jueves, 18 de marzo de 2010

208

Los ruidos de la colocación del cañón habían llegado a su fin. Era un alivio, porque incluso bajo la placa el ruido de la maquinaria pesada y el estruendo provocado por el movimiento del cañón eran algo patente. Cuando fue colocado sobre la estructura, los pilares maestros de soporte retemblaron, y en las chabolas más cercanas los cristales vibraron, como si un trueno se hubiera descargado sobre los suburbios. Luego, todo en calma, como si hubiera pasado la tormenta. La radio sobre el mostrador anunciaba, en casi todas las emisoras, menos las de música “sin interrupciones”, que las obras habían finalizado. Una mano grande y callosa cambió el dial, hasta encontrar una suave melodía de jazz que le quitara de encima la voz chillona de los cuatro patanes tertulianos del programa de noticias. La mente que dirigía la mano estaba pensando en tres recuerdos.


Unos ojos dorados de pupila rasgada miraban fijamente a través del local. Rodeado de estantes y fotos variadas (de gente, de armas y de algún paisaje lejano e indudablemente mejor), el dibujo ocupaba una de las pocas partes de la pared que estaba vacía. Era un viejo recuerdo, el primero de los tres, relacionado con un pasado que prefería olvidar. Ciertamente no era algo para ser recordado a no ser que fuera con vergüenza y algo fuerte a mano para alejarlo. Sin embargo, a una parte de él le gustaba tenerlo ahí. La figura, algo vaga, era un tigre pintado con brillantes colores naranjas, blancos y líneas negras algo temblonas. Un dibujo que había hecho su propio hijo cuando era pequeño, hacía más de quince años. Lo que mejor había quedado eran los ojos, muy vivos. Entonces podía haber llegado a algo decente, estudiando arte, o al menos una carrera. Ahora, el muy idiota se encontraba zascandileando con un grupo de reaccionarios que repartía panfletos en contra de Shinra y su forma de hacer las cosas. Ya se había llevado alguna paliza que otra por parte de los PM. Afortunadamente, el estado de excepción le había forzado a dejarlo, a no ser que prefiriera llevarse un castigo peor.

Mientras pensaba en ello, Gilford Schmidt limpiaba a conciencia su veterano revólver, un arma grande y no demasiado manejable. Sus manos, grandes, de dedos largos y fuertes, se movían con habilidad, sacando hasta el menor rastro de suciedad. El modelo, un Lohengrin bastante añejo al que llamaba “Viejo Fiel”, llevaba con él desde después de su primer exilio. Había pistolas más ligeras, y sin duda menos ruidosas, pero aquella era depositaria de su confianza y afecto; lo mismo despachaba a un monstruo de los suburbios de un par de tiros bien dirigidos que a un pipiolo aprendiz de atracador. Aunque no había muchos que intentasen atracar, al menos conscientemente, una tienda de armas.
Se encontraba la tienda en el sector cuatro, en los suburbios. Detrás de la tienda había cantidades ingentes de chatarra, no siempre oxidada, que protegía con fiereza. Dicho material era usado ocasionalmente para fabricar piezas de repuesto, en trueques con mecánicos y, en ocasiones, para mantener encendida la chispa de artesano. Para ello se servía de una pequeña forja artesanal que había instalado en un cuartucho de la trastienda. Parecía ser costumbre de la gente que vivía a la sombra de la placa competir por los mayores montones de hierro retorcido. Una pena no vivir más cerca del sector siete, donde ahora lo había de sobra.
No lamentaba demasiado lo sucedido a raíz de aquel ataque terrorista. Consideraba a la gente de Midgar un puñado de idiotas esclavizados que alimentaban sin saberlo a sus capataces. Las máquinas que surtían de electricidad al centro de su mundo convertían en un desierto todo lo que rodeaba la ciudad. Le sorprendía que, sabiendo que en los límites de Midgar eran incapaces de cultivar nada, los ingratos habitantes de la misma consideraran toscos o ignorantes a los que vivían en los pueblos. Pueblos de cuyos trabajadores y tierras se obtenía el sustento. En su opinión, les estaba bien empleado. Bufó, mientras seguía limpiando.

A su alrededor, prácticamente todo era metálico. Los rifles, las pistolas, las escopetas, las municiones… y hasta las espadas, que mantenía guardadas fuera de la vista de la gente. En Midgar no estaban bien vistas, salvo quizá entre las tropas de elite, pero él tenía varias. Eran todas íntegramente obras suyas, menos dos sables largos y curvos, uno de ellos carente de guarda, ambos grabados con el nombre “Yoshiyuki”. Habían sido ideados para ser similares a los que se forjaron hacía ya tiempo por el legendario artesano que creó aquella rareza de dos metros treinta. Esos dos sables artesanales e irreemplazables eran el segundo recuerdo, esta vez de su maestro, que se combinaban con los ojos del tigre colgado en la pared para traerle más cosas a la memoria.


Gilford Schmidt era un inmigrante. Su país de procedencia era Wutai, pero no era enteramente nativo. Únicamente su madre lo era, mientras que su padre era un pobre buscador de fortuna que había llegado todo lo lejos que era capaz. Se había afincado en Wutai, se había casado, y el resultado fue él. Pelo negro lacio, ojos ligeramente rasgados, pómulos un tanto marcados, constitución robusta y piel pálida. La casa no era precisamente un palacete, y pronto tuvo que dejar atrás la infancia para trabajar. Se hizo aprendiz de forjador, aprovechando que siempre había sentido debilidad por las armas. Aprender a forjar espadas perfectas bajo la tutela de su mentor y jefe era vivir su sueño, y fue bien. Disfrutaba viendo a su maestro y patrón doblegar el metal a su antojo, deseando mientras observaba que llegara el momento de hacerlo él. Con el pasar de los años fue capaz de hacerse cargo de la forja en solitario, y ya pensaba en abrir su propia armería… hasta que la guerra envolvió el país.

Los intentos “pacíficos” de Shinra para que las gentes aceptasen la energía mako y las comodidades de la vida moderna terminaron abruptamente, iniciándose una sangrienta campaña. Los civiles se reunieron y formaron pelotones armados con espadas y objetos improvisados. Haciendo uso de su conocimiento del terreno, realizaron ataques sorpresa sobre los convoyes de Shinra que avanzaban en dirección a la capital. Frente a las armas de fuego de la compañía, contra las que las espadas no eran demasiado eficientes, los defensores atacaron furtivamente en una serie de ataques tras los que procuraban desaparecer en los bosques y montañas. Echaron abajo puentes, llenaron los bosques de trampas y defendieron hasta la muerte sus hogares, prefiriendo vender caras sus vidas a dejarse expulsar. Durante la guerra, Gilford había sido uno de tantos civiles que habían ayudado a ralentizar a los soldados de Shinra. Emboscadas, trampas, incluso suicidios pensados para llevarse por delante al enemigo… todo valía, y todo honor esperaba a quien diera la vida por su gente. Pero no sirvió de nada. Ni las emboscadas, ni las trampas, ni el honor.
Poco antes de que las tropas de Shinra cercaran su pueblo, Gilford regresó, reunió a su familia (su padre, su esposa, sus hijos) y la preparó para marcharse. Con ellos fueron también la hermana de su mujer y su marido, que compartía su punto de vista. Estaba harto de la guerra y de ver morir a su gente. Sólo quería acabar con todo, y luchando no iba a terminar. Sabía que algunos le llamarían cobarde, pero prefirió afrontar el desprecio de sus compatriotas a la muerte de sus seres queridos.
Aprovechando que las tropas del pelotón Selenia rompieron el bloqueo enemigo para poder enviar más tropas al frente, Gilford y su familia escaparon en la oscuridad. Realmente, muy pocos civiles contemplaron la posibilidad de refugiarse en otros lugares. Los que lo hicieron se sentían abrumados por el dolor y la vergüenza, pero el miedo que les impulsaba era mayor que ambos. Fue entonces cuando enterró su nombre y se buscó uno menos conflictivo. Soportando estoicamente el pesar y aguantando el llanto, alcanzaron la costa, escaparon por mar y llegaron a Corel.

Permanecieron allí un tiempo. Shinra ya había pasado por el lugar, esparciendo su tan cacareada comodidad. No le faltaban detractores en Corel, pero se mantenían con un perfil bajo. Eran mayoría los que disfrutaban de las ventajas del mako y la forma de vida de Shinra. Durante unos años, Gilford se ganó la vida primero como afilador y reparador de cacharros metálicos, y luego reparando maquinaria minera para los pocos que no querían dejar de lado el preciado carbón. No le costó mucho aprender mecánica, pero su pasión por las armas pronto le llevó de nuevo a ellas. Las armas de fuego, lejos de fascinarle tanto como las espadas, eran interesantes, y no tardó en cogerles el truco.
Y justo en el punto en que la vida parecía mejorar, la guerra regresó. El reactor estalló por un fallo de causas desconocidas. Shinra anunció que se trataba de una facción rebelde y procedieron al sistemático incendio de la comunidad minera y el exterminio de gran parte de la población. Forzado a huir de nuevo, Gilford tomó una decisión: ya que cuanto más lejos de Shinra más conflictos se desataban, iría al lugar donde con total certeza no emprenderían una guerra. Se dirigió a Midgar. A buen seguro, en un lugar plagado de gente acomodada, asalariada por la empresa y adicta a los lujos que ésta podía ofrecer, no habría demasiados disturbios. Al menos, no uno que le forzara a salir a escape de nuevo. Actualmente, menos su esposa y su hijo mayor, el resto de su familia vivía en Kalm. El pueblo era como una extensión de Midgar, así que no se preocupaba por ellos.

Gilford había llegado a los suburbios sin mucha idea de qué hacer. Tenía ahora más arrugas, más amargura. Era más viejo y las cosas estaban empezando a importarle menos que antes. Sólo tenía ganas de tener un trabajo que les diera para vivir a su mujer y a él mismo, y tiempo para dedicarse a sus asuntos sin ser molestado. Finalmente, había adquirido con sus exiguos ahorros un cuchitril y lo había restaurado hasta convertirlo en lo que era ahora. El forjador envidiaba a su homólogo del Mercado Muro, en el sector seis. Se decía que el muy cabrón tenía incluso un tanque. ¡Un jodido tanque!
Así y todo, su negocio, Schmidt & Wilson, era rentable. Mientras hubiera gente insegura, impulsiva, ambiciosa y monstruos, no se quedaría sin trabajo. Tenía hasta algo de fama por los cuatro gatos que veían con aprecio su manufactura de Wutai en las armas blancas. Algunos de ellos le preguntaban por el tal Wilson; eran clientes conocidos que lo usaban para dar a entender que buscaban las excelentes espadas de Wutai. En cuanto al resto de curiosos, les devolvía la pregunta con un “¿Ves a Wilson aquí? Eso es que no está.” Gilford resopló, guardando los trapos y limpiándose las manos en el mandil de herrero, lleno de puntos negros y olor a hollín (le importaba poco que sus clientes le vieran con él). Harto de la mirada penetrante del tigre en la pared y de la radio, guardó al “Viejo Fiel” donde siempre, apagó el viejo trasto de un manotazo y se dispuso a ir a la trastienda. Apenas se dio la vuelta, la puerta de entrada se abrió con un chasquido.


Un cascado carillón casero sonó al moverse la hoja de metal remachado. Gilford se giró y vio a un tipo joven. No tendría más de veintipico. Llevaba ropa deportiva no demasiado limpia y se tapaba la cabeza con la capucha gris de la sudadera. Por debajo se veía una cara poco agraciada, con algunos mechones largos y negros. Se movía de manera chulesca. Las manos estaban en sus bolsillos, pero pronto salieron de él para manosear los estantes, repletos de herramientas, limpiadores, expositores y algunas armas de exhibición clavadas a la pared. Cuando terminó su inspección, fue al mostrador. Gilford no le sacaba la vista de encima desde que había puesto un pie en sus dominios.

– ¿Querías comprar algo, chico?
– Pues… sí. Quiero cuatro pistolas… y un par de escopetas. Y munición, claro.
– Muchas armas son ésas. ¿Vas a hacer una exposición? Y más importante, ¿puedes pagar todo eso?
– Claro que puedo
– dijo sacando del bolsillo un montón de billetes doblados.

A la vista del dinero, Gilford se agachó un poco, sin quitarle ojo. Echó un vistazo bajo el mostrador. Había varios modelos de pistolas, menos algunos de los utilizados por los MP o el ejército. Esos estaban en la trastienda, reservados. En la trastienda estaban también las escopetas. Antes de sacar nada, preguntó.

