-… Y esa es la manera más satisfactoria de llevar a cabo el proceso. Te lo aseguro, si Leman tuviera realmente idea de cómo hacer su trabajo y de lo que tiene en su departamento, hacía ya tiempo que me habría ascendido.
La diatriba de Metroy siguió un rato más, mientras Elliot Rigar se echaba hacia atrás un mechón castaño bastante rebelde y trataba de concentrarse en sus exiguas, y excesivas a un tiempo, obligaciones. Exiguas, porque no eran realmente nada para él. Excesivas, porque era lo único que llenaba su horario de trabajo, y pasada la primera hora de labor ya sólo era capaz de distinguir las cifras y datos del monitor y de hacer las cosas por hábito puro y duro, mientras sus pensamientos divagaban en los profundos socavones que rodeaban su vida. Las escasas veces que se levantaba para controlar la cámara de refinamiento o para revisar una materia defectuosa llegada desde otro departamento le devolvían la vida a sus piernas, pero su mente se veía poco o nada reanimada por la decena de pasos escasa que separaban su puesto de la máquina.
Aquella mañana se antojaba especialmente dura. No sólo porque Dylan Metroy, uno de sus “compañeros”, le estaba calentando los cascos con el resultado de una reunión a la que había asistido como ayudante de la señorita Leman, sino porque además había llegado tarde, con el consiguiente sermón de la jefa, siempre puntual como un reloj y exigente para con el resto en ese tema. Todo por un problema en las vías del tren, no por su causa. Amargamente, Elliot se preguntó si no sería también puntual a la hora de hacer el amor, y si pasados dos minutos le sonase una alarma interna que le hiciera detenerse para fumar, dormir, o lo que demonios hiciese después.
Y eso suponiendo que alguien se la haya tirado alguna vez… Si ahora es como es, cuando su cara sea la de una vieja arpía tendrá ya un master en vuelo con escoba, pensaba amargado. El hecho de que a sus cuarenta y pocos años Leman ya aparentara cerca de cincuenta era muy poco consuelo para él.
-… Te lo aseguro, es algo genial. Cuando les presenté sin darme cuenta esta hoja junto con los datos de evaluación de la semana pasada creyeron que era algo mío, se sintieron intrigados y me pidieron que les explicara lo demás. Les dije que no podía hacerlo sin más, que necesitaba del resto de mis notas para hacerlo más gráfico y que se entendiera mejor. Ellos me dijeron que de acuerdo, que para la siguiente reunión. ¿Te lo puedes creer? Claro que es normal. Tratándose de mí, no me sorprende que creyeran que era idea mía. Y eso que si no fuera por este papelito que encontré tirado en el suelo, nunca se me…
El científico ya se estaba hartando de seguir el juego a Dylan, mientras se lanzaba flores a sí mismo. Estaba deseando que se largara, que dejara de recordarle indirectamente sus propios y fallidos intentos, o las ganas de mejorar siquiera un poco su situación laboral; pero seguía aguantando. Ya tenía bastantes problemas. Elliot levantó un poco la cabeza, lo justo para parecer interesado, o al menos cortés, y vio el papel que Dylan sostenía. Sus ojos azules se abrieron mucho de repente, quitándole de la cara su aspecto aburrido y cambiándolo por otro: completo estupor. Notó la boca reseca como la misma arena de un desierto, y se le quedó entreabierta, como si estuviera extasiado. Naturalmente no era precisamente éxtasis lo que sentía. Eran demasiadas cosas a la vez. Primero sorpresa, seguida de confusión. Luego algo le apretó las entrañas con fuerza, y supo que era angustia. Lo último que sintió fue ira y esa ira se llevó todo lo demás.
Había reconocido a la perfección aquel escrito. Era parte de su proyecto, ese que guardaba en el fondo del cajón. Ese que nunca vería la luz, porque, ¿cómo iba a lograr que alguien se interesara por ello? Para alguien de su cargo, era imposible hacérselo llegar a alguien que realmente pudiera darle luz verde para realizarlo, y la estirada de Leman tenía un eslogan, uno de sus muchos conjuros de bruja: si funciona, ¿para qué cambiarlo? Ella nunca admitiría un cambio, y por supuesto tampoco accedería a enviárselo a alguien que pudiera hacerlo. Así pues, aquel plan concienzudo, revisado y teóricamente eficaz estaba destinado a permanecer sin aplicación alguna, acumulando polvo y haciendo de amarillenta alfombra para otros documentos en el interior de aquel cajón. Y ahora una parte aparecía de la mano de Dylan Metroy, que había sido capaz de presentarlo en una reunión, hecho que le había valido el interés de los asistentes. Un interés que no merecía.
¿Cómo, en nombre de todo lo sagrado, era posible que Metroy tuviera aquel fragmento? El primer impulso de Elliot fue analizar sus palabras. Decía que lo había encontrado en el suelo. Era posible: el cajón tenía más usos que ser un vertedero de ideas irrealizables. Podía haberse caído al coger otro documento. El segundo impulso fue considerar la afirmación de Dylan una mentira. Era imposible. Con toda seguridad aquel pedante había aprovechado un descuido o un momento en la cámara de refinamiento para echar un vistazo por sus cajones en busca de algo interesante o simplemente para gastar una broma. Si aquel había sido su propósito, la broma era más pesada de lo que Elliot estaba dispuesto a tolerar. Estaba a punto de saltar, cuando Dylan siguió hablando. Dylan siempre seguía hablando.
-¿Sabes? Es una pena no encontrar algo más con que acompañar este documento. No sé de quién es, pero no me importaría ayudar a su dueño con los peces gordos, ahora que me han dado pie a ello, te lo aseguro. Ya me entiendes, si ellos se mostraron sorprendidos al verlo, es que no se lo había presentado nadie aún. Ahora que tengo su atención, yo podría presentarlo en otra reunión al completo, ver qué les parece y dividir el mérito y los beneficios del proyecto entre ambos. La pena es que sin saber a quién pertenece, no tengo nada…
Elliot hizo lo posible por calmarse sin hacer evidente la debacle emocional que le estaba atravesando. Cuando lo logró y recuperó algo de lógica, se dijo que Dylan debía haber encontrado realmente aquella parte de su proyecto o no lo comentaría tan a la ligera. Ni siquiera parecía que intentase hacerse el listo, o que le estuviera diciendo todo aquello consciente de que él era el padre de aquella idea. Su manera de hablar indicaba que estaba claramente entusiasmado con la perspectiva de un aumento o incluso de un ascenso gracias a su buena suerte, y que seguramente no dividiera nada con nadie, pero también denotaba que estaba en un callejón sin salida. Sin la colaboración del dueño del documento no tenía nada. Elliot recordó vagamente a Dylan yendo de un escritorio a otro y hablando con la gente. Cabía la posibilidad de que se hubiera pasado la mañana esquivando a Leman y comentando con el resto de compañeros. ¿Esperaba dar con el creador de aquellas notas así?
