En algún extraño lugar entre las nubes, unas nubes muy raras, con cierta consistencia sólida, allí donde las estrellas fugaces volantes pueden ser interceptadas levantando el índice y poniéndose uno de puntillas, y donde los cometas y los ovnis se paran a saludar hay una gran puerta. Una puerta dorada, con un guardián celoso al que se conoce con muchos nombres.
Miles de personas a lo largo de la historia le han puesto miles de nombres, tanto al guardián como al lugar (ya sea en el sentido físico como metafórico de la palabra) que se alza tras él. Si logras cruzar las puertas, dicen, te encontrarás fuentes de las que mana miel dulce, y jardines soleados, donde los placeres están al alcance de la mente, más fácil todavía que extender la mano. No hay ni que desearlo, sino que es suficiente tan solo con empezar a imaginarlo. Tan rápido, que antes de que tu figuración ficticia concluya, ya se ha convertido en una experiencia real.
Tras la puerta, espera un universo de gozo y alegría, un premio a los justos, los soñadores y aquellos que experimentan con las drogas adecuadas. Místicos y capitalistas de buenas obras. Todos y cada uno de ellos, con sus barbas, sus túnicas, sus alzacuellos, sus turbantes, rosarios, libros, videoconsolas y tarjetas de crédito tienen una idea muy clara de lo que verán tras las puertas.
Lo que sorprende a todo el mundo, es el bar que hay tomando la segunda calle a la derecha.
- Joder… - Suspiró cabizbajo un ser de apariencia masculina, con un par de alas encogidas para que no le molestasen con el techo.
- ¿Qué ha sido? – Preguntó el barman celestial, una especie de metáfora hiperbólica del concepto de la paciencia y la comprensión. - ¿Granadas otra vez?
- Granadas otra vez. – Dijo el hombre, levantando la cabeza y dando un trago a su cerveza. Su rostro, cubierto de cicatrices sonreía intentando consolarse. – Al menos fue por una buena causa.
- ¡Buena causa mis ovarios! – Gritó una mujer pelirroja y airada un par de taburetes más a la derecha.
- Haya paaaaaz… - Suspiró el barman.
- ¡¿Sabes donde explotó la última granada?! – Insistió la mujer, ofendida, mientras sus alas se crispaban.
- ¿En tu glándula menstrual de los rayos de plasma, quizás? – Respondió el hombre de las cicatrices.
- ¡Jonás! ¡Irina! ¡Comportaos u os vais a beber al limbo!
- ¡Tirano escanciador de orines! ¡Estoy seco! – Gritó otro hombre, desde el fondo de la barra. Su pelo lacio, negro, caía sobre sus hombros mientras un mechón teñido de blanco cubría su rostro. - ¡Ofréceme bebercio o antes de que tenga que cumplimentar una protesta formal con tu sedición promoviendo la dictadura del sector “servicios”!
- ¡Ya va, maldito colgado! – Se quejó el barman, traicionando aquella virtud a la que representaba, pero recordándola mientras apartaba de su mente ideas creativas con su bate llameante, herramienta punitiva, ruina de los impíos, los blasfemos y los borrachos que buscaban tangana en su garito. – Y dile a tus amigos que dejen de acosar a la rubia cuarentona, no vaya a ser que la liéis otra vez.
- ¡Pero si a ella le gusta!
- ¡Claro que me gusta! – Exclamó la cuarentona, apareciendo al lado del hombre de flequillo blanco, mientras su túnica caía un poco, exhibiendo un hombro con aire coqueto. Dicha prenda, por cierto, quedaba muy bien con su cabello rubio, corto, y con sus ojos claros y brillantes, pero las botas militares producían un efecto raro. – ¿Venís a jugar al callejón, guapos? – La respuesta fue, literalmente, un coro celestial de afirmaciones. El primero en seguirla tenía el pelo y las alas teñidos de azul eléctrico, y el segundo iba lanzando piropos bastante impropios de su halo, mientras llamaba a la mujer cosas como “mamacita”. El del flequillo blanco, por su parte, tomó su bebida con deliberada parsimonia, antes de encaminarse hacia la promesa de próximos deleites en un sórdido callejón paradisíaco.
Salían por la puerta trasera, cruzándose con un hombre de ojos verdes que había apartado la mirada a su paso, levantando la mano para arreglarse el pelo con coquetería. Luego, se ocupó el lugar entre el hombre de las cicatrices y la pelirroja, apartando las alas para no sentarse sobre ellas.
- Hola, Rolfhelm. – Lo saludaron Jonás, Irina y el Barman.
- Se te ve extrañamente discreto, hoy. – Puntualizó Irina.
- Ya, bueno… Lamento no acosarte, pero creo que es el día equivocado para exponerse.
- ¿Exponerse a qué? – Preguntó Kurtz desde el otro lado.
- Tú espera un par de minutos y la respuesta vendrá sola. – Rolfhelm señaló hacia la puerta, mientras con la otra mano tomaba su cóctel, que procedió a paladear. – Delicioso, Malcolm. – Dijo al hombre que acompañaba al omnipaciente barman celestial tras la barra. – Mi protegido de ahí abajo realmente no sabe lo que se pierde.
- Gracias. – Agradeció este el halago. – Con suerte algún día el tuyo o el mío sepan comportarse como adultos.
Malcolm vio como la puerta se abría, pero tenía que estirar el cuello para ver la pequeña figura que acababa de entrar, de la que solo podía ver un par de alas cuyo color era negro en su raíz e iba aclarándose gradualmente hasta llegar al extremo.
- Absenta con zumo de frutas, marchando.
- ¡Que sea triple! – Exclamó la criatura de aspecto de niña, mientras hacía uso de sus alas para subir al taburete, ocupando el que quedaba entre Jonás y Rolfhelm.
- ¿Estamos estresados hoy, Victoria? – Preguntó el primero.
- ¡Estamos estresados siempre! – Bufó este. - Que si la venganza… Gatos… El novio este, que si no es novio, solo un cabrón adulador y manipulador, que si bueno… Algún encanto si que tiene… Que si no se como tomarme que me invitase a cenar… Que si osadía… Que si más venganza… Que si leer el diario de mamá una y mil veces… Que si más venganza… Que si le quedaba bien el pelo así al buenorro… Que si que cojones hago llamándolo buenorro… - Suspiró, engullendo el contenido de su vaso de un trago y dando un par de toques en la barra para pedir otra dosis. – ¡La enana esta me tiene histérica!
- Etimológicamente, “histérica” significa “dotada de útero”, y nosotros somos asexuados. – Corrigió Rolfhelm
- Tú no del todo… - Apuntilló Irina, arrancando algún asentimiento de los demás.
- Ya… Bueno… - Sonrió el aludido, cazado de pleno. – Todo se pega en esta vida, o en cualquier otra…
Del callejón se empezaron a oír gritos y gemidos, pero también golpes y sonoras amenazas procedentes de la voz, no demasiado delicada, de aquella mujer rubia que había invitado a los chavales a “pasar un buen rato”. No había duda de que ella si se estaba divirtiendo. Rolfhelm, desde la experiencia, les dedicó una comprensiva sonrisa y un silencioso brindis. El barman, mientras tanto, ofrecía a regañadientes las llaves del baño a un hombre esbelto, de facciones distinguidas.
- Frank, mira que he visto lo que hizo el tuyo con aquella prostituta en los baños de la discoteca. ¡Como hagas el tonto los limpias tú!
- Mira que eres cerrado a veces con las llaves del baño… - Suspiró Irina, mientras el tal Frank corría mostrando severos síntomas de incontinencia.