– ¿Te sirve cualquiera o buscas algo concreto?
– Me vale cualquiera que dispare.
– ¿Y tu ID?
– ¿Mi qué?
– el vendedor de armas resopló de nuevo, armándose de paciencia.
– Tu ID, esa tarjetita que dice quién eres y la edad que tienes, con una foto horrenda tuya y que ahora se usa hasta cuando vas en tren hasta la placa. Esa ID. Enséñamela. No pienso venderte nada si no la veo antes.

Con evidente reticencia, el tipo volvió a meter la mano en el bolsillo, echando mano a una raída cartera de cuero. De ella sacó una tarjeta plastificada. El vendedor esperaba la peor falsificación jamás impresa, pero se llevó una sorpresa al ver que la tarjeta era auténtica. Al menos en apariencia. Tomó nota del nombre y el domicilio. Era mayor de edad, otro dato importante. No quería quejas de madres histéricas por haber vendido un arma de fuego al inconsciente de su pequeño. Le devolvió la tarjeta y fue a la trastienda, dejando la puerta de la misma abierta. Los modelos bajo el mostrador eran bastante modernos y buenos, así que prefería dejarlos donde estaban. Con un poco de suerte, podría colarle algo de mercancía cutre y así sacársela de encima.

Gracias a un espejo ingeniosamente colocado, no le perdió de vista a pesar de estar de espaldas. Que uno no llegaba a viejo sin precauciones. Miró entre las cajas apiladas hasta dar con lo que buscaba, y cuando volvió al mostrador, lo hizo en dos viajes: la primera vez dejó un alargado maletín negro, en cuyo interior descansaba una Bonfire en perfecto estado. Sobre él, dos cajas más pequeñas, negras también, con las palabras “Hayter M1914” grabadas en una esquina. En el segundo viaje trajo exactamente lo mismo, (sólo que esta vez las pistolas eran revólveres Archer & Grossman) para un total de dos escopetas y cuatro pistolas, lo pedido por el chaval, que no había dejado de pasearse por la tienda. Al regresar al mostrador, el chico golpeó suavemente la mesa, dejando el fajo de billetes en ella. Gilford lo cogió, lo contó y con la rapidez fruto de la práctica, lo metió a la registradora.
Entretanto, su cliente acababa de abrir el estuche de una de las escopetas y la inspeccionaba como quien coge una pieza de motor de cuya función no está muy seguro. Luego echó una ojeada a las pistolas, haciendo la pose varias veces, mientras Gilford suspiraba con resignación.

– ¿Cómo piensas llevarte todo esto? No vas a tener manos para abrir la puerta siquiera.
– Nah, tengo la furgoneta fuera. Oye, podrías ayudarme a meterlo atrás. Así terminaremos antes.


Con un gruñido, Gilford agarró el maletín de una de las escopetas por el asa. Con la otra mano, colocó las pistolas sobre el otro maletín, que fue cogido por el chico. Éste parecía más nervioso ahora que cuando había entrado, y se movía y agitaba mucho, fingiendo que cambiaba de postura para agarrar mejor su carga. El vendedor asió el pomo de la puerta con la mano libre y abrió. Nada más dar dos pasos, se encontró encañonado por otro chaval. De edad similar, ropa vaquera y sudadera blanca, éste le había puesto una pistola junto a la cabeza nada más asomarse. El corto cañón del arma se apoyaba frío contra su sien.

– Vamos, viejo, termina de salir de una puta vez.

El primer chaval le dio un empujón desde dentro de la tienda. Llevaba aún los maletines y, como había dicho, se dirigió hacia una furgoneta aparcada justo delante del local. Tenía las puertas traseras abiertas, y un tercer compinche, rubio, con greñas y gorra a juego, le esperaba para ayudarle. Gilford no se movió del sitio, pero su cara adoptó una expresión ceñuda.

– ¡Ha sido más fácil de lo que esperaba! ¡No sospechó nada, el muy idiota!
– Pues mejor, estará senil. Ahora miraremos dentro. Cogeremos más armas y recuperaremos la pasta que reunimos para “pagar”, y más, si tiene algo de valor en ese cuchitril. Esos hijos de puta del sector 3 no van a saber de dónde les llueven las balas.
– Primero regístrale, puede que lleve algo encima.


Mientras el más cercano a la furgoneta se ponía a meter la carga de su compadre, el que había entrado en la tienda se colocó detrás de Gilford y palpó bajo los hombros, las piernas y la cintura. Al llegar a ésta, se encontró con que en la espalda, sujeta al cinto, llevaba una pistola, una Maytrona.

– Ésta me la quedo yo. ¿No te importa, no?
– Déjate de chorradas y entra, tenemos que vaciar la tienda y no quiero pasarme aquí todo el puto día
– dijo el que apuntaba al vendedor.
– Cuando un barco se hunde las ratas escapan, pero veo que aunque tengamos un meteorito sobre la cabeza y estado de excepción, los pandilleros siguen siendo una puta plaga. Hasta las ratas son más listas que…

Gilford no terminó de hablar, ya que la culata le golpeó antes de poder acabar la frase. Un fuerte pitido le privó del oído, aunque veía al niñato que le apuntaba mover la boca, seguramente insultándole. El vendedor, que se había echado hacia atrás por el golpe, empezó a sentir cómo un calor abrasador se expandía desde su pecho, mientras que más abajo sentía algo frío. Aquellos pequeños hijos de puta pensaban vaciarle la tienda, tanto de mercancía como de dinero. Y sus recuerdos. ¿Y qué le quedaba después? Una denuncia apenas escuchada o marcharse a otro lugar. Otra vez. Huir otra vez. Una voz ronca atravesó la línea de su pensamiento y despertó por completo su furia.

– Venga, dame ese maletín.
– Todo tuyo.


El vendedor se lo tiró a la cara, dándole de lleno. El aprendiz de atracador no lo vio venir y cayó al suelo, soltando su arma. El que había ido dentro salió con una navaja en la mano y se le echó encima. Sonó un estampido. Bajo la capucha gris, la cara del chaval reflejaba un dolor desbordante. No tardó en gritar mientras se agarraba la pierna. El tercer niñato miraba al vendedor, incrédulo. Estaba paralizado.

– Habéis visto demasiadas películas, niños. Parece que sabéis imitar a los actores, y como ellos ni siquiera tenéis puta idea de registrar a alguien. Os habría salido mejor de coger de los tobillos y agitar hasta que cayera todo. Hasta una rata lo habría hecho mejor.
– ¡Pero si te quitó el arma!
– Es evidente que no.


Gilford sopló el cañón humeante del “Viejo Fiel”, que había sacado de debajo del mandil de herrero, mientras asestaba una furibunda mirada al chaval. El de capucha gris no iba a poder moverse en un tiempo, y no le preocupaba, aunque preferiría que no se desangrara en su puerta. El vendedor les hizo una seña para que entraran en la tienda. El de greñas color paja ayudó a levantarse a su compadre herido, mientras que el restante, ahora desarmado, se frotaba la maltrecha cara. Los cuatro entraron a la tienda; Gilford seguía apuntándoles. Mientras les miraba ceñudamente, se puso tras el mostrador, echó mano del teléfono y marcó el número mágico que haría aparecer dentro de poco a un grupo de MP y una ambulancia, que se encargarían de librarle de los tres pandilleros. Uno de ellos seguía farfullando.

– Pero si te quitó el arma… – una vez más, Gilford resopló, desdeñoso.

Una inscripción pulcramente grabada en el arma brilló por un momento. Era el tercer recuerdo, un nombre olvidado y enterrado. Lo había escuchado en su cabeza; le había hecho reaccionar. Quizá no había perdido del todo el orgullo que creía abandonado en Wutai. Supuso que apalizar a las ratas de Midgar le hacía sentirse bien. Miró nuevamente al frustrado asaltante.

– Por las escamas empapadas de Leviatán, muchacho. Soy vendedor de armas desde hace años. ¿De verdad creías que sólo llevaría una?

sábado, 13 de marzo de 2010

207

Hace dos días…

Mañanas habituales: Falta de sueño, cansancio, ruido, resaca y los putos neones funcionando desde las cinco de la mañana para inducir a la masa de operarios patéticos y absurdos de Midgar a empezar con sus trabajos de mierda cuanto antes. ¡Todo sea por la comodidad de la clase superior! Quizás iba siendo hora de mudarse, a un lugar más tranquilo, sin tráfico de camiones de mercancías, ni gritos de chulos… A un lugar con amaneceres de verdad.

Con una taza de café en la mano, y un paquete de galletas sin abrir en la otra, se desplomó en el sillón que presidía el salón de su casa. Paradójicamente el tirano que había hecho de él su trono no estaba presente, aunque si había dejado su olor. Quizás también sería necesario tirar este sillón y comprar uno nuevo, aunque si lo hacía Kurtz sabía que Etsu le iba a dar problemas.

Ese cabrón cuadrúpedo en esos momentos estaba tirado en su cama, y era el único que a estas horas podía permitirse dormir apaciblemente en esta casa. El turco estiró los dos pies, para atrapar con ellos el mando de la televisión de la mesita, y así no tener que levantarse. La primera edición de noticias empezaría en cuestión de pocos minutos, y le ayudaría a saber como iba a ser ese glorioso día de trabajo de mierda. Tomó su phs, conectándolo a la red informática de Shin-Ra para buscar correo y se encontró un mensaje no leído de la noche anterior. Uno que le llamó poderosamente la atención.


- ¡Buenos días!
- Buenos días, Riedell y Tomberi.
- Sabe que me llamo Kazuro, y a mi pareja puede llamarla Caprice.
- Ya pero es lo que pone a su lado en las fotos del “lights”… Costumbre, ya sabe. – Respondió el turco, encogiéndose de hombros.

La medicina había hecho un buen trabajo con el periodista: Una de sus manos, pese a mostrar una firme muñequera que le hacía sudar y le picaba, estaba prácticamente funcional, mientras que la otra, aunque aún levantada en cabestrillo, tampoco le arrancaba gestos de dolor. Él vestía una gabardina de buen corte, y finalmente había encontrado un corte de pelo favorecedor. Ella más parecía una especie de compañera de trabajo que su novia: Guapa, delgada, esbelta, bien vestida… La típica a la que le asignan a alguien feo y bajito y se frustra, tomándoselo como algo personal. Cada gesto de afecto que ella le dedicaba era extraño y difícil de creer. Sin embargo, Kazuro Kowalsky y Caprice Riedell, con sus artículos comprometidos, honestos y mordaces, se habían convertido en una molesta espina en el costado del gigante llamado Shin-Ra. Si bien algunos sectores de la sociedad, defensores acérrimos de la compañía y la prosperidad laboral y económica que tenía asociada los trataban de rebeldes, disidentes y alborotadores. Otros, más desfavorecidos y resentidos, veían en ellos la voz que llevaba sus ansias a los oídos de todos.

A estas horas, más o menos una hora antes del inicio de la jornada laboral, Kurtz estaba dándole su primer paseo al chucho, y los había visto paseando entre los puestos del mercado viejo mientras esperaban por él. Los tenderos los reconocían, y les pedían autógrafos, o les ofrecían algunos artículos de su mercancía como regalos. No pudo evitar pensar que si: Midgar necesitaba este tipo de gente.

- El héroe del pueblo… - Se burló el turco. – Seguro que sigue creyendo que la pluma es más fuerte que la espada.
- Firmemente, Kurtz, pero he aprendido que hay plumas que firman artículos y plumas que firman sentencias de muerte. – Dijo el reportero, con una sonrisa resignada, pero sin signo alguno de rendición. - En resumen… No todas son iguales. – El turco asintió dándole la razón.
- ¿Muerde? – Preguntó Caprice, tímida, queriendo hacer carantoñas a Etsu.
- Muerdo más yo… - Jonás disfrutó durante unos segundos del consabido efecto de la sonrisa adecuada, la mirada adecuada y el perfecto juego de cicatrices tenían sobre la gente pacífica. - ¿No les queda un poco lejos mi casa?
- Si, aunque hemos venido en coche. – Respondió Kowalsky. – Caprice acaba de sacarse el carné.
- No está mal… En fin… No suelo ser persona hasta el tercer o cuarto café, así que les invito a uno. – Kurtz empezó a caminar, con esa certeza que tienen las personas dotadas de liderazgo de que van a ser seguidas. Kowalsky se quedó dudando un rato, mientras Etsu dedicaba un gesto simpático a Caprice, antes de tirar de ella para que siguiese a su amo.

La cafetería era un local vetusto, lleno de feriantes, trabajadores a punto de empezar la jornada y repartidores de periódicos a punto de terminarla. Uno de los muchos lugares ocupados de Midgar, donde a nadie le importaría una mierda quien se sentaba en la mesa de al lado, a no ser que fuese un parroquiano de toda la vida y hubiese que saludarlo. Caprice y Kazuro entraron solo un minuto después de Kurtz, cruzándose con los dos feriantes que se iban apresuradamente, al ver que el turco quería su mesa. Un corpulento camarero calvo se interpuso ante ellos.

