viernes, 10 de octubre de 2008

142

En pie frente a la puerta, Airo comprobó por enésima vez su reloj –comprado por seis guiles después de un arduo regateo con un negro en el mercadillo – y la nota que habían dejado en el buzón de casa. Lo citaban a media mañana, lo que conociendo los biorritmos del anfitrión parecía demasiado pronto. Se recolocó la chaqueta de tweed, incómodo, antes de llamar al timbre otra vez.


–¿Qué, se nos ha quedado el dedo pegado al timbre? –gruñó una voz al otro lado de la puerta.


Hubo varios tintineos metálicos –llaves y cerraduras – sumado al pitido digital de una alarma desactivada –una muestra de paranoia por la seguridad personal–. La puerta sólo se abrió lo suficiente para que el anfitrión pudiera bloquearla con su cuerpo. Un hombre moreno y alto lo miraba enfocando los ojos, cubierto con un albornoz de color azul pálido que dejaba a la vista un cuerpo trabajado en el gimnasio y varias cicatrices quirúrgicas.


A los veintitrés años una prostituta le había apuñalado en una pierna mientras se la chupaba para robarle –un mal negocio, porque acabó con la cara cosida a balazos–. A los veintisiete le había pegado tres tiros en el hombro por un ajuste de cuentas. A los treinta y cinco una sobredosis de cocaína había estado a punto de matarle a causa de un paro cardíaco. A los treinta y nueve le había extirpado medio pulmón derecho por culpa de un cáncer. Ahora, con cuarenta y dos, había superado de largo la esperanza de vida media de los proxenetas; y Sebastian Leroy se jactaba de ello día tras día.


Airo miró a su casero con una abierta muestra de desprecio. Este parecía mejor arreglado con su albornoz de rizo que el oriental con su traje de tweed de segunda mano. Leroy levantó la mano derecha sólo lo suficiente para pasar un pulgar por la solapa de la chaqueta, con aire entendido.


–Me gusta esa combinación con la corbata lisa –opinó con voz modulada –. Esta muy bien para ser tú.


Para ser tú, repitió Airo mentalmente. Eso equivalía a un yo jamás me lo pondría. A él tampoco le emocionaba plantarse una vestimenta tan formal –y menos de ese tejido y color –; pero había que reconocer que el toque experto de Berta había conseguido que ese algo horrible fuera un atuendo vagamente aceptable.


–Te arreglas mucho para subir a la placa superior –dejó caer Leroy como quien habla del tiempo en un ascensor.

–Intento que la gente no me dé limosna al pasar.


Leroy no contestó, sólo dibujó una sonrisa no muy estable en sus labios. Airo, que había estado pensando en lo temprano de la hora para el proxeneta, cayó en cuenta que este aun no había dormido desde la noche anterior. Había un brillo vidrioso en sus ojos que sólo daban las drogas –¡Ah, que bien lo conocía él!– y algunas marcas rojizas en el lado izquierdo de su cuello. ¿Carmín? ¿Mordiscos? Debía estar corriéndose una buena juerga antes de que él llegara.


–Te traía un presente pero veo que no lo necesitas –comentó Airo mientras se metía una mano en el bolsillo interior de la chaqueta, para luego retirarla y golpearse el contenido contra el pecho.


–¿Qué es? –el hombre moreno se acercó con curiosidad.


Como cualquier yonki de a pie, pensó Airo mientras miraba la mano temblorosa de su casero; asiéndose al marco de la puerta. Leroy juraba y perjuraba que desde la sobredosis se cuidaba mucho más, aunque en el idioma de ese tío bien podría ser meterse sólo medio gramo en lugar de un gramo entero. Aun así, había algo en él que lo seguía haciendo muy intimidante, aun drogado o borracho. El oriental sacó el contenido de su bolsillo, envuelto en un pañuelo de tela y a su vez en plástico transparente. Una piedra de opio menor que una pelota de pin pong se encontraba en la palma de su mano, aparentemente inofensiva.


–Es de una de mis mejores cosechas. Buena calidad, tan pura que es casi transparente –ofreció Airo como un somelier experto ofrece un caldo añejo.


Leroy observó la piedra translúcida, valorando la calidad sobre la cantidad, y pareció satisfecho con el regalo.


–Muy amable. Nos vendrá muy bien. A los tres –Airo no estaba incluido en esos tres y maldijo la suerte de aquel hombre en las distintas lenguas que dominaba. Pero a su casero sólo le ofreció una fría indiferencia.

–Si no es mucho preguntar, ¿qué se celebra tan temprano? –o tan tarde.

–¿No lo sabes? Algunos de mis competidores se han retirado del negocio. ¡Y sin mi intervención!

–¿En serio? ¿Quiénes?

–Carl y Don Corneo. Salió en las noticias de la medianoche.

–¿Causa accidental o violenta?

–Aquí nadie dimite por accidente –siseó Leroy.


