martes, 23 de junio de 2009

178.

Volutas de humo turquesa se elevaron con elegancia y refinamiento. Las ondas parecían rizarse unas sobre otras sin control aparente pero en perfecta armonía. En realidad llamarlo “humo” era incorrecto, pero no sabría como definirlo; le recordaba a los dibujos que formaba un tinte al caer al agua. Pero no había agua aquí. No había nada.
La oscuridad infinita.
El silencio.
La nada.
Y sin embargo todo.
En algún momento, no sabía si hacía mucho o poco, ni siquiera cuándo, porque el concepto de tiempo no existía, vio el reflejo de una luz titilando, ni cerca ni lejos, porque el concepto de distancia era difuso, quizá también inexistente. No tenia consciencia de haber visto nunca una luz en aquel mar de oscuridad, pero tan pronto como se dio cuenta de la existencia de aquella comenzó a ver el resto, a su alrededor, en todas partes, siempre habían estado allí, ¿Por qué no las había visto antes? Era como cerrar los ojos, al principio solo ves oscuridad, luego empiezas a ver pequeños puntos luminosos. Se sintió, o creyó sentirse, desconcertado por su propia obcecación.
Y así como empezó a ver las corrientes de humo o líquido turquesa, comenzó a oír un murmullo que creció y le ensordecía. Era una sensación extraña. El sonido parecía no entrar por sus oídos sino retumbar directamente en su mente, lo sentía.
En algún momento dado, sin saber cuándo ni cómo, aprendió a comprender el incesante galimatías auditivo y supo que eran voces, miles o millones de ellas. Susurros, gritos, risas, llanto. No lograba captar ninguna palabra en concreto, pero sabía con qué intención se pronunciaban algunos que aquellos ecos.

Escuchó un sonido cristalino, como el de una campanilla de viento. Al oírla supo, de algún modo, que hacía mucho aquella campanilla resonaba, pero, una vez, más, no se había dado cuenta de ello.
A su alrededor las pequeñas luces flotaban armónicamente, solo una de ellas no se movía. La miró fijamente, era lo único en aquel basto imperio de luces que parecía inmóvil. La luz se resquebrajó, de su interior nació una nueva luz, más brillante, más blanca, más hermosa. Plumas de luz, ojos turquesas. La pequeña ave salió de su cascarón y alzó el vuelo. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que vio la luz inmóvil? Pudo haber sido hacía instantes, o pudieron pasar eternidades.
Sintió que debía seguir el rastro de plumas que el pájaro dejaba tras de sí, plumas que se desintegraban formando nuevas pequeñas luces titilantes. Alas de mariposa. ¿Cómo? ¿Cuándo? El ave se transformó en una bella mariposa blanca... y desapareció. Como si nunca hubiera existido.

¿De verdad hubo alguna vez una luz inmóvil? ¿Un pájaro de luz? ¿De verdad existían aquellas luces y aquel humo turquesa? ¿Aquellas voces?