-¿Tienes tú idea de quién puede ser el dueño, Rigar?
Elliot se sobresaltó ligeramente. Miró a Metroy. Parecía completamente sincero en su pregunta. Bajó un poco la cabeza, apartando de nuevo el mechón rebelde, se quitó las gafas que usaba para trabajar y miró de soslayo al monitor. Quería dar la impresión de estar pensando, y era bueno en ello desde hacía tiempo.
Claro que sabía quién era el dueño. Y sabía también que quería recuperarlo. Fugazmente, se le pasó por la cabeza decir la verdad y hacer causa común con aquel tipo. Inmediatamente lo desechó. Él era el único que podría acudir a la siguiente reunión. ¿Qué le impediría, estando frente a los jefes de departamento, atribuirse todo el mérito? Cualquier reclamación hecha después sería inútil y llevaría mucho tiempo hacer que la tuvieran en cuenta siquiera, y entonces habría perdido su oportunidad. Eso nunca. Había trabajado demasiado como para compartirlo con nadie, ni en buenos términos. No obstante, si admitía ser el creador de aquellos bocetos y se negaba a tratar con su compañero, inmediatamente Metroy le atosigaría incansable con tal de tomar parte. En el caso de que se negara, él aún tenía el documento. Elliot podía rehacer esa parte, pero aunque Metroy no era lo suficientemente inteligente como para determinar la utilidad de la misma, había otros que quizá sí. Si se juntaba con otras personas más inteligentes, terminarían robándole la idea de otra manera.
No, eso jamás. No estaba dispuesto a consentirlo. Tenía que evitar que Metroy siguiera divulgando el contenido de aquel folio. Más tarde se encargaría de recuperarlo. Con toda la calma que pudo, volvió a mirar a su repelente compañero. Con un ademán le pidió la hoja. La cogió con ambas manos, controlando su pulso agitado. Mientras observaba aquella letra (su propia letra) con aire interesado, se acordó de algo que podía ayudarle.
-No estoy seguro, pero… creo que puede ser de Mike Earwigh. Alguna vez he pasado por su mesa y tenía cosas parecidas. Si mal no recuerdo, ahora está de vacaciones. Tendrás que esperar a que vuelva para preguntarle.-respondió, al tiempo que devolvía aquel pedazo de su propia inspiración al muy pedante.
-¿Ah, sí? Bueno, pues esperaré. Gracias por la ayuda, Rigar. Si esto funciona y me ascienden, me acordaré de ti, te lo aseguro.-comentó Dylan con aire ligeramente decepcionado.
No hará falta, rumiaba para sí Elliot. Transcurrieron las horas, tanto las de trabajo como la del almuerzo, y finalmente llegó la de salir. Todos recogieron sus cosas, apagaron los terminales, colgaron sus batas a la entrada del laboratorio y se dirigieron a la salida con la ordenada pulcritud de la runita diaria. Mientras, intercambiaban alegremente chismes o planes para aquella tarde o fin de semana. Alguien apagó las luces del techo y cerró. Elliot, por su parte, no salió con los demás, ni colgó su bata ni apagó su terminal.
Esa mañana había hablado con Leman para hacer horas extras. La jefa estaba encantada con ello, pues siempre había trabajo atrasado, y no tuvo problema en darle una tarjeta llave para que pudiera irse a casa después de que se cerraran las puertas del laboratorio. El cambio dado recientemente por uno de sus más díscolos subordinados (a quien siempre encontraba en el centro de cada broma del departamento, o con ideas novedosas cuando aún funcionaban los viejos sistemas) la complacía enormemente. Y es que no era consciente, como no lo era nadie, de que la alteración de su comportamiento venía dada por algo ajeno a él. Pues al salir del trabajo el día anterior le llegó una nueva misiva de “su custodio”. Así llamaba ahora a aquel chantajista que parecía saber hasta con qué frecuencia iba al servicio, y que le “protegía” de sí mismo y de sus secretos. O más bien, de la revelación de éstos. Como las otras veces, la nota vino en un sobre en blanco.
En total había recibido tres en una semana: la primera, que tanto le asustó, de manos de un niño antes de entrar en la sede central de Shinra. La segunda se la entregó un vagabundo al salir del tren. En ella le pedía que entregase al siguiente mensajero una lista de las materias de comando con las que había trabajado últimamente. Justo entonces Elliot había comentado a la señorita Leman el asunto de las horas extras. Había decidido que, siempre que el chantajista le enviase algún recado, intentaría aprovechar esos momentos en los que estaba sólo él en el laboratorio para llevarlos a cabo. El día antes había entregado dicha lista a otro vagabundo distinto del anterior, y éste le había dado a cambio la tercera carta que ahora leía.
La diatriba de Metroy siguió un rato más, mientras Elliot Rigar se echaba hacia atrás un mechón castaño bastante rebelde y trataba de concentrarse en sus exiguas, y excesivas a un tiempo, obligaciones. Exiguas, porque no eran realmente nada para él. Excesivas, porque era lo único que llenaba su horario de trabajo, y pasada la primera hora de labor ya sólo era capaz de distinguir las cifras y datos del monitor y de hacer las cosas por hábito puro y duro, mientras sus pensamientos divagaban en los profundos socavones que rodeaban su vida. Las escasas veces que se levantaba para controlar la cámara de refinamiento o para revisar una materia defectuosa llegada desde otro departamento le devolvían la vida a sus piernas, pero su mente se veía poco o nada reanimada por la decena de pasos escasa que separaban su puesto de la máquina.
Aquella mañana se antojaba especialmente dura. No sólo porque Dylan Metroy, uno de sus “compañeros”, le estaba calentando los cascos con el resultado de una reunión a la que había asistido como ayudante de la señorita Leman, sino porque además había llegado tarde, con el consiguiente sermón de la jefa, siempre puntual como un reloj y exigente para con el resto en ese tema. Todo por un problema en las vías del tren, no por su causa. Amargamente, Elliot se preguntó si no sería también puntual a la hora de hacer el amor, y si pasados dos minutos le sonase una alarma interna que le hiciera detenerse para fumar, dormir, o lo que demonios hiciese después.
Y eso suponiendo que alguien se la haya tirado alguna vez… Si ahora es como es, cuando su cara sea la de una vieja arpía tendrá ya un master en vuelo con escoba, pensaba amargado. El hecho de que a sus cuarenta y pocos años Leman ya aparentara cerca de cincuenta era muy poco consuelo para él.
