domingo, 1 de junio de 2008

121

McColder se abrigó bajo los cartones húmedos y revisó con esperanza renovada sus apuntes e informes catalogados con obsesivo cuidado. Al deslizar los papeles, de la carpeta cayó al suelo de hormigón un inadvertido recorte de prensa. La criaturilla tras una caja que acechaba el brillo del papel satinado corrió con sus cuatro patas y recogió cuidadosamente el artículo con su boca de incisivos afilados. Dio inmediatamente media vuelta, retornando al discreto agujero del que había salido. La ratonera, acogedoramente iluminada con un par de velitas de cumpleaños dispuestas en dos extremos, estaba decorada con un gusto exquisito para tratarse del hogar de un bicho tan pequeño: un sofá bastante modesto lo formaban media docena de bolsitas de té –con una doble función, ya que daban la comodidad de un lecho firme y otorgaban un aroma muy agradable al dulce nido-, al lado estaba el sillón de madera en miniatura cogido de una casa de muñecas quemada tirada en una papelera, en frente brillaba la mesita hecha con un cristal de lupa apoyado sobre cuatro tuercas relucientes, y en un rincón, para refrescar la laringe, un bebedero tubular con sistema parecido al de un biberón que se lo había vendido un hámster muy tacaño del Mercado Muro por cinco frambuesas y doce anacardos –un timo, pero era éso o beber de los charcos-. Apartado del cuarto de estar por una mampara de cartón decorada con la mascota de una marca de cereales –muy pop-, se situaba el baño, donde una lata de sardinas hacía de bañera junto a un surtidor cilíndrico de jabón líquido con aroma a limón. Las necesidades se hacían sentándose sobre la boquilla de una botella de vino que disimulaba la entrada de un estrecho desagüe que daba al alcantarillado, unos metros más abajo. La estancia separada por tablillas de madera agujereada era la despensa, donde se amontonaban velas de repuesto y provisiones (frutos secos y silvestres, unos cuantos caramelos y un dedal lleno de miel), y se guardaba lo más impresionante del almacén, un termo de dieciocho centímetros que proporcionaba agua caliente cuando apetecía un baño relajante. Para servirse de él sin ahogarse en el intento sólo tenía que arrastrar la bañera de aluminio hasta la base del cilindro, destaponar un agujerillo tirando de un trozo de esparadrapo, dejar que el incoloro chorro cálido llenara la lata hasta rebosar y colocar de nuevo la tela para evitar fugas innecesarias. Cuando el agua se terminaba, una pareja de jerbos rellenaban el envase en la cafetería de al lado a cambio de media docena de pistachos. En fin, el animalillo se abrigó con una elegante bata robada a una muñeca desmembrada del vertedero y se echó sobre las bolsitas de té a estudiar su reciente adquisición escrita. Finalmente podía aprender de una lectura que entrara por la puerta, mas cuando leyó la primera línea se dio cuenta de que no comprendía ni una sola palabra.
- Mince! Qu'est-ce qu'il est fascinant, ce langage!- admiró el ratón.
Había quedado totalmente fascinado con el nuevo idioma y se propuso hacer una visita a la biblioteca durante los próximos diez días para estudiar los diccionarios que le ayudaran a traducir ese extraño dialecto. Mañana a primera hora prepararía el hatillo con lo imprescindible y marcharía hacia la estación de tren más cercana con el papelillo bien doblado dentro de su bolsa de viaje. Por ahora tomaría un refrigerio y echaría una buena siesta bajo la mirada estudiosa del ente invisible cuyos ojos etéreos carentes de iris observaban el comportamiento de la curiosa alimaña peluda. El aura del espíritu se iluminó de delicia cuando el mamífero se tumbó graciosamente sobre el montón de saquitos de hierbas que improvisaban su cama. Las criaturas que habitaban el planeta eran curiosísimas hasta puntos inimaginables para un ser metafísicamente dudoso que era capaz de sentir cada fracción de los innumerables puntos que dura un segundo como la eternidad elevada al infinito. Pero no nos vayamos a conceptos inalcanzables e inconcebibles y digamos que el vigilante siguió observando al animalillo durante unos minutos hasta que notó que era reclamado. Apuró su esencia hacia el lugar donde lo habían invocado, dejando atrás al roedor que dormitaba plácidamente.

