miércoles, 30 de abril de 2008
Queen of Spades
Uuu-eeeeeh! Más retratillos, puede que sea el último en una temporada, pero no lo sé fijo porque siempre que digo una cosa acabo haciendo la contraria así que...
Aquí teneis a la siempre hermosa Yvette Marie Giulianna Louis de Castellanera e Bruscia. Prácticamente recuperada del "furaco" que Tombside le hizo en el pechorl.
A Grim le sobran razones para estar obsesionado con ella XDDDDDDDDDDDDDD
domingo, 27 de abril de 2008
114.
Dime. Estuve allí. La vi, sí. Bien, bien. Fue un susto, nada más. Dijeron que se salvó por los pelos. En el pecho, justo. Ya me han avisado de que está fuera de peligro. Se habla de un milagro, incluso. Sí, estoy perfectamente. Aunque... bueno, ayer, después de lo de Yvette, fui con Van Zackal al Sector 7 a eso de las seis de la mañana y -¡Ja!- compramos... ¿Cómo se llama? ¿Peyote? Sí, peyote por un ojo de la cara. No, ya no me queda. Se siente. Te cuento: El caso es que procedimos a hacer el ritual, exprimimos uno de esos bulbos y lo mezclamos con agua caliente. Un suculento caldo podía olerse en el piso de Zackal como si fuera la sopa de una abuela hippie. El vapor que desprendía ya era como tragarse tres cervezas de una tacada. Sí, era fortísimo. Antes de nada pusimos un disco de los Puppeteer of Humans, para ambientar el cotarro. ¿Cómo íbamos a poner el primer disco? ¡Eso nos pondría al borde del coma! Preferimos el The Blackened Array por ser más... digamos alternativo. Al grano: Repartimos un cuenco entre los dos. Y esperamos. No dijimos una sola palabra. Creo que Zackal tuvo tiempo de encender un cigarrillo y darle un par de caladas, porque vi los hilos de humo deslizándose perezosamente por el aire, como una mortaja de un gris azulado al viento. En ese momento me di cuenta de que realmente era tela flotante y podía tocarla. Reaccionaba al tacto y se deslizaba alrededor y entre mis dedos, o al menos eso creo yo. Vislumbré, a mi derecha, la estela plateada de cenizas que dejaba Van Zackal, yéndose por un camino paralelo pero contrario al mío. No recuerdo que en ningún momento se incorporara sobre sus piernas. Se hundía. Volaba. La música agonizó, expiró y finalmente pereció en doce escalas de gris junto con el salón... Eso he dicho. Presta atención, porque paso de repetirlo.
Entonces miré mis manos. Estaban hinchadas y parecía que sudaban arañas, gusanos y milpiés, que empujaban la piel hasta brotar enérgicamente. Millones de diminutas patas correteaban tanto por encima como por debajo de la carne, como una marabunta de flujo continuo e ilimitado. El hormigueo acabó siendo bastante desagradable, como ese que sientes al tener una pierna dormida. Agité los brazos, esperando que los insectos se desprendieran de ellos. ¿Conoces esas canciones...? Las de ese grupo viejo. Sí, ya sabes... Los del globo de hidrógeno... Exacto. Esos eran. ¿Nunca escuchaste una canción en la que hay eco antes y después de que el vocalista diga nada? Pues cuando sacudí las manos sentí como si me desdoblara. Hacia atrás y hacia delante en el tiempo. Una secuencia de fotogramas puestos encima de otros. Era un déjà vu constante. Una y otra vez. Vez otra y una. Otra y una vez. Otra vez y -¡Je, je, ja, ja, ja! Ay...- Una movida, te lo juro. Cuando acabó era como soñar con los ojos abiertos de par en par. Lo que pasó luego es lo mejor de todo. Atenta.