- ¿Qué van a tomar? – Preguntó con voz ronca.
- Café… - Dijo el reportero, más que acostumbrado a este tipo de ambientes.
- ¿Cuál es la especialidad de la casa? – Preguntó su novia, dubitativa.
- Los donuts. – Fue la respuesta, un tanto hosca. No lo había dicho, pero se sobreentendía la mirada de “niña pija de arriba…”
- ¿Los tiene light?
- Tres donuts, por favor. – Intervino Kowalsky, salvando a su novia del papelón. – Variados. Y un café con leche. – El hombre asintió y se marchó.
- ¡Iba a pedir un latte macciatto! – Protestó ella.
- No quieras saber con que te mancharía la leche si actuases de forma tan estirada. – Dijo el periodista. – Siéntate, anda. Voy al baño.

Caprice tomó asiento frente al turco, mientras el dueño venía y servía los pedidos, dándole también una golosina al perro. Kurtz masculló un agradecimiento, mientras saludaba al hombre, al que llamó Fatso. La periodista se aclaró la garganta y miró hacia todos lados distraídamente, mientras el turco removía el azúcar de su café. Caprice estaba buscando apresuradamente un tema de conversación como si le fuese la vida en ello, pero ese hombre tenía el don de alarmarla. No importaba lo que hiciese ni como: De esa extraña cuadrilla que los había salvado aquel día en el hospital, este hombre era el peor de todos.

- ¿Novata? – Preguntó el turco.
- Cuatro años de experiencia. – Respondió ella indignada. – Pero… En ambientes más tranquilos.
- Pues ahora su ambiente tranquilo debería ir siendo la puta realidad. ¿No le está costando adaptarse al “Lights”?
- Bueno… Es más callejero… - Respondió ella, sonriendo extrañamente. – Pero también es más honesto. Ahora no tengo la sensación de estar parloteando estupideces que no le importan a nadie ante una cámara, solo para que no piensen en las que realmente importan.
- Eso está bien… Aunque nos pone un poco difícil el trabajo. – Caprice miró a Kurtz de arriba a abajo, preguntándose si en ese momento estaba hablando con el hombre que había ayudado a salvarla o con el turco de reputación temible.
- Nos limitamos a informar, tampoco es que hagamos llamamientos a la desobediencia civil.
- A la gente le cabrea saber ciertas cosas… Y a nosotros nos cabrea que unos cuantos idiotas nos vengan a joder el día cuando en realidad estamos preocupados por otro tipo de idiotas.
- ¿Puede ser más concreto?
- No me da la gana. – Respondió el turco, de forma desagradable. - ¿Es esto una entrevista periodística?
- Por supuesto que no. – La voz de Kowalsky surgió desde el pasillo, grave y tranquila. El turco sonrió: Jugarse la vida le había hecho un cambio a mejor en la personalidad. El periodista tomó asiento y lo miró a los ojos antes de continuar. – Esto es personal, agente Kurtz.
- “Esto es personal, agente Kurtz”… - Repitió el turco, riéndose entre dientes. – Kowalsky, debe usted ser el primero que me lo dice sin un arma cargada en la mano. ¿Entonces por qué me llama “agente”? – Preguntó el turco, mirándolo fijamente por encima de su taza de café. Intentando distraerse, Caprice desvió su mirada a Etsu, y vio para su sorpresa que la actitud del perro había cambiado totalmente. Si bien antes era un animal simpático y juguetón, había sentido la desconfianza de su amo. Se encontraba erguido y alerta, sentado al lado del turco, vigilándolos.
- ¿Cómo prefiere que le llame? – El turco sonrió y con un gesto de la mano le indicó que siguiese. – Bien… He hablado con Rolf recientemente, y me dijo que ustedes ya no son “amigos”. Sin embargo, tengo un par de preguntas al respecto.
- Es libre de hacerlas… - Respondió Kurtz. Caprice no apartaba la vista. ¡Esto era lo que había querido hacer en la universidad! ¡El mundo real, como en las películas! Preguntas capciosas, respuestas con doble sentido… La última vez que había entrevistado a un turco, había sido en el estreno de una película estúpida, protagonizada por dos o tres estrellas de moda del canal musical de Shin-Ra Televisión. El turco en cuestión tampoco había sido demasiado brillante.
- Y usted es libre de responder lo que le dé la gana… Perfecto. – Asintió Kowalsky, masticando un donut. - ¿Sabe usted cómo se unieron los “fab four”? – Nadie fuera de aquella mesa entendería que no se refería a cierto célebre grupo de música.
- Supongo que todos querrían triunfar en la música. Pero también ser famosos, aunque ese no fuese un objetivo deseado por muchos otros grupos, más puristas… Estos otros grupos puede que solo quisiesen tocar. Ya sabe: Hacer algo bueno y decente, entre tanta mierda. – El turco mantenía el gesto impasible, sonriendo con cara de poker mientras disfrutaba de su café y su donut. Sus interlocutores, por otra parte, lo miraban con atención febril.
- Y sin embargo, no hay versiones definitivas de su disolución, ni motivos.
- Tampoco voy a hacer conjeturas… - Respondió el turco descartando la pregunta.

Los periodistas intentaron no dejar escapar pistas, pero el turco pudo ver en sus gestos que Rolf tampoco había dicho nada.
Kowalsky lo miraba a los ojos con gesto decidido, mientras que Caprice miraba a su novio de forma suplicante, instándole a que fuese cuidadoso. Ella posó su mano pálida sobre la mano rechoncha y de dedos cortos de él, que la tomó y la apretó. Luego apuró el café de un trago y alzó la mirada, clavándola en los ojos del turco, que le sonreía con un deje de insolencia.

- Agente Jonás Kurtz: ¿Por qué me salvó la vida? – El turco le mantuvo la mirada en silencio unos segundos. La insolencia desapareció de su rostro, mientras se planteaba dar una respuesta absurda y no comprometedora. Kurtz cerró los ojos, sonrió de nuevo y respondió a la pregunta del periodista con otra pregunta.
- ¿Conoce a un tal Brett Kowalsky?





- ¿Soy un monstruo? No es una pregunta tan difícil. Quizás podría decir que si: No he matado, pero he visto hacerlo y no lo he impedido. He podido salvar vidas, pero tenía otras cosas que hacer, en nombre de la fama, la fortuna y la gloria. He podido ayudar a todos esos hambrientos que se ven en la tele, estando a su lado, ofreciéndoles algo de comida y agua potable, y no lo hice siempre que tuve ocasión. A veces me guardé el agua para mí, a veces incluso comía a su vista… ¿Por qué no fui mejor persona? ¿Sería el miedo? ¿Sería el desprecio? ¿La paranoia? Son tres cosas que no vinieron conmigo, sino que me fueron inculcadas, golpe a golpe, frase a frase. Cosas como “asquerosos monos amarillos”, “basura come-arroz” o “hijos de puta feudales”. Wutai quería ser un país feudal, y les metimos el progreso por el culo, bien impulsado con balazos, materia y napalm. Nada de mierdas de armas cuerpo a cuerpo, nada de mierdas de tradiciones ni sacerdotes ni pagodas.

En un repentino silencio, un par de pinceladas mancharon un lienzo. Nada de colores: Blanco y negro. Un cuadro a la tinta, al estilo del país que cruzaba sus pensamientos en ese instante. Al igual que todos los que cubrían las paredes de su celda. Sin colores, solo equilibrio y tranquilidad. Sin grises, sin paranoia, sin ideas confusas: Blanco y negro unidos en el paisaje apacible de lo que hubo sido. De lo que podría aún seguir siendo.

- ¿Qué mierda sabe un habitante de Midgar de Wutai? Probablemente lo único que conozca de este maravilloso lugar es que se opusieron al progreso y lo que leen en los anuncios del paraíso de las tortugas. ¿Qué queda? ¿Una mierda de posada? ¿Ese es todo el recuerdo de un pueblo noble y valiente que ensalza el sacrificio por encima de todo? ¿Cuántos de nuestros chicos murieron por manos de algún civil que se coló entre ellos con una granada? Hijos de puta… Jugar de forma tan sucia, con gente que estaba repartiendo comida para intentar ganarse a la gente… ¡Cabrones! ¡Ellos son los monstruos! ¡Ellos son los monstruos! ¡Ellos! Ellos… ¿Son realmente monstruos? ¿Hubieran llegado a eso si no se les hubiese bombardeado con napalm? El napalm…
Se levantó y corrió hacia la pared derecha. Todas las paredes de su cuarto estaban cubiertas de fotografías y pinturas. Algunas propias, y otras simples recortes de periódicos. Todas ellas de una época pasada y turbulenta, pero a la vez sencilla: Sigue vivo, sigue sacando fotos. Repite hasta que acabe la guerra.

En medio de la pared, un papel en blanco obstruía al monstruo que rondaba su mente de vez en cuando. Estaba sujeto a un tablón de corcho por un par de chinchetas en la parte superior, de modo que cuando se sentía fuerte, podía levantarlo y contemplar aquello que ocultaba. Aquello para lo que pidió ser hipnotizado y dibujar. Aquello que vivía en el fondo de su alma, mirándolo y juzgándolo a cada segundo. Cogió aire y levantó levemente el papel. El rojo fue como un disparo en el hondo de sus retinas, las cuales parecían ser dos balsas de aceite. La suma de colores incendiarios, en una perfecta nube roja y gris se clavaron como un hierro ardiente en su alma, haciéndole luchar por contener un grito: Napalm. Un coro de gritos de agonía al ritmo de la carne despegándose de los huesos. ¡Derritiéndose! Nada debe ser tan horrible como ver como tu propio cuerpo se deshace. Dicen que los nervios se queman, y se deja de sentir dolor, pero… ¿Quién puede sobrevivir a esa imagen?

Finalmente se tranquiliza y puede ver el dibujo lentamente. Las llamas parecen las rayas de un tigre, alzándose en un rugido con forma de nube ardiente. En ese dibujo no hay victimas ni agresores. No hay árboles, cabañas ni selva. Solo la llama. La terrible llama… Terrible y a la vez hermosa… Volvió a tomar su grabadora y la acercó a su cara, mientras sonreía extrañamente. Antes de hablar, apagó la luz, se acercó a la persiana y la abrió. Por lo visto aún no había anochecido, y se veía alguna luz entre los resquicios del gran agujero de la placa, no demasiado lejano de este manicomio perdido en el sector 8.

- Lo peor del infierno, es el punto de no retorno: El terrible momento en el que la vida normal se convierte en una locura imposible de comprender, en la que tampoco es posible participar. No hay salida, no hay retorno… Solo estamos ellos, yo… Y el monstruo al que ellos no pueden ver.

Un par de golpes en la puerta atrajeron su atención. Todo su cuerpo se puso en tensión al instante.

- ¿Quién es? ¿Qué quieres? – Gritó, mientras cubría el provocador dibujo con su folio en blanco, intentando ocultar cualquier señal de manipulación.
- Señor Kowalsky, soy el doctor Finnegan. – Dijo una voz paciente al otro lado de la puerta. – Tiene usted visita.
- ¡¿De quien se trata?! – Preguntó el paciente.
- Apártese. – Sonó una voz impaciente al otro lado de la puerta. Esta se abrió y un rostro desconocido la cruzó. Se trataba de un hombre, joven, aunque ya entrado en la treintena. Tenía el pelo eternamente revuelto, como si fuese imposible ya la mera idea de ponerle orden, y una trenza un poco ridícula colgando bajo la oreja izquierda. Era corpulento, y sus ademanes eran amenazantes. Se giró para apartar al doctor Finnegan de un leve pero firme empujón y cerrar la puerta tras él. Luego, alzó la vista y sonrió.
- Has cambiado mucho, Kurtz. – Saludó el habitante de la celda. – Lo de la cara, ¿fue en la guerra?
- Vaya, Kowalsky… Nadie suele echarle huevos a preguntarme cosas así antes de haber aguantado unos cuantos días a mi lado sin que les parta la cara. – Dijo el turco, sonriendo mientras se giraba.

Brett Kowalsky, reportero gráfico independiente. Había acompañado a su unidad durante cinco meses. Por aquel entonces, Kurtz era un prometedor y guapo cabo primero, al que el joven bajito y desgarbado había caído bien, y había acogido bajo su protección. Kowalsky sacaba fotos de todo, mientras que Kurtz tenía paciencia y ganas infinitas para explicar los detalles de cualquier arma, trampa caza-bobos, o estrategia del enemigo. Brett siempre recordaría aquella frase de “Un cabrón dispuesto a usar palos punji contra ti merece sin duda que lo mates tan pronto como puedas”.
Hoy, Jonás era un hombre más corpulento, de apariencia temible y maneras seguras y contundentes. Brett era un hombre delgado y desgarbado, con una ligera barriga y el pelo revuelto con algunas canas prematuras.