-… Te lo aseguro, es algo genial. Cuando les presenté sin darme cuenta esta hoja junto con los datos de evaluación de la semana pasada creyeron que era algo mío, se sintieron intrigados y me pidieron que les explicara lo demás. Les dije que no podía hacerlo sin más, que necesitaba del resto de mis notas para hacerlo más gráfico y que se entendiera mejor. Ellos me dijeron que de acuerdo, que para la siguiente reunión. ¿Te lo puedes creer? Claro que es normal. Tratándose de mí, no me sorprende que creyeran que era idea mía. Y eso que si no fuera por este papelito que encontré tirado en el suelo, nunca se me…
El científico ya se estaba hartando de seguir el juego a Dylan, mientras se lanzaba flores a sí mismo. Estaba deseando que se largara, que dejara de recordarle indirectamente sus propios y fallidos intentos, o las ganas de mejorar siquiera un poco su situación laboral; pero seguía aguantando. Ya tenía bastantes problemas. Elliot levantó un poco la cabeza, lo justo para parecer interesado, o al menos cortés, y vio el papel que Dylan sostenía. Sus ojos azules se abrieron mucho de repente, quitándole de la cara su aspecto aburrido y cambiándolo por otro: completo estupor. Notó la boca reseca como la misma arena de un desierto, y se le quedó entreabierta, como si estuviera extasiado. Naturalmente no era precisamente éxtasis lo que sentía. Eran demasiadas cosas a la vez. Primero sorpresa, seguida de confusión. Luego algo le apretó las entrañas con fuerza, y supo que era angustia. Lo último que sintió fue ira y esa ira se llevó todo lo demás.
Había reconocido a la perfección aquel escrito. Era parte de su proyecto, ese que guardaba en el fondo del cajón. Ese que nunca vería la luz, porque, ¿cómo iba a lograr que alguien se interesara por ello? Para alguien de su cargo, era imposible hacérselo llegar a alguien que realmente pudiera darle luz verde para realizarlo, y la estirada de Leman tenía un eslogan, uno de sus muchos conjuros de bruja: si funciona, ¿para qué cambiarlo? Ella nunca admitiría un cambio, y por supuesto tampoco accedería a enviárselo a alguien que pudiera hacerlo. Así pues, aquel plan concienzudo, revisado y teóricamente eficaz estaba destinado a permanecer sin aplicación alguna, acumulando polvo y haciendo de amarillenta alfombra para otros documentos en el interior de aquel cajón. Y ahora una parte aparecía de la mano de Dylan Metroy, que había sido capaz de presentarlo en una reunión, hecho que le había valido el interés de los asistentes. Un interés que no merecía.
¿Cómo, en nombre de todo lo sagrado, era posible que Metroy tuviera aquel fragmento? El primer impulso de Elliot fue analizar sus palabras. Decía que lo había encontrado en el suelo. Era posible: el cajón tenía más usos que ser un vertedero de ideas irrealizables. Podía haberse caído al coger otro documento. El segundo impulso fue considerar la afirmación de Dylan una mentira. Era imposible. Con toda seguridad aquel pedante había aprovechado un descuido o un momento en la cámara de refinamiento para echar un vistazo por sus cajones en busca de algo interesante o simplemente para gastar una broma. Si aquel había sido su propósito, la broma era más pesada de lo que Elliot estaba dispuesto a tolerar. Estaba a punto de saltar, cuando Dylan siguió hablando. Dylan siempre seguía hablando.
-¿Sabes? Es una pena no encontrar algo más con que acompañar este documento. No sé de quién es, pero no me importaría ayudar a su dueño con los peces gordos, ahora que me han dado pie a ello, te lo aseguro. Ya me entiendes, si ellos se mostraron sorprendidos al verlo, es que no se lo había presentado nadie aún. Ahora que tengo su atención, yo podría presentarlo en otra reunión al completo, ver qué les parece y dividir el mérito y los beneficios del proyecto entre ambos. La pena es que sin saber a quién pertenece, no tengo nada…
Elliot hizo lo posible por calmarse sin hacer evidente la debacle emocional que le estaba atravesando. Cuando lo logró y recuperó algo de lógica, se dijo que Dylan debía haber encontrado realmente aquella parte de su proyecto o no lo comentaría tan a la ligera. Ni siquiera parecía que intentase hacerse el listo, o que le estuviera diciendo todo aquello consciente de que él era el padre de aquella idea. Su manera de hablar indicaba que estaba claramente entusiasmado con la perspectiva de un aumento o incluso de un ascenso gracias a su buena suerte, y que seguramente no dividiera nada con nadie, pero también denotaba que estaba en un callejón sin salida. Sin la colaboración del dueño del documento no tenía nada. Elliot recordó vagamente a Dylan yendo de un escritorio a otro y hablando con la gente. Cabía la posibilidad de que se hubiera pasado la mañana esquivando a Leman y comentando con el resto de compañeros. ¿Esperaba dar con el creador de aquellas notas así?
-¿Tienes tú idea de quién puede ser el dueño, Rigar?
Elliot se sobresaltó ligeramente. Miró a Metroy. Parecía completamente sincero en su pregunta. Bajó un poco la cabeza, apartando de nuevo el mechón rebelde, se quitó las gafas que usaba para trabajar y miró de soslayo al monitor. Quería dar la impresión de estar pensando, y era bueno en ello desde hacía tiempo.
Claro que sabía quién era el dueño. Y sabía también que quería recuperarlo. Fugazmente, se le pasó por la cabeza decir la verdad y hacer causa común con aquel tipo. Inmediatamente lo desechó. Él era el único que podría acudir a la siguiente reunión. ¿Qué le impediría, estando frente a los jefes de departamento, atribuirse todo el mérito? Cualquier reclamación hecha después sería inútil y llevaría mucho tiempo hacer que la tuvieran en cuenta siquiera, y entonces habría perdido su oportunidad. Eso nunca. Había trabajado demasiado como para compartirlo con nadie, ni en buenos términos. No obstante, si admitía ser el creador de aquellos bocetos y se negaba a tratar con su compañero, inmediatamente Metroy le atosigaría incansable con tal de tomar parte. En el caso de que se negara, él aún tenía el documento. Elliot podía rehacer esa parte, pero aunque Metroy no era lo suficientemente inteligente como para determinar la utilidad de la misma, había otros que quizá sí. Si se juntaba con otras personas más inteligentes, terminarían robándole la idea de otra manera.
No, eso jamás. No estaba dispuesto a consentirlo. Tenía que evitar que Metroy siguiera divulgando el contenido de aquel folio. Más tarde se encargaría de recuperarlo. Con toda la calma que pudo, volvió a mirar a su repelente compañero. Con un ademán le pidió la hoja. La cogió con ambas manos, controlando su pulso agitado. Mientras observaba aquella letra (su propia letra) con aire interesado, se acordó de algo que podía ayudarle.
-No estoy seguro, pero… creo que puede ser de Mike Earwigh. Alguna vez he pasado por su mesa y tenía cosas parecidas. Si mal no recuerdo, ahora está de vacaciones. Tendrás que esperar a que vuelva para preguntarle.-respondió, al tiempo que devolvía aquel pedazo de su propia inspiración al muy pedante.