Dos competidores menos en tan poco tiempo era para celebrarlo, sopesó Airo. Al fin y al cabo, Midgar se estaba convirtiendo en una especie de mercado donde todo se podía obtener, si se pagaba el precio; y tantos buitres no se podían alimentar de la misma carroña. Comprendía su felicidad por la ausencia definitiva de Corneo, aunque no de Carl. Sabía por palabras propias del casero que nunca había considerado a este último como un igual, ya que se movían en esferas muy distintas del negocio. Las chicas de Leroy no hacían la calle ni estaban en un cuartucho de un prostíbulo: ellas viajaban en limusina y pasaban la noche en las mejores suites. Servicio exclusivo para caballeros selectos era su lema. Leroy vendía la exclusividad y el elitismo, y su cartera de clientes era reducida pero con nóminas escalofriantes. Tipos ricos y sin escrúpulos que firmaban cheques con varios ceros a la derecha sin que les temblara el pulso.


El invitado no pidió cruzar el umbral porque sabía que no se lo permitirían, e imaginaba la escena como si se tratara de un vendedor ambulante que intentaba convencer a alguien que se había caído de la cama que le comprara un juego de cuchillos de cocina. Airo azuzó a su casero para que fuera al grano.


–Aunque es muy amable por tu parte, con esto –levantó la piedra de opio en su mano –no saldas la deuda. Me debes un favor por lo de la chica del container.

–Para ser exactos, le debo un favor a Iroqu – Iroqu era el guardaespaldas de Leroy, o al menos así constaba en la nómina –; pero sí, digamos que tengo una cuenta pendiente que saldar.

–Conozco a los que son como tú, todo ese rollo moral sobre el honor y el orgullo de un hombre, así que te lo pondré fácil. Necesito que encuentres a una persona que se esconde en los suburbios.

–No pienso ir acompañarte a que rajes a algún putero o cliente moroso –objetó, aunque no estaba en situación de objetar.

–Tranquilo, es alguien del negocio legal. Un inversor fugado, pero no hay intención de rajar nadie que colabore lo suficiente.

–Y ya que esta es una misión de búsqueda y captura ¿no sería mejor que te llevaras a tu guardaespaldas?

–Sabes que me gusta tan poco bajar a los suburbios como a ti subir a la placa. Nunca está de más ir con gente experta. Conocedores del terreno, ya me entiendes... Evidentemente, Iroqu también vendrá con nosotros. Ya no tienes ni edad ni salud para partir cráneos si las cosas se tuercen.


A Airo se le retorció el estómago por varios motivos, entre ellos la promesa velada de violencia y el insulto añadido a la herida. Por viejo, lisiado, extranjero y pobre; el oriental encajaba en varios de los grupos de agresión favoritos del chulo. Hacía suya la frase de creo en una raza –y grupo social– superior, y se servía de ella para situar al prójimo en su escala de valores y tratarlos en consecuencia. Aun y así, su avaricia superaba sus prejuicios, y se rodeaba de los mejores para el bien de sus negocios sin importarle estatus ni procedencia.


Clavó una mirada cansada e impaciente en los ojos claros del proxeneta. Lo odiaba, pensó Airo, pero sólo al nivel que puedes odiar a alguien que no puedes convertir en tu enemigo. Le debía muchas cosas a Leroy y eso le asqueaba a distintos niveles, ya que su mente estaba en la misma onda telepática de los estrategas de la guerra de Wutai y era esa clase de mercaderes del vicio que hacía de la corrupción de la ciudad un negocio. La razón por la que aun no le había golpeado en la columna con el bastón en vez de aceptar su ayuda eran los diez años en los suburbios que habían flexibilizado su tolerancia.


–Dime quien es y dalo por hecho –aceptó el viejo sin muchas más opciones.


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Para ser un día entre semana el bar estaba suficientemente lleno. No había ni la aglomeración ni el nivel de ruido típico de los sábados por la noche, y no se apreciaba mucha interactividad entre los clientes, reunidos en pequeños grupos o parejas. Los solitarios habían tomado la barra, defendiendo su espacio personal con los brazos extendidos sobre el metal y virando la vista alternativamente entre sus copas y la pantalla de televisión.


En la zona más alejada de la entrada, segundo tamborete contando desde la pared, se sentaba un hombre de aspecto gris e inofensivo. Traje insulso y gafas de pasta a juego con un pelo castaño común, corto y peinado hacía atrás con agua. Estatura media y complexión normal, ningún rasgo especial en su cara; era con diferencia la persona más aburrida que había visto jamás. Alguien tan insulso que uno podría atropellarlo sin darse cuenta, había sobrevivido más de treinta años gracias perfecto mimetismo con su entorno que lo hacía invisible a ojos de cualquier predador. Ajeno a que le observaban, Paul Smith siguió metiéndose cortezas en la boca una a una sin despegar la vista del televisor. Hasta el nombre es vulgar pensó Airo. Hizo una última inspección de local a través de las ventanas antes de ingresar en él.