Me convertí en luz. Sí. Era el puto sol, enorme, caliente y radiante. Mi hermosura cegaba todo lo conocido y por conocer, aunque no recuerdo haber estado en ningún sitio en especial. Me invadía una lujuria monstruosa. Me estaba poniendo tan cachondo que sentía la polla a punto de reventar los pantalones, aunque lo cierto es que me parecía estar desnudo. Y allí, en respuesta a mis plegarias de desesperado fervor sexual, apareció ella, Hécate, rubia, fría, mística y ctónica (¿Yvette?). Señora lunar de la noche y de las fieras que la habitan, la hija de Perses, antiquísimo titán, clamó mi nombre: “Apolo”. Acudí sin demora al vocativo, entonado de tal forma que despertaba en mí impulsos más propios de Príapo...Sí, me acabo de fumar un canuto para darle mayor énfasis. Pues ahí que me encaminé, precedido por mi falo, y le quité el peplo que escondía los portentos de su anatomía divina. La seda se deslizó como agua por su nívea epidermis y las liras de Lesbos-ni idea de dónde cae eso- improvisaron mil himnos en honor a su belleza. Sus pechos perfectos, redondos, eran firmes al pulso de las palmas de mis manos. Juraría que Praxíteles vio su dichosa curva en las ondulaciones de la cintura y las caderas pálidas. Por Zeus que su pubis rasurado era merecedor de cientos de hecatombes o más. La besé con fuerza y ella me correspondió con mayor ansia, permitiéndome saborear el dulce néctar que pintaba sus labios. Abracé su torso suave y ella respondió a mis movimientos apretando su muslo contra mis gónadas, exigiendo que le diera placer más allá de lo mortal. Mordí sus pezones marmóreos y gimió a los vientos, empujando mil cóncavas naves aqueas a oriente. Desbocado, froté los labios de su vulva y de ella emanó lubricante que deslizó los dáctilos hacia su interior. Sus suspiros hipnotizaban como el canto de las sirenas que me llevaban a un destino fatal. Sin poder contenerme más –que el miembro ya me dolía de impaciencia- la penetré repetidas veces, multiplicándose tanto nuestro éxtasis que los gritos orgásmicos se oyeron en todas las esferas de la existencia. Ella decía que había tenido suficiente y que ya la matriz le dolía, pero yo la golpeé en su desagradecida cara con mi diestra mano y la obligué a seguir. Ambos estábamos furiosos y ya no éramos parte del panteón olímpico, sino demonios escuálidos condenados al lado más oscuro del mundo. Ella, Lilit, clavaba sus uñas afiladas en mis costillas, rechazándome y satisfaciendo su sed lujuriosa de sangre. Yo, Samael, dejé que lamiera mis heridas, lo que me unió más al irrefrenable y macabro sentimiento de violarla. Nos retorcimos, yo buscando nuevas y más pecaminosas formas de satisfacción prohibidas en lo más sucio de su cuerpo y ella buscando la forma de abrirme en canal a dentelladas. Rendí homenaje a Sodoma hasta que por su esfínter corrió la sangre y, parecía, algo más escatológico. Y ella lamió sus heridas, con más gusto, si cabe. Entonces el odio quemó mi ser entero y juré que esta mujer despreciable y patética no engendraría nada más a partir de mi semilla. La golpeé durante mil años y disfrutó de cada moratón y hueso roto, lo que me asqueó enormemente. La sujeté por una de sus maltratadas piernas, la que parecía más lacerada, y, agitando mis alas, la elevé hasta más allá de la Creación. Cuando en lo alto los cielos ya no tenían nombre, ella se transformó en una serpiente que oscureció todo con su enormidad y yo volvía a ser divino, luminoso. Marduk era mi nombre y Tiamat el del reptil en el que había prometido estrellar mi orden y mi venganza con golpe de cimitarra. No. Yo era Ra y ella era Apofis. ¡Joder, me estoy liando! El caso es que yo, Dios Supremo, descargué la ira de mi hoja afilada sobra la sierpe y súbitamente ante mis ojos comenzaron a brillar un montón de estrellas alrededor de una luna ensangrentada. Ahí fue cuando me di cuenta de que los efectos del alucinógeno se habían pasado. Estaba frente a la ventana mirando al meteoro –ya caía la noche- con una erección de caballo apretándome los calzones. Van Zackal estaba flipando en el suelo, con una colilla entre los dedos y un charco de vómito bajo su nuca. El panorama del salón era bastante desolador, jarrones hechos añicos, mesas y mesillas volcadas, libros fuera de sus estanterías y una pecera bastante grande que perdía agua por varias fisuras. Preferí no esperar a los señores Van Zackal y me largué.
El colchón de la cama de ‘Grim’ tembló cuando la mujer morena giró sobre las sucias sábanas.
- ¿Quién es? –preguntó, curiosa.
Jim le chistó y siguió hablando, pegando el teléfono móvil a su oreja.
- No, no sé nada de Zackal desde ayer –hizo una pausa para saborear el escándalo de las palabras de su interlocutor-. Como mucho lo dejarán una semana sin conexión a internet, si es que sigue respirando, claro –otra pausa, en la cual puso cara de hastío-. Nah, no puedo. Hoy me ascienden y voy a estar ocupado un par de semanas. O sea que no se te ocurra llamarme, que no tendré ni un momento de descanso –mintió.
