domingo, 31 de mayo de 2009

174.

¿Cómo te fue con nuestro vagabundo rescatado de la calle favorito?

- Ni me hables. Menuda mierda montó el cabrón. Dos tipos tiroteados, y encima quiso que me sentase encima de un charco de sangre descomunal.

- Eso de descomunal es exagerar, Carl. Era una mancha en el asiento, nada más.

- ¡Y una puta mierda, Frank! – se quitó la máscara de la boca, y la bajó hasta el cuello, allí donde llegaba la melena de color bronce – Me había costado horas conseguir que en esa maldita cervecería me lavaran el vaso con agua y jabón al instante de pedírselo. ¡Una puta cervecería decente en los jodidos suburbios, y donde no te cobran 50 machacantes! Encima tu niño me obligó a ir a esa construcción llena de polvo y mierda. ¡Podía haber muerto!

- Oye, -los ojos verdes de finas pupilas y centelleante brillo le dirigieron una mirada de preocupación - ¿No crees que te has vuelto un poquito… hipocondríaco?

- ¿Quién, yo? – el traficante de drogas y mujeres se negaba a ver la verdad - ¿Debo recordarte que fui yo quien perdió ese bonito trozo de bazo? ¿Ese bonito treinta por ciento de bazo, que me convierte en un ser mortalmente propenso a las infecciones? ¡Los malditos barrios bajos son una gigantesca infección!

- Sigh…

Los dos hombres estaban sentados en una heladería de blancas paredes, en el piso inferior reservado a no fumadores, por petición expresa e insistente de Carl, uno frente a una tarrina con bolas de diferentes sabores, mientras que el otro se mostraba reticente ante su café capuchino (“Ni siquiera parece un café, joder”), charlando amistosamente sobre qué tal les había ido aquella semana. Cosa nada habitual siendo el uno un vendedor de droga y prostitución que apenas conseguía mantenerse con una chica y una reserva de marihuana y el otro un asesino buscado por la ley.

- ¿Por qué demonios le dejaste vivo? Cuando quiera puede delatarnos. Si al menos no me hubieras presentado, todavía podría cerrarle la boca si se pasaba de listo.

- Charles Loc O’toole – Tombside parecía menos alegre, cosa que hacía patente su tono de voz; sus pupilas se habían afilado más que nunca – Cierra la boca y deja de quejarte.

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La chica me llamaba desde farola de la esquina. Estaba apoyada en la metálica superficie con la espalda y el tacón de un zapato de charol rojo, de buena imitación. Llevaba unas medias de rejilla fina ligeramente rotas, lo que le daba un atractivo aún mayor desde la distancia, y subía por sus largas piernas hasta perderse en el interior de una minifalda de cuero negro que podía pasar por un cinturón ancho más que por una prenda, donde se podía ver aparecer un vientre con un sensual ombligo. Subí la mirada, y me topé con un top que tapaba unos pechos grandes, sobre los que caía una rizada melena de mechas rubias sobre fondo castaño claro, supuse que era para darle un tono dorado más resplandeciente. Me acerqué, y me invitó a seguirla. Giramos la esquina, y subió por las escaleras de la portería de un edificio viejo de los Suburbios. De vez en cuando, giraba y me susurraba ven, pero a medida que subíamos su tono celestial se convertía en los chillidos de arpías, sirenas y gorgonas: la voz se convertía en quebradiza, al igual que su cuerpo. Sus grandes pechos estaban caídos y arrugados, sobrepasando el límite de lo humano. Lo que yo había tomado por un pelo dorado en realidad era canoso, y el castaño se tornaba gris a medida que subíamos las escaleras. Como si de una droga que me nublaba la vista y a medida que ascendía disipaba sus efectos, veía cada vez más la cruda realidad de aquella prostituta. Su embriagador olor a vino y frutas ahora era un perfume barato de flores mezclada con hedor de bichos. Ven, me volvió a decir, y pude ver en su rostro surcado de arrugas una dentadura rota de piezas separadas y torcidas. Muchas de ellas se montaban encima de otras, algunas incluso ocupaban el hueco de otras que faltaban, y su aspecto era amarillento y cubierto de fragmentos de pasta marrón. Tenía la uñas cubiertas de costras de esmalte morado, y bajo ellas la carne antes rosada se había cubierto de manchas propias de la vejez. El vientre se había metamorfoseado en una caída curva que sostenían unas flacas piernas cubiertas de pellejo. Seguía siendo igual que antes, y sin embargo era tan diferente… Empujó una puerta y se tumbó en una cama de la desconchada habitación, y volvió a decirme ven. Susurrando, cada vez sonreía más, y cada vez parecía repetirlo más y más rápido. Se subió la minifalda y mostró su coño… Lleno de pelo, rizado y viejo. Apestaba a perfume de flores barato y a bichos. Y sin embargo, me atrajo con sus frágiles brazos, y me introduje en ella. Una vez, dos, tres.

