Los ruidos de la colocación del cañón habían llegado a su fin. Era un alivio, porque incluso bajo la placa el ruido de la maquinaria pesada y el estruendo provocado por el movimiento del cañón eran algo patente. Cuando fue colocado sobre la estructura, los pilares maestros de soporte retemblaron, y en las chabolas más cercanas los cristales vibraron, como si un trueno se hubiera descargado sobre los suburbios. Luego, todo en calma, como si hubiera pasado la tormenta. La radio sobre el mostrador anunciaba, en casi todas las emisoras, menos las de música “sin interrupciones”, que las obras habían finalizado. Una mano grande y callosa cambió el dial, hasta encontrar una suave melodía de jazz que le quitara de encima la voz chillona de los cuatro patanes tertulianos del programa de noticias. La mente que dirigía la mano estaba pensando en tres recuerdos.
Unos ojos dorados de pupila rasgada miraban fijamente a través del local. Rodeado de estantes y fotos variadas (de gente, de armas y de algún paisaje lejano e indudablemente mejor), el dibujo ocupaba una de las pocas partes de la pared que estaba vacía. Era un viejo recuerdo, el primero de los tres, relacionado con un pasado que prefería olvidar. Ciertamente no era algo para ser recordado a no ser que fuera con vergüenza y algo fuerte a mano para alejarlo. Sin embargo, a una parte de él le gustaba tenerlo ahí. La figura, algo vaga, era un tigre pintado con brillantes colores naranjas, blancos y líneas negras algo temblonas. Un dibujo que había hecho su propio hijo cuando era pequeño, hacía más de quince años. Lo que mejor había quedado eran los ojos, muy vivos. Entonces podía haber llegado a algo decente, estudiando arte, o al menos una carrera. Ahora, el muy idiota se encontraba zascandileando con un grupo de reaccionarios que repartía panfletos en contra de Shinra y su forma de hacer las cosas. Ya se había llevado alguna paliza que otra por parte de los PM. Afortunadamente, el estado de excepción le había forzado a dejarlo, a no ser que prefiriera llevarse un castigo peor.
Mientras pensaba en ello, Gilford Schmidt limpiaba a conciencia su veterano revólver, un arma grande y no demasiado manejable. Sus manos, grandes, de dedos largos y fuertes, se movían con habilidad, sacando hasta el menor rastro de suciedad. El modelo, un Lohengrin bastante añejo al que llamaba “Viejo Fiel”, llevaba con él desde después de su primer exilio. Había pistolas más ligeras, y sin duda menos ruidosas, pero aquella era depositaria de su confianza y afecto; lo mismo despachaba a un monstruo de los suburbios de un par de tiros bien dirigidos que a un pipiolo aprendiz de atracador. Aunque no había muchos que intentasen atracar, al menos conscientemente, una tienda de armas.
Se encontraba la tienda en el sector cuatro, en los suburbios. Detrás de la tienda había cantidades ingentes de chatarra, no siempre oxidada, que protegía con fiereza. Dicho material era usado ocasionalmente para fabricar piezas de repuesto, en trueques con mecánicos y, en ocasiones, para mantener encendida la chispa de artesano. Para ello se servía de una pequeña forja artesanal que había instalado en un cuartucho de la trastienda. Parecía ser costumbre de la gente que vivía a la sombra de la placa competir por los mayores montones de hierro retorcido. Una pena no vivir más cerca del sector siete, donde ahora lo había de sobra.
No lamentaba demasiado lo sucedido a raíz de aquel ataque terrorista. Consideraba a la gente de Midgar un puñado de idiotas esclavizados que alimentaban sin saberlo a sus capataces. Las máquinas que surtían de electricidad al centro de su mundo convertían en un desierto todo lo que rodeaba la ciudad. Le sorprendía que, sabiendo que en los límites de Midgar eran incapaces de cultivar nada, los ingratos habitantes de la misma consideraran toscos o ignorantes a los que vivían en los pueblos. Pueblos de cuyos trabajadores y tierras se obtenía el sustento. En su opinión, les estaba bien empleado. Bufó, mientras seguía limpiando.
A su alrededor, prácticamente todo era metálico. Los rifles, las pistolas, las escopetas, las municiones… y hasta las espadas, que mantenía guardadas fuera de la vista de la gente. En Midgar no estaban bien vistas, salvo quizá entre las tropas de elite, pero él tenía varias. Eran todas íntegramente obras suyas, menos dos sables largos y curvos, uno de ellos carente de guarda, ambos grabados con el nombre “Yoshiyuki”. Habían sido ideados para ser similares a los que se forjaron hacía ya tiempo por el legendario artesano que creó aquella rareza de dos metros treinta. Esos dos sables artesanales e irreemplazables eran el segundo recuerdo, esta vez de su maestro, que se combinaban con los ojos del tigre colgado en la pared para traerle más cosas a la memoria.