Al otro lado de la línea telefónica alguien se lamentaba.
- Lo siento, nena. Tú no te preocupes. Estaré allí antes de que te des cuenta. Yo también te quiero. Chao –y continuó, casi inaudible-. ¡Cuelga, coño, cuelga!
Posó el aparato en la mesilla de noche, sobre la cual el despertador marcaba las doce y nueve minutos del mediodía. Se volvió para recibir la mirada inquisitoria de su compañera de cama.
- Repito: ¿Quién era?
- Jenny ‘Jelly’. ¿Quién si no? Desde lo del Highlander está insoportable.
- ¿Y por qué le sueltas toda la historia de ayer si no la aguantas? –aunque la chica no era muy despierta, reconocía las contradicciones.
- Porque sé que cuanto más le cuente, menos querrá saber -se excusó, aferrándose a una lógica muy particular.
- Supongo –fue la palabra comodín que ella sacó de la manga.
- Tú deberías conocerla mejor que yo, Soto.
Susan Soto, la Turk mulata del grupo de los novicios sonrió, mostrando su modestia.
- Debería. Pero a veces se deprime por nada, o por ti, y se encierra en su casa y luego, en las rondas nocturnas, apenas habla. Te quiere demasiado, ‘Grim’.
- Como si le faltaran pretendientes.
- Realmente sois tal para cual –se burló ella.
- ¡Qué más quisiera! Yo tengo más vida social –presumió, ultrajado.
- ¿A esto llamas “vida social”? –se abalanzó sobre Jim dejando al aire su figura voluptuosa.
- Así es cómo conozco gente.
Un silencio plomizo y cómodo como el cuerpo desnudo de Susan encima de Grim cayó sobre el cuarto. Los dos sabían qué querían. Soto apartó el pelo teñido de la cara de Grim y lo besó.
- Estás muchísimo más guapo cuando te despeinas.
- Estás de coña, ¿no? –inquirió con falsa modestia.
Procedieron a dejarse llevar y ella mordió el labio que atravesaba el aro de titanio. De repente, paró, como si recordara algo.
- ¿Seguro que a ‘Jelly’ no le importa? –preguntó, mostrando un respeto ya inútil hacia su amiga.
- Sabes que no.
Tres palabras suficientes para encenderse de nuevo, el uno contra el otro. Garrison cerró los ojos y durante un momento creyó volver a acariciar el pelo dorado de Yvette.
En otra parte de la placa superior, Jennifer Jellicos lloraba junto al teléfono inalámbrico que descansaba sobre la colcha de su cama. Sabía perfectamente por qué Susan tenía el teléfono apagado. Estuvo un buen rato pensando en su pistola, y en ‘Grim’.
Frente al magnífico y lujoso edificio de la placa superior, junto a una fuente colosal adornada con elementos barrocos, Larry St. Divoir intentaba mantenerse despierto escuchando música house en la comodidad de los asientos de cuero de su Bengal X5. El brillo del sol se reflejaba en el capó negro recién lavado, sin embargo la nueva luz púrpura con la que fulguraba el halo del meteorito añadía un tinte lóbrego a los vinilos de fuego que salían de los guardabarros delanteros. El ritmo repetitivo que retumbaba por los bafles producía pinchazos agudos entre los ojos del Turk. Retiró el disco del reproductor y lo tiró por la ventana. Un par de segundos de calma le hicieron recapacitar y concluyó que acababa de hacer una estupidez. De repente, como un fogonazo dentro de su cabeza, recordó el CD que le había prestado Dawssen. Removió el papeleo de la guantera y, debajo de todos los folios y carpetas encontró el álbum ajado. La portada mostraba la foto de una trompeta que reposaba sobre un tapiz de rojo oscuro. No prometía mucho, pensó. De todos modos introdujo el disco en la ranura del lector. El aparato emitió una serie de sonidos silbantes al reconocer el formato compatible de las pistas de audio y, sin previo aviso, el planto agónico de una trompeta solista hizo callar al mundo entero. Las tristes notas, como el canto de muerte de un cisne, subían lentamente por la escala del pentagrama para volver a bajar. El instrumento soplaba cada nota con la melancolía más terrible del orbe. Larry imaginaba ahora, con total claridad, un auditorio en semipenumbra, repleto de mesas de madera abrigadas por manteles escarlata. Ahora se veía a sí mismo, ensimismado frente a un pequeño escenario circular, sobre una silla metálica armonizada con un cojín. Quizás en ese lugar el aire de los pulmones alquitranados del trompetista se convertía en una corriente añil que insuflaba su tristeza en una audiencia llena de empatía y paciencia. Y no supo por qué, pero vislumbraba al trompetista como un hombre de color, viejo y ciego. Prejuicios, seguramente. El músico alargó una nota grave a mitad del jazz. Dos golpes en el cristal mandaron el clímax a tomar por culo, en opinión del oyente.
