domingo, 21 de febrero de 2010

205

Era imposible que existiera una persona en toda la ciudad que no supiera que el alzamiento definitivo del cañón se estaba produciendo este día. La prensa y los medios de comunicación en general se habían hecho eco durante semanas de lo que llamaban una “muestra de ingenio y de capacidad de tomar decisiones difíciles para el aún reciente presidente Rufus”, ensalzando la decisión del traslado desde Junon de la monumental arma y detallando cada día las previsiones acerca de cuándo sería instalado definitivamente. Incluso si existiera alguien que hubiera estado aislado de cualquier medio de comunicación durante todo este tiempo, una simple mirada sobre la placa bastaba para ver la colosal instalación que se había realizado. Sólo en el supuesto caso de que esa persona no hubiese salido de los suburbios o estuviera ciega se podría dar el caso de que no identificara el monumental estruendo que se estaba produciendo en toda la ciudad, sobre y bajo la placa, seguramente pensando que ésta iba a derrumbarse una vez más, como ya ocurrió en el sector 7. El ruido era infernal: las grúas no paraban de chirriar y cada vez que una se venía abajo temblaba toda la placa; el estrépito de los gigantescos motores retumbaba como si la ciudad tuviera un corazón propio y estuviera forzándolo hasta su límite; algunos gritaban, otros observaban la maniobra con estupor y miedo, y muchos rezaban, suplicando que no se soltara y provocara una catástrofe.

En el interior del Midnight Bell la gente parecía haberse quedado estática. El pequeño pub ya tenía bastantes años y había pasado a sustentarse casi exclusivamente a base de clientes habituales, lo cual aportaba a Mijail, el dueño y único camarero del bar, el dinero suficiente para mantener su establecimiento en el sector 6 y poco más. Estos clientes que habitualmente charlaban de política o de la última carrera de Chocobos miraban ahora la pantalla de la televisión con miedo, como hipnotizados por el movimiento ascendente del cañón al elevarse por las grúas. Llevaban ya un buen rato sin pronunciar palabra, como temiendo que se cayese si alguien decía algo; tras la barra, Mijail, visiblemente nervioso, limpiaba el mismo vaso que cinco minutos atrás ya había dejado perfectamente pulcro, sin apartar la vista del televisor. Tan sólo una persona permanecía ajena a las imágenes retransmitidas, apoyada sobre la barra y más pendiente de su jarra, dentro del cual sólo quedaba un pequeño rastro de espuma en vertical, vestigio del último trago.

- Otra – Su voz se alzó por encima del reportero que comentaba la maniobra, acompañando su petición con un ligero golpe contra la mesa con el culo de la jarra.

El viejo barman despertó de su absorto estado, sirviendo raudo más cerveza para su cliente, a la vez que miraba el reloj. Éste solía pasarse bastante por el Midnight Bell, pero raramente compartía conversación con alguien. Quizás eso se debía en parte a que su aspecto intimidaba bastante: Warren Miller era un tipo muy corpulento y musculado, había pasado hace poco la treintena y no era especialmente conocido por su buen humor. Había tenido un par de peleas en ese mismo bar, pero el viejo barman poco o nada podía hacer para impedirle que volviese. Generalmente acudía al bar cuando había algún combate televisado, ya que a su chica nunca le había gustado ceder su programación predilecta por “un par de gorilas dándose palos”; pero esta vez no había bajado por ningún combate, aunque el motivo también tenía que ver con su chica, o bueno, con la que había sido su chica hasta hacía dos horas.

Warren dio un largo trago a su cerveza. “Maldita zorra...” suspiró para sus adentros. Cierto era que Bárbara llevaba bastante tiempo dando signos de que la relación no funcionaba adecuadamente. Ella nunca había querido dar palo al agua, y eso a él no le molestaba; tenía un trabajo bastante exigente pero que le aportaba un dinero más que suficiente para mantenerla y darle caprichos. Al principio ella colaboraba: se ocupaba de la casa, las compras, cuidaba su aspecto... Warren se había llegado a convencer a si mismo de que realmente era lo mejor, ya que si algún día tenían un hijo, idea en la que ella tantas veces había insistido, podría tener todo el tiempo para cuidarlo, y él no tendría que preocuparse en exceso por un jodido crío. Pero precisamente su dejadez en el tema de formar una familia fue lo que empezó a cansar a Barbara, y la relación empezó a replegarse sobre si misma. Ella dejó de hacer sus tareas e incluso de arreglarse, y él lo consideró un insulto, teniendo en cuenta que estaban viviendo en su casa y gracias a su sueldo. Las discusiones fueron convirtiéndose en el pan de cada día, creciendo cada vez más en intensidad. Y todo terminó la misma noche que ahora anunciaba su fin con los primeros rayos del amanecer, cuando ella cruzó la línea diciéndole que si no tenía los cojones para ser un padre, quizás tendría que buscar una polla que sí los tuviera. Warren había montado en cólera ante tal atentado a su hombría y había golpeado a su chica en la cara, no con todas su fuerzas, pero sí con intención de hacer daño. Ésta había quedado tumbada en el suelo, mirándole con incredulidad y los ojos llenos de lágrimas; él se había marchado con un sonoro portazo no sin antes advertirle: “cuando vuelva, espero no volver a ver tu cara, porque entonces te la partiré del todo”.

