–... pues me llamo Jennifer, pero puedes llamarme Jenni si te gusta más... Tengo veintiún años, soy pelirroja natural, metro sesenta y tres y muchas pequitas en el pecho, como salpicaduras de chocolate...
Airo exhaló una bocanada de humo por la nariz, sentado sobre la taza del retrete. Desde el cuarto de baño podía escuchar perfectamente a su vecina, al otro lado del tabique, hablando por teléfono. Sólo con la presentación debía haberse embolsado un par de guiles. Ella prosiguió su conversa, describiendo la ropa que –supuestamente –llevaba puesta con voz sensual.
–... una camiseta blanca ajustada, con mucho escote... y una mini falda vaquera muuuy corta. Y una medias de rallas, de esas que se cogen a medio muslo. ¿Zapatos? No cariño, estoy descalza, sentada en la cama, y muy aburrida –esas dos últimas palabras fueron como un puchero.
“Joder...” murmuró Airo mientras observaba el cigarrillo, que se había apagado. El papel estaba ligeramente húmedo y no prendía como es debido. Sacó un mechero, un zippo con publicidad de Shinra rallado que había rescatado de un contenedor, e intentó reavivar el cigarro. En el piso de al lado, Jenni se había empezado a quitar una media lentamente, deslizándola por sus largas piernas.
Siempre había fantaseado con las caras que pondrían los clientes de su vecina si supieran quien se encontraba realmente al otro lado del teléfono. No respondía al nombre de Jennifer, Sharon, Charlize o cualquier otra parodia de estrella de cine; ni era una pelirroja de veintiún años o una mulata de curvas generosas.
La verdad era que sus padres la habían bautizado con el poco comercial nombre de Berta, era rubia y ya había rebasado los cuarenta. Era una mujer normal, quizás tirando a guapa si el maltrato y el alcoholismo no hubieran dejado huella en su cara. Ahora llevaba una media melena corta, mucho más favorecedora que el largo cabello que había lucido durante tantos años sobre la cara, en un vano intento de ocultar las marcas que su marido –ex marido ya, afortunadamente –le dejaba tras las palizas. La entrada en la cuarentena le había regalado cierta obsesión por la juventud perdida, así que era una adicta a toda clase de cosméticos y dietas, aunque Airo seguía insistiendo que con cinco quilos más se vería mejor.
Ahora estaba intentado –intentado era la palabra –rehabilitarse de su adicción, aunque al parecer los doce pasos eran difíciles de seguir; y de vez en cuando Leroy descubría alguna botella de licor escondida en el piso durante su registro mensual. Ella justificaba que era sólo una medida tranquilizante. El saber que el alcohol estaba a mano por si le daba un bajón le hacía sentir menos ansiedad. No era algo fácil de creer, aunque Airo consideraba que las botellas precintadas eran una garantía de que realmente estaba haciendo un esfuerzo.
Leroy era el dueño de aquel viejo edificio en los suburbios del sector 3. De construcción antigua, con pocas plantas y pocos pisos en cada una de ellas, lo mantenía en condiciones mínimamente habitables y con alquileres a precio simbólico para blanquear sus cuentas bancarias. El negocio que llenaba sus arcas trataba sobre algo menos legal que el arrendamiento, pues Leroy era uno de los proxenetas de lujo más conocidos de Midgar, aunque él prefería considerarse “organizador de fiestas para caballeros.”
Además del dueño de su piso, también era el jefe de Berta, a la que tenía en aquel segundo plano del sexo telefónico por considerar que era demasiado mayor para el gusto de sus clientes. Airo, en cambio, la veía como un yogurín, aunque con más de sesenta años a sus espaldas aquello era fácil. Y mientras la escuchaba hablar por teléfono, sobria y con su especial don para la narrativa erótica; imaginaba la realidad de la mujer rubia que estaba sentada cómodamente en su sofá, con una vieja sudadera de su equipo de básquet favorito, con unos pantaloncitos de estar por casa que eran la mínima expresión de esa prenda, y calcetines gruesos de color chillón para cubrir esos pies con tendencia a enfriarse. A él esta imagen también le resultaba sexy, más incluso que la fantasía telefónica que relataba para el capullo que estaba pajeándose al otro lado de la línea.
