarcasmo. - Este es el trato: Quiero un dossier completo sobre tu compañera, Traviesa, que no dice ni su nombre, y otro sobre tu otro sargento, Van Zackal. Los quiero sobre mi mesa antes de que acabe el periodo de instrucción y sin que nadie lo sepa nunca. Y la condición de tu aprobado es que sigas con tu preparación física aunque ya hayas pasado la instrucción.
- ¿Puedo preguntar por qué esas dos personas en concreto? - El veterano lo miró fijamente unos segundos, antes de contestar.
- En cuanto a tu compañera, parece un hueso duro de roer en lo referido a todo su pasado. No podrás obtener nada de ella, y no responde a la intimidación, coacción ni chantaje. Tengo curiosidad por saber que pinta aquí, en Turk, y por que la cogieron. En cuanto a Van Zackal, creo que si te vas a quedar, estará bien que sepas como son las cosas aquí dentro. - Kurtz se volvió a levantar. - ¿Alguna última pregunta?
- Si se nos elige como una especie de "casting", ¿qué cree que pinta alguien como Kaluta en el grupo?
- Esa es fácil: Lo han alistado para que me partiese la cara y les salió mal. ¿Algo más? - El novato no se levantó, señal de que si había otra pregunta, pero por lo visto no le era fácil plantearla.
- ¿Realmente cree que nuestras posibilidades de sobrevivir son tan pocas?
- ¿Con el estado de excepción? Yo mismo me las he visto con unos cuantos miembros de SOLDADO. Un par de ellos eran primeras. ¿Realmente crees que tenéis alguna posibilidad contra alguien así? Durariais menos que el tío ese que sale en la prensa barata esquivando trenes con los ojos vendados.
- Si nos han seleccionado, será por algo...
- Te apuesto aquí y ahora cien giles y un maravilloso puro coreliano de plantación tradicional, liado a mano, a que palman un mínimo de tres en las primeras cuatro semanas. - El novato le tendió la mano en silencio. Kurtz pudo ver la esperanza reflejada en sus pupilas, y la tomó, estrechándola brevemente. - Si me disculpas, Mariflori, me voy a pegarle a tus compañeros.