- ¡A mi me tuviste diez minutos aguantándome mientras decidías si me las dabas o no, cabrón! – Acusó Victoria al barman. – ¡Casi acabo necesitando una túnica limpia, en lugar de tus malditas llaves!
- Además… - Concluyó Rolfhelm. – Ni siquiera está tan limpio.
- ¿Tú que sabrás? – Protestó el barman celestial, lleno de justa indignación y orgullo herido. – Vosotros estáis más o menos cuerdos. Bueno, Irina, tu tienes que aguantar a una pájara de cuidado…
- Si matase a los nuestros, seguro que la tuya lo primero que haría sería masturbarse, o alguna bizarrada por el estilo. – Atacó Rolfhelm.
- Especialmente a alguno en concreto. – Irina miró de reojo a Jonás, pero el ceño fruncido del barman celestial le hizo pensárselo dos veces.
- El caso – prosiguió el avatar de la paciencia, relajando su gesto malhumorado, - es que muchos de estos, como el tarao de flequillo blanco, o el que acaba de entrar en el baño, muchas veces acaban adoptando costumbres de sus representados. Muchas de ellas, realmente impropias de un ángel de la guardia. ¿Y luego quien tiene que pasarse media hora con un estropajo y un frasco de detergente líquido celestial?
- ¡Pero si usas detergente del barato!
- ¡¿Como osas?! ¡Uso Bing Ambrosía!
- Pues se lo debes de comprar a los de Wutai, del barrio sintoísta, tío…
- ¡Rolfhelm, te voy a servir la próxima copa de detergente líquido, a ver si viene de Wutai o de donde viene!
- Calmaos - Intervino Malcolm, apaciguador, vaciando una coctelera en seis vasos de chupito. – A ver si nos apaciguamos todos. Al fin y al cabo, mucho quejarnos de jefes, manías vengativas, promiscuidad, sadismo lascivo o clientes guarros, cuando todo podría ser mucho peor. – Señaló discretamente con la cabeza a una figura encogida frente a la tele, en la que retransmitían el tercer encuentro de playoffs entre los Kami y los Bodhisattvas. La figura estaba sentada y abrazada con una mano a sus rodillas, mientras que con la otra revolvía su melena rubia, sin dejar de repetir “Medicación, roto… Lo he roto… Medicación… Afilar Bowie… Roto… Limpiar mundo. ¡Sucio! ¡Sucio! ¡Nosotros limpiaremos! Sssiiiiii… Tessssooooro…
- ¡No se que le ven! – Protestaba Deryn desde una mesa
- ¿Qué quieres que te diga? Da yuyu, pero tiene un no-se-que… -Respondió Yvette, dándole la razón.
- ¡Pitolitas y metralletas! ¿Eh? ¿No lo coges, moza? ¿Eh? ¿Eh? – Insistía un viejo verde, con el pelo largo recogido en una desastrada coleta, mientras rascaba una de sus patillas y con la otra mano acercaba un billete bajo la mesa a la mujer junto a la que se había sentado para probar suerte. - ¡Ñjehehehehieh! ¡El monstro de dos espaldas! ¿Eh? No seas tonta, moza. ¿Pitolitas y metralletas? ¡Bien sa’es de que t’hablo! – La aludida, de aspecto andrógino y pelo de dos colores, rubio y rosa, le hacía gestos para que abandonase la mesa.
- Créeme, abuelo: No quieres que YO te hable de “pitolitas” ni de “metralletas”.
- ¡He visto otro! ¡Otro! ¡Y me miraba!
- ¡Cálmate, ¿vale?! – Le gritó a su amiga, mientras le apartaba las gafas para enjuagarle las lágrimas de los ojos. Vestía con tonos muy alegres, aunque cada vez iba arraigándose en ella la costumbre de maquillarse para ser pálida y misteriosa, y con mucha sombra de ojos. – No puedes verlos, no aquí.
- ¡Te he dicho que veo vivos!
- La verdad es que sois raros de cojones todos… - Siguió Malcolm. – Y todos habéis cambiado por vuestros protegidos.
- ¿Qué quieres decir? – Preguntó Victoria, preocupada.
- Bueno, Vic… Tú aún no, pero cuando conocí a Irina, lloraba cada vez que veía un insecto muerto.
- Pobres… - Dijo, ella con sincero pesar.
- Y Rolfhelm se sonrojaba hasta las orejas si veía una falda por encima del tobillo.
- La carne es el primero de los pecados, ya sabes… - Respondió el aludido, un poco ruborizado, pero con cierta sonrisa de viciosillo.
- Y por último, Jonás, no podía soportar ver esas pelis de vaqueros, con tantos disparos, puñetazos y violencia.
- Era todo tan gratuito… - Suspiró con gesto ausente en el que se podía entrever cierto desagrado residual, mezclado con una buena dosis de atracción morbosa.
- ¿Entonces yo que? ¿Me volveré una psicópata?
- Es muy posible… - Puntualizó Rolfhelm.
- ¡No quiero ser una psicópata! ¡Quiero vida social! ¡Quiero sexo! ¡Quiero un hombre peludo y enorme que tenga las manos tan grandes como mi cabeza!
- Y yo quería la paz en el mundo, y ahora quiero pacificarlo yo mismo… - Suspiró Jonás.
- ¡Si! Jajajajaja – Bramó una voz de tono estirado y elitista, interrumpiendo su conversación. - ¡Va a ser genial! – Luego alzó la voz desde su mesa, llamando la atención de los de la barra. - ¡Eh, Jonás! ¿Viste la que te ha hecho mi chico?
- Mordekai, si te crees que es un buen momento, puedes…
- ¡Eh, Jonás! ¡No seas así! – dijo Nathaniel, que compartía mesa con Mordekai. - Al fin y al cabo, no te hemos hecho nada. Solo podemos orientar, nunca decidir por ellos.
- Ya, claro… - Bufó el aludido, mientras su mueca deformaba las cicatrices de su rostro. – Y supongo que las risas vienen para aliviar vuestra mala conciencia por guardar a auténticos hijos de puta, ¿no?
- ¡Jonás! – Mordekai puso rostro de fingido dolor. – Realmente me hiere que no podamos ser amigos. De hecho, mi protegido mostró gran interés en promocionar la vida social del tuyo.
- Si, muy gracioso… Mandándolo a hacer de guía para los novatos que llegaron ayer. – Respondió Jonás, antes de añadir por lo bajo a sus compañeros. – Como diga su frase, la lío. – El barman celestial le dedicó una mirada preocupada, mientras Malcolm se apresuraba a retirar vasos y demás posibles objetos arrojadizos de su alcance.
- La ocasión es inmejorable para hacer nuevos amigos, y si realmente tu chico se pone y le dedica todo el esfuerzo del mundo…
Jonás sintió una especie de espasmo. Sacó una billetera de entre su toga y pagó las consumiciones de todos, además de una generosa propina. Luego, se encogió de hombros, a modo de silenciosa disculpa.
- Jonás… ¡Con lo pacífico que tú eras! – Suspiró Rolfhelm.
- Todo se pega… - Suspiró este, mientras su sonrisa de resignación iba adquiriendo malicia. Se bajó de su taburete y de repente se giró, empuñándolo mientras cargaba contra la mesa de Nathaniel y Mordekai. - ¡Me cago en vuestro puto dios!
Le encantaba la heladería: Sus combinados siempre usaban la fruta más selecta, y así se aseguraba siempre de ser correctamente atendido. Además, había una televisión inmensa, no menos de treinta pulgadas, desde la que emitían una y otra vez películas clásicas. Realmente un lugar perfecto, y la verdad, no alcanzaba a entender como la gente podía atender a sus patéticas conversaciones sobre sus vidas insustanciales y efímera, mientras divas del cine en blanco y negro mostraban como su arte había dejado retazos de su alma impregnados en el celuloide, haciéndolas etéreas, divinas, eternas.