Me pidió que la penetrara, y la penetré. Hinqué mi polla, y cuando lo hice fue como atravesar la carne putrefacta y cubierta de miles de pequeños gusanos blancos de cabeza amarilla de un cadáver. Apestaba a colonia barata y a bichos.

De pronto, mis manos bailaban sobre sus senos caídos y estriados, pero estos ya no estaban allí. En su lugar, la osamenta de la mujer se burlaba de mí, con una amarillenta sonrisa torcida sobre su cráneo blanqueado. Su ropa había desaparecido, y llevaba una larga gabardina roja y, encerrado entre sus dedos gélidos y muertos, un cuchillo táctico. Su boca se movía, articulando palabras mudas que escapaban de su inexistente, y sus óseas falanges me arañaron la piel de la espalda cuando me atravesó el bajo vientre con el arma. Una vez, dos, tres.

Tantas veces me acuchillaba que la cabeza violácea y el venoso cuerpo quedaron reducidos a una gelatinosa masa de pulpa y sangre sobre la vieja colcha de cuadros. Se derramó el esperma cuando mis atravesados testículos cayeron, aún conectados, sobre el líquido borgoña que fluía desde mi recién adquirida cavidad hasta su pelvis teñida de carmín, atravesando los orificios de la cadera hasta manchar las sábanas ya manchadas. Y, sin embargo, seguía horadando, seguía empujando el cuchillo contra mis interiores, deseoso de que me hendiera más y más, hasta el éxtasis. Una vez, dos, tres.

La pelvis de hueso se volvió oscura en contacto con mis fluidos vitales y mi carne desparramada, y de allí brotó un erecto miembro que se unía mediante finas tiras de piel al cuerpo. Era similar al que yo tenía hacía un momento, como si a través de aquella masacre genital hubiera conseguido que la polla fuese una nueva ave fénix. Sin saber cómo, me había obligado a introducirla dentro de la boca y, con un golpe de muñeca, noté cómo mis mandíbulas se separaban ante el colosal pene. Crecía, más y más, y me llenaba la boca de su semilla y sangre. De mi propia sangre, la que habían derramado mis genitales sobre los recién formados suyos y la que manaba de mis destrozadas mandíbulas. Había crecido el músculo y la piel sobre el pálido hueso, e incluso podía ver en varias zonas los órganos. Su negro corazón palpitaba a un ritmo irregular, y las pulsaciones eran enviadas por invisibles conductos hacia las venas de su órgano. Y, cuando por fin me separó, me besó. Sus torcidos dientes amarillos ahora eran de perfecto marfil, pero ese era el único cambio apreciable. Seguía siendo una calavera hueca, unida a un cuerpo vivo. Su beso acabó, y ni tan siquiera se había ensuciado cuando tosí y escupí todo el contenido de mi boca. Un destello brilló en sus cuencas vacías, y de ese destello crecieron dos esferas de un color plateado aclarado, unos ojos sin iris, al tiempo que una lengua que no existía se recreaba lamiendo los jugos que fluían por las comisuras de los labios. Me penetró de nuevo, pero esta vez no con el cuchillo: atravesaba con la polla el hueco donde antes estaba la mía. Me dolía, pero no podía gritar. Me tenía justo debajo de él, no podía moverme. E hice lo único que podía: vomité. Los ácidos estomacales se unieron las viejas manchas de la cama, y todos mis fluidos convergieron en una masa negruzca con ligeras vetas blancas del semen del cadáver viviente. Cada vez más, el blanco ganaba terreno al negro, pues no hacía más que eyacular sin parar. El líquido me llenó y se desbordó, mientras que con un fugaz movimiento recogía el cuchillo y me cortaba los tendones de las manos y los pies, para después cortar mi arrugado cuello. Reía, pero no articulaba sonido o palabra algunos, pues no tenía lengua ni labios, ni tan siquiera cuerda vocales. La vida me iba dejando, tirado sobre una colcha y sin poder moverme, acostado sobre mis propios fluidos, violado por un muerto y cubierto de sus efluvios. Este cogió una tarjeta de su bolsillo, escrita con luz y fuego, y la introdujo entre la cavidad de mis piernas, al tiempo que el largo abrigo granate tapaba mi rostro. No podía ver lo que decía la tarjeta que ardía en mis muslos, pero yo ya sabía que nombre estaba escrito.

