-
Hola,
mierdecilla. Te vienes conmigo, pequeño hijo de puta, te guste o no.
Lo que en
esos instantes le hubiera gustado a Yief era que aquel matón estuviese tirado
en el suelo con la cara machada por sus puños, pero ese plan tenía dos
problemas. El primero era que Yief no estaba en su mejor condición física,
después de que Arguish hubiera recibido el impacto de un misil Flauros M9A1
mientras él corría para auxiliarle. Y aunque hubiera estado en plena forma y
hubiera entrenado durante años, existía un segundo inconveniente: resulta
difícil pegar a alguien cuando éste te apunta directamente entre los ojos con
una Rhino calibre .50AE mientras sostiene una sonrisa siniestra. Todo eso
sumado resultaba acojonante para el norteño.
Acababa de
volver a casa de Lucille, y nada más cerrar la puerta, alguien había llamado.
Pensando que era Arguish, que le había seguido, abrió sin detenerse a mirar.
Mala idea. Los reflejos plateados de la pistola que brillaban en el pulido
metal tras los cuales un largo brazo envuelto en un abrigo negro fue lo primero
que vio tras el golpe en la cara con la pistola. El pelo castaño claro que caía
por los hombros, rozándolos, tapando ligeramente la fruncida frente bajo la
cual unos ojos marrones le miraban con una furia casi asesina. Si las miradas
matasen, no sólo hubiera caído Yief: también estarían muertos los pájaros de la
pintura que tenía a sus espaldas.
El detalle
más siniestro, el que más nervioso le ponía, era la mascarilla blanca, pálida
como una hoja de papel recién fabricada, como el hueso al sol.
-
¡Qué
bien! Has venido para llevarme al baile de fin de curso, y me has traído flores.
– espetó Yief, de forma desganada. Se encontraba agotado y dolorido.
-
Escucha,
marica – dio un paso al frente, obligando a Yief a retroceder otro hasta
golpear la pequeña pintura, que quedó descolgada y sujeta por la presión de su
espalda. La bota del visitante resonó en el parqué, de una forma seca y
apagada. Avanzaba con el brazo tenso, tembloroso mientras sujetaba los dos
kilogramos de metal con una sola mano. Por su parte, el hombre de Modeoheim
había optado por poner sus brazos frente a su pecho, con las manos levantadas
como se mostraba en numerosas escenas de películas que veía con Lucille en sus
ciclos de cine, acurrucados en el sofá bajo una manta mientras devoraban
palomitas. Se mostró rendido ante un hombre con mayor potencia de fuego que
exhibía esta a escasos centímetros de su nariz. – Me has tocado los cojones, y
me estás jodiendo. Mucho. Cada vez que iba a buscarte, te escapabas. Mira lo que
me ha tocado hacer. No se caga donde se come. Y mucho menos se caga donde yo
como.
-
¿Ah,
sí? ¿Y qué vas a hacerme? ¿Me vas a disparar? – Yief no se creía que esas
palabras estuvieran saliendo de su boca. No sabía de dónde estaba sacando ese
valor, no parecía propio.
-
Créeme,
me cuesta mucho no dispararte. Me dan ganas de pintar ese cuadro de pájaros tan
feo que tienes detrás con tus sesos. Me encantaría volarte la puta cabeza,
gilipollas.
-
Sí,
pero no puedes dispararme. Coño, soy lo más necesario de tu puta vida. Tu as en
la manga, tu agua en el desierto. La panacea, el puto maná celestial. Soy –
bajó los brazos y sacó a relucir una sonrisa burlona, socarrona, acorde con su
acento – tu jodido seguro para que tu cabeza siga teniendo una melena que
cuelgue sobre tus hombres. Me necesitas, a mí y a mi cajita mágica.
-
Tienes
razón, no voy a matarte – bajó el arma, mientras que bajo la máscara de
quirófano se adivinó una sonrisa diabólica – porque te necesito. Me eres útil,
no creas que te protege la justicia, el miedo al castigo divino o Tombside.
Pero la tierna Lucille no nos es necesaria. Y tu hijo nonato tampoco. – hizo un
gesto con el brazo de la pistola en dirección al dormitorio, desde el que
llegaba una suave melodía del crepitar de las gotas de agua unido al tarareo de
la joven mientras se duchaba.
Yief tragó
saliva, y la expresión de su rostro cambió por completo. De la seguridad más
completa, unida a la socarronería absoluta e incluso el desprecio, a la
preocupación extrema, el miedo y los nervios. Su cabeza daba vueltas,
sintiéndose como si toda la placa se hubiera derrumbado sobre sus hombros con
todo su peso y la fuerza de la caída le hubiera desmoralizado por completo. ¿Cómo
había averiguado ese bastardo que Lucille estaba embarazada? Si él mismo acababa
de enterarse. ¿Le habían seguido, vigilado?
-
¡Sorpresa!
¿No te lo esperabas, eh? Pues espera, que ése no es el plato gordo. – Su
sonrisa se volvió más macabra todavía, incluso las comisuras de sus labios
asomaron por los laterales de su protección higiénica - ¿Lo has pillado? Gordo
como la vaca marina que era tu amigo Richard Blackhole. ¿O era el amigo de
papá? Una pena que antes de hablar de él la palmase…
El rostro
de Yief se congestionó. Le daban nauseas terribles, y hubiera vaciado el
contenido de su estómago allí mismo si éste contuviera algo. Las palabras del
traficante se clavaban en él como un puñal. El cabrón que le encañonaba sabía
cosas que únicamente conocían él, Lucille y el vecino pintor bipolar. ¿Acaso
había sido traicionado por el asesino que a veces regaba las plantas de su
novia?
-
Bueno,
señorita, ahora tienes dos opciones: – Carl volvió a encañonarle, con la cabeza
ligeramente ladeada – Puedes venirte conmigo a pasar un buen rato y acabar
rápido con toda esta gilipollez, o puedes verme mientras me follo a tu chica antes
de dejar que cinco puteros inflados a viagra para diceratops la empalen al
mismo tiempo. Incluso mientras está muerta, la gente con esa mierda metida en
el cuerpo sólo piensan en meterla. Podría sacarle el bebé para que lo vieras,
para que presencies tu descendencia muerta estrellarse contra la pared. Quizás
luego, después de eso, te eche encima a los chicos de negro: tu amigo el gordo
tenía amigos en las altas esferas, y no dudarían en freírte en la silla
eléctrica. Tú decides.
El norteño
apretó los puños con rabia, lleno de ira, clavándose los dedos en la palma de
su mano mientras sentía sus uñas en la carne, sin importarle el dolor. Odiaba a
ese tipo con todo su ser, y si pudiera, se abalanzaría sobre él para obligarle a
tragarse su mascarilla. Pero no podía. No le quedaba más remedio que obedecer,
al menos durante un tiempo. Tragó saliva de una forma ruidosa, asintiendo
torpemente con la cabeza, muy despacio. Sudaba, y se notaba pesado.
-
Bravo,
chico. – Carl hizo ademán de aplaudirle, moviendo la mano libre para hacer como
que golpeaba el puño que sostenía la pistola, sin dejar de apuntarle – Ahora
coge el regalo y demos una vuelta en el auto de papá.
