martes, 26 de agosto de 2008

133.

El continuo sonido del metal viajando a alta velocidad no ayudaba a relajarse mucho cuando tenías enfrente tuyo a alguien que tan pronto tiene los ojos entrecerrados como al segundo posterior los abría y movía tan rápido que parecían buscar partículas de luz bailando dentro del vagón. Ocasionalmente caía alguna babilla entre las comisuras, o resbalando en el labio inferior.

Jo-Der, separando bien las sílabas, remarcando cada una de las letras fue lo que pensó Ixidor, sentado frente a ese chico que amenazaba con caerse al suelo de un momento a otro. “Es la última vez que me quedo a viajar con colgados como estos”. Bajó la mirada, dejando al chaval divertirse con el mullido asiento tapizado, y se centró en la bolsa de plástico que llevaba entre las piernas, apoyada en el suelo. Un paquete de arcilla, un pack de 12 óleos, lienzos, un pincel del número 4 y unos 170 guiles menos en el bolsillo. Era una tienda cara para tratarse de los suburbios, pero era mejor eso que no tener nada con lo que poder trabajar. Bastante le costaba vender sus obras a una sala de exposiciones de los barrios marginales, y unido al coste de materiales eso le perjudicaba sobremanera. Podría decirse que “a duras penas llegaba a finales de mes” si todavía cobrase cada treinta días un sueldo regular.

El tren paró en el sector 5. Ixidor se alegró de abandonar aquel cacharro de metal lleno de orines, vómito y gente estúpida con tarjetas de identificación. No soportaba la compañía de la gente corriente, le ponía nervioso e irritado esa sensación de sentirse rodeado de personas: costumbre heredada de la guerra de Wutai. Pasar días enteros en la selva, comiendo únicamente aquello que podías cazar, sin descanso y siempre alerta… Aquello cambiaba a cualquiera.

Su viejo edificio de una sola planta le esperaba de pie, con sus viejos ladrillos ennegrecidos por la suciedad que se amontonaba bajo la placa y sus viejas vigas de madera reforzada con delgadas planchas metálicas que el propio hombre había puesto para evitar el derrumbe. Allí estaba la colección de basura en su callejón, amontonada junto a la pared de ladrillo antiguo que amenazaba con caerse a la mínima de cambio.
Y sin embargo era lo mejor que podía permitirse con el escaso dinero que quedaba entre material y alimento.

Avanzó hasta llegar a la puerta que se situaba junto a la agolpada inmundicia. En el mismo montón que nunca menguaba, apoyado sobre un viejo cubo de fregar dado la vuelta, estaba aquel niño calvo de ropas viejas y gorra. Ixidor no pudo negar un sobresalto cuando vio al chico salir de la oscuridad con sus ojeras crecidas y su pálido aspecto. Hacía días, semanas que no veía a aquella rata callejera, ese vagabundo que servía en los clubes de destape “copas a hombres que se tocaban el gusanillo” según las propias palabras lanzadas entre risas por el chiquillo.

- ¡Puto crío! – dijo sin poder contenerse Ixidor, aún con el sobresalto dentro del cuerpo – Me has acojonado, esa no es manera de tratar a la gente mayor
- Esas palabras feas no se dicen – dijo Timmy con gesto de enfado exagerado, apretando los labios y torciéndolos en una mueca que resultaba una burla al cabreo.
- ¿Qué palabras?
- Esa que has dicho. Puloquesigue… - el niño parecía nervioso, y movía las manos rápido en círculo frente al pecho con los índices extendidos.
- Niño, yo soy mayorcito. La otra vez me controle porque esperaba no verte – y en verdad, Ixidor lo esperaba – y no solté ninguna, pero ahora que te jodan. ¡Ya no me voy a callar ni una, hostia puta mierda cojones ya!

Ixidor se quedó bastante relajado con esa última frase, y Timmy parecía a punto de reírse por aquellas palabras malsonantes seguidas y asustarse por la misma razón. Fue un duro momento de tensas miradas entre los ojos azules del cuarentón y los iris grisáceos del mozalbete. Ninguno parecía ceder, y al final Ixidor se hartó y comenzó de nuevo a gritar:

- ¿Se puede saber qué cojones quieres viniendo aquí de nuevo? – si las miradas matasen, Timmy hubiera caído fulminado cuando Ixidor vio que aquel chico de la calle le observaba con expresión divertida y una pícara mueca en los labios - ¡De qué hostias te ríes!
- Ya no eres un fantasma. Ahora te pareces más al señor pobre que vino un día a pedir a casa y al que mamá dio un bocadillo para que se marchara contento.
- … la madre que parió al jodido crío de rata, me cago hasta en su puta estampa… - los juramentos se sucedían cada vez a una velocidad más rápida y con menor volumen; las palabras se perdieron con algo que sonaba a “si le cojo lo escoromollo contra la pared”.

Soltando la bolsa, el adulto comenzó a rebuscar en el bolsillo del pantalón un pesado llavero de zinc y níquel del que pendían tres llaves negras, una de ellas especialmente grande. Cogiendo esta, la metió en la cerradura e intentó abrir la puerta, acabando la tarea propinando una fuerte patada a la puerta para que esta cediera. Por fortuna no tuvo que seguir más, y ésta se doblegó ante su voluntad y su bota. Dejó la bolsa tirada contra el sofá orejero que ocupaba un lugar frente a la chimenea y se abalanzó casi de cabeza a una pequeña estancia, donde cerró la puerta.
Timmy, por su parte, había entrado lentamente con su pierna ortopédica y había cerrado con suavidad la puerta. Colocó la bolsa en una mesa llena de tornillos, tuercas y herramientas y se sentó cómodamente a esperar, dando botecitos sobre el mullido recubrimiento del sillón.

Al cabo de unos minutos Ixidor apareció. Ya no vestía las ropas de calle, sino que volvía a llevar el viejo chaleco y pantalón corto azules, con las mismas pesadas botas y el collar negro al cuello. Una mano de tres dedos y dos mitades alborotó de nuevo la melena negra, ayudándose con el agua había en un sucio barreño. Acto seguido, la misma mano se deslizó a una cómoda que había a tres pasos de distancia y abrió el solitario cajón. La mano completa se internó en las oscuras fosas de madera y extrajo un bote anaranjado con una bonita etiqueta blanca impresa con muchas letras negras. Sacando dos pastillas, las metió en la boca y las tragó junto con un poco de agua del mismo barreño sucio. Sólo entonces volvió a darse cuenta de que el mismo niño se encontraba en el mismo lugar que él, exactamente en la misma posición que la vez anterior: sentadito, con las manos entrelazadas y las piernas dando patadas diminutas al aire, pendientes en el sillón.

Y por poco vuelve a sobresaltarse también.

- ¿Pero se puede saber qué haces ahí, desgracia humana? – la voz grave y altamente sonora parecía a punto de echar a volar desde la garganta; cada vez se volvía más aguda.
- Vengo a que me cuentes más historias de tortugas – dijo el chico con una inocente sonrisa que sin lugar a dudas conmovería a cualquiera. A cualquiera que no estuviera al borde de un ataque.
- ¡Tus muertos cagados por el Zolom, chaval! Yo pensé que no ibas a volver nunca más, carajo: por eso te dije que sí.
- Venga, cuéntame una y me voy…

La mirada del chico, a punto de estallar en un mar de lágrimas, no dejaron más opción a Ixidor, que estaba encantado con eso de “y me voy”

- Venga, una cortita. Te hablo del fin de la guerra y te piras, ¿Entendido?
- Sí – dijo con un tono que parecía más que dijera “chip” que una afirmación corriente.
- Al final de la guerra, mi unidad junto con otras dos se encargaban de diversas misiones con el fin de obstaculizar el paso de Wutai frente a ShinRa. Volar algún puente, saquear pequeños poblados que rodeaban la capital, arrasar con campos de arroz…
- Me encanta el arroz. Mamá me lo preparaba con tomatito frito y con una loncha de jamón.
- Y a mí, mi madre me fostiaba, pero eso no viene al caso. ¡Calla la boca, coño! – Timmy se tapó con las dos manos la parte baja de la cara, y el mayor pudo continuar con su relato – El caso es que un día, a través de una lancha que surcaba el río, nos llegó una orden: escoltar a la unidad B de SOLDADO y apoyarla en todo momento. Menuda unidad. Algún paquete de 3ª, cuatro destacados de 2ª, y Sephiroth. Pedazo de hijo de mierda. Qué mala leche gastaba con aquellos subnormales a los que comandaba y qué buen humor tenía para ser una misión seria. Cómo iba diciendo, apoyar en todo momento. Y su misión era acabar con la guerra de una vez por todas, la mala puta que les parió a todos. El caso es que, caminando por una jungla infestada de tigres y amarillos del Wutai, los muy cabrones nos emboscaron pero bien. La unidad B salió prácticamente ilesa, salvando cuatro jodidos pelagatos de los 3ª Clase y alguno de 2ª. Sephiroth se cargó a todo lo que pudo y no sé cómo. La otra escuadra de infantería que nos acompañaba quedó aniquilada por las trampas, un carro de combate… un tanque, para que lo entiendas, volando por los aires cuatro minas debajo suyo y dos granadas de mano dentro. Un caos, eso fue. Mi unidad fue capturada en parte, otra tanta se perdió en la jungla, yo incluido, y algunos sucumbieron a las heridas y enfermedades: tifus, cólera, y otras mierdas amarillas.
- ¿Y por qué nos os buscó ese… ese Sefirico o cómo se llamase?
- Sephiroth, niño. La misión no era buscarnos, era acabar la guerra. Y nosotros estábamos capacitados para sobrevivir, en teoría. Ahí fue cuando me encontré con la tortuga. Lo que venía diciendo, es que yo conocí a Sephiroth, el mejor de todos los 1ª Clase de SOLDADO. Una pena que muriera hace años, en Nibelheim durante una misión… Igual el podía parar ese jodido pedraco que viene para acá. Menudas hostias pegaba, manejaba su espada como si la llevara pegada al brazo. Y su espada era difícil de manejar, créeme. Pesaría unos 10 kilos, o más. Tanto metro de acero y seis ranuras de materia no son moco de pavo…
- ¿Y cómo saliste de la jungla?
- Si te lo digo… ¿Dejarás de venir a molestar? – dijo Ixidor completamente confiado.

El chaval pensó durante unos 10 segundos, y al final dijo con la boca muy grande:

- ¡Claro! Sólo vendré a que me cuentes historias, lo prometo.
- ¡Tu madre la del pueblo, que a gusto se quedó cuando te parió! Que en paz descanse, no es por ofender – el chico le miró con una cara rara, extrañada y torcida de desconocimiento – Si vas a venir más veces, por lo menos dime cuando para no darme esos sustos, coñe. Que yo no estoy bien del corazón, y eso que una vez me asaltó un tigre…
- ¡Cuéntamelo!
- Me cago en… Tú eres tonto, Ixidor, tú eres tontísimo. Tonto, tonto, tonto. Soy gilipollas… - y así continuó unos cuantos minutos, hasta que se detuvo al ver la cara impasible del pobre niño cojitranco que no entendía nada – Te cuento eso otro día, y ya también te cuento cómo salí de la jungla.
- Vale, que Micky nos quería enseñar a los chicos algo que ha aprendido y que es chuli. Por si te sirve de algo, el Sr. Lentorro sigue bien, ahora ya tiene color.
- ¿Señor Lentorro? ¿Pero quién co…?
- Mi tortuga, la que me distes. El próximo día la traigo, ya verás qué mona.
- ¡Ah, vale! Venga, vete de una vez o te meto al horno y te como. No me mires así, soy un fantasma: tú me lo has dicho, calvorotín – Ixidor hizo un ademán de sonrisa, y le abrió la puerta – Ahora vete a tu bar de señoras desnudas, o algún gusanito se las comerá.

