Rompió un beso que sabía a licor y brillo de labios cuando notó que le faltaba el oxígeno. La muchacha que tenía acorralada contra la pared de cerámica negra había entrado con su propio carnet; aunque era tan joven que podría llamarlo “papá” sin parecer exagerada. Tenía una risa estúpida y finalizaba las frases con una terminación ascendente. Clónica en cuanto a estilismo al resto de sus amigas, niñatas que sólo se diferencian por el color del pelo, no tenían nada que aportar salvó un cuerpo caliente de fácil acceso.
Tías como esas eran presas tan sencillas de obtener que quitaban sentido a toda esa cacería que era la seducción. Su precio eran una o dos copas, una cazadora guapa que aparentara cierto nivel adquisitivo y una actitud chulesca. Había escogido a esta porque... ¿Por qué era? A sí, porque se había sentado en su regazo con una minifalda indecentemente corta. Para lo que necesitaba en ese momento era más que suficiente. Un polvo rápido en los baños y de vuelta a la pista de baile.
La presa en cuestión sumergió las manos bajo su camiseta, más por formalidad que por verdadero interés. Movía las manos de forma poco hábil, sin saber muy bien si utilizar las uñas o no. Sólo detuvo los dedos en la cremallera quirúrgica por la sorpresa de lo inesperado.
–¿Qué te pasó? –preguntó con voz aflautada por el alcohol.
–Me rajaron –contestó, sincerándose a medias.
–¡Vaya...! –sus labios dibujaron una sonrisa blanqueada artificialmente.
Podrías haber preguntado por las del hombro y tendría una historia más interesante que contarte, y no que un cirujano estuvo cortando aquí y allá para extirpar un tumor, pensó Leroy. Pero ella parecía contenta con esa respuesta.
–¿Eres un chico malo? –dijo con voz melosa.
–No sabes cuanto –respondió con un susurro grave.
¡No tienes ni puta idea!, pensaba mientras ella fantaseaba con lo que podría contarle a sus amigas. Dominar lo suficiente para dejar que te quiten tu arma en la entrada, como un buen ciudadano, y no por ello quedarte desarmado. Sólo era un ejemplo de todo lo malo –lo peligroso –que era.
La chica intentó besarle de nuevo y él intentó deshacerse de sus dedos torpes, que lo distraían más que nada. Asió sus enjoyadas muñecas, inmovilizando sus manos con suavidad, y empezó a besarle el cuello y el escote. Le hacía cosquillas, su risa era una prueba de ello. Siguió descendiendo, alejándose del origen de ese ruido molesto, hasta que apoyó las rodillas en un suelo que olía a desinfectante. Limpio, pero no brillante, no se reflejaba casi nada en él.
–¿Qué haces?
–Vamos a probar a qué sabes – la frase fue un siseo ronco.
–¿Uh?
Ni su mente era un prodigio de la sagacidad ni el alcohol ayudaba. Las manos de Leroy se introdujeron bajo ese pedazo de tela minúsculo que llevaba alrededor de la cintura para retirar una prenda de lencería provocativa. Habría sido un juego sugerente si dicha prenda no hubiera enredado en uno de sus tacones de aguja. Pero ya daba igual. Lo único que deseaba era terminar rápido los preliminares para poder follársela de una vez y largase a buscar una presa mejor.
Si es que... ¿En qué estaría pensando cuando había propuesto a esa chica en concreto ir a un lugar más íntimo? En todo lo íntimo que eran los baños de un local saturado de gente, donde todo lo que podía esconderte de las miradas ajenas eran unos paneles de pladur. Y gracias que ahora no había nadie ocupando el cubículo de al lado. Se había dejado engañar por unos tacones de ocho centímetros... Se la iba a tirar en lugar de darle puerta sólo por la pérdida de tiempo y energía que había supuesto llevarla hasta allí. Eso, y una suerte de orgullo mal entendido.
Ella parecía encantada, mucho más que él, echando la cabeza hacia atrás y enredando los dedos en los rizos de su primer ligue de la noche. Algo en la reacción de su cuerpo mostraba que no estaba acostumbrada a esos placeres. Su suerte no solía llevarla hacia amantes tan atentos como él. Leroy notó la caricia de su muslo contra la mejilla cuando se movió, intentando conseguir una postura más cómoda contra la pared.
–No está nada mal… –más que una afirmación fue un gemido articulado.
Gemía, había algo en ese sonido que parecía fingido –¿estaba intentando ser sexy? –, pero la forma en que se aferraba a su cabello mostraba cierta ansiedad. Era la clase de chicas que prenden como la yesca, podría llevarla al orgasmo un par de veces en una hora y no tendría ningún mérito. Aunque le reportaría una buena publicidad entre sus amigas.
–¡Mmmmm… Dekk…!
–¿Qué?
Comprendió que había metido la pata cuando Leroy se alejó de ella, apoyándose en el otro extremo del pequeño cubículo. Los ojos de ella, desenfocados por la borrachera y la excitación, se encontraron con una mirada fija y desafiante. La chica sonrió nerviosa mientras él se ponía en pie.
–Oye guapa, ¿no tendrás un novio por casualidad? –preguntó él, limpiándose la boca con el dorso de la mano.
–Uh, no…
–Entonces, ¿te gusta algún chico? ¿Un tal Dekk…?
–No, claro que no…
–¿Y con quién coño fantaseabas? –había una amenaza sutil en su forma de hablar, aun sonriendo.
–Era... ¡No te lo tomes en serio, cielo! Sólo para darle un poco de… emoción… ya sabes.