Sus cejas perfectas, su rostro pálido, su cabello primorosamente peinado y sus piernas… Esas piernas largas, enfundadas en medias y terminadas en zapatos elegantes y refinados… Esos tobillos. ¡Idiotas!
Una vez más, había tenido que contener las ganas de aplaudir a la pantalla, con el trágico y conmovedor final en el que la diva perdía a su amado entre sus brazos, pero no quería parecer un loco. ¿Qué sabrían ellos sobre la locura? ¿Qué sabrían de la pasión? ¿Del arte? Idiotas…
Sin embargo, la realidad era una: Su película había acabado, y su helado también, de modo que no quedaba más que hacer allí. Buscaba a la camarera, pero esta ya se dirigía a su mesa con la cuenta dentro de un pequeño platillo metálico. Como cliente habitual, conocían su costumbre de abandonar el local al final de la película.
- Parece que esta le ha gustado mucho. – Dijo ella, preciosa con su vestido de doncella. – Tiene los ojos empapados, se nota que lo ha conmovido.
Su cliente se ruborizó levemente, mientras se encogía de hombros asumiendo su culpa con una tímida sonrisa en su rostro. Nada se podía hacer para resistirse a los encantos de la Garvaux.
Despidiéndose con un gesto de su mano, cruzó la puerta disfrutando del dulce sonido de las campanillas y caminó hacia donde había estacionado su coche clásico: Un Shin-Ra Cavalli, de los años sesenta, en un precioso color rojo cereza. Su carrocería tipo spyder le permitía sentir el viento en el rostro, pero al ser descapotable, evitaba hasta los bordes de la paranoia conducir por los suburbios, ya que temía que los desagradables efluvios del deficiente alcantarillado y la miseria humana impregnasen su delicada tapicería de piel. Conducía con sumo cuidado, vistiendo unos delicados guantes de piel de chocobo, curtidos pero suaves, para no desgastar así la piel que recubría el volante ni la palanca de cambios, no vaya a ser. Todo cuidado es poco.
- Joder, gracias Han. ¡Hasta me encanta el color! – Exclamó Daphne, dejando de lado el nuevo PHS de Rolf, con el que había estado trasteando. Había tenido que ponerse de puntillas para besar al conductor en la mejilla.
- ¿Y eso? ¿Nos levantamos generosos hoy? – Intervino Rolf, sarcástico. - ¿A mi me toca algo?
- Una cerveza, si quieres. Si no, te jodes. – Obtuvo por respuesta. Mientras tanto, Daphne no paraba de mirar sus manos, enfundadas en un par de mitones de piel de color blanco, con agujeros en los nudillos.
- Realmente no hacía falta…
- Si hacía falta: El otro día casi te tiras a follar con los míos puestos, y dado que son míos, me gustan y ya están amoldados a mí, prefiero comprarte tus propios guantes a olvidarme de reclamar los míos algún día y no querer volver a ponérmelos nunca.
- Tienen morbo… - Reconoció el tirador. – Han, te corresponde el primer turno por haber hecho el regalo – el piloto tardó poco en darse cuenta del significado de “turno” pero Rolf siguió antes de que pudiese decir nada, - pero como te conozco, supongo que no te importará que haga los honores.
- Vicioso… - Rió Han.
- ¿Y si yo no quiero? – Respondió Daphne, tapándose la boca con una mano, fingiendo inocencia.
- Herirías mis sentimientos. – Rolf se inclinó sobre la otra mano de Daphne, tomándola entre las suyas. – Por favor… - Suplicó depositando un beso en sus nudillos que arrancó una carcajada de la ascendente estrella del porno.
Han aprovechó la distracción para desaparecer, despidiéndose cuando ya se había alejado un par de pasos para que no lo retuviesen, saliendo por piernas de la zona vip de la Tower of Arrogance, aún vacía. Faltaban horas para la apertura, pero Han había ido a discutir con Isabella que día le correspondía a su grupo para la batalla de bandas. Rolf era capaz de organizar una orgía en minutos, y se le veía con el humor adecuado, pero Han tenía una batalla de bandas pendientes, y un coche que volver a hacer funcional e impoluto (lo que incluía la ficha policial: La matrícula, y quizás también el color. Al menos, al no ser un motor de serie, no tenía que preocuparse por números de bastidor).
Una presencia nueva y extraña convulsionó el ambiente del “Cuadra ganadora”. La multitud se apartaba a su paso, renovando su interés por las pantallas que emitían ininterrumpidamente carreras de chocobos desde el circuito de Gold Saucer, entre muchos otros eventos en torno a los que fuese posible organizar una apuesta. Siendo honestos, lo que más les interesaba era evitar problemas, y el turco grande y negro que se abría paso con gesto hosco era una fuente inagotable de ellos para cualquiera que fuese lo suficientemente incauto para cruzarse en su camino, o lo suficientemente desgraciado para ser su objetivo en tan impropio ambiente.
- Hola, ¿en que puedo servirle? – Preguntó Holly, con prudencia.
- Tú en nada. – Respondió secamente el hombre, tras sus gafas oscuras. Al hablar se veían sus dientes, blancos y brillantes, mostrando un gran contraste con su piel, como el reflejo de una hoja en la noche. Sus trenzas, recogidas en una coleta, revolotearon mientras su cabeza giraba a izquierda y derecha. – Él. – Señaló a Paris.
- Bueno. No soy quien de hablar de los gustos de cada uno, per… - El turco no se movió, pero algo en ella la hizo callarse y escuchar. Era esa sonrisa inmensa, inhumana.
- Supongo que tendrás el cuidado de ser discreta y afable. – Dijo alzando sus gafas oscuras y clavando sus pupilas en las de ella.
Aún intimidada, la camarera no pudo dejar de entrever como con el gesto remarcaba la alianza dorada que llevaba en el anular, como si quisiese afianzar su hombría. En cualquier caso, no buscaba a Paris por su cara bonita, y eso no tenía pinta de nada bueno. Holly se giró hacia su compañero, pero este ya caminaba hacia el turco antes de que ella le dijese nada. El asesino había reconocido al turco, amigo de Kurtz, que lo había capturado en el edificio Shin-Ra. Un experto con todo tipo de materia, y con apariencia de que en el fondo había mucho más por descubrir. Se acercó lentamente y se apostó ante el turco.
- Hola. – Dijo, esperando a ver que le iban a decir, mientras sus músculos se tensaban y su mente se ponía en guardia.
- Hola. ¿Servís café para llevar?
- S… Sí. – Respondió, desconcertado por la pregunta.
- Un café largo y una rosquilla. – Dijo, mientras sacaba su cartera. Aún confuso, Paris lo preparó y se lo sirvió, junto a la rosquilla envuelta en un plástico hermético. – Son tres giles. – Dijo, mientras veía que el Turco le ofrecía un billete de cinco, doblado por la mitad y con un pequeño trozo de papel, del tamaño de una tarjeta de visita, en su interior. Al cogerlo, pudo entrever lo que parecía una dirección.
- Que… ¿Qué es esto? – Susurró al turco.
- Vete a verla. – Respondió este. – Se la ve mal últimamente. No nos dice nada, pero a ver si la animas. – Paris no acababa de entender. ¿No se habría confundido?
- ¿A quien? – Los ojos del turco se abrieron de par en par mientras se estaba girando para irse. Se volvió y encaró al rubiales, irguiéndose en todo su tamaño, aún más alto que el camarero.
- ¿Cómo que a quien? – Preguntó, con una mirada cargada de furia repentina. Como Paris no respondía, empezó a sonreír, como animándolo a decir algo, pero la mueca no hacía sino empeorarlo todo.
