En la soledad de su celda, Simón pensaba. Realmente no podía hacer otra cosa al respecto: Habían pasado nada menos que ocho años desde que lo encerraron en el bloque de celdas 00, destinado a los convictos peligrosos. Eso fue por aquella trifulca en el comedor, de cuando aún cumplía condena en la prisión norte, al extremo del sector 4, donde había estado cuatro años. A eso le sumamos tres años más en uno de los institutos correccionales de Shin-Ra.
Una simple paliza, con una condena de tres años, se vio incrementada una y otra vez hasta haber llegado al punto de pasar exactamente la mitad de su vida entre rejas. Y no importaba cuantas veces insistiese: No había sido culpa suya. Con quince años tuvo que saltar a ayudar a su hermano mayor en una pelea. No se lo dijo al juez, porque el abogado insistió una y otra vez en callarse todo el asunto de las bandas, pero los Centinelas responden a las amenazas, todos y dándolo todo. A pocos días de librarse del reformatorio, tres de los chavales recluídos con él, de otros distritos, decidieron darle un "regalo de despedida". Él lo rechazó con educación y con un cascote de hormigón que había soltado de la pared a la que daba el cabecero de su cama. Salió bien parado de esa, pero con un prolongamiento de condena a unos cuantos años.
En la prisión norte, se encontró con un miembro de la banda del tío al que habían apaleado su hermano y él tres años atrás, lo que entonces le parecía una eternidad. Sin embargo, los Scythers son rencorosos y usan juguetes afilados para demostrarlo. Simón simplemente se limitó a agarrarle la muñeca, retorcer, forcejearon, y cuando los hubieron separado, el shiv estaba hundido hasta la empuñadura en el hígado del Scyther, y con las sacudidas de los guardias, el desgarro hizo que el tío cayese tieso allí mismo. Simón insistió una y otra vez en que él solo había sujetado la muñeca de su asaltante para no ser apuñalado, pero la ampliación de condena le cayó sí o sí. Tres años después, el primo del hombre que se había matado intentando asesinarle (Simón era reacio a admitir discrepancias en ese punto) llegó al la prisión norte, lleno de malas intenciones y con uno de los inventos más desagradables de la vida entre rejas: El llamado "árbol de navidad". Una variante del clásico pincho carcelario con bordes aserrados y ganchudos hacia ambos lados, pensado para apuñalar. El pincho entra directo, con apenas un poco de resistencia más que un cuchillo normal, pero los pequeños garfios se enredan en todo lo que encuentran en las entrañas del pobre desgraciado, y al tirar para sacarlo la escena es dantesca. Cuando los guardias entraron de nuevo en las duchas, se encontraron a Simón cubierto de sangre y vísceras ajenas, mientras el recién llegado agonizaba en el suelo. De los cuatro guardias, dos aún siguen en shock, de modo que solo quedaron los otros dos para cargar y reducirlo a porrazos. Uno de ellos, por cierto, nunca ha vuelto a comer carne.
Y este último asesinato nos lleva al bloque 00, situado en lo más hediondo de la zona industrial de los suburbios del sector 8. Un centro de máxima seguridad y vida indecente donde las puñaladas y las palizas se suceden con la misma frecuencia que los partidos de las ligas profesionales.
Este parecido llevó a la gran idea de organizar apuestas. Se jugaban cigarrillos, comida y pornografía por determinar quien sería el siguiente en ser atacado. Si moría, la apuesta valía doble. Valía apostar por uno mismo, si elegia un "heredero". Por supuesto, un suicidio anulaba la apuesta.
Las apuestas las organizaba Jack Hackett, conocido en los titulares de hace treinta años como Jack Hatchet, por su instrumento elegido a la hora de cumplir su papel como ejecutor de la mafia local de Midgar. El viejo sicario se dedicaba a disfrutar de su cadena perpetua cerrando firmemente la boca acerca de cualquier asunto concerniente a su antígua organización. A veces, no solo cerraba la suya, sino también la de algún otro.