Sonreía y le besaba la mandíbula, en sentido ascendente desde la barbilla. A pesar de la diferencia de altura consiguió atraparle el lóbulo de la oreja izquierda y se lo mordisqueó. Exhibiendo que sabía hacer dos cosas a la vez, libró a su hombre del cinturón y la cremallera de los pantalones. En esta área parecía más experta, seguramente se había pasado la adolescencia haciéndole pajas a un novio del instituto. La rapidez sus movimientos descubría cierta urgencia en ser perdonada por papá.
Leroy se mostraba inalterable a todo ese cariño tan repentinamente recibido. ¿Quién se había creído que era esa niñata para tener la mente en otro sitio mientras le hacía un favor? Él ya atesoraba muchas muescas en el revólver antes de que esa muchachita clónica naciera. Pero en lugar de disfrutar del toque experto de un hombre de verdad, fantaseaba con Dekk, fuera quien fuese. Ahora era él quien tenía la mente en otro lugar, un lugar mucho menos placentero que la imaginación de ella llamado orgullo herido.
–Quién es Dekk –preguntó de nuevo.
–¿Te has puesto celoso? –hablaba con voz suave y melosa para ocultar un nerviosismo creciente –Vamos Sean, no seas así…
–Sebastian.
La chica tragó saliva mientras los ojos oscuros de Sebastian la taladraban. Errar el nombre de un amante dos veces en diez minutos –y encima, dos nombres distintos –era una metedura de pata digna de premio. No sabía que decir ni hacer para salir del atolladero. Leroy cogió la cara de la muchacha con ambas manos, obligándola a no apartar la mirada.
Entonces, sonrió. Una sonrisa cómica, enseñando todos los dientes. La tensión que se había ido acumulando por segundos en el cuerpo de ella se liberó, y también sonrió, incluso rió ante lo que ahora le parecía una broma. Sin dejar de sonreír, Leroy acercó la cara de la chica a la suya, rozando sus labios entreabiertos...
Y le estrelló la cabeza contra la pared de cerámica que tenía a la espalda.
El sonido fue sordo, extrañamente hueco, y no resonó en los baños vacios. La chica no había tenido tiempo a gritar, sorprendida por el golpe, y ahora ponía los ojos en blanco. Leroy la soltó, dejando que el cuerpo semiinconsciente resbalara hasta el suelo. En el lugar del impacto había una mancha pegajosa, rojiza, que no dejaba ver la diminuta telaraña de la cerámica esquirlada
Inspiró. Expiró. Miró a la chica aturdida en el suelo y sonrió. Sin espacio suficiente para ganar potencia con la trayectoria no podía haberle roto el cráneo, y aun así había sido un buen golpe. Aquel ataque repentino había liberado una gran dosis de adrenalina y testosterona en su torrente sanguíneo, su cuerpo respondía positivamente a las hormonas. Leroy chasqueó la lengua.
–Háztelo mirar, nena –replicó a la muchacha agredida –, porque si me pone más caliente pegarte que follarte es que tienes un problema.
Estaba cansado y aburrido. Más cansado que aburrido, y también más impaciente que nada, con un nivel de impaciencia que rallaba la saturación mental. Se masajeó las sienes, dando golpecitos con las yemas de los dedos, intentando aliviar la presión interna del cráneo. Dio un rápido vistazo a su alrededor, buscando un asiento: una butaca, una silla de despacho, un taburete plegable... lo que fuera por tal de no mantener la vertical por más tiempo. Pero el mobiliario más indicado para reposar eran las camillas médicas.
Airo se apoyó en una, demasiado alta para su gusto, y resiguió los cantos metálicos. Esquinas perfectas de noventa grados, en acero inoxidable, planchas de una sola pieza. La superficie rallada por la limpieza con productos agresivos devolvía un reflejo turbio, muy acorde con su presente estado mental. Golpeó la superficie con los nudillos, arrancando un sonido de percusión.
–Parecen cómodas, ¿a que sí? ¿Quieres tumbarte?
Terence Wallis, más conocido como Stork por su larga nariz, entró en la sala del forense con la bata ondeando a su espalda. Se colocó las gafas y se apartó el pelo castaño de la cara mientras se dirigía a su viejo amigo y camello ocasional.
–Van muy bien para los problemas de espalda –dijo palmeando la camilla.
–Problemas de espalda es lo que tendré si duermo en una habitación fría sobre una camilla de acero.
–¡Vamos! Mis pacientes nunca se quejan. Aunque ya están muertos cuando llegan.
Stork hizo un gesto de cómico televisivo, levantando las manos y adelantando un pie. Para ser forense tenía un sentido del humor de lo más macabro.
–Vamos, no están tan mal. Confieso que alguna vez me he echado una siesta en ellas.
–Me estas tomando el pelo – dijo alzando una ceja canosa.
–Es lo que tiene cuando una empresa rácana hace tres turnos de ocho horas en lugar de cuatro de seis. La gente del turno de noche acaba aburrida y hasta los huevos, y al final cualquier lugar es bueno para un sueñecito.
–Y yo que creía haber dormido en sitios raros...
–Pues quizás te interesaría saber que estas camillas también se usan para actividades... llamémosle lúdico-esportivas – Airo le dedicó una mirada mezcla de sorpresa y desprecio –. Una vez tuve una novia gótica, de esas que les molan los cementerios y van de negro de arriba abajo. Te imaginas, ¿no? Bueno, pues una noche que tenía guardia me la traje aquí porque le hacía ilusión ver como era una sala forense por dentro. La cosa es que entre autopsias y muestras de tejido nos pusimos tontos...
–Eres un gilipollas, ¿lo sabías? –siseó el viejo por encima del relato.