- Llegas media hora tarde, Garrison –Larry bajó la ventanilla del copiloto-. ¿Qué cojones estabas haciendo?
- Ejercicio –respondió el repeinado joven trajeado entrando en el coche-. ¿Qué es esto?
- Creo que es un blues -se aventuró a decir Larry, aun con cierto miedo por no conocer demasiados géneros musicales. Advirtió el paquete cilíndrico que traía ‘Grim’ consigo.
- ¿No cantan? –se extrañó Jim.
- Parece que no hace falta –soltó el otro sin pensar, sintiéndose como un iluminado.
El viaje hasta la torre ShinRa prometía un silencio incómodo desde el mismo instante en el que Larry hizo rugir el motor del deportivo. A medio camino, como gesto descarado de desprecio por los gustos musicales de su compañero, ‘Grim’ extrajo del bolsillo de su americana un reproductor de música portátil y, ajustándose los auriculares al oído, se puso a escuchar su selección personal de Faust metal a todo volumen. El piloto tuvo que aguantar con desgana el chirriante sonido que escapaba de las orejas de Jim hasta que se apearon en el aparcamiento subterráneo de la central de ShinRa. Divoir introdujo su tarjeta de identificación en la ranura del ascensor tubular y pulsó el botón marcado con el número de la última planta. Durante el trayecto ascendente, Larry no supo hacer otra cosa más que observar la pantalla digital que indicaba cada piso por el que pasaban, mientras ‘Grim’ observaba su reflejo en el cristal blindado que revestía el ascensor transparente, de vez en cuando lanzaba una ojeada al envase cilíndrico que agarraba su mano. Una campanilla anunció su llegada y las dobles puertas correderas se deslizaron a cada lado. En una de las sillas de la sala de recepción estaba Dawssen Peres, sosteniendo un cigarrillo entre los dedos. Jim miró a los lados con algo de reparo.
- ¿Esperabas al presidente, niñato? -preguntó el viejo Turk de ojos verdes desde su asiento.
- Ciertamente, sí –afirmó Garrison con orgullo y arrastrando las palabras.
- Llegáis tarde, por si no os habéis dado cuenta –señaló la esfera de su reloj, mostrándoselo a los recién llegados, con el dedo corazón, haciendo que éste último se viera bien-. Rufus es un hombre muy ocupado ahora mismo y no tiene tiempo para ceremonias. Lo mismo puedo decir de Jacobi.
- Lo siento, tío, pero fue Garrison el que se retrasó –Larry sacó la excusa rápidamente para evitar el enfado de compañero.
- Ni “peros” ni hostias en vinagre –sentenció el veterano-. Pudiste haberme llamado para que fuera yo mismo a arrancar a este cabroncete creído de su cuna meada.
Dawssen murmuró por lo bajo un par de improperios más para asegurarse de haber inyectado un poco de culpabilidad en ambos chavales. Larry bajó la mirada, como si buscara algo de comprensión en la punta de sus pies. En cambio la sonrisa insolente de ‘Grim’ no se alteraba lo más mínimo. Durante un instante Peres tuvo el antojo de curtir el bello rostro del gilipollas engominado a base de patadas. Por suerte, fue pasajero.
- Bueno, pasemos al bautismo –hundió la punta del pitillo en el cenicero plateado de una papelera y continuó-: Se te ha asignado, James Allen Garrison –la sonrisa del aludido se disolvió un poco al oír su segundo nombre-, la patrulla intensiva dentro del grupo de los veteranos, oficio que sólo desempeñan aquellos agentes de Turk que gozan del mérito de ser de plena confianza a la empresa ShinRa y desempeñan su trabajo con eficacia y firmeza. Temporalmente trabajarás bajo el mando de Dawssen Peres -o séase, yo- y Lawrence St. Divoir –a tu derecha-, quienes supervisarán tu labor inicial hasta que se asigne un nuevo compañero. En resumen, que somos tus niñeras hasta que asciendan a otro al que tú puedas dar por culo. ¿Ha quedado claro?
- Como el agua –confirmó ‘Grim’.
- Bravo por tus neuronas. El turno intensivo comenzó hace quince minutos y tenemos que ir cagando leches hasta el sector 6. ¿Lleváis kevlar?
