viernes, 8 de mayo de 2009

170

El barman oyó los pasos del fumador alejarse junto a su nuevo amigo, y escupiendo un nuevo "¡daosporculo!" volvió a frotar el vaso que limpiaba. Siempre era el mismo vaso, cuyo cristal estaba tan desgastado que había reinventado la idea de transparencia. Los demás, simplemente competían por ver cual exhibía el mejor ecosistema.
Alzó sus ojos, oyendo por encima del ambiente el motor de un coche al detenerse. La puerta se abrió, y reconoció los pasos de otro de sus clientes habituales, esta vez más como proveedor que como camarero.

- Hola. - Dijo el cliente, extendiendo una bolsa de plástico hasta tocar con ella la mano del barman, que parecía presente solo de cuerpo. Posó el vaso, tan limpio que dañaba a la vista, tras la barra. - - Hseh. - El Ciego desapareció bajo esta, entre el tintineo de centenares de cristales, para reaparecer con una botella sin etiquetar, llenando el fondo del vaso limpio y ofreciéndoselo al cliente.
- Muy bueno... Mejor que de costumbre.
- Heeeeehehehehe.
- Que sean cuatro.
- Hseh. - Desapareció de nuevo bajo la barra, mientras Malcolm echó un vistazo al local. Habría unas siete mesas más o menos limpias, y al fondo, en una de las mesas, un pequeño grupo de clientes: Varias damas, de distintas edades y evidentes maneras masculinas. Junto a ellas, un hombre con gabardina hacía filigranas con el humo de sus cigarrillos, mientras se pasaba la mano por el pelo negro. Realmente, el hombre parecía totalmente inexpresivo, pero Malcolm no tuvo tiempo de seguir su inspección. El barman reapareció, con la bolsa ocupada por cuatro botellas de vidrio verde, llenas de un líquido de color claro. - Paga. - Sus dedos se aferraron como un cepo a los billetes que pusieron entre ellos. Movió los dedos estrujando los billetes, y los reconoció, asintiendo con una extraña sonrisa. - ¡Adiós!
- Hasta la próxima.


Malcolm se subió al coche poniéndose cómodo en su tapicería de cuero negro. Ya podía estar cómodo, sin recordar la vieja tapicería, manchada con la sangre de Darren. El Alraune rugía ansioso ponerse a prueba, pero su piloto no tenía las ansias de su hermano gemelo. Arrancó y emprendió el camino hacia una nueva jornada laboral.

Cuando el coche volvió a detenerse, la colosal Tower of Arrogance se alzaba ante él, haciendo honor a su nombre. El coche estaba aparcado a una distancia prudencial, lejos de los borrachos que seguirían bebiendo fuera del local, listos para mear, vomitar, tirar basura o follar parapetados en cualquier cosa que ofreciese una mínima cobertura, de modo que un par de manzanas de distancia eran más que perfectas. Mientras se iba, miró de nuevo la gastada pintura del coche. Como siempre, Han había atendido antes al rendimiento que a la imagen, dejando el color rojo mate desgastado, y un par de abolladuras menores. "Morado le quedaría bien", pensó, mientras avanzaba hasta el inmenso local, visible por encima de los pequeños edificios que lo rodeaban, antes de la explanada que había ante el edificio.
Entró por la puerta trasera, saludando al portero, y se encaminó hasta la barra principal, en la planta baja.

- ¿Aún estás así? - Gritó una voz a sus espaldas. Antes de que pudiese reaccionar, Isabella ya tiraba del cuello de su chaqueta de piel de serpiente, dejándolo tieso.
- No tardo nada... - Intentó justificarse, mientras la férrea mano de su jefa lo giraba para encararlo. Vestía un par de botas altas, por encima de la rodilla, y un body de cuero negro, con escote, sujeto por un cordón de seda en su cuello. Llevaba también una especie de camiseta, de seda entretejida como si fuese una telaraña, que acababa justo antes de su escote, y cubría sus brazos, con color rojo sangre. Un par de brazales llenos de tachuelas acababan su traje, dándole el aspecto de una princesa bárbara. - Noche temática, ¿no?
- Power metal. - Respondió ella. - Y a ti te toca ser el esclavo servil.
- ¡Compro mi libertad! - Exclamó Malcolm con teatral solemnidad, sacando una de las botellas y ofreciéndosela. Los ojos de Isabella reflejaron un destello de ansia, pero la mano del camarero fue más rápida.
- ¿Qué respondéis, mi señora?
- Debería castigar tu maldad... Pero lo dejaré correr. - Izzy le dio un par de palmadas amistosas en la mejilla. - Por cierto... Al final he contratado al segurata que me dijiste.
- ¿El rubio?
- Lo pondré por tu zona. Lo que hagas fuera de aquí no me importa, salvo el marujeo habitual, pero aquí venís a trabajar los dos. ¿Vale?
- Cotilla... - Bufó con sarcasmo Malcolm, mientras escondía la bolsa en los compartimentos que había bajo la barra.
- Curiosa. Por ejemplo... ¿Cómo sabes que no le va el pescado?
- Ancho de hombros, estrecho de cintura... - Sonrió recordando el tópico. - Por como te mira, parece otra cosa, pero no tiene pinta de que no quiera probar algo nuevo.
- Pues que no me mire demasiado... Henton nunca ha sido celoso, pero tiene la mecha muy corta desde que Darren murió. - Suspiró, viendo como el grupo que iba a tocar esa noche ultimaba preparativos, recordando a su amigo: Darren era el hombre que había animado a Henton a lanzarse, caminar a través de una banda de moteros y ofrecerle una cerveza. Desde luego, pocos hombres habrían tenido el valor, y menos aún habrían encarado las amenazas de los moteros. Henton, cubierto de moretones y sangrando por la nariz y el labio partidos se había acercado a ella, mientras Darren seguía dando caña a dos de sus chicos, se había sentado en una de las sillas que habían quedado vacías, la había mirado a los ojos, tan sonrojado que parecía la luz de un semáforo, temblando de miedo, y dijo "¿Quieres esa cerveza o no?". Lo más surrealista era oír como Darren le pegaba a los demás, gritando "¡Di que si, mujer! ¡No seas aburrida!". Ella prefería recordar esas cosas. - Tu hermano toca en una semana. ¿Quieres que le haga una noche temática? - Cambió de tema, obligándose a centrarse.
- Rock o Heavy sería perfecto.
- Vale. Vístete, que abrimos en minutos.
- ¡Si, mi ama!
- ¿No eras libre? - Rió extrañada.
- La costumbre... - Se encogió de hombros, mientras caminaba hacia los vestuarios.