–¡... y de la emoción nos carguemos una camilla! Bueno, no se rompió, sino que se soltó el regulador y se bajó por un lado. Y era una camilla un poco vieja, ya había pasado lo suyo... El caso es que me caí y al intentar no darme una ostia contra el suelo puse el brazo de tal manera que me rompí el codo. ¡Tres meses de baja laboral con un brazo inmovilizado! Fue memorable...
El forense miró hacia arriba, entre la luz fluorescente y la juntura del panelado que formaba el falso techo, intentando atrapar el recuerdo. Airo chasqueó los dedos para llamar de nuevo su atención.
–Centrémonos, si vu plait, que hoy no tengo mi mejor día y quiero marcharme a casa.
–Vale, vale –murmuró, entregándole una carpeta azul –. Aquí tienes el kit de suplantación de identidad.
Airo abrió la carpeta y observó toda la documentación: partida de nacimiento, historial médico, documentos de identidad, pasaporte, cuentas bancarias, registros de propiedad –un piso y una plaza de garaje en un rascacielos del sector 6, sobre la placa –, tarjetas de visita, vida laboral, copias de llaves... todo lo necesario para ser Paul Smith a ojos de la ley.
–¿Esto es todo? –preguntó el viejo sin levantar la vista del material.
–¿¡Cómo que si es todo!? –exclamó melodramático –¿¡No te parece suficiente!?
–¿Y las huellas dactilares? ¿Y las muestras de ADN? ¿Y las firmas?
Stork se alejó refunfuñado, medio en serio medio en broma, y trajo una caja metálica. La apoyó sobre la camilla para ir dejando su contenido sobre la superficie metálica, como un vendedor de la teletienda.
–He aquí como de una simple tarjeta –enseñó la tarjeta plastificada de las huellas dactilares –hemos conseguido un objeto muy útil –exhibió lo que parecían unos guantes de fregar de color rosado – Guantes con las huellas dactilares. Para dejarlas en un vaso, un libro... ¡Estampe su huella donde quiera y nadie podrá decir que no estuvo allí!
–De pequeño veías mucho programas de venta por catálogo –señaló el oriental.
–Siempre quise los cuchillos que cortaban un clavo y después un tomate.
–Joder... reconozco que es un trasto útil. Muy útil, de hecho –el forense esperaba un halago dando palmitas y se lo concedió –. Vale, me has impresionado caballerete.
–Pues aun hay más. En la oferta de hoy se adjuntan una firma electrónica válida en todos los bancos, empresas, sucursales y demás oficina donde sea requerida.
–¿Y si me la piden de puño y letra?
–Sellos, al uso de tu país –Airo hizo una mueca que no supo interpretar –. Es una especie de ex libris. Aquí son raros; pero legalmente válidos. Aprender a falsificar una firma manuscrita es algo que tendrás que hacer tú. En todo caso tengo un pequeño estudio grafológico de la letra de este tío. Caligrafía, direccionalidad, presión del trazo... con esto y práctica nadie notará la diferencia.
–Gracias, ya me las apañaré –cerró los ojos y se masajeó las sienes de nuevo–¿Y lo del escáner de retina? ¿Lo has solucionado?
–Lo siento, aun no. Es muy jodido, ¿sabes? No se soluciona con unas lentillas, no es tan fácil. Pero sí tengo un molde de su dentadura.
–¿Y eso de qué me sirve?
–No sé, para dejar un mordisco en un bistec, o en la rueda de un coche... nunca se sabe. ¡Ah, y tengo algo que te gustará...!
Stork sacó de la caja unos papeles con sellos oficiales y la firma de Smith. Eran fotocopias compulsadas, seguramente porque el original se había conseguido escaneando la firma.
–Estos son permisos para hacer operaciones en nombre de Paul Smith. Cualquier cosa: recoger mensajes, sacar dinero del banco, firmar documentos... es una carta en la que él te da permiso para que vayas a hacer estas operaciones en su lugar. Se usan cuando alguien está saturado de compromisos y no puede ir a todos a la vez.
–¿Y esto es normal? Quiero decir, si es un documento muy común o...
–Las grandes empresas los usan constantemente. De hecho, tienen uno o más trabajadores que se encargan exclusivamente en suplirlos para estas cosas. Los famosos recaderos que van y vienen de las oficinas de empleo y seguridad social, esos son... Para hacerlo presentas una solicitud que pone la fecha, el lugar y lo que debe hacer este recadero y se adjuntan dos fotocopias del carnet de identidad: la del interesado y la del recadero.
–¿Y cada vez que quiera ir a algún sitio tengo que variar el texto?
–Tengo la plantilla en un pendrive. La enchufas en el ordenador y cambias lo que quieras.
–Stork, hijo... yo no tengo ordenador.
En eso no había caído. El forense se quedó viendo la unidad de almacenamiento como si sólo fuera un trozo de plástico con un microchip inútil. Tanto desarrollo tecnológico para nada.
–Yo...
–No te preocupes, le diré a mi... socio que se encargue – le costó bastante pronunciar esa palabra –. Además, no tienen lógica que yo me encargue de sus asuntos, si no nos conocemos de nada.
–Pero tienes carrera. Economía e idiomas. Podrías decir que eres su secretario.
–¡Ja, para lo que me sirve aquí, que no esta reconocida! Además, las secretarias de verdad son jovencitas con falda y yo no tengo edad para lucirlas.
El forense se cogió la mandíbula con la mano derecha mientras se sujetaba el codo con la izquierda. Estuvo un rato moviendo la diestra ante su boca, presionando la cara plana de las uñas –recortadas y limpias por normativa laboral – contra sus labios. Era su postura de pensar, cada vez que le daba vueltas a un problema lo hacía. Según él, era la evolución de su antiguo vicio de mordisquearse las uñas. Sigo teniendo una obsesión con estas placas córneas de queratina endurecida, pero ya no es gastronómica, le había contado.