Larry y Jim se golpearon el pecho al unísono, haciendo resonar los chalecos antibalas que cubrían sus camisas. Satisfecho, Peres se incorporó.
- En marcha, pues.
- Un momento, jefe –Garrison dio un paso al frente y le mostró el paquete alargado-. Un presente.
A continuación extrajo del envoltorio una botella de vidrio y se la entregó a Dawssen. Éste observó la etiqueta de la bebida y fulminó al novicio con la mirada. Agarró el cuello del litro y medio de Dranoff y rompió el culo de la botella contra la pared, dejando en su mano un improvisado instrumento cortante. Empujó a Jim contra las puertas del ascensor y lo acorraló con la botella rota en ristre, acercándosela peligrosamente a la cara del mozo, que temblaba de la cabeza a los pies. Regueros de licor incoloro descendían por el brazo del Turk, empapando las mangas del uniforme.
- Tienes un buen par de cojones, subnormal, queriéndome regalar el vodka por el que le pegaste un tiro a Liam.
A la memoria de Jim volvió la escena etílica en la que había visto los ojos glaucos de Dawssen y se había sentido con el valor suficiente para hacerle el corte de mangas. El impulso del miedo lo tiraba hacia atrás, pero no había escapatoria posible frente al terco veterano, que le susurró:
- Y ya no hablemos del desastre del baño.
Lo sabía. El chiflado lo sabía. ‘Grim’ no había vuelto a pensar en esa chica -¿Cómo se llamaba?- del aseo de señoras del Highlander Cavern. ¿Por qué coño le daban tanta importancia a esa gorda penosa? Pedía a gritos que acabara de una vez con su mugrienta vida. Del olvido alcohólico brotó el fuerte aroma de la pólvora, el triunfo del plomo sobre la carne y el vértigo previo al empuje del gatillo. Pronto lo disipaba el olor de la mezcla de sangre y mierda que volvía a taladrarle el tabique nasal.
No era el momento. El aliento de Dawssen levantaba su flequillo de platino y ya notaba la primera gota de sudor frío corriendo por su frente. Peres se mordió el labio inferior, reprimiéndose, y rió.
- Tienes suerte de ser el ojito derecho de Jacobi –dicho esto le propinó tal rodillazo en las pelotas que ‘Grim’ vio millones de puntos luminosos revoloteando alrededor de sus ojos.
El joven Turk cayó al suelo de rodillas, cubriéndose la entrepierna con ambas manos y aguantando como podía las ganas de vomitar. El veterano soltó el resto de la botella, que se hizo añicos al colisionar contra el piso, y saltó graciosamente por encima ‘Grim’ para entrar en el ascensor. Atónito, Larry miraba la agonía del posible eunuco, se volvió un momento hacia su superior:
- ¿Qué coño haces?
- Ir al sector 6. Os espero delante del cuartel.
- No vas a ningún lado sin mi coche, tío.
- Lo siento, pero te tengo que dejar a cargo del chupapollas -señaló la figura encogida de Jim-. Haz cuentas: Tienes un biplaza y somos tres. Voy en moto.
Larry no daba crédito a eso último.
- ¿Desde cuándo tienes...?
- Desde mucho antes de que corretearas por los huevos de tu padre, chaval –pulsó el botón del parking y lo último que vio antes de que se cerraran las puertas fue a un resignado Larry St. Divoir girando sobre sus talones para echarle un vistazo, entre divertido y preocupado, a Jim Garrison, que juraba entre dientes desde el suelo de piedra pulida.
Decenas de pisos más abajo, bajo una gruesa capa de lona, dormitaba una máquina de gran cilindrada que minutos más tarde rugiría ensordecedoramente abriéndose paso sobre el asfalto de la autopista.
sábado, 26 de abril de 2008
Jaune la gualda
woooooooo!
No me lo pueo creé!
Ukio siempre me anda pinchando para que siga con la serie de relatos de personajos midgarianos XDD Tenía este por ahí perdido en el disco duro externo y dije "conio! voy pintalo!" En realidad ya estaba empezado pero estaba horrible así que empecé de nuevo, con técnica nueva y ale hop! quedó chupitilerendi chachiguay. Ahora es cuando miro los viejos y quiero suisuidarme (aunque Kurtz me sigue dando morbillo <3)
Aleh, voy a enviárselo a Sinh pa alegrarle (o no) el día.
lunes, 21 de abril de 2008
Vamos a ver
EL QUE QUIERA ESCRIBIR EN AZOTEAS DE MIDGAR QUE MUEVA EL CULO Y SE ENTERE DE CUANDO LE TOCA.