Yief tenía
que reconocerlo: O’Toole había jugado bien sus cartas. Había movido todas las
piezas del tablero y le tenía arrinconado sin posibilidad de juego. Había
destruido su propia torre para salvar a su reina, pero ahora corría peligro. Su
lado del tablero estaba lleno de fichas enemigas, cercándolo hasta ahogarlo,
consumiéndolo como si fuera un pequeño islote blanco en un océano de aguas
negras. Tenía que conceder este asalto para intentar ganar el combate.
Seguido
por la pistola y el hombre que la empuñaba, cogió la pequeña caja que se
ocultaba tras los libros de la estantería.
---
Notaba el
brazo pesado, tembloroso. Se le estaba cansando, pero no podía dar síntomas de
debilidad, no podía bajarlo o perdería toda su ventaja. Lo tenía tan rígido que
podía sentir el incesante hormigueo recorriendo el dedo que tenía apoyado
contra el gatillo. “Contrólate, joder” se dijo a sí mismo, obligándose a
mantener su posición. “Pronto acabará todo. Pronto podrás tomarte una cerveza
fría, en un lugar limpio, sin gérmenes.” No le gustaba aquella casa. Sabía que
el tipo se había instalado con la tal Lucille, y cometió el error de pensar que
por ser mujer sería limpia y ordenada. Pero aquello estaba desordenado, y había
polvo en las estanterías. No se sentía a gusto desde que Big Hole le dijo que propenso a contraer infecciones después de su
improvisada cirugía, se había vuelto meticuloso, remilgado, siempre preocupado
por ácaros y enfermedades. Echaba de menos su bazo.
El hombre
al que apuntaba con su arma estaba rebuscando tras unos libros pertenecientes a
una colección por fascículos. Un lugar poco apropiado para algo tan importante.
Se estaba tomando su tiempo para coger la caja hermética, poniendo nervioso a
Carl. “Lo guarda tras la estantería como en una película mala con pasadizos
secretos. No había sitio más seguro para un material tan importante.” O eso
pensaba él.
Desconocía
el contenido de la caja. Realmente no lo desconocía, el problema era que no
alcanzaba a comprenderlo por completo. Pero era su obligación recogerla y
custodiarla hasta que llegase el momento. “Si me ocurre algo, lo que sea,
quiero que cojas esto y lo escondas todo lo que sea posible a cualquier precio.
Si eso que me ocurre es que muero, tienes que llevárselo a cierta persona.” Eso
fue lo que Tombside le había dicho hacía tiempo; tanto, que parecía que habían
pasado tres años desde la última vez que se habían visto. Cuando adquirieron
confianza por ambas partes, el asesino le había deslizado un papel arrugado y
doblado de forma apresura en el bolsillo de su largo abrigo mientras salían de
aquella cervecería que tanto le gustaba al traficante. Sin embargo, el
recipiente de misterioso contenido lo conservó dentro de su gabardina roja.
“Y ahora
se lo ha dado a este mamón.” Se lo había entregado a un desconocido que
encontró en la calle, a un tirado que simplemente pasaba por allí y llamó su
atención. “¿Y yo qué? ¡Salvé tu vida, cabrón desagradecido!” Podía haberle
dejado allí tirado. Se sentía utilizado, como si fuese una marioneta, un
juguete que un niño caprichoso había usado y que luego había dejado tirado y olvidado
por un muñeco que otro estaba cogiendo. Era el protagonista de una obra
eclipsado por un secundario que acaparaba los aplausos. Eso le cabreaba. Y la
dirección y la persona que debía recibir la caja no ayudaban a mermar esa
sensación.
O’Toole no
dejaba de apuntarle en ningún momento. Había estado pendiente del norteño desde
hacía bastante tiempo; le había seguido de cerca incluso cuando aquel tipo de
la máscara le sacó del Blackson’s y habían sido disparado con misiles. Se tensó
todavía más cuando este cogió un cofre de madera similar a un joyero y extraía
del interior el ansiado trofeo.
-
Vamos,
- el proxeneta hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta – tenemos
cosas que hacer.
Carl se
giró mientras Yief avanzaba.
---
Había subido en el asiento del conductor a
petición de su captor, sin que éste dejase de amenazarle con su pistola. Vigilado
desde el asiento trasero del Ranish Bom de aquel tipo con pinta de heavy
trasnochado, Yief buscaba y daba vueltas a miles de hipotéticos planes de huida:
desde entregar a las autoridades al cómplice del famoso “Blooder”, hasta una
pelea en un oscuro almacén que acaba incendiado mientras los huesos de Carl
ardían junto con la dichosa caja negra, no sin antes pasar por estrellar
aquella cafetera y dejar al traficante irreconocible en comparación con un
cadáver de gurami masticado y escupido por un Zolom.
Pero
ninguna de esas opciones era válida: le tenían bien cogido por las pelotas, y
poco a poco se las iban retorciendo más. Y bien pensado, se lo merecía: había
encabronado a ese hombre, había jugado con él, y se había cabreado. Una tarea
más, una cosa más, y estaría libre. Podría alejarse de todos esos líos con
mafiosos, traficantes, asesinos y empresarios cabrones. Quería darle una buena
vida a su futuro vástago, proteger a Lucille. Empezaba a estar harto de los
líos con Tombside y O’Toole, de Blackhole y su padre. Ya no estaba seguro de si
quería saber la verdad. “Podría mudarme con Lucille, salir de esta ciudad e
irnos lejos. Podríamos volver a las costas nevadas de Iciclos. Modeoheim ahora
está desierta, podríamos establecernos allí y refundar la ciudad. O irnos a
Gold Saucer. Seguro que al bebé le gustan las luces de colores, y a Lucille
montar en las atracciones. Yo podría jugar a las máquinas y sacar dinero. O
podríamos irnos a la granja de chocobos de Kalm. Me gustaría ver nacer a un
pequeño chocobo. Podría crecer junto a mi hijo”. Pero, en el fondo, Yief sabía
que estaba siendo idealista. No sabía cómo iba a acabar esa historia, pero
auguraba que nada bien.
Estaba
jodido, muy jodido. Era posible que no sobreviviese.
“Lo
siento, Lucille. Siento que tengas que sufrir tanto por mi culpa. Un poco más,
nena, sólo un poco más. Si pudiera, te daría todo lo que te mereces, pero no
tengo esa carta en mi manga”. Baraja de nuevo, haz trampas, fue lo que pensó
que diría su antiguo yo, aquel empresario en la cima del poder que firmaba
papeles, asistía a reuniones, esnifaba y follaba. ¿Qué más necesitaba? Era un
buen súbdito para su padre, haciendo lo que le pedían, sin meterse en asuntos
ajenos. Siendo el perfecto hijo de puta pijo y arrogante.
-
¿Y
a dónde nos dirigimos? – seguía las vagas instrucciones de Carl, que se
limitaba a indicarle una dirección u otra, sin hablar más de lo debido - ¿Me
llevas de compras?
-
Algo
así, bonita. A la derecha.