Stork y su sentido del humor... A veces resultaba bastante espeso, como un jarabe tan denso que cuesta sacar la cuchara de él. Demasiado espeso incluso para el viejo, que presumía de haberse relacionado con gente muy rara. La hierba le robaba las palabras y lo convertía en un hombre silencioso, algo que prefería a su particular humorismo. No era un mal tipo, pero joder... oírle hablar resultaba cansado. Conseguía que le doliera la cabeza...
...y que se le nublara la vista...
...y que le dieran náuseas...
...y que le temblaran las piernas...
–¿Oye, estás bien? ¿Airo? ¡Ey!, ¿me oyes?
Quizás era el efecto del fluorescente sobre la piel cetrina, pero Stork se veía bastante pálido. Miraba al oriental por encima de las gafas, aun sosteniéndolo con un brazo delgado que marcaba la única diferencia entre una verticalidad inestable y un golpe contra el enlosado. Sin ningún asiento a mano ni fuerza suficiente para cargar con él, apoyó a Airo contra pared para que se deslizara con suavidad hasta el suelo.
–Ya.. te he dicho... que no tengo mi... mejor día –más que hablar, masticó las palabras.
–Pues espera a estar en la consulta del médico para ponerte enfermo. Yo no trato con pacientes vivos.
Estuvo a punto de decirle que era su horrible sentido del humor lo que le enfermaba; pero se contuvo porque, si abría la boca una vez más, vomitaría la cena que no había tomado.
Mojó el pincel en el carmín líquido y resiguió el labio superior y el inferior sin llegar a las comisuras. Con el meñique retocó parte de la zona central, asegurándose que el maquillaje se extendía correctamente, y observó como los focos del baño arrancaban destellos rojizos sobre la película carmesí. Sonrió para ver el contraste del rojo sobre el blanco de su dentadura, sobre el blanco de su tez pálida.
Perfecto.
Pestañeó rápido, como el aleteo de una mariposa. Ojos oscuros y cabello azabache. Vestido negro y peep toes con suela roja, cinturón del mismo tono carmín que sus labios. Uñas en color burdeos, respetando la luna del nacimiento con un suave tono pastel, al estilo de los años cuarenta. Una orquilla con rubíes apartando la onda del flequillo. Sólo le faltaba un lunar en la mejilla para ser igual que las pin ups de la época.
Perfecta.
Sacó el móvil de la cartera, un capricho caro y tecnológicamente difícil de entender. El manual era mucho más grande que el teléfono en sí, y no se lo había leído por la pereza de ver tanta letra pequeña junta.
El número del jefe era el 0 en la marcación rápida.
Al primer intento el teléfono sonó hasta dar un tono de interferencia. No le extrañó, era la política del “si es importante ya volverán a llamar.” Le lanzó un beso a su reflejo mientras llamaba de nuevo. Otra vez se cortó la comunicación.
¿Reintentar?
Pulsó sí y paseó la mano derecha por el lavamanos, de mármol negro veteado en blanco. La combinación con el gres rosado de las paredes y los grifos dorados quedaba elegante, habría pecado de barroca si no fuera por la total ausencia de adornos.
Un insulto ronco demostró vida inteligente al otro lado de la línea.
–¿Qué coño quieres, Cherry?
–Buenas noches, jefe. ¿Interrumpo algo?
Se escuchó un sonido, una mezcla de siseo, gruñido y suspiro que dejaba patente el estado de impaciencia y hartura del interlocutor. A ella le gustaba ese sonido, le parecía seductor. Encontraba que un hombre enfadado, –siempre y cuando no estuviera enfadado con ella– era atractivo. Debía ser toda la carga de testosterona en vena que llevaban en ese instante, que los hacía ver más masculinos.
–¿¡Qué!? –azuzó el interlocutor.
–¿Puedes hablar ahora? –al otro lado del teléfono se oía un rumor de agua, un chapoteo.
–¿Qué-coño-quieres? –la traducción era no, y ya puede ser importante lo que tengas que decirme o lo lamentarás. A Cherry se le daban bien este tipo de interpretaciones.
–Bueno, nada en especial es sólo qué... Jacobi acaba de abandonar la fiesta a todo correr.
Dejó caer la información lentamente, como azúcar glass sobre una galleta, espolvoreando. El nuevo tono conciliador de su jefe mostraba que era una noticia digna la interrupción.
–¿Y a qué se debe?
–Algunos de sus subordinados más jóvenes han armado una gorda en un local.
–Así que la basura nueva está dando problemas... –paladeó al apodo que había dado a los Turcos noveles –¿Y que ha sido exactamente...?
–Bueno, esto último no lo he oído muy bien; pero al parecer se han visto envueltos en un tiroteo. No conozco los detalles... cuando Jacobi marchaba ha dicho algo de “atrincherados en un lavabo como ratas.”
Una carcajada resonó por el auricular. Algo en ese sonido gritaba ¡Victoria! El jefe recobró un poco la compostura y preguntó.
–¿No tienes más detalles para mí?
–Créeme, ha sido muy repentino... un guardaespaldas se ha acercado a la mesa donde estaba conversando con mi cliente, con una copa en la mano y el puro en los labios, y le a susurrado algo al oído. Qué le ha dicho exactamente no lo he podido escuchar, pero se ha puesto blanco como la cera y se le ha caído el puro en el regazo. Casi se incendia los pantalones –hubo otra carcajada –. Se ha disculpado demasiado deprisa, parecía muy nervioso.... ¡A sí! Han dejado caer que el follón ha sido en el Tower of Arrogance. –de pronto cierta duda asomó en la voz de ella – ¿Dónde estás?
