jueves, 30 de abril de 2009

168.

Relato por completar

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Inspiró profundamente por la nariz. Espiró lentamente por la boca.


Volvió a repetir la misma acción otra vez, y después una más, así durante unos instantes que resultaron eternos. Después apretó los puños, y abrió los ojos.

La pared de ladrillo seguía allí, a dos metros de distancia. Sucia, mal construida, y sin un solo adorno que destacase por encima del millón de pósteres, panfletos y pegatinas que intentaban tapar los estropicios que un grupo de malos albañiles habían realizado en su local de entrenamiento. Desmond estaba convencido de que si no hubiera sido por las columnas y un numeroso conjunto de espalderas que había colocado en dos de las cuatro paredes de la estancia ésta se hubiera caído tiempo atrás. Por si acaso, no había recargado demasiado la estancia, y si excluía la suciedad voladora del ambiente, podía considerar que un banco, una barra de acero con dos juegos de pesas de diez y veinte quilos respectivamente y una pequeña mesita plegable de metal pintado de un verde con toque azulados y bastante apagado lograban que la superficie pareciese más amplia de lo que podían suponer esos doce metros cuadrados.


Cogió aire de nuevo. Lentamente, adoptó una postura diferente, y su pie derecho se retraso, girando 45º respecto a su posición original, con la pierna extendida y doblando la rodilla izquierda para bajar el cuerpo sin perder la verticalidad de la espalda. Zenkutsu dachi, la postura adelantada con la que se podía empezar a realizar una serie de técnicas manteniendo la concentración. Lentamente, casi de forma relajada, comenzó a lanzar una serie de puñetazos; cada vez que uno de sus gigantes proyectiles negros salía disparado el otro volvía para recogerse en la cintura, dispuesto a salir disparado en cuanto el detonante del sonido rasgado por los nudillos diera el pistoletazo de salida. En eso consistía su entrenamiento: repetir, repetir y volver a hacerlo de nuevo, siempre así. Para el gigante negro bastaba con hacerlo bien, sino que tienes que volver a repetirlo de nuevo si quieres llegar a la perfección para, una vez más, volver a demostrar ese dominio de la técnica.


Eran las nueve de la noche según un pequeño reloj de pared que una conocida marca de bebidas regalaba por la compra de un pack de doce latas. Nunca le había gustado aquel refresco, con su color azulado, en su envoltorio ovalado y con pinta de poción o cualquier otra cosa, pero en aquellos tiempos, cuando había alquilado aquel cuarto para entrenarse y decidió tapar los desconchados que se habían producido en el muro cubriéndolo de publicidad, carteles de campeonatos y, pensándolo bien, un reloj que no le ocupara mucho espacio y que tampoco le hiciera perder la noción del tiempo. Logró cumplir una de las dos premisas, pues aquel trasto de manecillas fallaba continuamente, consumiendo además bastante carga de unas pilas recargables que estaban a punto de pedir ayuda por sobreexplotación. En cuanto al refresco celeste, acabó probando una y regalando las once restantes a un amigo, que las aprovechó para realizar algunos combinados experimentales que parecieron dar buenos resultados.

Bueno, pensó, si tengo en cuenta que cada día se retrasa cinco minutos y llevo tres días sin cambiarlo, deben ser por lo menos las nueve y cuarto. Hora de irse.

Cogió la chaqueta de su Karate Gi y envolvió de blanco su pecho de ébano, tallado por gubias de entrenamiento a golpe de esfuerzo. Las grises termitas de la vagancia habían sucumbido en forma de blancas larvas que nunca llegaron a romper la crisálida del hastío bajo oleadas de sudor sin llegar a tocar aquella madera de determinación y puro músculo corelano. Se puso un par de calcetines que hubieran pasado por blancos antaño, antes de que el sudor y la tierra polvorienta del interior de unas viejas deportivas que usaba para correr por los suburbios se hubiera mezclado tornando de ocre y amarillento aquel impoluto algodón. Posteriormente, cogió una mochila que era, en comparación, ligeramente más grande que el puño del coloso que la portaba y salió disparado, deteniéndose únicamente para cerrar aquel cuartillo donde reinaba el polvo flotante, volando en un remolino que se agitaba cuando pegó un fuerte portazo.


Corría, golpeando el suelo como si de un begimo en celo que fuese brincando por haber visto una hembra de espaldas se tratase. Las pisadas estallaban en el suelo, y el ruido era amortiguado por la grava que se desplazaba a su paso. Si alguien en la calle le veía correr de esa manera, con su envergadura y su piel de color café, sin lugar a dudas alguien histérico comenzaría a saturar las líneas de socorro a Turk para que detuvieran a un “sospechoso de acto terrorista” que iba como alma que lleva el diablo, simplemente por tratarse de un inmigrante que corría vestido de blanco.


Cogió un atajo que unía las calles Bradford y Starler en el sector tres, y chocó con un tipo que caminaba hacia atrás mientras saludaba a otro con la mano. El coloso de caoba no notó nada, pero la fuerza de empuje que llevaba cuando giró en la esquina de la callejuela con la avenida Bradford, a pesar de que había reducido la marcha considerablemente, hizo que el pobre transeúnte cayera irremediablemente golpeándose contra el bordillo de la acera, cosa que le dejaría probablemente una marca durante varios días.


- ¡Oh, mierda! Permítame ayudarle – el ciclópeo hombre tendió una mano a aquel pobre desconocido que ya raleaba en la parte superior de la cabeza.