- Venga... - Dijo una voz de sonido enlatado, con una gran cacofonía de fondo, que no era sino música a volumen infernal, desde el otro lado de una puerta mal insonorizada. - Sé que estás ahí. Responde, ¿vale?

Yvette dio un último golpe al saco. Apenas veinticuatro horas después de su agresión, un pesado saco de arena colgaba del salón de su duplex de lujo, y sus guantes de artes marciales mixtas ya mostraban signos evidentes de desgaste. Muchas veces, entre una descarga de golpes y otra, la rabia la superaba, y las lágrimas desbordaban sus ojos. A veces incluso obligándola a detenerse y coger aire. La rabia era atroz, y no podía evitar odiarlos: Van Zackal era con toda probabilidad el que había drogado su bebida, ya que esa era una de sus jugadas más típicas. El único rastro de decencia de ese hijo de puta era no recurrir a algunas drogas que podían llegar a causar esterilidad en las mujeres que la tomaban, pero eso no le ahorró ninguna visita al ginecólogo. Ese hijo de puta era perfectamente capaz de hacer una excepción con ella. Montes dice y demuestra siempre que puede ser un experto en varias artes marciales, pero Yvette no estaba segura de que lo hubiese tenido tan fácil estando ella sobria. Y Soto... Soto era una hija de puta. Había elegido estar ahí, había elegido reírse mientras ella estaba puteada, y probablemente fuese ella la que cogió sus cosas del guardarropa y las hizo desaparecer.
Se los cargaría a todos. No importaba cuando, como ni donde. Harlan había tardado en aceptar que era una pelea suya, y ni siquiera sabía contra quién. Aún había tardado dos días en dejar de estar atontada por la droga, pero lo peor de todo era la sensación... Se veía sucia... Mancillada... Derrotada. No habían llegado a abusar sexualmente, pero la humillación de imaginarse a sí misma, torpe, tambaleante y llorosa, cruzando el Doors of Heaven hasta la salida... No lo recordaba, y eso parecía ser una bendición, pero solo suponer como habría sido era ya demasiado desgarrador. Lo único que había sido grabado en su mente, entre la vergüenza, el dolor y la ira, era la cara de desolación de Malcolm al verla.