-¿Ah, sí? Bueno, pues esperaré. Gracias por la ayuda, Rigar. Si esto funciona y me ascienden, me acordaré de ti, te lo aseguro.-comentó Dylan con aire ligeramente decepcionado.
No hará falta, rumiaba para sí Elliot. Transcurrieron las horas, tanto las de trabajo como la del almuerzo, y finalmente llegó la de salir. Todos recogieron sus cosas, apagaron los terminales, colgaron sus batas a la entrada del laboratorio y se dirigieron a la salida con la ordenada pulcritud de la runita diaria. Mientras, intercambiaban alegremente chismes o planes para aquella tarde o fin de semana. Alguien apagó las luces del techo y cerró. Elliot, por su parte, no salió con los demás, ni colgó su bata ni apagó su terminal.
Esa mañana había hablado con Leman para hacer horas extras. La jefa estaba encantada con ello, pues siempre había trabajo atrasado, y no tuvo problema en darle una tarjeta llave para que pudiera irse a casa después de que se cerraran las puertas del laboratorio. El cambio dado recientemente por uno de sus más díscolos subordinados (a quien siempre encontraba en el centro de cada broma del departamento, o con ideas novedosas cuando aún funcionaban los viejos sistemas) la complacía enormemente. Y es que no era consciente, como no lo era nadie, de que la alteración de su comportamiento venía dada por algo ajeno a él. Pues al salir del trabajo el día anterior le llegó una nueva misiva de “su custodio”. Así llamaba ahora a aquel chantajista que parecía saber hasta con qué frecuencia iba al servicio, y que le “protegía” de sí mismo y de sus secretos. O más bien, de la revelación de éstos. Como las otras veces, la nota vino en un sobre en blanco.
En total había recibido tres en una semana: la primera, que tanto le asustó, de manos de un niño antes de entrar en la sede central de Shinra. La segunda se la entregó un vagabundo al salir del tren. En ella le pedía que entregase al siguiente mensajero una lista de las materias de comando con las que había trabajado últimamente. Justo entonces Elliot había comentado a la señorita Leman el asunto de las horas extras. Había decidido que, siempre que el chantajista le enviase algún recado, intentaría aprovechar esos momentos en los que estaba sólo él en el laboratorio para llevarlos a cabo. El día antes había entregado dicha lista a otro vagabundo distinto del anterior, y éste le había dado a cambio la tercera carta que ahora leía.
“Ha sido un buen trabajo. Espero que la lista sea fiable. Sé que no tienes control de todas las materias que entran en tu departamento, pero con las que has anotado tendré suficiente. Ahora, presta atención. En notas anteriores te dije que no me importaba lo que tardases en conseguir lo que te pidiera, pero hay algo que necesito cuanto antes. En esta ocasión no será como hacer un inventario.”
Tras asegurarse de que estaba solo y que todos los demás habían salido, el científico esperó a oír el característico “clack” que anunciaba que la puerta estaba cerrada. Ahora únicamente con una tarjeta llave se podría entrar o salir. Elliot se sentó frente a su terminal, que junto con su pequeña lámpara de escritorio era lo único que le daba algo de luz en ese momento. Inmediatamente se puso a leer el resto de la carta, con las letras pequeñas, retorcidas y puntiagudas que ya conocía tan bien. El primer párrafo tenía razón: su siguiente cometido no era para nada como hacer un inventario, sino más bien a la inversa. No sería fácil llevarlo a cabo. Si lo hacía sin cuidado, las sospechas recaerían automáticamente sobre él. De hecho… era imposible hacerlo sin convertirse automáticamente en sospechoso. De todo punto imposible. Pero si no lo hacía… un escalofrío recorrió su espalda. El chantajista tenía suficiente sobre él como para arruinar su vida. Con la primera carta había llegado una muestra de ello: una descripción completa de la última furcia con la que estuvo; en la segunda aparecían descritas con pelos y señales unas líneas acerca de ciertas apuestas impagadas en un garito (eso sólo había sido una vez, maldita sea); sin contar con sus opiniones personales acerca de su jefa y sus compañeros, o su proyecto secreto, ahora tan cerca de echarse a perder; y lo más importante, sabía lo suficiente como para poder matarle a él o a su mujer en el trayecto del trabajo a casa, o aun en su propia casa. Un súbito temblor se apoderó del científico. Enfrentarse a la ley siguiendo las instrucciones de la carta y acabar en prisión o algo peor, o no cumplir con el chantajista y arriesgarse a que su vida se convirtiera en un infierno, o a perderla. Terminó de leer las últimas líneas de la carta. Por lo visto, el siguiente mensajero se encontraría con él mañana mismo. El sudor empezó a escapar tan rápido de su cuerpo que pensó que iba a licuarse… algo no exento de tentación para él en ese punto. No tenía apenas tiempo de pensar en otra forma de hacer las cosas, si es que la había.
Algo interrumpió el preludio de su entrada en la desesperación total. En la puerta del pasillo pudo escuchar un ruido, que parecía el de alguien andando con pasos suaves. También se dejó oír el raspar de una tarjeta en la ranura del lector de la puerta. No se abrió, y al continuar los intentos, Elliot se levantó de su mesa y se acercó a la entrada del laboratorio. Desde ahí clavó la mirada en la puerta del pasillo.
-¿Quién es?- preguntó Elliot, temeroso. Aún no había hecho nada, y sin embargo, sudaba como si estuviera intentando ocultar el cadáver de alguien a quien hubiera asesinado.
-¿Rigar? ¿Aún estás ahí?-respondió la voz de Metroy. Elliot suspiró. Por un momento creyó que le iban a fallar las piernas. Metroy se movió, ahora sin preocuparse de si hacía ruido. Elliot usó su tarjeta para abrir desde dentro.- ¿Cómo es que sigues en el laboratorio?
El científico no respondió de inmediato. Primero se recuperó del susto, y volviendo a su puesto se acomodó tanto como lo permitía la silla. Cuando se relajó, miró detenidamente a Metroy. Había vuelto al laboratorio, aún sabiendo que no podría entrar sin una tarjeta llave. ¿Había venido a coger algo que se le había olvidado? De ser así no hacía falta que fuera con tanto sigilo. A no ser, claro… Elliot sonrió para sí mismo. Por lo visto, Dylan no tenía paciencia para esperar a que Earwigh volviera de vacaciones. Quería el resto de los documentos del proyecto, y lo quería ya.
-Estaba metiendo un par de horas extras. No ando con mucha soltura financiera últimamente. ¿Y tú? ¿Te has dejado algo? Ibas con mucho cuidado…
-Ah… sí, creo que me he dejado las llaves del coche encima del escritorio. No es la primera vez que me pasa, y alguna vez que Leman se ha quedado hasta tarde me ha pillado y me ha echado una bronca por tener que abrirme… Menos mal que hoy no está, ¿eh? En fin, voy a buscarlas.-dijo dominando sus nervios a duras penas.
