- Hola, me llamo Gerald McColder, y soy alcohólico.
- ¡Hola, Gerald! – el murmullo general de la sala fue lento, similar a esas voces que resuenan cuando sale una reunión en las películas.
- Yo antes pertenecía a Turk – tomó un sorbo de café humeante, y volvió a apoyar el vaso de plástico sobre la silla plegable de oscuro metal y con el acolchado asomando por diversos roturas -, pero fui expulsado. Estábamos en una misión de entrenamiento de varios días, y yo no podía aguantar la presión. Necesitaba un trago y una buena calada de hierba cuanto antes, y por mi culpa mi equipo fue duramente castigado. Después de eso, se vengaron, y sufrí una lesión que me impidió seguir en el cuerpo, con lo que comencé a beber todavía más que antes. Hubiera seguido fumando si no hubiera tenido que estar a base de colirios y oxígeno durante meses. Era un vaso tras otro, de ginebra, ron, o el alcohol de curar. El caso es que – volvió a beber otro sorbo, y carraspeó -, después de un escándalo de desnudez en una licorería, fui condenado a tres meses de prisión y de seis meses a año y medio acudiendo a reuniones como ésta. En fin, el caso es que hace poco estaba trabajando, o más bien colaborando, de nuevo con Turk, realizando una operación para detener a un tipo. Y volví al arroyo. Como no tenía un puto guil para pagar hipotecas, letras o mierdas de esas, me tuve que tirar a la calle a pedir hasta que un gilipollas millonario me cambió una tarde de mendicidad por pasta gansa que estuve cambiando por ginebra. ¡Ah, las viejas amigas transparentes y cuellilargas! Fue entre una de esas botellas cuando comencé a cavilar sobre mi despido, y por fin vi claro lo que debía hacer: pillar a ese puto psicópata. Lo tenía todo: patrón, fechas, víctimas… Podíamos asegurarlo todo. Sólo nos faltaban él y su motivo. Por eso, ahora que trabajo por mi cuenta, prefiero estar sobrio y despejado.
- ¿Y por qué sigues tras ese tipo, si puedes hacer lo que quieras ahora? – preguntó un tipo sin tabique nasal, que acudía a multitud de conferencias y reuniones sobre adicción – Te puedes pasar el día ebrío, tirado… Tiradote a la fresquicha de un árbol…
- Dos hombres me han jodido la vida. El uno es intocable, por pertenecer a los altos cargos de Turk. El otro, un hijoputa al que pienso destrozar.
- ¿Y no tendrás por ahí un cigarrico, o un algo de dinerillo… Dinerito para comer…? – la voz le tambaleaba bastante.
- Jefferson… - le reprendió el educador social.
Mucho café después y unos pastelitos de crema cerraron la sesión, y todo el mundo fue desapareciendo; incluso el hombre sin tabique nasal que parecía llamarse Jefferson se marchó a otra reunión sobre cocaína en una salita contigua. En la sala únicamente quedaron un envejecido Gerald que acababa su séptimo vaso de café especialmente cargado de azúcar y aquel educador social que dirigía la sesión: un chaval de pelo moreno y peinado en punta, que además poseía unos ojos dorados como monedas.
- Parece que ambos estamos destinados a ascender para luego caer desde muy alto… ¿No te parece a ti también, tío Jerry?
- Qué dejes de llamarme así, coño, ya te he dicho que no somos familia – dijo el detective mientras recogía de la silla su remendado abrigo de aspecto viejo y descuidado, que se parecía tanto al hombre que lo llevaba, que sí era verdad eso de que los perros se parecen a los dueños, al arrugado sabueso de McColder lo habían apaleado, despellejado y convertido en gabardina – Y tú mismo lo sabes.
Cierto era aquello de que ambos no poseían apenas parentesco: el abuelo del joven educador había sido primo de un tío del anciano. Como quien no quiere la cosa, tres grados de separación como mínimo, incluso puede que más.
Sin embargo, Jerry siempre había sido admitido dentro de la casa Lambert como uno más de aquella pandilla de baja nobleza empobrecida que poseía un título cuyo valor era tan reducido que hacía generaciones que se habían mudado a Mideel para trabajar el agro.