- ¡Zorra! ¡Coge el teléfono de una puta vez! ¿No ves como me tienes? - Exigió de nuevo el aparato, reclamando su atención. Malcolm. Solo de ver su nombre en la pantalla identificadora del aparato, las lágrimas volvieron a aflorar, pero no podía hacerle eso a su amigo, y pulsó el botón del manos libres.
- Hola, amanerado. - Dijo, esforzándose por que su voz no sonase quebrada. - ¿Como te va?
- ¿Qué cojones haces ahí, Yvette? Hoy es día de metal.
- Tengo metal en casa. - Dijo mientras pulsaba el mando del equipo de música unos segundos, antes de volverlo a apagar. - ¿Ves?
- No tienes vida en casa. Yvette... Cariño... Aunque desconfíe de él, hoy era un día propicio para que te lucieses con tu rubio.
- Y para que me vean cuatro cabrones que hayan estado en el Doors. - Su voz la traicionó. En ese momento, Malcolm, sentado encima de un barril de cerveza, en el almacén, se llevó la mano libre a las sienes. Esta iba a ser una conversación un poco larga de más, y más le valía ponerse cómodo y desear que Isabella no apareciese por su zona en ese tiempo.
- Yvi... Esto no es propio de ti. Eres una diosa, debes lucir... Brillar.
- Las deidades surgimos y caemos, Mal, querido. - Suspiró ella, enjuagando sus lágrimas. - Y yo no puedo arriesgarme a dejarme ver. Aunque en el Doors fuese con un perfil bajo, y no hubiese llamado la atención más de lo que lo haría cualquier otra rubia despampanante cualquiera, solo el riesgo, solo la idea de ser reconocida como esa mujer que se iba abriendo paso entre las miradas de la gente, tapándose con un vestido desgarrado, llorando y con la cara machacada a golpes... Toda su fama se iría por el desagüe.
- ¿Y qué vas a hacer? ¿Vas a seguir a hostias?
- ¡Pues claro que voy a seguir a hostias! - Gritó, perdiendo los nervios, pero inmediatamente se contuvo, acordándose de quien era esa persona al otro lado del aparato. - Mal, lo siento... No tengo otra opción. No puedo decepcionarlos, ni a Har, ni a Kurtz, ni a Sveta.
- Contra todos a la vez no creo que puedas.
- Tengo que pensar... Es gente que se pone hasta arriba de todo, y baja la guardia. Yo cometí ese error: Ellos mataron a Darren, y nosotros entregamos a Dravo a Henton. Nosotros empezamos la guerra.
- ¿Realmente es una guerra? - Preguntó el camarero, e Yvette vio el miedo en esa pregunta: Eran turcos. Gente capaz de auténticas brutalidades sin ningún tipo de remordimiento. A la mente de Malcolm venían incontables posibilidades: Pistolas, cuchillos, veneno. Esa era la duda: ¿Realmente eran capaces de matarse?
- Hay un hombre en el hospital que no volverá a mover nada desde los omóplatos hacia abajo. No podemos pensar que ellos están dispuestos a conformarse con menos. De hecho, no eliminarme ha sido un error.
- ¿Como puedes pensar así?
- Fríamente, Mal. Si yo aparezco muerta, o me atropellan yendo borracha, caigo y se les puede acusar de nada. Su posición sería inatacable. Si yo canto, mis amigos entran en pie de guerra, y posiblemente, en los tres próximos días, alguno de ellos aparezca en muy mal estado, pero yo habré quedado a todas luces como el eslabón más débil de la cadena.
- Yvette... - La mente de Malcolm buscaba las palabras, pero no acababan de aparecer. Finalmente, decidió decir las cosas claramente. - Tres veteranos: El ex policía de suburbios, la tipa dura y el ex militar. Eres el eslabón más débil.
- También están Mashi y Larry Divoir. No puedo ser yo la primera que caiga.
- Siempre tan competitiva... - Suspiró Malcolm. Él también había llorado largo y tendido junto a su amiga, la fatídica noche, y ahora no podía evitar tener que contenerse, pero Yvette siempre había sido así: Impulsiva, agresiva y temeraria. Era su encanto.
- Las diosas no somos competitivas, Mal... Somos vengativas. ¡Ira divina!
- ¡Ira divina! - Exclamó con ella el camarero.
- Mal, voy a seguir desgastando el saco. Mañana Kurtz libra, y me jode que no pueda entrenarme con él.
- Y a mí la ira divina me puede pillar fuera de mi puesto, y entonces si que la habré cagado.
- Venga...
- ¡Eh! - Interrumpió por última vez el camarero.
- Dime, Mal.
- Eres mucho más fuerte que todo esto, ¿verdad? Eres la diosa.
- ¡Soy la diosa! - Exclamó. - Y ahora, voy a cagar truenos, y a hacer temblar el mundo un poco, ¿vale?
- ¡Son las tres de la mañana, piensa en los vecinos!
- ¡Chao, pelma!


Al día siguiente, Yvette se encontraba junto a Harlan, en la entrada de un viejo motel de los suburbios. Los vecinos estaban escandalizados: Ruido, llamas, explosiones... Y el dueño juraba que esa noche el motel debería haber estado vacío. De algún modo u otro, sus no-clientes habían liado una orgía de destrucción que había trastornado toda la calle del Progreso.

- ¿Calle del Progreso? ¡Este es el único progreso de mierda que hay aquí! - Escupió Yvette, mientras Harlan se adelantaba. - ¿Que haces?
- Cosas... - Respondió, confiando en que su compañera haría el resto.

Yvette se volvió hacia los PM, dando órdenes de acordonar la zona y dejar solo a su compañero. Harlan se había despertado estremecido en medio de la noche, sin recordar ninguna pesadilla. Era una escena que Grace había visto muchas veces, y ninguna de ellas había significado nada bueno. El turco respondía a las alteraciones del orden público, pero Midgar tenía otro orden, mucho más oscuro, profundo y antiguo, y ahí era donde Hana-Garu intervenía, mediando como shamán entre fuerzas con las que solo él y unos pocos, dotados de ciertas habilidades, podía tratar.
La magia siempre aparentó un simple control del hombre sobre los elementos, visibles e invisibles, y que la materia extendió a todos los usuarios que pudiesen pagársela. Concentración, un objetivo, y la magia salía, sin más, doblegándose a las órdenes de un propietario, pero pocos eran conscientes del precio que pagaban por su uso, tomado de su propia energía espiritual.
El alma humana, tras su muerte, vuelve al planeta, uniéndose a una fuerza que recorre sus entrañas como si de su sangre se tratase, y esa no es otra que la llamada Corriente Vital. De ella sale la energía Mako, que los reactores manipulan y convierten en energía de consumo. Tal aberración debería mover a Harlan, un shamán y servidor del planeta, a las armas. Sin embargo, la energía Mako salvaba a millones de personas. Es barata, y gracias a ella muchas familias de los suburbios tienen trabajo y luz eléctrica, y si esto hiere al planeta, a Harlan no le queda otra que hacer lo posible por sanar esa herida. Es un shamán, y no solo se debe a los espíritus con los que se comunica, ni a los Loa a los que sirve, sino también al pueblo que acoge bajo su protección. Midgar es una megalópolis demasiado grande para un solo guardián, pero siempre será mejor que nada.

A veces, no conviene forzar la materia para extraer magia de ella, sino que lo mejor es ser más respetuoso, y aplicar el método tradicional, mucho menos violento. Harlan se acercó a los restos de la puerta del motel, oliendo el ambiente. En sus fosas nasales se acumuló el olor a tierra y a ceniza. Un rastro sulfuroso delataba pólvora quemada, envuelto en la dulzón y desagradable esencia de la grasa humana quemada.