Hatchet era el compañero de celda de Simón, en el ala este del bloque 00, pasillo C segundo piso, celda número 16. Tenía sesenta y un años, y la nariz deformada por un porrazo durante su detención. También lucía varias cicatrices en todo el cuerpo, destacando una que iba desde el mentón hasta la oreja, por la que acostumbraba a deslizar la yema de los dedos cada vez que se paraba a pensar algo. Hatchet vivía como una especie de caudillo territorial. Para empezar, vestía con ropa de calle, siempre nueva, que algún pariente se preocupaba de llevarle cada dos meses para que renovase vestuario. Por supuesto, Jack recibía un trato muy especial en la lavandería.
El viejo sicario no era rival para los duros matones carcelarios con más músculo que mollera que saturaban las celdas los últimos años, pero era astuto y sabía un truco o dos. Ni siquiera los guardias se atrevían a llevarle la contraria, por miedo a que sucediesen cosas a sus familias, que vivían aparentemente seguras en sus casas, a kilómetros de distancia de esta prisión de máxima seguridad.
Hatchet, por otra parte, no era un hombre que olvidase los favores ni las muestras de respeto, y su opinión era ley en el bloque. Simón le había comentado una vez acerca de como se había convertido en una especie de juez supremo carcelario, pero Jack le había quitado importancia al asunto. "Hijo... Yo tengo una perpetua por delante. Los chavales esos me importan una mierda. Son todos unos hijos de puta jóvenes y pringaos de los que gran parte morirá aquí. Lo único que quiero es que se organicen un poco para poder dormir tranquilo de vez en cuando. ¿Sabes lo que te digo?"
Jack se había interesado en Simón, prácticamente desde su llegada al bloque 00. Había visto como uno de los matones locales había decidido robarle el postre, y Simón le enseñó que lo malo de las cucharas de plástico es que en un forcejeo pueden romperse y perder la cabeza, quedando solo el asta con una punta rota y afilada en el extremo, una especie de punzón improvisado, muy peligroso.
Simón se pasó dos días en el agujero, aunque todo había sido un terrible accidente, a ojos de cualquiera menos a los de Jack, que estuvo el primero de esos dos días mirando la cuchara rota, a la que habían quitado ya los trozos de la bolsa escrotal del pobre matón. El segundo estuvo todo el rato rompiendo cucharas, pero sin lograr un resultado tan bueno como el que había logrado Simón.
Cuando Simón salió del agujero, lo informaron de que lo habían cambiado de celda, lo cual era bastante cómodo. Hatchet había vivido los últimos veinte años en una celda individual, de modo que hubo que traer una litera a su cuarto, pero los guardias estuvieron encantados de hacerle ese favor al viejo. Lo primero que se encontró Simón en la celda fue una cuchara de plástico y la orden de mostrar el truco. En ese momento le dio rabia tener que enseñar su jugada sin recibir nada a cambio, pero lo que logró supuso un cambio crucial en su vida: Ser amigo del hombre más importante del bloque 00. Nadie volvió a alzar la mano contra él, ni mucho menos a sacar un arma, de modo que al incidente de la cuchara lo siguieron ocho años de buena conducta, y la creciente necesidad de espacio en prisión debido al estado de excepción concedió a Simón la oportunidad que había estado deseando durante tantos años: La libertad condicional.
Simón conocía su suerte, y no se lo dijo a nadie. Ni siquiera a Jack. El viejo se molestó muchísimo al enterarse esa misma mañana, pero Simón no podía arriesgarse. La vida se las había ingeniado para meterlo en un nuevo lío cada vez que estaba a punto de superar el anterior, de modo que esta vez no le dio la oportunidad.
Cuando llegó el consabido día, Simón caminó por última vez a lo largo del pasillo central del bloque 00, escoltado por cuatro guardias y sujeto con grilletes y esposas interconectados. Uno de los guardias llevaba una bolsa de basura con sus pertenencias, mientras que los otros formaban una barrera de escudos antidisturbios y porras, reforzada por una escopeta Bonfire. El viejo se había marchado de su celda echando pestes en cuanto vio que los guardias venían a buscarle. Simón no lo culpó por sentirse traicionado, pero le prometió venir a verlo de visita.
En cuanto le soltaron los grilletes, Simón corrió a quitarse la ropa de preso. Su ropa civil le había quedado pequeña, pero su madre había tenido el detalle de preguntar su talla y enviarle unos pantalones y una camisa, que eligió no ponerse. Prefirió su camiseta blanca más nueva, ya que no tenían permitido llevar ropa con eslóganes o imágenes dentro de la prisión, y por encima se puso su vieja cazadora vaquera de los Centinelas, a la que había tenido que arrancar las mangas para caber dentro.