Airo inspiró fuertemente el cigarro, intentado evitar que se apagara otra vez, sentado en la soledad de su minúsculo y oscuro baño. Más de una y más de dos veces había fantaseado con la idea de tener menos edad y más salud para intentar flirtear con su vecina. Pese a los cánones de belleza de Wutai, a él le resultaba atractiva en muchos aspectos. No iba a hablar de amor, pues consideraba que el mundo lo había curtido hasta que ser incapaz de experimentar tal sentimiento; pero celaba su compañía. Como amiga y confidente y quizás –si estuviera en mejor forma– como amante; pero el tiempo de establecer lazos emocionales ya le había pasado de largo. “Ni los quiero ni los necesito”, se decía a sí mismo; y más que el consuelo de un hombre mayor era una verdad tácita, lo cual a veces resultaba peor que la autocompasión.
La sinfonía de gemidos del piso contiguo le hizo saber que la conversa había llegado al punto donde se justificaban los 1,25 guiles más IVA que costaba el minuto de llamada. Aunque no se consideraba un entendido en el tema, creía que Berta no lo hacía nada mal. Quizás demasiado aire en todos aquellos sonidos, pero había entusiasmo y eso se agradecía. Pensó en el cliente, la única persona que debía estar disfrutando de un verdadero placer, y maldijo internamente la guerra que le había robado la salud. Todo el caos de nervios mal conectados se unió a la protesta en forma de dolor articular y un mareo que lo sumió en la oscuridad durante unos segundos.
Se le escapó un jadeo ronco mientras se sujetaba la cabeza entre las manos, con el cigarro colgando precariamente de sus labios. Al otro lado del tabique volvía a reinar el silencio: se había perdido la mejor parte. Mientras respiraba profundamente, aun con las palmas de las manos contra las sienes, unos golpes en la pared lo sorprendieron. Airo tensó la espalda como si fuera un adolescente al que hubieran pillado leyendo revistas para mayores.
–¿Estabas escuchando? –preguntó Berta con fingido enfado.
–Casas antiguas, paredes de papel –dijo con voz ronca.
–No estarías haciendo nada... sucio mientras escuchabas, ¿verdad? –preguntó con un susurro alto.
–Sabes que lo haría si pudiera –masculló, masticando el cigarrillo irremediablemente apagado.
–¡Oh vamos, no seas tan duro contigo mismo! –ella nunca había sido completamente consciente de las secuelas que arrastraba –Puede que sólo necesites es más cariño que otros hombres –añadió con tono seductor.
¿Era aquello una proposición o es que aun seguía en modo línea caliente? En ese instante Airo no tenía ganas de descubrirlo. Poniendo voz de interesante, dejó caer un “no es bueno coquetear con hombres de la edad de tu padre” y salió del baño cojeando.
La guerra... la guerra había minado su salud y lo había obligado a huir de su hogar. A veces, cuando miraba por la ventana del piso y veía el cielo artificial de acero y hormigón, recordaba cuando vivía en el valle de Wutai, a tocar de los campos. En las noches de verano la casa se llenaba de insectos de los arrozales, y en otoño entraba alguna libélula despistada y brillante por la ventana. El mundo colapsado bajo la placa que veía a través del vidrio sucio poco tenía que ver con él.
Sus abuelos habían sido campesinos. Sus padres también. Y entre todos ahorraron lo suficiente para que tuviera unos estudios que lo sacaran del campo. Había cursado idiomas y economía, creyendo que le abriría las puertas para negociar en el extranjero. Pero la guerra llegó, sin distinguir solados de civiles, amigos de enemigos.
Airo nunca llegó a pisar un campo de batalla, a sostener un arma entre sus manos; pero la guerra también lo hirió a él en su forma secreta y mezquina. Cuando Wutai ya veía quien perdería esa batalla, lo enviaron para negociar una rendición justa. Era algo tan noble por el país como empuñar un fusil en el frente, la lucha de las palabras. No veía vergüenza en reconocer la derrota si con ello salvaba la vida sus conciudadanos. Su familia, su mujer, sus vecinos estaban orgullosos de él.
Pero los extranjeros pensaban diferente. No se contentaban con ganar, querían masacrar a aquel país del oeste hasta borrarles todo gesto de valor y fuerza que tuvieran. Nunca lo reconocerían, pero cuando Airo cayó enfermo sabía que estaba siendo envenenado. Las negociaciones se abandonaron y él pasó varios meses en tierra de nadie, subsistiendo en el fino límite que separa la vida y la muerte, el latido del silencio.