- ¿Realmente lo ves tan mal? - Desde las cintas elípticas, Mashi y Svetlana fingían entrenar, cuando en realidad lo único que estaban haciendo era espiar el entrenamiento especial que Kurtz dedicaba a Yvette y a sus nuevas incorporaciones. Les sorprendió ver que Yvette no solo no se había frustrado al perder su exclusividad, sino que disfrutaba con su superioridad sobre Traviesa y Maravloi, cuando se presentaba.
- Piénsalo, chaval. Os eligieron por vuestra apariencia. Har fue policía durante años. Yo serví en la 90 de fuerzas especiales y luego en los SWAT, y Kurtz es un veterano curtido de la guerra de Wutai
- Ya lo se... Lo se de sobra. Pero Montes es cinturón negro de tres artes marciales. - Comentó el novato.
- Si fuese tan duro estaría sobre el ring, y no entrenando allá al fondo, enseñando técnicas mortales de película a cuatro payasos impresionables. - Escupió la veterana.
- Realmente parece que te moleste que prefieran entrenar con Montes antes que con Kurtz...
- ¿Cómo no me va a molestar? ¡No tiene sentido! Montes es un payaso, y ha estado al frente en tantas misiones en todos sus... meses de servicio, como yo en las dos últimas semanas. ¿Qué esperan aprender? ¿Cómo hacer mamadas a Jacobi?
- Si, ese es un buen ejemplo. - Svetlana miraba a Mashi con indignada sorpresa, como si acabase de insultarla. - Se hacen amigos de Van Zackal durante la instrucción, y de Montes en estas sesiones extra. A eso le sumas que logran arreglarse y ser más fashion todavía y lo único que les dispararán en toda su vida, serán flashes de paparazzi. - La veterana lo miraba con un gesto amargo y desencantado. - ¿Ves como todo es cuestión de perspectiva, mamá oso?
- Cachorro, sé perfectamente como reconocer el gesto extasiado de un par de novatos aprendiendo nuevas formas de partir caras.
- Es posible. No me metí en este trabajo por la carta blanca para ser un cabrón violento.
- ¿Quien crees que si? - Svetlana estaba intrigada por como había dicho Mashi aquello de "Cabrón violento". En ese preciso momento, sobre el ring del gimnasio, Kurtz acababa de detener un puñetazo a medio centímetro de la sien de uno de los novatos, al que antes había derribado y estaba retorciendo varios dedos, dejándolo indefenso. Parecía estar disfrutando mucho con ello.
- Es evidente... - Mashi levantó la vista.
- Dilo, Cachorro. Quiero oír como lo dices.
- ¿Kurtz? ¿Yvette?
- Por lo que se, la petarda rubia está ahí por que es una rica aburrida y ansiosa de emociones. Eso no quiere decir que quiera agredir a nadie.
- ¿Y Kurtz? ¿A cuanta gente ha matado? ¿A cuanta ha herido?
- ¿Qué importa? - Svetlana realmente parecía no darle importancia al asunto.
- ¿Cómo que qué importa? ¡Hablo de vidas! ¡Hablo de gente a la que mató!
- ¿Hablas de cuando luchaba por su supervivencia en la jungla, o de cuando se vistió un traje negro y empezó a salir a la calle para asegurar mediante el terror el dominio de una compañía que pretende asentar su recién adquirida dominación mundial, para la que, por cierto, tú trabajas?
- ¿Y con ese gusto por las múltiples morales, tú, le dices a tus hijos lo que está bien o mal? - Suspiró Mashi casi derrotado. - Pero un homicidio siempre es un homicidio.
- ¿Que quieres que te diga? Kurtz mata, yo mato, los locos a los que abatimos matan, las enfermedades matan, los ganaderos matan... ¿Has olvidado que de no ser por él, la seguridad de la Tower of Arrogance te habría llenado de plomo? Tú mismo me lo contaste.
- ¿Entonces las acciones se compensan? - Preguntó ya abandonando el tema, ante la imposibilidad de seguir con el debate. - ¿Cuántos cadáveres han quedado compensados con mi salvación? ¿Cuanto valgo?
- No es una cuestión de compensación, Mashi: Mañana, un ejemplar padre de familia puede tomar la decisión equivocada y coger un arma o un pedazo de materia, y yo le volaré la cabeza sin pensar en ello. Una mala decisión y toda una vida a la mierda, y te aseguro que no me importará. Después de apretar el gatillo, todas esas buenas o malas acciones quedan en el recuerdo de quien lo quiera conservar.
- Y tú simplemente te desentiendes.
- Yo me preocupo de cosas a las que doy más importancia, como evitar que mis hijos o mi marido tomen algún día una mala decisión.



Rolf caminaba de un lado a otro de su piso sin detenerse en ningun lugar. Los últimos rayos de sol despuntaban sobre las azoteas de la ciudad, pero él acababa de levantarse. Al fondo, el pitido del microondas insistía una y otra vez en que su café ya estaba preparado, pero Rolf tenía otras preocupaciones mayores que el propio desayuno. Se dejó caer en el sofá, mirando sus manos. En una, tenía un mensaje de texto ya escrito en su PHS, breve y conciso, según el código acordado: "Hay una peli interesante a punto de ser estrenada. ¿Quedamos para verla? Me urge ir.". En la otra mano, estaba la placa que había arrancado al tirador misterioso, con sus muescas y su única palabra reconocible: Pastor. A miró hacia la mesita del salón, donde su ordenador portatil estaba encendido, con las últimas páginas web que había estado consultando (una sobre teorías de la conspiración y la otra era una guía del código Morse), y pulsó una tecla en su PHS, mientras su mirada se desviaba hacia la Aegis Cort preparada, al lado del teclado. En la pantalla apareció la confirmación de un nuevo mensaje de texto enviado a SK.