- Nadie te conoce desde hace tantos años como yo. – Rió Kowalsky. - Es un sacrificio vistoso por el cuerpo. Seguro que con tus méritos y eso, a estas alturas ya serás capitán o algo… - Su visitante puso cara de circunstancias, dando a entender que no estaba acertando, precisamente. - ¿Teniente?
- A teniente si que llegué, pero fui degradado. Mal comportamiento… Peleas… Demasiado ansioso por matar y vengarme. – El internado chasqueó la lengua varias veces, con desaprobación. - Ya me conoces.
- Joder… Catorce años… ¡Y aún me llamas Kowalsky! – Rió. - ¡Llámame Brett, hombre! ¿Quieres tomar algo? Puedo pedir que te traigan algo…
- He traído yo. – Dijo mientras sacaba un par de puros y le ofrecía uno. Brett se quedó mirando con gesto extraño el encendedor de gasolina que el turco tenía en la otra mano. - ¿Pasa algo?
- ¿Me permites? – Preguntó el interno, mientras tendía una mano hacia el mechero. Ignorante, Kurtz lo depositó en ella. Kowalsky lo miró como si fuese una especie de piedra preciosa, abriéndole el capuchón y deslizando la yema de su índice por la rueda. Luego recorrió el lado grabado con el nombre y número de su unidad: 288 Aerotransportada: Raining Fire. Finalmente lo encendió, ofreciéndole fuego a su visitante. - ¿Sabes una cosa? Si hay algo que no me he quitado de la cabeza nunca, fueron los bombardeos de napalm: Un uso de fuerza extrema contra seres humanos. Creo que así es como se debe sentir una cucaracha aplastada por un camión. – Kurtz no lo miraba. Sus ojos vagaban en silencio a lo largo de cada foto, reconociendo caras, galones, compañeros, hijos de puta, y lugares. Muchos lugares. Dio una nueva calada y cerró los ojos.
- En mi caso, fueron los combates cuerpo a cuerpo. – Confesó. – Llegué muy orgulloso de mi barrio, pero nada que había vivido entonces era comparable a aplastar el cráneo de alguien de un culatazo, o ensartarlo con una bayoneta. – Paró para dar otra calada, mientras se incorporaba, imitando la posición de una carga a bayonetazos. – Lo peor es cuando no la retiras a tiempo, ¿sabes? Están hechas para salir desgarrando, y al sacarlas abres la herida y dejas paso a la sangre. Si no las sacas, empiezan los estertores, y los espasmos, y los puedes sentir al otro lado del arma. Sin duda, eso es lo más enloquecedor de todo: Sentirlos morir como si murieses tú mismo.
- No te he visto en ninguna institución mental, Kurtz…
- Jonás. – Corrigió el turco.
- Bueno, amigo Jonás. Como iba diciendo… Te veo reintegrado, aunque manteniendo una gran agresividad. – Kowalsky estaba entusiasmado por su visita. Se movia inquieto, ordenando montones de papeles y recortes. Los desplazaba de un sitio a otro, y luego de vuelta al lugar original en forma de una pila aún mayor. Finalmente, Kurtz se sentó en el suelo, apoyándose en un lateral de la cama, y Brett, encogiéndose de hombros, hizo lo mismo.
- Siendo sincero… Nunca he sido capaz de salir de casa sin un cuchillo y una pistola. De misión, llevo hasta granadas. A veces, envidio a todos esos cabrones, que tienen vidas normales, con preocupaciones corrientes y problemas comunes.
- ¿Y no puedes ser uno de ellos?
- Quizás podría… Pero no quiero. – Respondió Jonás. – Soy turco, ¿sabes? Seremos unos hijos de puta, pero créeme: Si ahora mismo desapareciésemos todos, el mundo se iría a tomar por culo a la de ya. – Kurtz cerró el mechero de un manotazo, al que Brett ya no estaba mirando.
- De modo que ya no conquistas aldeas: Ahora salvas el mundo en nombre de Shin-Ra…
- Shin-Ra solo pone el dinero. Puede que sea un agente raso, pero nadie me dice lo que tengo que hacer. Al fin y al cabo, soy un temible veterano de la última guerra que tuvo el país, y estoy un poco tocado de arriba…
- La compañía.
- ¿Qué? – Preguntó el turco, distraído en las fotos.
- La guerra no fue Midgar contra Wutai, sino Shin-Ra contra Wutai.
- Ah, si. Claro… - Kurtz era incapaz de apartar la vista de las fotografías. - ¿Ganaste muchos premios con estas?
- Unos cuantos… Están bajo la cama, en cajas de zapatos. ¿Quieres verlos?
- No parece que te importen demasiado, así que…
- La verdad es que no.

Sobrevino un silencio, pero uno tranquilo. Kurtz contemplaba una fotografía tras otra, y su anfitrión iba señalando detalles, que le hacían ora reír, ora sonreír con melancolía, o volverse pensativo de golpe para intentar situar de nuevo una cara familiar, o un momento concreto. Fotos sacadas con gestos confiados, minutos antes de que sus protagonistas falleciesen en una emboscada… Fotos honorables, fotos juerguistas… Los alijos de porno, las borracheras, los permisos… El chaleco de kevlar de Kowalsky, con la inscripción de prensa…

- Nunca olvidé que te debo la vida.
- Yo nunca lo recuerdo. – El antiguo reportero le quitó importancia al asunto. – Tú tampoco deberías. Salvaste la mía muchas veces.
- Si, pero era mi deber como soldado: Tú eras un civil. ¿Te acuerdas?
- Si, Jonás. – Kowalsky lo miró, muy serio. – Al segundo año de guerra, cuando yo tenía veinte y tú dieciocho, caímos en una emboscada que acabó con todo el destacamento. Tú estabas pegando tiros, con la cabeza ida, y amontonando cadáveres, mientras hablabas de guardar la última bala para ti.
- Y tú me atizaste un culatazo en la nuca, me dejaste inconsciente y me pusiste tu chaleco de periodista. Cuando los charlies llegaron, lo único que vieron fueron dos reporteros: Uno entero y otro inconsciente, y el entero estaba intentando ayudar a su compañero. Gracias a eso, no acabé la guerra en un jodido campo de concentración. – Al acabar de hablar, Kurtz dio una larga calada a su puro, mientras Kowalsky lo miraba en silencio. – Nunca te lo agradeceré lo suficiente, aunque lo que viniese después acabase por convertirme en un monstruo. – Brett asintió, quitándole importancia al asunto.
- Así que confiesas ser un monstruo…
- Bueno… Digamos que he sido un monstruo.
- ¿Y por qué ahora no lo eres?
- Porque tengo mis amigos, mi vida hecha, y especialmente porque he aprendido a no matar o mutilar a la menor provocación.
- Felicidades por haberse reformado, Kurtz. ¿Quiere un abrazo? – Respondió el periodista con sorna.
- ¿A qué viene ese sarcasmo?
- Jonás… ¡Eres turco! ¡Tu trabajo te da todas las dosis de violencia que necesitas! – Kurtz asintió, cazado. - ¡Venga! ¡Dime por que no eres un monstruo!
- Yo simplemente sé que no lo soy. – Dijo, intentando huir del tema que él mismo había iniciado.
- Venga… - El periodista se quedó pensativo. - ¡Un buen motivo y te regalo mi premio a la foto del año!
- No… Además, no podría aceptarlo.
- ¡Te doy la foto que quieras! ¡Tengo los negativos, y puedo hacer más!
- Aunque sí quiera las fotos, no te lo diré por eso, Kowalsky.
- Brett… - Protestó el interno.
- Kowalsky es más sonoro. Viene antes a la cabeza. – El reportero empezó a hacer gestos, instándole a que se dejase de tonterías. – Vale: Te daré un buen motivo, pero ya pensaba decírtelo.
- ¿Y por qué a mí? – Preguntó el interno.
- Porque eres el único hombre de esta ciudad que lo entendería, al que puedo acudir sin tener que revolver miles de archivos clasificados. – El reportero sonrió, primero levemente, y luego más aún, al descubrir que su visitante hablaba en serio. – El sargento zurdo es una mujer. Es guapa, inteligente y valerosa, la conocí tras la guerra, lleva a mi hijo en sus entrañas, y antes de que acabe esta semana, le pediré matrimonio.
- No… Es decir… Tiene que… No… O… - Dudó durante un par de segundos, mientras sus ojos volaban hacia la grabadora, el dibujo que había terminado minutos atrás o el monstruo llameante que lo observaba desde detrás de su cárcel de papel. – No me estás mintiendo, ¿verdad? ¡Reconozco ese gesto de determinación! – Kurtz sacó el phs y mostró una fotografía, en la que una hermosa mujer de rasgos orientales sonreía a la cámara, haciendo brillar aún más el día.
- El mayor motivo del mundo para vivir, morir o matar. – Sonrió el turco.
- ¡Ahora si que te acepto ese cigarro! ¡No me extraña que estés con esa belleza! - Kurtz rió, mientras se lo ofrecía y encendía el mechero. Se quedó esperando a que Kowalsky dijese algo acerca del tabaco, pero este no dijo nada.
- ¿Por? – Preguntó el turco, retomando el tema de Aang.
- Eres un hombre atractivo, amigo mío. – La sonrisa de Brett desapareció: Era un periodista serio, comunicando algo totalmente objetivo. – No eres un guapo de cine, pero si un galán duro. Menos fachada y más contenido… Además de las cicatrices.
- Ahora si que entiendo que haces en un manicomio.
- Di lo que quieras, pero es verdad. Resaltan todo lo que piensas, tanto si te cabreas como si sonríes. – Kurtz y el periodista se miraron, a través de una nube de humo. – Seguro que ella adora como sonríes. – Kowalsky se quedó quieto, mirando a las puntas de sus pies, vestidos con un par de sandalias. Estaba saboreando el cigarro, y con él lo que acababa de decir y pensar, envuelto en caro humo coreliano. - ¿Sabes? Al volver de Wutai intenté trabajar normalmente para un periódico, pero no fui capaz de escribir un solo artículo. Todos los lugares donde me ponía a ello eran demasiado cómodos... Demasiado silenciosos. Tras tantos años oyendo tiros, escribiendo a lápiz entre pulgas, serpientes, pantanos, mosquitos y humedades, intentaba escribir sobre el suelo, sobre las escaleras… Nada era lo suficientemente forzoso como para poder concentrarme. Finalmente lo entendí: No era un soldado, pero tampoco era capaz de vivir fuera de la guerra. Entonces decidí internarme voluntariamente.
- ¿Y qué acabas de decidir? – Sonrió Kurtz.
- Salir. – Dijo el reportero con decisión. – Salir y ver mundo, y ver novedades, y ver cosas, y comer cosas, y oír cosas… Tengo ganas de conocer a la novia de mi hermano. Él dice que es guapísima. ¿Es cierto? – El turco asintió, distraídamente. – ¡Kurtz! ¡Jonás! – Gritó el periodista para sacar la atención del turco de su misma imagen, posando con cara de gilipollas amenazador, con un rostro lampiño e intacto. – Gracias a ti por salvar a mi hermano.
- Que menos… - Dijo mientras se levantaba. – Bueno, Brett. Me alegro de verte, pero tengo que irme. Te visitaré más a menudo, ahora que sé que sigues vivo…
- ¡Una última cosa! – Kowalsky corrió hacia la puerta, abriéndola y llamando a gritos al doctor Finnegan. Una enfermera, una mujer gorda, bien entrada en la cuarentena acudió a prisa a ver el motivo de esos gritos. Al llegar, lo primero en lo que reparó fue en que ambos estaban fumando ¡en una instalación sanitaria! Iba a decirles algo, pero vio entonces al visitante de aspecto violento, y decidió no sacar el tema. Kowalsky, el paciente alojado en ese cuarto estaba revolviendo en el baúl de sus pertenencias como un poseso, hasta que al fin sacó una caja con gesto triunfal que a los pocos segundos se desvaneció. – El carrete se habrá caducado…
- No importa. – Repuso el visitante, tendiéndole un moderno PHS a la enfermera. – A estas alturas, hasta los vibradores sacan fotos. – Dijo mientras se situaba junto al otro. La enfermera no podía verla desde el umbral de la puerta, pero al otro lado de la hoja de esta, los mismos hombres sonreían mientras disfrutaban de una vida mucho más sencilla, a miles de kilómetros y muchos años de distancia, con dos vidas prácticamente distintas.
- Digan patata… - Dijo la enfermera, siguiéndoles la corriente con algo de miedo.
- Prefiero decirle que me largo. – Rió el reportero, acompañado de la carcajada de su amigo mientras salía el flash.