-
No
es por meterme donde no me llaman, pero hay una cosa que me pregunto. ¿Se puede
saber cómo un tipo que trafica con putas y drogas, que debería estar podrido de
dinero negro, tiene como medio de transporte un Bom del 97? Y ni siquiera es un
coche que esté en buen estado, parece que lo hayas sacado del desguace. – miró
por el retrovisor, y al ver el gesto del ocupante trasero supo que había dado
en el clavo, o que al menos se había aproximado mucho – Siendo como eres, esperaba…
no sé, un Supreme, o un Cavalier.
-
¿Siendo
como soy? – hizo esa pregunta extrañado, imitando un burlón gesto de sentirse
ofendido - ¿Y cómo soy?
-
Un
chulo de los cojones arrogante.
-
¡Vaya,
me lo dijo el marica vagabundo! Sigue recto y coge la salida M-14 en cuanto la
veas.
Durante un
buen rato, se hizo el silencio dentro del coche. El sonido de las ruedas
girando sobre el asfalto y el ruido del motor eran los únicos que conversaron
durante unos eternos minutos. Hasta que O’Toole rompió el silencio.
-
Este
coche es provisional, hasta que llegue ese Cavalier que tanto pregonas. Tenía
un Vendetta, pero nuestro amigo común lo dejó irreconocible, junto con los
discos de música que llevaba dentro. Este modelo utiliza cintas, aunque ese
casete ni siquiera funciona. Sal ahora, la M-14.
Volvió a
hacerse el silencio. Esta vez, la conversación de asfalto y motor estaba
presidida por la fuerte combustión del último, denotando una vez más el ruinoso
estado del coche.
-
¿Se
puede saber por qué tienes esa obsesión conmigo? Sólo soy una mierda que se
cruzó con el tipo equivocado en el momento equivocado. Él se aprovechó de mí, me
ha utilizado, y ahora ya no está. Entregué a ese tipo, sí, pero era él o yo. Tú
no sabes de lo que era capaz…
-
¿Qué
no sé de qué era capaz? – Carl rió sarcásticamente – Era su puta mano derecha,
chaval. Y no me refiero a la de hacerse pajas. Sin mí, Tombside no hubiera
podido realizar varios de sus golpes. Le he ayudado a deshacerse de cadáveres,
a conseguir información, e incluso robamos un banco los dos solos. Seguro que
viste algo de eso en las noticias.
-
Creo
que leí algo en un periódico. ¿Un millón de guiles?
-
Redondeando,
sí. – carraspeó, aclarándose la garganta, relajando el brazo del arma hasta
apoyarlo sobre su pierna pero sin dejar de apuntar al asiento del conductor – Así
que no me digas que no sé de lo que era capaz. Sé muy bien, mejor que nadie,
qué era lo que hacía, lo que pensaba. Lo que tenía planeado. Gira aquí a la
izquierda y ve hasta el final. Estamos llegando.
El tono
con el que el traficante habló no admitía discusión. Yief había tocado una
fibra sensible, aunque no sabía bien qué podía haber sido.
La
dirección a la que Carl le había dirigido era un almacén de los suburbios, en
el sector 6, situado de forma colindante con el desaparecido sector 7 y los
escombros que la caída de la placa había dejado. No se trataba de un edificio
particularmente grande, pero sí de uno especialmente oculto a la vista pública,
junto con otros almacenes y algún descampado. El suelo de la zona era de tierra
batida y arena, y una densa nube de polvo parecía dominar el ambiente. Un lugar
poco apropiado para un hipocondríaco de gérmenes, infecciones y bacterias. El
paisaje estaba dominado por bloques de hormigón envejecidos y oxidadas placas
metálicas, y el almacén al que le había llevado Carl no era una excepción.
Sobre una pequeña puerta metálica lacada en color verde estaba pintado el
número 35 con spray de color rojo, a un tamaño considerable.
-
Hemos
llegado. Ahora vamos a entrar ahí, me vas a ayudar con unos asuntos, me darás
la caja, y habremos acabado para siempre.
-
¿Asuntos
de Tombside?
-
No.
– dijo Carl Loc O’Toole de forma tajante – Asuntos míos.
---
El
interior del almacén era oscuro, aunque lucía un aspecto bastante pulcro para
encontrarse en una de las zonas más pobres de la ciudad. Era de un tono
intermedio entre la crema y el color terroso del suelo del exterior, y bastante
más amplio de lo que parecía por fuera. Estaba lleno de altas estanterías
metálicas llenas de cajas de cartón, con anotaciones de números y letras
siguiendo un código de ordenación estricto.
Recorrieron
una larga procesión de estanterías y cajas, hasta llegar casi al fondo, donde
habían despejado una amplia zona para situar, en el centro de ese círculo, un
pequeño recinto estéril cubierto de plástico, con potentes focos exteriores que
iluminaban el habitáculo. En su interior, dos borrosas figuras se movían
alrededor de lo que parecía ser, en opinión de Yief, una caja grisácea. Parecía
que estaban examinando la caja, con determinación. Aquellas blancas y para nada
definidas criaturas tras la pared de plástico se movían poco a poco,
lentamente, y sólo de cintura para arriba; parecía que sus pies estaban pegados
al suelo.
-
¿Ingenieros
nucleares creando una bomba? – dijo Yief con sarcasmo - ¿Estás construyendo un
explosivo para volar la ciudad y cumplir la última voluntad de nuestro amigo?
-
Qué
gracioso. – Carl se lo dijo con desprecio, como si estuviese aburrido – No te
preocupes, ahora mismo entraremos, en cuanto mis chicos acaben.
No tardó
mucho en romperse la monotonía de la espera. En una silla de ruedas mecánica
bastante estrafalaria, apareció sentado un hombre mayor que desconocía. Al
menos, era extraño para Yief, pero no para Carl: ese hombre de sesenta y pocos
años, con unas gafas redondas, cinta en la frente, largo pelo liso y plateado y
semblante aburrido era el hombre que le había criado. Llevaba una manta de
cuadros azules y rojos con líneas negras cubriéndole las piernas, aunque unas
zapatillas deportivas de tobillo alto de color negro con goma blanca. Tenía las
mejillas ligeramente hinchadas, y una perfilada perilla que, en contraste con
su hijo, no se unía con las patillas mediante delgadas y finas líneas.
Carl sabía
que no hablaba, pero inició una conversación que más bien parecía un monólogo:
-
¿Qué
tal, padre? ¿Cómo te encuentras? ¿Bien? – dejó de apuntar a Yief y se acercó a
la silla, acuclillándose, aunque siempre atento a su cautivo – He hablado con
Jimmy Zarcone, ese jefecillo gordo de la familia Petrullio, los que dirigen el
asunto en el sector 2. Hemos negociado un acuerdo, un pequeño intercambio: les
podemos ofrecer 200 kilos de cocaína para distribuir en ese sector, y los
derechos del sector 3 en cuanto contribuyamos a acabar con los Bonpensiero, a
cambio de ofrecernos la red de distribución de los sectores 4 al 6 y un lote de
chicas procedentes de Wutai, pero ellos se quedan las que quieran como “gumar”.
Sólo son 5 chicas: una para el jefe, otras tres para los capitanes, y una para
el sobrino de Zarcone. Parece que perdemos dinero con la operación, pero es un
buen trato; nos quitan de en medio a una de las 8 familias de Midgar.