- Niña. - Llamó el shamán. - Acércate. - Ella reafirmó sus órdenes de que ningún PM abandonase su puesto acercándose a la escena, antes de aparecer a la derecha de su compañero. - ¿A que huele?
- No se... Mierda, cañerías, polvo, calles, humanidad, gente sucia, cenizas, madera quemada...
- ¿Pólvora? - Yvette se sorprendió al oír eso. Cerró los ojos e intentó concentrarse en lo que percibía, pero no encontró el aroma a pólvora en ningún lado.
- No. Nada de pólvora. ¿Tú si? Yo no soy capaz de distinguirla.
- No es algo que tú puedas oler, pero para mí aparece tan evidente como si fuese el día o la noche.
- Entiendo... - Dijo aceptando que la situación se iba de sus posibilidades. - Estaré aquí para lo que necesites.

Harlan se agachó, tomando un puñado de tierra del suelo, mezclada con cenizas del Motel. Escupió sobre él y lo mezcló todo en sus manos, metiéndolo luego en una bolsa de tela antes de coser el cierre con hilo negro y una aguja de hueso. Finalmente sacó de uno de sus bolsillos una pluma de cuervo, negra como la pez y la metió en la bolsa. La pluma atravesó la tela como si esta no existiese, saliendo por el otro extremo, pero cuando el shamán retiró la mano, la bolsa permanecía intacta: La pluma había atravesado el fetiche sin romperlo. Finalmente, murmurando algunas palabras, Harlan abrió su camisa, mostrando el chaleco de Kevlar que llevaba por debajo y sacó un cordón de cáñamo negro, al que ató el fetiche con el hilo sobrante para meterlo de nuevo bajo el chaleco, en contacto con su piel.
Entonces entró en los restos quemados del edificio.


Cuando lo abandonó, conocía una cosa más: Un nombre. Uno que ya había oído antes.






- Has mejorado, pero realmente me esperaba algo más de alguien que entrena con Kurtz. - Svetlana hablaba sin maldad, comentando un hecho objetivo, mientras tendía su mano hacia la novata para ayudarla a levantarse de nuevo.
- Hay mucha diferencia entre tú y él. - Argumentó a la defensiva. - Él es mejor, pero no estoy acostumbrada a como luchas tú.
- Vaaaaaaya... ¿Así que es eso? - Sonrió la veterana, poniéndose de nuevo en guardia. - Bueno, supongo que a fuerza de repetir acabarás por aprender, ¿no? - Yvette sonrió con malicia ante la puya.
- Vieja, puede que hayas aprendido trucos en los SWAT y en esos años que has llevado traje, pero eres el aperitivo, y Kurtz el plato fuerte.
- ¿Aperitivo? - Preguntó Sveta, mientras se abalanzaba sobre la rubia. - ¿Y tú te crees capaz de comerme?
- ¡Te tumbaré antes de que acabe el día! - Exclamó Yvette, amagando puñetazos a la vez que lanzaba su pie contra la cara interna de una de las rodillas de Svetlana.
- Scar te ha enseñado a ser arrogante, ¿eh? - Con un empujón, Svetlana desvió la patada que de Yvette y recuperó la iniciativa en la pelea, encadenando una serie de golpes que se repartieron por el torso de su oponente. - ¡Te crees capaz de retarme y todo!
- Si estuviese aquí, - dijo Yvette con la voz entrecortada, por los golpes que estaba encajando, tensando los músculos, como Kurtz le enseñó - lo habría retado a él. Pero claro... Tenía una cita inapelable.



- ¡Si, le dije que con el perro no podía entrar, pero entonces me golpeó por sorpresa, me caí redondo y me dio patadas como un loco! - Gimió el guardia de seguridad, incapaz de abrir su ojo izquierdo. Al poco sus quejas se volvieron un grito cuando el médico enderezó su nariz rota.

- ¡Es él! - Susurró a su acompañante con una sonrisa. Bajo sus inmensas gafas de aviador, sus ojos relucieron ansiosos. Intentaba no apurar el paso, y se veía incómoda con los zapatos nuevos, pero era imposible no sufrir los nervios. Una parte de su ser, una parte muy honda e intima seguía recordando el terror y la rabia, pero junto a ella, igual de fuerte y profunda, la esperanza y la pasión ardían con furia.
A su lado, su joven acompañante también temblaba visiblemente, pero sus motivos eran mucho más oscuros. El miedo era visible como un aura oscura a su alrededor, encogiéndolo, y a todas luces se le veía incapaz de ocultarlo. Caminaba encogido, y miraba hacia todos los lados, como un animal que había olido un depredador pero no era capaz de situarlo. Ella tomó su mano y la apretó unos segundos, mirándolo a los ojos, ralentizando su paso y también el de él. Le agradeció el gesto con una sonrisa, mientras se abrían paso en medio de la multitud. Luego ella lo soltó y tras una breve caricia en el brazo, volvió a encabezar la marcha, a paso tranquilo.

Realmente odiaba ese sitio, y eso que apenas llevaba una hora abierto al público. Shin-Ra, en un generoso alarde de "panem et circenses" había abierto un macrocentro comercial en las inmediaciones del sector cinco, sobre la placa, con precios absequibles y descuentos especiales por apertura, con ocho plantas dedicadas al comercio de moda, elementos del hogar, entretenimiento y comestibles, junto a un edificio al lado de cinco plantas, dedicadas al aparcamiento para los clientes. Un panteón del consumismo en el que miles de ciudadanos se agolpaban por ofertas increíbles y artículos únicos que uno no podía dejar escapar.
En la octava planta, dedicada al relax, con varias cafeterías y restaurantes de comida rápida, junto a un inmenso restaurante mucho más exclusivo. Kurtz estaba sentado al sol, disfrutando del aire acondicionado y de una cerveza que apenas había tocado, porque al hacerlo delataba algo muy poco común en él: Le temblaban las manos.
Intentaba calmar sus nervios acariciando a su acompañante canino, sentado cómodamente a su lado, mientras compartía un pedazo del aperitivo que habían servido a Kurtz: Una especie de empanadillas rellenas de fiambre.