Recibió sus cosas y se despidió de los guardias, conteniendo muchos insultos por el camino. Luego siguió escoltado por otros dos guardias, ya sin esposas ni equipo de represión de motines, hasta la gran puerta automática que bloqueaba el único acceso a la prisión, la cual solo era posible abrir desde una torre situada junto a ella, sobre el muro, a ocho metros sobre el nivel del suelo.
Cuando la gran puerta corredera de acero empezó a separarse de la pared, Simón pudo entrever un viejo Shin-Ra supreme negro, del año 71. El favorito de su hermano, lo cual acabó por nublar su ánimo: Su hermano. Su puto hermano, el hombre que lo había traicionado y abandonado en el puto reformatorio, vendiéndose y aceptando el trato que le ofreció el fiscal. Y con el descaro añadido de venir a recibirle con la chaqueta de los Centinelas. El muy cabrón venía a verle alguna vez, y Simón no se negaba a recibirlo, pero le costaba mucho confiar en él. Era posible que Simón fuese un presidiario, y que hubiese matado a un par de idiotas, pero su hermano se había convertido en algo mucho más bajo y ruín en la escala de valores de cualquier criminal de Midgar.
Su puto hermano mayor... Cuando se suponía que ambos iban a protegerse mutuamente...
- ¡Eh, Kurtz! - Ambos se giraron hacia la torre de control de la puerta, viendo al viejo Hatchet saludando a Simón con la mano. - ¡Ven a verme, cabronazo! ¡Y traeme revistas, que ya sabes que me aburro mucho por aquí!
- ¡Adiós Jack! ¡Vendré siempre que pueda!
- ¡Acuérdate de que mis favoritas son las de negras! - Simón iba a responder, pero su ex-compañero ya estaba volviendo a su celda. Contempló la escena con una sonrisa tonta, que se fue borrando de su cara a medida que se encaraba hacia su hermano.
- ¿Eres el único que ha venido, Jonás?
- Ya sabes como son las cosas en la familia. - Respondió encogiéndose de hombros. - Mamá está preparando todo a última hora, con prisas, y el viejo está viendo la prensa. Me encarga a mí el trabajo y a otra cosa.
- Me esperaba a Salomé. - El semblante de Jonás se ensombreció esta vez.
- Salomé está hasta arriba de curro...
- Y tú tienes que ver en ello. - Atacó Simón.
- No solo yo, pero los míos. - Dijo mientras cerraba el maletero, guardando las pertenencias de su hermano. - Es necesario...
- ¿Necesario? - Simón estaba empezando a enfurecerse. - ¿Sabes lo que dice la gente de lo que hacéis los putos perros?
- Simón, no...
- La "llamada de teléfono a Rufus", el "Elefantito"... ¿Es necesario? - Kurtz se levantó, rodeó su coche y encaró a su hermano menor, encerrándolo contra el lado del Supreme. Para Simón era como verse en un espejo, pero con el pelo revuelto en lugar de engominado hacia atrás, y una serie de cicatrices en la cara que lo hacían mucho más siniestro.
- ¡Escúchame, pedazo de mierda cagón! En los dos primeros días de aparición del meteorito, los tarados del apocalipsis salieron a la calle a liarla. Algunos saltaron al tráfico y causaron accidentes mortales. Otros se suicidaron en masa, ¡y los putos peores de todos cogieron un arma, materia o explosivos y se llevaron a la hostia de personas con ellos! ¡La puta hostia de personas! ¿Sabes la cifra oficial de muertos? ¡Ciento setenta y seis! ¡Ciento setenta y seis personas en dos días! ¿Y sabes por qué ninguno de esos tarados ha entrado en prisión últimamente? - Simón lo miraba en silencio. - ¿Lo sabes?
- Porque los matáis.
- Porque los freímos ahí donde aparecen. Si. Sin dudar. ¿Nos saltamos derechos civiles? Si. ¿Nos fumamos eso de no maltratar, torturar o eliminar? Si. ¡Te jodes! ¡Tú y todos los comemierdas que la palmaríais si no estuviesemos nosotros para contener la mierda!