El muchacho conocido como Timmy salió corriendo (cómo pudo, debido a su pierna ortopédica) agitando el brazo para despedirse. Ixidor estaba agotado. Iba a necesitar un buen copazo para relajarse, aquel chico le sacaba de sus casillas y, a la vez, le caía bien.

martes, 19 de agosto de 2008

132.

Los ojos vidriosos miraban como la extraña pareja que hasta hace un momento parecían haber estado bailando algún tipo de baile moderno que jamás había visto –o, probablemente no recordase- ahora charlaba la una en los brazos del otro. Se llevó la mano huesuda al bolsillo interior de la ajada cazadora, compañera y fiel testigo de sus aventuras y desventuras. Mierda. No había… no había. Me cago en las pitas de Kalm. ¿Y ahora qué? El porro de su mano aún seguía encendido y le ofrecería unos minutos extras de evasión.
Abandonó la estación de trenes arrastrando los pies, tropezando una y otra vez con los numerosos cascotes de hierro que poblaban el suelo y ofrecían hogar a inmundos bichejos. Juraría que un fastamilla de sonrisa burlona se le apareció en ese momento, pero lo espantó de un manotazo, metiéndose de mala manera con su santa progenitora. Agh… condenadas volutas felizonas, no era la primera vez que se le aparecía uno, siempre en el peor momento, cuando a penas le quedaban un par de dosis. Cabrones, seguro que eran ellos quien se las terminaban y le dejaban luego en la estacada.
El individuo de cuestionable apariencia se agarró a la roída farola de hierro negro, rebuscando en la cartera algo de dinero para el tren; la fortuna le sonreía: tenía lo justo para volver a la placa superior. De pronto sacudió la mano para quitarse de encima a una mosca de la fruta que había quedado encerrada dentro de la billetera. A penas voló un par de metros y se dejó caer agónica, sí, moriría, pero moriría libre, ¡Oh, cuan orgullosos estarían sus ancestros!

Llegó por fin a la parada del tren nocturno, el guardia le detuvo y le echó un vistazo de arriba abajo con mirada reprobatoria.
- ¿A dónde vas? – le preguntó, olvidándose de las buenas maneras, el maldito yonki no merecía ser tratado de “usted”.
- Eh… uhmmm.rriba – balbuceó, con el labio inferior colgante, tambaleándose levemente.
- No se permite fumar en el tren – el guardia perdía rápidamente la paciencia, la cercanía escandalosa del tiparraco no hacía más que incrementar su hostilidad.
El hombre miró su porro, le quedaba un poco más para matarlo pero se lo jugó todo a una calada, profunda como la fosa marina de Wutai, la más profunda de Gaia con 12.762 metros y una presión de 1.102 bares, hábitat de especies tan raras como el focarrol de linterna azul, el pez adamantai y el tiburón gusano… y juró que los tres pejesapos aquellos se le cruzaron en el mismo momento en el que se quitó el pitillo de la boca, viendo como el focarrol devoraba al pez amamanta-lo-que-sea y bailaba claque con la lombriz de agua.
El guardia lo miró horrorizado, ni por todos los infiernos dejaría a ese individuo subir a su tren. Su determinación era clara, cristalina, diamantina, espejiforme.
Por casualidades del destino, fíjese usted qué cosas, la cartera del tipo calló de sus resbaladizas manos en ese momento y ante la incapacidad de su dueño para recogerla el guardia lo hizo. Por puro azar vio el carné de identidad y abrió dos ojos como platos wutaienses.
- P-puede subir al tren, es-está a punto de partir… señor -¡Dios! ¡Cómo le dolía en el orgullo tener que llamar “señor” al jodido yonki ese!
El susodicho señor lo miró, todo cuanto podían sus obnubiladas pupilas, con expresión desconcertada pero no dijo nada, más por incapacidad que por falta de ganas y se sentó en un mullidito asiento forrado con tapicería de triangulitos de colores, con los que se entretuvo hasta llegar a la placa.

Dosmilmillones de haces de luz le cegaron al salir de la estación, caminó de forma instintiva, porque francamente, el instinto era lo único que le funcionaba en estos momentos… pero no demasiado bien, ya que algunos transeúntes lo vieron dar tres vueltas al mismo edificio antes de continuar por otra calle.
Dos horas y ciento diez vueltas adicionales después llegó por fin al altísimo edificio de acero reforzado y cristal con el elegantísimo portal y la elegantísima portería. El aparcacoches saludó el individuo diciendo algo como que se alegraba de verlo después de tantos años. ¿Años? ¿Qué decía ese zumbado?
El recepcionista casi soltó una lagrimilla, no se sabe si por nostalgia o por la mugrienta presencia que suponía el tipo en tan impoluta estancia. Mandó llamar a un mozo para que lo acompañase, viendo que por sí mismo no era capaz de hacer subir el ascensor sin darle al botón de alarma. El botones parecía cohibido, prometió que dejaría de fumar e iría a la iglesia todos los domingos, dejaría de ponerle los cuernos a su novia de 140 kg y la pediría en matrimonio. Todo si no acababa como el tío que le acompañaba.

- ¡James Astulfo Maximillian van Strupper! – gritó una voz una vez llegaron al piso.
Un hombretón de cerca de dos metros y espalda que competía con la de un Aegis del Acantilado de Gaea se acercó al joven colocado con andares airosos pero la expresión contraída por… algo, no sabría decir qué: ira, tristeza, alegría… quizá todas, quizá ninguna o quizá otra que aún no tenía nombre.
Estrujó a su chico con sus enormes brazos de oso, zarandeándolo de un lado a otro y haciéndole cosquillas con su tupido bigote aristócrata. El tal James si siquiera podía respirar, espachugado contra el amplio pecho de su padre.
- ¡Maldito drogadicto inconsciente! ¿Dónde has estado todos estos años? ¡Maldita sea! Te envié a la Academia de SOLDADO para ver si te enderezaban ¡y de pronto me dicen que has desaparecido!
- ¡James! – gritó la voz de una mujer.
Al otro lado de la estancia apareció una mujer delgadísima y bajita, con un amplio vestido de seda y una estola de mu sobre sus hombros. Corrió a increíble velocidad teniendo en cuenta sus puntiagudos zapatitos de tacón de piel de adamantaimai, empujando a su marido y haciéndolo a un lado con un par de manotazos, tomando en sus brazos a su añorado churumbel.
- ¡Mi Jamie! ¡Mi niño bonito! ¡Angelito! ¡Pastelito de mamá!
-mmm…amm…aa…… - consiguió proferir él, una vez recuperado el tan necesario para la vida basada en el carbono oxígeno.
- Tenías preocupada a mamá – la dama tomó el demacrado rostro de su progenie entre las manos, tratando de hacer resurgir los otrora rechonchos mofletes – El ogro de tu padre ni siquiera me avisó de sus aviesas intenciones y para cuando supe que quería enviarte a la Academia ya te habías marchado. No vuelvas a irte ¿eh? ¿Verdad que no te volverás a ir? – sacudió la cabeza del hombre con intención negativa.
A él le daba poco más o menos lo mismo, lo bueno que tenía volver a casa, y se preguntaba cómo lo había hecho porque no recordaba nada en absoluto, era que comería tres veces al día, o cuatro o cinco y que volvería a tener para sus malsanos vicios.
Alfred, el mayordomo, se hizo cargo del hijo pródigo de la familia van Strupper una vez sus padres habían terminado de zarandearlo y gimotear por su inesperada vuelta. Alfred era un hombre mayor, muy mayor, encorvado, con unas tremendas bolsas bajo los ojos, arrugado como uno de esos perros oriundos de Wutai, pero tenía la fuerza de un titán. Nunca hablaba pero siempre estaba allí incluso antes de que supieras que necesitabas sus servicios. Se había hecho cargo del jovencito James desde que se hacía caca por encima… vamos, de toda la vida, porque llegada su adolescencia y su gloriosa inmersión en el mundo de las drogas se habían dado un par de ocasiones en que el mayordomo hubiera deseado que el jovencito aún gustase de llevar pañales.
Arrastró al señorito hasta el inmenso cuarto de baño del piso superior del dúplex y, tras ataviarse con la máscara de gas, gafas de infrarrojos, guantes piel de vlakorados y botas de pesca, lo aseó enérgicamente.


La fiesta del día siguiente se antojaba fastuosa, los van Strupper celebraban por todo lo alto la vuelta al hogar de su heredero, aunque no era más que una excusa para celebrar una fiesta de alta sociedad, reunir a las familias más importantes, hacer amistades aún más importantes y cotorrear sobre la última moda en los suburbios.
Ataviado con su smoking de haute couture, James observaba la ciudad desde la envidiable altura del carísimo piso que un día sería suyo. Los ojos caídos, las ojeras pronunciadas, el mono empezaba a hacer mella en su descocada mente, estaba claro que aunque en el incienso ese pusiese “opium” el efecto al fumarlo no era ni similar. Se volvió a la sala abarrotada de gente: miembros de la familia de Castellanera e Bruscia, los Rui de Castro e Andrade, los Vassaly, el “jeque” de los Jeyd, los Sciorra, algún primo de los Shinra y alguno más.
Mucha gente pero no conocía a nadie, en realidad aunque los conociera ni tan siquiera los recordaría. Aunque sí recordaba sus meses en la Academia y los únicos “amigos” que tuvo en toda su vida: un pirado esquizofrénico con manía persecutoria que no paraba de hablar de Wutai aunque nunca había estado allí, otro tipo no demasiado llamativo pero que siempre había estado allí dando color y el niñato rubio pelo-pincho.
Estaba pensando demasiado, de hecho, qué coño, estaba pensando. Era hora de largarse. Con tanta gente parloteando e inventando chorradas que contarse unos a otros nadie lo vería irse. Llevaba los bolsillos llenos de dinero en metálico, un par de tarjetas de crédito y un enchufe arrancado de la pared. Nunca se sabe cuando vas a necesitar un enchufe.

El aparcacoches fue el último en ver a James Astulfo Maximillian van Strupper, cogiendo un taxi y dando confusas direcciones al conductor “Aioioh Aioioioh” mientras señalaba algo. Lo más sorprendente fue que el taxista arrancó el coche, perdiéndose en la urbe.

viernes, 15 de agosto de 2008

131.

Unos maullidos junto a su estómago y algo cálido y húmedo rozando su mejilla la sacaron de su profundo sueño. Yami, acurrucada y pegadita a su vientre, protestaba por falta de comida en su plato, y Hiro lameteaba su cara con su lengua rosada en una babosa demostración de cariño perruno.


Desperezándose con lentitud y unos cuantos gruñidos, la niña se levantó de su cama.


- Ya voy, ya voy...- musitaba como incesante cantinela, mientras se acercaba a la alacena disimulada contra la pared y cogía de ella un saco de pienso para servir a sus mascotas. La gata se puso a tragar de inmedianto entre ronroneos de placer, pero Hiro prefirió acomodarse junto a Lobo en la inmensa manta extendida por el suelo del rincón destinado a ellos. Allí dormían hechos una piña los tres, siempre y cuando alguno no decidiera colarse en la cama de su pequeña cuidadora en busca de mimos.


A Victoria no le importaba. En lo que ella le concernía, probablemente esas ocasiones serían las que más cerca iba a estar de compartir cama con alguien. Con gesto pesado, recogió el libro que había estado leyendo antes de quedarse roque y lo colocó en la abarrotada estantería.


"Me empiezo a quedar sin espacio..." pensó. "Tendré que hacer reformas..."


El argumento del libro aún le daba vueltas por la cabeza mientras se preparaba su somero desayuno. Estaba escrito por un nativo de Wutai y narraba episodios de la guerra que los altos mandos de Midgar solían "olvidar". Relatos estremecedores por lo real de su argumento, con nombres, fechas y lugares auténticos.