Hace día y medio.

- Sin ira… Puedo ver como intentas luchar por tu vida entre miedo y desesperación.

Kwam corría frenéticamente, por los pasillos de la nave industrial de la que habían hecho su cuartel. Sentía como sus órganos internos se rebelaban a cada paso, culpándole por una vida de pereza e inactividad. Tenía un microfusil en la mano, y aún así se sentía indefenso como nunca se había sentido en su vida. Corría y corría, ignorando el dolor y la falta de aire, apretando su arma con tanta fuerza que los anillos, las joyas con las que ilustraba su prosperidad, se le clavaban en los dedos. El dolor… El miedo…

Los estrechos pasillos del nivel superior estaban en una zona antes ocupada con oficinas. Ahora estaba llena de habitaciones vacías de cualquier actividad laboral. Algunas abiertas y otras cerradas. Las primeras, amuebladas con viejos colchones manchados de sudor, orina y semen, eran fumaderos de crack y meth. Algunas estaban siendo usadas en ese preciso momento: La mirada de Jaleel Kwam se cruzó con un yonki asqueroso llamado Dee. Un cabrón lo suficientemente afortunado para haber afanado una cartera bien surtida, comprar una dosis extra y estar disfrutando en ese preciso instante de una mamada. Una sucia furcia yonki se esforzaba con la polla de ese mierdas, motivada por la promesa de una dosis en una noche fría. Jaleel lo despreciaba, igual que había despreciado a todos esos tirados que venían a darle su dinero una y otra vez. Sin embargo, ese cabrón estaba fumando tranquilo, y recibiendo una mamada, y Jaleel estaba siendo cazado.

Los gritos de esa bestia inhumana resonaban en los pasillos, recitando siniestras deducciones filosóficas mientras tomaba las vidas de sus hombres, uno tras otro. Sus gritos reverberaban. Dolían. Algunos eran simple músculo contratado, pero otros no. Lo sentía por Tyrone, que se había abierto paso a su lado… Espalda contra espalda desde lo más bajo de lo que había sido el sector siete. Ahora mismo, Tyrone estaba tirado en el suelo de su despacho, sangrando sobre su traje de alta costura. Podría verse a sí mismo, ya que su cara había caído a un par de metros.

- Esa resistencia… ¿Es lo que nos hace humanos? ¿O es acaso la parte animal de nuestra especie? Aquello que nos empuja a sobrevivir como sea…

Nathaniel Jonze analizó concienzudamente esa mirada: Estaba plenamente poseída por el miedo. Paralizada, como una respuesta inadecuada a sus plegarias. Decepcionante, en una sola palabra. Sus días habían perdido su emoción, dando caza sin odio ni piedad a SOLDADOS caídos por el influjo enloquecedor del cometa. Combates que se habían vuelto fáciles, a la larga, por el exceso de confianza en la superioridad física, por la dependencia de modelos y por maniobras de combate rígidas, formales y predecibles.
Las noches habían sido un mundo nuevo, donde el guerrero experimentaba el inhumano placer de la depredación. Los SOLDADOS respondían conforme a su entrenamiento, pero estos no… Delincuentes, empresarios, oficinistas, contables, prostitutas, estrellas de cine… El ser humano en su esencia: Triunfadores y miserables encaraban el momento final de sus vidas, con distintas caras, con distintas actitudes. Jonze las atesoraba todas en su recuerdo, cada una en un lugar especial. Las repasaba y las analizaba, y se sentía bien por ello. El filo de sus machetes había dado sentido a muchas vidas insulsas de depravación y bajezas, y un final romántico a otras vidas elevadas y generosas. Se preguntaba si sería injusto que santos y pecadores falleciesen por la misma hoja, pero la naturaleza no hacía excepciones, y tampoco él debería hacerlas.
Otro matón murió. Los machetes kukri, cargando su peso en la hoja, golpeaban con la fuerza de hachas, partiendo huesos limpiamente, impulsados por la fuerza sobrenatural del asesino. Los implantes de sus manos relucían, y la sangre que quedaba en los surcos de piel arrugada y destrozada que cubría sus manos quemadas. Su epidermis, destrozada, su endodermis, inservible… Era un ejecutor incapaz de sentir nada en las manos. Sin huellas dactilares, los únicos rastros que dejaba su paso eran la muerte y la brutalidad. La naturaleza en su último aspecto.

- ¿Y yo? ¿Soy inhumano por cazaros? ¿O es acaso eso lo que me convierte en algo superior a vosotros? Soy un depredador, soy algo vivo y natural que os devuelve al ciclo. Soy el equilibrio entre la vida y la muerte… Soy la siega.

Jonze corría por los pasillos con júbilo, haciendo resonar las carcajadas de su voz profunda, recordando cada vez que filosofaba, su expulsión de su Cañón Cosmo natal. “Eres una bestia, y con tu vida has dado la razón a los malos augurios de tu nacimiento”. Jonze sonreía al recordarlo, pero no le importaba convertirse en el demonio que los astros habían decidido que fuese. Abrazaba su papel con pasión y desenfreno, en noches cada vez más comunes y regulares. El demonio ruge y devora, no da nada a cambio. El demonio llega y toma todo lo que ve, no trae el equilibrio, sino la perdición. El demonio lucha por su rabia, por su llama interior, incapaz de conocer la paz. El demonio solo encontrará el equilibrio en un poder tan grande y fuerte como el suyo.

Jonze se fue de Cañón Cosmo con una risa incrédula y blasfema, con una mirada burlona acerca de lo que creía los delirios de un anciano. Sin embargo, una vez más ese maldito fósil se alzaba con la victoria: Había tenido razón, y Jonze deseaba rajarle como nunca había despedazado a nadie, solo por hacerle sentir como se había sentido ahora. Agarrando a un matón por el cuello, mientras sujetaba uno de sus machetes con los dientes, lo sacó a través de la ventana y le abrió las tripas con un tajo desde el cuello hasta la ingle. Mientras aún gritaba, lo dejó caer los quince metros que lo separaban del suelo. Su cuerpo cubierto de sangre relucía, entre las luces de neón de los distritos vecinos, y las luces de las estrellas que había dejado el vecino sector 7. En medio de ellas, un punto rojo, que parecía la herida que había hendido los astros. Nathaniel Jonze sabía que no era así: Esa llama era el demonio. Era la inquietud ansiosa por encontrar a su gemelo. Este luchador había crecido con el mismo espíritu combativo que él. Era temible en el combate: Un oponente astuto y retorcido. Un mentiroso compulsivo, cuyos movimientos encerraban falsas fintas, las cuales ocultaban estocadas tan mortíferas como verdaderas. Ante ese hombre, al que Nathaniel podía llamar con orgullo su hermano, el SOLDADO demonio, el ejecutor extremo, había sentido el miedo. El terror llenaba su presencia, inflamándolo por dentro. La adrenalina entraba en ebullición en su interior, y todo su espíritu lo impulsaba a luchar por su vida hasta las últimas consecuencias.

- ¿Es la siega el fin de un ciclo? No se puede terminar algo que es infinito: No puede haber siega sin siembra. La siembra dará la flor, y esta el fruto. La siega es la toma de lo trabajado durante años, y es a la vez la recolección de la simiente de un nuevo ciclo. Sin embargo… Vosotros no tendríais por que morir aquí… - Un matón, con dos machetes hundidos firmemente en los pulmones, en un crujido de costillas rotas, gritos de dolor e intentos de respirar, mientras las vías respiratorias se anegaban de sangre. En su mirada había súplica. – Si mis órdenes no fuesen tan claras… Os mato, y al mataros destruyo todo. Tanto lo que sois, como lo que podríais llegar a ser... – Jonze rió con cinismo. – No sois sino basura homicida y criminal. – Tras escupir esto al rostro del moribundo, afirmó su sujeción sobre los machetes, y cruzando ambos brazos partió en dos el cuerpo del matón como si fuese gelatina.


Jaleel Kwam estaba en la azotea, junto a dos de sus hombres. Ese hijo de puta había serrado la escalera de incendios antes de ir a por ellos, y el almacén del piso inferior de la nave industrial, lleno de coches de lujo robados, ardía como el infierno, y al igual que este, representaba el fin de sus esperanzas. Los tres criminales sujetaban firmemente sus armas, apuntando hacia la puerta que comunicaba la azotea con las escaleras interiores. Permanecía entreabierta, y tarde o temprano el temible asesino de SOLDADO enviado a por ellos aparecería allí. Kwam lo conocía. No sabía su nombre ni su identidad, pero sabía de su existencia. También conocía su propósito, y el significado de que esta vez fuese él el objetivo de ese salvaje: La Organización lo había traicionado.

Todos sujetaron con más fuerza sus armas cuando el resquicio abierto de la puerta se iluminó con una luz rojiza y tenue. Apenas un segundo después, la puerta y con ella toda la caseta del acceso a la azotea saltaron en medio de una gran explosión. Trozos de hormigón y metal volaron por los aires, aplastando a uno de sus chicos. El otro palideció, y pagó su descuido muriendo congelado en ese mismo instante. No era lo suficientemente importante para que el cazador se parase a matarlo como era debido. Jaleel pudo ver su silueta cruzándolas llamas. Jonze alzaba sus más de dos metros de estatura, sonriendo como una bestia. La piel curtida de su rostro se tensaba y trenza revoloteaba en el viento nocturno. Alzó sus dos machetes, reforzando el conjuro de coraza que lo escudaba y se quedó quieto, esperando a que Kwam apretase el gatillo. El microfusil vomitó una salva de treinta balas en menos de un minuto, pero el retroceso las dispersó bastante de su objetivo. Las pocas que iban a acertar al SOLDADO eran ralentizadas por la coraza y apartadas con rápidos golpes con la parte plana de las hojas de los machetes. El mafioso tuvo tiempo de recargar y soltar otra salva, pero el resultado fue el mismo, sino peor. Consciente de su perdición, Jaleel Kwam temblaba aterrorizado. Jonze corrió hacia él, salvaje y libre como un animal enloquecido. Saltó el respiradero tras el que Kwam se había parapetado y en su salto pateó su estómago, dejándolo sin respiración y tirándolo al suelo. Guardó uno de sus machetes, y usó la mano libre para agarrar a su víctima y arrastrarla hasta el borde. Una vez allí lo alzó y lo sostuvo sobre el vacío, mientras lo encaraba con una sonrisa.

- ¿Sabes cual es la respuesta, pequeño animalillo asustado y a punto de morir? Yo soy aquel que es antinatural: Os cazo, pero no por el ciclo. Mi vida y mi sustento no necesitan de vuestra muerte, y sin embargo, salgo cada noche a poner fin a desdichados como vosotros. La naturaleza os ha dado el instinto de sobrevivir a la desesperada, luchando contra la fatalidad con vuestras manos desarmadas si es necesario… Sin embargo yo he aprendido por mí mismo como exterminaros.
- ¡Maldito demonio! – Gritó Jaleel, entre rabia y frustración.
- ¡Exacto! – Admitió Nathaniel Jonze, mientras partía en dos su cabeza con un machetazo vertical. Muerto al instante, Jaleel Kwam no emitió sonido alguno mientras caía hacia los contenedores del callejón trasero del que había sido el fortín principal de su pequeño imperio criminal. – Has acertado de lleno.



A todo el mundo le gusta que se la chupen, y el que diga que no, miente. Dekk van Zackal tenía eso perfectamente claro, mientras la boca de la joven camarera del hotel quedaba libre. Con un brusco tirón, la obligó a ponerse en pie y la giró, empujándola contra el lavabo del baño. Le desgarró la ropa interior y embistió sin darle tiempo a reaccionar. Era una mujer guapa, pelirroja, de apenas veintipocos años de edad. Guapa, sin duda. Toda una tragedia verla desaprovechada, sirviendo copas en un hotel de lujo. La típica mujer que solo está aquí de paso. Tarde o temprano, algo mejor aparecerá. Van Zackal quiso probar su temblé, y ella pudo ver en el espejo como el turco sacaba una pequeña pistola, con la punta prolongada con un silenciador. Podría acabar con ella allí mismo, de forma discreta, y sin tener que atender a las consecuencias de sus actos. El cañón estaba apoyado en su barbilla, obligándola a levantar la cabeza en un gesto altivo, y sin embargo, ella sonreía. Las manos del turco apretaban sus pechos, retorciéndole los pezones suavemente, mientras ella gemía, llevándolo al borde del orgasmo. En el espejo podía ver su rostro, marcado por la tensión y el ansia que precedía a cada acometida. El cañón del silenciador le rozó los labios, y entonces ella hizo algo que ninguna había hecho hasta entonces: Sacar la lengua y acariciar con ella el arma con gran gesto de placer. Dekk sonrió. La agarró de la nuca y la obligó a postrarse sobre el lavabo, casi golpeándola contra la porcelana. Apoyó el cañón en la nuca de la camarera y apretó el gatillo diez veces. Diez sonoros “clicks” restallaron, mientras ella se estremecía de miedo y placer cada vez que el percutor sonaba, impedido de cumplir su letal función por el seguro. El condón fue arrojado contra uno de los urinarios, y el turco se estaba poniendo los pantalones, mientras la camarera se erguía lentamente, temblando a la vez que jadeaba, disfrutando, sin poder reponerse del susto. Miró al turco y sonrió con lascivia, mientras este se acercaba a su lado y retocaba su peinado.
Dekk consultó la hora en su reloj, ignorándola, y tiró de la regleta de la pistola, sacando la bala de la recámara y poniéndola de pie sobre la porcelana.