- ¡Vendrá! - Se dijo con seguridad, como si fuese un conjuro. El perro lo miraba, consolandolo en su espera, pero la verdad era que ni siquiera habían estado cinco minutos esperando. Ella había dicho que vendría, aunque estaba dispuesto a comprenderla si decidía no venir por algún motivo: Miedo, olvido o algún inconveniente de última hora. Lo que fuese. Una parte de él, incluso, le gritaba que se levantase y saliese de ahí lo antes posible, abriéndose paso a tiros si fuese necesario, pero el nombre de esos sentimientos era fácil de adivinar: Miedo, inseguridad... - ¡Vendrá!

Un pequeño ladrido le hizo saltar de su asiento, y casi, por reflejo, llevar las manos hacia la pistola y la navaja. Miró medio paranóico a su alrededor, esperando encontrar una explosión, terroristas corelianos, tropas del escuadrón de la luna de wutai o al propio Bahamut, cuando recordó a que se podía referir el chucho.
Se giró y ahí estaba. Se estaba quitando las gafas de sol, y colgándolas de uno de los bolsillos de su cazadora vaquera, estaba caminando hacia él, y el viento movía sus cabellos negros y lacios. Sus pies avanzaban, uno delante de otro, graciosamente y con un punto de torpeza, por la multitud de personas que caminaban a su alrededor, a las que esquivaba desde sus zapatos de tacón. Entonces ella se giró hacia alguien que venía con ella. Un hombre. Un tipejo larguirucho y escuálido, vestido con un traje azul marino, con raya diplomática. Ese tío llevaba gafas de montura de diseño, y el pelo arreglado. Demasiado arreglado. Solo un chupapollas de discoteca se peina así. Y joder, como caminaba, como le hubiesen enseñado a andar poniéndole pasarelas de moda, al vanidoso hijo de puta, cabron de mierda, chulo-putas. Y aún tenía los cojones de venir y presentarse ante él así, con esa facha de comemierda amanerado, follaperros mentiroso cabronazo, me cago en su puto dios, que a la mínima que diga lo abro en canal y lo tiro por la puta ventana, por hijo de puta. ¡Joder! ¡Pero como coño se puede ser así de imbécil, arrogante de mierda! ¡Hostia, pero que ganas de matarlo ya mismo! ¿Que coño hace un mierdas así con... ella? Ella...

Su sonrisa era tan grande como el horizonte...

Tan luminosa como el amanecer, en una playa virgen...

El mundo desapareció bajo sus pies, y su estómago se sintió vacío, como flotando. Flotaba, llevado por la brisa, mientras la miraba. Sus manos, delgadas y hermosas, aunque con algunos callos. Sus pequeños hombros, y su figura menuda, delgada, con curvas y unas tetas tetas y una cadera que formaban una silueta de mito erótico, con unas piernas que avanzaban con pasitos cortos y lentos, deliberadamente lentos, como si ella también luchase por contener las mismas ansias. Sus pies eran una bendición para el suelo que pisaban, y su aliento un canto de ángeles lanzado al aire. Y su vientre... Su vientre evidenciaba ya la curvatura de una vida tomando forma.
Se sintió paralizado, hasta que Etsu le dio un par de golpecitos con una pata, animándolo a ir junto a ella.