Cojones ya. ¿Qué es eso de que tengamos que andar detrás vuestro en el foro o enviándoos e-mails? ¿No participáis por libre voluntad? Pues hala, poned algo de vuestra parte y molestaos en pasaros a vigilar cuando os toca. Ya os dije que podéis suscribiros al blog mediante RSS. Y estoy por activar una función del blog mediante la cual a cada nuevo post publicado se envía un e-mail a los usuarios (lo malo es que hay un máximo de 10... ???).
Y sé que los habituales os pasáis y os enteráis así que este mensaje no va para vosotros, aunque tampoco sé pa quién va porque los demás no se pasan a menos que se les avise ¬¬
A ver, el que quiera que le lleguen las actualizaciones del blog que me ponga aquí el e-mail.
Yo a partir de ahora paso de andar detrás de nadie. Si en sus 3 días para escribir no aparece se salta y santas pascuas. Coño ya.
miércoles, 16 de abril de 2008
113.
Rodeó el círculo, reparando lentamente en cada persona que lo componía, aún así, todas las caras eran la misma a sus ojos. Una cara anónima cualquiera, incapaz de decirle nada o de significar nada para ella.
¿Y ella? Es decir, tenía un concepto femenino de si misma, pero no se sentía como tal. Ni siquiera se sentía, de hecho. Intentó contemplarse a si misma, pero su figura era incluso más borrosa y amorfa que las demás, gris, con pequeños puntos de luz blanca en medio, y a la vez, cubierta de pequeñas charcas de esas sombras de alquitrán que muy lentamente parecían desarrollarse hasta cubrirse. La más grande de todas iba creciendo desde lo que parecía ser su pecho.
Abrumada, pudo sentir una pequeña llama de pánico en su interior. Sin embargo, era incapaz de reaccionar. Se obligó a si misma a concentrarse y vio las manos de esas personas. Algunas de ellas salían del círculo para tomar pequeños objetos, sinuosos y afilados de dos pequeñas mesas situadas fuera del círculo. La llama del pánico estalló, avivada por el descubrimiento de su situación: Era una sala de operaciones. Corrió hacia delante, irrumpiendo en el círculo y abrió los ojos que no sentía tener de par en par.
Lo único que vio allí fue una mancha carente de forma, de color granate que poco a poco iba perdiendo brillo y apagándose. Los médicos concentraban sus esfuerzos, pero su incomprensible murmullo era como el ruido de una televisión sin sintonizar. El caos reinante era como estar sumergido en lodo durante una lluvia torrencial. Ruidos e imágenes borrosas y desdibujadas.
Un chillido le hizo mirar a su alrededor. Lo emitían las sombras. Esos engendros espesos gemían y humeaban apartándose del techo. Era como si hubiese una zona que se abría como un río de pureza, repeliendo sus presencias llenas de rencor y tristeza, que le hacía sentirse extrañamente reconfortada. Quería saber que era eso, pero no tenía forma de hacerlo: Ni piernas para saltar, ni manos para romper el techo de piedra... Sin embargo, para confundirla más aún, empezó a flotar hacia ahí, como si algo extrañamente estuviese tirando de ella. A medida que se acercaba, mientras atravesaba por dentro un metro de hormigón y varias capas de material aislante, percibía una conversación.
- No me importa lo que vayas a hacer, simplemente hazlo si lo crees conveniente.
- ¿Me ayudarás entonces?
- No creo en esas cosas, tío, y lo sabes. Pero creo en ti. Te ayudaré. No permitiré a nadie subir aquí hasta que tú me lo digas.
- Gracias, amigo mío.
- Aún recuerdo como era esa frase: ¡Gren mwe fret! – La voz se iba alejando.
Al subir reconoció una silueta borrosa, rodeada de un aura que combinaba el rojo ardiente con el melancólico violeta. Al otro lado había un hombre, negro, corpulento e imponente. Su pelo estaba recogido en muchas trenzas, muy finas, que caían sueltas a su espalda, mecidas suavemente por el viento. Vestía un traje negro, con corbata del mismo color, y su camisa estaba manchada de sangre. Alrededor del cuello, una extraña cadena plateada pendía, con múltiples materias engarzadas en sus retorcidos eslabones.
Sus ojos oscuros la miraban fijamente, y alrededor de ese hombre podía ver el cielo abierto, gris y plagado de nubes blancas. Parecía que se encontrasen en la cima de algún sitio. Una azotea, a juzgar por los edificios situados alrededor.