- Para cuando te acuerdes de mí.

Abandonó el baño, caminando hacia la cafetería. Montes estaría en el aparcamiento con los coches, o habría conseguido una habitación y una furcia. No paraba de rajar acerca de la suite presidencial del Hotel Grand Capital, y de lo que le gustaba una buena juerga en ese sitio, sin embargo no era probable que su compañero se embarcase en una orgía cuando no iba a tener toda la noche para dedicársela. No estaban aquí por trabajo, pero tampoco por placer.
Una nota firmada por su jefe lo llevó a una sala privada, dentro de una habitación hecha con falsos espejos tintados, a través de los que podía verse la espectacular planta baja del Grand Capital, con el mayor casino de Midgar. Realmente, tenía poco que envidiar a los de Gold Saucer, con la diferencia de que el Grand Capital ofrecía placeres más adultos y privados, pero solo a quien pudiese pagárselos.

- Señores… Señora… Buenas noches. – Y ahí estaba, en la antesala del poder, el dinero y el control sobre las masas. Los medios, el brazo armado, las grandes empresas que controlaban las concesiones y subvenciones de ese demiurgo económico llamado Shin-Ra. Y ante ellos, él.
- De modo que este es el nuevo y prometedor líder, ¿eh?
- Sí, señor. Dijo Dekk con seguridad, fingiendo un saludo militar para el hombre sentado frente a él.
- No tuviste un buen comienzo a nuestro servicio, chico… Y aún así se te ve muy seguro. – Dekk se giró. El hombre que le había hablado era moreno, no muy alto, y lucía las imperfecciones que el turco había aprendido a reconocer en las narices rotas restauradas mediante cirugía estética. Prácticamente eran el sello personal de Grim, los días en los que se encontraba de buen humor. Dekk sonrió. No hay nada más patético que un hombre que lo tiene todo y vive frustrado con su vida.
- ¿Yo?
- Tú, pequeño soldadito arrogante de peinado ridículo. – Dekk asintió varias veces, meneando levemente la cabeza arriba y abajo. Miró de reojo a Jacobi, pidiendo permiso, y vio como su líder se giraba hacia un anciano de cabellos plateados, arreglados en un estilo clásico acorde con su traje. Todo en su postura y porte reflejaba autoridad, elegancia y sobriedad. El hombre empecinado en insultarle, a su lado, no parecía sino un patético reflejo. El hombre mayor se acercó a la mesita que se interponía entre sus sillones, y tomó de allí un vaso de dorado licor.
- ¿Tiene algo que alegar con respecto a sus actos, señor Van Zackal? – “¡Si!”
- Me alegra enormemente tener esta oportunidad de describir la escena desde un punto de vista táctico. – Se giró hacia ese patético intento de amo del mundo antes de seguir hablando. – Fui informado de que había un trabajo extra bastante sencillo: Eliminar a un alborotador. No debería ser nada difícil, ya que un… Amigo mío, ya había entablado contacto con él, y lo había llevado a un lugar seguro, donde su “agente” les dio un aviso.
- Un buen muchacho, ese joven Nathaniel. – Interrumpió un hombre corpulento, cuyo amplio abrigo cubría unos hombros anchos y un cuerpo musculado, pese a sus sienes canas y su rostro arrugado. Un sable pendía de su cadera, y miraba a los sugerentes uniformes de las crupiers mientras prestaba oídos a la reunión. – Sin duda, un muchacho de primera.
- Sin embargo, ese “agente” fracasó por un factor externo. Alguien apareció de repente para salvar el patético pellejo de ese revoltoso. Un grupo de cuatro hombres, de los que solo uno ha sido identificado. Su agente fracasó en su función, y fue el único superviviente de su grupo. El piloto contratado para la ocasión persiguió al vehículo que sacó al objetivo durante aproximadamente veinticinco minutos. Los destrozos fueron numerosos y la persecución llegó a su fin cuando los semáforos actuaron de forma inesperada, abriendo todos los carriles del cruce entre Equidna y Duende. Colisionamos con varios coches a la vez. Mientras nuestro vehículo estuvo detenido, un agente externo intervino vía bluetooth el sistema electrónico del coche, apagando el motor y bloqueando todos los sistemas, empezando por el de arranque.
- ¿Cree que podría haber un quinto hombre? – Preguntó el anciano.
- De ser así, no dejó ni una sola huella a su paso. Sin embargo nuestro vehículo no se detuvo por ciencia infusa, de modo que me inclino a pensar que si, y que es un experto.
- Por vida que es un buen relato… - Comentó el espadachín al oírlo.
- Soy un agente de Turk, con una cierta experiencia… Como tal, creo que podré serles mucho más útil que un vulgar… “Chico”.
- ¿El hombre identificado? – Preguntó la única mujer, desde una de las esquinas de la mesa.
- Jonás Kurtz, también conocido como “Scar”. Veterano de Wutai, sirvió en la 288 aerotransportada hasta su licencia con deshonor en 1997. Es un experto en una gran cantidad de formas de matar, así como en la estrategia: Despliegues, emboscadas...
- No se puede matar a un turco sin pagarla. – Sentenció Jacobi. – Ni siquiera a ese perro rabioso de Kurtz. Es un activo demasiado valioso para la unidad, pero solo hasta que la nueva hornada de agentes se haya establecido. Ese hombre vale por diez en cualquier conflicto, pero preferimos tener diez afines.

Una cadena de asentimientos respondió a Jacobi, mientras el anciano de aspecto elegante llamaba a una camarera con un pulsador. A Dekk le hizo gracia encontrarse una cara conocida, enmarcada en una melena pelirroja. Mientras iba recorriendo la sala, entregando en mano cada bebida, el joven turco sacó su billetera y extrajo un billete de cien guiles de su interior. Fue entonces cuando la puerta se abrió de nuevo con un sonoro golpe, que hizo estallar ambas hojas contra las paredes que la rodeaban. Un hombre inmenso y corpulento, cubierto de sangre a medio secar cubría casi todo el umbral. La luz del fondo deslumbraba a los presentes en la sala, donde la iluminación era tenue e indirecta, e impedía reconocer su semblante.
Entró en la sala, con pasos sonoros y acompañados del hedor de la sangre y la muerte.

- No se preocupen… He entrado por detrás, nadie me ha visto. Siento el retraso.
- ¿Todo en orden, muchacho? – Preguntó el otro militar presente.
- Fácil y rápido. – Dijo mientras se interponía ante la camarera. – Agua, por favor. Muy fría. – La mujer aguantaba el tipo, pero el olor a sangre que impregnaba las vestiduras del recién llegado le empezaba a causar arcadas. Nada más oír el pedido, se alejó rápidamente de él, mientras veía una retorcida sonrisa en su rostro curtido.
- Permítanme invitar a esta ronda. – Dijo el turco, caminando hacia la camarera y depositando el billete en la bandeja. Cerca de la puerta, añadió en voz queda. – Toma, guapa, cómprate algo bonito. Ya vendré a ver como te queda.
Dekk Van Zackal cerró ambas hojas de la puerta y se volvió, contemplando lentamente a los presentes: Representantes de cada poder, incapaces de plantar cara a Rufus y a su omnipotente Shin-Ra, pero ansiosos por unirse al servicio del amo del mundo. El presidente parte el pastel, y siempre se acuerda de sus amigos. Siempre amigos importantes, representantes de muchos de los poderes de la sociedad: La política, la empresa, los medios y desde luego, la fuerza bruta de Turk y el ejército. Dekk alzó su copa.

- ¡Por nuestra prosperidad!



Al detenerse el vehículo, todas las miradas de la avenida se cerraron a su alrededor. Era un coche de estilo clásico, grande y de estructura cuadrada y aspecto amenazante, un poco estropeado por unas extrañas llamas de vinilo adheridas a ambos lados. Se detuvo ante una de las últimas casas del vecindario y de él se bajaron dos hombres. El primero era grande y corpulento, y el segundo, que se bajó del asiento del conductor, esbelto y de menor estatura. El primero estaba en una avanzada cuarentena, y el segundo era un joven de veintipico. Ambos llevaban el pelo recogido en una coleta, y ambos lucían igual indumentaria: Traje negro mate, con corbata a juego y una camisa blanca marcando el contraste. Bajo sus prendas se podía reconocer el bulto de un chaleco antibalas.
La puerta se abrió ante ellos y una mujer rubia y corpulenta los recibió, parapetada tras ella. Vestía un albornoz y tenía el rostro pálido y ojeroso. El joven miró a su compañero en silencio.

- Buenas noches, señora. – Dijo el mayor. - ¿Está su marido listo?
- ¿Cariño? – Preguntó ella girándose. El ruido de unos pasos al bajar escalones fue la respuesta, y la figura de su cónyuge apareció en el umbral.
- No te preocupes, querida. Todo está en orden. – Dijo este, mientras empujaba una pesada caja con ruedas. Los visitantes miraban en silencio, y el mayor dio un discreto codazo su compañero.
- ¿Necesita ayuda? – Preguntó este, frotándose el brazo donde le acababan de golpear.
- Si, muchas gracias. – Mientras los hombres de negro se llevaban su material, el pasajero se giró hacia su esposa. – No te preocupes, cariño. Volveré tarde, pero estaré aquí cuando te levantes. – Tras esto, se giró y empezó a caminar tras ellos hacia el coche negro.

Su avance marcado por el rugido del motor, mientras en el interior, el hombre sentado en el asiento trasero miraba hacia el frente con semblante serio y taciturno. Su gesto era de concentración perfecta y decidida. En ese momento, el mayor de los turcos, que acababa de buscar en un viejo reproductor mp3 una canción, y la había puesto en el equipo de sonido del coche, se giró hacia atrás y se quedó un rato mirándolo con una sonrisa decidida.

- Disculpe… - Dijo al fin, de forma educada pero decidida.
- ¿Si? – Preguntó el pasajero. El turco era extraño e inquietante. Parecía un hombre próximo a la cincuentena, con el pelo de color negro mate, recogido en una coleta, y con patillas largas casi hasta la barbilla.
- Usted es Hell Mouth, ¿verdad?

Svetlana Varastlova recorría las calles de Midgar pausada y suavemente, al volante de una furgoneta de la unidad especial de intervención: Un cuerpo de asalto de los PM, especialistas en situaciones de alto riesgo: Rehenes, asaltos, rescates… Hombres muy preparados para la acción. Los turcos echaban mano de ellos casi siempre, prefiriéndolos antes que los pomposos miembros de SOLDADO.
De la parte trasera venían ruidos metálicos y de plástico suelto al golpear las paredes de la furgoneta, en medio de maldiciones gritadas por una voz femenina a cada curva tomada a demasiada velocidad.

- ¡Por favor! ¡Ve más despacio! ¡Esto es jodidamente caro!


Han se asomó a la puerta del taller. Había visto por la cámara de seguridad, que habían instalado recientemente, un poderoso Shin-ra Supreme esperándole, y un turco inmenso, de piel negra y pelo largo, recogido en muchas trenzas. Abrió y lo invitó a pasar, pidiéndole ayuda para mover unos cuantos fardos pesados, que había acercado a la puerta.

Un cuarto de hora después, una mujer rubia, atractiva pero de gesto sombrío lo llevaba a través de la ciudad, corriendo como un alma huída del infierno. El piloto se sentía extraño en el asiento trasero de un vehículo policial. Se sentía como un detenido, sin apartar la mirada de la mampara de plexiglás blindado que lo separaba de sus guías. Sus dedos se movían inquietos, de forma ordenada y metódica, mientras intentaba no verse golpeado por las continuas sacudidas causadas por la brusca forma de conducir de la turca.