Y ahí estaba desde entonces, ajeno a la preocupación de la gente por el inmenso cañón que se alzaba sobre la ciudad apuntando a ese cráter en el norte del que tanto hablaba la gente. A Warren todas esas tonterías le importaban bien poco, igual que se la habían traído al pairo la explosión del reactor, la caída del sector 7 e incluso la aparición de Meteorito. Nada de eso le afectaba directamente, y estaba seguro de que a todos los inútiles que miraban la pantalla acongojados también, no entendía el por qué de tanta excitación. La puerta del bar se abrió, anunciando un nuevo cliente, al que Mijail saludó sin mirarle, centrado en la televisión. Él devolvió el saludo y se sentó justo al lado de Warren, apoyándose sobre la barra y pidiendo un vaso de ginebra con limón.

A Warren le llamó la atención el tipo, que era junto a él mismo el único que prefería tomar alcohol a un café para despertarse. Vestía muy elegante, incluso para lo que era habitual sobre la placa. Un conjunto de traje negro con la chaqueta abierta se pegaba a su figura delgada, sobre una camisa roja apagada y una corbata con rayas grises verticales. Parecía el tipo de tío que se toma un combinado en el pub elitista de moda del mes, no en una taberna ajada por los años y llena de clientes de clase media. Aparentaba estar más cerca de los veinticinco que de los treinta y era muy pálido. A juzgar por su constitución física, el corpulento Warren calculó que podría darle una paliza con un brazo atado a la pierna. Volvió a fijar la vista en su cerveza, y cuando estuvo dispuesto a perderse de nuevo en sus pensamientos acerca de Bárbara, el individuo habló.

- Supongo que a Rufus no le bastaba con que sus soldados portaran espadas de más de metro y medio de longitud, también necesitaba que Midgar tuviera un gigantesco cañón. - Alzó su vaso hacia la pantalla, en un brindis imaginario – ¡Por la ciudad con el presidente más acomplejado y el símbolo fálico más grande del mundo!

La gente no le siguió, mirándo con cierto resquemor al individuo, al que nadie había visto anteriormente, por andarse con bromitas en una situación tan crítica. Warren, por su parte, no había entendido muy bien lo que había dicho, pero agradeció que alguien rompiera el ambiente de tensión, necesitaba distraerse, no estar en un entierro.

- Estos tipos no te responderán nada – Dijo echando una mirada al recién llegado. - Están demasiado acojonados pensando que esa mierda se va a caer.

Warren se sumó junto al individuo a la lista de gente que no sería escuchada esa noche por los clientes del Midnight Bell. Éste, sin embargo, pareció apreciar que alguien respondiese a su comentario.

- En cambio a ti no parece preocuparte en absoluto. - Inquirió mientras se giraba hacia él.
- Tengo mis propios problemas. - Se encogió de hombros. - No veo la razón de interesarse por un cacho de metal, por muy grande que sea.
- ¿Y cuáles son esos problemas, amigo? - Adoptó pose de quien está dispuesto a escuchar una larga historia.

Warren se sintió algo confuso. Por una parte nunca le había gustado hablar demasiado con gente que no conocía, y menos con un pijo al que sacaría varios años; pero por la otra, se sentía con ganas de tener una conversación sobre el tema con otra persona, precisamente por su condición de desconocida, quizás así podría soltarse y los pensamientos no le reconcomieran tanto la cabeza. Además el ambiente era digno de un velatorio y realmente necesitaba alguna distracción. Volvió a encogerse bajo sus voluptuosos hombros y le contestó.