Encogiéndose tras su disfraz de vagabundo –una colección de sus ropas más viejas y maltratadas con mucho acierto – Airo descendió los tres escalones de la entrada con una cojera parcialmente fingida. No llevaba el bastón para acentuar su aspecto de persona desvalida, pero si una especie de saco con asas amorfo que venía a significar todo lo que poseo cabe aquí dentro. Conocía suficiente el barrio y el local para saber que su entrada no era un acontecimiento extraño ni amenazador, al menos en un principio.


Se dirigió a uno de los seis hombres con traje que había divisado desde fuera, y con un marcado acento de Wutai pidió caridad para un pobre anciano. Ante la negativa inicial insistió un poco, siempre en voz baja y lastimera, para despertar cierta pena al posible benefactor sin invadir jamás su espacio personal. Airo conocía demasiado bien las normas del éxito de un pedigüeño, había conseguido sobrevivir a partir de limosnas durante más tiempo del que parecía humanamente posible. La gente tenía que sentirse en la necesidad de salvar a alguien más débil que ellos para lavar su mala conciencia.


El hombre acabó dejando caer unas cuantas monedas, formando una calderilla miserable que Airo agradeció con efusividad a bajo volumen. Se dirigió al segundo y al tercero entonando la misma cantinela con diferentes grados de éxito antes de dirigirse al hombre gris. Para todos los presentes se había establecido una pauta en la cual aquel vagabundo relacionaba la vestimenta con el poder adquisitivo, así que Smith no percibió nada especial al ser interrogado por el viejo.


–Una limosna para este pobre lisiado – pidió arrastrando las palabras como lo había oído hacer a sus conciudadanos.

–No tengo suelto –respondió sin apartar la vista de la pantalla.

–Sólo pido un poco de caridad, señor. Hace dos días que no como –al decir esto dejó caer una significativa mirada al plato de cortezas.

–No tengo suelto –repitió con voz automática, esta vez mirándolo por el rabillo del ojo.


Airo agachó la cabeza y miró sus pies embutidos en unas botas de montaña una talla mayor –llevaba dos pares de calcetines para que no le bailaran–, después los insulsos mocasines de Smith y finalmente las botas de suela pesada de quien acababa de ocupar el tamborete de al lado. Reconoció ese calzado amenazador que podía romper dos costillas de una sola patada, así como la señal preestablecida –un golpe con el empeine en el metal del asiento – y la mirada de Airo se posó de nuevo en el plato de cortezas.


Smith seguía mirando la pantalla luminosa, fingiendo sin mucho acierto que ignoraba al viejo. El falso vagabundo puso la mano sobra la barra y subrepticiamente la dirigió hacía el aperitivo. En el momento que atenazó el borde del plato, el hombre gris se dio cuenta y lo cogió por el otro borde. La cerámica chirrió sobre el metal cuando ninguno de los dos la soltó.


–¡Serás ladrón! –en lugar de gritar siseó.


Airo no dijo nada, apretando los labios mientras tiraba del plato hacía sí, ya con las dos manos. La actitud de Smith no parecía muy coherente, evitando montar una escena y procurando pasar inadvertido en lugar de quejarse a viva voz. Pero yo quiero que llames la atención pensaba el oriental cuando, al notar la fuerza exagerada que el hombre gris hacía por recuperar su aperitivo –esparcido ya sobre la barra – soltó el plato y dejó que el impulso lo empujara contra el nuevo cliente.


Ocultó la cara bajo los brazos en una muestra de miedo. Entre el hueco podía ver los asientos derribados y la cerveza derramada sobre la barra.


–¿¡A ti que te pasa, extranjero de mierda!? –gritó Smith con la camisa chorreando alcohol.

–¿Qué me has dicho? –exigió una voz irritada a su espalda.


Los dioses no habrían encontrado una frase mejor. Smith se giró para ver contra quien había chocado y se encontró cara a cara con un extranjero de metro noventa y tenso como la cuerda de un arco. No era originario de Wutai, sino de la raza que antaño habitó la región de Cañón Cosmo. Un vestigio superviviente del mestizaje al que se sometieron los nativos cuando el desfiladero fue tomado por hordas de hippies pseudo científicos que decían entender el planeta.


El hombre gris calibró al joven. No era excesivamente musculoso; pero la rabia que se escondía tras sus ojos oscuros aseguraba que, si lo provocaban, atacaría con la fuerza de un búfalo. Su rostro, airado, tenía el color de la tierra, y fruncía unas cejas gruesas y negras. Alzó un par de brazos completamente tatuados con cenefas geométricas y símbolos tribales, seguramente con profundo sentido místico para él; aunque a Airo la silueta de un hombre con cuernos le recordaba más al logo de una banda musical que a ninguna iconografía religiosa.


Los cálculos de Smith le decían que no debía iniciar una reyerta, así que colocó las manos frente a él intentando reclamar la calma perdida. El falso vagabundo, momentáneamente olvidado, aprovechó para empujar al hombre trajeado de tal manera que este a su vez empujó al extranjero. El recién llegado cayó hacía atrás, aferrándose a la barra en un intento de no estrellarse entre los asientos que había derribado.


–¿¡Pero a ti que cojones te pasa!? –exigió el joven moreno, incorporándose.