Unos minutos más tarde, sentado, con la mirada perdida en su taza de café, oyó como el timbre de la puerta sonaba. "Llega pronto", pensó el tirador. Con el dolor y el aturdimiento de la resaca, Rolf caminó hasta la puerta y extendió el brazo hasta la pantalla del interfono, cuando su PHS se iluminó. Lo cogió corriendo, dejando de lado la puerta de la calle. "Otro día, hoy trabajo hasta tarde. SK".

- ¿Quien cojones...? - Se preguntó mientras la persona que esperaba a que le abriesen la puerta insistía, y pulsó el boton que encendía la pantalla. En ella apareció el rostro de Han.
- ¡Abre de una puta vez, hijo de la gran puta! - "Tan poco original como siempre..." Rolf Pulsó el botón. Para su sorpresa, Han no entró. Levantó una mano ante la cámara, de la que colgaban lo que parecían ser dos juegos de llaves. Han los arrojó en la entrada del edificio de su ex compañero. - Antes de aceptar ser tu mantenido, prefiero renunciar a él. Lo tienes aparcado a pocos metros, hacia el final de la calle. ¡Que te jodan!

miércoles, 12 de agosto de 2009

185

Incompleto. Si, soy consciente de que es mi segundo relato que dejo a medio completar, pero me han pillado en medio de las vacaciones y me he apañado como buenamente he podido, estoy escribiendo esto mientras termino de hacerme la maleta para irme en dos horas.. Posteo solamente la mitad del relato, la otra mitad la tengo que apañar para que quede como quiero, volveré en 5 dias.

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Un coche que le resultaba extrañamente familiar pasó muy cerca de la acera donde se encontraba, creando una corriente de aire que le levantó el bajo de la gabardina. Se sentía muy extraño con la nueva vestimenta que llevaba. Aang le había dicho que si seguía vistiéndose únicamente con traje cualquier memo le podría reconocer fácilmente, pero esto le parecía excesivo. Giró la cabeza para observarse en el escaparate por decimoquinta vez desde que salió del apartamento cinco minutos antes y nuevamente le chocó. La gabardina beige ya de por si resultaba estrambótica pero… ¿El sombrero de ala corta? Se sintió ridículo y le dieron ganas de volver por donde había venido a probar con otra cosa. Vaqueros, ropa deportiva, una camiseta de algún grupo… Lo que fuera, cualquier cosa la parecía menos absurda que como iba vestido en ese momento. Se lo planteó seriamente durante el tiempo que tardó en volver a recordar que lo realmente importante no era lo ridícula que resultara su ropa, sino el hecho de que le hicieran mucho menos reconocible. Volvió a mirarse. Érissen dudaba que su propia madre, de seguir viva, le reconociera si apareciera en su portal con tales pintas.
Caminaba despreocupadamente por los suburbios del sector 2, en dirección a la estación de tren que le subiría a la placa. Resultaba difícil hasta para el creer que no hacía ni dos meses habría sido incapaz de salir al exterior de su refugio compartido sin otear constantemente en busca de algún reflejo de la mirilla de un rifle francotirador en una ventana, desconfiar de cada mirada que se cruzaba o tener que contener la respiración cada vez que veía algún tipo trajeado. El peligro no había disminuido, de hecho, después de los acontecimientos en el centro comercial, lo más probable es que le estuvieran buscando con mucha más insistencia que anteriormente. No, nada relacionado con lo peligroso que resultaba salir a la calle había cambiado a mejor. Pero él si. Recordó la conversación que había tenido con Aang antes de salir.