Se despertó bañado en sudor, frío y pegajoso, aunque su piel estaba cálida, casi al punto de arder. Quizás tuviese fiebre, porque no estaba más arropado que con una ligera sábana de lino blanco, tumbado sobre el sofá-cama del salón de Ed. La tele estaba encendida, y retransmitía un programa sobre sucesos impactantes, como espectaculares mordiscos de begimo o derrapes a doscientos por hora, iluminando la oscura estancia con mortecinos tonos grises que resaltaban los fantasmas de las cortinas e incluso convertían al ficus en una aberrante caja torácica.

El reloj mostraba las dos manecillas en un reloj de pared en un ángulo recto, señalando la pequeña al simple dos. Edward no había vuelto, había salido con los amigos mientras él se quedaba en casa para descansar. Por mucho que le había ofrecido llevarle para que se distrajera, Gerald sabía que realmente no lo deseaba en lo más mínimo, y había preferido quedarse en casa viendo una película mala en la televisión, atiborrarse de palomitas y dormirse pronto.

Volvió a apoyar la cabeza sobre la almohada, y se durmió de nuevo. No se despertó en toda la noche, ni siquiera cuando Ed volvió a las cuatro de la madrugada.

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- ¿Qué llevas, Carl?

- Full de reinas y jotas

- ¡Ja! Vuelvo a ganar. Póquer de reyes.

- Mierda, Frank, ¿otra vez?

Los dos hombres intentaban pasar el rato sentados frente a una mesa en una sala llena de pantallas de vigilancia, mientras jugaban a las cartas y bebían de unos botellines de cerveza, que poco a poco se iban acumulando vacíos apartados de la acción que suponía la partida. También tenían una caja de pañuelos esterilizados encima de la mesa, que Carl utilizaba para limpiar a conciencia los bordes del orificio en el que luego ponía los labios (“Porque están llenas de enfermedades e infecciones, Frank”).

- ¿No deberíamos vigilar las pantallas, por si acaso? – dijo moviendo la cabeza en dirección a los monitores.

- ¿No deberías dejar de timarme jugando a las cartas? – respondió con tono burlesco el hombre de pelo castaño y mascarilla en torno al cuello.

- Cuando dejes de enviarme taxis, capullo.

Ambos rieron durante un rato. De sobra conocían los dos los problemas del asesino con los taxistas, y la manía que tenían estos de cobrarle más cuando le veían. Carl pegó un sorbo, y se limpió con un nuevo pañuelo. Desde que su puta favorita había le había partido el bazo en dos se había convertido en un obseso de las infecciones, y veía acechar a la muerte en cada rincón sucio, en cada germen que flotaba en el aire, en todos lados. Sólo se quitaba la máscara para beber, comer, y eso siempre que hubiera esterilizado y limpiado a conciencia. Era un grave caso de hipocondría, que lo llevaba a sospechar de todo.

- Dime una cosa, Frank – el tono del chulo era serio, y la tensión que exhalaba de sus labios casi podía verse - ¿Por qué has dejado vivo al tal Yief? ¿Qué tiene para que no haya muerto todavía?

- Fíjate en las cámaras 05, 06 y 07, Carl – dijo al tiempo que se levantaba y manipulaba el cuadro de mandos que había a los pies de las pantallas. Cada una debía tener de diecisiete a veinte pulgadas, en forma de cuadrados perfectos, y formaban un rectángulo de cinco pantallas de ancho por tres de alto – En la 05 está el vídeo de cuando encontramos a nuestro amigo, y fíjate en la 07. Sales muy guapo.

- ¡Cabrón! ¿Cómo pudiste grabarnos en la construcción? – casi había tirado la silla cuando se levantó de golpe, enfadado al verse a sí mismo junto al coche en el que Yief le había llevado.

- Calla, y fíjate en nuestro moribundo amigo. ¿No ves nada raro?

- ¿Qué quieres que vea? Peor era olerle – hizo un gesto de taparse la nariz. Nuevo gesto adquirido tras la agresión.

- En serio… ¿No ves nada raro?