- ¡Joder! ¡Conduces tan mal que esto parece la coctelera de un camarero epiléptico! – Gritó cuando no pudo contenerse más. El otro turco, sujeto firmemente a todos los asideros de su lugar como copiloto, no pudo sino reír el comentario.
- ¿Ah, si, payaso? ¿Eres tú capaz de cruzar la ciudad a ciento cuarenta por hora? – Dijo ella, mirándolo con odio desde el retrovisor. - ¿Y de hacerlo con delicadeza, además?
- Vaya preguntas… - Han miró por el retrovisor y vio que ella se tomaba su respuesta como una rendición. ¡Ella creía que él había cedido! Han sonrió. Era bueno que Kurtz no les hubiese dicho a quien iban a buscar en realidad.


Con ágiles dedos, mezcló el tabaco con la marihuana y los envolvió en un porro de primorosa y experta factura. Sacó las llaves y prensó el contenido, para luego colgarlo de sus labios mientras buscaba su mechero. Un zippo de coleccionista que había sido de su padre. Tras varios intentos, el trasto se negaba a encenderse. Una mano callosa, cuyos deformados nudillos delataban una vida que no había tenido más parlamentos que los justos le quitó el encendedor y le pasó otro, del mismo modelo. En un lado estaba el número 288 y al otro tenía el lema “Raining fire”.

- Gracias. – Dijo Mark.
- Muchos cojones le echas, chaval… - Respondió su benefactor. Un turco vestido de calle, con medio rostro cubierto de cicatrices. – Fumando eso en mi puta cara. – Mark se encogió de hombros.
- Tú has estado privando en la calle, la cual, por cierto, está a punto de ser cortada por dos furgones de la unidad de intervención especial de los PM de forma que no parece demasiado legal, es decir, se usan órdenes judiciales y cosas de esas para este tipo de fiestas. Además, vamos a joderles la noche a todos los vecinos. ¿Realmente importa mucho más un peta? – El turco se quedó mirándolo, analizando lo que le acababa de decir. Han tuvo esa sensación tan típica, cuando tienes delante un agente de las fuerzas del orden pensando si te va a partir la cara, y se esforzó en no apartar la mirada. El turco alargó el brazo y le quitó el porro de la boca, mirándolo como si fuese la primera vez que veía uno, y le dio una larga y profunda calada.
- Buena mierda… - Dijo mientras echaba el humo en forma de o. – Y supongo que no. Un estado de excepción es para que se hagan excepciones, al fin y al cabo. – Dijo mientras le devolvía el porro y el mechero. – Bonito zippo. Casi no tiene gasolina, y deberías cambiarle la mecha.
- Gracias.

Compartieron marihuana y comentarios sobre mecheros un breve rato, mientras permanecían sentados en el borde del maletero abierto del Shin-Ra Supreme del 71 de Kurtz. A su lado podía verse un gran amplificador de bajo conectado a un generador portátil a gasolina. Unos metros al otro estaba una de las tres furgonetas de la unidad de intervención especial, aparcada de espaldas a ellos. Tras sus puertas entornadas, podía oírse a Megan montando su batería y dando instrucciones a Svetlana para que la ayudase.
Justo en ese instante se acercó un coche distinto: Un Bengal X-1, más o menos de la misma época que el Supreme. Su motor se apagó al otro lado de la furgoneta, y de él salieron dos turcos, abriéndole la puerta a su pasajero.

- Hola, Helmut. ¿Qué tal el viaje? – Preguntó el bajista, mientras ayudaba a su compañero con su amplificador.
- Extraño. – Fue lo único que acertó a decir el oficinista.
- Te entiendo…
- Ahora solo falta Han, ¿no? – Preguntó Helmut, mientras le daba el enchufe a Mark y sacaba su guitarra. - ¿Sabes? Siempre he querido dar un concierto de estos, cortando la calle.
- Supongo que nunca es demasiado tarde, ¿eh?

En ese momento, el ruido de un motor grande llenó el aire. Un Supreme se acercaba a lo largo de una avenida próxima, con su inconfundible sonido, grave y potente. Dobló la esquina haciendo chirriar las ruedas y se detuvo de forma abrupta completando la formación. Kurtz dio instrucciones a la unidad de intervención especial, que procedió a cortar ambos lados de la calle, desplegando barreras y PM armados.

- Gracias por el favor, Nobili. Ya sabes donde encontrarnos. – Dijo Kurtz al walkie.
- Lo que sea por un compañero, aerotransportado. Alfa y Bravo dentro, y todo despejado. ¡Adelante! Corto y cierro.

- Más te vale no haberte cargado el amplificador… - Dijo Harlan, acusando la conducción irresponsable de Yvette.
- Nah… - Dijo Han desde atrás. – Iba bien sujeto. Además, no es del todo culpa suya. Este coche es muy potente, pero su suspensión trasera es prehistórica y solo sirve para acelerar en línea recta.
- Eh… ¿Gracias? – Dijo la conductora, no muy segura de lo que estaba pasando. – Han la ignoró y se bajó. Abrió el maletero y vio que a su lado estaban Mark y Kurtz.
- Eres el último. – Dijo el turco, y se fue junto a sus compañeros, dejando a Mark ayudándole a montar el equipo. – Y vosotros, ¿Qué tal el viaje?
- Tu amigo el guitarrista es un poco soplapollas… - Dijo Yvette, aún ofendida.
- ¿Qué pasó? – Sabiamente, la pregunta se formuló a Harlan.
- ¡Que tu amig…!
- El chaval no se aguantó las críticas sobre como conduce esta. – Kurtz sonrió. A Yvette le frustró que ella estaba siendo la única que no se reía.
- A lo mejor deberías escucharle. – Dijo enigmáticamente Kurtz.
- Mira, cabrón, porque iba a quedar muy feo verte tan guapo, con esa camisa nueva y esa chaqueta elegida con buen gusto probablemente por otra persona, y que tuvieses la cara hecha un mapa, que si no…


En cinco minutos el montaje estaba hecho. El grupo de turcos, al que se había unido Svetlana, miraba con curiosidad el proceso de afinación. Los vecinos, mientras tanto, acabadas sus cenas o aún con ellas a medio masticar, se levantaban, dando la espalda a la caja tonta, y se acercaban curiosos a las ventanas, a ver por que Turk y la UIE habían bloqueado la calle.
En medio, cuatro personajes bien dispares discutían en voz queda, mientras afinaban instrumentos y confabulaban entre ellos.

- Realmente, Jonás… Tus amigos son de lo más raro. – Dijo Svetlana.
- A mí lo que más me extraña es ver al dinosaurio de Kurtz con esos chavales… - Aportó Larry Divoir.
- Me ves como tu padre, idioto, pero solo tengo edad para ser tu hermano mayor. – Respondió Kurtz. – No me confundas con tu compañero.
- Mejor conservado que tú. El juguete que muerde tu perro es más bonito que tu cara. – Dawssen devolvió la puya.
- Es posible, pero mi atractivo no necesita belleza juvenil, como algunos, ni pastis azules, como otros. En fin… Gracias por la colaboración, gente. Os debo una y gorda.
- No te preocupes… - Yvette fue sorprendentemente la primera en responder, aún antes que Svetlana o Harlan. Luego estos se sumaron, seguidos de los demás.
- ¿Estoy guapo? – Dijo ajustándose por última vez el traje. – Voy a ver como va eso…

Con paso al principio inseguro, Jonás “Scar” Kurtz se encaminó hacia el grupo, que detuvo sus tribulaciones a su llegada. Aparentemente más o menos nerviosos, lo recibieron haciéndole un sitio. Esto le hizo sentirse extraño, como si fuese parte del grupo, del show, dando vida a esa ilusión adolescente de ser un dios del rock.

- Mark… - Dijo para romper el hielo. – No tendrás más “maría” ¿no?
- No es momento, tío. – Dijo el bajista, tirando la colilla de un cigarrillo al suelo. – Es momento de estar a cien.
- Cierto…
- ¿Cuál es el plan? – Preguntó Han.
- Pues… Tocar… Y yo ya improvisaré algo.
- Estás seguro de la dirección, ¿no? – Preguntó Megan. – Solo faltaría que hayamos montado esto donde no era.
- Estas hablando con un turco.
- Si la dirección es equivocada ¿detendrás a todo el vecindario? – Han se ganó una colleja con el chiste.
- ¿Qué canción vais a tocar?
- ¿That love? – Preguntó Helmut. Kurtz reconoció una canción de thrash metal con ese título, y fulminó al guitarrista con una mirada reprobadora. – Era broma…
- Sapphire Sunday es cojonuda, pero es una canción de desamor. – Comentó Mark. – Igual que Insane.
- ¿Y algo a lo “perdón”? ¿I ain’t no good lad? – Propuso Megan.
- No se… Bed of flowers es un poco… Las power ballads son dadas al desamor.

Mientras tanto, en el grupo de los turcos, una imagen sobresaltó a Svetlana, que corrió a la furgoneta. Abrió la puerta y allí estaban ambos microfusiles Coldsting, listos para ser usados. Los apartó de un manotazo y tomó lo que había venido a buscar.

- Si tocas esa, juro que te disparo. – Amenazó Kurtz. – Te rajo, te vuelvo a disparar, te vuelvo a rajar, y por último te doy una paliza.
- ¡Idiota! – Svetlana irrumpió en la reunión, con una docena de rosas en un ramo.
- ¿Qué haces aquí con eso? ¡Se supone que…!

Kurtz se calló y miró hacia donde estaba señalando su compañera. Se hizo el silencio, y con él la luz: En el umbral de la puerta del edificio, una pequeña silueta los miraba con una sonrisa pícara en el rostro. Su melena se derramaba sobre sus hombros, como un río vivo de brillante azabache. Su maquillaje era perfecto, su postura erguida era sensual y a la vez amable, y su vestido, de color blanco luminoso, embellecía sus curvas, sexys, estilizadas, y marcadas por la vida que llevaba en su vientre. A los ojos de Jonás, el sol salía en los suburbios, por primera vez en mucho tiempo. No supo cuanto tiempo había estado Han dándole toques, hasta que finalmente un pellizco retorcido lo trajo de vuelta a la realidad.

- ¡Coge eso y a por todas! ¡Ya haremos algo aquí! – Jonás cogió el ramo, lentamente, aún abstraído, y dedicó una última mirada a sus compañeros.
- Joder… ¿Por qué ningún plan sale como debería?

Los pies le temblaban. Apenas era capaz de andar en línea recta, y a cada paso se sentía más inseguro, pero también más ligero. Aang sonreía, eso era bueno. Estaba jodidamente guapísima, como si el mero concepto del sexo femenino se hubiese tenido que reinventar: No era lo suficientemente perfecto para describirla. Hermosa, paciente, fuerte… Nadie tiene derecho a ser amado por semejante mujer, pero Jonas, en su mente simple de soldado, tenía una cosa muy clara: No hay nada a lo que no fuese capaz de matar por ella, ni nada que le hiciese dudar en dar su propia vida. Aang estaba erguida ante él, a tan solo un metro, en lo alto de los escalones del umbral de su edificio, y lo miraba con gesto divertido.

- Jonás, has sido un poco tonto… ¿Creías que yo no tengo ventanas? – El turco se encogió de hombros, buscando una respuesta.
- Se suponía que tenías que esperar a que empezase la música...
- No pude esperar tanto. ¡Hasta me ha dado tiempo para ponerme un poco guapa, pero acabé y aún seguíais hablando!
- Es imposible que sea solo un poco guapa, siendo tú…
- Jonás… Eres tonto.

Desde donde estaba el grupo, vieron claramente como Aang bajaba los escalones, zambulléndose en los brazos de su amado. De entre las ventanas de los edificios empezaron a oírse aplausos y jaleos. La UIE aplaudía a su vez, y el grupo de los turcos también se sumó a la celebración. Mientras tanto, Svetlana miraba a la banda confundida.

- Y al final… ¿Qué? Tanta mierda de poner un grupo entero, con batería, amplis y toda esa mierda de película para esto… – Mark se encogió de hombros y Han dio un paso adelante.
- Ya que estamos aquí… - Se acercó al micro. – Buenas noches, vecinos de la calle Misidia: Somos los Rooftop Ravens y hacemos Rock’n’roll. Un, dos… Un, dos, tres, cuatro.