- Tras un incidente con los turcos, me decidí a dar un vuelvo a mi forma de vida. Dejé atrás las recompensas, la caza de gente, y me decidí a ayudar a los demás, a gente que se parece al pobre Stevenson, que en paz descanse. Creo que puedo mejorar el mundo de una forma más pacífica, así que he colgado las armas y me he volcado en ayudar a las personas. Gente como el pobre Stevey… - mencionó como rememorando – En lugar de cargarme a hijos de puta, ahora ayudo a desgraciados – había dicho eso último asegurándose de que nadie más que él mismo era capaz de oírle; aún estaba tomando calmantes, y la última cosa que quería era tener que atiborrarse con más pastillas porque algún yonki le pegaba un navajazo. Y mucho menos quería que alguien que conocía fuera quien daba el puñetazo contra la nariz.
Mesándose la perilla, se puso el raído abrigo, recogió la silla plegable y ya estaba a punto de marcharse cuando se topó con el brillo dorado de la mirada del chico, que sostenía una sonrisa de oreja a oreja.
- ¿No me dirás que ya te vuelves a tus cartones? Tú te vienes conmigo, se acabó el mendigar. Hoy estreno piso, y tengo sitio de sobra para que te puedas venir.
- ¡Bah, déjalo! –dijo con gesto aburrido el anciano.
- ¡Venga, hombre! Sí no tienes que hacer nada, sólo venirte…
- Lo normal sería negarse un poco más, pero creo que voy a aceptar antes de que cambies de opinión – ambos soltaron una carcajada al unísono – Hoy un gigante se estaba pegando con unos matones y por poco no me aparca uno encima – comentó el detective como si fuera lo más corriente del mundo.
Nada más salir del centro social del sector 5, tomaron el tren para recorrer los dos sectores que les separaban de su nueva vivienda. El sucio tren lleno de pintadas estaba lleno de vagabundos, y en dos ocasiones, un poco antes de cada parada, se produjo un registro de identificación, cosa que no ocurría tan a menudo desde que Avalancha se encontraba en la ciudad. Quizás están intentando aparentar seguridad, pensó Jerry, o son tan sumamente subnormales que esperan que alguien tenga una tarjeta que le identifique como “Frank Tombside. Psicópata”.
La llegada a la estación no fue mucho mejor: cuando ambos bajaron, una pareja de turcos jóvenes que rondaban la zona les encararon. El aliento les olía a una extraña mezcla de anís y vodka, y quién se podría imaginar qué más se habían estado metiendo aquellas personas en el cuerpo:
- ¡Hola, McMasFríoQue! – dijeron ambos al unísono.
- ¡Hola tu puta madre! – les respondió Gerald, que cortó sus risas y les hizo sacar a ambos una pistola: el primero llevaba una Shadowstar alterada para añadir diversas estrellas grabadas a lo largo del cañón, mientras que el segundo Ravenwing del 97, niquelada. Ante aquella visión Edward se acobardó, y sintió un nudo en el estómago, pero Jerry hizo uso de su entrenamiento psicológico como Turk y no se achantó, y plantó cara.
- ¡Eh, niño! ¿Quieres que te dé un caramelo? –Edward casi se atragantó de la risa al oír eso y ver las caras que pusieron los dos tíos, mezcla de incredulidad y de duda, como si ambos estuvieran preguntándose al mismo tiempo “¿Qué nos ha dicho?” y “¿De verdad llevas un caramelo?”
- Te la estás ganando – dijo uno cuando por fin parecía que se hubo aclarado con lo que pensar – Tú eres de esos que tiran para otro lado, para otra acera. Eres de ellos, eres de ellos.
- ¡De la mala puta que os parió soy! ¡Corred con vuestros trajecitos, corred a colocaros! ¡Oh, mirad! Parece que papá viene a recogeros.
Un turco grande y de pelo castaño, que Jerry conocía de vista, apareció tras los dos turcos, y agarrando sus cabezas las entrechocó fuertemente, para después llevarles arrastrando por el suelo ante la atónita mirada de los transeúntes, que observaban cómo aquella pareja se marchaba forzados por una masa de músculos mientras gritaban que “aquello no quedaría así, y se vengarían por su padre y su jefe, que había sido mutilado por su culpa”. Gerald se alegró de acabar con aquello rápido, pues no estaba en su mejor momento; el mono le hacía estragos los nervios, apoderándose de él y haciéndole mella. Así que desistió de seguir discutiendo con aquel par de imbéciles, deseoso de una buena botella de ginebra helada en cuanto no le viera nadie.