El padre
permaneció impasible, mirando al frente. No contestó, no se movió. Carl sabía
que no lo haría, que parecería que ni pestañeaba. Aún así, agachado, apoyando
su brazo sobre la silla mientras apuntaba sin prestar atención a Yief. Carl no
estaba seguro de si su padre le hacía caso, de si le escuchaba, pero no le
importaba demasiado: le reconfortaba contarle cosas, hablarle con ese tono
calmado que rara vez mostraba, y estaba seguro de que verle allí animaba a su
padre. Desde hacía años, aquel hombre no se movía de esa silla, aparecía cuando
menos lo esperaba uno y desaparecía con la misma facilidad. Aquellas
conversaciones que le daba eran como hablarle a una pared, pero en el fondo
Carl sentía que servían para algo.
O’Toole se
levantó, y se volvió hacia Yief, apuntándole nuevamente con su Rhino.
-
Sal
a dar una vuelta, padre. La zona de los almacenes es tranquila y segura, nadie
te molestará. Podrás tomar algo de aire, seguro que llevas tiempo encerrado
aquí.
Con su
rostro pétreo, movió la palanquita de control y se movió, al frente,
dirigiéndose hacia la puerta. Carl Loc O’Toole vio a su padre perderse en la
oscuridad del almacén, mientras él y Yief (quien se había girado para ver al
hombre de la silla de ruedas salir de allí) observaban. En cuanto la puerta
metálica se cerró y oyeron el ruido, ambos cruzaron nuevamente la mirada, solo
que esta vez Carl volvió a su habitual tono de mandato.
-
Mi
pobre padre… Gracias a él soy todo lo que soy, me acogió, me enseñó, me dio un
oficio. Siendo muy joven ya me introdujo en este mundo, me llevaba con él y me
mostraba cómo era lo que iba a encontrar en el futuro. Me dio mi primer
encargo: fue pasar unos simples gramos, una muestra para una de las grandes
Familias, pero la cosa se torció… La milicia apareció y empezaron a llover las
balas. Me salvé de los tiros porque era pequeño y pude esconderme tras unos
barriles metálicos del bar en el que esos tipos realizaban sus trapicheos.
Aquello fue una carnicería. ¿Alguna vez has visto esas películas en las que la
acción se detiene, todo va tan despacio que casi puedes esquivar las balas?
Para mí, aquella experiencia fue igual: todo iba despacio, a cámara lenta,
podía ver la estela de los disparos, las gotas de sangre fluir del cuerpo
recién impactado de un gordo de Gongaga, los destellos de una materia Rayo
antes de que el olor a carne quemada invadiera el pequeño espacio. Y sin
embargo, no podía moverme. Estaba paralizado, aterrado y fascinado. No cerré
los ojos, no pestañeé ni un momento, ni siquiera cuando me empezaron a escocer
por la sequedad. Lo que vi… Me transformó. La sangre mezclada con los licores,
la pólvora y el humo formando una densa nube, y los cadáveres de los milicianos
y los mafiosos… Ricos y pobres, todos tuvieron una muerte horrible, sin que a
nadie le importase, hundidos en la mierda, los fluidos corporales, quemándose
sin compasión. Entonces lo comprendí: da igual cómo vivas, al final la muerte
es horrible para todos. Así que, en definitiva, poco importa que seas un
cabrón, un corderito, un lobo ricachón, un muerto de hambre, un yonki, una
puta. La vida es lo único que tienes, así que mejor que vivas a lo grande sin
importarte nada más. Esa es mi filosofía. Y aquí es donde entras tú, – hizo un
gesto extraño con la mano, como si intentase señalarle con la mano que sujetaba
la pistola – pequeña ramera. Vamos a ver qué se esconde tras la cortina número
uno.
Ambos se
acercaron al pequeño habitáculo de plástico. Las difusas sombras del interior
comenzaron a hacerse más visibles a medida que se acercaron, y la traslúcida
pared dejó entrever a dos hombres vestidos completamente de blanco, salvo en la
mitad superior de la cara, en donde se podía distinguir que esa parte del
rostro estaba al descubierto. Operaban alrededor de una camilla metálica, en
donde había algo que desde fuera era inidentificable, parecía cubierto por una
especie de sábana o manta verde, junto al que una caja blanca con tapa abombada
de color rojo. Carl ya sabía lo que iban a encontrar dentro, pero estaba seguro
de que el hombre al que apuntaba no alcanzaba a imaginar lo que iba a ver. O
por lo menos, no intuía toda la verdad.
---
Una
bofetada de calor sacudió la cara del norteño. Aunque llevaba años, más de la
mitad de su vida, viviendo en Midgar y se había acostumbrando al microclima
propio de esa ciudad, en el fondo tenía la sangre fría y no soportaba bien las
temperaturas cálidas.
No tenía
la sangre tan fría como pensaba en cuanto entró.
Una
tremenda arcada le sobrevino. Las blancas figuras eran dos hombres con trajes
de plástico que les cubrían por completo a excepción de los ojos, mientras que
sobre la mesilla portátil de acero reposaba lo que parecía ser el cuerpo de una
mujer cubierta por una sábana quirúrgica, con la apertura cuadrada centrada en
el pecho y vientre. Por la tersura de la piel y el color, debía tratarse de una
chica de Costa del Sol o Corel, muy joven. Lo que hizo que el estómago de Yief
se revolviera fue ver las tetas rajadas de la mujer mientras uno de los
encapuchados extraía un implante ayudado por una especie de garfio que abría
los músculos pectorales de la joven. Y el hecho de ver cómo el otro metía una
mano en el abdomen de la joven con un bisturí para extraer lo que parecía ser
un riñón (o esa impresión le dio a Yief) no ayudó a mitigar esa sensación.
Le daban
terribles nauseas, pero no apartó la mirada. Era a la vez un espectáculo
grotesco y fascinante. Aunque, en opinión de Yief, y si le daban a escoger,
ganaba la parte grotesca y asquerosa. “Dioses ¿En qué puto lío me he metido?”
fue lo que pensó. Miró a Carl, y vio que sonreía mientras cogía el implante
recién sacado de la bandeja metálica en la que lo habían depositado usando la
mano libre, la izquierda. Sonreía.
-
¿Ves
este color? – el contenido, sumado al exterior cubierto de sangre, tenía un
color terroso, achocolatado, pero bastante claro y traslúcido, dejando pasar la
potente luz de los focos exteriores a través del viscoso líquido – Debería ser
transparente… Pero esto no es silicona. Heroína. Traída desde Corel, un
ingenioso sistema para traer mercancía y chicas al mismo tiempo.
Volvió a
dejar la bolsa de droga en la bandeja, y poco segundos después el encapuchado
dejó el segundo postizo, para después rociar el contenido con agua a presión,
limpiándolos. El otro hombre de blanco comenzó a extraer el órgano que parecía
un riñón, y lo colocó en lo que al principio parecía una caja de abombada tapa
roja, que finalmente resultó ser una nevera portátil que una marca de refrescos
había regalado hacía tiempo como campaña de publicidad. Acto seguido, volvió a
introducir las manos en el cuerpo de la muchacha.
-
La
chica nos llegó con algo de fiebre, y mientras veníamos hacia aquí se desmayó.