Gilford Schmidt era un inmigrante. Su país de procedencia era Wutai, pero no era enteramente nativo. Únicamente su madre lo era, mientras que su padre era un pobre buscador de fortuna que había llegado todo lo lejos que era capaz. Se había afincado en Wutai, se había casado, y el resultado fue él. Pelo negro lacio, ojos ligeramente rasgados, pómulos un tanto marcados, constitución robusta y piel pálida. La casa no era precisamente un palacete, y pronto tuvo que dejar atrás la infancia para trabajar. Se hizo aprendiz de forjador, aprovechando que siempre había sentido debilidad por las armas. Aprender a forjar espadas perfectas bajo la tutela de su mentor y jefe era vivir su sueño, y fue bien. Disfrutaba viendo a su maestro y patrón doblegar el metal a su antojo, deseando mientras observaba que llegara el momento de hacerlo él. Con el pasar de los años fue capaz de hacerse cargo de la forja en solitario, y ya pensaba en abrir su propia armería… hasta que la guerra envolvió el país.
Los intentos “pacíficos” de Shinra para que las gentes aceptasen la energía mako y las comodidades de la vida moderna terminaron abruptamente, iniciándose una sangrienta campaña. Los civiles se reunieron y formaron pelotones armados con espadas y objetos improvisados. Haciendo uso de su conocimiento del terreno, realizaron ataques sorpresa sobre los convoyes de Shinra que avanzaban en dirección a la capital. Frente a las armas de fuego de la compañía, contra las que las espadas no eran demasiado eficientes, los defensores atacaron furtivamente en una serie de ataques tras los que procuraban desaparecer en los bosques y montañas. Echaron abajo puentes, llenaron los bosques de trampas y defendieron hasta la muerte sus hogares, prefiriendo vender caras sus vidas a dejarse expulsar. Durante la guerra, Gilford había sido uno de tantos civiles que habían ayudado a ralentizar a los soldados de Shinra. Emboscadas, trampas, incluso suicidios pensados para llevarse por delante al enemigo… todo valía, y todo honor esperaba a quien diera la vida por su gente. Pero no sirvió de nada. Ni las emboscadas, ni las trampas, ni el honor.
Poco antes de que las tropas de Shinra cercaran su pueblo, Gilford regresó, reunió a su familia (su padre, su esposa, sus hijos) y la preparó para marcharse. Con ellos fueron también la hermana de su mujer y su marido, que compartía su punto de vista. Estaba harto de la guerra y de ver morir a su gente. Sólo quería acabar con todo, y luchando no iba a terminar. Sabía que algunos le llamarían cobarde, pero prefirió afrontar el desprecio de sus compatriotas a la muerte de sus seres queridos.
Aprovechando que las tropas del pelotón Selenia rompieron el bloqueo enemigo para poder enviar más tropas al frente, Gilford y su familia escaparon en la oscuridad. Realmente, muy pocos civiles contemplaron la posibilidad de refugiarse en otros lugares. Los que lo hicieron se sentían abrumados por el dolor y la vergüenza, pero el miedo que les impulsaba era mayor que ambos. Fue entonces cuando enterró su nombre y se buscó uno menos conflictivo. Soportando estoicamente el pesar y aguantando el llanto, alcanzaron la costa, escaparon por mar y llegaron a Corel.
Permanecieron allí un tiempo. Shinra ya había pasado por el lugar, esparciendo su tan cacareada comodidad. No le faltaban detractores en Corel, pero se mantenían con un perfil bajo. Eran mayoría los que disfrutaban de las ventajas del mako y la forma de vida de Shinra. Durante unos años, Gilford se ganó la vida primero como afilador y reparador de cacharros metálicos, y luego reparando maquinaria minera para los pocos que no querían dejar de lado el preciado carbón. No le costó mucho aprender mecánica, pero su pasión por las armas pronto le llevó de nuevo a ellas. Las armas de fuego, lejos de fascinarle tanto como las espadas, eran interesantes, y no tardó en cogerles el truco.