-Deberías dar la luz, o acabarás encontrando antes un golpe con una mesa que las llaves. Tranquilo, Leman sabe que estoy, no creo que te dijera nada si ve esto encendido hoy. Por cierto, ¿cómo pensabas entrar?
-Oh, eso… Tenía una tarjeta llave, la que me dejó la jefa para la reunión.
-¿Y no funciona?
-Sí, pero Leman me hará devolvérsela mañana, así que la dejé aquí. Si la pierdo, esa petarda es capaz de despedirme.
Con una risita, Dylan se acercó al interruptor y dio la luz. Elliot aprovechó ese momento para echar una ojeada discreta a su mesa. Desde donde estaba, podía ver que no había ningún manojo de llaves encima de su puesto. Volvió la cabeza hacia el monitor, mientras dejaba que Metroy fingiera lo que le diera la gana y él hacía otro tanto, tecleando esporádicamente letras al tuntún. Escuchó sus pasos, y también una maldición seguida del ruido de un cajón, y un tintineo. Cuando terminó su actuación, Dylan agitó las llaves como para que las viera. Elliot estaba seguro de que acababa de sacarlas del bolsillo y las hacía sonar para ser más convincente. El muy traidor se dirigió de nuevo hacia la puerta, y apagó de nuevo la luz del techo.
-Bueno, me voy ya, y no le digas nada a nadie de esto, ¿eh? Venga, no trabajes demasiado.
-Tranquilo, saldré en seguida y no te preocupes, no le diré nada a nadie. Será cabrón, ese pedante hijo de puta… Menos mal que no le dije que el papel era mío, pensó Elliot, furioso.
Cuando Metroy salió y se escuchó el cierre de la puerta del pasillo, Elliot volvió a sus cábalas. Tenía que llevar a cabo las instrucciones de la carta, y mañana era el plazo límite. Cuando llegara el mensajero y no le entregase nada, su suerte estaría echada. Desesperado, volvió a la nota.
Algo interrumpió el preludio de su entrada en la desesperación total. En la puerta del pasillo pudo escuchar un ruido, que parecía el de alguien andando con pasos suaves. También se dejó oír el raspar de una tarjeta en la ranura del lector de la puerta. No se abrió, y al continuar los intentos, Elliot se levantó de su mesa y se acercó a la entrada del laboratorio. Desde ahí clavó la mirada en la puerta del pasillo.
-¿Quién es?- preguntó Elliot, temeroso. Aún no había hecho nada, y sin embargo, sudaba como si estuviera intentando ocultar el cadáver de alguien a quien hubiera asesinado.
-¿Rigar? ¿Aún estás ahí?-respondió la voz de Metroy. Elliot suspiró. Por un momento creyó que le iban a fallar las piernas. Metroy se movió, ahora sin preocuparse de si hacía ruido. Elliot usó su tarjeta para abrir desde dentro.- ¿Cómo es que sigues en el laboratorio?
El científico no respondió de inmediato. Primero se recuperó del susto, y volviendo a su puesto se acomodó tanto como lo permitía la silla. Cuando se relajó, miró detenidamente a Metroy. Había vuelto al laboratorio, aún sabiendo que no podría entrar sin una tarjeta llave. ¿Había venido a coger algo que se le había olvidado? De ser así no hacía falta que fuera con tanto sigilo. A no ser, claro… Elliot sonrió para sí mismo. Por lo visto, Dylan no tenía paciencia para esperar a que Earwigh volviera de vacaciones. Quería el resto de los documentos del proyecto, y lo quería ya.
-Estaba metiendo un par de horas extras. No ando con mucha soltura financiera últimamente. ¿Y tú? ¿Te has dejado algo? Ibas con mucho cuidado…
-Ah… sí, creo que me he dejado las llaves del coche encima del escritorio. No es la primera vez que me pasa, y alguna vez que Leman se ha quedado hasta tarde me ha pillado y me ha echado una bronca por tener que abrirme… Menos mal que hoy no está, ¿eh? En fin, voy a buscarlas.-dijo dominando sus nervios a duras penas.
-Deberías dar la luz, o acabarás encontrando antes un golpe con una mesa que las llaves. Tranquilo, Leman sabe que estoy, no creo que te dijera nada si ve esto encendido hoy. Por cierto, ¿cómo pensabas entrar?
-Oh, eso… Tenía una tarjeta llave, la que me dejó la jefa para la reunión.
-¿Y no funciona?
-Sí, pero Leman me hará devolvérsela mañana, así que la dejé aquí. Si la pierdo, esa petarda es capaz de despedirme.
Con una risita, Dylan se acercó al interruptor y dio la luz. Elliot aprovechó ese momento para echar una ojeada discreta a su mesa. Desde donde estaba, podía ver que no había ningún manojo de llaves encima de su puesto. Volvió la cabeza hacia el monitor, mientras dejaba que Metroy fingiera lo que le diera la gana y él hacía otro tanto, tecleando esporádicamente letras al tuntún. Escuchó sus pasos, y también una maldición seguida del ruido de un cajón, y un tintineo. Cuando terminó su actuación, Dylan agitó las llaves como para que las viera. Elliot estaba seguro de que acababa de sacarlas del bolsillo y las hacía sonar para ser más convincente. El muy traidor se dirigió de nuevo hacia la puerta, y apagó de nuevo la luz del techo.
-Bueno, me voy ya, y no le digas nada a nadie de esto, ¿eh? Venga, no trabajes demasiado.
-Tranquilo, saldré en seguida y no te preocupes, no le diré nada a nadie. Será cabrón, ese pedante hijo de puta… Menos mal que no le dije que el papel era mío, pensó Elliot, furioso.
Cuando Metroy salió y se escuchó el cierre de la puerta del pasillo, Elliot volvió a sus cábalas. Tenía que llevar a cabo las instrucciones de la carta, y mañana era el plazo límite. Cuando llegara el mensajero y no le entregase nada, su suerte estaría echada. Desesperado, volvió a la nota.
“Necesito urgentemente dos cosas: quiero que cojas, o robes, si eres de pensamiento estricto, el mecanismo de concentración de mako de una de las cámaras de refinamiento de tu laboratorio. Da igual si no está en buen estado, pero debes obtenerlo. La segunda cosa que debes conseguir es un panel de estabilización. No importa lo que tengas que hacer para conseguirlo. Preferiría, eso sí, que no te dejaras pillar. Sé que tienes recursos, algo se te ocurrirá.”