El espacio no era más que una corriente muy estrecha de aromas, colores, luz, música y ruido alrededor del halo espiritual, el cual navegaba por las diferentes esferas de la existencia para atajar hacia su destino. Quizás se quedaría un rato a observar los eventos de la urbe tumultuosa a través de la que buceaba. Las primeras sensaciones fueron poco agradables: huesos y carne corrompiéndose bajo el asfalto, fosas comunes donde reposaban los muertos y un lago costroso de sangre negruzca que reunía todas las edades y especies. Entre la goma de los neumáticos que agrietaban la tierra, cerca de las tripas de gato que bañaban la acera de mierda y tenias, frente a los casquillos de bala que decoraban cada esquina y por debajo de las mentes oscuras de políticos enfermos, acabó de bruces bajo la luz blanca y mística que iluminaba un círculo de flores que brotaban tímidamente rodeadas de madera podrida y tierra ácida. Ya era extraño que el sol lograra alimentar con su energía a las plantas, bastante maltratadas por las poluciones de una ciudad que escupía, expiraba y defecaba veneno negro. Las azucenas, de un pálido color púrpura, parecían llorar la muerte lenta de la madre tierra con su postura decaída. Los tulipanes amarillos gritaban pidiendo agua con los extremos secos de sus pétalos. Los agapantos tenían las umbelas casi deshechas y agonizaban. Las margaritas, los dientes de león, las lilas y las campanillas, glorias de la mañana, se empujaban unos a otros para captar los rayos solares. El alma que oteaba la miseria floral no podía permitir semejante pobreza vegetal. Se acercó a las raíces y las acarició con todo el cariño de su esencia e hizo que escarbaran hasta donde la tierra aún estaba rica. Las enredaderas de las paredes revivieron y escalaron hasta el tejado, derrumbándolo y creando más fuentes de luz para las plantas que se aglutinaban más abajo. Las auras agradecidas que rodeaban las corolas brillaban como esferas ardientes llenas de aceite multicolor. El fantasma prosiguió su camino por el río de tuberías, tornillos y goma que lo llevaba fuera de la iglesia ruinosa, cuyas cristaleras iluminaban el vertedero de metal y óxido que la cercaba.
La próxima parada fue muy breve. Sobre la coronilla de una mujer madura flotaban nubes negras de tormenta y se oía, como el murmullo de la marejada, un por qué continuamente. Ella derramaba lágrimas, totalmente callada, sentada en un sofá que había perdido casi todo su relleno y se hundía sobre sí mismo con el mínimo peso. El vapor de luto entraba por las fosas nasales y volvía a salir cuando exhalaba y por cada lágrima que derramaba. Más palabras humeantes e imágenes fugaces salían de su cabeza a empujones torpes. Tasca mugrienta. A sangre fría. Sábanas ensangrentadas cubriendo el bulto de la cabeza. Bilirrubina y hemoglobina pintando el suelo de naranja oscuro. Impacto de bala y sesos en la pared. Palmadas en la espalda. Gritos de rabia y dolor. La ropa de Mónica guardada en el armario. La cama de su hija sin hacer, para siempre. La imagen del ataúd de roble empujándola hacia atrás. Palmadas en los hombros. Un teléfono que no suena. Suficiente. Salió del cráneo de la mujer, ya era un espectáculo demasiado patético para seguir indagando. Había que continuar contra el oleaje de chatarra, desperdicios, césped artificial, tubos de escape y bidones carbonizados, farolas y muros de ladrillos que rompía contra él.

