- Bueno, el caso es que el tipo de la gabardina se estaba dando la gran vida en la larguérrima barra del bar, ya adornada con un cenicero que él mismo se había apropiado para alzar una victoriosa montaña de colillas, algunas aún humeantes. Este rubio de ojos azules, algo quemado como una estrella retirada del rock sucio, contaba ya con cinco pintas de cerveza negra en las tripas; lo cierto es que parecía estar saboreando el éxito, como si hubiese llegado a otro clímax, otro culmen, en su vida, por mucho que su ropa ajada dijera lo contrario. El sexto vaso bajaba por el esófago con más dificultad que sus antecesoras, obligando al bebedor a tomarse su celebración con más calma y a fumarse el –por ahora- último pitillo. Hundió el morro del filtro del cigarrillo junto a sus compañeros caídos, ya tirando de la cajetilla del bolsillo con la zurda, y sirviéndose otro cilindro de tabaco para sus labios de donjuán. Observó como pudo el oscuro bar en el que había caído.
“El dependiente, un vejete de barba rizada, menudo y moreno que ocultaba sus ojos tras unos espejuelos de cristal ahumado, iba apuntando las consumiciones en la tabla de la barra con gruesos trazos de tiza frente al despachado. La estructura del mostrador estaba adornada con cientos de papeles escritos y dibujados, flores frescas y resecas –rosas, claveles, margaritas, gardenias y un largo et cetera-, algún que otro muñeco de trapo, chapas, medallas de todos los metales, tallados que representaban desde figuras míticas hasta símbolos románticos, cuerdas de guitarra rotas, cientos de collares y colgantes de toda índole, huesos, anillos… toda una serie de ítems situados al azar por la multitud de manos que se había agolpado junto a la barra durante, parecía, eones. Encima del anciano formaban filas cientos de impolutas copas colgando bocabajo de sus soportes de madera de haya barnizada. Tras él, hileras de botellas para todos los gustos: tequila, vodka, champaña, sidra, whisky, ron, licor café, coñac, aguardiente, ng ka py, sake, hidromiel, anís, vermú, ouzo, campari, sangría, sahti y otras un tanto innombrables e ilegales. A su lado, empotrada en la pared, una estantería de dos por cuatro repleta de –dioses- más de medio millar de botellas de los más variopintos vinos tintos, ¡ninguno bajaba de los veinte tacos! Seguro que si llegas a preguntar, podrías bebértelos tanto en bota como en cántaro. A saber qué ocultaban los cajones y las tablas que formaban el inmenso mueble.
“Las mesas redondas de enfrente estaban abarrotadas, unas con un grupo numeroso a su alrededor y otras difícilmente ocupadas por un solo individuo. La clientela en general presentaba un aspecto bastante heterogéneo, pudiéndose ver más hombres que mujeres: algunos tenían un aspecto del siglo pasado, ataviados con chaquetas austeras y grisáceas bajo abrigos alargados, camisetas de cuello almidonado y bien subido, adornado con pañuelos o lazos sobrios; otros tenían aspecto de viejo politicucho de izquierdas, de americana y pantalones a juego, sin corbata y fumando como un carretero; a unos les iba más el rollo de dandy barroco con el pelo recogido en coletillas a la altura de la nuca, palidez de maquillaje, lunares falsos y pañuelitos ondulados; los más desarrapados y de apariencia joven vestían a la moda con atuendos dignos de un abuelo, y si uno se fijaba bien, podía ver algún que otro hábito religioso. Los grupos que se formaban eran casi herméticos, aunque parecía que, de algún modo, todos se conocían, llegando a juntar mesas para intercambiar puntos de vista a grito pelado. Ahora que se fijaba, era un bar enorme: En un extremo se situaban las escaleras de caracol, que llevaban al primer piso, donde debían de estar bailando con taconazos de plomo por lo menos, a juzgar por el estruendo. ¿En qué clase de garito hortera se había metido este hombre?
“Junto a él, apoyado en la esquina de la barra húmeda, lo ojeaba un tipo ensombrecido de por sí, un cuarentón de bigote, media melena y amplia frente con unas ojeras exageradas que no desentonaban con las bolsas en los ojos y sus carrillos caídos. Su mirada, por ojos de un negro abisal, brillaba al igual que el vaso de güisqui que sostenía despreocupadamente. ‘No me equivocaría si digo que parece que usted ha sido vomitado a una plutoniana orilla por la marea cual trágico náufrago en esta noche que desde allí afuera bien nos escruta, amigo mío,’ entonó.
“Su interlocutor abrió los ojos con asombro y disimuló una risotada esbozando una sonrisa cínica. ‘Macho, ¿has dicho todo eso sin coger aire, o es que te dan fuelle por el culo?’
“El hombre enlutado rió bobamente el dudoso chiste. ‘Perdone mi lenguaje anticuado, caballero, pero, como ve, soy borracho y poeta’. Se alzó en toda su menguada pero elegante figura de negro y miró a los lados, pensándose bien el próximo movimiento, y le espetó ‘¿Me invita a otra ronda? El viejo no quiere servirme más.’
“‘Pos claro,’ mató el último trago de su cerveza, tocó la madera y gritó al encargado por otra pinta y un vaso de Scotch sin hielo. ‘Y de paso dígame qué le debo, que ya estoy como un odre.’