Ahora todo el bar les prestaba atención, esperando a que llovieran los golpes. Smith no entendía como él podía haber ejercido tanta fuerza sobre ese tipo, y sus dudas eran ciertas. Airo hizo un discreto mutis por el foro dirigiendo una mirada elocuente al joven nativo antes de desaparecer: Iroqu era un gran actor, y también un gran luchador si se terciaba. Este descargó un primer golpe contra la mandíbula del hombre gris. El oriental cerró la puerta, dejando tras de sí el clamor de la pelea.


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–¡Cuánto tiempo sin verte, Paul!


La voz de Leroy sonaba falsamente feliz ante el reencuentro. Estaban en el garaje de lo que en sus buenos tiempos fue un taller del sector 3 antes de que alguien dejara un mechero demasiado cerca del combustible. Ahora se había convertido en el cuarto de invitados de los morosos del chulo, y era tan siniestro y dejado de la mano de dios como parecía.


–¿Qué hacemos aquí? –preguntó Smith con voz estrangulada.

–Nada especial, sólo quería tener una charla contigo en mi garaje.


El hombre gris observó todo con los movimientos rápidos que otorga el miedo. Sus ojos se posaron sobre la puerta por la que le habían hecho entrar –a rastras y contra su voluntad – y comprobó que estaba firmemente cerrada. Aunque no estaba atado y ninguna arma visible apuntaba hacía él, le temblaban las rodillas cosa mala. Iroqu se encontraba a una distancia prudencial, preparado para saltarle al cuello en cualquier momento. Smith se pasó una mano por las magulladuras de la cara y centró su atención en Leroy. Una emboscada, me ha tendido una emboscada el muy...


–¿Sabes que eres al primero que invito a venir aquí? –explicó el chulo.


Era cierto en parte. Hasta la fecha, los problemas del negocio legal de Leroy –inversiones en bolsa –se iban solucionando a través de su abogado, Eric Nerve. Un hombre muy hostil con los que debían dinero; aunque no más hostil que el guardaespaldas. La razón por la que Leroy aun no había recurrido a la cirugía estética o fingido su propia muerte para vivir tranquilo era la discreción que la que llevaba su negocio de prostitución –amenazas y venganzas incluidas - y la forma que en blanqueaba sus beneficios a través de la bolsa. Era mucho más inteligente tener una cuenta en un paraíso fiscal que esconder dinero negro bajo la almohada.


–¿Qué quieres? –murmuró Smith, fingiendo inocencia.

–Sólo lo que es mío –esta vez dejó de mostrar ningún tipo de cordialidad.

–No tengo nada tuyo...

–¿Tengo que refrescarte la memoria? –no era una pregunta, era una amenaza –Las acciones de la química que te vendí...

–¡Te las pagué!

–A precio de saldo. El precio de las acciones cambia según el mercado, Paul. No puedes comprarme unas acciones de una empresa al alza como si estuviera en quiebra. Un inversor como tú debería saberlo.

–Será un error de la transferencia bancaria...

–La mía y la que todos tus socios han recibido, creo saber.

–No tengo dinero...

–¿En sólo tres semanas te has fundido todos los millones que has robado entre estafas y desfalcos a empresas? Muy mal, no deberías tener vicios tan caros.


Smith palideció, viendo que sus posibles defensas flaqueaban ante las pruebas aplastantes. Leroy dio un paso hacía su ex socio, y este repitió el gesto pero hacia atrás. Airo observaba desde una esquina como testigo obligado, sorprendido que alguien tan poco llamativo hubiera sido capaz de amasar tanto dinero por métodos poco ortodoxos. Debía ser muy insultante para alguien como Leroy ser estafado por un hombre tan vulgar.


–No me toques los cojones, Paul. No nací ayer. Dame el dinero que me debes y no te cortaré la piel a tiras.

–¡No tengo dinero, joder! –la voz de Smith sonó chirriante.

–Paul... –la escasa paciencia de Leroy se estaba agotando.

–¡Me robaron! ¿vale? ¡Iba a fugarme del país con toda vuestra pasta pero me la robaron, y ahora estoy atrapado en este puto sector sin poder salir! –hablaba atropelladamente.

–¿Pretendes que me crea eso? ¿Qué pasa, que eres tan gilipollas que decidiste llevarte el dinero en metálico en vez de transferirlo a un deposito seguro?

Los labios del hombre gris perdieron todo color, y sus rodillas chocaban una contra la otra al temblar. En la cara del chulo se dibujó una comprensión fatal.


–Eres idiota... –gruñó dos octavas por debajo de su tono normal.


Airo podía imaginarse la escena del atraco. Es más, podía imaginarse el porqué. Un tipo insignificante que había robado a varias personas y empresas con visible éxito debía sentirse muy importante. Querría llevar su trofeo bien cerca porque, al igual que alguien que palpa su arma constantemente bajo la ropa, se sentía poderoso por la proximidad del dinero. Quizás quería parodiar alguna película de mafiosos y observar su botín desde un asiento de primera clase en un vuelo al extranjero.