Casi cuando estaba a punto de llegar a la puerta de un motel destartalado, el canto de las ranas llamó su atención hacia una realidad aparte dentro del tornado de deshechos de la metrópolis. La esfera, separada de la otra dimensión por una barrera de juncos, albergaba una ciénaga de aguas opacas que reflejaban los cipreses que cubrían por completo el cielo con su melancólica reverencia. El espíritu se sintió de nuevo rodeado de la flora que en tiempos inmemoriales le había dado a luz entre aligátores y musgo. Sin embargo, notó el aura luminosa pero al mismo tiempo lúgubre de una figura humana, con pecho desnudo de piel negra cubierto por su pelo atado en múltiples y finas trenzas del mismo color oscuro y su frac de color pardo a juego con los pantalones. Los pies descalzos pisaban el agua de cristal sin hundirse y desfilaban despreocupadamente hacia el ente, que iba adquiriendo forma antropomórfica sirviéndose de carrizos, cañas y algas que emergían de las aguas estancadas. El gigante verde bajó la mirada hacia el hombre que le sonreía. Los ojos del humano brillaban como fuegos fatuos de cementerio.
- Cuánto tiempo, mon père marécageux –saludó.
La criatura permaneció impasible y exhaló, como la gran selva que hace respirar al planeta:
- Hana-Garu –inhaló-. No veo una sola arruga... en tu rostro, teniendo en cuenta que la Luna ya se ha escondido... trescientas nueve noches desde... nuestro último encuentro.
- Te confundes – sacudió la cabeza, sorprendido de que un dios evidenciara su falta de clarividencia-. Sí, me llaman Hana-Garu, pero soy el hijo del houngan que viste hace veinte años.
El dios del pantano rascó pensativamente lo que podría ser su barbilla, haciendo que trozos de musgo se le desprendieran y cayeran al agua.
- Te recuerdo – dijo el ser divino-. El día que naciste... tu padre, emocionado... por su primera semilla, nos cantó una oda deliciosa sobre... la cuna y la tumba. En agradecimiento planté... un sauce en vuestro jardín.
- Un sauce tan viejo como yo –añadió el brujo, socarrón-. La primera y última vez que te vi fue cuando tenía once años. Espantaste a aquellos leñadores del bayou –hizo una pausa y bajó la mirada-. Luego desapareciste junto con la ciénaga. ¿A dónde fuiste?
- La Madre Gaia decidió... que debía servir al hombre. Encerró mi alma en una piedra.
- Pues la Mère puede irse al pedo –le espetó Hana-Garu-. Gracias a su decisión el bosque quedó a merced de las madereras y no duró ni dos meses, incluyendo el puto sauce. Nos largamos, mis padres, la abuela y mis tres hermanos, con una buena patada en el culo cada uno. Acabamos en Midgar, donde mi abuela, primero, murió extrañando el aire fresco y, dos años más tarde, la siguió mi padre, enfermo de asco por la ciudad. Yo me adapté como pude y acabé trabajando para los corruptos que me jodieron la vida talando árboles y secando pantanos. No veo la gracia de la Furcia Madre por ningún lado.
La criatura vegetal miraba las libélulas que se posaban sobre sus hombros, sin decir nada. Cogió aire y los paleópteros alzaron el vuelo.
- El sauce... –comenzó- sigue en su sitio. Si tú vives, él también.
Harlan alzó despectivamente una ceja. La criatura volvió a hablar:
- La Madre nos asigna un rol a cada uno... y, a veces, tiene que asumir... sacrificios para... mantener un equilibrio.
- O sea que el fin justifica los medios, ¿no? –dedujo el humano.
- Realmente... Ella opina que es al revés.
Harlan calló un instante, pensando en eso último. No le cuadró muy bien esa inversión de términos.
- Los espíritus protectores no escucháis cuando se os habla –respondió al fin.
- No estamos aquí sólo para servir... a los que hablan –aclaró el otro-. Hay demasiadas cosas en juego.
- Y me lo dices tú, que vives atado al cabrón que te encontró atrapado en una roca –el hombre de color miró desafiante a los ojos bulbosos del gigante.
La mano nudosa de la criatura se cerró en un puño que temblaba de ira. Alrededor de sus pies comenzaba a enroscarse fuertemente una hiedra venenosa que serpenteaba rápidamente hacia sus rodillas.
- No... soy esclavo de nadie – musitó el monstruoso ser.
El houngan retrocedió un par de pasos.
- ¿Quién es el mago? –preguntó desde una distancia segura-. Tiene que ser un tipo muy experimentado para invocarte.
- Se hace llamar John... Alexander. Y he... de acudir a su llamada –dio media vuelta.
Hana-Garu saltó tras él y lo agarró de un antebrazo cubierto de hojas.
- No me decepciones otra vez, fantôme du marais.
El espíritu se desprendió de su cuerpo vegetal, que cayó precipitadamente al agua salpicando los pies de Harlan. El sacerdote vudú sostenía una flor lila, una Iris laevigata, aún conservando un gesto perplejo que había adoptado para retener al fantasma del pantano.