El cuidado y la dedicación de los suyos le hizo regresar entre los vivos; pero no su salud. Las secuelas del veneno, fuera lo fuera aquella mezcla tóxica, había alterado las conexiones nerviosas de su cuerpo. Los nervios sufrían constantes cortocircuitos, enviando señales erróneas de dolor, hormigueo, entumecimiento y en el peor de los casos, absolutamente nada. El aparato locomotor resultó el más dañado, obligándolo a arrastrar un bastón hasta el fin de sus días.
Airo se comparaba con electrodomésticos a los que se les sale un cable de sitio. A veces uno da un golpe en ellos y los cables hacen contacto en el lugar correcto, haciendo funcionar el aparato. Pero un nuevo golpe descoloca las conexiones y vuelve a estropearse. Así una y otra vez, funcionando de forma intermitente.
El cuerpo de Airo funcionaba de forma intermitente, poniendo algunos días serias trabas para caminar, robándole el equilibrio, haciéndole ver y oír a veces cosas que realmente no estaban, perforando partes blandas de su cráneo en momentos de gran inspiración. Tardó años en aprender a convivir con aquel cuerpo tullido, y su convivencia era regular tirando a mala; pero a su edad se había resignado a que las cosas no iban a cambiar.
Su mujer, en cambio, no pudo soportarlo. Al parecer, no quería malgastar su vida al lado de un hombre que a veces necesitaba ayuda para incorporarse de medio cuerpo, que no podía trabajar de forma regular, al que le costaba cumplir con sus obligaciones conyugales –y no sin dolor–. Un hombre que muy probablemente no le daría hijos, y que no podría mantenerlos en el raro caso de que estos llegaran. Desesperada por su situación, buscó consuelo fuera de casa. Airo no tardó mucho en descubrirla en brazos de otro, con lo cual solicitó el divorcio y puso un océano entre los dos, trasladándose a Midgar.
Ahora estaba más cerca de la tercera que de la mediana edad. Su pelo, batiéndose en vergonzosa retirada sobre su frente, se había vuelto blanco. Su barba espesa ocultaba unas facciones cada vez más chupadas. Los ojos oscuros, circundados de arrugas, debían su forma rasgada ya no tanto a la ascendencia racial como al abuso de drogas. Cheeba eyes, lo había llamado una vez el emo que vivía en la planta superior. La respuesta de Airo había sido un golpe de bastón contra la parte interior de las rodillas, aunque con un cigarro de maría en la boca no parecía el más indicado para ofenderse.
Sacó del cajón una pitillera de latón, escupiendo el cigarro masticado a la basura. No habían ni hojas ni piedras. Siseó un juramento por lo bajo mientras iba a por la chaqueta, arrastrando la pierna por el suelo. No existía cura para era autopista de la información averiada que era su sistema nervioso; pero al menos había encontrado un pequeño refugio sin dolor en las drogas blandas. Sabiendo que algún día el fallo neuronal ordenaría erróneamente a su corazón que dejara de latir, Airo estaba de vuelta de todo, y más aun de los efectos secundarios de las drogas.
Se encasquetó un gorro de lana, intentando ocultar ese híbrido entre entradas y calvicie que no parecía decantarse hacia ninguna parte bajo el hilo de colores. Al igual que toda su ropa, vieja y fea, era comprado de segunda mano. Al menos ahora podía comprarse ropa, porque cuando llegó a Midgar tenía que rapiñarla de los cajones para la mendicidad. Se colgó el bastón del brazo y cogió una bandolera que en sus mejores tiempos había sido de piel cosida a mano, aunque ahora tenía varios refuerzos con hilo fuerte y parches de cuero.
–¡Eh, preciosa! –le gritó a Berta una vez hubo salido al rellano y cerrado la puerta con llave –Si viene Leroy le dices que me he ido al huerto.
–¿Cómo dices? –preguntó ella asomándose a la puerta. Tenía unos auriculares colgados del cuello y vestía tal y como Airo se había imaginado, cambiando la sudadera por un jersey.