- Eh… Yo…
- ¿Tú? ¿Cuántas novias tienes?
- Yo… ¡Ninguna! – Si las miradas matasen, el turco podría desintegrar el meteorito en cuestión de segundos. “¡Yvette!”, recordó Paris. - Bueno… Ya se a que se refiere, pero… No se como definirlo… - Una de las posibilidades que se le habían ocurrido a Harlan para que su compañera estuviese decaída era que este guapito de cara la hubiese dejado, y el chaval parecía corroborarlo con su actitud. El “paseíto” que le iba a tocar era inminente. – No se si somos novios o no, y… - Dijo sonrojado.
- ¿Y qué?
- Y no soy ningún experto, ¿sabe? - Confesó. Si Kurtz sabía oler mentiras a millas, este turco bien podía saberlo, por su entrenamiento. Mejor ser honesto y apaciguarlo. La sonrisa seguía, pero lo que parecía ira contenida se tornaba buen humor de nuevo. – No se si le gusto seguro, ni nada.
- ¿A ti te gusta? – Preguntó el turco.
- Bueno… Ella es… Divertida, y guapa. Muy guapa.
- Y lista. – Lo ayudó Harlan.
- Si, lista. – Sonrió Paris, sintiendo cierta complicidad.
- Entonces quizás deberías hacerle esa visita cuanto antes, no vaya a ser que algún pajarraco quiera adelantarse. – Harlan se iba a volver de nuevo, pero el camarero lo retuvo por la muñeca, cosa que le fastidió bastante. Dada su autoridad como agente capacitado para defender el orden en Midgar, no estaba acostumbrado a estos gestos tan poco respetuosos con su autoridad.
- ¿Y que hago?
- ¡Anímala! ¡Cómprale algo bonito!... Improvisa. – El chaval se quedó meditabundo, y Harlan al fin pudo volverse. No había dado ni siquiera el primer paso, cuando sintió un nuevo tironcito de su chaqueta. Se detuvo en seco, respirando profundamente, mientras las miradas de los parroquianos se apartaban. Se volvió con las gafas oscuras puestas, enarbolando una nueva sonrisa homicida. - ¿Si?
- Se olvida la vuelta…
El Cavalli se detuvo con un ronroneo. Un motor suave, de sonido apaciguado que en absoluto necesitaba la cilindrada ni el molesto ruido de muchos otros vehículos, más modernos, donde el rendimiento estaba mucho más apurado, pero renunciando a la comodidad del viaje. Realmente solo le gustaba conducir de noche, lejos de la crispación y los ruidos del tráfico, con sus motores mal silenciados, sus bocinazos y sus maldiciones. Todas esas cosas eran muy malas para la salud, empezando por desgastar la paciencia y la calma, y llegando incluso a causar problemas nerviosos o circulatorios. Él prefería vivir a su ritmo, aunque supusiese ir a contracorriente. Aún no era de noche, y se permitió un paseo bajo las farolas. El sector uno era una delicia para pasear a estas horas, donde lo más notorio de la antigua Midgar luchaba por mantenerse boyante, como una mujer que en el declive de su belleza supiese seguir siendo atractiva con maquillaje, ingenio y savoir faire. Incluso con humo y espejos, si fuese necesario.
Los edificios lucían fachadas de aspecto clásico, con los no va más de la arquitectura de época. Los buzones, las bocas de riego… Sin embargo, sus favoritas eran las farolas. Iluminadas con baratas bombillas de luz amarilla, y construidas con hierro forjado, estaban decoradas con filigranas con forma de espiral en el punto de unión entre el poste y el brazo que sostenía su cabeza. Uno podía imaginarse a un gangster trajeado disparando a la policía con una ametralladora, a la luz de una de estas, o a una mujer huir corriendo y detener un taxi. El antiguo sector uno era casi irreal.
Entró en un restaurante, amplio, sin dejar de ser un negocio familiar. Manteles limpios, pan recién horneado y un servicio personalizado, sin duda una combinación ideal con la que disfrutar de una velada agradable. Decidió que un buen plato de tagliatelle con salsa de espárragos sería perfecto, quizás con una copa de tinto de Kalm.
Tras mucho deliberarlo y horas de escuchar las surrealistas propuestas de Holly (Paris nunca habría imaginado que existiesen tantas variedades de preservativos), se decantó por los bombones. A todo el mundo le gustaba el chocolate, y además, había leído que producía algo llamado “endorfinas”, que producían sensación de placer y bienestar.
La dichosa caja le había costado casi un mes de propinas, y no traía demasiados, pero el que le había dado a probar la dependienta de la chocolatería le había encantado. Yvette no parecía de comer mucho, de modo que no quiso darle más vueltas. Se sintió tentado de usar la moto, ya que Rolf le había dejado guardar su vieja Blackracer en casa, pero no había forma segura de cargar con los bombones. Además, tampoco le hacía gracia la idea de conducir sobre la placa, dados los confusos sentimientos que le producía la exposición al cielo abierto. No quería tener un accidente por no estar suficientemente atento. Vale, la moto podría impresionar a Yvette, pero cuando se subiese tras él y disfrutase de un paseo a no más de veinte kilómetros por hora no iba a tener una buena impresión sobre Paris.
Por otra parte, lo que si iba a ser inevitable era una dosis extra de medicación. Con cuidado, Paris se tomó una nueva pastilla antes de su hora. Temía que lo atontase, pero la idea de perder el control y aún encima hacerlo ante Yvette le resultaba mucho peor.
El viaje en tren, como siempre, abstraído de la humanidad por medio de su reproductor de música, seguido de un pequeño trayecto en bus por las amplias y abiertas calles del sector 3. Los primeros rayos del atardecer empezaban a teñir los árboles de las aceras de rojo, y la gente se encaminaba hacia sus casas, haciendo poco o ningún caso al joven hombre de cabello rubio que caminaba encogido, como si estuviese cayendo un chaparrón. Consultó de nuevo la nota que había recibido del turco, antes de timbrar a un ático.
“Noventa y siete… Noventa y ocho… Noventa y nueve… ¡Se joda y espere! Cien” Yvette se negó a responder al timbre hasta haber completado su serie de patadas, y aún se planteó la posibilidad de dar por lo menos diez más con la otra pierna, antes de abrir. Una cuarta llamada la hizo suspirar con fastidio, mientras echaba mano de la toalla que había dejado sobre el respaldo del sofá. Caminó hacia la puerta, secándose el sudor de la cabeza, y despegándose la camiseta del cuerpo, y pulsó la tecla del interfono.
- ¿Quién? – Preguntó de malas. Entonces el visitante, ya con un pie fuera de la entrada, volvió a girarse hacia la cámara de la entrada. - ¡Paris! – Gimió sorprendida.
- Hola, ¿vive ahí Yvette? – Preguntó, visiblemente nervioso. “¡Maldito tarado!” pensó la turca, al borde de la histeria. Tarda semanas en tener tiempo para una cita, y ahora coge y aparece, así, por las buenas. ¿Qué le iba a decir? ¿Qué no? Entonces no podría llevarlo a casa sin delatar su mentira. ¿Qué si? ¿Y dejar que la viese con esas pintas? A lo mejor no era tan trágico… “¡Joder!” El espejo había sido claro en su mensaje: Entre la camiseta de promoción de un Ron que decía ser de importación y ocho años de edad, el pelo en una coleta chunga, ya casi deshecha, con el pelo enmarañado, como si acabase de pelearse. ¡El chándal! ¿Cómo iba a dejar que la viese en chándal? ¡Nonononono! ¡De ninguna manera! ¿Y si le decía que no era un buen momento? – Perdone las molestias. – Dijo Paris, girándose hacia la calle. Antes de que Yvette fuese consciente de lo que hacía, casi había incrustado el botón que abría la puerta del edificio. “Mierda”… Suspiró.