Comenzó a respirar fuerte, a sudar mucho. Mis chicos dicen que es posible que
sea sepsis, que haya tenido algún problema mientras los de Corel le ponían los
implantes. – Había seriedad en su rostro, pero Yief estaba seguro de que no
había pena alguna – Cuando llegamos aquí, prácticamente no había forma de
salvarla sin ir a un hospital que, como comprenderás, no iba a dejarla entrar
sin hacer preguntas y numerosas revisiones. Lo que ves aquí es su cadáver.
Estamos sacando de ella todo lo que sea posible aprovechar en el mercado negro;
ya tenemos compradores para uno de sus riñones y el hígado. Sí, ahora también
trafico con órganos.
-
¿Y
por qué no le arrancas el bazo y te lo coses? – dijo Yief burlón, sin saber
bien por qué lo hacía – Así dejarías de lado esa ridícula mascarilla.
-
Muy
gracioso, -arrugó el ceño, dejando de apuntarle con su pistola – chavalote. Ni
drogado cogería nada de esta tía para trasplantármelo. ¿No acabo de decir que
tiene sepsis y fiebre? Y no, no es lo que te piensas. No vamos a robarte tus
riñones y dejarte tirado en una cuneta.
Yief
suspiró de alivio, aunque sólo para sus adentros. En el fondo seguía muy
nervioso, sin saber qué hacía allí exactamente. Empezaba a pensar que todo este
asunto no tenía que ver sólo con la caja.
-
No,
no, te necesito para un fin más productivo. Lo primero de todo, quiero la caja.
-
Ni
hablar – espetó Yief, aferrándola fuertemente desde el exterior del apretado
bolsillo de su abrigo. La caja, aunque pequeña, era lo suficientemente grande
como para caber a duras penas y haciendo bastante presión en el interior de su
destrozada prenda.
-
¿Todo
el tiempo queriendo deshacerte de ella y ahora no quieres soltarla? No me
toques los cojones. Te lo voy a repetir: no se come donde se caga, ni se caga
donde se come, ni sobre todo cagas donde yo como. Dame la caja.
-
Quiero
que me expliques primero de qué coño va todo esto. Que me digas el por qué de
esta caja, qué tiene que ver conmigo. ¡Me lo merezco, hostia!
-
Tienes
razón, te mereces una hostia – Carl abofeteó en la cara a Yief, dejándole una
mancha de sangre procedente del implante que había cogido con la mano izquierda
- ¿Quieres explicaciones? Bien, te las voy a dar para que dejes de darme el
coñazo. ¿Te han contado la historia de los Tombside? ¿Qué no son uno, que son
varios? Muy bien, – Yief había asentido, con la mejilla enrojecida del rubor y
la diluida sangre - ya tienes medio
camino hecho. Esa caja contiene algo muy importante para Frank, para el último,
el que tú y yo conocemos. Tiene todo el esfuerzo que ha estado haciendo estos
últimos años, contiene algo que simplemente es vital para todo lo que ha
planeado. Supongo que será un arma, o información importante. Se podría decir
que si le llegan a encontrar con eso, su ejecución hubiera sido inmediata, sin
juicio, y a ti te hubiera ocurrido lo mismo.
-
¿Me
estás diciendo…? – Yief no podía creerlo.
-
Sí:
Frank Tombside, “Blooder”, el asesino en serie de Midgar, te salvó la vida.
Irónico, viniendo de quien viene. El caso es que el próximo Tombside tiene que
tener esa caja.
-
¿Vas
a ser tú el próximo Tombside? ¿Vas a traer terror a las calles, vas a asesinar
a personas, a quemar y arrasar? – Yief no soltaba la caja, aferraba el bolsillo
con tanta fuerza que empezaba a dolerle. No le parecía buena idea soltar esa
caja.
-
No
te interesa quién vaya a ser el próximo Tombside. Lo único que te interesa –
volvió a apuntarle con la pistola – es
darme esa caja de una maldita vez.
El espacio
dentro del habitáculo de paredes de plástico no era demasiado grande, pero aún
así no estaban apretados, había suficiente espacio para ellos dos, la pareja de
trabajadores de O’Toole extrayendo implantes y órganos, y el cadáver de la
mula. Yief quiso dar un paso atrás, pero el ruido que hizo el plástico le instó
a no moverse demasiado. Temía que si tropezaba no se volvería a levantar.
-
¡Ah,
sí! Te preguntarás el por qué de estar aquí, ese “plan más productivo” que te
tengo preparado. Verás, Tombside te tenía por alguien importante, te tenía bajo
su amparo y protección. Pero ahora él no está. Y con todo esto del estado de
excepción, el cadáver de una chica a la que le faltan sus órganos y toda esta
mierda levantarían muchas sospechas. Sería algo muy contraproducente para mí.
Necesito un chivo expiatorio. Y nadie mejor que el cómplice de un famoso
asesino, que mata a una puta y se come sus órganos, que es un drogadicto,
traidor, hijo de puta asqueroso. Además te odio. – Bajo la mascarilla, volvió a
adivinarse esa sádica sonrisa – No es nada personal Yief. Pero si lo piensas
bien, en realidad sí que lo es. Vete al infierno, hijo de puta.
Por suerte
para Yief, el espacio era lo bastante grande como para no estar apretados, pero
era lo suficientemente pequeño como para estar a distancia de su brazo. Y tenía
los sucesos con Arguish demasiado recientes.
Otra de
las ventajas es que Yief tenía una pequeña materia escondida en el pequeño baúl
por si se daba el caso de que tuviera que defenderse en asuntos relacionados
con Tombside o la caja. Al principio le pareció una idea tonta, pero ahora se
alegró profundamente de contar con esa materia amarilla.
-
¿Sabes
que las costillas tienen un nombre mucho más potente? – saboreó las palabras,
como si le hubieran dado fuerza - ¡Arcos viscerales!
La materia
Golpe de Duende brilló dentro del apretado bolsillo, bajo la cajita negra. Su
puño impactó con fuerza en el costado del traficante, por debajo de sus
costillas. Carl soltó un gritó al mismo tiempo que soltaba la pistola,
doblándose de rodillas mientras se sujetaba ahí donde le habían golpeado. Los
dos cirujanos, que estaban observando la escena sin desatender sus
obligaciones, comenzaron un ataque contra Yief, quien no se había quedado
quieto y había empezado a dar marcha atrás en busca de una salida. Bisturí en
mano, el primero se acercó, intentando apuñalarle de forma torpe y directa, sin
la precisión que caracterizaba a su profesión. Lo manejaba como si fuera una
navaja en una pelea de bares, lo que le hizo pensar que realmente ese tipo no
debía ser lo que aparentaba. Por suerte para él, había estado en numerosas
refriegas durante su etapa de mendicidad, y sabía cómo desenvolverse en aquella
situación. Esquivó la primera estocada, lateral, encogiendo el estómago y
echando ligeramente el cuerpo ligeramente hacia atrás, y volvió a lanzarse
hacia atrás cuando la cuchillada volvió, evitando el tajazo pero enredándose
con los plásticos que servían como pared. Yief no tuvo más remedio que echarse
hacia atrás lo más rápido que pudo mientras que con sus manos hacía numerosos
gestos para quitarse de encima aquel estorbo.