–Relájate preciosa, estoy muy lejos de ese lugar.
Cherry calibró el tono jovial con el que hablaba su jefe, y un sonido gutural se sumó al chapoteo que se oía de fondo.
–¿Dónde estás? –aun con las mismas palabras, la pregunta era diferente.
–Por ahí, haciendo ruta por así decirlo.
–¿Y quien te acompaña? –atacó ante la evasiva.
–Bueno... creía que era una mujer pero veo que aun ha de madurar bastante para llegar a serlo.
Su voz había bajado hasta adoptar un matiz de insatisfacción y desprecio; y Cheery sabía que había dicho esto último mirando fijamente a su desafortunada acompañante. Eran unos cuantos años toreando el carácter exigente del jefe, algo había aprendido en ese tiempo.
–Bueno, querida –dijo el interlocutor dirigiéndose de nuevo a Cherry –, será mejor que regreses al lado de tu acompañante e intentes descubrir más cosas sobre este divertido incidente de los Turquitos.
–Ya sabes que la información tiene un precio –matizó.
–No te preocupes, te pagaré bien.
–¡Estupendo!, porque ¿sabes?, hay un bolso que necesito para seguir viviendo.
–Tomo nota. Ahora regresa con tu acompañante.
–¡Ok!
–Espero que jugar a los espías no te haga descuidar tu trabajo.
–¡Por favor! ¿Por quién me tomas? –su tono de ofensa era bastante realista.
–Está bien, está bien. Venga, regresa a la fiesta y divertíos. Los dos.
La orden subliminal no pasó inadvertida para Cherry, que colgó el teléfono tras una breve despedida y se evaluó frente el espejo antes de salir del baño.
En otro baño, ante otro espejo, Leroy se guardó el móvil en el bolsillo y se resiguió la perilla con dos dedos antes de dirigirse a su tercera conquista, arrodillada frente al retrete. La satisfacción experimentada por las alentadoras noticias se diluyó rápidamente, como un medicamento amargo en agua, regresando a la realidad del baño de cerámica negra.
–La chica con la que estaba hablando es una mujer de verdad, no una niñata que se no es capaz de chuparla sin vomitar.
La chica se pasó una mano temblorosa por la cara, extendiéndose el maquillaje. Parecía bastante disgustada; pero estaba tan borracha que seguramente mañana no se acordaría de lo sucedido.
–¿Y tú eras quién presumía de “mujer fatal”? ¿Tú y tus amiguitas? Pues vaya una panda de zorras de segunda fila que estáis hechas... No servís ni para hacerle una paja a un camionero en un callejón –bufó, cabreado –. Dile de mi parte a tu amiga la indecisa que no puede ir de calientapollas por la vida. No le he metido dos ostias porque soy un caballero, pero no tendrá tanta suerte la próxima vez. O se abre de piernas, o más le vale quedarse en casita. Y también va por ti. Y por todas.
Ella no dio muestras de haber captado el mensaje. Simplemente palmeó la pared en busca del papel higiénico y tiró casi sin fuerza, aplicándoselo libremente por la cara mientras sollozaba. Leroy le dio una patada a la puerta del cubículo, obteniendo un breve instante de silencio con ello. La noche estaba resultando repugnante, en pocas palabras.
Todas las mujeres, sobre todo los proyectos de mujeres que visitaban ese local, eran un desperdicio de espacio. Se supone que quería divertirse, no desear romperle la boca contra el inodoro. Esta idea paseó por su mente: estaba en la postura idónea para fracturarle la mandíbula. Podría ser una accidente de una muchacha que no aguantaba el alcohol. Un desafortunado accidente, y alguien acabaría en el hospital.
Movió los dedos uno a uno, crispando los nudillos y flexionando los tendones, a espadas de la chica. Se acercó a ella, que seguía sin girarse, ensuciando el papel con los restos de rimel que no había conseguido limpiarse. Un portazo hizo que la muchacha se girará mientras él se incorporaba como un muñeco de resorte.
Un chaval había entrado tambaleándose en los lavabos, tropezado con sus pies y cayéndose cuan largo era, provocando las risas de sus compañeros. Los tres parecían muy perjudicados por otras substancias que no eran el alcohol. El que se había caído se medio incorporó, mirándolo fijamente. Aun controlaba lo suficiente para hacerse cargo de la situación.
–¡Perdona tío...! – farfulló entre una risita descontrolada – ¡Vosotros seguid, seguid, como si yo no estuviera!
El recién llegado sorbió la última palabra y a gatas se acercó al cubículo de al lado. Sus compañeros se tambaleaban en la entrada, incapaces de dar un paso más sin caer rodando.
¡Mierda!, pensaba. Estaba enfadado, cabreado, y tenía que pagarlo contra alguien o estallaría. Pero a través de toda la rabia aun podía asomar un rastro de inteligencia que le advertía lo poco conveniente que era iniciar una pelea con tres colgados o pegar una muchacha con testigos, por muy drogados que fueran. No, este no era el lugar ni el momento.
Salió del baño como una exhalación, empujando a los chavales que seguían riéndose en el marco de la puerta y sin dedicar un último insulto a la cría que no lo recordaría al día siguiente.
El agua empezaba a hervir, borboteando en la pequeña cazuela. Apagó el fuego y la retiró del fogón, vertiendo las hojas secas. Berta removió un par de veces la infusión antes de taparla y dejarla reposar unos minutos.
