Agarré mi destartalada maleta y respiré profundamente, absorbiendo el viciado aire del vehículo, un aire que sabía que venía de mi tierra y ya no podría volver a respirar. La estructura de la maleta tembló de terror al saltar el último escalón del autobús y yo temí que tuviese que cargar con ella, pero las ruedas resistieron el asalto. Así me sentía yo, con miedo a que algo saliese mal, alguna pequeña cosa que me devolviese a la realidad y derrumbase aquél muro emocional que parecía haber alzado.
El sol había desaparecido hace horas, la placa se lo había comido, pero un leve resplandor asomaba por el sector siete. A nadie le gustaba aquél meteorito, pero yo lo odiaba. Lo odiaba por odiar algo, lo odiaba porque todo pareció empezar a salir mal desde que apareció, como una cuchilla circular que corta sin tocar, con herida profunda y sal.
Una anciana de pelo blanco y alborotado, que estuvo todo el viaje durmiendo, me cogió del brazo y me miró con ojos confundidos.
-perdona chico, ¿No sabrás cómo se va a al Mercado Muro ese?-Los surcos de su cara se movían con vida propia a cada movimiento de la mandíbula como un océano de arena.
-Lo siento, nunca he venido a Midgar- me excusé con cierta aspereza.
-Oh, vaya… ¿De Costa del Sol, verdad?-yo asentí- Se nota por el moreno… Y tienes unos ojos marrones de lo más bonitos. Yo vengo de Ciudad Cohete…
-Disculpe, pero tengo que irme- la dije con disimulada prisa.
En parte tenía razón, pero estaba claro que aquella mujer pretendía contarme toda la vida de cada uno de sus nietos.
Comencé a caminar entre grises paredes y sucias aceras, todas ellas con la etiqueta de “ciudad evolucionada”. Algún día volveré Max, dijo mi padre cuando se marchó de Costa del Sol. Pero nunca volvió, se quedó entre humos de coches y placas en el cielo hasta que se le vinieron encima, con todo el peso de la ciudad que no deja de devorarse a sí misma.
Yo no entendía nada. Me habían hablado alguna vez de Midgar y siempre me la imaginaba como un monstruo metálico, pero no me imaginaba a mi padre viviendo en ella. Y el hecho de que un marinero durante el viaje en mar me contase sólo cosas malas acrecentó mi repulsa hacia la ciudad. Que el sector siete lo destruyó Shinra me dijo… Era una idea tan descabellada que hasta podía tener sentido. Y mi padre justo paseando por allí ese día, qué suerte la suya… Y sería yo, meses después, el que me enteraría de que lo habían encontrado bajo una piedra, como los cangrejos.
-Pero mi padre no es un cangrejo- dije en voz alta al entrar en un conjunto de bloques de edificios- Mi padre nunca caminó hacia atrás.
Era cierto, nunca caminó hacia atrás, siempre hacia delante, dándolo todo de sí. Incluso marchó a Wutai llegado el momento, enviándonos dinero todos los meses. Y así se lo agradeció la ciudad que le atrapó durante quince años, con una parte de ella abriéndole el cráneo y aplastándole el pecho.
Yo tenía ahora treinta y dos y ni siquiera le vi la noche que se marchó, de puntillas para que no me despertara, el día que cumplía los diecisiete.
Metí la mano en mi abrigo marrón y saqué un sobre arrugado, en el que figuraba, con letra fina y estirada, mi nombre y apellidos. Una pequeña llave cayó entre los dedos de mi mano izquierda, fría e impasible, dispuesta a abrir la puerta a un nuevo inquilino y, sin embargo, sin cambiar a su antiguo dueño. Me quedé inmóvil, como si no supiese cómo se utilizaba aquél objeto, pensando en lo que significaba, temiendo encontrar dentro lo que no veía hace tanto tiempo.
Un joven rubio pasó con aire distraído por la calle con ropa de lo más extraña. Incluso llevaba un esqueleto metálico cosido a la espalda. Esqueletos maquillados, pensé, eso es lo que son la gente de esta ciudad.
Y sin embargo yo me iba a convertir en uno de ellos. Al día siguiente intentaría abrirme paso con mis estudios en ingeniería de caminos sin ilusión, augurando que sólo acabaría trabajando mucho, mal, y nada parecido a eso.
