El rugido confuso de guitarras marcaba el final del concierto tras el muro de azulejos sucios.
- Todas sois unas mentirosas.
La mamada había quedado brutalmente interrumpida por el tintineo de las cadenas plateadas golpeando graciosamente el cañón de la pistola. Frente al arma, sentada sobre la tapa del retrete, había una chica regordeta que rodeaba la verga del tirador con sus dedos rechonchos. ‘Grim’, observando a través del marco borroso que había proporcionado el alcohol a su vista, podía distinguir, tras el punto de mira, la desenfocada figura de la muchacha, embutida en una camiseta de tiras muy escotada a juego con una minifalda negra y unas medias de lana a rayas, y la mirada asombrada y dudosa que lo escrutaba con ojos muy abiertos. Detrás de la puerta del excusado se oía a dos mujeres jóvenes conversando sobre la sombra de ojos y sus efectos de atracción sobre los machos incautos, aparte del estruendo y vocerío que hacía temblar el Highlandern Cavern desde su interior. Jim ‘Grim’ Garrison amartilló la pistola disfrutando del característico sonido de cerradura.
- Cómetela –observó la reacción torpe de la joven-. La pipa, idiota.
Ante la presencia de un calibre 45 siempre sobran las palabras y las vacilaciones, por desgracia las últimas son inevitables. Primero miró a ‘Grim’, luego a la boca del cañón, de nuevo a uno y otra vez a la otra. Un golpe de culata en la mejilla la animó a saborear la plata que bañaba la corredera de la Marcus 32. Vio cómo bajo el flequillo teñido el Turk se entrecerraban unos ojos ansiosos y sibilinos. Dirigió su mirada hacia el arma e imaginó diez planos diferentes de su propio cráneo reventando bajo la fuerza de una bala. Sus ojos comenzaron a lagrimar en dos ríos salados de abundante caudal que se llevaron por delante el maquillaje negro que marcaba más sus ojeras. Sus labios, también a juego con su oscuro atuendo, temblaban en un intento de abrir la boca. Su mano derecha soltó suavemente, con cuidado de cirujano, el falo de ‘Grim’, que no bajó de su erección, y tocó con la punta de los dedos la muñeca del trajeado. Se lamió los labios, reconoció el gusto del carmín y mordió el frío metal de la automática. Cerró los ojos y rezó por volver a abrirlos. Con mucho miedo notó cómo el cañón se deslizaba entre sus incisivos hasta que sintió la presión abultada del punto de mira en el paladar, provocándole una arcada que sacudió toda su garganta. Frotó con su lengua parte de los grabados de fábrica “HK MS32 MGSFCOM Cal. 45” y bañó con su saliva la boca del cañón. El calor de sus lágrimas comenzaba a quemarle alas mejillas. Empezó a describir un movimiento de vaivén que hizo que sus muelas chocaran un par de veces contra el duro armazón del cañón. Profirió como pudo un llanto que escapó sonoramente y sacó el arma de su boca. Sólo se le ocurrió besar el dedo que rodeaba el gatillo.
- ¿Por qué te tomas la libertad de detenerte? –inquirió él, que ya liberaba su brazo escayolado del cabestrillo que lo rodeaba-. Creéis que no doy la talla y sin embargo cedéis sumisamente ante la envergadura de un revólver. Sois unas furcias arrogantes que sólo pretenden mantener la vagina rellena con lo más enhiesto y grueso que tenéis a mano. Y luego nos ridiculizáis por puro entretenimiento, para celarnos. Ahora vais a recibir una lección de modestia a base de fuego y plomo. ¡Venga! ¡Chúpala como si fuera un polo, joder!
Fuera de sí, Jim introdujo la pistola tan violentamente en la boca de su víctima que casi hizo saltar uno de sus premolares. Se deleitó al ver cómo brotaba un hilillo de sangre y baba por la comisura de los carnosos labios. Acto seguido agarró su pene erecto con la mano vendada y comenzó a masturbarse evitando las rozaduras con el apósito. Miró a la chica realizar entre lágrimas y sollozos su morbosa labor y se excitó insanamente. Su raciocinio escapaba del éxtasis provocado por la presión, el movimiento y la calidez que hinchaba su miembro viril. Bajó la mirada y creyó ver la cabellera rubia de Yvette, cuyas puntas doradas rozaban sus genitales produciendo unas cosquillas que semejaban punzadas eléctricas quemando amorosamente sus nervios. El índice comenzaba a retorcerse sobre el gatillo empapado en sangre escarlata. El cénit orgásmico no tardo en apoderarse del cuerpo de ‘Grim’, que eyaculó en el opaco pelo negro de la muchacha. Dejó caer el brazo derecho, retirando su arma de la cavidad oral de la fémina.