El ente invisible volvió a sumergirse en el mar alquitranado de la ciudad. Buscando bajo edificios ruinosos y yonquis tirados por los suelos localizó de nuevo la puerta de la habitación de motel y la atravesó. El cuartucho estaba en semipenumbra, teniendo como único foco de luz una lamparilla sobre la mesilla de noche, donde también reposaba un cenicero rebosante de colillas y tabaco quemado. El ambiente estaba suficientemente cargado como para alterar el aura del espíritu, que buscaba una fuente donde manifestarse. Al otro extremo del cubículo sintió un halo que languidecía rogando una mísera gota de agua y un poco de luz. El ectoplasma informe penetró en la planta moribunda encerrada en un tiesto minúsculo que se le hacia pequeño a medida que revivía su fotosíntesis y la hacía crecer para adoptar una forma más parecida a la de un homínido que a la de un ser humano pleno.
- Un cactus –rió-. Muy típico... de una persona tan irresponsable.
- Llegas tarde –le reprochó una voz ebria desde la oscuridad.
La lamparilla voló torpemente e iluminó al hombre en ropa interior que la sostenía para hacerse ver postrado en la cama. John Alexander aguantaba entre los labios sonrientes el enésimo cigarrillo del día y su mano izquierda jugueteaba con una fulgurante esfera cristalina de color rojizo. A sus pies había una botella de güisqui vacía y varias cajetillas de tabaco. El mago rascó su barba desastrada y dio otra calada.
- Te quedan bien los pinchos –expulsó el humo azulado entre dientes.
La planta con apariencia de gorila espinoso, ofendida por el vicio insano del fumador, respondió aspirando por su boca el aire viciado de la habitación y exhaló oxígeno con ligero olor a pino. Alexander aplaudió, asombrado por el truco.
- ¿Qué es tan... urgente? –inquirió el cactus mutante.
El ex detective, sin rechazar a su cómoda postura, rebuscó debajo de la almohada un objeto que la luz eléctrica no pudo revelar. Le tendió el artefacto a la mano simiesca del espíritu vegetal, que la recogió con la escasa delicadeza que le permitían sus púas. Alexander volvió a desparramarse sobre el colchón, aplastó la cabeza del pitillo contra el cenicero y se tapó con las escasas sábanas.
- Un detalle del que me había olvidado.