El aire
fresco del exterior de la cúpula de plástico le alivió inmensamente. Aunque los
focos seguían funcionando y hacía muchísimo calor, la sensación de salir de
aquel invernadero fue de lo más placentero. Respiró de forma intensa y
profunda, refrescando sus pulmones. El matón con el bisturí salió corriendo,
amenazante con el instrumental, acompañado por el otro cirujano, algo más bajo y
rechoncho que él, que se quitó los guantes y apretó los puños. En el interior,
la masa negra que representaba a Carl seguía tirada en el suelo, inmóvil. Así
que se centró en ellos en lugar de salir corriendo: si el del bisturí le
alcanzaba, podía darse por muerto, aunque fuera sólo por un pequeño corte.
Corría el riesgo de una infección puerperal, producto de la carne muerta en
contacto con su torrente sanguíneo.
En cuanto
al de los puños, parecía un tipo duro, mejor sería no correr riesgos.
El primero
en lanzarse a por él fue el que iba armado. Directo, de frente, al tiempo que
lanzaba un grito, de forma aún más torpe y precipitada que sus ataques
anteriores. Esperó a que estuviera a una distancia corta y se ladeó a su
izquierda, teniendo abierto el costado derecho del atacante, que recibió un
duro golpe seguido de una patada, potenciadas por la materia oculta. A pesar de
haberle dado fuerte, el tipo no se rindió, y continuó intentando acuchillar a
Yief, que no hacía otra cosa más que esquivar hacia atrás e intentar golpear a
la menor oportunidad, cuando dejaba al descubierto algún punto. Mientras tanto,
el tipo de los puños al descubierto seguía inmóvil, quieto, como si no quisiera
intervenir.
El golpe
final lo recibió en el hígado, justo después de un puñetazo que impactó en su
oído derecho. Yief sudaba bastante, los focos irradiaban un calor sofocante,
alimentando de luz el interior del improvisado quirófano. El asalto contra es
cirujano matón no había durado más de dos minutos, pero se le había alargado
bajo la pesadez del sopor. Hacía tanto calor que parecía que el plástico se
estaba derritiendo.
En
realidad, el plástico sí que se estaba derritiendo.
La figura
negra se había puesto en pie, momentos antes de que una bola de fuego impactase
contra el gordito cirujano, que se había quedado de brazos cruzados mientras
contemplaba como su compañero caía al suelo, acribillado a puñetazos. Las llamas
habían fundido y agujereado una de las paredes de plástico, ennegreciendo los
bordes por los que la flama había salido disparada. En el interior, la negra
silueta se movió, y el calor se hizo más patente. Yief sentía deseos de quitarse
el pesado abrigo, pero sabía que llevaba una carga demasiado valiosa en él como
para dejársela quitar con tanta facilidad. Era un seguro de vida por si algo
salía mal.
Carl
atravesó el plástico derretido, y Yief observó su semblante. Las mangas de su
largo abrigo se habían quemado de forma irregular hasta la altura de los codos,
dejando al descubierto los largos antebrazos del traficante. Llevaba el abrigo
más abierto de lo normal, y en el lugar donde le habían golpeado la camiseta se
veía chamuscada y manchada de sangre, dejando entrever por los agujeros una
rojiza y amarillenta cicatriz, producto de la operación que le dejó sin parte
del bazo, amén de otros órganos.
El detalle
que más llamó la atención de Yief fue la expresión de Carl Loc O’Toole. Estaba
serio, rabioso, con el ceño fruncido. Pero lo más importante era que no llevaba
la mascarilla.
Bajo ella
se escondía una perilla unida a un bigote, recortados para dar forma pero
voluminosos, y en su boca los dientes apretados, a juego con los puños
encendidos. Encendidos de forma literal, pues el fuego parecía formarse a su
alrededor, emanar de sus poros.
Carl
estaba cabreado.
Yief salió
corriendo justo cuando su agresor lanzó una bola de fuego, que impactó
estruendosamente contra la primera estantería de una larga hilera. Muchas de
las cajas de cartón se desintegraron, quedando reducidas a cenizas, y unas
pocas saltaron por lo aires, encendidas, desparramando su contenido: papeles
que ardían, piezas metálicas, y objetos que no había visto en su vida y que no
sabría para que servían. Tampoco se detuvo a mirar, corrió a esconderse tras la
tercera hilera de estanterías, al tiempo que esquivaba llamaradas de fuego y
violentas olas de calor. Tenía que ir en sentido zigzagueante para evitar ser
pasto de las llamas, no podía exponerse a correr. Carl estaba furioso, y
parecía que ya poco le importaba todo: la pequeña habitación de plástico estaba
completamente fundida y quemada, junto con su contenido. El olor de la carne chamuscada
emanando del cadáver de la chica se mezcló con el del secuaz fornido, junto a
la esencia de caramelo derretido que Yief identifico como heroína quemada. La
iluminación de los focos habían desaparecido, bien porque habían caído presas
del arranque de ira de O’Toole y estaban calcinadas, o bien porque se habían
precipitado contra el suelo, rompiéndose. La iluminación de la enorme sala
procedía de los diversos fuegos encendidos, repartidos entre las cajas,
estanterías derribadas, y el fuego que emanaba de los brazos del
narcotraficante y proxeneta.
“Tengo que
salir de aquí. Robar su coche, recoger a Lucille y largarnos a Junon por la vía
rápida. Si nos quedamos aquí, este tipo nos mata”. En los breves segundos que
se tomo para respirar, fue todo lo que le dio tiempo a pensar. El impacto del
fuego contra la estantería que le protegía le empujó violentamente, y las
seguidas acometidas le dejaron bajo un amasijo de hierros, cartón y materiales
diversos. Una de las cajas contenía líquidos, que empaparon a Yief, quien no
tuvo más remedio que hacer acopio de todas sus fuerzas unidas a la materia del
bolsillo de su abrigo mojado en algo que, por el olor, contenía alcohol,
arrojando la estantería lo más lejos que pudo para, después, quitarse
rápidamente parte de la ropa: si realmente era alcohol lo que contenían
aquellas botellas, no quería arriesgarse a arder. Se quedó únicamente con su
camisa y su ropa interior, desprendiéndose incluso de su característico gorro.
Por suerte para él, la estantería había obligado a Carl a desplazarse, haciendo
que este dejase su acoso durante unos momentos. Fue entonces cuando Yief se
fijó en que el fuego de sus puños había aumentado, desvaneciendo la totalidad
de las mangas y costados del abrigo, así como de la camiseta que había debajo.
Unos jirones negros eran todo lo que quedaba de la prenda superior, a modo de
capa, mientras que de la inferior se había revelado una camiseta negra en la
que cuatro caras, en blanco y negro, aparecían realizando diferentes gestos.
Sin embargo, la piel permanecía igual, una piel ligeramente tostada, bronceada,
con una fibrosa musculatura que era imposible de adivinar bajo las numerosas
capas de ropa que acostumbraba a llevar.
Puede que
fuera cosa de la luz del fuego, pero la impresión que daba a ojos del vagabundo
fue que todo el pelo del cuerpo de O’Toole se había aclarado, se había vuelto
más rubio, de un color brillante que parecía irradiar luz propia. “Seguro que
el calor me está afectando. Tengo que salir de aquí”.