- ¡Bang! –rió.
El joven trajeado empujó la puerta del escusado con la espalda. Las dos amigas que parloteaban frente al espejo se sorprendieron ante la oscura elegancia ceñida del Turk, presencia que, dado el uso poco ortodoxo de los baños que realizaban las parejitas más atrevidas, aun era difícil de ignorar. ‘Grim’, ebrio como estaba, oteó con el ojo izquierdo -aquel que su peinado de canas pintadas no cubría- el par de molestas gallinas presumidas, que ya habían advertido la bragueta abierta y la culata que asomaba por encima de la cintura del pantalón en una especie de saludo amenazador.
- Largaos –susurró el matón.
No hizo falta repetirlo; las aludidas supieron leer los labios gracias al miedo que casi las hizo añicos por dentro. Apuraron el paso hacia la puerta y cerraron ésta con fuerza. El ruido procedente del local remitió, ya se podía oír claramente el desconsolado y agudo llorar de la moza que permanecía sentada en el inodoro. Garrison, volviendo en sí tras el portazo, se remangó frente al lavadero y abrió el grifo. Las tuberías chillaron al mismo tiempo que un grito gutural a modo de llanto escapaba por la garganta afónica de la muchacha, que en su triste ostracismo forzoso ignoraba la escrupulosa forma en que el pistolero se frotaba tanto la mano sana como los dedos de la escayolada. Éste se volvió y avanzó sacudiendo la diestra mojada hacia la cara de ella, empapada en lágrimas y rímel corrido. La boca del grifo seguía expulsando agua acompañada del chirriar oxidado de una instalación deficiente de la fontanería. La suela del zapato de lona negra se clavó en el rostro femenino. La pobre niña intentó sacarse a ciegas la bota de la cara lanzando manotazos y profiriendo aullidos patéticos que llegaron a irritar enormemente al agresor. La angustia y la confusión que la poseyeron en forma de dolor, ceguera y ensordecedor chillar de tuberías no le permitieron ver a Garrison que, a sus ojos apenas videntes, parecía realizar un extraño ejercicio de manos tras la sucia cobertura de su pie. Al fin se vio liberada del suplicio y gritó, ahogada en lágrimas:
- ¡Déjame! ¡Déjame en paz, sádico hijo de puta!
- Faltaría más.
El punto y final lo puso el cañonazo silenciado por el supresor de la automática adornada con cadenas y calaveras metálicas. Se disparó una bala directa al estómago, el cual terminó reventando entre bilis y hemoglobina. La respiración de la chica fue interrumpida por el vómito de vísceras ensangrentadas, que salpicaron la pernera derecha de ‘Grim’. Un segundo proyectil callado terminó con la agonía ardiente de la ajusticiada atravesando su globo ocular y destrozando el interior del cráneo, cuyos sesos acabaron en los sucios azulejos de la pared y en parte de la cisterna. El asesino se deleitó al oler el familiar perfume de la pólvora, giró sobre sus talones y paseó fúnebremente hasta ponerse frente al espejo. Silbó entre dientes una nota de sorpresa. Ante su propio reflejo observó con detenimiento su flaco cuerpo vestido con una camisa a cuadros, engalanada por una corbata roja y un pañuelo blanco a modo de cabestrillo, y una americana desabrochada no muy apretada, dada la lesión del brazo. Apoyó la pistola en el borde de la pila y cerró la llave de paso del grifo. Observó, embelesado por el alcohol, su cara, algo pálida, y se enamoró de ella porque era hermosa, frágil y sólo para él y nadie más. Se relamía lascivamente el diminuto aro que atravesaba su fino labio inferior cuando reparó en sus ojos verdes, profundos como un pantano. Se hundió, por así decirlo, en sí mismo y besó su propio espectro invertido.
- ¡Mierda! –el clímax fue rasgado violentamente por el intenso hedor de heces proveniente del cadáver-. Se acabó lo que se daba.
El oscuro charco de sangre ganaba terreno paulatinamente, acercándose al caro calzado del Turk, que se arregló el flequillo a su gusto, recogió su Hogard & Kent del 45 modificada y abandonó el servicio de señoras.