La campana resonó más fuerte que la última vez. Sonaba como agua de cristal. Veía el sonido, creando ondas de azul irisado y turquesa que se prolongaban hasta alcanzarle. Vio la una luz cayendo, resonando con un eco impoluto, rompiendo las voces que se afanaban por hacerse audibles. Vio el pájaro de luz sobre una rama blanca de hojas de agua. Vio hierba turquesa y un río de campanas de viento.
La luz le cegó. ¿De dónde venía? Caía sobre él como rayos de oro, platino y púrpura y pequeñas luciérnagas blancas revoloteaban a su alrededor.
Se volvió. No había oscuridad. ¿Dónde estaba? ¿Había habido oscuridad alguna vez? Miró al pájaro, como si su presencia fuera a darle respuestas a preguntas que quizá nunca se había formulado. El ave ya no era ave si no ciervo, pero sabía que era la misma entidad. El venado bebía del río. Su cornamenta no tenía fin sino que se disolvía eternamente como el humo.
Finalmente el animal lo encaró, con sus ojos de luna. Se acercó con aire majestuoso, sus pasos sonaban como arpas. Pasó a su lado. Supo que no debía volverse a mirarlo, supo que si lo hacía volvería la oscuridad. Se quedó erguido mirando al frente, al árbol blanco de hojas de agua. Y el ciervo de desvaneció. Como si nunca hubiera estado allí ni hubiera existido.
Sintió dolor. Un dolor agudo que recorría todo su ser. Cerró los ojos pero el jardín, la luz y el río, seguían allí, inalterables, eternos.
- ¿Estás bien?
¿Qué era aquello? ¿Palabras?. ¿Era eso posible?
Abrió los ojos, pese a lo absurdo que le resultaba a sabiendas de que podía ver con ellos cerrados. Sin embargo sus pupilas encontraron una sorpresa de forma femenina cuando sus párpados se alzaron.
Un ángel de cabello de oro y ojos grises le observaban con ternura. Apoyaba su mano sobre él. Su tacto, era cálido y suave, como un rayo de sol. No tenía alas. No las necesitaba. El amor y la paz eran aquella sonrisa en sus labios rosados.
- ¿Eres Dios? - preguntó. No oyó su propia voz, pero sabía que había hablado.
La chica soltó una carcajada cristalina, sin acritud ni burla.
- Yo soy yo. El significado lo pones tú.
Volvió a mirar a su alrededor, el jardín había crecido, cambiado. El ángel se sentaba sobre una antigua columna derruida sobre la que la hiedra había crecido. Sólo quedaba en pie el arco de lo que otrora fuera la fachada de un templo, también cubierto por la vegetación. La luz caía tamizada por los numerosos sauces que escoltaban el transcurso del río. Multitud de flores habían crecido por doquier. No había fin. Y aunque no pudiera verla, sabía que la oscuridad estaba a tan solo unos pasos. Siempre detrás suyo. Siempre esperando. Siempre.
- Te he visto antes – seguía sin oír su propia voz.
- ¿Ah, sí? - el ángel ladeó la cabeza ligeramente, curiosa.
- Te vi caminar desorientada, siguiendo las luciérnagas. Al principio estabas asustada y confusa. - Hizo una pausa para comprobar la expresión de la chica, que conservaba la serena sonrisa. Y se dio cuenta.
¿Recordaba? Sí, claro que sí. Había tantas cosas que había visto y oído en aquel mar de oscuridad... y sin embargo la soledad, el no tener a otro ser a tu lado a quien contárselo, le había hecho olvidar. Pero los recuerdos venían a él en el mismo momento en el que los pronunciaba. Decidió seguir hablando, ¿Qué más recordaría?
-Volví a verte, no sé cuanto después. Tu cabello rubio, tus ojos azules. Esta vez eras decidida, sabías tu camino y cruzaste la oscuridad con seguridad. Había una anciana en una cama, te sentaste a su lado, un cuervo reposaba en tu hombro. No escuché tus palabras, pero sentí la paz de la mujer cuando siguió al ciervo blanco.
- ¿Piensas que era yo?
- ¿Cuántas personas hay aquí?
La chica se abrazó las rodillas, con gesto infantil.
- Tantas como luces. Todas esas pequeñas luces son universos en sí mismos. Como tú. Pero no todas saben que están aquí. Otras vienen a menudo.
- No te entiendo.
- ¿Quién eres? - preguntó el ángel, sin pararse a dar más explicaciones sobre sus propias palabras.
Iba a contestar automáticamente pero no pudo. ¿Quién era? ¿Cómo había llegado aquí? ¿Era esto la verdadera existencia?
Observó los ojos grises con desesperación. ¿Cómo era posible no poder responder a aquella sencilla pregunta? Se sintió abatido, tanto tiempo vagando para descubrir que había perdido por completo su concepto de sí mismo en aquella inconmensurable oscuridad.
Contempló como la hiedra que crecía sobre la columna que servía de asiento a la muchacha crecía rápidamente, enroscándose en los pies de éste, y florecían pétalos de agua sobre ella, que no tardaron mucho en dejarse arrastrar por la brisa púrpura. Al mirar de nuevo el jardín vio que la vegetación había crecido mucho. Las ramas de los sauces rozaban las aguas de cristal del río. El arco apenas era visible bajo su manto de hiedra. Pero ella, el ángel, permanecía inalterable.
- ¿Cuanto tiempo ha pasado? - preguntó, alarmado.
- El tiempo no es soberano de aquellos que desconocen su concepto - soltó una risita enigmática - ¿Quién eres? - volvió a preguntar – Háblame de ti. ¿Dónde naciste? ¿Cómo eran tus padres?
- Nací en Kalm – respondió de forma automática, y de la misma forma la imagen de su ciudad natal vino a su mente. Los tejados azules, al vieja muralla, la fiesta de verano con los farolillos decorando las calles de piedra. - Mi madre era ama de casa. Tenía las manos pequeñas y siempre olían a productos de limpieza, pero eran suaves y cálidas. Le gustaba cocinar. Mi padre era pescador. Se pasaba semanas fuera, en los mares del norte. A veces me traía peces raros que había capturado.
- ¿Eran bonitos?
Soltó una carcajada, y por fin pudo oír su propia voz.
- Eran horrorosos, pero a mí me encantaba verlos y enseñárselos a mis amigos.
- ¿Tenías algún sueño? - la muchacha apoyó la cabeza sobre las rodillas, observándolo con curiosidad, mostraba una sonrisa misteriosa, para nada temible, pero que no supo interpretar.
- Quería venir a Midgar para ser SOLDADO.
- ¿Y lo conseguiste?
- Sí. 1ª Clase, pero no lo disfrute demasiado tiempo.
- ¿Por qué?
- Porque...