Y llegó la música de película. Y con ella, quinientos vecinos vieron una nueva cara de su ciudad. Más allá de los falsos seriales de sus televisores y de las noticias adulteradas. Más allá de las pocas esperanzas de salir de los suburbios, de la vida atada a trabajos de mala muerte, y de la muerte atada a pocas oportunidades de haber tenido mejor suerte. Más allá de la amenaza inminente del juicio final brillando en el cielo, Midgar, la ciudad corrupta que en su apetito insaciable de almas y energía estaba robando la vida al mismo planeta, mostró una vez más su corazón. Un corazón de asfalto y cemento, de jardines marchitos que guían a soñadores, artistas y visionarios. Que cobijan a gente llena de ilusiones, para cambiar el mundo entero, o tan solo su pequeño mundo. En el pequeño refugio que ofrecen los brazos de la persona amada, el asfalto y cemento fueron el jardín del edén, y la sinfonía del tráfico una marcha nupcial. La música inundó corazones y almas, mostrando el verdadero significado que puede tener el acorde adecuado en un espíritu abierto.
Y se hizo la fuerza, y la ternura, y la pasión y el amor. Entre semáforos, en una calle cortada con barricadas y armas de fuego, dos personas se abrazaron. Dos almas incompletas en su separación se sobrepusieron al infierno, al odio y a la sinrazón en la muestra de una verdad más allá de las matemáticas: A veces, uno más uno es uno.

El concierto duró apenas media hora. Cuando acabó, el mundo pudo volver a girar.

jueves, 4 de marzo de 2010

206

“-Digamos que hay cosas en mi vida que quiero tomármelas de otra manera, con vistas al futuro. Pienso que todo esto se va a resolver, que volveré a estar con Lucille mañana y que tú te convertirás en un buen amigo y vecino. Tal vez sea una manera de engañarme a mí mismo, pero me da igual…
Eso fue lo que le dije a Alex al encontrarme con él antes de ir a por Blackhole… “tú te convertirás en un buen amigo y vecino…” ¡Y una polla!¡Joder pero cómo se puede ser tan gilipollas! Y mira que le he dado vueltas al asunto, recreando cada segundo de esa fatídica noche. Cada palabra que salió de la boca de Blackhole, cada pedazo de información… Y aún con esas, cuando Alex, o Lamb, ahora ya me importa una mierda, entró a toda hostia y descargó sus revólveres… Yo sólo repetía “eso sí que no lo entiendo, eso sí que no lo entiendo…”
Pasadas unas horas, yo ya me encontraba en casa de Lucille, tirado en el sofá y con el cuerpo molido; un tobillo torcido, un ojo hinchado, la ceja derecha con sangre reseca, cortes en los brazos… En la mesa había un montón de carpetas de cartón con informes, balances y demás cuentas que, desde luego, no tenía intención de mirar en ese momento. En la casa había un silencio absoluto, crudo y revelador. Lucille no estaba allí, Blackhole estaba muerto y mi padre… ¿Vivo?
Me levanté con cierta dificultad sólo para notar cómo un fuerte mareo me tumbaba de nuevo. Estaba hecho polvo. Fueron las náuseas las que me hicieron levantarme de nuevo, darme una hostia en el brazo contra una columna, tirar la lámpara del diván y llegar al retrete para vomitar. Amaneció cuando yo estaba echando la cena del día anterior, con la frente sudada y lágrimas en los ojos.No quería pensar en nada, absolutamente en nada, abstraerme del mundo, encerrarme en una burbuja, volver atrás en el tiempo… ¡Lo que fuese! Mis movimientos parecían mecánicos pero eran totalmente inconscientes, intentaba ocupar el tiempo con algo para no pararme a pensar, intentaba engañarme a mi mismo recreando un día cualquiera.
Fui a la cocina y puse a calentar café pero no quedaban filtros. Entonces decidí prepararme un té pero no quedaban bolsitas.

-No lo vais a conseguir…-dije a la nada resoplando con fuerza.

Pasé de desayunar algo y cogí el mando a distancia de la mini cadena para escuchar algo de jazz pero, al parecer, las pilas se habían acabado. Me acerqué yo mismo hasta el reproductor y di al botón de play, pero la única música que surgió de los altavoces fue la de una adolescente cantando a grito pelado una oda a la fiesta y los chicos guapos.

-¡No lo vais a conseguir!

¿Me estaba volviendo loco? Tal vez sí, o tal vez me había vuelto loco hace ya tiempo. Seguí empeñado en disimular un día normal así que, en el lavabo, empecé a echarme espuma por la dolorida e hinchada cara; me corté tres veces. Me quité la ropa, que estaba llena de cristales y todavía olía a pólvora, y me metí a la ducha. Os engañaría si dijese que no me lo esperaba, pero esa ya fue la gota que colmó el vaso, así que cuando la alcachofa no dejó salir agua caliente, sino una corriente gélida, apoyé la frente en los blancos azulejos y cerré los ojos cinco, diez, veinte minutos… Hasta que oí cómo una llave se introducía en su respectivo cerrojo y giraba con lentitud. Levanté la cabeza con un pasmoso movimiento y cerré el grifo de la ducha. Lo estaba deseando tanto, lo estaba anhelando, codiciando, ansiando… Lo esperaba de tal manera que cuando ocurrió no me lo creía. Allí estaba ella, tan radiante y hermosa como nunca antes, como nadie jamás en la historia de la humanidad, más pura que el mismo concepto de belleza; llevaba un majestuoso vestido rojo de gala, con unos finos tirantes colgando de sus desnudos hombros. Entró con la cabeza gacha, con sus ojos azules mirando al suelo, a la vez que cerraba la puerta tras de sí. Vio la cafetera tirada sobre la encimera y entrecerró los ojos, después se fijo en la pila de papeles que adornaban la mesa del salón y continuó hasta toparse con mi ropa tirada en el diván. Yo la observaba escondido tras la mampara, con una sonrisa propia de una caricatura, esperando a que me mirase. Ya daba igual todo lo anterior, que no hubiese té, que no saliese agua caliente, que Tombside siguiese rigiendo mi vida, que Blackhole hubiese muerto. Ella era mi máquina del tiempo particular, mi burbuja que rechazaba cualquier ruido exterior, fue verla de nuevo y olvidarme de todo.
No aguantaba más, salí completamente desnudo y calado hasta los huesos y corrí hasta ella para abrazarla. ¿Llegados a este punto pensáis que todo iba a salir bien? Pues no, fue salir y no fijarme en el desnivel que tenía el entarimado, trastabillar sin control hacia delante y caer en los brazos de Lucille; ella perdió el equilibrio y se pisó el largo vestido, empezamos a caminar hacia atrás y terminamos cayendo junto al televisor.

-¡Auch, mi culo!-dijo ella.

Fue una torta de campeonato, pero fue diferente; no dolió sino que me llenó de una felicidad desbordante. Ella estaba de espaldas y yo a horcajadas, con las manos a los lados de su melena. De repente, tras quedar todo en silencio, tras absorbernos cada uno en las pupilas del otro, tras escucharnos el pulso acelerado y el ligero resoplar, rompimos a reír a pleno pulmón. Reímos porque fue gracioso, porque por fin volvíamos a vernos y porque podía haber pasado de todo que nosotros seguíamos como antes o mejor. Después pasé los brazos por su espalda y me dejé caer sobre su pecho, apretándome contra Lucille hasta que sonó un chasquido en una de mis costillas y ella se quejó de que la costaba respirar. La radio volvió a saltar por arte de magia y la exitosa adolescente volvió a berrear sobre lo guay que es ser una estrella del pop.

-¿Y esa música?-preguntó desconcertada, como si ella también muriese un poco por dentro al escucharla.
-¿Eso es lo primero que se te ocurre decirme?-fingí con enfado- ¡Te parecerá bonito!
-Está bien… ¿Qué te parece si me quito este vestido y vamos a la cama?
-No, mejor déjate el vestido puesto, me gusta más...




-¡Hijo de la gran puta! ¡Yo te mato!

Mis manos apretaban el cuello de Alex y lo agitaban golpeando su cabeza contra la alfombra.

-¡Para cabrón! Si tú querías matarle…- suplicaba él con voz afónica mientras mis dedos apretaban más su nuez.
-¡Pero estabas escuchando detrás de la puerta! ¡Oíste todo lo que dijo maldita sea!

Él se movía como una jodida culebra y yo nunca he sabido pelear, pero ahí estaba yo, intentando vengar al hombre que me había estropeado la vida durante años. Blackhole nos miraba sin mirar, observaba la pelea con unos ojos vacíos y una cara camisa llena de agujeros y empapada en sangre.

-¡Suéltame!- repitió Alex clavándome las uñas en los brazos.

Entonces cogió uno de los revólveres que habían caído cerca y en cuanto la materia prisa de su interior hizo efecto, la cuchilla de su interior me provocó un corte fugaz en el antebrazo derecho, herida que aprovechó para rodar y escabullirse.

-¡Espera un momento y te lo explicaré joder!
-¿Explicarme el qué? ¿Qué te has cargado al tío que asegura que mi padre está vivo? ¿Al tío que asegura que hay alguien que me busca para matarme?
-Un trabajo…
-¿Qué?
-¡Un trabajo! Alguien me encargó que lo matara.
-Serás hijo de…

Mis nervios podían conmigo, eran superiores a mi entendimiento. Me abalancé de nuevo contra él y encajó un fuerte puñetazo en la nariz. Antes de que tuviese tiempo de reaccionar le di una patada en la mano y el revolver salió despedido hacia la chimenea.

-¿Quién coño fue?-le pregunté tomando un instante de respiro.
-No lo sé…
-¿Cómo que no lo sabes maldita sea?- su nariz se había hinchado bastante y la sangre caía por su larga perilla trenzada.
-¡Esto no funciona así!- esta vez fue él el que comenzó la siguiente ronda, empujándome hacia los ventanales y lanzándome rápidos puñetazos; algunos los paraba como podía, pero otros dolían como mil demonios. Golpes en los riñones, en el cuello… Ya tenía un ojo hinchado cuando decidió parar un segundo- La gente me llama por teléfono y me manda una foto al PHS, pero no me dice nada más… ¡Para ya, joder!- gritó cuando le intenté dar otro golpe en la cara- Parecemos gilipollas pelándonos. Mira, ese cabrón te ha jodido la vida durante mucho tiempo y todo lo que quieras saber supongo que estará en esos papeles.

Yo pegué un puñetazo a una ventana y fui dando zancadas hacia la mesa, atestada de carpetas y papeles.

-¡Vete a la mierda, iba a ayudarme! Ahora estoy en un lío más grande…- Me bebí el whiskey que quedaba en ambos vasos, recogí todas las carpetas, me las puse bajo el brazo y saqué la Rhino de detrás del pantalón- No te vuelvas a acercar a Lucille.




Me levanté sin saber cómo había llegado allí y con un dolor de cabeza increíble, una sensación que casi había olvidado. Las sábanas estaban empapadas en sudor y ni siquiera me había quitado la ropa. Era increíble que me hubiese dejado llevar por el sabor del whiskey de nuevo pero así fue. Sólo recuerdo que me tome la primera copa porque me invitó ese tal Blackhole y luego fue una tras otra. Recuerdo también haber comido en casa y volver al bar, pero a partir de ahí, aunque mi cerebro lo intentase con todas sus ganas, no aparecía nada.
La cabeza me pesaba una tonelada y cuando me levanté de la cama todo giró a mi alrededor, pero me había decidido a mi mismo que ya era momento de saber qué ocurría en esta jodida ciudad, y una resaca no iba a pararme los pies. Primero iría a la funeraria que se encargó del cuerpo de mi padre, a ver qué cojones sabían ellos del asunto, luego hablaría con los dos amigos que acudieron al entierro.
Subí la persiana y dejé la ventana abierta para que entrase algo de aire y fui al servicio en busca de pastillas para el dolor de cabeza. Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía algo escrito con bolígrafo en la mano derecha: “Yo sé cosas de Callisto” y debajo una dirección en las calles de Mercado Muro.




La última vez lo hicimos en el sofá y yo estaba tan cansado que mantener los ojos abiertos me estaba suponiendo un terrible esfuerzo. Lucille se estaba dando una ducha así que encendí la televisión para intentar no dormirme. Estoy seguro de que una parte de mí lo sabía, pero aún así puse las noticias. La ejecución de Tombside, la instalación del cañón, menos accidentes de tráfico, menos delincuencia, mañana hará un día soleado…

“Noticia de última hora, hace unas horas se ha encontrado en su casa el cuerpo sin vida del famoso empresario Richard Arcturus Blackhole [...] la policía investiga los hechos, pero todo apunta a un ajuste de cuentas… La abultada herencia, de carácter público, recae en Björn Vanisstroff que, dadas las circunstancias permanecerá a la espera de confirmación hasta que…”

Apagué la tele a toda prisa, con el corazón a mil por hora. Se había acabado el descanso, ya no podía dormir aunque fuese un rato.

-Tengo que irme un momento… dije en voz alta, para que Lucille me pudiese escuchar bajo el ruido de la ducha; Era increíble, pero para ella sí que había agua caliente.
-¡No!- se quejó ella con tono tan lastimero y angustioso que me rompió el corazón.
-Tranquila, sólo es una visita a un hospital, volveré a la hora de comer…