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Gerald se volvió a despertar. Un vaso de cristal se había caído en la cocina, y le había desvelado. Eran las cuatro y media, y el ruido de alguien recogiendo los cristales mientras juraba consiguió despertar al retirado detective. Su mente aún seguía aturullada por el sueño, tanto por el que tenía en esos momentos como por el que había azotado su conciencia hacía horas. No dejaba de ver al esqueleto con su rojo abrigo, ni dejaba de sentir el dolor del filo del arma blanca.

Edward estaba recogiendo con un cepillo los fragmentos de cristal. Llevaba una cazadora negra sobre camiseta del mismo color y pantalones vaqueros, junto con aquellas botas que adoraba. Ni siquiera se fijo en Jerry hasta que le tuvo justo delante.

- Hola – Ed susurraba, en un tono demasiado bajo

- Hola. ¿Cómo te ha ido? – Gerald McColder susurraba en un volumen igualmente bajo.

- Bien, una pena que no quisieras venir. ¿Vuelves a la cama? – recogió el resto de los cristales y los echó a un pequeño cubo de basura.

- Sí, mañana quiero levantarme pronto. Tengo nuevas pistas.

Horas más tarde, Jerry viajaba en un vagón, enfrente de un hombre muy nervioso rodeado de vagabundos. Iba en dirección al sector 3, sobre la Placa, a visitar a la otra persona que había sobrevivido al ataque del asesino. Durante el asalto, un turco había sido herido, pero el asesino le dejó con vida.

La mansión del susodicho no era, para nada, un antro: trescientos metros cuadrados y tres plantas, además de unos jardines enormes llenos de árboles y fuentes de tallas clásicas que mostraban dioses desaparecidos y héroes olvidados de siglos ya pasados. Las criaturas mitológicas peleaban entre sí expulsando chorros de agua, a la sombra de frutales exóticos que nadie en la ciudad había visto antes.

A la puerta, un joven turco esperaba sentado en el porche, fumando tabaco de liar y jugando con el zippo. Jerry le conocía: era el mismo turco que le había intentado dar una paliza en la estación de tren, si no lo hubiera detenido antes su superior. Cuando le vio, dejó de jugar con el zippo y se levantó, y con una floritura empuñó una navaja mariposa.

- ¿Qué coño quieres, cabrón? ¡Déjanos en paz!

- Vengo a verle. ¿Qué haces tú aquí?

- Lo que me dé la gana: es mi padre. ¿No le has causado bastante daño?

- Verás, - se levantó ligeramente el jersey de punto de color rojo claro, y mostró el magullado abdomen – más daño ha hecho él.

Subieron al tercer piso, avanzando entre alfombras de importación y cuadros únicos. Al fondo de un largo pasillo, una puerta doble les esperaba. El joven avanzaba a grandes zancadas, que a McColder le costaba seguir. Abrió las puertas, y le vio tirado en la cama.

Con un parche en el ojo, diversas vendas sangradas en brazos y pies. Aunque ahora tenía el pelo más corto y se había dejado un frondoso bigote, Jerry podía conocer el brillo de su único ojo, por más que hubieran pasado una veintena de años desde su incidente.

Postrado en la cama estaba Jack Kened, que antes de hacía llamar Antonio Chandler.

6 comentarios:

Astaroth dijo...

3... 2

Por si alguien no lo recuerda, Chandler era "Blackened", el tipo que hizo que echaran a McColder de Turk.

Quizás extienda un poco, pero en resumen, así queda.

Ukio sensei dijo...

Solo puedo decir dos cosas.

La primera es que deberías dejar margen en los cambios de escena.

La segunda es que Sigmund Freud se haría un tremendo pajote con esa pesadilla. Jo-puto-der! La verdad es que conseguiste engancharme leyéndola, por un lado asqueado y por otro, curioso.

Se os nota la hostia que vais cogiendo carrerilla en la trama.

Astaroth dijo...

El margen se lo está comiendo el maldito blogger, que ya me tiene harto con sus modificaciones.

Ukio sensei dijo...

Blogger no modifica: Adapta directamente el font que tú usas.

dijo...

Lo mismo digo, la parte del sueño es potencialmente perversa, pero aun así te obliga a no dejar de leer.

Ahora, visto así, el encuentro que tuvo el hijo de chandler con McColder se me hace muy furtuito. Pero el relato esta guay.

PD: Mira, ya se de quien es la placa que lleva mi vagabundo xD

Astaroth dijo...

PD: Mira, ya se de quien es la placa que lleva mi vagabundo xD


Cha-chan-chaaaaaaaaaaaaaaaannnnnnnnn....