"Porque... he muerto".


Una horrible sensación punzante le invadió al recordar por fin. Todo. Todo volvió a su mente de forma atropellada. Pero si estaba muerto, ¿Por qué podía sentir? ¿Qué clase de mundo era este en el que el dolor te acompañaba aún después de morir?
Se levantó y corrió por el jardín, buscando desesperadamente la oscuridad, al menos allí volvería a estar solo y a vagar sin sentir, ni ver, ni oir y llegaría a olvidar, tal como había olvidado una vez.
Le dolía el brazo terriblemente, notaba como el dolor se expandía como el fuego por todo su cuerpo, y miles de agujas se clavaban en su carne sangrante.
- No puedes volver. Te has despertado – le dijo el ángel. Su sonrisa era más fría y su mirada más triste.
- ¿Qué?
- No dejes que te domine. No dejes que tenga el control. Será doloroso y será duro. Eres más fuerte. No pierdas.
¿Quién había dicho algo así antes? No lograba recordarlo, pero esas palabras que en aquella ocasión habían sido esperanzadoras ahora sonaban como un terrible augurio.
- Gracias. Sea lo que sea lo que pase. Gracias. Por favor, recuerda mi nombre...
Gritó a la luz que había empezado a inundar el jardín. Un ruido terrible le impedía oírse a sí mismo pero supo que ella le había escuchado cuando la vio asentir al otro lado de la rivera.
Algo tiraba de él, como un huracán. Ya no veía el jardín, ni el río, ni la luz, ni siquiera la oscuridad. Creyó que se le iban a romper lo huesos por la presión.

Y cesó.

Sentía un ligero resquemor en el brazo. Podía oír un pitido regular y otro, más leve, irregular. Tenía los ojos cerrados. Sentía el cuerpo muy pesado.
- ¿Qué es todo ese barullo? - oyó una voz de hombre acompañada de unos pasos.
- Turk tiene nuevos reclutas y parece que el sargento les está poniendo al hilo – otro respondió.
Olía a hospital y a colonia barata. ¿Dónde coño estaba ahora?
- ¿Esos pintamonas que había esta mañana en el vestíbulo eran reclutas? Shin-Ra está de capa caída. ¿Qué será lo próximo? ¿Zeck Afro, SOLDADO de 1ª?
- ¿Quién es Zeck Afro?
- Bah, uno de esos que le gusta a mi hija, la mayor. Me tiene aburrido con sus pósters y sus canciones.
- Oye... ¿qué le pasa al gráfico?
Ambos hombres callaron unos instantes y de súbito se acercaron corriendo. Sintió una sensación fría sobre el pecho. Por fin reunió fuerzas suficientes para poder abrir los párpados. A penas había empezado a moverlos cuando uno de aquellos tipos se lanzó a examinarle los ojos con una linterna.
- Llama al Dr. Wolfe. ¡Ya!
- ¿Se ha despertado?
- ¡Sí! ¡Llámalo de una maldita vez!
Vio, como pudo, a un hombre con una bata blanca lanzándose a por un teléfono en la oficina, unos metros más allá de dónde él se encontraba. El otro seguía examinándole, con expresión sorprendida.
- Me duele el brazo – consiguió pronunciarse al fin. Al mirar su miembro vio una enorme aguja clavada en la flexura del codo. Con razón le dolía, joder.
- Te inyectaré unos calmantes – se ofreció el médico, quien se movió inexplicablemente rápido a buscar una jeringa.
- No quiero calmantes, quítame eso de ahí.
- Bueno, aún no... - el tipo parecía al borde de un ataque de pánico. Todo el tiempo desde que había venido a reconocerlo se había mostrado tenso. ¿qué pasaba?
La puerta metálica se abrió y un hombre de mediana edad entró en la sala. Exhibía una cautelosa sonrisa cortada por una cicatriz mal encubierta por una perilla.
- Buenos días, cabelleros – saludó. Dio una palmada al médico que le había atendido, quien entendió aquello como un permiso para largarse a cinco metros – Ahora mismo te quito esto del brazo.
El tipo nuevo parecía muy cómodo y se desenvolvía con premura y habilidad. Aflojó las correas que ceñían sus muñecas y pies. Ni siquiera había reparado en ellas.
- ¿Cómo te sientes?
- Como si hubiera despertado de un mal sueño – se acarició las muñecas, dándose cuenta por la intensidad de las marcas que las correas habían estado allí mucho tiempo.
- No me extraña, amigo -río levemente, con una broma que sólo él entendía- ¿Recuerdas algo?
- Absolutamente nada.
- Tu nombre, edad, rango...
- No.
- Comprendo - hizo una pausa para acariciar la cicatriz que cortaba su rostro- ¿Quieres comer algo? ¿Un café? ¿Té? ¿...Cerveza?
- Ni siquiera sé si me gusta nada de lo que me has dicho, pero necesito beber algo.
El tipo de la cicatriz sonrió, y se acercó a él con camaradería, apoyando la mano en su hombro.
- Vamos, pues. Te daremos una habitación. Dúchate, ponte algo de ropa y luego reúnete conmigo. Te explicaré como están las cosas mientras nos comemos unos donuts.