La multitud reunida en Highlander Cavern dejaba paso al personaje de negro, quien dejaba tras de sí un camino de miedo cercado por la gente intimidada ante el centelleo de su arma. Jim ‘Grim’ llegó a la mesa donde sus compañeros de armas: Carlos Montes y Dirk van Zackal, tan vendados como él, acompañados de las dos chicas Jennifer ‘Jelly’ Jellicos, la rubia despampanante, y Susan Soto, la morena esbelta. Van Zackal alzó su media pinta en señal de saludo al recién llegado y éste simuló un tropezón para caer encima de ‘Jelly’ y tocar las dos insignias que hacían honor a su nombre. Ambos se besaron larga y lascivamente. ‘Grim’ apoyó con cierta fuerza la punta del silenciador sobre el sugestivo pubis de la chica, quien dejó escapar un gemido que se perdió en el interior de la boca de su don Juan. Al fin sus labios se despegaron dejando inapreciables hilillos de saliva entre ellos. ‘Grim’ dejó el arma sobre la mesa, llamando la atención de sus camaradas.
- Vamos a por la última ronda –anunció para todos sin dejar de mirar a los ojos azules de la Turk rubia-. ¡Y esta vez invito yo!
Todos vitorearon y aplaudieron como monos ebrios al orgulloso Garrison al tiempo que éste iba hacia la barra acompañado de Jellicos, aferrada a su cuello con pretensión de montar a caballito. Ella brincó y rodeó con sus piernas el abdomen flaco de Grim, quien sonrió al sentir la presión afrodisíaca de los abundantes pechos escondidos bajo el top de cuero blanco de la chica.
- ¿Qué tal te ha ido en el baño con Mónica, cielo? –inquirió ella, acercando la boca a la oreja de su amante-. Estaba como loca por conocerte.
- Bastante bien–hincó los codos en la barra, buscando la atención del camarero-. La muy zote era la típica zagala totalmente obcecada en perder la virginidad antes de la mayoría de edad. ¡Qué chiquillada!
- ¿Sabe soplar? –mordió la oreja de ‘Grim’, acentuando más el doble sentido de la expresión.
- No puedo quejarme –admitió con siniestra modestia antes de que Liam le atendiera-. Pide tú las bebidas, que los nubarrones de mi cabeza no me permiten pensar con plena claridad.
Obedeció la aludida a la verborrea de su compañero y, desde la altura que le proporcionaba su ecuestre posición, enumeró de memoria las cuatro filas de cinco chupitos que deseaba. “Tequila, piruleta...”; a partir del segundo elemento de la lista recitada se perdió Garrison en sus propios pensamientos cuando vio que a su lado se encontraba Larry St. Divoir, compañero de oficio y nada más, que lo saludaba con un desganado gesto de cabeza y recogía dos botellas de cerveza fría para luego perderse de visto entre un montón de caras desconocidas. Unos toquecitos tímidos en su frente lo avisaron de que la bandeja con los vasitos ya estaba servida sobre la barra. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que vio a Divoir? El regente masculló algo que el cerebro de ‘Grim’ asimiló a medias: El trajeado sacó su cartera, unida a su cinturón por una cadena de hierro, y pagó los veinte giles. ‘Jelly’, aún montada, se propuso llevar la bandeja sobre la cabeza de su montura. Así, haciendo equilibrios y riéndose a pecho partido, acabaron por llegar a la mesa con los demás. La chica desmontó de Garrison, a quien le había vuelto parte de la lucidez.
- ¿Dónde han quedado el limón y el salero? –preguntó, algo exaltado, Montes.
- ¿Para qué quieres todo eso? –la inexperiencia de Susan quedo bien plasmada en cinco palabras.
- Para acompañar el puto tequila, hombre –a Carlos le ofendía la ignorancia etílica de la gente-. Bueno, ya da lo mismo.
Terminadas las quejas, los cinco Turk fueron sirviéndose de sus respectivos vasos de licor. ‘Grim’ empezó por las mezclas más suaves y coloridas, dejando el tequila para el final. Creyó oír a van Zackal advirtiéndole de que debía bajar el ritmo, pero desde el segundo trago, cuando el ardor en e estómago comenzaba a ser bastante notorio, Garrison ya no estaba para atender a razones. Observó el cilindro de cristal que contenía el tequila. Pensó en el insípido deglutir de ese licor barato, la desagradable quemazón de combustible secando húmedamente las paredes de su garganta y, en el peor de los casos, la posterior vomitona, lo que significaba el duro adiós a su querida borrachera. Todo por culpa de la negligencia del camarero. Cogió la pistola que descansaba sobre la mesa de madera, dio la espalda a sus atónitos compañeros y se dirigió dando empujones hacia la barra. Sin saber muy bien lo que hacía, impulsado por una molestia hinchada por un orgullo ridículo, su cuerpo no pesaba y los brazos parecían tan ligeros que escapaban a su control. Ya nada tenía sentido: la precaución, la amabilidad, la educación, la modestia, la conformidad, los gestos de aquél o de otro, los gritos, el miedo, la sangre ajena... Todo a tomar por el culo. La música que era un murmullo de cataratas y la destrucción llamaba a la puerta de la razón. El arma en su mano derecha era una pluma con la que plasmar lo que él creía en algo tangible.