–Que me voy al huerto. A repostar. Ya sabes –hizo un gesto de fumar, poniéndose dos dedos sobre los labios.
–Mensaje captado –dijo ella imitando un saludo militar –¡Que te vaya bien la excursión!
–Te traeré un recuerdo –se despidió mientras desaparecía por el hueco de las escaleras.
El huerto, como lo llamaba Airo, eran unas naves industriales abandonadas a las afueras del sector 8. También era la razón por la que, sin tener ningún trabajo renumerado, ni jubilación anticipada ni pensión de minusvalía, podía ganar lo mínimo para mantenerse. No sabría que dirían sus padres y abuelos si descubrieran que, a pesar del esfuerzo para darle unos estudios, Airo subsistía cultivando la tierra. Concretamente, adormidera, coca y marihuana.
Era para él un orgullo extraño formar parte del escalafón originario y también más desconocido del universo de las drogas. La mayoría de los pijos de la placa que pagaban sesenta o setenta guiles por un gramo de cocaína no sabían que procedía de un arbusto aparentemente inofensivo. Había mucho kumba que llevaba hojas de marihuana impresas en su ropa; pero desconocían lo duro que era cultivarla. Y en cuanto al opio, prácticamente nadie sabía que la adormidera, su fuente, era una planta de flores blancas.
Además, Airo conocía otras propiedades de las plantas más allá de la sintetización de substancias ilegales. Las hojas de coca se masticaban para soportar las condiciones meteorológicas adversas. La infusión de opio servía para ayudar a dormir a los niños nerviosos. Y fumar maría era recomendable para gente con dolores crónicos como los suyos.
Airo llevaba diez años cultivando en esa especie de invernadero que había creado en aquellas naves. Bajo la placa no existía luz solar, pero había conseguido servirse de la iluminación propia de la fábrica para crear luz artificial suficientemente apta para las plantas. El suelo estaba cubierto por metro y medio de tierra fértil. El sistema de irrigación antiincendios se había trasformado en el riego. Con mucha ironía, Airo había clavado un espantapájaros en el suelo al que llamaba Kazuo; y a lo largo de los años había ido pintando las paredes para que imitaran un cielo estival.
Vistas desde fuera, las naves no parecían anda especial. Tenían puertas de acero cerradas con gruesos candados, y ventanas tapiadas que impedían ver su interior. La gente de los suburbios estaba demasiado acostumbrada al abandono como para interesarse por su interior. Pero por si algún chaval quería cruzar los limites como una prueba de valor; las verjas estaban llenas de alambre de espino, los muros tenían cristales rotos cimentados a las paredes y había una bonita valla electrificada con la alta tensión industrial de la zona. Como cualquier campesino, ganaba miseria por su trabajo en comparación con lo que conseguían los distribuidores de cara al publico. Lo mínimo que podía hacer era proteger la cosecha de los intrusos.
Era duro dedicarse al conreo para alguien de su edad y salud mellada; pero le resultaba gratificante oler la tierra húmeda y sentir el calor del sol artificial. Estaba más cerca de casa, y también más cerca de su refugio personal. De no haber sido por la colaboración de gentes menos honestas que le compraban la cosecha para manipularla en laboratorios y destrozar vidas ajenas con sus ganancias, no podría haber sacado su trocito de campo adelante.
Airo cruzó el límite del sector 7 tan aprisa como le permitían sus miembros. Allí vio a un vagabundo observando completamente embelesado dos materias. Recordó fugazmente sus tiempos de sentarse en las esquinas y estaciones para pedir una moneda, de gritar airado a quienes le lanzaban basura para hacer la gracia, y de pasar miedo y frío por las noches. Ahora parecía que todo eso le había ocurrido a otra persona, que él no tenía nada que compartir con el joven vagabundo. Pasó por su lado, fijándose en sus brazos heridos por otra clase de drogas que no conocía ni quería conocer. El gesto del tío fue aferrar las brillantes esferas con fuerza entre sus brazos, casi soltando un gruñido animal. Airo lanzó una moneda desde la distancia, prefiriendo no acercarse a aquel sujeto con síndrome de abstinencia.