Era más
fácil pensarlo que decirlo. Arrojar aquel amasijo de hierros que había sido una
estantería había hecho que su atacante comenzase a moverse, lentamente, pero
sin cesar en sus ataques ígneos. Cubierto por otra estantería, la bola de fuego
a una altura considerable, dejando caer sobre él numerosas cajas, que
esparcieron su contenido. Algo golpeó su cabeza, como si hubieran dejado caer
una piedra. Una pequeña esfera amarilla rodó por el suelo, junto con otra verde
y una rosada. Lo que llamó la atención de Yief fue que aquella materia le
resultaba familiar: el cristal de mako condensado estaba rajado, como si de una
veta se tratase.
No podía
creerlo; aquella materia había llegado a él en un incendio, y el fuego se la
había devuelto. No recordaba bien cuándo la había perdido, si fue durante el
ataque de Turk contra Tombside, o bien durante el asalto contra la casa de
Blackhole. Cuando quiso darse cuenta, aquella materia no estaba, había
desaparecido. Y ahora había vuelto.
Aquella
materia era el origen de todos los problemas que había tenido con el asesino y
su perro faldero.
No le dio
tiempo a pensar mucho más, una nueva ráfaga de bolas de fuego impactó, haciendo
que llovieran sobre él más trozos de cartón ardiendo. Recogió las tres materias
y se encomendó a cualquier deidad presente para poder salir vivo de allí.
Si quería
escapar, tenía que llegar a la puerta por la que habían entrado, la única forma
de escape posible. Ya había una buena parte del almacén que se había
incendiado, y el fuego ascendía con rapidez. El avance de Carl parecía alentar
a las llamas a crecer, como si avanzasen tras él. No le quedaba otra opción que
no fuera la de arriesgarse.
Comenzó a
correr por ese pasillo, y cuando llegó al cruce intentó utilizar a ciegas la
materia mágica. Un rayo salió disparado justo enfrente de él, e impactó contra
una estantería, derribándola, que por desgracia estaba bastante alejada del
agresor. Por el suelo rodaron un par de Rhinos, un revólver que Yief no
conocía, varios cartuchos de escopeta y un cargador. Mierda. Al menos ya sabía
qué materia tenía entre manos, pensó Yief, quien tuvo que saltar y tirarse al
suelo para evitar un nuevo ataque. En cuanto cayó al suelo, se levantó y avanzó
a cuatro patas torpemente hasta levantarse y echar a correr, dispuesto a probar
qué hacía aquella materia independiente.
En el
siguiente cruce que encontró, volvió a ver a su agresor, que estaba preparado
para lanzarle una inmensa bola de fuego, igual de ancha que la mitad de una de
las estanterías metálicas. La esfera rosada brilló en conjunción con la esfera
verde, y el relámpago volvió a aparecer. Sólo que esta vez, el rayo se bifurcó,
e impactó en tres estanterías diferentes, en el hombro de Carl y en la espalda
del secuaz que estaba tirado en el suelo. Ni siquiera recordaba que aquel
tipejo no estaba muerto. La sacudida eléctrica hizo que comenzara a gritar y
revolverse, mientras que el traje blanco se había prendido en el punto de la
espalda en el que le había golpeado el relámpago, rondando para intentar
extinguir el fuego. El llameante hombre resolvió el problema de su subordinado:
le arrojó una llamarada que hizo que prendiera todo su cuerpo. Los chillidos se
hicieron insoportables hasta que cesaron, poco después de dejar de moverse.
Carl ni siquiera se inmutó al matar a aquel hombre: tras eso, continuó atacando
a Yief con la misma rabia, la misma expresión furiosa en el rostro. Poco a
poco, las llamaradas iban aumentando su velocidad, al tiempo que el incendio de
la parte trasera del almacén comenzaba a descontrolarse.
Una
materia que afectaba a todo. Ese era el poder de la materia independiente:
hacer que el resto de magias impactaran en todo lo posible. Por desgracia para
él, parecía que el impacto del rayo en el hombro no le había surtido demasiado
efecto más allá de, simplemente, empujarle y magullarle ligeramente. Y para más
desgracia, el impacto en el secuaz había desencadenado la muerte de este,
aunque de forma indirecta. Yief no se sentía como un asesino, pero ya era la
tercera persona que moría por su culpa en los últimos meses. Debía acabar con
todo aquello.
Sentía que
no tenía más remedio que forzarse a leer la mente de su rival.
La pequeña
esfera amarilla brilló desde el bolsillo de su camisa. Las voces impactaron en
su cerebro como un torrente contra las rocas, haciendo presión. Intentó
focalizar, centrarse únicamente en su adversario, pero era imposible. Eran
demasiadas las voces que le llegaban. Sentía que su cabeza iba a estallar, que
nunca había sentido tantos pensamientos al mismo tiempo. Eran centenas.
Millares.
“Perdóname”
“Te quiero”
“Hijo de puta”
“Juntos hasta el final”
“Yo a ti también”
“No… por favor”
“¡Perdónale, no es más que un
crío!”
“¡Vas a matarle, por Dios!”
“Ahora sois libres, Black Candy”
“Mierda, era el azul”
Yief dejó
de usar la materia. Arrojó con todas sus fuerzas la pequeña esfera rosa, que
afectaba a todos los objetivos, y volvió a intentarlo, pero el barullo de voces
era el mismo. Allí estaban los miles de pensamientos, simplemente había dejado
de escuchar los últimos pensamientos del secuaz, quien había agonizado pensando
en el dolor de las quemaduras. No sabía bien qué ocurría con su materia Sentir,
parecía que no funcionaba igual. Lo único que le quedaba era el ataque puro y
duro.
Carl se
había acercado a él, demasiado, mientras estaba tirado en el suelo sujetándose
la cabeza, intentando no volverse loco.
-
Debiste
darme la caja cuando te lo pedí, Yief. – Era la primera vez que lo llamaba por
su nombre – Todo hubiera sido más fácil y menos doloroso. Ahora sólo te queda
ver cómo las llamas te derriten los ojos.
Se
encontraba cerca, bastante cerca. Podía sentir el calor que desprendían sus
puños, y sin embargo, Carl no sudaba ni un ápice.
-
Veo
que has encontrado tu pequeña materia. Frank me hizo recogerla, aunque no sé
qué tiene de especial. Nunca he sido partidario del uso de materia, me parece
algo fantasioso, artificial. Aunque reconozco que, a veces, resulta muy útil.
-
Tú…
Encontraste la materia. – Se encontraba cansado, muy cansado, por el esfuerzo
realizado con la materia de lectura de mentes.
-
Claro.
Soy putamente omnisciente. Soy como un puto Dios. La jodida deidad del fuego. –
La voz de Carl sonaba más grave, distorsionada, diferente. “Me vuelvo loco”,
pensó el hombre del suelo.
-
¡Pues
permite que presente mis respetos!
Yief lanzó
un rayo, utilizando cada gota de energía que tenia en impactar con ese
relámpago mágico. Sólo tenía una oportunidad, y si fallaba todo sería en balde.
El grito
resonó en el almacén como suena la erupción de un volcán. Yief no tenía ninguna
práctica, ninguna experiencia con el uso de materia mágica, y menos con una desconocida.