Y justo en el punto en que la vida parecía mejorar, la guerra regresó. El reactor estalló por un fallo de causas desconocidas. Shinra anunció que se trataba de una facción rebelde y procedieron al sistemático incendio de la comunidad minera y el exterminio de gran parte de la población. Forzado a huir de nuevo, Gilford tomó una decisión: ya que cuanto más lejos de Shinra más conflictos se desataban, iría al lugar donde con total certeza no emprenderían una guerra. Se dirigió a Midgar. A buen seguro, en un lugar plagado de gente acomodada, asalariada por la empresa y adicta a los lujos que ésta podía ofrecer, no habría demasiados disturbios. Al menos, no uno que le forzara a salir a escape de nuevo. Actualmente, menos su esposa y su hijo mayor, el resto de su familia vivía en Kalm. El pueblo era como una extensión de Midgar, así que no se preocupaba por ellos.
Gilford había llegado a los suburbios sin mucha idea de qué hacer. Tenía ahora más arrugas, más amargura. Era más viejo y las cosas estaban empezando a importarle menos que antes. Sólo tenía ganas de tener un trabajo que les diera para vivir a su mujer y a él mismo, y tiempo para dedicarse a sus asuntos sin ser molestado. Finalmente, había adquirido con sus exiguos ahorros un cuchitril y lo había restaurado hasta convertirlo en lo que era ahora. El forjador envidiaba a su homólogo del Mercado Muro, en el sector seis. Se decía que el muy cabrón tenía incluso un tanque. ¡Un jodido tanque!
Así y todo, su negocio, Schmidt & Wilson, era rentable. Mientras hubiera gente insegura, impulsiva, ambiciosa y monstruos, no se quedaría sin trabajo. Tenía hasta algo de fama por los cuatro gatos que veían con aprecio su manufactura de Wutai en las armas blancas. Algunos de ellos le preguntaban por el tal Wilson; eran clientes conocidos que lo usaban para dar a entender que buscaban las excelentes espadas de Wutai. En cuanto al resto de curiosos, les devolvía la pregunta con un “¿Ves a Wilson aquí? Eso es que no está.” Gilford resopló, guardando los trapos y limpiándose las manos en el mandil de herrero, lleno de puntos negros y olor a hollín (le importaba poco que sus clientes le vieran con él). Harto de la mirada penetrante del tigre en la pared y de la radio, guardó al “Viejo Fiel” donde siempre, apagó el viejo trasto de un manotazo y se dispuso a ir a la trastienda. Apenas se dio la vuelta, la puerta de entrada se abrió con un chasquido.
Un cascado carillón casero sonó al moverse la hoja de metal remachado. Gilford se giró y vio a un tipo joven. No tendría más de veintipico. Llevaba ropa deportiva no demasiado limpia y se tapaba la cabeza con la capucha gris de la sudadera. Por debajo se veía una cara poco agraciada, con algunos mechones largos y negros. Se movía de manera chulesca. Las manos estaban en sus bolsillos, pero pronto salieron de él para manosear los estantes, repletos de herramientas, limpiadores, expositores y algunas armas de exhibición clavadas a la pared. Cuando terminó su inspección, fue al mostrador. Gilford no le sacaba la vista de encima desde que había puesto un pie en sus dominios.
– ¿Querías comprar algo, chico?
– Pues… sí. Quiero cuatro pistolas… y un par de escopetas. Y munición, claro.
– Muchas armas son ésas. ¿Vas a hacer una exposición? Y más importante, ¿puedes pagar todo eso?
– Claro que puedo – dijo sacando del bolsillo un montón de billetes doblados.
A la vista del dinero, Gilford se agachó un poco, sin quitarle ojo. Echó un vistazo bajo el mostrador. Había varios modelos de pistolas, menos algunos de los utilizados por los MP o el ejército. Esos estaban en la trastienda, reservados. En la trastienda estaban también las escopetas. Antes de sacar nada, preguntó.
– ¿Te sirve cualquiera o buscas algo concreto?
– Me vale cualquiera que dispare.
– ¿Y tu ID?
– ¿Mi qué? – el vendedor de armas resopló de nuevo, armándose de paciencia.
– Tu ID, esa tarjetita que dice quién eres y la edad que tienes, con una foto horrenda tuya y que ahora se usa hasta cuando vas en tren hasta la placa. Esa ID. Enséñamela. No pienso venderte nada si no la veo antes.