- Mujeres... - Bufó con desprecio. - Llegan a los 30 y si no se ponen a parir como cerdas ya sienten que están incompletas o algo.
- Vaya por dios. - El individuo chasqueó la lengua, dando un trago a su vaso antes de continuar. - El problema es que tu... ¿novia? ¿mujer? se está poniendo muy pesada con el tema familia unida y todo eso, ¿no?
- No es mi mujer, y desde hace unas horas tampoco es mi novia. - Hizo lo propio con su jarra, un chorro de cerveza se escapó por la comisura de su boca, mojando su perilla. - Y eso que desde el principio pensé que era la definitiva. He cogido el coche y bajado al bar para intentar despejarme, pero había olvidado que hoy era el jodido día del cañón ese.
- Vaya, amigo, lo siento por ti. ¿Llevabais mucho tiempo juntos?
- Casi tres años, ya estábamos viviendo juntos y con planes. Pero mira, que le follen. Tengo un piso sobre la placa y cobro más de lo que esa furcia puede ganar en un año. Que tenga todos los hijos que quiera y los cuide en las ruinas del Sector 7 si le sale del mismísimo coño, yo ya encontraré otros para mí.
- Así se habla – Chocó su vaso contra la jarra de Warren, aunque ésta estaba apoyada sobre la barra. - Parece que tienes un buen trabajo, ¿qué haces exactamente?
- Oh, bueno... - Hizo un gesto despreocupado con la mano, como queriendo apartar el tema. - Ya sabes, cosas aquí y allá, encargos... la gente con dinero paga sin problemas para que le traigan las cosas hechas. ¿Y tú? Por como vas vestido, diría que tampoco te mueres de hambre.
- Tampoco te creas que tengo muchos de estos – Dijo con una sonrisa ladeada, mientras se cogía el traje por el cuello, mirándolo – Tan sólo un par, lo que pasa es que les doy mucho juego. En mi trabajo decían que el traje daba buena imagen y respeto. Ya sabes, diferencia los que están arriba de los de abajo. Pero tampoco era nada impresionante, papeleo y poco más – imitó el gesto con la mano de Warren – Me cansé, ahora estoy buscando algo más interesante y...

Un gran estruendo se escuchó en el bar, para ser retransmitido un segundo después por la televisión. El cañón finalmente había alcanzado su soporte y había encajado con la pieza de unión. Todos suspiraron aliviados, y el ambiente retornó al bullicio habitual de una taberna; súbitamente parecían entusiasmados con la idea del cañón y no tardaron en escucharse vitores hacia el presidente de la compañía que gobernaba la ciudad.

- Vaya capullos... - Bufó Warren.
- Todo el mundo se siente más seguro con un arma, sobre todo si ésta tiene más de un kilómetro de longitud. - Dio un trago más a su cubata, que anunciaba ya su último estertor. - Sabes... yo también tuve una chica que consideraba la definitiva.
- ¿Y qué ocurrió? - Se fijó en que el gesto del tipo se había ensombrecido, esta vez era él quien miraba su vaso.
- Pues... digamos que se fue.
- ¿Se fue? ¿Así, sin más? ¿Por qué?
- Aún no lo sé... - Volvió a mirarle. - Pero créeme, lo acabaré sabiendo.
- ¿Y la acabarás trayendo de vuelta, no? Je... - Warren terminó su jarra, hablar le daba sed y estaba perfectamente dispuesto a pedir otra.
- No, ella no volverá... - El gesto terminó de ensombrecerse del todo, para un segundo después volver a la habitual cara de perfecto optimismo. - Pero... ¿quién las necesita, eh? Ambos somos hombres con una vida labrada y bien situados socialmente, pueden irse todas a tomar viento. - Llamó con un gesto al camarero. - Me has caído bien, amigo, y creo que todo cambio importante en una vida necesita un brindis para iniciarse. ¿Me permites invitarte a algo más fuerte que esa cerveza?
- Oh, déjalo, puedo pagármelo...
- ¡Insisto! - El joven exhibía una gran sonrisa – Me tendré que ir dentro de cinco minutos, pero no quiero despedirme sin al menos haberte hecho el día algo más llevadero. - El camarero acudió a su llamada, poniéndose frente a ellos. - Para mí, otro de lo mismo, para mi amigo, lo que él quiera.
- Está bien – Aceptó, realmente le apetecía algo más fuerte – Whiskey, con dos hielos.