- ¿Estas seguro?
- No creo que haya mucho problema, el único que sabe donde vivimos ahora es tu novio.
- Ya, pero esta es la única vez que decides salir por ti mismo de casa aparte de cuando que dijiste que te ibas y apareció Irina. – Aang sonrió, el carácter de Érissen había cambiado notablemente desde que vieron a Kurtz. Había mañanas en las que se levantaba de un humor sorprendentemente bueno, solían conversar con muchísima mas fluidez que anteriormente, incluso sobre anécdotas de su pasado que incluían a su novia. Realmente parecía una persona totalmente distinta al hombrecillo tembloroso que recogió la noche en la que apareció el Meteorito.
- Ya. Supongo que las cosas han cambiado un poco, creo que ahora estoy mas seguro en la calle que aquí, donde él sabe que estoy.
- No digas bobadas – Rió. – Jonás nunca te haría daño si no le das un motivo.
- Entonces, por si acaso, intenta no ir mostrando por ahí el cortecito que te hiciste en el dedo el otro día con las tijeras – Érissen bromeaba, pero no pudo evitar recordar la última frase que le dedicó el turco. La voz de Kurtz sonó en su cabeza.

“Si algo le ocurre a ella, por mísero y aleatorio que sea. Le cae un rayo, coge la gripe, se hace una ligera quemadura mientras cocina algún frito… Lo que sea, entonces la culpa será tuya. Y créeme, desearás haber muerto hoy.”

- No te tomes al pie de la letra todo lo que te dijo, simplemente quería asegurarse de que te preocuparas por mi. ¿Hai?
- Bueno, no se puede decir que no esté preocupado. – Admitió con una media sonrisa.
- Cualquiera diría que le has perdido el miedo a esa organización.
- No creo que exista alguien tan idiota o loco en el mundo como para no tener miedo en mi situación. Nada ha cambiado, sigo temiendo que puedan hacerte daño a ti o acabar conmigo, tal y como hicieron con ella… - El rostro de Érissen se ensombreció ligeramente, fue apenas un momento, pero Aang pudo comprobar que en el fondo los sentimientos de su amigo no habían cambiado. – Pero no ganaré nada quedándome recluido y esperando que la próxima vez tenga tanta suerte como hasta ahora. Tú y Kurtz me habéis protegido, me habéis dado un nuevo futuro. Ahora tengo que amoldarlo al pasado. Puede que me arrebataran el eje de mi vida, pero creo que hay cosas que aun puedo recuperar.

Aang asintió, ligeramente orgullosa de la determinación que su amigo había adoptado, y más contenta que nunca de haber decidido ayudarlo desde un principio, pese a los problemas y peligros que ello había provocado.

- Está bien, pero recuerda lo que dijimos, tienes que variar tu forma de vestir. – Desapareció por la puerta durante unos instantes, para después volver con un conjunto de prendas en sus brazos y un sombrero en la cabeza. – Hoy te pondrás esto. ¿Hai?

Érissen miró atónito las prendas que le ofrecía su compañera.

- No importa qué me digas, no pienso ponerme eso ni muerto.
- Claro que te lo vas a poner.
- Ni de coña.
- ¿Y si llamo a Jonás diciéndole que me has hecho este corte?



Ya había sobrevivido las tres veces que habían intentado atacarle, aunque era totalmente consciente de que si seguía con la cabeza pegada al cuerpo era gracias a las compañías que había tenido hasta el momento. Él no podía permitirse mas ser una carga. Palpó la Aegis Cort que descansaba en la parte trasera de sus pantalones junto a dos cargadores y la navaja que Aang le dio en su día, que descansaba en su bolsillo derecho. Se sintió maá seguro. Casi había olvidado lo que era tomar las riendas de una vida propia, y en cierto modo estaba disfrutando levemente de ello.