Chez Necrópolis estaba grabado en la lápida marmórea que yacía rota en el rellano del modesto edificio de viviendas. Noche de Satén había dado un portazo tremendo el día que corrió tras John Alexander tres horas después de que éste hubiera cogido un tren con destino al Sector 5. Por supuesto, Noche no tuvo ningún interés en recoger los restos de la placa, ni tampoco su compañera de piso, que se negaba a “limpiar la mierda de otro”. A la izquierda del mármol roto descansaba el felpudo que daba la bienvenida a casa y decía, en letras negras sobre un fondo amarillo: No traspasar. Se disparará a los intrusos. El humor retorcido era la especialidad de las chicas, en ese momento ociando sobre el sofá. Noche acaparaba más de la mitad del asiento con su postura fetal de autocompasión y Lucita apartaba los pies abrigados por calcetines multicolores de la otra para que no los apoyara sobre sus muslos. Noche, también llamada Maggie cuando no estaba especialmente borde, llevaba hoy un inusual modelito compuesto de un top escotado y un pantalón vaquero, ambas prendas de negro, sin duda. Lucita, en cambio, lucía un jersey verde oscuro de cuello alto con unos pantalones pirata que sólo llevaba dentro de casa -siempre alegaba que no le gustaba enseñar sus elegantes piernas curvadas alegando que parecía las patas de un pollo raquítico-. Noche suspiró sonoramente, para que su amiga y gran parte de los vecinos supieran de su sufrimiento.
- Son todos unos cabrones – se lamentó, haciendo que su voz temblara inocentemente.
- Todos los hombres, sí – la respaldó su amiga, que intentaba leer uno de los libros de la épica saga vampírica que coleccionaba su compañera.
- Para ellos somos como... – volvió a quejarse, dejando que Lucita terminara la frase.
- Kleenex. De ensuciar y tirar –recitó, enfrascada en la lectura.
Noche clavó su mirada en un punto indeterminado del reproductor de vídeo que tenía enfrente, dentro de la pequeña estructura de tubos metálicos que también sostenía un televisor de 17 pulgadas. Sus ojos se clavaron en el botón de play, buscando una respuesta filosófica a su problema. Y encontró la solución al recordar una alternativa.
- ¡Lo tengo! –bramó, incorporándose de un salto sobre la alfombra que cubría el suelo enmoquetado-. ¡Ya basta de vegetar! ¡A los dioses pongo por testigo de que mi potorro no volverá a pasar hambre!
Lucita se llevó una mano al rostro y subió sus gafas a la altura de la frente para frotarse los ojos.
- Por favor, no vuelvas a berrear esa gilipollez en tu vida –suplicó, hastiada-. ¿Has decidido ir a pedirle sal y un poco de sexo salvaje y sin compromisos al rubiales cachondo que es nuestro vecino?
- Nah –contestó con cierto desprecio forzado y agitando la mano en gesto de rechazo-, hace tiempo que no lo he visto salir de casa y, siendo tan guapo, es difícil que no sea gay –admitidos sus pesimistas prejuicios, miró de reojo a su amiga-. Estoy pensando en algo más disponible.
Lucita se colocó las gafas y vio de lleno la cara de Maggie, peligrosamente cerca de la suya, y el abundante escote que parecía brillar sensualmente un poco más abajo.
- ¿En qué coño estás pensando? –exigió saber, apartando progresivamente su nariz de la de su camarada.
- En el tuyo –admitió, seductoramente, ganando terreno frente a los labios que tenía delante-. ¿Cuál si no?
Sus pálidos dedos de uñas pintadas de negro acariciaron el pelo liso y suave de Lucita hasta colocarse estratégicamente en la nuca, tirando de ella hacia sí. Noche de Satén cerró los ojos y notó el refrescante aliento de chicle de menta -robado de la tienda de sol a sol- sobre sus labios de carmín escarlata. Lucita, que posaba una mano decidida por encima del pecho de la gótica, le estrelló el lomo del libro de bolsillo contra la mejilla derecha y la empujó con la mano que posara sobre su esternón, para enfriarle definitivamente los ánimos.
- ¿De qué vas, puta chiflada? –chilló frotando nerviosamente las lentes de sus gafas con su jersey.
Maggie, despatarrada en el suelo, no daba crédito a lo que veía.
- ¿Pero tú no eras bollera?
Lucita se levantó, indignada por completo, poniendo el brazo en jarra y señalando dramáticamente su busto con la palma de la mano.
- ¿Qué cojones te hizo pensar éso? –gritó, tartamudeando la palabra ‘cojones’-. ¿Me has visto alguna vez con una mujer?
- Tampoco te he visto con un hombre –argumentó Noche, incorporándose y frotándose las magulladas nalgas.