El barman asintió, retirándose a preparar las bebidas. Warren volvió a observar al tipo, que pese a su aspecto, había que reconocer que le estaba cayendo bien. Y tenía toda la razón del mundo: él era un triunfador, ganaba dinero y tenía la vida solucionada; Bárbara no era más que una furcia que quería ser mantenida, engendrar críos y vivir una vida regalada. Pues que le dieran mucho por el culo, él no tenía por qué aguantar ese lastre. Estiró sus musculosos brazos, juntando las manos tras su nuca y dispuesto a despejarse e iniciar una nueva vida de soltero. Después de todo, ahora podría ver sus combates favoritos en casa, comer lo que se le antojara y tirar toda esa decoración cursi que se había adueñado poco a poco de la casa. Dio una palmada en la espalda del tipo, que aun sin ir con mucha fuerza casi lo derriba de la silla, lo que hizo reír a Warren mientras Mijail depositaba sendos vasos frente a ellos.

- ¡Haz algo de ejercicio hombre! ¡Que estás escuálido!
- Cualquiera parecería escuálido a tu lado, grandullón. - Sonrió mientras se recolocaba las gafas, cogiendo su ginebra y alzándola frente a él. - ¡Por el cambio que se producirá desde hoy en nuestras vidas!
- ¡Así sea! - Warren chocó su vaso con el del tipo y dio un copioso trago a la par que él. El fuerte licor recorrió su esófago directo al estómago, dejándole un sabor fuerte en la garganta, acentuado quizás por el hecho de estar bebiéndolo antes de las ocho de la mañana. - Por cierto, no me he presentado. Soy Warren, Warren Miller – Tendió la mano al individuo, el cual se quedó mirándola un par de segundos para después mirarle a él, con esos ojos grises amplificados por las gafas.
- Ya sabía como te llamabas, Warren.
- ¿Cómo? - No entendía, era muy temprano y realmente se encontraba algo somnoliento. - ¿Acaso nos hemos visto antes?
- Yo sé cosas de ti, y tu sabes cosas de mí. - El tipo simplemente le mantuvo la mirada, como si estuviera esperando algo.

A Warren le dolía la cabeza, quizás había bebido demasiado para ser esas horas de la mañana. Todo empezó a oscurecerse lentamente y los párpados súbitamente le pesaron como losas. No comprendía, no era capaz de entender qué estaba sucediendo. Ese tipo sólo seguía mirándole y él no sabía qué decir, se sentía confuso y desorientado. La sala empezó a tambalearse y los ruidos producidos por las obras del cañón se convirtieron en percusiones dentro de su cerebro. Se llevó las manos a la frente, la cual sentía muy caliente y sudada. Se sintió como si toda su sangre descendiera hasta sus pies y se escapara por un orificio. Ese individuo sólo le miraba, impertérrito, sin sorprenderse. Con sus últimas fuerzas, Warren intentó hacerle una pregunta.

- ¿Quien...? ¿Quien eres? - La voz sonó ajena en sus propios oídos.
- Soy Érissen, Érissen Colbert. Encantado de tenerte frente a mí, grandísimo hijo de puta.

Sin conseguir asimilar el nombre del todo en su cabeza, el gigante se derrumbó. Se cayó de la silla hacia atrás, produciendo un sonido similar al de una de las grúas del cañón al desplomarse. Todo el bar se giró hacia el lugar donde había aterrizado, observando el enorme cuerpo de Warren desparramado sobre el sueño de la taberna. Mijail, ya en edad de ser considerado viejo pero no anciano, salió tras la barra y, asegurándose de que todos le oían, exclamó:

- ¡Me cago en dios! ¡Esto le pasa por beber como un cosaco a estas putas horas! - Dio una ligera patada al cuerpo de Warren, el cual no se movió ni un centímetro. - Este cabrón está durmiendo la mona. ¡Es la segunda vez que tengo que pedirle un taxi!
- No hace falta. - Érissen dio un último trago a su copa, la cual quedó a medias, también asegurándose de que tods le oían antoes de continuar hablando. - Dijo que tenía el coche por aquí aparcado, puedo llevarlo a su casa si me dice la dirección. - Me siento mal por haberle casi forzado a tomarse una copa conmigo siendo que él no quería.
- ¡Pues mira, llévatelo! ¡Vamos! ¡Un par de voluntarios que ayuden a este tipo a transportar a éste mastodonte hasta su coche!