“El caballero ebrio lo agarró del brazo, desternillándose. ‘¡Maldita la hora! ¿Qué está haciendo?’ No le dejó ni medio segundo para contestar algún improperio cuando señaló las líneas de tiza que marcaban el mostrador. ‘Mire bien a su izquierda, señor mío. Descubrirá así la farsa que hemos ideado para engañar al pobre ciego.’ ¿Y qué había más allá de sus propias líneas sino un millón más de estas que formaban varias hileras como soldados embarcados hacia la guerra? Por supuesto que el dependiente era un completo invidente, jamás bajaba la vista a la jarra que limpiaba o gesticulaba al hablar. Sin embargo demostraba un buen conocimiento de dónde quedaba cada surtidor y poseía un buen equilibrio, ya que no derramaba una gota sobre el parqué mientras servía a los dos borrachos. ‘Perdone a mi compañero, gentil hostelero, pero allí otro generoso maestro de la pluma dice que lo ponga todo a su cuenta, que pagará tan pronto descanse sobre el taburete.’
“‘¡Idos a los cuervos, daoporculos de la Estigia! ¡Siempre la misma fábula!’ gritó el vejete, agitando los brazos con tales espasmos que hizo que se le cayeran las gafas.
“Sin soltarlo, el amanerado poeta de negro condujo al novicio de la gabardina hacia las mesas donde aguardaban otros seres deprimentes y grises. ‘No haga caso alguno de sus filípicas, compañero,’ susurró el siniestro artista, casi inaudible bajo el griterío y los cantos que reverberaban en el local. ‘Ninguno de nosotros tiene un solo penique con el que pagarle. Nunca estuve muy de acuerdo con mis camaradas en darle largas al rapsoda, pero mi dependencia por tan suculento néctar –el ángel que mueve mi pluma y el diablo que sin piedad aprieta mi soga- me hace obrar como el demonio de los demás y seguir con este cuento digno de picaresca. Además, el desafortunado anciano no tiene nada que perder. ¡Debe de poseer una bodega inagotable bajo los cimientos de esta casa, en el propio Hades!’
“Su acompañante, sempiterno fumador, empezaba a sentirse mareado con tantos recursos líricos adornando la verborrea decimonónica de tal monologuista. Sin pensárselo dos veces decidió que el discurso sería más llevadero si se anestesiaba con repetidas dosis de tabaco y rica cerveza; así que no perdió tiempo.
“‘Salud,’ berreó. Y dio un buen trago que le manchó los morros de espuma.
“La mesa de destino estaba situada en una esquina, junto a un ventanuco con las cortinas echadas de tal modo que sólo entraba una luz amarillenta e insuficiente. La única iluminación considerable provenía un candil de gas que obligaba a los reunidos a inclinarse para poder definir las sus caras en la semipenumbra. En este círculo de sillas se dibujaban poco a poco las caras de otros tres varones anticuados que también rondaban la cuarentena. Un tipo de apariencia enfermiza y recatada, de cara alargada y labios contraídos, ofreció asiento al poeta con un gesto muy servicial, casi humillándose. Un hombre corpulento de bigote repeinado, sin renunciar a sacar su pipa de entre los dientes, le tendió la mano al invitado, mostrando su soberbia educación ante un hombre que rechazó el gesto para pedir un cigarrillo a la tercera sombra que esperaba en la mesa. El que completaba el círculo, barbudo, de cejas muy pobladas y mirada escrutadora, puso a la cajetilla sobre la mesa, animando al neófito a servirse por sí mismo.
“‘¿Y quién nos acompañará en esta velada, Sir Edgar?’ el fumador de pipa tomó la palabra, llenando cada sílaba de hostilidad y como intentando matar con la mirada al desconocido de la gabardina.
“El aludido, volviendo del ensimismamiento de la bebida, alzó las cejas haciéndose la misma pregunta. Se dirigió hacia el rubio: ‘Ciertamente, buen señor, que no conocemos su nombre por estos lares.’
"La atención recayó violentamente sobre el intruso, que apoyaba su abrigo en el respaldo de la silla. Este personaje incómodo tomó sin miramientos un cigarrillo de la cajetilla que descansaba sobre la mesa. Al ver que tenía el mechero perdido por algún bolsillo de la gabardina, pidió fuego por señas y el barbudo lo obsequió con un mechero. Agradecido, inhaló fuertemente a través del filtro y pronunció entre bocanadas fugaces: ‘Pueden llamarme Alexander,’ una pausa pensativa precedió al apellido. ‘O John, incluso.’
"‘Imperioso nombre, sin duda,’ musitó Sir Edgar. Se volvió hacia sus compañeros y vio que en ellos aún existía cierta reserva. ‘Es cierto que me recuerda a cierto invitado descortés de mal agüero’, el trío se relajó soltando unas tímidas risas. ‘Pero estoy dispuesto a darle una oportunidad.’
“‘Por mí no hay problema, siempre y cuando no me deje sin tabaco,’ bromeaba el de la barba, cogiendo un pitillo y guardándose la cajetilla. ‘Soy Julio, John. Enchanté.’
"El hombre que había guardadazo el asiento de Sir Edgar, siempre manteniendo las manos bajo la mesa y algo nervioso, se inclinó hacia delante, tartamudeando: ‘Me llamo Howard. Mucho gusto, señor Alexander.’
"El individuo de la pipa tuvo que presentarse con notable resignación. ‘Sir Arthur, caballero’, entonando con fingida sorna el apelativo.
4 comentarios:
El relato parece incompleto, pero aun asi me quito el sombrero ante el manejo de la prosa, la lirica y la sintaxis de vuestra merced.
Voto a Cristo que sois un escritor sin par.
¡Que no he rematao, coñe! ¡Faltan como unas cuatro páginas!
¡Vuelve al sótano, niño!
Sin modestia y embargo, señor mío, vuestras palabras han saeteado mi alma. Gracias.
Se echaba de menos ese enrevesado estilo tuyo por aquí... ¡Queremos lo que falta!
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