- Y como dos y dos son cinco, entonces soy lesbiana –suspiró guturalmente, llevándose a la frenteel dorso de la mano que agarraba el libro-, cosa que tú tampoco eres.
- ¡Eso está por ver! –señaló con un dedo firme a la otra muchacha-. He tomado la decisión de no volver a acostarme con hombres nunca jamás.
- Claro, nunca se te ocurriría pensar en el celibato –dedujo irónicamente-, ya que no puedes vivir sin compartir fluidos corporales con alguien. Pero, ¿por qué yo?
Noche rió nerviosamente, intentando escupir la respuesta.
- No es que me gustes, pero por algo se empieza y –se encogió de hombros, señalando lo evidente- estás buena.
Lucita tiró el volumen sobre vampiros polígamos de dudosa sexualidad sobre un cojín del sofá y respiró hondo, con tal de no empezar a repartir bofetones. Pensó un rato y junto las manos, como rezando, y aplaudió sonoramente cuando se le ocurrió una idea.
- Mira –empezó-, está más que claro que no duraré ni una semana más en el trabajo y no pienso aguantar ni un día más en ese local donde los cacahuetes cuestan lo que el oro. Así que haremos esto: el sábado nos iremos de marcha como nunca hemos ido en mucho tiempo y cogeremos la cogorza del siglo, no sin antes engancharnos a unos mozos bien plantados y enrollarnos con ellos para acabar con este complejo de gatas en celo...
La voz de Lucita acabó en un susurro. Estaba pasmada mirando el alféizar de la ventana. Maggie, totalmente emocionada con el plan propuesto, advirtió la expresión asombrada de la chica y miró en la misma dirección, sin llegar a ver nada inusual aparte de la maceta que contenía las Venus atrapamoscas de las que tan orgullosa se sentía. Al fin cayó en la cuenta de la visión de Lucita.
- ¿Qué ves? –preguntó, completamente fascinada-. ¿Son los muertos otra vez?
La vidente buscó las palabras con las describir el fenómeno.
- Es –no encontraba apelativos para algo así- como una momia enorme vendada con lianas y raíces. Es todo verde y nudoso. Lleva algo en la mano. Me ha visto. Sus ojos son como rosas en flor. Me enseña la palma de la mano. Tiene una... ¿pelota de ping-pong? No. No es éso. Ahora la estruja cerrando el puño. Se ha dado media vuelta y espolvorea algo brillante sobre tu planta carnívora. Vuelve a mirarme. Te está señalando.
El silencio cayó como plomo líquido sobre el salón, dejando que pudiera oír el zumbido que emitía la nevera en la cocina.
- Se ha ido – remató Lucita, con los ojos como platos-. Ha sido acojonante, como ver crecer una planta, pero al revés.
Ambas siguieron petrificadas en su sitio. Saltaron y chillaron cuando la maceta de arcilla de la ventana se rompió escandalosamente por su base, dejando ver unas raíces pálidas y gruesas. Las mozas se abrazaron, acongojadas por los movimientos violentos que realizaban las trampas de la atrapamoscas al abrir y cerrar sus fauces. Un gritito débil y agudo salió de una de las bocas de la planta, cuyo tallo comenzó a alzarse sobre los demás a un ritmo cardíaco. A medida que iba creciendo, las mandíbulas verdes se cerraron hasta devorarse a sí mismas y formar un lóbulo redondo y pálido que engordaba monstruosamente. Cuando alcanzó un tamaño anormalmente grande para una planta tan pequeña, el lóbulo se rasgó en su punto más alto, formando una cruz de hojas y vomitando cinco enormes pétalos blancos que se abrieron tranquilamente hasta descubrir una esfera pulida de un color verde. La bola se precipitó al suelo emitiendo un tintineo al chocar.
Lucita y Noche de Satén esperaron a que pasara algo más, pero ni la flor ni la piedra esférica hicieron el más mínimo movimiento. Se despegaron temblando de miedo. Lucita dio el primer paso hacia la ventana, seguida por Noche, dispuesta a usar a su amiga de escudo humano si hiciera falta. Rodearon la pelota cristalina, que emitía un fulgor tímido, llamando la atención de las jóvenes. Noche se atrevió a dar un feble golpe de dedo a la esfera, haciéndola rodar por el piso. Las muchachas retrocedieron a trompicones, empujándose por salvar la vida. Pero no sucedió nada.
- Somos gilipollas –observó Lucita, gateando con decisión hacia la piedra.
Agarró el objeto, cuyo diámetro no era más grande que la palma de su mano. La piedra, en manos de la muchacha, iluminaba la cara embobada de Lucita y Noche, que se había reunido con su compañera cuando vio que ya no existía riesgo alguno.
- Mierda –susurró la más entendida del tema ocultista-. Es puta Materia.