Se internó en lo que quedaba del sector 7, recibiendo un corto espacio en ruinas donde el sol brillaba sobre el suelo mojado. Era raro poder observar las inclemencias del tiempo bajo la placa. Observó el vacío triangular sobre su cabeza, y el cielo le pareció tan falso como el techo sobreelevado que cubría los demás sectores, con sus estrellas eléctricas y sus nubes de hormigón.
Un ruido llamó su atención. Sonaba como si algo hubiera resbalado sobre los escombros. Medio saltando con la ayuda del bastón, Airo cruzó las ruinas hasta lo que quedaba de un edificio. Sus paredes proyectaban sombras sobres los contenedores de runas que Shinra había colocado cuando supuestamente iban a reconstruir el sector 7. Una figura corría descoordinadamente hacía ellos, cargando algo entre brazos de lo que se quería deshacer. Airo se acercó tan sigiloso como le permitía su pierna dolorida.
La figura resultó ser una chica, una adolescente que caminaba con un cojeo extraño. Vestía ropa holgada y descuidada aunque limpia, lo que le hizo pensar que llevaba un tiempo fuera del núcleo familiar y no estaba exactamente capacitada para cuidarse sola. La chica cargaba una bolsa de deporte que, a juzgar por su expresión horrorizada, cargaba algo horrible. Se acercó al contenedor y se puso de puntillas, intentando llegar al borde del enorme receptáculo de runa. Todo eso era demasiado sospechoso, pensó Airo. Se había acercado mucho más de lo prudente, bajo la sombra de los edificios.
–¿Qué haces? –preguntó con su voz curtida tras varios años fumando.
La chica le dirigió una mueca desproporcionada, mezcla de sorpresa y pánico. Tenía la frente perlada de sudor y la camiseta interior, que quedaba a la vista mientras alzaba los brazos, estaba manchada de lo que parecía sangre. Intentó por última vez hacer entrar la bolsa de deporte en el contenedor; empujándola y empezando a correr con pasos raros. No empujó con la fuerza suficiente, con lo la bolsa cayó al suelo con un sonido blando.
Airo, que empezaba a suponer lo que ocurría, siguió a la chica medio saltando sobre la pierna que se encontraba en mejores condiciones. La chica era más joven y rápida, pero estaba cansada y asustada y Airo tenía más experiencia; así que cuando se encontró a una distancia prudencial, le lanzó el bastón a la espalda. La muchacha pronunció un aullido lastimero mientras caía sobre las rodillas, llevándose las manos a la espalda. Llegó hasta ella, notando como le sudaba la cabeza bajo el gorro de lana, y la cogió por la sudadera, obligándola a levantarse.
–Vamos a ver que traías contigo.
–¡¡DejamedejamedejamaDEJAME!! –el alarido histérico chirrió en sus oídos durante unos segundos.
–¡En pie! –exigió tirando más bruscamente
–¡Muérete! –pataleó la chica sin muchas fuerzas a causa del cansancio.
–¡En pie, coño! –esta vez soltó la ropa de la chica para atraparla por el pelo, enmarañado y sucio de sudor.
Ante el dolor en el cuello cabelludo la chica se fue poniendo en pie y no intentó huir. Airo volvía a tener el bastón en una mano y el pelo de la chica en la otra, y su expresión dura mostraba que no iba a tolerar ninguna chiquillada. Se acercaron de nuevo al pie del contenedor, junto a la bolsa de deporte.
–Ábrela –ordenó él. La joven se retorció las manos nerviosa, murmurando algo –¡Qué la abras, joder!
La chica siguió tirándose de los dedos, haciéndolos crujir, mientras el murmullo crecía en volumen. Airo, que nunca había sido un ejemplo de paciencia, tiró hacia abajo de la chica, haciendo que trastabillar contra el suelo. Se agachó a su lado, frente a la bolsa, y antes de que ella pudiera ver como tiraba de la cremallera, esta ya estaba abierta.
–Eres una puta, ¿lo sabías? –siseó con voz siniestra.
Dentro de la bolsa, oscurecida y pegajosa por la sangre, había un niño recién nacido. Tenía la piel de color morado y la cabeza deformada, y estaba demasiado quieto. Alguien había intentado cortarle el cordón umbilical usando unos cordones de bambas para detener la hemorragia; pero lo había hecho tan mal que la criatura se había desangrado. Airo ni siquiera intentó reanimarlo, ya estaba muerto.