¿Y el atraco? ¿Debía haber sido una broma nefasta del azar? Un par de ladrones armados simplemente con destornilladores podían reducir fácilmente a ese tipejo. Smith no podía denunciar ese robo por razones evidentes, así que no se hizo eco en los medios. Era impresionante como una mente criminal podía bajar la guardia cuando saboreaba el éxito: su fantasía infantil le había costado unos millones de guiles que no le pertenecían.


¿Y ahora qué?
Era el pensamiento general. A pesar de la quiebra financiera de su ex socio, el viejo sabía que Leroy haría lo inimaginable para recuperar su dinero. Si los cálculos no le fallaban, la cuenta ascendía a sesenta mil guiles, amén de lo que debía a los demás damnificados. ¿Iban a resarcirse obligándolo a trabajos forzados? Smith no viviría lo suficiente para poder saldar su deuda con todos ellos. Además, el proxeneta quería el dinero en metálico, no un esclavo al que no podía sacarle ningún provecho.


Leroy se pasó la mano por la cara, desde las cejas hasta la perilla, he hizo un gesto parecido a los practicantes de yoga para relajarse. Aquel intento de permanecer en calma no convenció al hombre gris, al que parecía que tanto las piernas como el esfínter iban a fallarle en pocos minutos.


–Verás, Paul... no soy una persona comprensiva ni misericordiosa, no con los que me roban. A mí nadie no se me roba nada –Smith balbuceó, era el único que no advertía el pero implícito en el discurso –. Aun así te daré una oportunidad. Estaría muy feo eliminar a alguien tan evidentemente retrasado como tú. Dejaré que me pagues a plazos. Con intereses.


Smith recuperó la capacidad de respirar, sólo en parte. Parecía estar a punto de agradecer su suerte; pero el chulo no se lo permitió.


–Ya me has puteado una vez, por lo que no puedo confiar en ti. Así que te buscaré un trabajo con un... conocido. Alguien que te vigile para que no te fugues y cumplas con tu parte. ¿Conoces a un hombre llamado Hyde?


Airo silbó entre dientes y Smith palideció. Hyde era un tipo amanerado e histriónico que vivía en el sector 2. Ostentaba el dudoso éxito de ser el único proxeneta al que Leroy no le deseaba una pronta muerte, ya que se dedicaba exclusivamente a la clientela gay. Uno no tenía que ser un sabio para entender que no pretendía colocar a Smith como contable o secretario. El chulo parecía contento por su futura venganza.


–La verdad es que dejas mucho que desear para los parámetros de Hyde; pero estoy seguro que algo podrá hacer contigo. Evidentemente no tienes ni experiencia ni atractivo para colocarte en un puesto de alto standing, así que tendrás que chupar muchas pollas y dejar que den por culo durante al menos un par de años para saldarme la deuda.

–¡No me hagas esto...! –la voz de Smith sonó como si hubiera tragado helio. Iroqu redimió una risita desde su posición.

–El que la hace la paga. Y da gracias que no decida entregarte a todos los demás a los que les has robado –puso mucho énfasis en el todos –. De momento.

–¡Por el amor de dios, no me hagas esto!

–Iroqu –el joven se irguió al oír su nombre –, sujétalo. Vamos a visitar a Hyde.


En dos pasos el guardaespaldas se colocó frente al hombre gris, que se movía erráticamente en un intento desesperado de cambiar su destino inmediato. En su huida disimulada acabó notando el duro tacto de la pared calcinada contra su espalda. Iroqu no se movía ni rápida ni bruscamente, pues en aquella ratonera no lo necesitaba. Hacía esperar a su rehén, permitiendo que el miedo fluyera ante la angustiosa espera.


Smith alzó un brazo, palpando la pared en busca de ayuda o un hueco, y notó contra sus dedos los restos de un vidrio de seguridad que colgaban precariamente del marco de lo que fue un armario. Cerró los dedos contra ellos y consiguió arrancar un trozo, negro de ceniza. Antes de que el guardaespaldas resultara herido por el impulso o pudiera desarmarlo, el hombre gris se colocó un vidrio en el cuello.


–¡Si te acercas más me mato! ¡Juro que me mato! – chilló.

–Paul, no hagas estupideces –advirtió el chulo.

–¡No pienso vivir siendo la puta de nadie y esperando a que los demás me encuentren! ¡Prefiero morirme! –la histeria hacía que su discurso menos melodramático de lo que podría parecer.


Iroqu se alejó marchando hacia atrás medio metro y Leroy, que había palpado instintivamente su arma bajo su ropa, levantó las manos frente a su cuerpo. Los ojos de Smith los miraban a ambos, con las manos y el cuello tiznados en contacto con el vidrio. Tenía los ojos desorbitados y su pulso era tan fuerte que casi podía oírse. Parecía que iba a cumplir su promesa, más por los fuertes temblores que sacudían su cuerpo que por su talante decidido.