- Jonás... - Dijo ella, sonriendo, en cuanto estuvo a un metro de él.
- Hola... - Respondió el turco, con la mente en blanco y los ojos abiertos como platos. - Eeeh... - Parado como un idiota, ella se acercó a él y lo rodeó con sus brazos, en un abrazo suave y reservado, con cuidado de no presionar el vientre, dándole un beso en los labios, que no lo vinieron ver, crispándose del susto, para, no sin unos segundos de incertidumbre, rendirse a su calidez, mientras él la tomaba suavemente de la nuca y de la cadera, justo encima de su culo. El mundo era perfecto.
Cuando ella se separó, Jonás de repente se sintió azorado, como si acabase de despertarse de un sueño extraño. Se sonrojó levemente, y eso hizo que Aang se sonrojase también. Ante sus ojos, ella veía al adolescente que había estado disfrazado de soldado durante años, y que llegaba cada noche a su cama ilusionado como si fuese de nuevo una primera vez.
- Nos sentamos,...
- ¿Hai? - Habló Kurtz a la vez que ella. Era como si nunca se hubiese ido, como si ella hubiese estado siempre con él, en algún rincón de su mente. Se rieron, sorprendidos, y el turco se apresuró a ofrecerle una silla a Aang.
- Jonás... Esto no es propio de tí, no es necesario.
- Déjame, ¿vale? - Se defendió. Ella, consciente de su estado, cedió y se dejó cuidar, ya que solo entonces él tomaría asiento. Y así lo hizo. Érissen simbólicamente, tomó una silla libre de otra mesa, situandose más próximo a Aang que a Kurtz. Era eviente que lo hacía por el temor que inspiraba el turco, pero el gesto no fue bien recibido. - Este es Érissen Colbert. - Le dijo, y luego se giró hacia el tipejo. - Y este es Jonás, mi novio.
- Hola... - Dijo mientras tendía la mano, apretando muy suavemente la de Kurtz, como si fuese anémico.
- Hola. - Respondió con seguridad y una cierta hostilidad encubierta el turco.
- Érissen es mi amigo, y compartimos piso. - Dijo Aang, con una tranquilidad que horrorizó al aludido. ¡Estaba diciéndole así por las buenas a ese maníaco que compartían piso! En el fondo de sus ojos marrones pudo sentir un odio, una ira... Aang le había dicho que su novio tenía por costumbre ir siempre armado, y en cada segundo que sus ojos se separaban de Aang para mirarlo, podía sentir que estaba imaginando como matarlo allí mismo. ¡Hasta el perro lo miraba de forma hostil! Apostaría a que su mente se debatía entre dispararle, apuñalarlo o matarlo a golpes.
- Vale. - Dijo Kurtz, intentando mostrar que no tenía ningún problema con ello, pero temiéndose que ella hubiese encontrado a otro. ¡Pero no tenía sentido! ¡Lo había besado! Otra parte de su cerebro, mientras tanto, seguía con el recuento: "Número cuarenta y uno: Con el cenicero a la tráquea". "Número cuarenta y dos: Servilletero a la sien". "Número cuarenta y tres. La botella, romper y rajar". "Número cuarenta y cuatro: La botella, apuñalar con la boquilla directa al ojo"...
- Kurtz... - Le regañó.
- ¡¿Qué?! - Alzó la voz. - Lo siento...
- Puedo ver lo que estás pensando. - El turco apartó la mirada, levemente avergonzado, y Érissen pudo ver como el perro imitaba su gesto. - En serio, ¿hai?
- En serio. - Prometió mientras respiraba profundamente, tranquilizándose. - Joder, es que... - "te he echado tanto de menos". La frase acabó en la mente de Aang, como si Jonás la hubiese pronunciado, aunque no se sinceró por la presencia del extraño.
- Ya... La cuestión es que Érissen y yo nos dedicamos a cubrirnos las espaldas el uno al otro. - Aang pudo ver como su novio se esforzaba, pero no acababa de hacerse a la idea, así que finalmente se rindió y se giró hacia su amigo. -Érissen, vete a la barra, pide algo y di que me traigan un zumo, ¿hai? - El extraño agradeció el respiro, con un asentimiento de cabeza, mientras se levantaba torpemente. Cuando se hubo ido, Kurtz suspiró, más cómodo.
- A ver, cuéntame la historia del soldadito.
- Ha perdido a su novia por que tenía que matarme y no lo hizo. - Eso ya fue el fin. Aang pudo ver como el rostro de Kurtz se ensombrecía tal y como acostumbraba, siempre que el estallido violento iba a ser inmediato. Ella misma se sintió aterrorizada la primera vez que lo vio, muchos años atrás, cuando un cliente maleducado la abofeteó en plena calle. Lo que había pasado después aún era desagradable de recordar. El Jonás de siempre, como un berserker frenético, dispuesto a matarse por ella al menor gesto. - ¿Te lo sigo contando o espero a que destroces el bar para tranquilizarte?
- Lo siento. - Dijo con la voz temblando de ira. - Pero...
- Ya. - Ella posó su mano sobre la de él, apaciguándolo como si su tacto fuese un canto de sirena. - Pero quiero que lo entiendas, ¿hai? Érissen no tiene nada personal contra mí, ni contra tí. Alguien, una especie de "organización" extraña, había secuestrado a su novia, y le ordenaba cometer un asesinato cada mes o si no la matarían. Un mes me tocó a mí, y antes de que pudiese hacer nada, un coche lo atropelló. Se despertó semanas después en una cama de hospital, ya recuperado, pero en cuanto vio la fecha supo que su novia, Sarah, ya estaría muerta, de modo que su vida perdió todo el sentido. - Los sacrificios por la mujer amada llegaron a Kurtz, que estaba en ese mismo momento en la misma situación, dispuesto a prender fuego al mundo por ella.
- Lo siento por él. - Dijo dando un trago a su cerveza, de forma evasiva.
- Ya... El problema es por qué quería matarme. - Dijo ella. - ¿Se te ocurre algo?
- No. - Asintió él, reconociendo la retórica de la pregunta. - Salvo que sea un ex cliente que no quiere esqueletos en el armario, pero si fuese así, no chantajearía a un pringao para que le hiciese el trabajo sucio. - Ella encontró al hombre inteligente y calculador que había tras la fachada violenta e irracional, y sonrió al verlo. - Es por mí, ¿verdad?