–Con este ya es el sexto crío al que veo que abandonan en un contenedor desde que llegué a esta cloaca. Normalmente los encuentro vivos; pero los pobres están tan mal después de horas entre basura y a la intemperie que mueren al poco. Veo que tú has decidido ahorrarle el sufrimiento.
–¡Ha sido un accidente! –gritó completamente histérica.
–Dile al padre, si es que sabes quien es, que es un idiota –explicó mientras tiraba del extremo del fallido torniquete –. Ni siquiera sabe atarse los cordones.
–No había nadie, estaba sola –soltó con una mezcla rara de pena y orgullo.
–¡Uh, que valiente, tú sola...! –se cachondeó –Más valiente habrías sido si no lo hubieras tenido nunca, o si lo hubieras dado en adopción. Más valiente habrías sido si hubieras aceptado las consecuencias de abrirte de piernas y lo hubieras cuidado.
–¡¡HASIDOUNACCIDENTE!! –quizás fuera causa del trauma o de alguna substancia externa; pero su forma de hablar indicaba que no estaba en total posesión de sus facultades.
–Lo que más me jode es que por no saber, no sabes ni reciclar siquiera –espetó Airo mientras cogía la bolsa con su contenido y se la ponía en brazos a la chica contra su voluntad –. Esto va en el contenedor de la orgánica.
Airo se incorporó mientras observaba a la chica soltar el bulto como si de algún bicho repugnante se tratara, para inmediatamente frotarse los brazos como si quisiera quitarse la suciedad. Aquella muchacha, totalmente fuera de control, le resultaba tan nauseabunda como ella encontraba al cadáver de su hijo.
Esta es la gente que arrasó Wutai, pensó con ira, masticándola como si fuera una hoja de coca. Esta gente miserable, irresponsable, asesina, que trata a los suyos como si fueran basura. A su memoria llegaron los cuerpos lanzados a los contenedores que había encontrado cuando hurgaba en busca de comida, los cadáveres abandonados en los callejones, el olor a descomposición y a sangre coagulada... Midgar era repugnante, la ciudad y la gente que vivía en ella. No tenía honor, ni valores, ni respeto por sus semejantes.
Midgar era una basura.
Dio un golpe con el bastón contra el contenedor, arrancando una nota grave como un gong. La muchacha lo miró por el rabillo del ojo, aun frotándose los brazos. Airo levantó el bastón por encima de su cabeza, observando a la chica con desprecio.
–Esto es lo que deberían haber hecho tus padres cuando tuvieron la oportunidad. Así las cosas habrían sido diferentes.
Midgar es una basura.
Cuando horas más tarde llegó a casa, Berta le preguntó por su excursión hasta el huerto. Airo se limitó a mirarla con gesto cansado, sin dar respuesta alguna, y se metió en la oscuridad de su hogar. Había regresado con las manos vacías –de hecho, ni siquiera había llegado al sector 8 –y ahora que necesitaba olvidar no tenía las substancias que deseaba. Como ultimo recurso, rescató una botella de un whisky horrible de la despensa. Tomó un trago rápido, sin paladear, para que sólo quemara en el estómago y no en la garganta.
Midgar es repugnante, la ciudad y la gente que vive en ella.
Él también vivía en Midgar, así que también era repugnante. Pero al menos, pensó mientras se miraba las machas de sangre en el jersey con la vista desenfocada, él lanzaba la basura orgánica en el contenedor correspondiente.
4 comentarios:
Buen relato, me ha gustado.
Me resulta curioso cómo, en la ficción de un videojuego, estamos sacando todo lo peor del mundo real.
Me ha gustado bastante el enlace con mi personaje.
La única pega que se me ocurre es las faltas de orotgrafía que hay de vez en cuando.
Cuidado con las pifias ortográficas :)
A parte, el relato me parece genial y muy bien escrito y con personajes curiosos y variopintos.
Muy bien ^^ Bienvenida a Azoteas!
Buen personaje, con una historia decente por detrás y un argumento bueno por delante. Estoy deseoso de ver cómo evoluciona este hombre.
Como apunte, diré que tienes que corregir algunas pifias ortográficas, aunque como punto positivo diré que nada grave.
Buen comienzo y bienvenida.
Cinismo, simbología y una buena retórica te dan una buena puntuación. Ojalá repitas y te superes.
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