Aún tardaron un buen rato en llegar al nuevo piso del antiguo cazarrecompensas y nuevo educador social. La verdad es que, sí se comparaba, había pasado de una chabola a un palacio: ahora por lo menos tenía estancias separadas, y no tenía que salir al pasillo cada vez que quisiera ir al baño. No había sido barato, pero gracias a la venta del anterior antro había podido adquirir ese nuevo antro superior.
McColder se quedó cohibido. Apenas se atrevía a moverse de la entrada, y se quedó mirando aquel mueble lleno de cajones sobre el que descansaba un espejo de pared y a cuyos lados había un par de ganchos a modo de perchero. Estaba completamente quieto, igual que cuando entraba en casa ajena donde no había un cadáver en el suelo o una caja fuerte vacía. Mientras Edward colgaba su abrigo y salía disparado a la cocina preguntando que si preparaba café, té y un sinfín de bebidas y alimentos a una velocidad pasmosa, el anciano Jerry se quedó allí parado, sin saber muy bien qué hacer o decir.
- O si no, siempre puedo bajar a por algún refresco de esos azulados y brillantes… - se quedó mirando como el detective encogía los hombros y se quedaba con una expresión de bobalicón, achaparrado - ¡Pero pasa, hombre! Ponte cómodo y relájate. Puedes dejar tus papeles por aquí, luego ya nos ocupamos de ellos.
- ¿Nos? - de pronto McColder abandonó la timidez, y recuperó el habla al oír que el muchacho pretendía ayudarle.
- Desde luego que sí. Tengo tiempo libre – no mucho, pensó – y me aburro, y nada me gustaría más que mejorar Midgar de una forma activa. Más de lo que ya hago, quiero decir.
Sirviendo un poco de té rojo en dos tazas, ambos se sentaron el uno junto al otro en un viejo y mullido sillón, mirando fijamente el humeante líquido que tenían entre las manos. Nadie dijo nada durante un buen rato, hasta que Edward, tras un sorbo, rompió el hielo:
- Tío Gerald…
- Dime – no había prestado demasiada atención a la palabra “tío”
- Me alegro de que estés bien.
“Yo también, Edward”. Las palabras quedaron ahogadas en la garganta, sumidas en los pensamientos. “Yo también”.
miércoles, 5 de noviembre de 2008
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6 comentarios:
Ante todo, perdón por el ladrillo. Sé que es un coñazo, pero estoy poco inspirado últimamente.
Segundo, una Ravenwing es una Beretta M92 FS. O al menos es de ese tipo.
Tercero, el turco grandote es el mismo que detuvo al guitarrista cuando asesinaron al ejecutivo.
Y cuarto, lo del "Hola tu puta madre" y el "¿Quieres un caramelo?" es verídico.
Esto... y lo de "del 97"? Espero que no sea el calibre.
Me tendrás que explicar lo del caramelo... pero por msn, por si acaso.
Además, me he reído las de dios con el "McMásfríoque"
Con eso "del 97" me refería al año. 10 años antes de la acción, vamos.
Me ha costado pillar el chiste del colder...
Casi no recordaba a este personaje, es el de las pruebas Turk que salió a campo abierto, ¿verdad? Si que está acabado... ahora toca remontar.
Ha sido cortito pero no muy ligero, había mucha descripción en poco espacio. Pero me ha gustado lo del perro que convertían en una gabardina. Que es un detective sin una gabardina...
Sí, es el mismo turco frustrado del recuerdo. La verdad es que le tenía un poco olvidado, así que tocaba retomarle y convertirle en algo más realista...
Yo al que tengo olvidao es a Edward ·_· llevo un rato pensando "donde salió esti guaje antes?" @_@
Pues el relato está bien, uno de esos remansos de paz entre caos y caos, y por fin has sacado a McColder de las calles, que pobre hombre XDDDDDDDD
Ah, recordad que los Turcos son figuras de autoridad y tienen que dar una imagen, que se peguen entre ellos los descalifica un poco, pero no tiene demasiada importancia tampoco XD
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