Los más allegados al dueño del bar acudieron raudos en su ayuda, un cuerpo de más de 150 kilos esparcido no daba buena imagen ante los posibles nuevos clientes. Poco a poco y con dificultad fueron arrastrando el cuerpo hasta su coche, situado a la salida del Midnight Bell y, después de que Érissen encontrara las llaves del coche en el bolsillo trasero de su pantalón, lo metieron en los asientos traseros, no sin cierta dificultad.

- ¡Hala! - Dijo el barman desde la entrada de la taberna. - ¡Y dile que no se atreva a volver a mi bar! ¡Siempre la está liando, de una forma o de otra!
- No se preocupe, se lo diré... - Érissen introdujo su mano en el bolsillo interior de su chaqueta, sacando una cartera. - Por cierto, no le he pagado las copas. - Sacó unos cuantos billetes, doblándolos. - Aquí tiene, quédese con el cambio, por las molestias.

Mijail observó desde el umbral de la puerta como el coche se alejaba, para probablemente no volver a verlo jamás. La oferta que ese niño pijo le había hecho había sido difícil de rechazar, máxime cuando implicaba la más que probable desaparición de la faz de la tierra del cliente más problemático de su bar tan solo vertiendo unas cuantas gotas en su bebida. Quizás al día siguiente tuviera la visita de algún PM o Turk, pero un bar entero resultaría testigo de que el joven trajeado se ofreció a llevárselo y a todos les pareció apropiado. De todas formas, cuando el barman volvió tras la barra, se cuidó muy bien de guardar sigilosamente en su bolsillo y no en la caja registradora los 500 guiles escondidos entre dos billetes de 10.




Aún sin sentirse despierto del todo, Joseph Hermann se veía prácticamente parapetado tras varias pilas de documentos. Su pelo revuelto formaba un telón asimétrico a unas gafas de pasta tras las cuales unos ojos oscuros, los cuales, pese al gran volumen de papeleo, permanecían fijos en el único folio que sujetaban sus manos, muy concentrados. Vestía ataviado con una bata amplia bajo la cual se apreciaba una camisa azul clara y una corbata negra. Una taza de café negro humeaba apoyada sobre el escritorio de caoba, iluminado por una luz artificial sumada a los primeros rayos de un atardecer tímido que se transparentaba por la gran ventana a las espaldas del doctor. Tras mantenerse pensativo durante un par de minutos más, pulsó el botón que abría la linea del micrófono que tenía acoplado.

- Helen, por favor, manda un correo al jefe indicándole que necesito reunirme con él urgentemente.
- Enseguida, señor Hermann. - Contestó una voz femenina muy dulce, aún distorsionada por el altavoz.
- Muchas gracias.

Volvió a fijar sus ojos en las 10 únicas palabras escritas en el folio, escritas con una caligrafía que conocía sobradamente, ya que él mismo había enseñado a escribir a la persona a la que pertenecía. Era un mensaje claro y directo; y eso, sumado a las compañías que había frecuentado el que les había entregado el mensaje, le inquietaba bastante. “Al renacuajo le han salido agallas”, pensó. El altavoz volvió a encenderse, pero la voz dulce de la secretaria hablaba ahora atropelladamente y nerviosa.

- ¡Señor Hermann! ¡Señor Hermann!
- Sigo aquí, Helen, ¿qué ocurre?
- Es... es ella señor. - La voz le tembló – Han llamado desde la sala de recuperación, ha montado en cólera y está destrozándolo todo.
- Mierda... Voy para allí, que no la dejen salir.

“Aunque me gustaría saber cómo”, pensó para sus adentros antes de ponerse en pié y salir por la puerta, guardando el folio dentro del bolsillo de su bata. Tenía que darse prisa, el último ataque de ira de la chica resultó extremadamente caro, tanto en material como en personal.

- Jodida Irina...


...

1 comentario:

Ukio sensei dijo...

Bueno... Es cortito, con más insinuaciones que verdades. Al fin y al cabo, ¿Quién cojones era Warren?
Eso si, se veía venir que el otro era Érissen. El traje y las prendas de rayas siempre lo delatan.

La otra cuestión es Irina. Yo habría metido un pequeño berserk introspectivo: Realidades distorsionadas, cosas que romper, cosas que golpear, cosas que corren, que gritan, que gimen... Y todo ello filtrado en una maravillosa escala de rojos, desde el carmesí hasta el bermellón.

Púlelo, padawan.