El camino hasta la estación resultó mas corto de lo que había esperado, casi hubiera preferido caminar un poco más. El aire viciado y residual de los suburbios mezcla de la falta de ventilación y los atascos habituales no era agradable de respirar, pero no sentirse encerrado era una sensación bastante reconfortante. Se paró a comprobar los horarios que reposaban sobre la marquesina de la estación. Había tardado menos de lo que esperaba, aún quedaban siete minutos para que llegase el tren. Había un par de personas que compartían su espera: Una anciana que asía el asa de un carrito de la compra a medio llenar y un adolescente que jugaba distraído con una consola portátil. Se sentó en uno de los bancos y tomó prestado un periódico que alguien se había olvidado. Ya había ojeado los titulares poco antes de salir de casa, nada interesante, buscó el artículo de King Tomberi para leerlo tranquilamente. Costaba relacionar lo que escribía con la foto que acompañaba el titular, la verdad, parecía un tío de lo más normal. Cuando hubo acabado, decidió que no tenía interés en leer nada más, y se dedicó a observar a su alrededor. La estación estaba bastante oxidada, como la mayoría de las estructuras de metal de los suburbios. Se notaba que no había sido atendida en varios años, a Shin-Ra bien poco le importaba si la gente de los suburbios cogía el tétanos o se le caía una viga encima… O un sector entero. Contento debía estar de que las vías siguieran funcionando y no se partieran al paso del tren. ¿Qué coño…?
Tuvo que quitarse las gafas, frotarlas con suavidad con la tela de la camisa y volver a mirar para asegurarse de que lo que estaba viendo era cierto.

Un hombre, que aparentaba unos cuarenta y tantos bienes conservados o unos treinta y pocos mal, estaba situado en medio de la vía. Si esto ya resultaba de por sí chocante, el hecho de que llevara los ojos vendados lo hacía aún peor. Iba vestido con un traje gris bastante feo que le iba una o dos tallas mas ceñido de lo que debería sobre una camisa beige con una corbata francamente horrible sujeta al cuello. No acababa de entender si era un loco que quería suicidarse, un borracho o simplemente un idiota al que le habían hecho una broma pesada. Fuera la opción que fuera, no podía quedarse sentado esperando que el tren convirtiera su cuerpo en un montón de alimento para perros callejeros. Se levantó y se situó al borde del escalón que bajaba a las vías, de metro y medio de alto, a unos cinco metros de distancia del hombre.

- Oiga, usted…

No hubo respuesta, el tipo siguió en su sitio como si no hubiera escuchado absolutamente nada. Fijándose de cerca, pudo apreciar que el hombre movía constantemente los labios, como murmurando algo para si mismo.

- ¡Eh! ¡Caballero! – Fue alzando la voz, se giró para ver que hacían la anciana y el joven. Ella miraba al tipo y después a él como si estuviera viendo lo más normal del mundo, y el joven negaba con la cabeza desganadamente mientras seguía jugando con su consola. “¿Cómo demonios pueden ignorar la situación?” Se preguntó para si mismo, está claro que la vida de los suburbios quitaba a la mayoría el sentimiento de ciudadanía y generosidad, pero de ahí a no hacer nada para evitar que un tren arrolle a alguien… - ¡Señor! ¡Usted! ¡Oiga! ¡Escúcheme! ¡SEÑOR!

Nuevamente el tipo permaneció imperturbable. El silencio reinó la estación, y finalmente pudo comprobar por qué no lo oía. De los oídos del tarado salían sendos cables que se juntaban para después introducirse en el bolsillo de su chaqueta, pudo escuchar desde ahí el sonido de la música a todo volumen. No hubiera oído ni al Meteorito estrellarse contra el planeta. Nervioso, Érissen echó una mirada al reloj. ¡Menos de un minuto! Tendría que bajar a las vías y tirar de el. Se acuclilló, dispuesto a saltar.

- No coges este tren a menudo. ¿Verdad joven?

Érissen se giró, la anciana le miraba con tranquilidad.

- ¡Ese hombre va a matarse!
- No, no lo hará.