Simón lo miró en silencio, sin que cambiase el gesto hosco. Había oído amenazas de los mejores, y hacía falta algo más que su hermano el soldadito desfigurado para acojonarlo. Pero Jonás estaba igual de decidido a no ceder. Él había visto a compañeros ingresar en urgencias o perder la vida. Había respirado cenizas de seres humanos, y le cabreaba especialmente aguantar a lloricas que vivían de prestado quejarse por ello. Él no se quejaba. Sobrevivía.
- Sigues siendo un hijo de puta. - Respondió Simón.
- Es mi trabajo.
Finalmente con ambos hermanos de acuerdo, montaron en el coche y este arrancó en dirección al sector 3, donde los esperaban para comer. Durante veinte minutos, ambos avanzaron en siencio entre el espeso tráfico inferior de Midgar, escuchando la radio mientras circulaban.
- Me alegro mucho de que estés fuera. - Dijo Jonás, sin mutar el gesto.
- Gracias. - Simón sonrió levemente, y el gesto se le contagió a su hermano mayor. - Yo también me alegro de estar fuera, aún con la condicional.
- Salomé es una genio. - Reconoció el mayor, sonriendo orgulloso, pensando en su hermana pequeña: Una abogada de oficio inteligente, metódica y dotada con la característica mala hostia familiar.
- Ningún otro se habría implicado tanto en mi caso. - Sonrió el ex-presidiario. - Ni con tanta cabezonería.
- Somos de risa, ¿no crees? Los Kurtz: El turco, el presidiario y la abogada.
- Lo peor es que ninguno tiene un trabajo gracioso. ¿Eh, Soldadito? - La sonrisa de Jonás se volvió una mueca de resignación.
- Aún me la guardas. - Ni siquiera era una pregunta.
- ¿Cómo cojones no te la voy a guardar? ¡Me dejaste tirado en un puto reformatorio!
- Para empezar, no tenías por que haber entrado. Yo había confesado toda la culpa.
- Y yo confesé que no habías sido tú solo para no ser el único culpable. Quería ir contigo al reformatorio y cubrirnos las espaldas mútuamente. ¡Confié en tí!
- Y yo quería que tú no entrases en un puto reformatorio. Iría a Wutai, me las arreglaría para salir con vida, volvería y con suerte tú estarías estudiando.
- Salomé fue más lista... - Suspiró Simón.
- Y tú un cabezón. Me sacrifiqué por tí y al no aceptar nos jodimos los dos.
- Y los dos más de lo que iba a ser en el principio. - Simón estaba mirando su propio reflejo en el retrovisor, aún mirando fascinado el coche por el que ambos habían suspirado tantos años atrás. Intentaba imaginarse como sería su cara, normalmente parecida a la de su hermano, si tuviese él las cicatrices.
- Yo no cambiaría nada de lo mío...
- ¿Ni las cicatrices? ¿Ni la licenciatura con deshonor? ¿Nada?
- Si lo cambiase a lo mejor nunca habría entrado en Turk, no tendría los amigos que tengo ahora, y no habría conocido a Aang. Las cicatrices no importan una mierda en comparación.
- No dices nada de la licenciatura...
- Te contaré esa cuando seas mayor. - Rió Jonás.
- Pues cuéntame la de las cicatrices. Nunca me lo has querido decir.
- Nunca me había importado tan poco. Había asumido el apodo de "Scar" aunque me jodía un poco que la gente se acordase de mí por que tenía la cara cubierta de cicatrices.
- Yo me acuerdo de tí porque eres un cabrón.
- La gente también... - Ambos rieron un buen rato, quedando en silencio ambos. Jonás reconoció en el mutismo la cabezonería de su hermano pequeño. Decidió ceder. - Fue un torturador de Wutai, bajo las órdenes del coronel Tenkazu Takezawa. Querían saber las cuatro preguntas: Nombre, rango, unidad y ubicación.
- ¿Te ofrecieron alistarte por confesar? - La broma fue de mal gusto, pero Jonás contuvo una mala respuesta.
- Me rajaron la cara una vez por cada día que me negué a hablar. Aguanté veintisiete, hasta que fui liberado. - Simón asintió, mirando fijamente a su hermano, que permanecía impasible.
- Hay algo que no acabo de entender: Los soldaditos siempre lleváis el nombre y el emblema de la unidad en el uniforme, como los colores de una banda. Además, siempre llevais esas chapas para identificaros si os apiolan.