Eso era más fácil de decir que de hacer. Nuevamente, Elliot sintió que su cuerpo temblaba. Presa del temor, revivió una antigua sensación: la de que todo aquello no era más que un sueño, o algo que estaba leyendo o viendo por televisión. Una de suspense. Nuevamente se obligó a pensar y lo repasó todo con frialdad, como si no estuviera envuelto en la representación que interpretaba y de la cual el chantajista, su “custodio”, era el director de escena. Podía llevarse las piezas. La alarma no iba a saltar a no ser que intentase entrar reiteradamente sin una tarjeta llave apropiada, se forzase la puerta o alguien intentase hackearla. Naturalmente, al notar la desaparición de la maquinaria la investigación del robo se centraría en él, pero si las había entregado al mensajero para cuando le interrogasen, nadie podría encontrar ninguna prueba en su contra. Sin eso, confiaba, no podrían retenerlo. Sólo le quedaba confiar en que el yonki que enviase su desconocido amigo esta vez llegase pronto.
Con la mente algo más clara al respecto, se levantó y se dirigió hacia una de las máquinas. Automáticamente fue a la contigua a la que él usaba, aun sabiendo que no importaba cuál de ellas faltase. Con cuidado y ayudado por los guantes de trabajo con materia, abrió la máquina y extrajo el pequeño mecanismo cilíndrico, no mayor que el pistón de una motocicleta, y el cableado que lo conectaba. Luego fue al fondo del laboratorio, a una habitación que hacía las veces de almacén de repuestos. Una vez allí, no tuvo problemas en dar con una interfaz de estabilización nueva. Cogió ambos objetos, y una vez los tuvo, se preguntó una vez si lo que estaba haciendo era su única salida. Y entonces se dio cuenta de algo.
Metroy había entrado porque él le había abierto la puerta… pero no había necesitado de la tarjeta llave de Elliot para salir. Seguramente, Metroy había ido pensando que tenía la tarjeta con él. Tuvo suerte de que Elliot estuviera dentro o de lo contrario no habría podido entrar. Con la pantomima de las llaves, al tiempo que mantuvo las apariencias, se aseguró de haber cogido la tarjeta llave. La única aparte de la suya que podía haber dentro de la habitación. Era la única explicación que se le ocurría. Seguramente Dylan pensaba volver, una vez que él se hubiera ido, y hacerse con los planos que creía en el puesto de Earwigh, pues según él mismo había dicho, tenía que devolverla mañana y le quedaba tanto tiempo como tenía él para robar las piezas. Una nueva posibilidad se abrió ante Elliot y sonrió al pensar en ello.
La codicia te puede, ¿eh, Metroy? Has pisado mierda, escoria traidora, y lo peor es que todavía no lo sabes.
Una vez acabó sus asuntos en el laboratorio, Elliot guardó las dos piezas robadas y apagó el terminal. Colgó la bata, tomó su abrigo, y se detuvo. Se olvidaba de algo. El científico se dio la vuelta y fue derecho al escritorio de Dylan. En uno de los cajones cerrados con llave estaba una parte de su proyecto. Una vez más sus labios se curvaron con malicia. Había decidido hacer la jugada completa.
Se detuvo unos segundos para cerrar la puerta con la tarjeta llave. Hecho eso, se puso el abrigo y se fue pasillo adelante. Habían pasado menos de cinco minutos cuando Dylan Metroy salió de detrás de la otra esquina del pasillo. Seguro de que Rigar no estaba ya cerca, sacó la tarjeta llave que le había dado Leman y abrió la puerta. Entró sin ruido, como había pretendido hacer antes, y se acercó al escritorio de Earwigh, donde creía estaba el resto del proyecto. Una vez junto a él, sacó una pequeña linterna y echó una ojeada a los cajones, todos cerrados con llave. Fue forzando uno por uno, incluido el pequeño armario que todas las mesas de trabajo del laboratorio tenían a la derecha. Fue justo al registrar éste (apartando un par de aparatos que no se molestó en identificar) cuando se abrió la puerta.
Elliot llegó a la primera planta y se encontró con varios guardias bloqueando la salida. Ellos le miraron, y le dijeron que a causa de la alarma silenciosa nadie podía salir, que esperase allí con ellos mientras sus compañeros iban a echar un vistazo. Por lo que pudo averiguar, algunos guardias más habían subido a un tiempo por las escaleras y los ascensores hasta el piso 34, donde estaba su departamento.
A Elliot le hicieron varias preguntas, desde qué hacía a esas horas (a lo que contestó la verdad) hasta si había visto a alguien sospechoso (a lo que respondió que no, tal como prometió a Metroy) y lo registraron. Una vez detenido el sospechoso, le dejaron marcharse. Que estuviera localizable, no saliera de Midgar y demás jerga de guardia de seguridad. Le registraron, sin encontrar nada más que sus papeles. No quería volver a correr riesgos de perderlos. Ahora estaban en el interior de la cartera en vez de en el cajón, y en su lugar descansaban las dos piezas robadas.
A Dylan Metroy le encontraron dentro del laboratorio, haciendo uso de una tarjeta llave entregada por su jefa de departamento, mientras rebuscaba en los cajones de un compañero. Los cajones habían sido forzados y vaciados. Multitud de documentos estaban tirados por el suelo, junto con la pieza que faltaba de la cámara de refinamiento, aún abierta. Elliot había forzado antes el armario del escritorio de Earwigh y colocado en su interior el mecanismo de concentración de mako, tras lo cual había ido a por otro distinto al almacén, guardándolo en su propia mesa. El mecanismo de concentración del almacén no funcionaba correctamente, pero según la carta, no era necesario mientras lo entregara a tiempo. La conmoción haría que durante un tiempo la gente no se fijara en pequeños detalles como la falta de dos piezas de repuesto. Al salir, Elliot había hackeado deliberadamente la puerta, sabedor de que la alarma silenciosa tardaba unos cuatro minutos en activarse para poder pillar a los ladrones in fraganti delito. Eso había pasado con Dylan, que juraba y perjuraba que sólo estaba buscando las llaves y que quería un abogado.
A la tarde siguiente la entrega se efectuó, como siempre, en el camino del trabajo a casa. Elliot sintió alivio al desprenderse de las piezas. El mensajero (esta vez una niña pequeña) había acudido a verle por la tarde, justo antes de que le requirieran para ser interrogado en relación al robo en el departamento. En esta ocasión, la joven mensajera no le dio ninguna carta a cambio. El científico no supo si verlo con alivio o con temor al desconocer el significado de que no hubiera otra nota.
Con la mente algo más clara al respecto, se levantó y se dirigió hacia una de las máquinas. Automáticamente fue a la contigua a la que él usaba, aun sabiendo que no importaba cuál de ellas faltase. Con cuidado y ayudado por los guantes de trabajo con materia, abrió la máquina y extrajo el pequeño mecanismo cilíndrico, no mayor que el pistón de una motocicleta, y el cableado que lo conectaba. Luego fue al fondo del laboratorio, a una habitación que hacía las veces de almacén de repuestos. Una vez allí, no tuvo problemas en dar con una interfaz de estabilización nueva. Cogió ambos objetos, y una vez los tuvo, se preguntó una vez si lo que estaba haciendo era su única salida. Y entonces se dio cuenta de algo.