- Hai. Lo más seguro. - Dijo mientras agradecía con un gesto de la mano al camarero que trajese el zumo y más aperitivos, mirando con cierta molestia a Etsu. Aang supuso que Kurtz le había explicado por que él si podía traer un perro. - Y hay más: La organización no se ha olvidado de él.
- ¿Qué pasó? - Se sobresaltó el turco.
- Normalmente le dejaban un arma preparada en algún lugar público. Una taquilla de la estación o algo así. Esta vez se encontró una pistola con una bala y una nota que decía algo como "Hazlo fácil". - Kurtz no pudo reprimir una sonrisa. - Y aparecieron por casa.
- ¿Y que hicisteis?
- Sigo siendo el Tigre Dorado. - Sonrió Aang. - El problema era deshacerse de los dos cuerpos de los gorilas. Los quemamos en un contenedor.
- Es lo que tienen los suburbios: Pocas preguntas, y ahora además hay cosas más importantes que investigar. - Se encogió de hombros el turco. - ¿Necesitas algo más de artillería? - No se atrevió a ofrecerle ayuda. Sabía que Aang era una mujer orgullosa y valiente.
- Si me consigues un KRV, te lo agradeceré infinito, pero mejor iba a ser algo un poco más discreto.
- Quizás un Coldsting, o algo así... - De repente se sintió estúpido, viendo como en medio de un reencuentro esperado durante meses, solo hablaban de armas y munición. - Y... ¿Que tal... ?
- Ya da patadas. Tenía la esperanza de que diese alguna ahora, pero está bastante tranquilo.
- ¿Sabes ya que és?
- No, ni idea. Que me lo digan un día que vayamos los dos, ¿hai?
- Hai... - Musitó Jonás, abrumado por la sensación. Joder, su puto hijo, o su hija, o lo que coño fuese estaba ahí dentro, y él no era capaz de hacer nada que no fuese callarse y mirar como un idiota.
- ¿Que tal Paris?
- ¡Hostia, no te dije! ¡Tiene novia! - Aang casi escupe el zumo cuando la sorprendió una carcajada.
- ¡¿Qué?! - Preguntó entre toses y atragantamientos. - ¡¿Quién?!
- ¿Recuerdas el aniversario de la muerte de Krauser, Yvette?
- ¿La novata guapa? Me alegro por él.
- Ya, bueno, pero es que tiene dos problemas gordos. El primero es que no tiene puta idea de como arreglarse, que hacer o que decirle.
- ¿Pero ella le gusta?
- Supongo que sí... Y él también lo supone.
- Estúpidos gaijin... - Puso los ojos en blanco, de una forma que a Kurtz le evocó miles de recuerdos. - Será un si. ¿Y el segundo problema?
- Que me está pidiendo consejo a mí. - Aang rompió a reír. Esa risa era como una canción en los oídos de Kurtz. Era como un rayo de sol desvaneciendo los nubarrones de todas esas noches solo, con una botella y la pistola a mano.
- Deberíamos atender al invitado. - Dijo Aang, cuando se hubo calmado. Seguía sonriendo, pero había temas urgentes. Kurtz asintió, más tranquilo. Ya no había ese odio homicida, pero era innegable que el chaval era un tanto pijo.
- ¿Cómo te da por apadrinar a ese payaso?
- ¿Cómo te da a tí por apadrinar a Paris? - Respondió ella, acusatoria.
- ¡No es lo mismo! - Se apresuró a responder Kurtz, mientras buscaba un motivo para que "no fuese lo mismo". - Él pretendía asesinarte.
- Conociste a Paris luchando a muerte.
- Era profesional, no personal.
- Lo suyo igual. Lo hacía para evitar que matasen a su novia.
- ¿Pero donde mierda lo encontraste? - Preguntó exasperado, esforzándose por no alzar la voz.
- Tirado en el suelo, llorando desesperado. - Dijo ella, apoyando las manos en la mesa e inclinándose sobre ella para encararlo. - La única diferencia con otro cierto descarriado es que el otro tenía un trabajo bien pagado y dinero a expuertas. ¿Hai?
- Pero sois solo amigos, ¿no? - Aang lo miró, disfrutando un poco de la incertidumbre que causaba manteniendo la cara de poker. - ¿no? - Insistió preocupado.
- Sigues siendo mi descarriado favorito. - Dijo ella tomando su mano y besándola. Él sonrió, un poco más tranquilo, pero aún persistía esa incomodidad.
- Su novia probablemente estará ya muerta. Este tipo de cosas solo tienen dos salidas: O la diña o desaparece de la faz del planeta.
- No lo sé, pero sigue siendo un cabo suelto que quieren resolver antes de ir a por tí. Ten mucho cuidado, ¿hai? - Aang lo miraba de forma suplicante, haciendo que Kurtz apenas fuese capaz de escuchar lo que estaban diciéndole. Simplemente pensaba en lo bien que estaba con ella y todo lo que estaba dispuesto a hacer con tal de mantener eso. Aang levantó la mano un segundo, para llamar la atención de Érissen, pero Kurtz la retuvo un último instante.
- ¿Por qué lo haces?
- ¿Qué? - Preguntó ella, sorprendida por la pregunta. En la mirada de Jonás no vio celos esta vez, sino confusión.
- Simplemente, quiero entender tus motivos. - No hacía fuerza sobre su mano, ni intentaba intimidarla, pero transmitía firmeza, y no iba a renunciar a obtener una respuesta. Aang tragó saliva y rezó porque lo entendiese.
- Necesito salvarlo. - Susurró cabizbaja. - He perdido a mi país, he perdido a mi pueblo y muchos de mis amigos y vecinos. He fracasado en todo eso, y por eso quiero salvarlo, aunque sea tan solo una persona. - Cuando levantó la vista, vio a su novio echado hacia atrás en la silla, asimilando la respuesta. No fue necesario que él dijese nada para que Aang supiese que lo comprendía y lo aceptaba, aunque no estuviese del todo cómodo con ello. El miedo a perderla lo atenazaba como una maldición. Finalmente levantó la vista.
- Me salvaste a mí... - Dijo el turco con voz queda.
- No cuenta. - Sonrió. - Me sacaste de las calles, me protegiste y me diste un hogar. Tú me salvaste a mí, y eso aumenta mi deuda. - Deslizó su mano ascendiendo desde la mejilla izquierda del turco, sintiendo sus cicatrices. - Cuando la pague, me dedicaré a salvarte a tí y solo a tí, ¿vale? - Jonás sonrió, sin estar del todo convencido. - Te prometo que antes de que seas padre, habré vuelto contigo.