Aquella era una medida de un hombre desesperado. El chulo parecía contrariado: su guardaespaldas podía desarmar al hombre gris en un santiamén; pero no estaba seguro que este saliera ileso del placaje. Mantener bajo mínimos el cupo de heridos y muertos por ajustes de cuentas era lo que le alejaba de la cárcel, no estaba por la labor de dar razones a los Turcos para hacerle una visita.


Airo observó a su casero, al joven guardaespaldas y finalmente el hombre gris de tentativas suicidas. Abandonó la esquina donde se parapetaba en silencio y se colocó al lado del proxeneta, visiblemente descolocado por el giro de los acontecimientos.


– La próxima vez que busques un socio para invertir en bolsa exígele un certificado de salud mental.

–Si te digo que prefiero los problemas con los clientes de mis chicas... –siseó Leroy –Al menos esos puedo solucionarlos con una paliza o un tiro en la sien.

–¡Ah, el delicado equilibrio entre la venganza personal y las leyes...! –dijo con tono leve.

–¡Ah...! –se burló el chulo sin pizca de humor.

–Déjame hablar con ese pobre diablo –sugirió el viejo.


Airo renqueó hasta el hombre acorralado y lo saludó con una leve reverencia, a la vieja usanza de su país natal. Con un gesto de la cabeza pidió a Iroqu que se retirara un par de metros. El único movimiento de Smith fueron sus ojos nerviosos, del viejo al guardaespaldas.


–Veo que eres un hombre con honor, y eso me gusta –dijo Airo –. En mi país, un hombre elige antes la muerte que al deshonor, así que si deseas quitarte la vida, adelante.


Smith lo miró incrédulo y Leroy alzó una ceja; pero contuvo su exclamación en el interior de su boca con muy buen juicio.


–¿No... no vas a detenerme?

–¡No! Sería cruel impedir que alguien se librara del deshonor por este camino. La sangre lava el pecado.

–Pero...

–Si quieres, gustosamente te asistiría en un suicidio ritual.

–¿Un qué?

–En mi nación el suicido es un ritual sagrado. Un hombre, arrodillado en el suelo, expresa las razones que le llevan a darse muerte y se corta el vientre de izquierda a derecha con un cuchillo. A su espalda, un hombre de confianza le corta de cabeza –Smith casi se desmayó al escuchar eso –. Este no es el lugar idóneo ni poseemos las armas adecuadas; pero igualmente me gustaría ayudar.


La cara del hombre gris, que inconscientemente había alejado el arma homicida de su cuello, era de incredulidad total. Esperaba que sus secuestradores, por evitarse problemas con la justicia, le dejarían huir ante las amenazas... ¡Y ahora un viejo de Wutai le instaba a suicidarse!

Tragó saliva y habló con dificultad, entre murmullos.


–... la deuda... –el resto de la frase se perdió entre balbuceos.

–Tranquilo, nos la cobraremos igualmente. Una vez haya terminado el ritual examinaremos tu cadáver para sacar una copia de tus huellas dactilares. Quizás por seguridad también deberíamos sacar una copia de las huellas de los pies y un escáner de retina. Tengo un amigo forense que me debe un par de favores. ¡Ah, y no debemos olvidarnos de conseguir algunas muestras de ADN, por lo que pueda pasar! Después entraremos en tu casa y buscaremos los documentos necesarios para hacernos pasar por ti: firmas, partida de nacimiento, documento de identidad...

–¿¡Pero que mierda...!? – Smith no se lo podía creer.


Leroy sonreía visiblemente ante el teatro que se estaba desarrollando. Airo continuó con la escena.


–Con todo esto estoy seguro que, una vez hayamos eliminado el cuerpo y la escena del crimen, podremos hacernos pasar por ti durante el tiempo que sea necesario. Podríamos, por ejemplo, cometer otros robos y estafas en tu nombre; pero no sería muy honorable. En mi opinión, sería mejor buscar y encontrar tus cómplices y recuperar el dinero.

–¿Qué cómplices?

–Los que dijeron que te sacarían del país por una parte del botín y te traicionaron llevándoselo todo –Smith abrió la boca –. He estado observándote durante más días de los que puedas imaginar, y sé que un tipejo insignificante como tú jamás se cruzaría en el punto de mira de un ladrón. Eres tan vulgar que te confundes con la pared que tienes a tu espalda –la forma en que lo dijo hizo que sonara como un insulto grave –. La única razón por la que alguien te escogería sería porque supiera que tienes ese dinero.


Lo que sea que siseara el hombre gris nunca llegó a entenderse. Airo empezó a alejarse de él, dejándole cierta intimidad para que procediera. Podía comprender, en el caso de que aquel hombre hubiera contemplado verdaderamente la idea de suicidarse, que prefiriera hacerlo en solitario y no con la ayuda de un desconocido. Eran tan diferentes las costumbres en Midgar...


–Gracias por facilitarnos el trabajo y evitar que nos manchemos las manos de sangre –dijo Airo con una nueva reverencia –. Que sea rápido, por favor. Se está haciendo tarde y a este viejo le gustaría irse a dormir.