Abrió un armario de la cocina para buscar una taza. En el interior se cobijaba una vajilla para una sola persona: un vaso, un plato, un cuenco... una historia solitaria. Se puso de puntillas para alcanzar una taza grande sin asa, de estilo oriental. Siempre le habían gustado esas tazas, con pintura esmeril en verde y marrón negruzco. Como elemento ornamental le resultaban bonitas, pero no eran muy útiles para su gusto. Al menos ella no sabía muy bien como cogerlas sin quemarse, acostumbrada a sostenerlas por el asa.
Encontró una bandeja de madera sin barnizar y colocó la taza antes de filtrar la infusión en ella. El color resultante no le convencía, y el olor intenso prometía un sabor amargo. Estuvo a punto de buscar algo para endulzarla aunque no estaba muy segura de que aquella mezcla herbal admitiera azúcar. Al final llevó la bandeja al salón y la dejó sobre una mesa baja.
–Gracias –murmuró Airo incorporando medio cuerpo y apoyando el peso sobre la mesa.
–¿Qué tal te encuentras?
–Psé... me molesta más la humillación que el dolor en sí.
Berta dejó escapar un bufido mientras negaba con la cabeza. Según ella, se conocían lo suficiente para no sentir vergüenza en según que situaciones. No era la primera vez que alguien había recogido a Airo de la calle y lo había arrastrado hasta casa, argumentando había sufrido un ataque o algo similar. Tampoco era la primera vez que lo hacía tumbarse en el suelo y levantar las piernas, ofreciendo la escasa comodidad de un cojín y una manta; ni era la primera vez que le impedía descolgar el teléfono cuando intentaba llamar a un médico. Imaginaba que era una mezcla de miedo y ego lo que le impedía poner los pies en un hospital. Tampoco es que ella le insistiera mucho en este aspecto, porque en el fondo le gustaba jugar a ser enfermera. Le hacía sentirse útil, necesaria, algo que casi nunca había experimentado. Mientras su vecino siguiera enfermo, necesitaría de sus cuidados en los malos momentos.
Además, en lo más profundo reconocía que era esta enfermedad lo que le daba confianza. Airo era un hombre mayor y tullido, bastante frágil. Alguien que no podía hacerle daño porque no tenía la fuerza suficiente para ello. Un hombre sano y fornido le habría generado intranquilidad, y aunque su vecino había demostrado tener genio, sabía que se cansaba rápido. Era, según sus cánones, un hombre bastante inofensivo. Lejos quedaban las fantasías de juventud de encontrar un gallardo caballero que la protegiera: había aprendido que los hombres usaban la fuerza contra ella, y prefería un amigo débil que un posible enemigo fuerte.
Observó como su vecino cogía la taza con dos manos, una bajo la base y otras alrededor del cuerpo, y respiraba sobre la humeante infusión. Un deje de irritación exigía no recibir lástima. Poseía un gran orgullo, a pesar de los golpes de la vida, la baja posición social y la salud mermada. Seguramente, de haber vivido una situación más favorable, se parecería a su ex marido.
–Estás muy pensativa –murmuró Airo por encima del vapor de agua.
–¡Ah, mn...! –Berta atrapó uno de sus cortos mechones –Pensaba... ¿estás bien?
–Bueno, mi estómago parece haber vuelto a su posición habitual. Stork conduce muy mal. Él dice que tiene el GPS mal configurado, yo digo que no tiene ni puta idea de adonde va –sorbió un poco de infusión –. Son formas distintas de decir lo mismo.
–¿Quién era ese hombre? ¿Stork has dicho que se llamaba?
–Es un mote. Y es un conocido habitual. Ya sabes que a los viejos nos gusta sentarnos en los bancos y charlar con quien sea.
Berta ignoró esta mentira flagrante y fingió estar conforme con la respuesta. Si algo había aprendido de su antigua pareja y Leroy reafirmaba es que cuando un hombre mentía a una mujer es porque la protegía algo que podía hacerle daño. En la ignorancia estás más segura, solía decirle su ex mientras le acariciaba la mejilla. No había pasado por alto los trapicheos de su vecino y las conversas a media voz que tenían con personas claramente afectadas por el síndrome de abstinencia. Se suponía que Airo cultivaba, no comerciaba; pero en los últimos tiempos eso sólo se suponía. Y desde hacía unos días se había vuelto aun más hermético de lo habitual.
El silencio había vuelto a adueñarse del salón de Airo. No había sofás ni butacas, sino un suelo enmoquetado con algunos cojines haciendo las veces de asiento. Alguna vez le había contado que le gustaría poner un tatami, como en un antiguo hogar; pero resultaba demasiado caro para su economía. No le incomodaba ese silencio, pensaba ella mientras acariciaba la moqueta de color oscuro. Había pocas personas con la que podía compartir un tiempo sin conversas por el simple placer de la compañía mutua. Airo era una de ellas, con su especial don de simplemente estar allí para escuchar o acompañar, sin ningún contacto que la perturbara.
–Gracias por... todo en general –musitó él, mirando la taza medio vacía.
–No pasa nada, hombre –replicó, quitándole importancia con un gesto de la mano –. Ya sabes que estoy ahí para lo que necesites.
–Me gustaría compensarte.
–No es necesario. Con que seas un buen vecino me conformo.
–De que sirve un buen vecino que no puede ayudarte a subir la compra o al que puedas llamar cuando creas que se ha colado un ladrón –esa frase tuvo un regusto amargo, como la infusión que intentaba beberse.
–¡Por favor, ya soy mayorcita! –espetó con una sonrisa –¡No necesito un padre que me proteja!