Con evidente reticencia, el tipo volvió a meter la mano en el bolsillo, echando mano a una raída cartera de cuero. De ella sacó una tarjeta plastificada. El vendedor esperaba la peor falsificación jamás impresa, pero se llevó una sorpresa al ver que la tarjeta era auténtica. Al menos en apariencia. Tomó nota del nombre y el domicilio. Era mayor de edad, otro dato importante. No quería quejas de madres histéricas por haber vendido un arma de fuego al inconsciente de su pequeño. Le devolvió la tarjeta y fue a la trastienda, dejando la puerta de la misma abierta. Los modelos bajo el mostrador eran bastante modernos y buenos, así que prefería dejarlos donde estaban. Con un poco de suerte, podría colarle algo de mercancía cutre y así sacársela de encima.
Gracias a un espejo ingeniosamente colocado, no le perdió de vista a pesar de estar de espaldas. Que uno no llegaba a viejo sin precauciones. Miró entre las cajas apiladas hasta dar con lo que buscaba, y cuando volvió al mostrador, lo hizo en dos viajes: la primera vez dejó un alargado maletín negro, en cuyo interior descansaba una Bonfire en perfecto estado. Sobre él, dos cajas más pequeñas, negras también, con las palabras “Hayter M1914” grabadas en una esquina. En el segundo viaje trajo exactamente lo mismo, (sólo que esta vez las pistolas eran revólveres Archer & Grossman) para un total de dos escopetas y cuatro pistolas, lo pedido por el chaval, que no había dejado de pasearse por la tienda. Al regresar al mostrador, el chico golpeó suavemente la mesa, dejando el fajo de billetes en ella. Gilford lo cogió, lo contó y con la rapidez fruto de la práctica, lo metió a la registradora.
Entretanto, su cliente acababa de abrir el estuche de una de las escopetas y la inspeccionaba como quien coge una pieza de motor de cuya función no está muy seguro. Luego echó una ojeada a las pistolas, haciendo la pose varias veces, mientras Gilford suspiraba con resignación.
– ¿Cómo piensas llevarte todo esto? No vas a tener manos para abrir la puerta siquiera.
– Nah, tengo la furgoneta fuera. Oye, podrías ayudarme a meterlo atrás. Así terminaremos antes.
Con un gruñido, Gilford agarró el maletín de una de las escopetas por el asa. Con la otra mano, colocó las pistolas sobre el otro maletín, que fue cogido por el chico. Éste parecía más nervioso ahora que cuando había entrado, y se movía y agitaba mucho, fingiendo que cambiaba de postura para agarrar mejor su carga. El vendedor asió el pomo de la puerta con la mano libre y abrió. Nada más dar dos pasos, se encontró encañonado por otro chaval. De edad similar, ropa vaquera y sudadera blanca, éste le había puesto una pistola junto a la cabeza nada más asomarse. El corto cañón del arma se apoyaba frío contra su sien.
– Vamos, viejo, termina de salir de una puta vez.
El primer chaval le dio un empujón desde dentro de la tienda. Llevaba aún los maletines y, como había dicho, se dirigió hacia una furgoneta aparcada justo delante del local. Tenía las puertas traseras abiertas, y un tercer compinche, rubio, con greñas y gorra a juego, le esperaba para ayudarle. Gilford no se movió del sitio, pero su cara adoptó una expresión ceñuda.
– ¡Ha sido más fácil de lo que esperaba! ¡No sospechó nada, el muy idiota!
– Pues mejor, estará senil. Ahora miraremos dentro. Cogeremos más armas y recuperaremos la pasta que reunimos para “pagar”, y más, si tiene algo de valor en ese cuchitril. Esos hijos de puta del sector 3 no van a saber de dónde les llueven las balas.
– Primero regístrale, puede que lleve algo encima.
Mientras el más cercano a la furgoneta se ponía a meter la carga de su compadre, el que había entrado en la tienda se colocó detrás de Gilford y palpó bajo los hombros, las piernas y la cintura. Al llegar a ésta, se encontró con que en la espalda, sujeta al cinto, llevaba una pistola, una Maytrona.
– Ésta me la quedo yo. ¿No te importa, no?
– Déjate de chorradas y entra, tenemos que vaciar la tienda y no quiero pasarme aquí todo el puto día – dijo el que apuntaba al vendedor.