- Veo que ya has llegado... – “¡Harlan!” pensó ella, incapaz de reconocer de donde venía ese extraño nombre. El hombre siguió hablando. – Perfecto. Vamos, tenemos que encontrarnos con Papa Legba. Allí veremos que se puede hacer contigo.
El hombre se puso sus gafas oscuras, giró sobre sus talones, y empezó a caminar. El mundo se volvió negro mientras el se volvía, desdibujándose la azotea para convertirse en un camino que surcaba una pradera, cubierta de césped fresco. Podía sentirlo, acariciando sus pies descalzos. Los pasos le hicieron entrar en un bosque pantanoso, donde los cantos de las aves acompañaban los siseos de serpientes y alimañas. Lechuzas de ojos brillantes la miraban, y sentía el acecho de muchos otros seres, y delante de todo, guiando sus pasos, el hombre caminaba en silencio.
Ella le seguía, a lo largo de lo que poco a poco se iba tornando una ciénaga, girando en cada recodo que él girase, saltando cada riachuelo que él saltase y pisando solo donde sus huellas estuviesen marcadas. Ignoraba por que, pero sentía que así era como debía ser. Se sentía sorprendida de verse ahora, en los reflejos de las charcas, nítidos a pesar de la suciedad de su superficie. Era ella, con su hermoso cabello dorado y liso, como hilos de luz, y sus ojos azules como zafiros. Llevaba como única prenda, un vaporoso vestido de blanco algodón, cuyo suave tacto acariciaba su piel mecido por la brisa nocturna. Se sentía plena de nuevo, al tener su cuerpo, aún con eso: Una inmensa herida roja, sangrante y profunda, justo en su pecho, sobre el lado interior de su seno izquierdo. Justo en el corazón. Aún así, no sentía dolor, y la sangre que derramaba parecía evaporarse, nada más abandonar su cuerpo. Contra toda lógica, la ignoraba y caminaba tras el hombre negro, temerosa de un mal mayor si lo perdía y quedaba abandonada en la ciénaga.
Corrió para recuperar el terreno que había perdido por ese despiste al detenerse a comprobar su estado. El bosque giraba y se retorcía a su alrededor, pero de un modo instintivo, sus pies encontraban el camino para seguir avanzando hasta llegar donde el hombre la esperaba. Era la entrada de una verja de hierro negro, antigua, oxidada y retorcida. Puntas de lanza con la forma de siniestras fleurs de Lis coronaban cada poste vertical. Delante de la verja, un camino se cruzaba con aquel que ella recorría, el cual iba directo hacia una puerta de hierro que permanecía cerrada. Allí, un anciano cuya piel de ébano estaba cuarteada como el pergamino, vestía un elegante frac de color rojo sangre, su mano estaba apoyada en un bastón y su cabeza cubierta por un sombrero de paja. Su pipa emitía un extraño humo, de olor suave y embriagador. Saludó con un leve asentimiento, al que el hombre que la guiaba respondió con una elegante reverencia. Ella se puso a su lado y saludó a su vez y con la misma solemnidad al anciano, confundida pero curiosa.
- Buenas noches, Hana-Garu. Siempre es un placer verte, al igual que al resto de tu estirpe. Los Loa agradecemos tu trato respetuoso y tu humilde servicio. – El hombre agradeció estas palabras con una segunda reverencia. – Y tu eres la joven Yvette... Un nombre precioso.
- Honorable Papa Legba, tu saludo enaltece a mi familia. Me postro ante tu sabiduría para rogarte que me permitas esta noche traspasar el cruce de caminos.
- ¡Osado eres! – Dijo el anciano, frunciendo el entrecejo. – Mucho te arriesgas, para poco ganar con ello. ¿Estás dispuesto a traspasar el cruce de caminos? ¿Y luego que harás? ¿Suplicar a Kalfu? ¿Crees que alguien apoyará tu súplica?
- Si, Papa Legba, así lo creo.
- Entonces ve, Hana-Garu, tienes mi favor, que tendrás que pagar algún día.
- ¡No!
Todos se sobresaltaron al oírla. El anciano alzaba una de sus cejas, con curiosidad, esperando una explicación que diese razón a tan grosero exabrupto, y el hombre joven con gesto horrorizado.
- ¿No qué? – Preguntó el anciano.
- Él no pagará. ¡Yo seré quien quede en deuda con usted!
- ¡No puede ser! – Sentenció el anciano. – No estás en situación de contraer deuda alguna, pues nada te queda ya para pagar.
- Papa Legba, os ruego que me permitáis explicárselo...
- Ve, Hana-Garu. Habla con ella.