No había mala intención en las palabras de su vecina, sino todo lo contrario; pero a Airo le sentaron igual que un insulto. Sabía que difícilmente podía protegerla, ni ahora ni cuando había sido necesario. Pasó la lengua por los dos molares que le faltaban, recuerdo de cuando años atrás había intentado alejar a su entonces marido durante una violenta pelea. Eso le dolía bastante, por él y por ella. Si hubiera sido más fuerte quizás hubiera podido partirle la cara a aquel capullo, y le hubiera ahorrado unos cuantos años de sufrimiento a Berta. Pero la verdad es que resultaba viejo e inútil, y sólo la astucia le había permitido sobrevivir tantos años en una jungla donde se comían a los más débiles.
La oscuridad y el silencio del piso invitaban a la reflexión, casi a la depresión; pero la puerta tembló sobre sus goznes al ser abierta bruscamente. Berta se puso en pie, cogiendo inconscientemente la bandeja a modo de escudo. Leroy hizo girar la llave maestra con la diestra mientras ingresaba en el pequeño piso. Airo notó una oleada de hostilidad que lo puso en guardia, como ver las orejas gachas de un tigre entre la maleza: estaba de muy mal humor y venía a cobrase algo para compensarlo. Cuando el recién llegado habló, un matiz amenazador se deslizó entre sus palabras.
–¡Hola viejo! Te veo... fatal –se giró a Berta con un tono menos amable –¿Qué coño haces aquí que no estás trabajando?
–Eso tendría que preguntártelo yo – amenazó Airo, alejándose de la mesa.
–¿A qué vienes tan tarde? –preguntó Berta, animada por la réplica de su vecino.
–Yo, tratar cosas importantes. Tú... follando no, desde luego, porque a este no se le levanta. A no ser que sepa darle un uso alternativo al bastón.
Airo se mordió el labio inferior, notando como la rabia y la vergüenza teñían su cara de rojo. Al menos Berta no se había girado a mirarle, escondiéndose tras la bandeja sin barnizar. El casero miró su reloj de maquinaria de cuarzo mientras se acercaba a los inquilinos. Eran casi las cuatro de la madrugada
–A estás horas – dijo mientras la cogía del brazo y la arrastraba hacía la puerta–, deberías estar al teléfono diciéndole cositas guarras a unos cuantos pervertidos sexuales. Tengo cosas que tratar con tu vecino.
–Airo no se encuentra bien –dijo ella, abrazando la bandeja.
–Me importa una mierda. Largo de aquí.
–Lárgate tú, Leroy –el viejo había alcanzado el bastón y se había puesto en pie con dificultad –. Estas no son horas de molestar a la gente honrada.
–¡Ja! –rió sarcástico – ¿Dónde ves tú a al gente honrada?
–No me encuentro bien. Lo que sea que tengas que decirme puede esperar a mañana.
–Ya es mañana –indicó, levantando la muñeca donde tenía el reloj.
–¡Pero Leroy...! –imploró ella con ademán conciliador.
–Escúchame atentamente porque sólo lo diré una vez –advirtió con un tono siniestro –. Vengo del sector 1, y estoy muy cabreado con todo lo referente al género femenino. Ya le he estrellado la cabeza contra la pared a una idiota y he estado a punto de abofetear a otra que “se lo ha pensado mejor” cuando estaba a punto de metérsela. A la tercera no le he hecho nada porque total, aun debe estar vomitando. Apúntalo, el alcohol y el semen no son una buena mezcla; pero creo que ya lo sabías.
Berta lo miró ofendida, desafiante, y él respondió al desafió asiendo con más fuerza su brazo. Notó que empezaba a entumecérsele por la falta de riego y le golpeó la mano para librarse de la tenaza.
–Venga, dame una razón para pegarte –la retó, zarandeándola.
–No voy a consentir semejante espectáculo en mi casa – advirtió el viejo, acercándose a un paso horriblemente lento.
–Te recuerdo que es mí casa, y tú –señaló al oriental –eres un inquilino que debería agradecerme el techo que le proporciono. Y tú –zarandeó a Berta de nuevo –, deberías estar al teléfono a la de ya si no quieres tener más problemas.
–¿Y por eso tienes que pagar tu mala ostia con nosotros? Si tienes problemas con las mujeres son culpa tuya, no nuestra –le espetó la rubia.
Esa era la razón que Leroy esperaba. Sin mediar palabra, le golpeó en la cara con el puño cerrado. Ella, anticipándose a sus movimientos tras años de maltrato, se había cubierto con la bandeja; pero sólo sirvió para golpearse con la madera y enfadarlo más. Forcejeó con su inquilina, intentado quitarle el improvisado escudo, impidiendo que se escabullera presionando aun más el brazo con el que la agarraba. La desesperación le daban fuerzas a ella, la necesaria para que el casero se viera obligado a usar las dos manos para quitarle la bandeja.
El reflejo condicionado hizo que, en cuanto se vio libre y desarmada, se agachara en el suelo y se cubriera la cabeza con los brazos. Creía que no volvería a experimentar ese pánico tan conocido que venía justo antes de sentir el dolor de los golpes, ese instinto tan básico de la supervivencia que le hacía gritar y huir; actos que en la mayoría de los casos se quedaban en meros intentos.
El miedo parecía dilatar el tiempo, convirtiendo los segundos en minutos, hasta que se dio cuenta que su lento transcurrir no era una alucinación. No sintió el contacto furioso de los puños contra su piel porque no la estaban pegando. No estaba pasando nada.
Aun acurrucada contra el marco de la puerta, Berta separó lentamente los brazos para comprobar qué fuerza sobrenatural había cambiado el curso de los hechos. A sus pies, encogido en posición fetal, Leroy gemía y respiraba con dificultad. Tenía los ojos húmedos, y parecía que iba a vomitar de dolor. Airo lo miraba desde la altura, dando golpecitos con el bastón a la moqueta.