No sabía si debía confiar en una absoluta desconocida que probablemente chocheara. Ese tipo no podía ver ni oír, y el tren… Se le hizo un vacío en el estómago, el tren ya giraba la curva de camino a la estación, en apenas 10 segundos llegaría hasta el tipo. Se sintió totalmente impotente y se maldijo mil veces por no haber decidido saltar en su momento. Ahora solo podía asistir impasible al terrible espectáculo que se avecinaba. No quería mirar, pero al mismo tiempo era incapaz de apartar la mirada. El tipo no se movía. El tren se aproximaba y había empezado a frenar para parar en la estación pero seguía llevando una velocidad mas que suficiente para matar a cualquier ser vivo que se encontrara por delante. Finalmente llegó el momento, el tren llegó a la estación… Y en el último segundo, cuando esperaba ver el cadáver del tipo desmembrado en todas las direcciones, se apartó hacia el lado contrario a la estación. El tren le pasó a apenas medio metro de la cara, pero no le hizo daño alguno. Érissen se quedó paralizado, sin acabar de creerse lo que acababa de ver. El tren, que le impedía ver que había sido del tipo, se detuvo finalmente y abrió las puertas de los vagones, de las que se bajaron un par de personas, que no parecían sorprendidas en absoluto. El adolescente se metió en el vagón como si lo que acababa de observar fuera lo más normal del mundo. La anciana se levantó y se paró a su altura.

- Vamos joven, no querrás perder el tren.

La miró, todavía estupefacto. Se subió al transporte junto a ella, sin acabar de creerse del todo lo que había visto. Cayó en la cuenta y se pegó a las ventanas que estaban enfrente suyo, donde vio al tipo quitarse la venda de los ojos, mirar al tren con aburrimiento y apuntar algo en una libreta. Acto seguido, sacó de su bolsillo un reproductor de música, pulsó un botón, se quitó los cascos y se marchó como si nada hubiese pasado. Nadie en el tren parecía sorprendido tampoco. Érissen, definitivamente, pensaba que el que se había vuelto loco era el y estaba viendo visiones. Mirando los rostros de los diferentes viajeros, volvió a toparse con la cara de la anciana, la cual le sonrió y palpó el asiento libre que tenia al lado, indicándole que se sentara. Decidido a encontrar alguna respuesta, se situó al lado de ella sin dudarlo.

- No me has contestado antes. – Le hablaba con suavidad, pese a la avanzada edad, tenía una voz bastante agradable – No sueles coger el tren a menudo. ¿Verdad?
- No. - Reconoció Érissen. – Pero… ¿Me está diciendo que lo normal es que haya gente que juegue a la gallinita ciega con el tren?
- A mi también me chocó la primera vez que lo vi, hará ya dos meses. Cada día está en una estación diferente, una de cada sector tanto sobre como bajo la placa, y hace exactamente lo que acabas de ver. Al principio resultaba difícil de creer y mucha gente intentaba bajar a impedírselo, pero él nunca se mueve salvo cuando el tren estaba a menos de cinco metros de distancia. No se exactamente como, pero lo calcula.
- Es una locura…
- Puede ser. - La anciana se encogió ligeramente de hombros – Aunque reconocerás que no es que en esta ciudad ocurran pocas diariamente. Creo que llegar a mi edad ya resulta menos habitual que volverse loco, especialmente desde que esa enorme cosa en el cielo apareció.
La serenidad con la que la anciana hablaba del deplorable estado de la ciudad sorprendía a Érissen. Se lamentó de haberla confundido en un principio con una simple vieja que chocheaba. Ella le dedicó una sonrisa, entendiendo que no había otro tema del que hablar y volvió a mantener la mirada perdida en algún punto enfrente suyo. El viaje transcurrió sin más incidentes poco comunes y en menos de veinte minutos ya se encontraba en la estación del sector 4, sobre la placa. Se apeó dedicándole una despedida con la mano a la anciana, pero ella no se enteró, parecía haberse dormido. Observó la estación, mucho mejor cuidada que el amasijo de hierros que resultaba cualquiera situada en los suburbios. Así era Midgar, pensó negando con la cabeza, la ciudad más prospera y más pobre del mundo al mismo tiempo. Siguió oteando con detenimiento en busca de una persona, pero no parecía encontrarse ahí. Observó su propio reloj. Pasaban nueve minutos de la hora a la que habían quedado en reunirse. No se culpaba, pero desde luego, si decidía no aparecer, no podía negarle que tenía sus motivos.

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