Pero a una distancia de apenas 3
metros y medio, le resultaba difícil no dar, o incluso
rozar, en la zona de la cicatriz de Carl Loc O’Toole. Algo había sacado en
claro de cuando golpeó allí, y es que parecía ser el punto débil de aquel tipo
duro. La corriente eléctrica sacudió y encendió aquella cicatriz, recorriendo
el cuerpo entero del traficante. Arqueando la espalda, tensando las
articulaciones, cayó al suelo, derribando en su caída numerosas cajas que se
prendieron al contacto con sus puños. Aunque agotado, Yief se levantó, y
haciendo acopio de todas sus fuerzas agarró la estantería hasta volcarla sobre
aquel sujeto indeseable, haciendo que todos los cartones y sus contenidos
comenzasen a arder sobre él. Poco a poco, se dirigió hacia la puerta entre
toses y con los ojos llorosos por el humo.
Al
alcanzar la puerta, lanzó una mirada hacia atrás. Un infierno se estaba
desarrollando en aquel almacén, las llamas lamían las envejecidas paredes y
consumían todo lo que encontraban a su paso. Lo último que vio Yief antes de
cerrar la puerta fue como las llamas tumbaban estanterías como si fuera un
dominó sobre el lugar donde había dejado el cuerpo de O’Toole. En cuanto las
llamas lo cubrieron, cerró.
Ya eran
cuatro personas.
Cogió
aire, y gritó con todas las fuerzas que le quedaban, que eran pocas. Estaba
rabioso, dolorido, sucio. Pero aliviado. Se había acabado.
Se había
deshecho de toda su relación con Frank Tombside y su legado. El único cómplice
que quedaba del asesino era él mismo, y todas las pruebas de su implicación con
él se encontraban dentro de aquel edificio en llamas. Algunos de los cristales
que coronaban la parte superior de las paredes se rompieron, como afirmando sus
pensamientos.
Se había
acabado. No quedaba nada que pudiese volver para recordarle ese pasado.
El ruido
del motorcillo de la silla de ruedas le sacó de sus pensamientos. El padre de
Carl había aparecido doblando una esquina de otro almacén, con su expresión
apática y aburrida. “Mierda” pensó Yief, pero estaba agotado y medio desnudo.
Aunque resultase ridículo acabar así, le daba igual que un hombre hastiado,
paralítico, acabase de alguna forma con él, que estaba destrozado y vestía
exclusivamente con zapatillas, calzoncillos y camisa.
El hombre
se puso a su altura, junto a él, y giró la silla para mirar el almacén ardiendo
donde el cadáver de su hijo y sucesor se convertía en cenizas.
Lo
siguiente que hizo fue girase hacia Yief. Le miró a los ojos, y se levantó de
la silla, sacudiéndose las rodillas. Se dio la vuelta y desapareció por la
misma esquina que vino.
Yief
suspiró, y se carcajeó. Parecía que por fin iban a irle las cosas bien. Tendría
que volver al piso de Lucille caminando medio desnudo, puesto que sus llaves,
el móvil prestado, todo, estaba en la cazadora que ahora ardía en el interior.
Lo único que le quedaba era…
Metió la
mano en el bolsillo de su camisa. Allí estaba, el origen de todo ese embrollo:
aquella materia rota, amarillenta, que parecía mirarle desde una pupila rajada.
Todo empezó con eso. Todo lo malo. Todo lo bueno. Si no hubiera conseguido
aquello, jamás hubiera conocido a Tombside. Ni a Lucille. Blackhole seguiría
vivo, y él odiándole por lo que le hizo, mientras mendigaba e intentaba
subsistir. Aquella materia le había dado cosas, y quitado otras. Casi le había
costado la vida en varias ocasiones, y también había puesto en peligro a
Lucille. Pero gracias a esa cristalina esfera iba a ser padre.
Cerró la
mano alrededor de la materia, apretando fuertemente, sintiéndola contra su
dolorida carne. Una pequeña alcantarilla a sus pies podía librarle de todo
aquello. Pero quizás prefería continuarlo.
Como un
antiguo emperador de una civilización perdida, giró su puño y abrió la mano,
dictando la sentencia.
7 comentarios:
¿Habrá conservado Yief la materia? ¿O se habrá deshecho de ella?
Primer relato de la vuelta a Azoteas de un servidor. Espero que el resultado sea de vuestro agrado, llevo con esto pensado desde... bueno, desde hace años. Y creo que no ha desmerecido.
¡Volvemos a la carga!
Mira que uno de mis personajes está metido en todo este entuerto, pero esto sí que no me lo esperaba!
Gran vuelta la tuya, me ha gustado mucho la parte de la casquería con la pobre mujer, aunque por otro lado ha sido bastante desagradable xD.
Total, que no sólo no desvelas nada, si no que además perdemos al bueno de O'toole, habrá que ver qué ocurre ahora... ¡Mi turno!
Durante el ataque de los cirujanos, reiteras lo del bisturí ("El matón con el bisturí salió corriendo, amenazante con su bisturí"), pero bueno, cabe esperar alguna cosa del estilo cuando uno retoma la escritura.
Cojonuten. Me vendría bien repasar toda la historia de Yieff, porque haber leído esto y un poco de lo inmediatamente anterior es hacerme un spoiler brutal. Ver a Carl a punto de super saiyan tampoco está mal, y le has dado bastante juego a las materias (la de Megatodo, encima, que era de las brutas del final del juego). Me ha gustado.
Cierto, se me ha colocado un bisturí de más. Va a tocar revisar el texto para ver estas pifias.
Aprovecha, creo que Ukio estaba recopilando todos los relatos nuevos en el documento descargable, así puedes leerlos del tirón.
Comento mientras leo:
Lo de los pajaros mola al principio, pero se hace cansina la insistencia.
El cambio de personaje en medio de la escena mola, y la coña de "parecía que hubiesen pasado tres años".
Reiteras muchas palabras. Con lo del "muñeco tirado", o "lo había cabreado y ahora estaba encabronado". Reiteras y a veces eres redundante
Vuelve a pasar en la pelea contra los cirujanos: Abusas del "se echó hacia atrás". Por cierto: Golpe de duende? Creí que era "golpe mortal".
Por cierto, esto va molando.
Y Ukio no ha recopilado nada, aún... Pero no se olvida de que debe hacerlo.
Si es el broche final a la historia de Vanistroff, ha valido la pena. El ataque con Megatodo es confuso, pero emocionante. Me gusta, porque te has informado y hecho lo que querías con los recursos del juego (materias y demás), aunque me esperaba el colocón por el humo de la heroína quemada.
Mola mucho. Volvemos, y lo hacemos a sangre y fuego (literalmente)!
Como ya dije, estaba espeso, pero no creo que sea un mal relato ni sé si podría cambiar muchos aspectos.
Golpe de duende es una materia similar, relacionada con Golpe osado (Crisis Core nos dejó un buen puñado de recursos).
¿Pájaros? Me he perdido.
Por cierto, no hubo colocón debido al tamaño del almacén y la distancia a la que estaba Yief. Dejo las drogas para otros relatos.
Los pájaros de la pintura al principio, y no. No es un mal relato.
Voy a tener que rejugar el puto crisis core... Que lo dejé colgado.
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