Kurtz sostuvo su mirada unos segundos, hasta que finalmente sonrió y asintió, aceptando la apuesta. Luego alzó su mano y llamó él al joven invitado de Aang.



Érissen se acercó, no sin mostrar un cierto recelo al hacerlo. No dejaba de mirar a Kurtz, aunque tuvo cuidado de no sentarse demasiado hacia el lado de Aang por miedo a que lo malinterpretasen. Etsu ocupó su lugar al lado de Aang. Mientras, por el pasillo empezaba a oírse algún revuelo.

- Así que tú eres el nuevo protector de mi novia. - Dijo Kurtz, con un tono de agresividad pasiva que quitaba el aliento.
- Más bien ella me protege a mí... - Admitió el aludido con una sonrisa tímida. - Es más profesional.
- Pues como no te pongas a entrenar... Y aprendas rápido...
- ¡Jonás! - Lo reprimió ella. - Aún así, tiene razón, Érissen. Nos jugamos mucho.
- Ya... - Intimidado, había poco más que se atreviese a decir.

Kurtz había empezado a entrar en tecnicismos sobre que pistola tenía, mejor forma de mantenerla, usarla, municiones y otras armas recomendables, cuando Aang bajó la mirada para atender al otro macho al que había dejado desvalido: Etsu. Este permanecía acurrucado a sus pies, disfrutando de la compañía, pero tenía las orejas altas, como si estuviese alerta. Ella siguió su mirada hasta uno de los rincones de la terraza situada frente a la suya, donde una mujer pelirroja descansaba sentada con cómodo descaro. Llevaba un caro conjunto de diseño, con una chaqueta que mostraba un pronunciado escote marcado más aún con un collar, y unos pantalones que estilizaban sus piernas. Vestía unos zapatos de tacón también de aspecto de valer más que toda la ropa que llevaba ella junta, negros y sujetos al tobillo con una fina correa. Estaba sentada, disfrutando de un café con nata, con varias bolsas de tiendas exclusivas en la silla que había junto a la suya, deleitándose con la admiración que despertaba entre los hombres, mientras los vigilaba bajo sus gafas de sol.

- ¡Es ella! ¡Allí, en la mesa de al lado! - Kurtz, que llevaba un buen rato mirando de reojo a los guardias de seguridad que tenía tras él por haber dado una paliza al de la puerta. Por lo visto, estaban esperando a poder reunirse suficientes para atreverse a decirle algo, pero con el centro atestado de clientes no había modo de hacerlo sin desatender otras plantas. Sonrió, mirando al guardia uniformado y los dos de paisano que intentaban disimular a unos metros de su mesa.
- Yo me ocupo. - Dijo con tranquilidad.
- ¡Esa tía ha saltado desde una ventana y no parece tener un puto rasguño! - Intervino Érissen.
- Que escándalo, ¿no? Con tanta gente alrededor, lo más importante es precisamente evitar eso.

Se levantó y se acercó a los guardias, mientras sacaba algo de un bolsillo interior de la chaqueta. Vieron como hablaba cinco minutos con los de seguridad antes de volver riéndose. A sus espaldas, el uniformado dijo algo por el walkie y vino un cuarto, de modo que entre todos ellos se acercaron a la extraña mujer, solicitándole discretamente que se levantase y los acompañase.

- ¿Veis? Todo discreto y perfecto. No es plan que se monte un cristo con toda esta gente por aquí, ¿verdad? Saldría en las noticias, y eso es contraproducente. - En esos momentos, Érissen supo algo de Kurtz que lo sorprendió: Detrás del berserker había una astucia retorcida y maquiavélica, siempre afilada. Eso simplemente lo hacía mucho peor.



Unos minutos más tarde, en la sala de retención, cuatro guardias tenían la mirada perdida en algún punto de la pared de enfrente. Ese punto, probablente estaría lleno de sangre y vísceras, pero eso no les importaba. No era motivo suficiente para dejar de mirar. Era increíblemente desagradable verlo, ya que dos de ellos habían vomitado en cuanto vieron lo que sucedió con el que tuvo la dudosa suerte de ser el primero, pero tampoco les importaba en absoluto. Ni siquiera les importaba el hecho de que esas vísceras fuesen suyas. Nada tenía importancia alguna ya para nadie en esa sala, excepto para Irina.
Siempre vanidosa, las tiendas exclusivas eran un entretenimiento para alguien tan enamorado de sí mismo como ella, sumado al siempre anhelado placer de la persecución y la cacería. Sin embargo, esos miserables gusanos se las habían arreglado para pisoteárselo. Esto no podía quedar así, y ese hijo de puta cubierto de cicatrices se acababa de ganar un lugar preferente en sus prioridades. Poco le importaban las órdenes de no herirlo directamente. Esto era personal.

2 comentarios:

dijo...

No es que no me haya gustado, pero me he quedado algo indiferente; si todo marcha así, supongo que el próximo relato tendrá mucha más acción(digo yo...)
S´lo dos cosas más:

La primera, tienes un serio problema con el uso de parapetarse y tener cobertura, incluso para follar xD.

la segunda: ¿Qué significa lo de "panem et circenses"?

Ukio sensei dijo...

Parapetarme?

No lo dije, pero es crossover. Lo va a acabar Meph.
Parapetarse, cobertura... Nunca oíste lo de "En tiempo de guerra todo agujero es trinchera"?

Y "Panem et circenses" es una frase muy conocida de Julio Cesar: Populus panem et circenses. Al pueblo pan y circo. Quiere decir que mientras el pueblo no pase hambre, y esté entretenido, no te pondrán pegas.