"Son las cosas como ésas las que me hacen recordar el por qué lo que hago es justo y bueno..." meditó sorbiendo un poco de café. "La gente de aquí da asco. Los líderes de aquí dan asco. Lo que hicieron da asco."


Si se lo paraba a pensar, el café solo también daba asco. Había olvidado la leche.



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Media hora más tarde, su enjunta figura paseaba por Mercado Muro con su mochila marrón a cuestas. Su suelto y alborotado cabello tricolor llamaba la atención allá donde pasaba y recibía miradas de envidia de muchos niños rebeldes con ganas de demostrar su antisistemismo ante sus padres.


La rutina de Vic había cambiado desde la aparición del cometa en el cielo. Ahora no se limitaba a vegetar en su casa mientras preparaba planes de muerte sigilosa, ayudar a su abuelo con el bar y revisar el arsenal. No, ahora también paseaba, iba más a menudo a las tiendas del lugar y charlaba con la gente. Distaba mucho aún de tener amigos en el sentido más común de la palabra, pero al menos no era una sociópata. O eso se decía a sí misma.


- ¡Vic, deja de mirar las musarañas! ¡Necesitos que me ayudes a colocar los vasos!- bramó Eduardo, que limpiaba una mesa del local con una bayeta amarillenta. La joven dejó su actitud ausente de lado para agacharse, coger con pereza los diferentes recipientes de cristal y ordenarlos bajo la barra.


- Vaso de tubo, vaso grueso, copa de pie, copa redonda...- fue murmurando para sí mientras contaba mentalmente la cantidad. Estaba tan ensimismada que no fue consciente de que la observaban hasta que se levantó.


Inmediatamente todos sus sentidos se pusieron en alerta, sus cabellos se erizaron y sus manos comenzaron a tensarse. El chico tenía unos brillantes ojos verdes que la miraban con descaro de arriba abajo, cabello azabache y en aquellos momentos encendía un cigarrillo con un zippo plateado. Su aire era presuntuoso, propio de alguien altamente seguro de sí mismo y de su ego.

Vestía un ceñido pantalón negro de cuero, una camisa blanca con los dos primeros botones sin abrochar y una imponentes botas con remaches en acero, de marca New Stone.


La envidia corroía a la pequeña adulta, quien por cuestiones de talla (y muchas veces tambíen de dinero) tenía vedadas cosas así. Debía conformarse con su habitual atuendo: pantalones cortos negros, camiseta blanca sin mangas, brazales coral y botas negras de caña alta.


Estaba claro que aquel guaperas con pinta chulesca no era de debajo de la placa ni por casualidad. Nadie de allí podría permitirse esa ropa, ni ese mechero exclusivo.


El chico siguió mirándola a placer, sin apartar por un segundo la vista ni siquiera para dejar caer lánguidamente la ceniza de su cigarro en el recipiente puesto a tal fin sobre la mesa. Y eso la molestaba mucho.


- Abuelo, tengo que irme ya.- masculló, colgando el trapo con el que secaba los vasos. El hombre, maduro pero aún musculado, la miró con los brazos en jarras. Llevaba unos simples vaqueros y una camiseta negra de un viejo grupo de heavy.


- Es temprano y prometiste ayudarme a limpiar.- advirtió con una sonrisa astuta.


- Por faaaaaaaaaaa, te lo compensaré otro día...- repuso ella, zalamera y poniendo ojitos.


- Te tomo la palabra, pequeña delincuente. Mañana y pasado, cena juntos. ¡Sin rechistar!-


- ¡Sí, señor!-


Saludo militar y abrazo posterior, Vic agarró su mochila del estante y salió. Sabía que Ed le había permitido escaquearse porque debido a su reciente cambio de actitud, a veces iba a jugar con niños del parque (sí, aun a pesar de su edad). Descubrir eso había sido como un reconstituyende para el viejo, que se había quitado diez años de encima de golpe. Su garito parecía más que nunca un pub heavy donde el dueño y barman se camuflaba perfectamente entre los grupos de entre veintitantos y treintaytantos que frecuentaban el local.


Probablemente si el ex-instructor militar supiera la verdadera causa de la marcha, hubiera dejado de sonreír en el acto.


"Tal y como pensaba, el muy bastardo me ha seguido..." lo contempló por el rabillo del ojo en el reflejo de un deslucido escaparate. Mercado Muro, a aquellas horas, tenía un caudal nada desdeñable de gente, pero aún no había comenzado el mogollón nocturno. Era el momento ideal para cosas del tipo que ambos pensaban. "El chaval está pecando de curioso. No me gustan los curiosos. Veamos a ver cuanto sabe antes de decidir si le hago un favor cortándole la garganta..." pensó.


Se paró ante una juguetería y esperó a que el chico se pusiera a su lado.


- ¿Te gustan los peluches?- su voz no hubiera desmerecido como barítono, era grave aunque juvenil. Sonreía con encanto. La asesina le calculó unos veintipocos años.


- ¡Sí, sí, sí, me encantan!- rió con tonito agudo e infantil, los ojos iluminados de inocencia.


- ¡Jajaja! ¿Te gustaría ese moguri blanco de ahí?-


- ¿Me lo conseguirías?- carita de niña, carita de niña...


- ¡Claro! Pero...- la sonrisa se volvió maliciosa, los ojos especuladores.- No me parece propio de una "SK" tan eficiente juguetear con peluches. ¿Tan infantil es Naomi Embell?-


Cara de niña a la mierda. La boca se desdibujó en un rictus de frialdad, los ojos se entrecharon convirtiéndose en dos rendijas felinas, el rostro cambió. La adulta Victoria miraba al insolente.


- Bueno, a veces le gusta ir a jugar al parque, así que debe de serlo. ¿Sabías que también le encanta contar los trenes de dos en dos?-


No servía de nada disimular por más tiempo, ni fingir incredulidad inocente. El tipo sabía quien era ella, había captado su sutil código a la perfección. Y él el de ella.


El chico sonrió, satisfecho, y le tendió una mano que ella no aceptó.


- Me llamo Alex. Y estoy sinceramente encantado...- la entonación que dio a esa palabra no acabó de tranquilizar los tensos nervios de la chica.- de conocerte, Victoria. Espero que seamos muy buenos y cercanos amigos...-


El brillo de diversión y algo más en las pupilas del ojiverde mosquearon a la tricolor.


- Yo no contaría con ello. No me gustan los sabihondos.-


- Sí, la verdad es que son una especie en extición... pero seguro que acabaré por convencerte de que yo merezco sobrevivir a mi especie.-


- Eso lo veremos con el tiempo.-


Dándole la espalda, se marchó.


Alex siguió mirando su pequeña figura hasta que desapareció entre la multitud. Rió con alegría.


- ¡Es todo un carácter!- sacó un nuevo cigarrillo con el que deleitarse los pulmones.- Esta chica cada vez me gusta más... ahora, veamos si logro mi misión...-



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¡MALDITO, MIL VECES MALDITO!


Poca gente conseguía romperle los nervios a Vic, pero aquel escuerzo había estado a punto de hacerle perder la compostura en público.


"SK". Naomi Embell. Serial Killer No Existence.


En otras palabras, "Sé quien eres".


Contar trenes de dos en dos.


Su reto, "A las dos en el cementerio de trenes, los dos solos".


Por su actitud, el chico parecía haber aceptado, pero no entendía a qué vino eso de ser amigos.


Ella bien se lo dijo, "Sabes demasiado para mi gusto".


Audaz su contestación, "Sé que matas a aquellos que saben sobre tí, pero yo lograré que no me mates."


"Eso lo veremos esta noche".


Qué cantidad de mensajes subliminales se podían soltar en una conversación de besugos... Vic sacó sus armas preferidas para ponerlas a punto y revisó su traje de combate. Era todo en negro, de hechura similar al de los ninjas de las series animadas. Le gustaba porque se ceñía al cuepro dándole libertad de movimiento y la ocultada en la oscuridad.


Pronto puso rumbo a su cita con el futuro cadáver.


Pero lo que Vic no sabíe es que había una parte del código que no terminó de descifrar en toda su complejidad...



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Un viento gélido barría el lugar, silencioso y decadente. Los trenes amontonados, rotos y medio carcomidos por el óxidos no eran un lugar recomendable a las dos de la noche si se quería volver a ver amanecer. Era un lugar muy conocido para duelos de todo tipo... especialmente duelos que acababan con derramamiento de sangre y un muerto en las esquelas del periódico mañanero.


La zona preferente para aquellos asuntos solía ser una descampado circular entre los trenes, amplio y con algunos escombros por el suelo. El chico ya la estaba esprando allí, con la espalda apoyada en uno de los oxidados vagones y los brazos cruzados en actitud de suficiencia.


- Eres puntual.- murmuró Victoria tras la tela que le tapaba la boca. Ahora mismo, lo único visible de su cuerpo era la zona de los ojos. El resto estaba cubierto por el traje negro.


- Tú también. Pero yo me he adelantado por si acaso...- sonrió con arrogancia.- No es de caballeros hacer esperar a una señorita.-


La joven no contestó. Se limitó a desenfundar sus dagas. Colmillo Nocturno brillaba en su mano diestra, con bordes aserrados y hoja asimétrica. Redención (un kukri) ocupaba la siniestra, con su impecable y liso filo reluciente cual estrella, y dos diminutas dagas gemelas ocultas en su funda. Tradicionalmente servían para afilar la daga, pero vic había acabado por encontrarles mejores usos.


Alex extrajo un Cuchillo Militar LEC de su chaleco. Él también había elegido ropa negra y ceñida para el combate, con un pantalon largo y el chaleco cubriendo su torso, dejando ver sus brazos con tatuajes tribales, aunque sin renunciar a sus pesadas botas. La joven asesina tomó nota de este detalle, que la favorecía al quitarle rapidez y agilidad a su adversario. Pero más le valía que no la alcanzase una patada o le partiría todas las costillas.


- ¿Vamos a armas blancas, entonces?- rió el chico.


- Siempre podemos cambiar luego a los tiros, si te aburres.- siseó friamente en respuesta.


Se ojearon durante unos segundos, ambos en pose de combate, calibrando al enemigo. De repente, con un rápido movimiento, Victoria abandonó su posición, haciendo veloces fintas, y lanzó un corte directo al vientre. Alex lo detuvo en el último momento con su propio cuchillo y ella aprovechó la coyuntura para obsequiarle con un fino corte en el antebrazo propinado por su otra daga. De un salto hacia atrás, se aparto.


- Eres buena...-


- No lo sabes bien...-


Todo se volvió un confuso remolino de velocidad a partir de esas declaraciones. Brincando, saltando, rodando por el suelo, la joven puso en jaque a su rival a base de amagos, cortes e intentos de apuñalamiento que siempre eran detenidos por el LEC de Alex. Lo cual no significa que éste no se llevara su ración de cortes, y para cuando la niña pausó su agresivo ataque, tenía la ropa desgarrada en varios puntos y los brazos con tatuajes nuevos.


Entonces, con sorprendente destreza para el peso que llevaba en los pies, el chico se movió. dos pasos adelante, finta a la derecha para esquivarla, amago hacia atrás y... ZAS!!! El corte fue limpio y un tajo se abrió en el traje de la pequeña, cruzando diagonalmente su pecho. No la había herido, pero por acto reflejo ella se llevó el brazo izquierdo al torso, cubriéndose. Con rabia, enfundó a Redención y extrajo las pequeñas dagas cogiéndolas entre las falanges proximales. Alex tuvo que retroceder varios pasos para no ser víctima de los afilados intentos de matarlas, ya fuese a dagazos o a puñetazos con la izquierda, armada con los minifilos.