Finalmente introduje la llave en el portal y me adentré en el edificio. Me tocó subir la maleta por tres pisos de escaleras deterioradas y paredes resquebrajadas, heridas desde el derrumbamiento de su sector vecino, hasta que llegué a una puerta de madera con el barniz raspado. Saqué la segunda llave del sobre, ésta de forma triangular, y abrí sin pensarlo demasiado. Un aire cargado, de meses de edad, me atizó en la cara al empujar la puerta y avanzar por el pasillo de la casa. Paredes blancas, de yeso lleno de humedades, que me guiaron hasta un pequeño salón, lleno de la presencia de mi padre, Maximilian White.
El ornamentado reloj de arena que fabricó cuando yo tenía ocho años descansaba sobre una televisión en la esquina. Su colección de libros preferidos en una discreta estantería junto a la ventana y sobre ella una foto suya con mi madre y conmigo en la playa de Costa del Sol, cuando apenas sabía gatear.
Era una ciudad distinta pero todo me recordaba a él. Sentía su sonrisa despreocupada en el aire, sus chistes malos, su afición a las excursiones… Fue aquél salón el que definitivamente derrumbó ese muro emocional de un solo martillazo, diciéndome con rotunda seguridad que mi padre ya no estaba. Daba igual que llevase quince años sin verle, siempre sabía que estaba allí, lejos de casa pero cerca de la vez, sabiendo que algún día volvería sin avisar para darnos una sorpresa. Me senté en el único sofá y lloré. Lloré por él, por mi madre que se fue de paseo con el cáncer de pulmón hace ya años, por mis abuelos que apenas recuerdo, porque en ese momento me sentía sólo y desprotegido, con mi casa de Costa del Sol embargada, con mi problema con el whisky barato y con mi asquerosa soledad.
Lloré hasta que me sentí reconfortado, como si los problemas ya no estuviesen allí aunque todavía me ahogasen. Me peiné malamente con la mano delante de un pequeño espejo y con el pelo negro revuelto volví a salir a la calle. Sólo quedaba una cosa por hacer, decirle adiós en persona.
Avancé por estrechas calles decidido a acabar con el ritual en el menor tiempo posible. Entre dos amigos que mi padre tenía, que fueron los que me informaron del desastre, dos hombres que contraté para enterrarle y yo hacíamos cinco, en una ceremonia a la que sólo yo pertenecía de verdad.
El jardín apareció de la nada, entre los gruesos muros de cuatro edificios, como un pequeño paraíso dentro de Midgar que se escondía de malas miradas, con una vieja y oxidada verja rodeándolo y no más de de veinte piedras que hacían de epitafios. Por lo visto allí reposaban los restos de gente con la misma suerte que mi padre, víctimas del derrumbamiento.
Y allí también estaban los amigos, con la cabeza gacha y arropados con gruesos abrigos, viendo como otros dos hombres cavaban con esfuerzo. No me moví, sólo observaba la escena de lejos. No quería acercarme y ver cómo cavaban, todo el mundo sabe que siempre falta tierra, da igual todo lo que saques. A su lado descansaba una caja de madera de dos metros de largo, con los clavos relucientes. ¡Mi padre se merecía más joder, no una mierda de caja de zapatos gigante!
Terminaron de cavar y yo me disponía a dar media vuelta y no volver a ver a aquellas personas pero aquél presentimiento que ya me atenazó cuando las ruedas de la maleta se quejaron se materializó en ese preciso instante, cuando con absurda idiotez se les resbaló el féretro y cayó al agujero de lado, abriéndose la tapa. Los amigos de Maximiliam ahogaron un grito y se llevaron las manos a la cabeza al ver que dentro no había más que sacos de arena y una carta con la letra de mi padre dirigida a mi nombre.
4 comentarios:
¡Cómo ha encogido el cabrón!
Relato corto de cojones para lo que estamos ya acostumbrados.
Nuevo personaje, nueva historia.
Word engaña, y mucho.
Aunque es buen comienzo, a duras penas has dicho nada del personaje, sólo hablas de su pasado.
Se acerca el 200, y yo con estos pelos... Debería empezar muy en serio a escribirlo.
Yo hubiera alargado más el último párrafo, dándole mas suspense. El resto está chulo, nuevos personajes siempre vienen bien.
Si, estoy con Meph: El último párrafo puede pulirse un poco, dando intensidad a la escena.
Por cierto, al principio repites una palabra, en el primer o segundo párrafo. Durante el viaje en bus.
Me tiene buena pinta esta escena.
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