- Pasa.
Seco como siempre, el rubio entró sin decir nada. Yvette realmente no sabía si quería verlo. Era… Era incómodo. No era común en ella encerrarse y dar golpes al saco, no sin salir de fiesta y dejando de lado su vida social. ¡Era viernes, maldita sea! En un mundo normal, ella estaría tomando algo por ahí, vestida como una personificación del pecado. ¿Qué hacer? ¡La camiseta! ¡El pelo!
Paris estaba apostado ante la puerta. El ascensor había tardado un par de minutos en subir todos los pisos hasta el ático, pero no había más puertas en esa escalera que la de Yvette. Nervioso, casi podía sentir como cada músculo y tendón de su cuerpo se movía entre temblores hasta la puerta, hasta que su acopio de valor fue interrumpido por el ruido que atronaba el interior de la casa: Carreras, golpes, blasfemias… Paris se preocupó, pero no oyó que hubiese nadie con ella, de modo que esperó a que el revuelo se calmase, antes de timbrar.
- ¿Hola? – A Paris le costó reconocerla. Era Yvette, con su cara, su pelo, su cuerpo y todos sus rasgos, menos el de ser Yvette. Estaba medio asomada tras la puerta, y pudo ver sus ojeras, su piel sin maquillar, su pelo arreglado a toda prisa, que aún tenía la forma de la coleta, su camiseta con las arrugas que delataban que se la acababa de poner apresuradamente, y las manchas del sudor que impregnaban su piel extendiéndose a lo largo de su superficie. Era una nueva forma de verla, y muy sorprendente. Ella percibió su sorpresa, y se le notó en la cara la decepción.
- Hola… - Dijo aún turbado. – Eh… - Paris había olvidado una parte importante del plan: Que excusa poner para aparecer por su casa.
- Pasa… - Lo invitó, mientras aprovechaba para deslizar con su pie izquierdo la camiseta y la toalla sucias tras la puerta. Tragando saliva, Paris cruzó el umbral, quedándose tras la puerta a unos cuantos centímetros de ella, frente a frente. “¿Qué haría Rolf en esta situación?... ¡No! ¡Eso nunca! ¿Kurtz? ¿Han?”
- ¿Qué es eso? – Yvette señalaba el pequeño paquete envuelto para regalo que había traído Paris, que se quedó mirándolo extrañado, como si a su mano le hubiese salido un extraño apéndice y no lo diese reconocido en los primeros segundos.
- Eh… Bombones. – Recobró la seguridad. Al menos, a eso si que tenía una respuesta. – Los compré para ti. Están muy buenos.
- ¿Los has abierto? – Yvette estaba sorprendida. Paris tenía sus rarezas, pero ir comiendo los bombones que iba a regalar era más propia de un retrasado.
- No, me dieron a probar uno de muestra antes.
- Bueno, pues pasa y los pruebo yo también. – Sonrió ella, arrancando la misma respuesta de su visita.
Paris empezó a caminar hacia el sofá, suspirando aliviado. A sus espaldas, Yvette retocaba frenéticamente su pelo en un espejo que había en el recibidor.
La casa de Yvette era muy amplia, con un gran salón que era casi tan grande como el pequeño apartamento que Paris alquilaba. No compartía ese vacío espartano y funcional en el que él vivía, pero tampoco estaba sobrecargada, ya que había mucho que llenar. El sofá “pequeño” era tan grande como el de Kurtz, y en el grande podías tumbarte sin que tus pies llegasen al otro extremo. El salón estaba presidido por una televisión plana que podría usarse de mesa para una cena de seis comensales, y al fondo había una estantería, llena de libros, dvd’s y un equipo de sonido. De una de las baldas colgaba el extraño arnés en el que Yvette llevaba sus pistolas, aún con estas colgando. Lo que más le sorprendió fue ver hasta cinco plantas, de diversos tamaños, decorando distintos rincones de la estancia, o la estantería.
Se sentó y al volver a mirarla, la vio pateando algo rosa, de forma cilíndrica, hasta el fondo de lo que parecía la cocina, y volverse con una sonrisa de “aquí no ha pasado nada”.
- ¡Hostia, un saco! – Sonrió Paris, sorprendido. Yvette acabó por admitir que el niño era marciano. No es normal que te emociones cuando descubres que intentas ligar con una tía a la que le gusta golpear cosas.
- Si… Estaba dándole un poc… ¡Joder! – Casi se le cayó la mandíbula al suelo: A simple vista, Paris estaría a la altura del metro noventa, pero la rápida combinación de golpes que le soltó al saco, dejándolo balanceándose, acabó con una patada que impactó diez o quince centímetros por encima de su cabeza.
- ¿Qué pasa?
- No sabía que fueses tan rápido… - Respondió aún sorprendida. – Ni tan flexible.
- Siempre lo he sido. – Paris se dejó caer, separando sus piernas hasta que se formó un ángulo llano entre ellas, ante los sorprendidos ojos de la turca. Hasta le chocó que no reventase el pantalón.
- Eres todo un acróbata… - Aplaudió Yvette, intentando que su mente relajase todas esas ideas tan propias de ella. Su invitado sonrió, como quien accede a repetir un truco de magia ante un niño impresionado.
- Esto es más de contorsionista, pero… - Sin más palabras, Paris se lanzó corriendo hacia el sofá pequeño, que estaba orientado de espaldas a la entrada.
- ¡No! ¡Fedor!
- ¿Quién?
El aviso llego tarde. Paris saltó, combinando una voltereta con un tirabuzón completo, cayendo sentado sobre… ¿Un cojín grande y peludo? ¡Un cojín grande y peludo que ladra!
El pastor de Kalm se sobresaltó al sentir ochenta kilos de camarero acróbata sobre su lomo, revolviéndose y tirando a Paris al suelo, antes de huir gimiendo por el pasillo.
- ¡Fedor! – Lo llamó ella, intentando interceptar al lanudo e inmenso perro-oveja, pero este la esquivó, desapareciendo ofendido por un pasillo.
- Yo… Lo siento… No sabía que tenías perro. – Paris quería dar otra voltereta, pero por la ventana. Estaba tan sonrojado que parecía que se hubiese pintado la cara.
- Anda, siéntate y abre la caja. – Dijo ella, sonriendo con resignación, mientras volvía junto a él. – Ya te disculparás con él más tarde.
- ¡Abre de una vez! – Lo increpó Daphne, deslizando una mano dentro de su pantalón. – ¿No ves que no podemos esperar?
El vino había corrido, y la noche había seguido un ritmo que solo era natural bajo la batuta de alguien como Rolf. La desinhibición presidía la fiesta, mientras invitados iban llegando hasta su casa, en distintos coches. La puerta se abrió finalmente, y el anfitrión fue empujado hasta el primer sofá, donde lo derribaron allí mismo entre seis manos y tres bocas.
- ¡Eh! ¡Esperad! – Se revolvió, escapándose de la presa hacia la cocina.
- ¿Qué pasa, Rolf? ¿No nos quieres?