– Cuando un barco se hunde las ratas escapan, pero veo que aunque tengamos un meteorito sobre la cabeza y estado de excepción, los pandilleros siguen siendo una puta plaga. Hasta las ratas son más listas que…
Gilford no terminó de hablar, ya que la culata le golpeó antes de poder acabar la frase. Un fuerte pitido le privó del oído, aunque veía al niñato que le apuntaba mover la boca, seguramente insultándole. El vendedor, que se había echado hacia atrás por el golpe, empezó a sentir cómo un calor abrasador se expandía desde su pecho, mientras que más abajo sentía algo frío. Aquellos pequeños hijos de puta pensaban vaciarle la tienda, tanto de mercancía como de dinero. Y sus recuerdos. ¿Y qué le quedaba después? Una denuncia apenas escuchada o marcharse a otro lugar. Otra vez. Huir otra vez. Una voz ronca atravesó la línea de su pensamiento y despertó por completo su furia.
– Venga, dame ese maletín.
– Todo tuyo.
El vendedor se lo tiró a la cara, dándole de lleno. El aprendiz de atracador no lo vio venir y cayó al suelo, soltando su arma. El que había ido dentro salió con una navaja en la mano y se le echó encima. Sonó un estampido. Bajo la capucha gris, la cara del chaval reflejaba un dolor desbordante. No tardó en gritar mientras se agarraba la pierna. El tercer niñato miraba al vendedor, incrédulo. Estaba paralizado.
– Habéis visto demasiadas películas, niños. Parece que sabéis imitar a los actores, y como ellos ni siquiera tenéis puta idea de registrar a alguien. Os habría salido mejor de coger de los tobillos y agitar hasta que cayera todo. Hasta una rata lo habría hecho mejor.
– ¡Pero si te quitó el arma!
– Es evidente que no.
Gilford sopló el cañón humeante del “Viejo Fiel”, que había sacado de debajo del mandil de herrero, mientras asestaba una furibunda mirada al chaval. El de capucha gris no iba a poder moverse en un tiempo, y no le preocupaba, aunque preferiría que no se desangrara en su puerta. El vendedor les hizo una seña para que entraran en la tienda. El de greñas color paja ayudó a levantarse a su compadre herido, mientras que el restante, ahora desarmado, se frotaba la maltrecha cara. Los cuatro entraron a la tienda; Gilford seguía apuntándoles. Mientras les miraba ceñudamente, se puso tras el mostrador, echó mano del teléfono y marcó el número mágico que haría aparecer dentro de poco a un grupo de MP y una ambulancia, que se encargarían de librarle de los tres pandilleros. Uno de ellos seguía farfullando.
– Pero si te quitó el arma… – una vez más, Gilford resopló, desdeñoso.
Una inscripción pulcramente grabada en el arma brilló por un momento. Era el tercer recuerdo, un nombre olvidado y enterrado. Lo había escuchado en su cabeza; le había hecho reaccionar. Quizá no había perdido del todo el orgullo que creía abandonado en Wutai. Supuso que apalizar a las ratas de Midgar le hacía sentirse bien. Miró nuevamente al frustrado asaltante.
– Por las escamas empapadas de Leviatán, muchacho. Soy vendedor de armas desde hace años. ¿De verdad creías que sólo llevaría una?
jueves, 18 de marzo de 2010
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4 comentarios:
Bueno, ha quedado más largo de lo que pensaba...
Como se apreciará, he tirado mucho de la guía de Azoteas para los nombres de las armas, e incluso (aunque no sé si se podrá) asigné un nombre al modelo de revólver Taurus que estaba con interrogantes, llamándolo Lohengrin. Si os mola, pues eso.
Y así acaba mi primer One Shot, que ha sido lo bastante largo como para parecer el shot del Gran Berta. De hecho puede que sea más largo; si no me encuentro inspirado para seguir con Bicho, Elliot o Susurro, lo mismo vuelvo a Gilford otro día xD.
Muy cuco. Algo apresurado el desenlace quizás.
De todas formas, no le veo yo pinta de One Shot. Cuando describes tanto un personaje es para darle cuerda, me da a mí, los One Shots se centran más en la acción que en sus protagonistas.
Puede ser buenamente un one shot, aunque estos relatos son más del tipo "Bala en la recámara". A lo mejor vuelven, como las rebajas y el rollo de los 80.
Y ese arma tiene nombre, creo, pero anda perdido en algún relato. Si lo buscas en la lista, está entre los 100 primeros, y lo escribió Jandro Stark.
Pero vamos... Será por armas.
www.world.guns.ru
Aquí tienes de todo.
Como One-shot ha quedado guay, pero sería muy sencillo volver a retomar al personaje si te apetece.
Gilford me ha recordado a una foto de una tienda de armas, en la que en un cartel bajo el mostrador ponía: "Aviso, NO llamo a la policía" xdd
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