Ataque, ataque, esquiva, bloqueo, contrataque, doble parada, retroceso, ataque, contrataque... la sucesión de golpes era rápida y precisa. Un observador externo casi hubiera calificado aquello de una danza, más que de un duelo. Un baile letal para uno de los dos contendientes, cuya música era el entrechocar del acero. Poco a poco se fue haciendo evidente que por ese método nunca temrinarían. Con armas blancas, Victoria era superior, pero debido a su complexión en cansancio hacía mella en ella, y Álex, aunque más competente con armas de fuego, era bueno parando y esquivando y se cansaba menos.


Jadeando, ambos dieron un salto para retroceder y se quedaron mirando a una distancia de cinco pasos.


Álex arrojó su cuchillo al suelo.


- A tiros.- proclamó, serio.


- A tiros...- aceptó ella, guardando sus dagas en las respectivas fundas y dejando éstas en el suelo también.


El peligro era latente, la tensión palpable. El chico sacó una de sus dos Aegis Cort. La joven extrajo su prácticamente única arma de fuego de uso habitual, una Giordano bautizada como Crucifixion.


- Aaaaaaaay... no quería tener que recurrir a esto...- dramatizó Alex.- ¿Con lo que yo te quiero, por qué me haces sufrir?-


- Cállate, niño. Tú no sabes lo que es el sufrimiento.- escupió Victoria. Mira que decir que la quería, sin conocerla de nada y en medio de un duelo a muerte... si alguna vez llegaba a ver su lápida, le escribiría en ella un epitafio personalizado: "Pelmazo inconsciente y descerebrado".


- Tienes razón.-


La sonrisa se borró de repente del rostro masculino y fue sustituida por una expresión calculadora y fría. En ese momento, Vic se dio cuenta de que se enfrentaba a un profesional, y no a un simple chuleras. Eso la alteró. No entraba en sus planes medirse con un tirador entrenado, ya que a ella no le iban las pistolas. Prefería los filos y los aseinatos bien preparados. Por primera vez en mucho tiempo, "No Existence" se iba a enfrentar a un reto que la superaba.


Ambos duelistas cruzaron miradas durante un segundo antes de salir corriendo hacia los escombros y parapetarse. Alex, más alto que ella, lanzó una ráfaga de seis disparos que la obligaron a rodar lateralmente por el suelo antes de cubrirse tras un saliente oxidado. Desde allí ojeó el lugar ubicando la posición del otro y disparó dos veces. Una de las balas se incrustó en la pared, pocos centímetros por encima de la cabeza del joven. La segunda estuvo en un tris de perforarle el brazo, si no fuese porque se encogió tras su parapeto después del primer disparo.


Con agilidad, Alex saltó sobre una montaña de desechos y apuntó a Vic desde arriba. La pequeña tuvo que iniciar un rápido sprint en zigzag por entre los vagones para evitar sus balas. De duelo, aquello pasó a una carrera de obstáculos, con los dos contendientes dando saltos y corriendo sobre los desvencijados trenes. De vez en cuando, el sonido de un disparo correspondiente a una bala errada cruzaba en aire. Sintiendo el corazón a mil por hora y los pulmones a punto de estallar por el esfuerzo, Victoria no dejaba de darle vueltas a la situación. El tipo había demostrado ser un profesional del gatillo, y también del moverse en situaciones de riesgo. Con pistolas, la superaba, y era soprendentemente veloz teniendo en cuenta sus botas de medio kilo o más de peso cada una. Podría haberla cogido ya. Podría haberla liquidado hacía rato. Entonces, ¿por qué no lo hacía? ¿Acaso le apetecía jugar con ella al ratón y al gato?


Oyó un roce tras su espalda y se volvió con la giordano apuntando. Error fatal. Una sombra se cernió a su espalda.


- Has perdido.-


¡BANG!


La bala que se alojó entre sus omóplatos le daría la respuesta.


"Hijo de... putaaaaaaaa..." fue su último pensamiento antes de sumirse en la negrura.



************************************************************************************



Cuando volvió a abrir los ojos no pudo creer que estaba viva. Pero el precioso dolor muscular que su cuerpo le regalabla proclamando a gritos una espectaculares agujetas para mañana se lo confirmaban. Aún tenía el mal vicio de respirar. Y a todas estas... ¿donde estaba?


- ¿Ya despertaste?-


Mierda.


- ¡BÁJAME AHORA MISMO!-


¡En su puto regazo! ¡El muy cabrón la había tomado en brazos! Alex esbozó una sonrisa sarrdónica.


- No quiero. Yo gané. Así que tengo derecho a un premio.-


- ¡¿Premio..?! ¡Vete al Infierno! ¡Eres un pervertido!- trató de retorcerse, pero sentía el cuerpo extrañamente aletargado.- No has usado munición letal, ¿verdad? Utilizaste anestesiantes.-


- ¡Correcto!- el chico rió contento como un niño.- La única manera de ganarte y poder hablar contigo luego. Los efectos terminarán de pasársete dentro de un rato.-


Victoria suspiró y se resignó a aquella humillante posición de damisela en apuros.


- Y por cierto, no soy un pervertido...- continuó diciendo como si nada.- Unos las prefieren rubias, otros gordas... a mi me gustan aniñadas. Es una filia como cualquier otra.-


Se podría jurar que había una hoguera en el pelo tricolor de la asesina, del humo que echaba. ¡Pero sería cerdo el muy...!


- Y además yo sé que no eres una niña.- sonrisa Profident.- Eso es lo que más me gusta de tí. Cuerpo de niña y mente de mujer. Eres como mi ideal, pero con más carácter.-


- ¿Y tú que cojones sabes de mí? ¿Quién eres tú, pervertido?-


- ¡Heyq, que tengo nombre! Me llamo Alexander Rui de Castro e andrade, y antes de que empieces a mirarme feo, yo no escogí nacer en familia pija. Tengo 22 años, naci el 12 de Octubre, soy Libra y mi tipo de sangre es el AB. Poseo un bonito ático sobre la placa y una estupenda moto de la que no te voy a decir la marca para que no te desmayes. Me gusta el tiro al blanco, los videojuegos y coleccionar mecheros. Y soy tu fiel, devoto y rendido admirador.- finalizó.


La cara de Victoria se traduciría por un: "Que alguien lo vuelva a encerrar en el loquero, por caridad". Alexander actuó como si no la viera y extrajo una libretita de su roto chaleco.


- Hace unos pocos años, descubrí entre viejos archivos de Shinra unos documentos medio roídos acerca de un viejo experimento cancelado llamado "Proyecto Edén". Por lo poco que pude leer, entendí que se trataba de unas pruebas destinadas a lograr la eterna juventud, o alguna chorrada similar. Mencionaba también que se logró gestar a un sujeto óptimo que hubiera sido el cúlmen del asunto. Pero no decía nada más.- fue pasando páginas.- Comencé entonces a buscar noticias y carpetas de archivos relacionados con las fechas en las que el experimento estaba en su última fase, y hallé varias referencias a un incendio ocurrido en las instalaciones del proyecto a causa de un ataque terrorista que SHINRA oculto bajo secreto de sumario. El rastro estaba ya frío después de tantos años. Decidí mirar entonces noticias de desapariciones en los años de inicio, elaboré una lista de nombres y cotejé los datos con los restos de documentos. Dos nombres en concreto eran mencionados con mayor frecuencia que los otros: Maya y Fire... para no aburrirte, terminé por descubrir que ellos eran los "Adán" y "Eva" del proyecto Edén, e inicié su busca por su lugar de origen, los suburbios. Para entonces, tú ya habías comenzado a matar, pero aún no se te conocía. Encontré la tumba de ambos en el cementerio, y por sus epitafios entreví que habían tenido un descendiente... demasiado clásico eso del "Devota esposa y madre", si me pides la opinión. ¿Pero donde estaba ese retoño? Muerto no. Hice pesquisas por Mercado Muro y me enteré de que, antes de fallecer, Maya había vivido con Eduardo Seeker, propietario del "Club Saucer". El mismo que tenía una adorable nieta... pensé que era imposible. ¿Una niña? La chica debía tener unos veinticinco años, no podía ser... a menos...- la miró de manera penetrante, con aquellos brillantes ojos verdes que parecieron exhalar rayos X. Vic se sintió como se le hubiera visto hasta el alma.- A menos que el Proyecto Edén hubiera tenido éxito. Eterna juventud.-


- Una maldición para quien la padece.- escupió Vic.- Y causa de muerte de muchos inocentes usados como sujetos de pruebas. Todo orquestado por SHINRA... ¡por tus malditos jefes!-


- Ohhhhhhhh, eres muy lista...- el chico fingió asombrarse.- ¿Cómo lo has descubierto?-


- Usas el arma más típica de los esbirros de SHINRA. Eres un profesional del combate y las armas, te he visto moverte. Y sólo alguien de SHINRA con pase especial podría haber tenido acceso a los documentos de la historia que cuentas.- ella lo miró con indescriptible odio y desprecio.- Eres mi enemigo jurado. SHINRA es una corporación de huevos pdoridos.-


- Completamente de acuerdo, pero su sueldo me ayuda a pagar mis facturas.- la broma no arrancó una sonrisa a la adusta asesina.- Soy un agente de los servicios "extraoficiales", en teoría no estoy fichado como trabajador de SHINRA CORP. y voy por libre. Pero no estoy aquí por trabajo, si no por gusto. No vengo a liquidar a "No Existence"... muy al contrario, quería conocerte. Cuando dije que era tu devoto y rendido admirador, no te mentí. Cuando te dije que merecía sobrevivir a mi especie, tampoco.-


Vic notó que ya podía mover su cuerpo y bajó con delicadeza de los brazos del chico. Éste aumentó el agarre un momento, como si no quisiese soltarla, y luego la depositó en el suelo, mirándola largamente. Suspiró.


- Sé que para tí soy un SHINRA, uno de los bastardos a los que matas por odio y venganza, y que estaría mejor a seis metros bajo tierra con un losa de mármol encima. Pero quiero demostrarte que estoy contigo, que creo en lo que haces y que lo apoyo. He sido testigo de la corrupción de SHINRA CORP. Quiero que dejes de verme como un SHINRA, y que me dejes vivir y ser... tu amigo, de momento.-


La niña lo miró con los ojos entrecerrados y las manos en las caderas.


- Supongamos que confío en tí. ¿Tú como supiste que yo era quien era?-


- Ahhhhhhhh, eso mejor te lo cuento en nuestra cita.-


- ¿Cita?-


- Claaaaaaaaaaaaro, he ganado el duelo y por tanto puedo pedir un premio. ¿Cena en el Uudon Shiro dentro de tres días? Co invito, claro, y te paso a recoger. Es sobre la placa, te gustará.-


Victoria sintió la tierra hundirse bajo sus pies. ¿Una cita? ¿Con el pervertido?


"¡¿Espers, por qué yooooooooooooooooooooooo...?!"

jueves, 7 de agosto de 2008

130

–... pues me llamo Jennifer, pero puedes llamarme Jenni si te gusta más... Tengo veintiún años, soy pelirroja natural, metro sesenta y tres y muchas pequitas en el pecho, como salpicaduras de chocolate...

Airo exhaló una bocanada de humo por la nariz, sentado sobre la taza del retrete. Desde el cuarto de baño podía escuchar perfectamente a su vecina, al otro lado del tabique, hablando por teléfono. Sólo con la presentación debía haberse embolsado un par de guiles. Ella prosiguió su conversa, describiendo la ropa que –supuestamente –llevaba puesta con voz sensual.


–... una camiseta blanca ajustada, con mucho escote... y una mini falda vaquera muuuy corta. Y una medias de rallas, de esas que se cogen a medio muslo. ¿Zapatos? No cariño, estoy descalza, sentada en la cama, y muy aburrida –esas dos últimas palabras fueron como un puchero.