- ¿Qué clase de anfitrión sería si no os ofreciese nada? Tenéis que probar este vino…
El postre fue delicioso, un broche perfecto para culminar una cena sencilla pero exquisita. Tras comunicar personalmente su más sincera felicitación al cocinero, llegó el momento de levantarse para bajar la cena con un pequeño paseo. Las calles, a esta hora de sobremesa, estaban casi vacías y silenciosas. El momento ideal para que uno se abstrajese y se dejase llevar por el ritmo de la historia que estas calles habían vivido. En su mente, se sentía como un duro detective privado, un huele-braguetas con su personal sentido de la justicia, severo, pero honesto en el fondo. Abrió el maletero de su coche, antes de mirar hacia ambos lados, y con todo en orden, dispuso todo lo necesario y, tras cerrar manualmente con la llave y asegurarse de que el coche no quedaba a la vista, con la capota de tela cerrada, seguro en un callejón lateral, empezó a caminar.
Sus andares eran erráticos, como si no reconociese ningún lugar como interesante. Monumentos con restos de magnificencia y un hermoso pasado de grandeza se aparecían a un lado y otro, ante sus ojos, mientras él se deleitaba recordando aquellas personas o hechos que intentaban atar a la memoria de la ciudad, aún bajo una censura de toneladas de acero y hormigón. Los grupos de jóvenes no le interesaban en absoluto. Eran como una especie de mancha: Una rareza en su urbe eterna y atemporal. Clásica. Ahí no había necesidad de coches deportivos decorados con neón y vinilo, motos ruidosas y horteras, gente con viseras, reproductores de música portátiles o PHS. Todas esas fruslerías los habían desprovisto de su humanidad y sus pasiones, y ahora no eran sino seres condicionados que respondían como autómatas a los impulsos de la moda o la cultura del consumo.
Incluso uno de ellos tuvo la desfachatez de acercarse a él, con un aliento de cerveza barata y una visera de colores chillones ladeada con evidente mal gusto, en medio de un montón de ropas por encima de su talla. Era grotesco y esperpéntico, y sus maneras aún peores. Le giró la cara para no seguir viendo la depauperada condición de su masculinidad. ¿Dónde había quedado la elegancia propia de un hombre de verdad? Las maneras, la educación, el saber estar… ¿Realmente habían quedado tan atrás? ¿Dónde estaba esa masculinidad, cortés, pero fuerte ante la adversidad? Ahora actuaban a cada momento como animales en celo, como si creyesen tener que demostrar algo a cada momento, y creyesen además ser capaces de hacerlo.
Y por supuesto, memorizó sus rasgos y vestiduras. No los olvidaría.
Sus pasos lo llevaron a una antigua iglesia de estilo clásico, donde se detuvo con una sonrisa, admirando su superficie, aun pudiéndola reproducir en su cabeza con los ojos cerrados, padeciendo tan solo una mínima fracción de error. En su curiosidad y amor por la cultura había memorizado cada detalle, cada escultura, relieve, fuste, capitel, podio o su inolvidable frontón, repleto de iconos de primorosa manufactura artesanal.
El sector 1 aún en los suburbios, se permitía el lujo de ser una ciudad dentro de una ciudad, con su propia organización de autogobierno cuasi clandestina (tolerada por las autoridades), que gestionaba la limpieza de sus calles, la protección de sus ciudadanos, y la conservación, en la medida de lo posible, del estatus de la que fue la mejor barriada de la ciudad. Esto había alejado a los grafiteros de la iglesia, penándolos con severas multas y manteniendo sus ojos electrónicos siempre avizor. No tardó en encontrar una de las ya mencionadas cámaras, y en dedicar un pequeño saludo al vigilante, viejo amigo suyo, compañero de charlas sobre bellos pasados en blanco y negro.
- Nunca lo adivinarías… - Rió Yvette, llevándose una palomita de maíz a los labios.
- A ver. Sorpréndeme. – Suspiró Paris, mientras jugaba con el perro, mucho más sociable que Etsu, por cierto, y mucho menos territorial. - ¿Por qué se llama Fedor?
- Porque el perro lo compró mi padre, en principio, para mi hermanastra pequeña, y “feddo” era lo más cerca que había estado de decir “perro”. – Paris alzó las cejas, reconociéndose sorprendido, mientras su anfitriona chasqueaba los dedos sin dejar de mirar hacia la tele, momento en que el perro se acercó a ella, restregando su cabeza lanuda contra la mano que ella le tendía. Paris parecía a punto de preguntar algo. – Lo tengo yo porque todos pasaban de él en esa casa. Lo paseaba la chica de la limpieza y lo trataba bastante mal
- No era eso lo que iba a preguntar. – Rió Paris.
- ¿Y qué es?
- ¿Tendré yo también que acercarme a cuatro patas a rendirte pleitesía cada vez que chasquees los dedos? – Preguntó con picardía, recordando lo que Malcolm le había contado de ella en el intermedio de su primera cita. – Yvette sonrió maliciosamente unos segundos antes de responder.
- ¿Ves que a Fedor le disguste? No te dejes llevar por los prejuicios, Paris. Podrías perderte experiencias realmente fascinantes. – Su voz era apenas un susurro, por debajo del sonido de la televisión, pero su tono puso de punta el vello de la nuca del asesino como pocas veces lo había sentido. Indeciso, se quedó quieto, e Yvette aprovechó su iniciativa. – Parece que dudas… ¿Algo te inhibe? ¿Te asusta? – Rió con picardía, acercando su pie descalzo al regazo del asesino, donde separó sus piernas de un brusco empujón para luego apoyar suavemente su planta en la cara interior del muslo de Paris, que lo miraba como si fuese una serpiente. – Estás tenso…
- ¿Se supone que debo relajarme? – Recordó con cierto desagrado los chistes sobre sexo anal de Rolf.
- ¿Te hago daño? – Yvette retiró el pie, dejándolo justo al lado de la mano derecha de Paris, apoyada entre ambos en uno de los cojines. Justo a su alcance.
- ¿Son estos tus juegos de dominación? – Preguntó confuso. Se sentía, para su desagrado, como la presa de esta caza, y no era una experiencia que le gustase en absoluto.
- ¿Realmente te sientes así?
- ¿Cómo? – Preguntó extrañado, por esa pregunta al aire.
- Sometido. – Sonrió ella, mordiendo una nueva palomita, quedándose con la mitad restante entre sus finos dedos, a escasos centímetros de sus labios. Mientras Paris la miraba, intentando ganar tiempo para pensar una respuesta, ella arrojó la otra mitad a su boca, dejando su índice entre los dientes, lamiendo la yema.
- No veo nada que limite mi voluntad. – Respondió, apostando por intentar recuperar el control de lo que fuese que estaba hirviendo en su cerebro, pero ella no hizo sino reírse, con un toque de inocencia. Iba muchas jugadas por delante de Paris.
- ¿Tu voluntad? – Preguntó ella, fingiendo turbación mientras se revolvía, y gateaba sobre el sofá hacia Paris. Cuando llegó junto a él, se estiró para tomar una palomita del bol que había entregado al asesino antes de empezar la película, rozando la piel desnuda de su brazo con el pelo, al pasar, y dejando que su perfume inundase la mente y la libido de su víctima. Luego retrocedió, sentándose sobre sus talones y apoyando un codo en el respaldo, con su rostro a escasos centímetros del de Paris. Lentamente, devoró la nueva palomita de maíz, ante una víctima que parecía una mosca a la espera de que la araña se abalanzase sobre él, incapaz de apartar la mirada. Relamió su índice de nuevo y depositó un ligerísimo beso en la yema, acercándola a los labios del asesino. – No pretendo doblegar tu voluntad, Paris. De hecho, no pretendo tomar nada que tú no estés dispuesto a darme. – Casi sin hacer presión, Paris cedió y separó los labios, con la yema de Yvette acariciándolos y entrando para deslizarse sobre la superficie de su lengua. Cuando la retiró, lamió su dedo y lo chupó, como si acabase de pasarlo por la superficie de un pastel.