Lo único que podría recordar de aquel corto lapso sería la cara de un camarero al que había agarrado y sacudido, los ojos de gacela cazada de Liam bajo el cañón, la elegante y transparente silueta de una botella de vodka que fulguraba con luz propia en el estante y sus propias palabras:
- Como compensación quiero ese puñetero bebedizo, o juro que los de la funeraria tendrán que recogerte con una fregona.
Seguido de un montón de imágenes borrosas y caleidoscópicas (las letras Dranoff grabadas en vidrio, sus jóvenes amistades corriendo hacia la salida y humo saliendo del orificio del silenciador) vio a pocos metros de él a Dawssen Peres, imponente y fumador, clavando sus ojos glaucos directamente en su alma. ‘Grim’ rió entre dientes y dedicó al Turk veterano su dedo corazón de la mano izquierda, que notaba dolorida y oprimida por la escayola. Firmada así su sentencia de muerte, salió del bar con litro y medio de vodka bajo el brazo armado.
A unos quinientos metros del Highlander, Montes, Soto y van Zackal, vigilantes, fumaban a la entrada de un callejón, dentro de éste, recostado contra la pared, ‘Grim’ carcajeaba escandalosamente frente a la acongojada Jellicos.
- Creo que voy a mear –balbució Garrison, y acto seguido se introdujo aún más en la oscuridad del callejón dejando su pistola y la botella a cargo de la chica.
- ¿Ya se ha calmado? –preguntó Susan desde la esquina.
- Acaba de irse a hacer pis –informó ‘Jelly’.
El móvil de Montes pitó y respondió con voz forzada a la llamada, parecía proceder del despacho del Mismísimo. La cara atenta y algo desencajada de Carlos profetizaba una tormenta diplomática de las gordas. Hablaba rápido y en voz baja, lo que insinuaba el carácter confidencial de la conversación. Van Zackal y Susan oían sin escuchar, se temían lo peor después de la aventura del bar, donde ‘Grim’ había disparado al dueño del local en un pie. Montes asentía por última vez y colgó.
- A ver... –asimiló lentamente el torrente de información y órdenes, cogió aire y se dispuso a resumirlo a sus dos compañeros-. Eran órdenes directas del trono: Parece ser que Sephiroth ha invocado un pedrusco enorme y... eh, va a estrellarse en Midgar. Esto... Por ahora no se sabe con seguridad cuándo va a caer. Dijo algo sobre el statu quo, un toque de queda y mano dura. Quiere que todos los Turk nos reunamos en el edificio ShinRa en menos de media hora.
Lo hubiera seguido un plomizo silencio de no ser por el salpicar de los orines de ‘Grim’ al fondo del callejón. Los tres miraron a la placa superior, en un intento inútil por confirmar la existencia del meteorito. Jellicos había escuchado toda la conversación y se asustó al ver a ‘Grim’ saliendo de las tinieblas. El trajeado conservaba una sonrisa dibujada en su cara. Rodeó los hombros de la rubia con el brazo izquierdo. Ella cayó inmediatamente en la cuenta.
- ¿Qué has hecho con tus vendas? –le dijo.
- Me molestaba horripilantemente y me la quité-explicó.
Se besaron.
- ¿Ya estás mejor?
- Sí, acabo de evacuar casi todo.
‘Jelly’ pensó por un momento en el meteorito, en la incertidumbre de una muerte inminente. Si lo decía Rufus no podía ser una broma. Temió la soledad, no poder aprovechar sus últimos días abrigada por el calor varonil. Su cuerpo le pedía a gritos huir con él y vivir.
- ¿Me quieres, Jim? –lo miró con ojos humedecidos.
- Ya sabes que yo os amo a todas, Jenny.
Y selló lo dicho con un último ósculo.
Cuando los cinco hombres de negro se fueron calle abajo y ya se desdibujaban sus figuras en las tinieblas urbanas, un vagabundo empapado salía a toda prisa del callejón que momentos antes vigilaban los matones, su mano agarraba lo que parecía ser un cilindro de escayola cortado longitudinalmente. Lanzó el objeto hacia donde habían ido los jóvenes Turk y gritó:
- ¡Cacho cabrones!