“Joder...” murmuró Airo mientras observaba el cigarrillo, que se había apagado. El papel estaba ligeramente húmedo y no prendía como es debido. Sacó un mechero, un zippo con publicidad de Shinra rallado que había rescatado de un contenedor, e intentó reavivar el cigarro. En el piso de al lado, Jenni se había empezado a quitar una media lentamente, deslizándola por sus largas piernas.


Siempre había fantaseado con las caras que pondrían los clientes de su vecina si supieran quien se encontraba realmente al otro lado del teléfono. No respondía al nombre de Jennifer, Sharon, Charlize o cualquier otra parodia de estrella de cine; ni era una pelirroja de veintiún años o una mulata de curvas generosas.


La verdad era que sus padres la habían bautizado con el poco comercial nombre de Berta, era rubia y ya había rebasado los cuarenta. Era una mujer normal, quizás tirando a guapa si el maltrato y el alcoholismo no hubieran dejado huella en su cara. Ahora llevaba una media melena corta, mucho más favorecedora que el largo cabello que había lucido durante tantos años sobre la cara, en un vano intento de ocultar las marcas que su marido –ex marido ya, afortunadamente –le dejaba tras las palizas. La entrada en la cuarentena le había regalado cierta obsesión por la juventud perdida, así que era una adicta a toda clase de cosméticos y dietas, aunque Airo seguía insistiendo que con cinco quilos más se vería mejor.


Ahora estaba intentado –intentado era la palabra –rehabilitarse de su adicción, aunque al parecer los doce pasos eran difíciles de seguir; y de vez en cuando Leroy descubría alguna botella de licor escondida en el piso durante su registro mensual. Ella justificaba que era sólo una medida tranquilizante. El saber que el alcohol estaba a mano por si le daba un bajón le hacía sentir menos ansiedad. No era algo fácil de creer, aunque Airo consideraba que las botellas precintadas eran una garantía de que realmente estaba haciendo un esfuerzo.


Leroy era el dueño de aquel viejo edificio en los suburbios del sector 3. De construcción antigua, con pocas plantas y pocos pisos en cada una de ellas, lo mantenía en condiciones mínimamente habitables y con alquileres a precio simbólico para blanquear sus cuentas bancarias. El negocio que llenaba sus arcas trataba sobre algo menos legal que el arrendamiento, pues Leroy era uno de los proxenetas de lujo más conocidos de Midgar, aunque él prefería considerarse “organizador de fiestas para caballeros.”


Además del dueño de su piso, también era el jefe de Berta, a la que tenía en aquel segundo plano del sexo telefónico por considerar que era demasiado mayor para el gusto de sus clientes. Airo, en cambio, la veía como un yogurín, aunque con más de sesenta años a sus espaldas aquello era fácil. Y mientras la escuchaba hablar por teléfono, sobria y con su especial don para la narrativa erótica; imaginaba la realidad de la mujer rubia que estaba sentada cómodamente en su sofá, con una vieja sudadera de su equipo de básquet favorito, con unos pantaloncitos de estar por casa que eran la mínima expresión de esa prenda, y calcetines gruesos de color chillón para cubrir esos pies con tendencia a enfriarse. A él esta imagen también le resultaba sexy, más incluso que la fantasía telefónica que relataba para el capullo que estaba pajeándose al otro lado de la línea.


Airo inspiró fuertemente el cigarro, intentado evitar que se apagara otra vez, sentado en la soledad de su minúsculo y oscuro baño. Más de una y más de dos veces había fantaseado con la idea de tener menos edad y más salud para intentar flirtear con su vecina. Pese a los cánones de belleza de Wutai, a él le resultaba atractiva en muchos aspectos. No iba a hablar de amor, pues consideraba que el mundo lo había curtido hasta que ser incapaz de experimentar tal sentimiento; pero celaba su compañía. Como amiga y confidente y quizás –si estuviera en mejor forma– como amante; pero el tiempo de establecer lazos emocionales ya le había pasado de largo. “Ni los quiero ni los necesito”, se decía a sí mismo; y más que el consuelo de un hombre mayor era una verdad tácita, lo cual a veces resultaba peor que la autocompasión.


La sinfonía de gemidos del piso contiguo le hizo saber que la conversa había llegado al punto donde se justificaban los 1,25 guiles más IVA que costaba el minuto de llamada. Aunque no se consideraba un entendido en el tema, creía que Berta no lo hacía nada mal. Quizás demasiado aire en todos aquellos sonidos, pero había entusiasmo y eso se agradecía. Pensó en el cliente, la única persona que debía estar disfrutando de un verdadero placer, y maldijo internamente la guerra que le había robado la salud. Todo el caos de nervios mal conectados se unió a la protesta en forma de dolor articular y un mareo que lo sumió en la oscuridad durante unos segundos.


Se le escapó un jadeo ronco mientras se sujetaba la cabeza entre las manos, con el cigarro colgando precariamente de sus labios. Al otro lado del tabique volvía a reinar el silencio: se había perdido la mejor parte. Mientras respiraba profundamente, aun con las palmas de las manos contra las sienes, unos golpes en la pared lo sorprendieron. Airo tensó la espalda como si fuera un adolescente al que hubieran pillado leyendo revistas para mayores.


–¿Estabas escuchando? –preguntó Berta con fingido enfado.

–Casas antiguas, paredes de papel –dijo con voz ronca.

–No estarías haciendo nada... sucio mientras escuchabas, ¿verdad? –preguntó con un susurro alto.

–Sabes que lo haría si pudiera –masculló, masticando el cigarrillo irremediablemente apagado.

–¡Oh vamos, no seas tan duro contigo mismo! –ella nunca había sido completamente consciente de las secuelas que arrastraba –Puede que sólo necesites es más cariño que otros hombres –añadió con tono seductor.


¿Era aquello una proposición o es que aun seguía en modo línea caliente? En ese instante Airo no tenía ganas de descubrirlo. Poniendo voz de interesante, dejó caer un “no es bueno coquetear con hombres de la edad de tu padre” y salió del baño cojeando.


La guerra... la guerra había minado su salud y lo había obligado a huir de su hogar. A veces, cuando miraba por la ventana del piso y veía el cielo artificial de acero y hormigón, recordaba cuando vivía en el valle de Wutai, a tocar de los campos. En las noches de verano la casa se llenaba de insectos de los arrozales, y en otoño entraba alguna libélula despistada y brillante por la ventana. El mundo colapsado bajo la placa que veía a través del vidrio sucio poco tenía que ver con él.


Sus abuelos habían sido campesinos. Sus padres también. Y entre todos ahorraron lo suficiente para que tuviera unos estudios que lo sacaran del campo. Había cursado idiomas y economía, creyendo que le abriría las puertas para negociar en el extranjero. Pero la guerra llegó, sin distinguir solados de civiles, amigos de enemigos.


Airo nunca llegó a pisar un campo de batalla, a sostener un arma entre sus manos; pero la guerra también lo hirió a él en su forma secreta y mezquina. Cuando Wutai ya veía quien perdería esa batalla, lo enviaron para negociar una rendición justa. Era algo tan noble por el país como empuñar un fusil en el frente, la lucha de las palabras. No veía vergüenza en reconocer la derrota si con ello salvaba la vida sus conciudadanos. Su familia, su mujer, sus vecinos estaban orgullosos de él.


Pero los extranjeros pensaban diferente. No se contentaban con ganar, querían masacrar a aquel país del oeste hasta borrarles todo gesto de valor y fuerza que tuvieran. Nunca lo reconocerían, pero cuando Airo cayó enfermo sabía que estaba siendo envenenado. Las negociaciones se abandonaron y él pasó varios meses en tierra de nadie, subsistiendo en el fino límite que separa la vida y la muerte, el latido del silencio.


El cuidado y la dedicación de los suyos le hizo regresar entre los vivos; pero no su salud. Las secuelas del veneno, fuera lo fuera aquella mezcla tóxica, había alterado las conexiones nerviosas de su cuerpo. Los nervios sufrían constantes cortocircuitos, enviando señales erróneas de dolor, hormigueo, entumecimiento y en el peor de los casos, absolutamente nada. El aparato locomotor resultó el más dañado, obligándolo a arrastrar un bastón hasta el fin de sus días.


Airo se comparaba con electrodomésticos a los que se les sale un cable de sitio. A veces uno da un golpe en ellos y los cables hacen contacto en el lugar correcto, haciendo funcionar el aparato. Pero un nuevo golpe descoloca las conexiones y vuelve a estropearse. Así una y otra vez, funcionando de forma intermitente.


El cuerpo de Airo funcionaba de forma intermitente, poniendo algunos días serias trabas para caminar, robándole el equilibrio, haciéndole ver y oír a veces cosas que realmente no estaban, perforando partes blandas de su cráneo en momentos de gran inspiración. Tardó años en aprender a convivir con aquel cuerpo tullido, y su convivencia era regular tirando a mala; pero a su edad se había resignado a que las cosas no iban a cambiar.


Su mujer, en cambio, no pudo soportarlo. Al parecer, no quería malgastar su vida al lado de un hombre que a veces necesitaba ayuda para incorporarse de medio cuerpo, que no podía trabajar de forma regular, al que le costaba cumplir con sus obligaciones conyugales –y no sin dolor–. Un hombre que muy probablemente no le daría hijos, y que no podría mantenerlos en el raro caso de que estos llegaran. Desesperada por su situación, buscó consuelo fuera de casa. Airo no tardó mucho en descubrirla en brazos de otro, con lo cual solicitó el divorcio y puso un océano entre los dos, trasladándose a Midgar.


Ahora estaba más cerca de la tercera que de la mediana edad. Su pelo, batiéndose en vergonzosa retirada sobre su frente, se había vuelto blanco. Su barba espesa ocultaba unas facciones cada vez más chupadas. Los ojos oscuros, circundados de arrugas, debían su forma rasgada ya no tanto a la ascendencia racial como al abuso de drogas. Cheeba eyes, lo había llamado una vez el emo que vivía en la planta superior. La respuesta de Airo había sido un golpe de bastón contra la parte interior de las rodillas, aunque con un cigarro de maría en la boca no parecía el más indicado para ofenderse.


Sacó del cajón una pitillera de latón, escupiendo el cigarro masticado a la basura. No habían ni hojas ni piedras. Siseó un juramento por lo bajo mientras iba a por la chaqueta, arrastrando la pierna por el suelo. No existía cura para era autopista de la información averiada que era su sistema nervioso; pero al menos había encontrado un pequeño refugio sin dolor en las drogas blandas. Sabiendo que algún día el fallo neuronal ordenaría erróneamente a su corazón que dejara de latir, Airo estaba de vuelta de todo, y más aun de los efectos secundarios de las drogas.


Se encasquetó un gorro de lana, intentando ocultar ese híbrido entre entradas y calvicie que no parecía decantarse hacia ninguna parte bajo el hilo de colores. Al igual que toda su ropa, vieja y fea, era comprado de segunda mano. Al menos ahora podía comprarse ropa, porque cuando llegó a Midgar tenía que rapiñarla de los cajones para la mendicidad. Se colgó el bastón del brazo y cogió una bandolera que en sus mejores tiempos había sido de piel cosida a mano, aunque ahora tenía varios refuerzos con hilo fuerte y parches de cuero.


–¡Eh, preciosa! –le gritó a Berta una vez hubo salido al rellano y cerrado la puerta con llave –Si viene Leroy le dices que me he ido al huerto.

–¿Cómo dices? –preguntó ella asomándose a la puerta. Tenía unos auriculares colgados del cuello y vestía tal y como Airo se había imaginado, cambiando la sudadera por un jersey.

–Que me voy al huerto. A repostar. Ya sabes –hizo un gesto de fumar, poniéndose dos dedos sobre los labios.

–Mensaje captado –dijo ella imitando un saludo militar –¡Que te vaya bien la excursión!

–Te traeré un recuerdo –se despidió mientras desaparecía por el hueco de las escaleras.