Metroy había entrado porque él le había abierto la puerta… pero no había necesitado de la tarjeta llave de Elliot para salir. Seguramente, Metroy había ido pensando que tenía la tarjeta con él. Tuvo suerte de que Elliot estuviera dentro o de lo contrario no habría podido entrar. Con la pantomima de las llaves, al tiempo que mantuvo las apariencias, se aseguró de haber cogido la tarjeta llave. La única aparte de la suya que podía haber dentro de la habitación. Era la única explicación que se le ocurría. Seguramente Dylan pensaba volver, una vez que él se hubiera ido, y hacerse con los planos que creía en el puesto de Earwigh, pues según él mismo había dicho, tenía que devolverla mañana y le quedaba tanto tiempo como tenía él para robar las piezas. Una nueva posibilidad se abrió ante Elliot y sonrió al pensar en ello.
La codicia te puede, ¿eh, Metroy? Has pisado mierda, escoria traidora, y lo peor es que todavía no lo sabes.
Una vez acabó sus asuntos en el laboratorio, Elliot guardó las dos piezas robadas y apagó el terminal. Colgó la bata, tomó su abrigo, y se detuvo. Se olvidaba de algo. El científico se dio la vuelta y fue derecho al escritorio de Dylan. En uno de los cajones cerrados con llave estaba una parte de su proyecto. Una vez más sus labios se curvaron con malicia. Había decidido hacer la jugada completa.
Se detuvo unos segundos para cerrar la puerta con la tarjeta llave. Hecho eso, se puso el abrigo y se fue pasillo adelante. Habían pasado menos de cinco minutos cuando Dylan Metroy salió de detrás de la otra esquina del pasillo. Seguro de que Rigar no estaba ya cerca, sacó la tarjeta llave que le había dado Leman y abrió la puerta. Entró sin ruido, como había pretendido hacer antes, y se acercó al escritorio de Earwigh, donde creía estaba el resto del proyecto. Una vez junto a él, sacó una pequeña linterna y echó una ojeada a los cajones, todos cerrados con llave. Fue forzando uno por uno, incluido el pequeño armario que todas las mesas de trabajo del laboratorio tenían a la derecha. Fue justo al registrar éste (apartando un par de aparatos que no se molestó en identificar) cuando se abrió la puerta.
Elliot llegó a la primera planta y se encontró con varios guardias bloqueando la salida. Ellos le miraron, y le dijeron que a causa de la alarma silenciosa nadie podía salir, que esperase allí con ellos mientras sus compañeros iban a echar un vistazo. Por lo que pudo averiguar, algunos guardias más habían subido a un tiempo por las escaleras y los ascensores hasta el piso 34, donde estaba su departamento.
A Elliot le hicieron varias preguntas, desde qué hacía a esas horas (a lo que contestó la verdad) hasta si había visto a alguien sospechoso (a lo que respondió que no, tal como prometió a Metroy) y lo registraron. Una vez detenido el sospechoso, le dejaron marcharse. Que estuviera localizable, no saliera de Midgar y demás jerga de guardia de seguridad. Le registraron, sin encontrar nada más que sus papeles. No quería volver a correr riesgos de perderlos. Ahora estaban en el interior de la cartera en vez de en el cajón, y en su lugar descansaban las dos piezas robadas.
A Dylan Metroy le encontraron dentro del laboratorio, haciendo uso de una tarjeta llave entregada por su jefa de departamento, mientras rebuscaba en los cajones de un compañero. Los cajones habían sido forzados y vaciados. Multitud de documentos estaban tirados por el suelo, junto con la pieza que faltaba de la cámara de refinamiento, aún abierta. Elliot había forzado antes el armario del escritorio de Earwigh y colocado en su interior el mecanismo de concentración de mako, tras lo cual había ido a por otro distinto al almacén, guardándolo en su propia mesa. El mecanismo de concentración del almacén no funcionaba correctamente, pero según la carta, no era necesario mientras lo entregara a tiempo. La conmoción haría que durante un tiempo la gente no se fijara en pequeños detalles como la falta de dos piezas de repuesto. Al salir, Elliot había hackeado deliberadamente la puerta, sabedor de que la alarma silenciosa tardaba unos cuatro minutos en activarse para poder pillar a los ladrones in fraganti delito. Eso había pasado con Dylan, que juraba y perjuraba que sólo estaba buscando las llaves y que quería un abogado.
A la tarde siguiente la entrega se efectuó, como siempre, en el camino del trabajo a casa. Elliot sintió alivio al desprenderse de las piezas. El mensajero (esta vez una niña pequeña) había acudido a verle por la tarde, justo antes de que le requirieran para ser interrogado en relación al robo en el departamento. En esta ocasión, la joven mensajera no le dio ninguna carta a cambio. El científico no supo si verlo con alivio o con temor al desconocer el significado de que no hubiera otra nota.
* * *
Mientras toda la conmoción que sacudía la sede central de Shinra iba en aumento a medida que se daban a conocer los datos del robo, una mujer se despertaba en un hospital. Por su aspecto y la ropa con la que fue encontrada, se trataba de una residente de los suburbios. Al despertar le dolían la cabeza y el costado, y sentía arder la pierna derecha. Confusa, trató de recordar lo que la había sucedido, y la causa de que estuviera encamada en un hospital. Cuando pasó una enfermera la llamó, pidió agua y que se presentara el médico. Mientras llegaba, la enfermera se detuvo a contarle los pormenores de su estancia. Una llamada anónima había dado aviso de que una mujer herida yacía en una callejuela. Al poco, una ambulancia la trasladaba al hospital más cercano, donde fue tratada. En su inconsciencia, había dicho un par de palabras, y un nombre femenino. El médico que la atendió asumió que se trataba de su hija, pues la llamaba a menudo a “su pequeña”. Éste no tardó mucho en llegar; un hombre joven, que habría acabado su carrera hacía relativamente poco y aún tenía el poco rodaje necesario para parecer amigable.
-¡Vaya, veo que ha despertado! No se preocupe, la herida es fea, pero se curará bien, no le quedará ni la marca. Tuvo suerte de quedarse inconsciente, ¿sabe? El dolor de una pierna rota no es poco y más si lo está como la suya. Tendrá que quedarse una temporada…
-Mi hija… mi pequeña, ¿está aquí…?
-¿Su hija? Pues… no, lo siento. El informe dice que la encontraron a usted sola en un callejón, tirada en el suelo, con la cara ensangrentada. Hemos tenido que darle unos puntos y su pierna…
-Mi hija estaba conmigo… mi Sara… Iba conmigo… y se alejó para ver una tienda de dulces. Estaba ahí, justo al lado y luego… no recuerdo nada más.-susurró.