Paris realmente era incapaz de controlarse: No quería quedarse, sintiéndose preso. No quería irse. No quería… No sabía… No. ¡Joder! Ella se acercó despacio, dándole un beso en la mejilla, pero tan próximo a su boca que sus labios se rozaron. Acarició su otra mejilla, con la mano derecha y le sonrió.
- No estoy vestida para jugar a diva, Paris. Pero no me importaría vestirme para ti.
- No hace falta que te molestes… - Dijo, agradeciendo la pausa, aliviado.
- No es molestia. – Sonrió. – No si es para ti.
- Vaya… - Dijo él, tras el fracaso de acudir a la educación como evasiva. – Como quieras. Es tu casa. – “Se siente preso”, reconoció Yvette. “Le está gustando, pero está demasiado tenso y si no se relaja…”
- Iré a ver que tengo, por ahí. – Dijo con calma, deseando que un par de minutos le sirviesen para despejarse. Estaba segura de que se plantearía la posibilidad de salir corriendo por la puerta, pero no lo haría. De eso estaba aún más segura.
Se levantó y caminó lentamente hacia su habitación, al final del pasillo. La pausa le recordó que aún vestía un pantalón de chándal y una camiseta de andar por casa, cosa que la avergonzó. También vino a su mente el recuerdo de la última vez que había estado desnuda ante otro hombre, y este era cualquier cosa menos grato. Sin embargo, este no era cualquier hombre, sino Paris: Un reducto de integridad. Además, mientras fuese ella quien tuviese el control, no habría problema.
- Apaga la tele. – Pidió, volviéndose desde la puerta. Paris no se dio cuenta, pero incluso una orden tan simple e inocente en apariencia no era sino una nueva continuación del juego.
Lo que si lo interrumpió, fue la imagen que se encontró en la habitación: Fedor, desaparecido segundos antes en una muy breve distracción, había reaparecido, sentado sobre sus cuartos traseros en el centro de la cama, mirando a su ama con una sonrisa de aspecto bromista y bobalicón, mientras entre sus dientes sostenía el mismo cilindro rosa de antes.
- Eh… Paris… - Llamó ella. – Coge los bombones, de la cocina. – He ahí una buena excusa para ganar tiempo.
- ¿No los ibas a reservar?
- Y los he reservado, cariño… ¿No quieres saber para que?
Miró desde el pasillo, viendo que el rubio no estaba a la vista, sacó a Fedor hasta el salón, corriendo, para abrirle la puerta de la terraza y dejarlo allí, ordenándole tumbarse en una alfombrilla que le estaba reservada. También sacó el cilindro y lo escondió detrás de una maceta. “¿Dónde los dejaste? No los veo” se oía la voz de Paris, en la cocina. Ella esperó a haber vuelto a su habitación, antes de decirle que buscase en la nevera.
Paris entró en la habitación, encontrándose una cama medio deshecha con una superficie cuadrada de dos por dos. Colgando de un galán de noche, al fondo, el traje de Yvette, incluyendo un chaleco de kevlar y un rifle MF22, versión más moderna del que había visto en casa de Kurtz, apoyado dentro de un estuche mal cerrado. No tuvo tiempo de distinguir nada más, ya que en cuanto hubo puesto un pie dentro, Yvette se abalanzó sobre él, desde su derecha. Empujó la cara interior de su rodilla, mientras intentaba apresar su cuello con el brazo y cruzaba el otro sobre su cara, obstaculizando su visión. Desequilibrado y sorprendido, Paris se revolvió, intentando recobrar el equilibrio, pero ella se movía de un lado a otro, siempre escurridiza. Entonces ella cometió un error: Giró, colocándose entre Paris y la cama, y el asesino reaccionó por instinto, empujándola para que tropezase y cayese sobre el colchón.
Yvette logró aferrar a Paris con la fuerza suficiente para arrastrarlo a él también hacia la cama, y entonces a su mente vino con claridad meridiana el fruto de todas las horas de entrenamiento con Kurtz: Como moverse en esa situación, como forzar las articulaciones del oponente para que no pudiese hacer fuerza, como bloquearlo, como cortar su respiración… En resumen, como someterlo. Tuvo mucho cuidado de hacer justo todo lo contrario.
Cuando el revuelo hubo terminado, Paris estaba sentado sobre la cadera de Yvette, sujetando firmemente sus muñecas. Su respiración se había agitado un poco, por la adrenalina, y la miraba, expectante, intentando entender a que había venido esto. Encontró la respuesta en la sonrisa de la turca, justo medio segundo antes de que ella hablase.
- Mi elaborado plan para confundirte acaba en un sonoro fracaso… - Reconoció con fingida resignación. – Ahora que me tienes a tu merced, supongo que serás un caballero y no te aprovecharás, ¿verdad?
- ¿Cómo sabes que no me vengaré? – Preguntó él, creyendo tener la inciativa.
- ¿Vengarte de que? – Fingió confusión, pero sin dejar de sonreír con calma, y acercando la cara a él para susurrarle, dentro de lo que le permitía su presa.
- De lo que me hiciste antes, en el sofá.
- ¿Te hice algo malo? – Preguntó, fingiendo estar dolida. – Solo te hablé. – Sonrió de nuevo, acercándose un poco más para susurrar. Incluso Paris, inconscientemente, levantó un poco su presa, pero sin soltarle las muñecas. – Igual que te estoy hablando ahora.
El asesino se había quedado definitivamente sin palabras, incapaz de articular alguna, tanto como de tener alguna idea coherente que decir. Ella se dejó caer sobre la cama, con una sonrisa de suficiencia que incendió algo en el interior de Paris. Si. Iba a vengarse.
Soltó una de las muñecas de Yvette, trasladándola hasta la nuca la turca. La alzó levemente, mientras él se agachaba para aproximarse a ella, y entonces, tomó la iniciativa.
- ¡Rolf! – Gimió Daphne en su oído.
El tirador la había levantado, reteniéndola contra la pared, con las manos sosteniéndola firmemente de las nalgas. Le mordía suavemente el cuello, haciéndola perder el control mientras ella clavaba cada vez más sus uñas en la espalda de él. Luego Rolf se alejó, y Daphne sostuvo su cabeza con ambas manos, apoyando su frente contra la de ella. Al fondo, otras seis o siete personas gemían, igual de entregadas a la lujuria, en el salón de casa del asesino. Alejándose un poco de los labios de él, lo que supuso un esfuerzo de voluntad inmenso, buscó el espacio para hablar.
- Gracias. – Murmuró.
- ¿Por? – Sonrió el, socarrón.
- Por no aceptar ese desafío. – Rolf permaneció en silencio, acusando su curiosidad. – Vi el mensaje en tu PHS. Gracias.
- No quieres perderme, ¿eh? – Rió, besándola en la frente y apretándole firmemente el culo, lo que le arrancó un nuevo estremecimiento. – Pero no me des las gracias: He aceptado. – Ella se sobresaltó, pero fue incapaz de mantener el control, bajo las hábiles manos de su amante.
- Y… ¿Y esta orgía? No será una despedida… - Cada vez era más difícil pensar con claridad: Rolf no le daba tregua, hostigándola cada vez más intensamente con sus manos, su boca y el roce de su entrepierna.
- No, pequeña Daphne: Es una coartada. Todos recordaréis mañana que yo no me moví de aquí en toda la noche.
- ¡No te dejaré ir!
- No puedes resistirte… - Susurró él, con el tono de un lamento. – He echado éxtasis en el vino. No mucho, pero lo suficiente para que os entreguéis al placer sin ser conscientes ni siquiera de lo que os rodea. – Rió. – Al fin y al cabo, presumo de ser un buen anfitrión.
- ¡No! – Gimió ella, pero él la había levantado, llevándola de vuelta hasta la multitud.