El huerto, como lo llamaba Airo, eran unas naves industriales abandonadas a las afueras del sector 8. También era la razón por la que, sin tener ningún trabajo renumerado, ni jubilación anticipada ni pensión de minusvalía, podía ganar lo mínimo para mantenerse. No sabría que dirían sus padres y abuelos si descubrieran que, a pesar del esfuerzo para darle unos estudios, Airo subsistía cultivando la tierra. Concretamente, adormidera, coca y marihuana.


Era para él un orgullo extraño formar parte del escalafón originario y también más desconocido del universo de las drogas. La mayoría de los pijos de la placa que pagaban sesenta o setenta guiles por un gramo de cocaína no sabían que procedía de un arbusto aparentemente inofensivo. Había mucho kumba que llevaba hojas de marihuana impresas en su ropa; pero desconocían lo duro que era cultivarla. Y en cuanto al opio, prácticamente nadie sabía que la adormidera, su fuente, era una planta de flores blancas.


Además, Airo conocía otras propiedades de las plantas más allá de la sintetización de substancias ilegales. Las hojas de coca se masticaban para soportar las condiciones meteorológicas adversas. La infusión de opio servía para ayudar a dormir a los niños nerviosos. Y fumar maría era recomendable para gente con dolores crónicos como los suyos.


Airo llevaba diez años cultivando en esa especie de invernadero que había creado en aquellas naves. Bajo la placa no existía luz solar, pero había conseguido servirse de la iluminación propia de la fábrica para crear luz artificial suficientemente apta para las plantas. El suelo estaba cubierto por metro y medio de tierra fértil. El sistema de irrigación antiincendios se había trasformado en el riego. Con mucha ironía, Airo había clavado un espantapájaros en el suelo al que llamaba Kazuo; y a lo largo de los años había ido pintando las paredes para que imitaran un cielo estival.


Vistas desde fuera, las naves no parecían anda especial. Tenían puertas de acero cerradas con gruesos candados, y ventanas tapiadas que impedían ver su interior. La gente de los suburbios estaba demasiado acostumbrada al abandono como para interesarse por su interior. Pero por si algún chaval quería cruzar los limites como una prueba de valor; las verjas estaban llenas de alambre de espino, los muros tenían cristales rotos cimentados a las paredes y había una bonita valla electrificada con la alta tensión industrial de la zona. Como cualquier campesino, ganaba miseria por su trabajo en comparación con lo que conseguían los distribuidores de cara al publico. Lo mínimo que podía hacer era proteger la cosecha de los intrusos.


Era duro dedicarse al conreo para alguien de su edad y salud mellada; pero le resultaba gratificante oler la tierra húmeda y sentir el calor del sol artificial. Estaba más cerca de casa, y también más cerca de su refugio personal. De no haber sido por la colaboración de gentes menos honestas que le compraban la cosecha para manipularla en laboratorios y destrozar vidas ajenas con sus ganancias, no podría haber sacado su trocito de campo adelante.


Airo cruzó el límite del sector 7 tan aprisa como le permitían sus miembros. Allí vio a un vagabundo observando completamente embelesado dos materias. Recordó fugazmente sus tiempos de sentarse en las esquinas y estaciones para pedir una moneda, de gritar airado a quienes le lanzaban basura para hacer la gracia, y de pasar miedo y frío por las noches. Ahora parecía que todo eso le había ocurrido a otra persona, que él no tenía nada que compartir con el joven vagabundo. Pasó por su lado, fijándose en sus brazos heridos por otra clase de drogas que no conocía ni quería conocer. El gesto del tío fue aferrar las brillantes esferas con fuerza entre sus brazos, casi soltando un gruñido animal. Airo lanzó una moneda desde la distancia, prefiriendo no acercarse a aquel sujeto con síndrome de abstinencia.


Se internó en lo que quedaba del sector 7, recibiendo un corto espacio en ruinas donde el sol brillaba sobre el suelo mojado. Era raro poder observar las inclemencias del tiempo bajo la placa. Observó el vacío triangular sobre su cabeza, y el cielo le pareció tan falso como el techo sobreelevado que cubría los demás sectores, con sus estrellas eléctricas y sus nubes de hormigón.


Un ruido llamó su atención. Sonaba como si algo hubiera resbalado sobre los escombros. Medio saltando con la ayuda del bastón, Airo cruzó las ruinas hasta lo que quedaba de un edificio. Sus paredes proyectaban sombras sobres los contenedores de runas que Shinra había colocado cuando supuestamente iban a reconstruir el sector 7. Una figura corría descoordinadamente hacía ellos, cargando algo entre brazos de lo que se quería deshacer. Airo se acercó tan sigiloso como le permitía su pierna dolorida.


La figura resultó ser una chica, una adolescente que caminaba con un cojeo extraño. Vestía ropa holgada y descuidada aunque limpia, lo que le hizo pensar que llevaba un tiempo fuera del núcleo familiar y no estaba exactamente capacitada para cuidarse sola. La chica cargaba una bolsa de deporte que, a juzgar por su expresión horrorizada, cargaba algo horrible. Se acercó al contenedor y se puso de puntillas, intentando llegar al borde del enorme receptáculo de runa. Todo eso era demasiado sospechoso, pensó Airo. Se había acercado mucho más de lo prudente, bajo la sombra de los edificios.


–¿Qué haces? –preguntó con su voz curtida tras varios años fumando.


La chica le dirigió una mueca desproporcionada, mezcla de sorpresa y pánico. Tenía la frente perlada de sudor y la camiseta interior, que quedaba a la vista mientras alzaba los brazos, estaba manchada de lo que parecía sangre. Intentó por última vez hacer entrar la bolsa de deporte en el contenedor; empujándola y empezando a correr con pasos raros. No empujó con la fuerza suficiente, con lo la bolsa cayó al suelo con un sonido blando.


Airo, que empezaba a suponer lo que ocurría, siguió a la chica medio saltando sobre la pierna que se encontraba en mejores condiciones. La chica era más joven y rápida, pero estaba cansada y asustada y Airo tenía más experiencia; así que cuando se encontró a una distancia prudencial, le lanzó el bastón a la espalda. La muchacha pronunció un aullido lastimero mientras caía sobre las rodillas, llevándose las manos a la espalda. Llegó hasta ella, notando como le sudaba la cabeza bajo el gorro de lana, y la cogió por la sudadera, obligándola a levantarse.


–Vamos a ver que traías contigo.

–¡¡DejamedejamedejamaDEJAME!! –el alarido histérico chirrió en sus oídos durante unos segundos.

–¡En pie! –exigió tirando más bruscamente

–¡Muérete! –pataleó la chica sin muchas fuerzas a causa del cansancio.

–¡En pie, coño! –esta vez soltó la ropa de la chica para atraparla por el pelo, enmarañado y sucio de sudor.


Ante el dolor en el cuello cabelludo la chica se fue poniendo en pie y no intentó huir. Airo volvía a tener el bastón en una mano y el pelo de la chica en la otra, y su expresión dura mostraba que no iba a tolerar ninguna chiquillada. Se acercaron de nuevo al pie del contenedor, junto a la bolsa de deporte.


–Ábrela –ordenó él. La joven se retorció las manos nerviosa, murmurando algo –¡Qué la abras, joder!


La chica siguió tirándose de los dedos, haciéndolos crujir, mientras el murmullo crecía en volumen. Airo, que nunca había sido un ejemplo de paciencia, tiró hacia abajo de la chica, haciendo que trastabillar contra el suelo. Se agachó a su lado, frente a la bolsa, y antes de que ella pudiera ver como tiraba de la cremallera, esta ya estaba abierta.


–Eres una puta, ¿lo sabías? –siseó con voz siniestra.


Dentro de la bolsa, oscurecida y pegajosa por la sangre, había un niño recién nacido. Tenía la piel de color morado y la cabeza deformada, y estaba demasiado quieto. Alguien había intentado cortarle el cordón umbilical usando unos cordones de bambas para detener la hemorragia; pero lo había hecho tan mal que la criatura se había desangrado. Airo ni siquiera intentó reanimarlo, ya estaba muerto.


–Con este ya es el sexto crío al que veo que abandonan en un contenedor desde que llegué a esta cloaca. Normalmente los encuentro vivos; pero los pobres están tan mal después de horas entre basura y a la intemperie que mueren al poco. Veo que tú has decidido ahorrarle el sufrimiento.

–¡Ha sido un accidente! –gritó completamente histérica.

–Dile al padre, si es que sabes quien es, que es un idiota –explicó mientras tiraba del extremo del fallido torniquete –. Ni siquiera sabe atarse los cordones.

–No había nadie, estaba sola –soltó con una mezcla rara de pena y orgullo.

–¡Uh, que valiente, tú sola...! –se cachondeó –Más valiente habrías sido si no lo hubieras tenido nunca, o si lo hubieras dado en adopción. Más valiente habrías sido si hubieras aceptado las consecuencias de abrirte de piernas y lo hubieras cuidado.

–¡¡HASIDOUNACCIDENTE!! –quizás fuera causa del trauma o de alguna substancia externa; pero su forma de hablar indicaba que no estaba en total posesión de sus facultades.

–Lo que más me jode es que por no saber, no sabes ni reciclar siquiera –espetó Airo mientras cogía la bolsa con su contenido y se la ponía en brazos a la chica contra su voluntad –. Esto va en el contenedor de la orgánica.


Airo se incorporó mientras observaba a la chica soltar el bulto como si de algún bicho repugnante se tratara, para inmediatamente frotarse los brazos como si quisiera quitarse la suciedad. Aquella muchacha, totalmente fuera de control, le resultaba tan nauseabunda como ella encontraba al cadáver de su hijo.


Esta es la gente que arrasó Wutai, pensó con ira, masticándola como si fuera una hoja de coca. Esta gente miserable, irresponsable, asesina, que trata a los suyos como si fueran basura. A su memoria llegaron los cuerpos lanzados a los contenedores que había encontrado cuando hurgaba en busca de comida, los cadáveres abandonados en los callejones, el olor a descomposición y a sangre coagulada... Midgar era repugnante, la ciudad y la gente que vivía en ella. No tenía honor, ni valores, ni respeto por sus semejantes.


Midgar era una basura.


Dio un golpe con el bastón contra el contenedor, arrancando una nota grave como un gong. La muchacha lo miró por el rabillo del ojo, aun frotándose los brazos. Airo levantó el bastón por encima de su cabeza, observando a la chica con desprecio.


–Esto es lo que deberían haber hecho tus padres cuando tuvieron la oportunidad. Así las cosas habrían sido diferentes.


Midgar es una basura.


Cuando horas más tarde llegó a casa, Berta le preguntó por su excursión hasta el huerto. Airo se limitó a mirarla con gesto cansado, sin dar respuesta alguna, y se metió en la oscuridad de su hogar. Había regresado con las manos vacías –de hecho, ni siquiera había llegado al sector 8 –y ahora que necesitaba olvidar no tenía las substancias que deseaba. Como ultimo recurso, rescató una botella de un whisky horrible de la despensa. Tomó un trago rápido, sin paladear, para que sólo quemara en el estómago y no en la garganta.


Midgar es repugnante, la ciudad y la gente que vive en ella.


Él también vivía en Midgar, así que también era repugnante. Pero al menos, pensó mientras se miraba las machas de sangre en el jersey con la vista desenfocada, él lanzaba la basura orgánica en el contenedor correspondiente.

viernes, 1 de agosto de 2008

129

- Pero no te lo gastes en vino ¿Eh?

¿Por qué siempre dicen lo mismo? Estoy hasta los cojones de esa gente, te echan un guil y se creen santos.

Ya apenas me acuerdo de cómo terminé así: yo antes era alguien importante, vivía en el sector 2, tenía un trabajo decente… Sí. Me cuesta reconocerlo, pero yo antes era como ellos: me creía importante, hacía lo que me salía de las pelotas, despreciaba a todo ser vivo que estuviese por debajo de mí… La culpa de todo fue de ese tal Blackhole.