- Yo no, y aquí se acaban las preguntas sobre eso. Hazme un favor y no se lo digas a nadie.
- ¿O qué? - Simón rio con socarronería.
- O morirás. Y quizás yo también.
El Supreme se detuvo, pillando por sorpresa a su copiloto, que se encontraba ante un edificio antiguo, situado en el sector 2 lejos de donde esperaban acabar. Las aceras estaban llenas de gente ocupada, que caminaba de un lado a otro, movida por sus interminables quehaceres cotidianos. Jonás mostraba su identificación a un guardia de tráfico para espantarlo, mientras Simón miraba a su alrededor perplejo.
- ¿Qué cojones hacemos aquí?
- Esperar.
- ¿Y por qué esperamos? - Jonás salió del coche, y la respuesta cruzó la puerta, instalándose en el asiento trasero.
- ¿Os dais cuenta de que si hubieseis tenido un accidente mientras veníais, los índices de seguridad ciudadana se habrían disparado a mejor? - Salomé sonrió y abrazó a su hermano mediano, radiante al verlo en libertad.
- ¿Me lo parece a mí o lo quieres más a él? - Preguntó Jonás, mientras su hermana se echaba hacia atrás y él ocupaba su lugar al volante.
- Él me dio un motivo para elegir mi carrera. - Le respondió. - Aunque tú sin embargo, me dejas sin trabajo cada vez más y más.
- ¿Te qué?
- Muy simple: Cada vez que tú o los tuyos tomáis parte, yo tengo un cliente menos.
- ¿No será un cliente más? - Preguntó Simón desde atrás.
- No. Uno menos. Turk no hace detenciones.
- Considéralo un aviso, Simón... - Dijo Kurtz mientras arrancaba, incorporándose al lento y aparatoso tráfico de la zona empresarial de los suburbios.
- Dame tu tarjeta de visita y me haré una camiseta con ella. Si voy de tu parte, no debería tener problemas.
Salomé iba a manifestar su indignación, pero sus hermanos mayores estaban allí, delante de ella. Descojonándose como los dos adolescentes irresponsables que siempre habían sido. Ellos siempre habían sido así, tan parecidos a su padre: Masculinos, hoscos, con los ojos oscuros y el cabello rebelde, con sus rasgos masculinos. La misma sonrisa socarrona, las mismas actitudes chulescas, los tatuajes, las cicatrices... Dos luchadores. Se meten en broncas, sufren las consecuencias, las aguantan y siguen adelante. Nada más lejos de ella, hija de su diligente madre, y orgullosa de su propia diligencia. Salomé había sabido superar sus desafíos con inteligencia y esfuerzo, allí donde sus hermanos habían usado los puños. Siempre habían estado allí para meterse en problemas en lugar de ella. Siempre listos para saltar a pegarse con el mundo por cualquier causa que creyesen justificada. Formaron los Centinelas cuando cada vez más y más chavales del barrio buscaban su protección. De la protección pasaron a las conquistas y al respeto, y la cosa acabó con decenas de peleas en cada calle, y una que simplemente fue a más y una navaja que nunca debió ser sacada para intentar intimidar a un rival.
Y ahora los tenía delante a ambos, por primera vez en quince años, en libertad, charlando como siempre, con sus chaquetas de pandilleros, sus parrafadas arrogantes y sus chistes de mal gusto. No quería que las cosas fuesen como antes, pero asumía que no sería así. Jonás tenía una vida, y Simón tenía que luchar a la desesperada por encauzar la suya. Sin embargo, los muy idiotas no paraban de hablar de este coche viejo y aparatoso.
- Tío, al final has ido a por él...
- Te dije que lo tendría, Simón.
- Motor v8, con bloque de hierro...
- Cinco en linea y diesel, con bloque de aluminio. - Corrigió el mayor.
- ¿Lo has cambiado? ¿Por qué lo cambiaste? - Simón parecía realmente indignado al enterarse de eso. Salomé no daba crédito a la estupidez de su hermano. Acababa de salir de la cárcel, aún no se había reunido con sus padres y se indignaba porque el muy idiota de su otro hermano había cambiado el motor a un coche viejo.
- Porque un coche necesita un motor.