El único que permaneció al lado del ex socio/ estafador/ suicida fue el guardaespaldas. Leroy y Airo se alejaron hasta un lugar donde no podían oírlos y empezaron a hablar en voz baja.


–¿Crees que va a hacerlo? –preguntó el chulo.

–No. Te ha juzgado mal, Leroy: piensa que eres como él, y en el caso inverso te habría dejado marchar libremente para evitar un escándalo. Es la clase de persona incapaz de infligir daño físico.

–¿Cómo sabías que le robaron sus cómplices?

–¡Oh, no lo sabía! –Airo parecía complacido de su descubrimiento –pero lo deduje. Al principio pensaba que era casualidad que alguien le robara; pero ahora ya no estoy tan seguro. Sabiendo como es y por lo que ha contado, debía confiar en que nadie robaría a un ladrón. Se creía más importante de lo que era. ¡Craso error! Sólo es una rata demasiado cobarde para sobrevivir a cualquier precio.

–Lo que... lo que has comentado antes que podríamos hacer si se matara... ¿es factible?

–Bueno, lo cierto es que sí. A mí también me deben favores, ¿sabes? No eres al único que regalo piedras translúcidas –alzó una ceja canosa con elocuencia

–Tu opción es peligrosa; pero mucho más rápida. Y sobre todo, mucho más rentable si realmente podemos cargarle la culpa esa rata cobarde.

–¿En que estás pensando? –tenía la sospecha pintada en la voz.

–¿No dicen que quien roba al ladrón tiene cien años de perdón?

–Leroy...


Los ojos de su casero brillaban con la misma avaricia que un bandido ante su próximo botín. Mierda, miera, mierda... las cosas estaban tomando un rumbo demasiado siniestro. ¿Realmente habían pasado de querer evitar que se hiciera daño a quitarlo de en medio en tan poco tiempo? ¿Pero en que coño piensa Leroy?, se preguntaba el oriental. O las drogas habían destrozado su percepción de las cosas, o estaba más cerca de la psicopatía de lo que demostraba a simple vista.


El proxeneta se giró, caminando con paso erguido hacía su ex socio, que seguía conmocionado contra la pared. En un gesto demasiado rápido para la vista humana desenfundo su arma y la encañonó en la cabeza del hombre gris. El vidrio resbaló entre sus manos, y antes de que las lágrimas del pánico abandonaran sus ojos la pistola ya se había disparado.


–Esto no supone nada para ti ¿verdad? –acusó el oriental mientras el cuerpo de Smith caía como un títere sin hilos.

–Que conste que esta no era mi intención original; pero las cosas han cambiado. He decidido que nos conviene más pasar al plan B.

–En esta ciudad no todas las vidas valen lo mismo... –murmuró con los dientes apretados.

–¡Vamos, vamos; no hay que ser tan melodramático! Alegra esa cara, viejo; porque si tu plan sale bien te recompensaré como nunca lo habían hecho.

–No quiero tu dinero, no lo necesito.

–Ya lo sé –se acercó a él y le palmeo la cara con la mano derecha. Olía a pólvora –. Pero hay algo que sé que quieres y necesitas. En mi cartera de clientes hay ciertos psicópatas de bata blanca que investigan toxinas, como esa que te dejó lisiado...


Airo notó como un cosquilleo nacía en su esternón y le recorría todo el cuerpo. Aquel tío jugaba fuerte y apostaba alto. Si alguna vez quería montar una partida de ruleta rusa –cosa que dudaba –lo llamaría.


–... nadie mejor que el creador del veneno para descubrir el antídoto –ofreció Leroy –. ¿No sería maravilloso dejar de cojear y de sufrir migrañas? Por no decir que podrías hacerle un favor a Berta, creo que se siente muy sola...


El tono sugerente con el que terminó la frase demostró que estaba mucho mejor enterado de lo que ocurría en su bloque de pisos de lo que aparentaba. Tenía que escoger entre ser un chivato, un testigo mudo o un cómplice del crimen. Airo luchó contra varios sentimientos contradictorios, entre la rabia por la facilidad con la que se mataba un hombre y la esperanza por la tentadora oferta. Leroy lo observaba con el móvil en la mano, esperando a que aceptara y le diera el número del forense. A su espalda Iroqu mantenía todo rastro de emoción lejos del alcance humano, y en el suelo estaba el cadáver del traidor traicionado.


–Dame eso –exigió el oriental con voz grave –yo le llamaré.


Ciertamente, su vida valía más que la del hombre gris.

8 comentarios:

Astaroth dijo...

Buen relato. Tiene un par de puntos sueltos que lo dejan un tanto extraño en determinadas partes, y no me quedó muy claro cómo es Iroqu...

Es entretenido, y sirve bastante bien para crear una nueva línea argumental.

PD: ¿Qué ocurrió con Leroy y la chica del contenedor? Eso no me quedó claro...

Irvin dijo...

Si, hay cosas de este texto que a mi tampoco me convencen; pero los mil problemas que he tenido para subirlo al blog me han hecho tomarle cierta manía, así que ahora no podría mirarlo con calma para descubrir el qué.