Mientras oía como los botines de aquél pez gordo con aires de buen samaritano se marchaban, mis ojos observaban la moneda reluciente. Intenté sacarle brillo con el pulgar como hacen los estúpidos avaros con algo reluciente mientras mi cerebro sólo pensaba en una cosa: diez guiles más y podré ir a por pastillas. Metí la moneda en el único de los bolsillos de mi pantalón que no tenía agujeros y volví a suspender la mano en el aire para ver si alguien se dignaba a dar algo de dinero a un pobre vagabundo.

¡Un mendigo bajo la placa! Cómo si eso fuese algo extraño.

Recuerdo que ese día empezó a hacer frío, y yo me intenté cubrir inútilmente con un par de cartones mugrientos cubiertos de manchas de aceite procedente de las latas de sardinas que se agolpaban junto al contenedor rebosante. Me resultaba extraño: antes cuatro paredes me protegían del mundo exterior, y yo como buen rico que era encendía el aire acondicionado en pleno invierno, burlándome de aquellos que no tenían nada; y ahora ni dos trozos de cartón conseguían darme calor, convirtiéndome en aquello que despreciaba.

Se hizo de noche y las artificiales llamas de las farolas se iluminaron, proyectando tonos anaranjados y amarillentos contra las paredes de los ruinosos edificios. Eso significaba una cosa: ya no era hora de estar en la calle pidiendo.

Ya ni recuerdo cuantos años estuve viviendo en la calle; dos, tres tal vez, pero en poco tiempo tuve que aprender las leyes urbanas que regían aquellos barrios: si no quieres aparecer ahogado en tu propia mierda y cubierto de sangre a la mañana siguiente, busca un sitio seguro. Las bandas no tienen clemencia a la hora de divertirse, y los traficantes de órganos no son la compañía más apropiada para dormir.

Moví con dificultad mis piernas (largas horas sentado pidiendo limosna me las dejaba en un estado de aletargamiento) y las estiré. Allí apoyado en una fría esquina podía ver el enorme agujero que dominaba la punta de mi roída bota izquierda y la amoratada uña que sobresalía por él; no se cuando fue pero me di un golpe en el pie y desde entonces tengo la uña de ese color. Como un niño tonto me puse a hurgar el agujero de la bota y pronto pasé a quedarme embobado mirando mis manos. Llevaba puestos los típicos guantes rotos, como si de la última moda paupérrima se tratase, de los que salían unos escuálidos dedos manchados de hollín y otros tipos de suciedad en las que no quería ni pensar. Apenas tenía uñas, ya que una de mis estúpidas manías era mordérmelas hasta casi hacerlas desaparecer entre mis dientes, lo que me dejaba las puntas de los dedos en carne viva.

De las manos pasé a los brazos, como si de un estudio fisonómico se tratase. Ahí estaba lo peor de mí, mi propio demonio y a la vez falso ángel salvador: varias hendiduras ensangrentadas adornaban la piel entre el antebrazo y el bíceps, orificios que hacían evadirme por un corto período de tiempo de la asquerosa realidad a la que había llegado.

Y lo que no entraba por ahí, entraba por las fosas nasales; tenía el tabique tan resentido que a veces dudaba de si lo tenía en su sitio, tal vez por los efectos de la droga o tal vez por delirios propios.

Acerqué mi rostro a un charco cercano y me observé con cierto miedo; siempre que veía mi reflejo en algún sitio no podía evitar sentir repulsión hacia mí mismo. Me daba asco.

Me acordé de nuevo de cuando vivía en la placa superior, cuando me duchaba a diario y era un joven apuesto, creo que más o menos en esa época tendría unos veinticinco años.

Pelo oscuro siempre bien peinado, unos ojos marrones por los que más de una chica caía rendida, la nariz… Se podría decir que normal, no había nada en ella que resaltase y unos labios carnosos para ocultar una mandíbula perfecta.

Eso era entonces, ahora sólo era mi más profunda sombra: el pelo alborotado y grasiento, producto de la falta de higiene. Mis ojos vacíos, faltos de ese brillo peculiar que tenían antes y acompañados de una nariz ahora destrozada y con sangre reseca sobre los labios prácticamente despellejados a causa de la ansiedad que me producía el mono después de la droga.

Pegué una palmada al charco con rabia y aparte la vista de él. Me levanté con pereza y una fina brisa me hizo sentir frío en el costado; un harapo al que no me quedaba otra opción que llamarle camiseta me cubría hasta la cintura, con un cuello bastante amplio y sin mangas. Esa camiseta parecía un mural, apuesto a que en la placa superior eso se hubiera comprado diciendo que es arte. Sangre, vómito, restos de comida y más manchas desconocidas para mi eran lo que hacía a ese mugriento trapo único.

Los pantalones eran más de lo mismo salvo porque estos aún estaban decentes; unos pantalones vaqueros con más de un agujero que podrían pasar por unos de marca.

Recogí mi “casa” y comencé a caminar con pasos desganados. Mi cuerpo empezó a tener ligeros espasmos; mi metabolismo me pedía más droga aún sabiendo que eso lo destruía. De manera involuntaria me rasqué el brazo, ahí donde estaban los pinchazos, e inspiré profundamente.

Me dirigía a un edificio abandonado en el sector 7, donde varias personas lo habían ocupado. Recuerdo que vi con absoluta indiferencia caer aquél trozo de placa cuando yo aún vivía arriba. Ahora sus ruinas me servían para dormir algo más tranquilo por la noche.

Se me había hecho muy tarde y esa noche lo lamentaría profundamente. Atajé por un callejón, pese a lo que eso implicaba; solo pensaba en llegar a aquél edificio y dormir un poco, todo mi cuerpo se quejaba por la falta de droga.

En aquella estrecha calle apenas llegaba la luz de las farolas y lo único que brillaba era un bidón con un par de maderos ardiendo tímidamente; al otro lado se podía apreciar unas luces artificiales que parpadeaban llamando la atención de los más jóvenes.

Definitivamente ese callejón no me gustaba, enseguida supe cuál era aquél edificio: el Doors of Heaven. Y todo el mundo sabe que un callejón cerca de esa discoteca por la noche no es buen lugar para nadie.

Para más colmo empezó a caer una fina cortina de lluvia, seguramente cualquier agua inmunda que se colaba entre la placa. Con los cartones que llevaba bajo el brazo me cubrí la cabeza y por un rato el agua no me tocó( era ese tipo de lluvia fina y minúscula que te cala hasta los huesos). Pasados unos minutos, el material dejo de protegerme y el agua lo traspasaba como un coladero. No quería mojarme así que me metí a duras penas en un minúsculo portal de una casa semiderruída. No se cuanto tiempo pasé allí, cuando vives en la calle todo transcurre mucho más despacio, deseando que llegue la noche para poder abandonar el mundo material y despertar a la mañana siguiente frente a la cruda realidad.

Pero aunque despacio, el tiempo seguía transcurriendo y por nada del mundo quería pasar la noche a la intemperie, así que tras cavilarlo más bien poco, comencé a andar a paso ligero, justo cuando la dueña de aquella casa(una chiflada que vivía con veinte gatos) me gritó algo casi incomprensible.

-¡Fuera de mi casa que hueles a perro!¡Asqueroso, querías zumbarte a mis gatos!¡No te quiere nadie!

Tenía una alborotada y canosa melena que acentuaba más su carácter de local y sus ojos, de un color gris, habían dejado de ver hace tiempo.

Creo que en un momento, bastante gracioso por cierto, llegué a oír cada vez más lejanas palabras aleatorias

-¡Escafandra…Pirámide, Rododendro!¡Que eres un vórtice!

Creo que en ese momento me reí, me reí bastante a sabiendas de que esa mujer seguramente vivía mejor que yo, pero no tenía un momento así de hilarante desde hace mucho. Eso me alegró el día y aceleré más el paso con una sonrisa en mi rostro. “Cuando llegue al edificio del sector 7 se lo contaré a Szieska.” Pensé, imaginando el rostro de aquella mujer; la persona que me ayudó cuando me vio un día tirado en el suelo drogado hasta las trancas, que escuchó mi historia y se la creyó(parece una tontería, pero a más gente le conté mi tragedia y sólo ella me apoyó). Parece la típica historia del ángel salvador que ayuda al protagonista y juntos superan cualquier dificultad, pero no me importa. “Yo la amo y un día se lo diré, le contaré todo lo que siento por ella” me repetía a mi mismo un día si y otro también. Pero ese día nunca llegaba.

Pero como si de otro tópico se tratara, cuando me disponía a abandonar aquél lúgubre callejón, dos sombras se proyectaron cuan largas eran. Las farolas de la calle contigua proyectaban sus haces con fuerza y otorgaban a aquellas dos personas un aire mucho más siniestro, ocultando sus rostros en la oscuridad.

-Señor Yief Vanistroff venimos a hacerle unas cuantas preguntas-dijo el más grande de los dos.

Ambos iban bien vestidos: mocasines con una buena ración de betún, pantalones negros de seda, una americana del mismo color, camisa blanca bajo ésta y, para mi agrado, una corbata de color carmesí. La situación era complicada, pero algo me alivió: si su corbata era roja al menos no eran de Turk. Ni siquiera pensé en por qué sabían mi nombre, sólo en cómo podría escapar de ahí; estaba claro que esos hombres no me dejarían irme de rositas. Uno, el primero que había hablado, ocultaba sus ojos con unas gafas de cristal ahumado y rumiaba con descaro dando vueltas en su boca un chicle, acentuando sus vastas y afiladas facciones: una nariz ancha, un mentón muy pronunciado y la mandíbula de un simio. El resto de su cuerpo parecía estar comprimido en aquél traje, como si el metro y medio de espalda que poseía rugiese bajo la tela.

Su compañero, más escuálido, con las manos en los bolsillos, tenía algo siniestro; no se el qué, pero me daba mas miedo que el cemento que tenía el otro por músculos. Llevaba el escaso pero largo pelo estirado hacia atrás y recogido en una coleta, mostrando varias canas. Su piel estaba arrugada y yo apenas le echaba treinta años, esa era una de las cosas que me resultaba siniestra; otra era un extraño ojo de cristal que parecía bailar en su cuenca mientras que el otro no apartaba la vista de mi.

-Tranquilo, se imaginará que si colabora no sufrirá daños-volvió a hablar el hombre musculoso con cierto aire de chulería.

Hace tiempo, cuando vivía en la placa, me hubiese cagado de miedo y les hubiese tirado mi cartera llena de dinero para salir corriendo al instante, pero de nuevo la ley de la calle imperaba y si no quería acabar mal, por no decir muerto, debía actuar.

-¿Quiénes sois?-dije

-Nosotros no tenemos importancia, no tiene sentido que nos conozcas, pero nuestro jefe ha dejado claro que sepas quién nos manda. Su nombre es Richard Blackhole, supongo que te sonará-dijo de un tirón de nuevo el musculoso. Mucho músculo pero poca inteligencia, seguro que se ha traído el discurso aprendido de casa pensé.

Mi rostro apenas adoptó una expresión distinta, tal vez indiferencia, pero aquél nombre resonó en mi cabeza varias veces y me hizo pensar en varios motivos por los que quedarme allí un rato más.

-¿Y qué quiere ese hijo de puta?-pregunté escupiendo las palabras. Al oír el insulto, creo que el hombre delgado hizo una mueca.

-Ese “generoso hombre que nos ha pagado muy bien” que dices tú, quiere saber cómo le va a usted. ¿Cómo le sienta la vida en la calle?-recitó el musculoso. Y el delgado seguía con las manos en los bolsillos; verdaderamente me ponía nervioso.