- ¡Si, pero tenía que ser un motor igual! ¡Sin el v8 no es lo mismo!
- Bueno, pues se compra uno y se instala.
- ¿Qué? ¿Estás loco? ¿Cuanto puede costar eso? - Preguntó Simón.
- Soy turco, y mi sueldo normalmente alto se ha triplicado con el estado de excepción. No creo que ese sea un problema. ¿Te animas a montarlo?
- ¡Joder, claro que sí!
- Pues móntalo, y cuando acabe tu periodo de condicional, te lo quedas.
- ¡Promételo! - Respondió Simón, tras un par de segundos de incredulidad.
- ¡Por escrito! - Se sumó Salomé.
- ¡Y con los viejos por testigos, joder, pero no me toquéis más los huevos! Ya hemos llegado. - Dijo mientras el coche se detenía en la entrada del garaje de una casa unifamiliar, en cuya entrada, una pareja de cincuentones veían a sus retoños volver al hogar, por primera vez en quince años.
jueves, 23 de julio de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
6 comentarios:
El final ha sido más ñoño de lo esperado, pero el objetivo se ha cumplido: Profundizar un poco en Kurtz, para que no sea el típico personaje sin nada detrás, ni familia ni pasado, de modo que así pintamos un poco el fondo del personaje.
Os dejé la pista del nombre de la pandilla, pero creo que más de uno se habrá sorprendido cuando Hatchet llama a Simón por el apellido.
No había caído en lo de la pandilla, pero la verdad es que ya me lo esperaba, lo que ha restado sorpresa.
Algo no me cuadra en las últimas líneas: ¿no habían sido quince años sin reunirse todos? ¿Y cuántos años tiene Jonas, si sus padres están en la cincuentena?
De todas formas, ha estado bien leer algo sobre el pasado de Kurtz y conocer más a su familia, aunque me obliga a retrasar mis planes de hacer lo mismo con ciertos personajes.
¡El coche no! ¡Dale todo menos el coche o el perro!
Esta muy bien profundizar en personajes, te hace ver a Kurtz mas humano en lugar de la habitual maquina de ostias que puede resultar, con sus puyas y motes incluidos.
PD: ¿Me lo parece a mi o Kurtz cada vez toma mas similitudes contigo? Hermano mayor de tres, con un mediano y una pequeña. Me ha resultado dificil no imaginarme a Simon como Bruno xD
Jonás tiene 32. Se alistó con diecisiete.
En cuanto a lo de la similitud con mi propia familia, tuve mis dudas, pero no veo a Jonás siendo él un hermano pequeño y habiéndose criado como tal. Estuve dándole vueltas al orden de filiación, y me llegué a plantear lo de que la hermana fuese la mayor o estuviese en medio, pero al final me decidí por esto por el detalle de dos mayores delincuentes y la menor abogada. Así la chavala tiene una motivación y un fondo. Además, Simón no se parece en nada a mi hermano.
En cuanto a lo del coche, también llevo un tiempo dándole vueltas a cual sería el coche nuevo de Kurtz si llegase ese momento. XDDD
Siempre es agradable profundizar en un personaje y si en este caso es Kurtz, mola más.
Pero coincido con Meph: ¡El coche no!
No acabo de entenderos: El friki de los coches soy yo, y sin embargo, siempre vi que el Supreme clásico no podía durar. Era demasiado jugoso como para no reventarlo en una persecución o volarlo en pedazos en un golpe de mano de los turcos jovenes. A cambio, se me ocurrió un retiro digno, y sin embargo, la respuesta es "Todo menos el coche o el perro" (Su alteza canina es evidentemente intocable).
Por otro lado, nadie dice nada de los nombres de "villanos" bíblicos.
De Jonás supe que aunque perdió el favor de dios lo recuperó (moñas!) pero me sigue molando el nombre.
Simón el mago era un engañabobos que ofreció dinero a cristo a cambio de sus poderes, o de enseñarle a hacer milagros (se puede jugar con esto).
Y por último, Salomé era la bailarina que tentó a Herodes y le pidió la cabeza de San Juan Bautista en una bandeja de plata (aunque no le pega ni con grapas).
Miradlo por el lado bueno: Podemos crear el evento de "Busca un coche para Kurtz".
Por ejemplo, el Dodge Charger siempre fue más malvado que el Mustang.
Publicar un comentario