4 comentarios:

Paul Allen dijo...

Técnicamente voy a recibir una oleada de collejas por tomarme demasiado en serio eso no darme mucha prisa. Mil perdones.

Güeno, el principio es una ida de olla terrible, porque me obcequé ne en lazar el con el relato de Astaroth con una historia que poco o nada tuviera que ver con la trama principal.
El resto, ya más verosímil, es para retomar un poco la línea argumental de Alexander, que apenas tiene protagonismo. También es una oportunidad para presentar a otro personaje plagiado. Algo de lo que no me siento orgulloso; ya me llegaba con uno. Fue jodidamente difícil imaginarme las escenas y describir el viaje cósmico del bicho ese.
El final ya fue más fácil de escribir.

Ahora voy a comer. Opinad y no seáis indulgentes.

Astaroth dijo...

Pues sí, tienes razón: el principio es una ida de olla terrible, pero queda genial.

No le encuentro pega alguna, quizás que algunas partes son un tanto caóticas y no las he comprendido muy bien, pero realmente me satisface el conjunto global.

PD: También, cuando la escena de la planta en casa de Noche y Lucita, dices que da un "feble" golpe... Chico, me has hecho ir a buscarlo a la RAE xDD

Ukio sensei dijo...

Bueno, llega justo a tiempo para que la "hija entusiasta" se ponga a darle caña a lo que le toca. Por mi parte, a ver si mi turno llega con algo de tiempo antes de mi examen de Civil 3 del día 10.

En lo referente a tu relato, pues si: Has definido Villa-ratón con una precisión que haría que Stephen King se sintiese orgulloso. Por otra parte, es la primera vez que veo a Harlan hablar en francés... Pero claro. Así queda más "cajún". XDDD

De todos modos, yo habría metido un par de frases más a la conversación entre lucita y noche:

Despues de "vas a pedirle sal y sexo salvaje al rubio?"

- Ahora te parece un rubio cachondo? No te daba miedo?
- Como no me lo va a dar un hombre seguido de cada vez más fantasmas?
- Eso solo lo hace más sexy!

En fin. Paridas aparte, está muy bien, con sus descripciones y detalles. Se ve que tus momentos zen-descriptivos progresan.

A ver hasta donde llegas con Lucita (me gusta todo lo que estás sacando tanto de ella como de Noche)... Y con los plagios!

Lectora de cómics dijo...

Cómo se te va XDDDDDDD la historia del ratón me ha encantado, qué majo! A saber qué carájoles es el ente ese y cómo Alexander lo tiene dominado :0
Qué zorraina es Noche XDDD estas chicas se te dan muy bien, con sus aspectos tan cotidianos y otros tan paranormales.

Hija entusiasta writtin' mode on.