-Oh, no se está mal. Como caviar a menudo, me lavó los dientes con un cepillo con diamantes incrustados y después me zumbo a su hija todos los días. Decidle eso-Me atreví a decirles. El humor irónico siempre me ha gustado, te hace parecer más inteligente.

Entonces una llamarada apareció a mi lado y me produjo una horrible quemadura en la oreja derecha. Sorprendido, miré hacia donde estaban aquellos dos hombres. Uno de ellos, el delgado, había sacado al fin las manos de los bolsillos y dejó mostrar una pulsera con una esfera de color verde; Materia.

-El señor Blackhole me sacó de una miseria similar a la tuya, no permitiré que manches su nombre-Habló por fin el compañero escuálido. Su voz era desagradablemente aguda y no paraba de escupir.

Ese tío era diestro con la magia, pero su ojo de cristal le impidió darme de pleno; eso o que tal vez lo hizo para intimidarme.

Tampoco me lo pensé mucho, ya le eché demasiadas flores a mi amigo Blackhole, así que me día la vuelta y eché a correr a lo largo del callejón. Me resultaba extraño correr para salvar mi vida sabiendo cómo era, pero supongo que hasta el último suspiro deseas aferrarte a ella por muy mala que sea.

Por lo menos la lluvia había parado.

Podía escuchar detrás de mí las potentes pisadas del más alto, mientras que de su boca salían todo tipo de improperios; al delgado apenas se le oía, era como una sombra.

-¡Dios cómo escuece!-grité mientras corría. La quemadura de mi oreja dolía de verdad.

El frenético camino de vuelta por el callejón me pareció eterno, por más que corría no veía el momento de salir de allí. En seguida me dio el flato, al estar sentado horas, días enteros, mi cuerpo no estaba acostumbrado a correr.

Una nueva llamarada me pasó rozando, pero esta vez impactó en la puerta de aquella vieja loca, la cuál se incendio como una pira, lamiendo las jambas y ennegreciendo la ya mugrienta fachada.

-¡Ahh, fuego, que alguien llame a los gusanos. Ayudadme gatitos!-Gritaba la loca desde su ventana en una nueva demostración de trastorno mental.

Pobre mujer, seguramente al día siguiente aparecería carbonizada junto a sus gatitos, pero de nuevo no pude evitar soltar una carcajada. Me reí abiertamente de aquella mujer mientras yo intentaba salvar mi pescuezo; cada vez que me acuerdo me doy asco.

Por lo menos si moría allí mismo sería con una sonrisa en la boca pensaba.

Miré hacia atrás. Para mi sorpresa les llevaba bastante distancia y se tapaban el rostro a causa del humo que expulsaba la madera mojada. Tampoco sabía a dónde ir, pero si seguía así seguro que les daba esquinazo; eso si antes no acababa yo con mi cuerpo. Cada vez me costaba más respirar y el cansancio iba venciendo la batalla contra mis músculos.

Conseguí salir del callejón y volví a mirar hacia atrás; una columna de humo asomaba ya entre los tejados de las casas más bajas y los gatos más avispados saltaban entre las cochambrosas tejas.

Esos dos cabrones no salían del callejón. Se han ahogado con el humo pensé. Apoyé las manos en las rodillas y respiré entrecortadamente.

-¡Ya decía yo que no erais muy listos! ¿Has oído eso Blackhole?-Grité con la cabeza hacia arriba, como si la placa me fuese a dar la respuesta-Así despacho yo a tus subordinados. Si tantas ganas tienes de verme viviendo en la mierda, baja tú mismo y compruébalo. ¡Te daré tal patada en el culo que tendrás que sentarte con cojín para el resto de tus días, puto gordo arrogante mal parido!

En ese momento me quedé exhausto, pero con un ligero cosquilleo en el cuerpo que me gustó. Supongo que mucha gente oyó mis alaridos y blasfemias, otras me tomarían por loco, pero me importaba una mierda. Justo cuando acabé de gritar, un joven atravesó la calle corriendo. Iba con ropa cara: Camisa de seda negra, chaleco rojo…Tampoco me acuerdo mucho de él, Sólo deseé haber corrido hace un rato como corría él. No se qué haría por allí, parecía alguien importante, pero llevaba una buena dosis de algún tipo de droga; sudaba a chorros y los ojos le iban de un lado a otro. Tan pronto como apareció, volvió a adentrarse en otra calle.

Se acabó, a partir de hoy reharé mi vida. Si el mundo no es amable conmigo yo no lo seré con él. Saldré de este pozo de miseria y volveré a mi trabajo en el sector 2. Me llevaré a Szieska conmigo y si hace falta…Mataré a Richard Blackhole. ¡Que se jodan, que se jodan todos! No pienso dejarme pisar por nadie, seré yo el que pise. No…no seré ese hombre que aprende una valiosa lección, o ese que descubre que si vida ahora es perfecta, no tiene dinero, pero sí AMOR. No, yo tendré dinero, tendré salud y tendré amor, y si hace falta lo conseguiré por la fuerza. Sí, esa es la verdad: dinero, poder, fama…Eso lo es todo ¿Cómo he podido estar viviendo así durante meses? Definitivamente ese Blackhole va a morir.

Sí, fue ahí cuando mi verdadera historia comenzó, cuando comprendí lo que tenía que hacer, cuando pensé que el único camino, y el más placentero, era la venganza.

Y tal vez el dios de la venganza me escuchó y su insaciable espíritu me quiso dar poder, porque algo inexplicable ocurrió.

Definitivamente aquellos dos hombres tenían que estar muertos, pasaron unos diez minutos y de aquél callejón no salió nadie. Así que volví a sentarme en una esquina, esperando a algo; no se explicarlo pero sabía que me tenía que quedar allí.

Entonces unos gritos inundaron el silencioso crepitar del fuego. Una persona envuelta en llamas surgió entre el negro humo.

Me levanté.

No hacía más que gritar, era insoportable; a juzgar por la complexión era el hombre delgado. No podía haber elegido una muerte más irónica, ahora entiendo mejor la frase de “niño, no juegues con el fuego”.

Me reí de él. No de la loca que gritaba palabras incoherentes no, me reía de su agonizante muerte; formaba parte de mi nueva y egoísta vida.

Vi cómo las llamas lamían su cuerpo, abrazaban sus ropas y se las despojaba; para un enfermo del sexo le hubiese parecido que estaba follando con el fuego.

-¡Jaja, pero si tiene una polla enana!- dije señalando con el dedo. Me daba miedo a mi mismo, pero me gustaba.

Con la cara desconfigurada y partes donde ya se veía el hueso, aquel tío corrió hacia mi, agitando los brazos. No lo pensé dos veces, en cuanto estuvo cerca le propiné una patada en lo que le quedaba de estómago y cayó con fuerza contra el suelo. De nuevo volví a reírme cuando en el suelo quiso pronunciar algo.

-¿Has dicho algo?

-Ayu…ayúdame.

-¿Lo dices en serio?-dije con indiferencia. Para mi era como hablar con una antorcha-No puedes intentar matarme y después pedirme ayuda. Me has hecho una herida en la oreja, me imagino que eso mismo por todo el cuerpo tiene que doler más.¿O me equivoco?

Creo que antes de acabar de hablar yo, ya había muerto, pero me importaba una mierda. Su piel comenzó a convertirse en una mezcla de carbón y tejido muerto y el ojo que tenía de cristal se hizo añicos en su cuenca.

-Oh, no me mires así.

Comencé a darle de hostias por todos los lados, lo hice rodar y le mojé con el poco agua que sobresalía de una alcantarilla. Una vez apagado pude ver aquella pulsera. La esfera que llevaba engarzada sólo tenía un significado para mí: algo que me ayudará a joder a quién se meta conmigo o, en todo caso, para venderla por droga.

Entonces…PUM, otro suceso oportuno; hubo una gran explosión en aquella casa, tal vez alguna bombona o yo qué se. Lo bueno es que estaba lo suficientemente lejos para que no me afectase, pero algo salió disparado a una velocidad vertiginosa y me golpeó de pleno en la cabeza.

El golpe fue tremendo e incluso se me nublo la vista unos segundos; lo último que quería en un momento como ese era perder el conocimiento.

-¿Pero qué cojones?-dije de mal humor. Un hilillo de sangre surco mi frente y notaba como la herida palpitaba continuamente hasta convertirse en un horrible chichón.

Me puse a buscar el origen de aquél golpe; la conmoción no me lo ponía fácil pero al incorporarme volví a caer al suelo con violencia, descubriendo el objeto con el que me había tropezado: más materia.

Ésta tenía un brillo amarillento pero cuando la fui a coger me llevé un fiasco.

-Joder, está rota.

En efecto, la materia estaba mellada y una esquirla se desprendió, no se que clase de poder hubiera tenido, pero seguramente ya no funcionase. Aún así me la metí al bolsillo; era hora de salir de allí pitando.

Di un rodeo y acabé en la calle del Doors of Heaven; pese al incidente de la casa en llamas tan cercana, parecía que allí nadie lo había advertido. Lo mejor era mezclarse entre la gente y olvidarse del tema por hoy.

Notaba cómo la gente me miraba, pero pasé del tema y me puse en la cola de la discoteca como alguien más.

“Puto mendigo, que no se acerque a mí”

-¿Eh?- dije yo-¿Quién ha dicho eso?

“Mírale, no sabe ni donde está ¿Cuánto vino has bebido hoy?

Nadie parecía hablar, pero esas voces resonaban en mi cabeza. No comprendía nada. Quería que esas voces parasen.

“Como me toque juro que le reviento”

“Fíjate, huele a humo, vete a morir a otro lado cabrón”

“Pobre hombre, pero el caso es que está cañón, si no fuese así sí que me le follaba”

-¡Callad ya, yo no me meto con la puta de vuestra madre!- grité tapándome las orejas con las manos.

“Se ha metido con mi madre, en cuanto pueda le parto la cara”

Me estaba volviendo loco, no paraba de oír voces en mi cabeza, de chicas, de hombres, incluso diría que la voz del gorila también. Tenía que ser por el golpe de antes, no me encontraba bien.

-¿Tienes algún problema?

Esa voz vino de los labios de alguien, eso si que había sido pronunciado de verdad. Levanté la mirada y frente a mí vi a un hombre de casi dos metros, traje negro y unos mocasines que parecían decir: bésame.

-Verás, gente como tú no puede entrar a estos sitios y además estás montando alboroto, por lo que eso no viene bien para el negocio.

-¡Pero es que oigo voces!

“Creo que me voy a divertir un poco con este tío”

“¡Que oye voces dice jaja!

-¡Otra vez!-grité yo al segurata. Me estaba poniendo verdaderamente paranoico.

El hombre se desabrochó los botones de las muñecas y con un tono sorprendentemente amable me dijo:

-Está bien, yo te ayudaré.

Durante unos segundos le creí, tal vez también por la conmoción, pero cuando vi acercarse esa mole de granito llamado puño a mi cara, creo que cambié de parecer. Se me nubló la vista hasta perder el conocimiento.

Al despertar, el carrillo izquierdo lo tenía hinchado y un hilo de sangre reseca caía por el labio. Ni siquiera sabía dónde me encontraba, pero los rayos de sol ya se colaban por el hueco del sector 7. En cierto modo debería haberle dado las gracias a aquél tío, al fin y al cabo me ayudó a dormir toda la noche.

Hurgué en mis bolsillos. Las dos materias seguían ahí.

Entonces una idea descabellada recorrió mi mente:

¿Y si aquella materia estropeada hubiese tenido algo que ver con oír voces?

-¡Claro!¿Cómo no he caído antes? Seguro que es una materia Sentir.

Parece una idea absurda, casi hilarante, todas esas voces las podría haber causado mi última dosis de pastillas, el calor del incendio, el golpe que me propinó aquella materia, o el que me arreó el portero de la discoteca, mi propia demencia…

Era una hipótesis que por lo menos debía comprobar.