- Tranquilo, no ha sido nada – dijo, aunque Desmond sospechaba que era más por amabilidad que por sinceridad, pues al mismo tiempo que mascullaba esas palabras se apretaba el brazo con gesto dolorido.

- ¿Me podría decir la hora?


Las diez menos diez minutos. Mierda, mierda y mierda, pensó. Llevaba diez minutos de retraso con respecto a sus planes. Aceleró el paso, trotando ahora como un begimo que hubiera visto dos hembras. Atravesó dos calles, tres plazas y una rotonda por la que no circulaba nadie hasta llegar a un restaurante con un enorme letrero en colores rojo, verde y blanco, junto al que se exhibía una enorme fotografía de una pizza con múltiples ingredientes: oliva, mozzarella, pepperoni, anchoas, alcachofa, atún, y un sinfín de añadidos que volvían a la crujiente masa de pan en una delicatessen.


- ¡Hola, Gerthy! – dijo saludando a la dueña de la pequeña pizzería. Gerthy era una mujer mayor, debía tener sesenta años y presentaba un rizado pelo canoso acompañado de numerosas arrugas. Los ojos de la anciana apenas veían ya, y se ocultaban tras unas gruesas y amplias lentes de un traslúcido color similar a la madera de roble sujetas a una montura de vetas amarillentas, marrones y naranjas.

- Hombre, pero si es mi médico favorito – observó su pecho al descubierto, apenas tapado levemente en los lados por el Karate Gi, y se quitó las gafas para comprobar si su ceguera le estaba obnubilando el juicio - ¿No vienes un poco ligero de ropa?

- ¡Ja, ja, ja! Como siempre, muy graciosa – Desmond, el gigante negro vestido con tela blanca, lanzó una sonrisa marfileña que arrancó otra más amarillenta y torcida en la boca de la mujer de Kalm – No, es porque tengo el examen en media hora y necesito llegar al sector 5.

- ¿En media hora? ¡Santa madonna, piccolo bambino!

- Gnocchi di patata tre formaggi y pizza iciclos, para llevar.

- Marchando. ¡Presto, ragazzo! – dijo gritándole el pedido a su hijo, un joven de veinte años estudiante de cocina que se había visto irremediablemente atraído a ayudar en el negocio familiar después de que este sufriera una grave caída de los clientes cuando su padre, un hombre estereotipado de amplio bigote en una cara redonda había fallecido a causa de una embolia pulmonar, tras una larga letanía en cama que se había prolongado durante dos meses a causa de un problema de riego sanguíneo.


El joven salió a los diez minutos con una amplia caja cuadrada y una bandeja de cartón cerrada con una tapa de plástico, donde se podía admirar como pequeñas bolitas de patata flotaban en una salsa de quesos. La dueña del establecimiento metió todo en una bolsa de plástico blanco que tenía una foto de la pizza que había en el cartel de la entrada, junto al nombre del restaurante, y añadió una gran botella de agua de dos litros que acababa de sacar de un frigorífico donde guardaban una serie de bebidas, tales como agua o vinos gasificados, y una variada selección de helados para niños. La colosal pantera cogió las asas de la bolsa con su gran zarpa, y se despidió con la mano mientras prometía que se pasaría el próximo lunes a pagar todo aquello.

Para Desmond Roberts, era un verdadero fastidio tener que llevar en una mano una bolsa con una botella y una caja de cartón con una pizza de ahumados dentro, que mientras corría le iba golpeando el pecho a la vez que con la otra mano sujetaba la caja con los gnocchi, haciendo fuerza con el brazo para sujetar la mochila en la espalda, pues la mochila era tan pequeña que apenas podía cruzar en su ancha espalda y tenía que llevarla apoyada en un hombro. Eso, mientras intentaba pinchar los gnocchi con el tenedor de plástico que tenía en la mano que sujetaba la bolsa. Desistiendo, tiró el tenedor al suelo y se llevó una esquina de la caja a los labios que se abrieron como un inmenso agujero negro que surge en el infinito espacio. Salsa, patata, jamón… Todo desapareció cuando cerró las fauces, y masticando con los carrillos hinchados, engulló la comida y lamió con una gigantesca lengua la caja, que acabó de puro milagro en una papelera que se encontraba en el camino de la carrera, encestando la caja en su imparable estampida.


Cada vez que metía mano en la bolsa, salía un trozo de la pizza, y cuando volvía a meter la mano desaparecía un borde de masa. Roberts odiaba los bordes, pues en su opinión sólo era pan que se había tostado demasiado. Los labios y su borde externo se habían convertido en una grumosa pasta que mezclaba queso y atún que iba manchando cada vez más la cara con los tumbos y traqueteos del trote del corelano.


Una vez hubo acabado, sacó la botella de agua. Acababa de pasar la mitad del sector 4, y le quedaban cinco minutos para llegar a su destino. Arrojó la bolsa con los bordes de pan en dirección a un mendigo, con la mala fortuna de golpearle en la cabeza. Entre maldiciones y juramentos en wutaitiano, pegó un buen trago de agua que vació la tercera parte de la botella; con el dorso de la mano se limpió las comisuras de los labios mientras aceleraba el paso en un sprint final. El corazón bombeaba a un ritmo frenético, y los pulmones apenas lograban recoger oxígeno por las amplias fosas nasales mientras esquivaba a los peatones que circulaban por aquella calle.


Con la mochila a punto de descolgarse y la botella de plástico aplastada en la mano, el titán de azabache llegó a las puertas del emplazamiento deseado: el Dojo de Onigusuki Mabuni.

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