El médico hizo una pausa y revisó el informe. Su expresión dejó de ser jovial a la vista de lo explicado, y cuando bajó el informe su cara estaba completamente seria.
-Sólo la encontraron a usted en el callejón. No había nadie más.
Al escuchar las palabras del médico, la mujer gritó y quiso levantarse. El hombre trató de impedir que se levantara, pero tuvo que llamar a la enfermera para que le ayudase. Entre ambos la sujetaron, pero no sirvió de nada, no pudieron calmarla. Finalmente tuvieron que drogarla para lograr que se estuviera quieta.
-¡Vaya, veo que ha despertado! No se preocupe, la herida es fea, pero se curará bien, no le quedará ni la marca. Tuvo suerte de quedarse inconsciente, ¿sabe? El dolor de una pierna rota no es poco y más si lo está como la suya. Tendrá que quedarse una temporada…
-Mi hija… mi pequeña, ¿está aquí…?
-¿Su hija? Pues… no, lo siento. El informe dice que la encontraron a usted sola en un callejón, tirada en el suelo, con la cara ensangrentada. Hemos tenido que darle unos puntos y su pierna…
-Mi hija estaba conmigo… mi Sara… Iba conmigo… y se alejó para ver una tienda de dulces. Estaba ahí, justo al lado y luego… no recuerdo nada más.-susurró.
El médico hizo una pausa y revisó el informe. Su expresión dejó de ser jovial a la vista de lo explicado, y cuando bajó el informe su cara estaba completamente seria.
-Sólo la encontraron a usted en el callejón. No había nadie más.
Al escuchar las palabras del médico, la mujer gritó y quiso levantarse. El hombre trató de impedir que se levantara, pero tuvo que llamar a la enfermera para que le ayudase. Entre ambos la sujetaron, pero no sirvió de nada, no pudieron calmarla. Finalmente tuvieron que drogarla para lograr que se estuviera quieta.
* * *
En la calle, la tarde se hacía noche (ahora un eterno crepúsculo debido al brillo rojizo del meteorito) mientras un mendigo pedía en una esquina del sector 3. Parecía un montón de basura y harapos, colocados de manera que se asemejaba vagamente a un humanoide, hasta que se dejaba oír su cascada voz, pidiendo una limosna. Alguna vez le dieron algo, que guardó velozmente, pero lo que más le daban eran miradas desagradables, algún que otro insulto por lo bajo y en el caso de un guardia, una patada para que se moviera. Pero aún estaba en su sitio, a pesar de todo.
Una niña pequeña, de pelo rubio desgreñado y con un vestido estampado mayor de lo que la correspondía se acercó a él corriendo por la calle. Sus pies calzados con viejos zapatos de cuero se detuvieron a escasa distancia de él. La chiquilla alargó una mano en la que llevaba una bolsa. Tenía que ser pesada para ella, a juzgar por su cara de esfuerzo para levantarlo. El mendigo alargó una mano cubierta con unos guantes ajados que le quedaban grandes y escondió la bolsa entre sus harapos.
-Lo has hecho bien, mi pequeña. Ahora vamos.-dijo al tiempo que se levantaba trabajosamente.
El pordiosero se estiró y echó a andar. La niña le cogió de la mano, recibiendo de él un pequeño gruñido. No podía verle la cara, oculta en la sombra de la capucha. Quizá estuviera enfadado con ella por cogerle la mano, pero aquel señor decía saber dónde estaba su madre y no quería perderse otra vez. Además, no le asustaba. Cuando se dirigía a ella su voz, que iba de ronca a ronroneante según lo que dijera, tenía un tono cálido y agradable. El vagabundo la fue llevando por las calles, siempre de la mano. Al ir a entrar a una de ellas, se detuvo e hizo una pausa. La niña le miró con sus grandes ojos castaños. Antes de que pudiera preguntar, el mendigo echó a andar de nuevo, en otra dirección.
-¿Me vas a llevar ya con mamá? Antes dijiste que sabías dónde estaba.
-Y así es, jovencita. Ven conmigo. Pronto la verás de nuevo-respondió afablemente, como si fuera un pariente amistoso.
En la estrecha calleja dejada atrás por el mendigo podía oírse un “plic, plic”. Como un goteo. Sin embargo, llevaban días sin llover. Si alguien hubiera reparado en eso, seguramente se habría percatado de que otras cosas, además del agua, también goteaban. También, como el agua, formaban charcos en el suelo que se deslizaban hasta el sumidero más cercano. Aquel goteo era algo normal. Normal, si se asume era sangre; sangre que pertenecía al cadáver, reconocible sólo por el uniforme, de un guardia muerto colgado boca abajo en una oxidada escalera de incendios.
Una niña pequeña, de pelo rubio desgreñado y con un vestido estampado mayor de lo que la correspondía se acercó a él corriendo por la calle. Sus pies calzados con viejos zapatos de cuero se detuvieron a escasa distancia de él. La chiquilla alargó una mano en la que llevaba una bolsa. Tenía que ser pesada para ella, a juzgar por su cara de esfuerzo para levantarlo. El mendigo alargó una mano cubierta con unos guantes ajados que le quedaban grandes y escondió la bolsa entre sus harapos.
-Lo has hecho bien, mi pequeña. Ahora vamos.-dijo al tiempo que se levantaba trabajosamente.
El pordiosero se estiró y echó a andar. La niña le cogió de la mano, recibiendo de él un pequeño gruñido. No podía verle la cara, oculta en la sombra de la capucha. Quizá estuviera enfadado con ella por cogerle la mano, pero aquel señor decía saber dónde estaba su madre y no quería perderse otra vez. Además, no le asustaba. Cuando se dirigía a ella su voz, que iba de ronca a ronroneante según lo que dijera, tenía un tono cálido y agradable. El vagabundo la fue llevando por las calles, siempre de la mano. Al ir a entrar a una de ellas, se detuvo e hizo una pausa. La niña le miró con sus grandes ojos castaños. Antes de que pudiera preguntar, el mendigo echó a andar de nuevo, en otra dirección.
-¿Me vas a llevar ya con mamá? Antes dijiste que sabías dónde estaba.
-Y así es, jovencita. Ven conmigo. Pronto la verás de nuevo-respondió afablemente, como si fuera un pariente amistoso.
En la estrecha calleja dejada atrás por el mendigo podía oírse un “plic, plic”. Como un goteo. Sin embargo, llevaban días sin llover. Si alguien hubiera reparado en eso, seguramente se habría percatado de que otras cosas, además del agua, también goteaban. También, como el agua, formaban charcos en el suelo que se deslizaban hasta el sumidero más cercano. Aquel goteo era algo normal. Normal, si se asume era sangre; sangre que pertenecía al cadáver, reconocible sólo por el uniforme, de un guardia muerto colgado boca abajo en una oxidada escalera de incendios.