¿Cómo es de físico o de carácter? Es un hombre joven (no llega a los treinta) un tio leal que cumple órdenes sin chistar, y que de pequeño estaba a la diestra de los niños que te quitaban el almuerzo en el cole, así que no es de extrañar que trabaje para quien trabaja. Es moreno con una coletilla en la nuca, alto y fibroso. No sé si te sirve de ayuda.

Lo que ocurrió con la chica es que ya que no se uso en el enlace del relato anterior supuse que se habían deshecho del cuerpo. Un cadáver es algo que al final te encuentras, aunque sea en un lugar abandonado como el sector 7, así que Airo le pidió un favor a su casero, ya que es un tipo con contactos súper raros y recursos. Se dice que sin cuerpo no hay crimen, así que...

Lara LI dijo...

Está entretenido ^^ además tenía ganas de saber más sobre Airo... es un tío legal, la verdad es que molaría que lo del psicótico de la bata balnca fuese verdad y lograra curarlo.

¡Además, por más que diga, hace buena pareja con Berta! Yo creo que estarían muy bien los dos juntos.

Eso sí, el putero es peligroso de narices. Ese tío es de los que te clavan el tenedor en medio de la cena, te saca los ojos con él y luego sigue comiendo tranquilamente.

Me quedé con ganas de saber un poco mas sobre Iroqu, pinta interesante, me recuerda por la descripción a un sioux.

Ukio sensei dijo...

Yo también me inspiré en los nativos americanos para los personajes relacionados con el Cañón Cosmo. Como se llamaba el soldado ese? Nathaniel Jonze...

El relato está bien, pero entre que dormí poco y mal, y estaba con varias cosas a la vez, me perdí el enlace. Donde está?

Ukio sensei dijo...

Creo que voy a hacer una crítica un poco más currada.


Airo no me acaba de... Es decir, para ser alguien que es un pringatus máximus, tiene demasiado orgullo. Aún así, me gusta su astucia a lo mayordomo, de ver, oír y callar.

Habría estado bien que la descripción física e Iroqu estuviese DENTRO del relato. Matón un tanto más profundo que el estandar. Tengo curiosidad por saber si es un simple macarra o hay algo más (entrenamiento militar... Trabajos para la mafia... Guerra del Cañón Cosmo contra los Gi...)

Por último, Leroy es siniestro y pragmático, pero también un tanto tosco para alguien que invierte en bolsa y esas cosas. Me gustó especialmente en la escena del interrogatorio, aunque me extraña que no hayan empezado antes las hostias que las preguntas. Aparte de eso, salvo un par de faltas de ortografía sueltas, nada más que decir.

Lectora de cómics dijo...

A mí esta gente me da miedo xDDDDDD mira que tenemos asesinos chalados y justicieros, pero los que matan por dinero sin pestañear me dan más cosa.
El relato está bien llevado y bien documentado, Leroy me gusta como personaje, bastardo sin escrúpulos. No sé, son todos un plantel curioso xD

Irvin dijo...

Digamos que son como una familia curiosa XD. Veo que hay dudas y/o discrepancias con los personajes, a ver si esto ayuda a conocerlos un poquito.

Airo: es orgulloso porque al pobre es lo único que le queda. Es algo con lo que lo educaron y que más o menos intenta guardar, aunque siempre a un nivel que no le haga peligrar su supervivencia; porque sabe cuando debe callar y tragar. En parte es porque el hombre ya está un poco harto del mundo, pero sigue aquí gracias a su astucia y experiencia.

Iroqu: es que yo hasta donde había visto definidos a los guardaespaldas en las novelas eran poco más que armarios roperos intimidatorios, así que explico pocas cosas. El antiguo guardaespladas de Leroy lo entrenó (era un paramilitar que fue obligado a retirarse por razones que no vienen al caso -o- ) que dimitió del puesto cuando lo de la sobredosis, porque dijo que podía proteger a Leroy de sus enemigos pero no de sí mismo.

La referencia a los indios americanos queda demasiado clara en el juego, no es para saltársela a la torera...

Leroy: lo que le pasa a este hombre es que es un psicópata con pretensiones de capo mafioso: quiere ser elegante, jugar a ambos lados de la ley, no mancharse las manos con el trabajo sucio... pero en el fondo le gusta eso de partirle la cara a los morosos en persona y esnifar el olor de un montón de billetes. Es su naturaleza, intenta retenerla pero a veces le puede.

Lo de la bolsa: Leroy tiene inteligencia y por eso suele invertir bien, amén de esas informaciones confidenciales que sus chicas le sonsacan a los clientes -banqueros y otros peces gordos de la economía- por un pico.

Son un grupillo raro; pero a mi me gusta bastante.

Espero que esto haya servido de ayuda.

Lucas Proto dijo...

Me ha costado un montón encajar con tu relato y no pifiarla, a ver si Crom ha repartido suerte xD

Me gustó, está bien, aunque siento realmente pena por el pobre Smith -_- vaya tela xD