- Si. Como comprenderás, he tenido mucho cuidado de tomarme algo que disipase sus efectos, pero no me queda para ti, de modo que tendrás que disfrutar del subidón. Lo siento. – Si no he vuelto en veinticuatro horas, limítate a avisar a Kowalsky. Él sabrá que hacer.
- Por favor… - Gimió una súplica, pero esta no fue escuchada. Rolf la depositó en el sofá, donde una cantidad indeterminada de manos se abalanzó sobre ella, erizándole la piel.
- No. – Sentenció el asesino. – Pero ahí va un regalo para asegurarme que tengas esa consideración conmigo. – La besó, hundiendo su lengua en la boca de ella, y luego, arrodillado ante el sofá, entre sus piernas, su boca fue a su barbilla e inició una trayectoria descendente.
Minutos después, solo Daphne era consciente de que Rolf se había esfumado en medio de la confusión. Desgraciadamente, no era capaz de hacer nada para evitarlo.
“Ahí está…”, pensó. Alzó su rifle, una joya de fabricación manual, sin esas miras de lentes telescópicas, tan artificiales y desnaturalizadas. Era como disparar a una televisión. Él no: Usaba un arma fabricada por sus propias manos con dedicación y exagerada atención al detalle, con una mira rectangular, graduada, situada sobre el inicio de la culata, donde no estorbase la maniobra de abrir y cerrar el cerrojo con el que liberaba los casquillos usados. Cinco balas descansaban, listas para su objetivo. Por orgullo se negaba a usar ni una sola más por cada objetivo. “Vamos a llamar su atención”.
Recorriendo en su moto las amplias calles del sector 1, Rolf transcurría indiferente a una pandilla de adolescentes, lo suficientemente ricos como para poder fingir que eran delincuentes juveniles. Estaban sentados en un par de bancos, a su izquierda, escuchando música y bebiendo cerveza barata, cuando el más grande de ellos cayó derribado antes incluso de que se oyese el estallido del disparo.
Rolf se detuvo en seco. “Está cerca…” pensó, “y me está llamando”. Ignorando al chaval, ya que supuso que sus sesos estarían dispersos por la acera, salió disparado con la moto, en busca de un lugar donde aparcarla y otro donde situarse para este nuevo duelo.
¡Que dos polvos! Luego, asumiendo que era demasiado tarde y los trenes se habían acabado, Paris se quedaría a dormir ahí, con lo que cayó uno más, y cuando más tarde a Yvette se le ocurrió que podría acercarlo a casa en su coche, se dieron cuenta de que la otra posibilidad era quedarse y echar un cuarto, al que no hubo discusión posible.
Con la mirada perdida en el techo, Paris intentaba volver a calibrar su mundo, recién volcado. Realmente, Yvette había logrado tocar algo dentro de él. Nunca había sentido interés por el sexo, ni siquiera cuando empezó a tener citas con la turca. Se enrollaba con ella, pero era cosa del momento, nada que le hiciese planear algo a mayores. Agradeció que ella respetase la venda con la que había ocultado su delatora marca en el pecho, aduciendo una herida en una de sus "salidas" con el grupo de Kurtz.
Sin embargo, tenía que reconocer dos cosas: La primera era que había sido mucho mejor de lo que habría imaginado nunca. La segunda era que quería más.
Unos pasos leves lo distrajeron, girándose hacia la entrada del dormitorio. Supuso que era Yvette, volviendo del baño, pero no: Era Fedor, con un pequeño cilindro rosa sujeto suavemente en su boca, como cuando Etsu traía un palo para jugar. Paris no tardó en reconocer esa forma, que sería familiar a todo hombre capaz de verse a sí mismo desnudo. No era una imitación realista, pero si, en cierto sentido, “ergonómica”. Fedor lo dejó en la cama, a su lado, ante sus ojos perplejos, para luego desaparecer ufano por la puerta. A medio camino entre la curiosidad morbosa y la repulsión instintiva, Paris cogió el juguete, sintiendo el tacto suave y un poco maleable del material. Inspeccionándolo, vio que la base giraba, regulando una agradable vibración hasta intensidades que le hicieron preguntarse si realmente era posible aguantar algo que le hacía temblar todo el brazo.
- ¿Paris? – La voz de ella lo sobresaltó desde la puerta. Intentó defenderse, pero ninguna excusa venía a su cabeza. - ¿Qué haces con…? Entiendo… - Sonrió Yvette, acercándose inexorablemente hacia él.
viernes, 5 de junio de 2009
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8 comentarios:
Bueno, me ha costado pero llegó a tiempo. Estoy especialmente completo con la escena de la provocación de Yvette. Confesad:
¿Cuantos de vosotros (o vosotras) habríais podido resistiros?
Si Paris llega a largarse corriendo por la puerta te aseguro que dejo Azoteas.
Me ha gustado el relato. Hay varias coñas que me han hecho reir un rato(la idea de un Kurtz alado embistiendo con un taburete es incomparable) y me gusta el hecho de que Yvette intente olvidarse de los novatos.
Si Paris llega a largarse corriendo por la puerta juro que creo un personaje basado en mí y le fostio.
Me encanta la representación angelical de los personajes, pero: ¿Frank y una prostituta en el baño? O es otro Frank, o te has equivocado (o he olvidado algo). Otra cosa ha sido que no he podido identificar al anciano, ni a la rubia cuarentona.
La parte de Rolf ha sido un tanto menos notada, pero me ha gustado saber que el éxtasis hace que te entregues al placer. Me sé de uno que empezará a vaciar frasquitos en las bebidas de algunas féminas. También me ha gustado el hecho de que tenga un nuevo duelo, aunque algo más de información sobre el mismo hubiera sido de agradecer.
Lo de dejar el segundo duelo en la oscuridad era intencionado. Tiempo al tiempo. No viste que el oponente ni siquiera tiene nombre?
Frank es Tombside, pero claro, usé un asesinato cualquiera, pero no es que haya matado a nadie: Simplemente, cría fama y échate a dormir.
La coña de la taberna de los ángeles de la guarda fue un poco envidia: Kite hizo la del ratón y dije "yo también quiero ser surrealista".
La mujer de 40 es Alma Farish, de Noiry, y el viejo verde Dawssen Peres, de Kite.
El éxtasis no hace que te entregues al placer, pero hace que esas sensaciones se vuelvan difusas y flipes por todo, en especial el sentido del tacto. (Brian! Que orejas tienes! Son como... como... como orejas de perro!). Ahora suelta eso en una orgía y espera.
PD: Echar éxtasis en bebidas de mujeres para aprovecharse sexualmente es delito y gordo.
Envidia cochina. Has dejado caer unas frases pratchettosas que me han arrancado la carcajada, hay que decirlo.
Me esperaba que Paris dejase a Yvette cociéndose en sus propias hormonas, alegando que "no sabía si realmente quería hacerlo". Más que nada porque no lo veo con ganas de follarse a algo que le recuerde a su finada hermana.
Y, por lo que veo, Vietnam y los rifles artesanales te han calado.
Está bien, sobre todo la jugada con el éxtasis en la orgía, pero me parece que se podría pulir un poco más en general, sobre todo porque la pare de los ángeles de la guarda se me ha hecho corta.
El principio huele a Pratchet que alimenta
Vamos, que soy el único que no ha leído a Pratchet.
Sobre todo porque es Pratchett xD Yo tampoco lo he leido, pero jugué al juego de Ordenata de "Discworld Noir" y la verdad, me quedé con ganas de leer mundodisco, a ver cuando lo pillo.
La parte de los ángeles de la guarda es buenísima, pero no menos que el resto del relato. Que capacidad de seducción, ozú.
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