–Ahora sabes lo que siento yo muchos días –escupió el oriental.
–¿Qu-ué le has hecho? –acertó a preguntar Berta.
–Un sólo golpe. En la ingle. Si lo he hecho bien, le dolerá la pierna durante varios días. Si lo he hecho muy bien, se quedará impotente.
–¡Oh...! –estaba demasiado aturdida par añadir nada más.
–Lo importante no es golpear, sino hacerlo en el lugar correcto –dijo mientras movía el bastón como un taco de billar, representando el certero ataque.
Sería la vista en contrapicado que le ofrecía el estar sentada en el suelo; pero durante unos segundos Airo le pareció imponente. Él se mesó la barba con la mano libre y después se la ofreció para que se pusiera en pie. Berta observó a su jefe de nuevo y se permitió una sonrisa burlona. Aun exaltada por lo que acababa de ocurrir, se sentía cada vez más segura ante la indefensión de Leroy.
–Escúchame atentamente porque sólo lo diré una vez –parafraseó Airo –, si tenemos que convivir o trabajar juntos, tendrás que respetar algunas normas. Al parecer tu padre no supo educarte y no me extraña, porque imagino que no sabes ni quien es, así que tendré que hacerlo yo.
“Lo más importante es lo que no puedes hacer. No puedes presentarte en casa de los demás a la hora que te parezca, no puedes amenazar a vecinos e invitados, y básicamente, no puedes hacer lo que te salga de las pelotas. ¿Ha quedado claro?”
Leroy no contestó, simplemente dejó escapar una exhalación que sonó pesada y lenta.
–Creo que no está muy convencido –opinó ella, envalentonada por cómo se habían desarrollado los acontecimientos.
–Entonces deberíamos ponerle un castigo, para que aprenda –Airo bufó y miró a Berta –. Quizás prefieras irte.
–¿Qué vas a hacer?
–No será agradable –advirtió.
–Quiero... quiero verlo – Berta se retorció las mangas del jersey.
El oriental supuso que quería venganza, venganza por los hombres en general y no este en particular; el mismo tipo que venganza que buscaba Leroy y que tan mal le había salido. Airo inspiro y se regaló parte de la admiración y el agradecimiento que había en la mirada de su vecina. Era algo reconfortante y casi olvidado, como el recuerdo de un sabor dulce paladeado durante la infancia.
–No será nada original, pero muy efectivo, créeme. A mí me lo hicieron una vez y me convenció bastante. Y que conste –advirtió al casero –que te lo hago a ti porque sé que tienes el dinero suficiente para arreglártelo. No vamos a destrozar tu cara bonita de forma permanente.
Berta no apartó la mirada, no pestañeó siquiera cuando vio que el bastón dibujaba una trayectoria curvada de derecha a izquierda, pasando por la cara del proxeneta. La sangre brillo unos segundos en el suelo antes de ser absorbida por la moqueta. Leroy parecía demasiado aturdido para acusar el golpe, aunque dejó escapar un sonido indescifrable entre saliva y sangre.
Airo volvió al punto de origen para repetir el golpe.
–Hasta que le arranquemos dos dientes –miró a Berta –. ¿Te parece bien?
Ella asintió, mientras en su mente se cruzó la imagen de su ex marido y de todos los hombres que habría querido ver así; y una mezcla de mala conciencia y alivio se expandieron en su interior. En el fondo seguía siendo una inmadura, seguía queriendo alguien fuerte que la protegiera, aunque el tiempo lo pusiera en su contra.
sábado, 10 de enero de 2009
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6 comentarios:
Hay un par de detalles que me llaman la atención:
"si vu plait" está escrito así a posta? debería ser "s'il vous plaît" pero pregunto si es intencionado para darle un "acento" o algo distinto.
Otra cosa que técnicamente la gente de Wutai, aunque en comparación con nuestro mundo sean orientales, en FFVII no son orientales propiamente dichos ya que Wutai está en occidente y no en oriente, decir "occidental" sería confuso así que sería bueno darle otra acepción.
A parte de esto, mola ver la "resurrección" de Airo y cómo se revela al capullo de Leroy. El triunfo de los débiles que diríamos.
Como siempre, técnicamente genial, hay alguna pifia menor por ahí suelta, pero nada que duela mirar.
Y no me costará mucho enlazar a este relato (aunque estará enlazado a los dos)
Coincido completamente con Noiry, así ahorro tiempo y palabras.
Decir que sería conveniente cambiar "carnet de identidad" por "tarjeta de identificación", que es el término correcto que se da en el juego.
Está muy muy muy divertido XD en especial las partes de airo. Es un personaje entrañable, tienro ^^ se hace querer. Sobre todo porque no prentende ser el bueno de la historia, pero lo es.
Berta también es adorable, yo creo que hacen muy buena pareja (a pesar de las neuras de Airo respecto al tema).
Eso sí, Leroy un capullo total. Nunca me han parecido bien las personas que se dedican a descargar sus enfados en gente que no tiene las culpa de los mismos. ¡Ojalá que airo le de una buena lección!
Mola el estereotipo que das a las muchachas calientapollas, mola el humor de Stork y mola que Airo de bastonazos en los cojones.
Buen relato, se hace entretenido.
Has subido las apuestas y está bien. Ahora habrá que ver como sigue. El relato está muy bien, y me encantó especialmente el tal Stork. Solo decirte que encontré por ahí una falta de ortografía menor (o eso, o estoy yo equivocado y horquilla no es con h).
PD: No entiendo la relación entre el nombre de "Stork" y tener la nariz larga.
"stork" es cigüeña en inglés (lo vi ayer en Padre de Familia que me dio por ponerlo en versión original XDD)
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