Una habitación blanca, recta, espartana. Le resultaba familiar. Era todo marcial, y estaba cómodo en esa estancia. No necesitaba más. El nombre de Shin-Ra estaba en todas partes, incluso en su propio cuerpo.
Tras la ducha se miró fijamente en el espejo. Un tipo de pelo castaño le devolvía la mirada azul oscuro, en las pupilas brillaba un fulgor turquesa. Turquesa. Le había recordado algo, pero no sabía qué. No se acordaba de nada, estaba totalmente en blanco. Ni qué hacía en aquella especie de hospital, ni qué había sido de su vida antes de despertarse atado en aquel camastro con esa aguja para chocobos clavada en el brazo.
Solo una imagen pervivía en el fondo de su retina: un ángel de cabello rubio, ojos grises y serena sonrisa. No sabía quién era, ni cuando la había conocido, ni siquiera si era real. Pero recordarla le hacía sentir como si una corriente eléctrica le atravesara el cuerpo. Ojalá pudiera volver a verla...


… pero antes debía ponerse al día con el tal Dr. Connor Wolfe y recibir unas cuantas explicaciones, como, por ejemplo, qué cojones era eso de de “Balance #03” tatuado bajo su clavícula izquierda.

6 comentarios:

Lectora de cómics dijo...

El retorno del yeti ò3ó

Es un relatito corto, raro, onírico pero muy informativo.
No sé si recordaréis al individuo protagonista en cuestión, pero os diré que fue mi primer personaje en Azoteas (y mi primer relato es el 4º de Azoteas, ahí es nada XD)

Se me ha ido un poco la olla con la parte onírica, pero la verdad es que mirar el humo que sale de un quemador de velas inspira XDDD

Y na, eso. No sé si añadiré algunos detalles más tarde, pero lo esencial está ahí.

dijo...

¿O soy yo o nos ha dado a todos por experimentar? Me ha gustado mucho esa parte.
Hmm...Balance 03, interesante.

PD: Sí, yo me miraría esa obsesión con las mariposas blancas xD.

Astaroth dijo...

Me ha matado la parte de Zeck Afro. Casi tanto como esto:

"Finalmente el animal lo encaró, con sus ojos de luna. Se acercó con aire majestuoso, sus pasos sonaban como harpas"

Cortito, pero por fin conocemos al nº 3. Tengo que releer el capítulo 4 para recordarle, pero entretiene aun sin saber quién era el tipo.
Yo creo que no hubiera estado mal meter algo más al final, meter ese "Balance 3" como si no tuviera importancia y acabar un poco más tarde, dejando ese dato al aire. Creo que le daría un empujón al lector para sorprenderse.

Lectora de cómics dijo...

Hala, culpa del inglés "harp" >_> me pasa lo mismo con "harmony" y "armonía". Ahura lo cambio.

Bueno, sale en más relatos que el 4. De hecho casi siempre que escribo sobre SOLDADO sale su nombre a relucir. Pero es bueno que no lo recordéis, así sabréis lo mismo que él XD

Ukio sensei dijo...

Yo no habría dicho que hablas del tío del relato 4. ¡Que se descubra! ¡Pensad, maldita sea!

Nmogadah dijo...

Gracias por el dato, ahora mismo voy a releerlo.