El hombre se la llevó aparte, y entonces ella reparó en que sus ropas no eran ya los mismos. Sus duros y ásperos zapatos del uniforme de Turk se habían vuelto lustrosos y brillantes, y su traje negro era ahora un elegante frac. Sin embargo, de este solo llevaba los pantalones y la chaqueta, esta última abierta, mostrando su musculoso pecho.
- Yvette...
- ¿Hana-Garu? – El hombre sonrió, como si el mero hecho de reconocerle fuese un gesto propicio, y más aún conservando el ánimo de bromear aún en esta situación. Sin embargo esta vez ella no pudo ver en su sonrisa los rasgos de su impaciencia agresiva, o de su abierto sentido del humor.
- Yvette, pequeña... Creo que no sabes donde estás. – Ella iba a interrumpirle, como solía hacer, para decir algo sarcástico, pero lo que llegó a sus oídos la conmocionó. – Este es el otro mundo.
- ¿El otro mundo?
- Así es. Esta es la forma que tiene la vida tras la muerte.
- Pero... No he muerto.
- No, es cierto, pero no tardarás en hacerlo. La herida de tu pecho es demasiado profunda, y ha alcanzado tu corazón, rompiendo además tus costillas. En estos momentos estás siendo operada de urgencia, pero no se espera que salgas de ahí. La sangre se acumulará en alguna cavidad coronaria, atascándola y provocándote la muerte. Si logran evitar eso con drenaje, probablemente te desangres.
- ¿Y tu?
- Inagerr es la forma en la que un torpe oficial de inmigración pronunciaba Hana-Garu. En mi familia, los primogénitos nos entregamos al sacerdocio: Convertirnos en houngan, además de nuestros trabajos normales. He guiado a miles de almas al otro mundo, conversado con los dioses y visto con mis propios ojos la tierra de la tumba donde yo mismo habré de descansar algún día.
- Y... Has venido a guiarme, ¿verdad?
- Puede ser, pero esa no es mi principal intención. Si Papa Legba, el anciano que guarda el cruce de caminos, nos permite pasar, habremos de encontrarnos con el Barón, y si él nos deja seguir adelante, habrá que suplicar a Kalfu que no envíe maldiciones de vuelta.
- Harlan... No quiero que vendas tu alma por mí.
- ¿Alma? – Sonrió su compañero. – Los Loa no son el demonio, pequeña. Son benévolos o malévolos, pero todos son dioses, y están en su derecho a ser así. Están dispuestos a acceder a nuestras súplicas si se les dan motivos, pero reclamarán favores a cambio, y en mi familia es tradición que sea yo, el houngan, quien cumpla con esos favores.
- ¿Por qué no puedo ser yo? ¿Por qué tienes que dar la cara por mí en esto?
- Porque tu eres la muerta, Yvette, y los muertos no pueden cumplir favores. – Ella suspiró, desolada ante esa respuesta. Si ya estaba muerta, ¿de qué pretendía salvarla Harlan? Esto no parecía infierno alguno, y su concepción de la otra vida era muy distinta a la que se había encontrado.
- Así que esto es lo que hay después... – Dijo, suspirando de nuevo.
- Para mí si. – La respuesta formuló nuevas preguntas en la mente de la joven, pero el houngan se anticipó a ellas. – Yo he elegido adorar a los Loa, y seguir su camino, y este es el mundo que me espera al otro lado. Para los demás, quizás haya otras cosas, o quizás no haya nada. Depende únicamente de ellos. Los Loa, en el fondo, no son más que una de las muchas manifestaciones que toma el espíritu del planeta.
- Y entonces... ¿El planeta...?
- No. – Interrumpió el houngan. – Si esto sale bien, te dedicaré el tiempo que necesites para entenderlo, y si no lo descubrirás por ti misma. Hay que hacer las cosas ya.
Yvette murmuró un vago “tienes razón” como respuesta, pero su mirada parecía perdida. A Harlan no le dio tiempo a reaccionar, cuando ella lo esquivó de un salto y se lanzó corriendo hacia el anciano Loa. Harlan corrió desesperado.
- Honorable Papa Legba. – Empezó ella, antes de que el sacerdote pudiese detenerla. – Esta es mi postura: Aceptaré que Hana-Garu se someta a vuestra voluntad, con la condición de que si tengo yo ocasión de devolver este favor en su lugar, se me conceda el derecho. – El viejo sonreía astuto, y Harlan pensó que debería haberse dado cuenta de que el Loa sabía de antemano lo que iba a suceder, y que conociendo a Yvette, él también debería haberlo sabido.
- ¿Eres capaz de imaginar si quiera las obligaciones que una deidad del inframundo te reclamará? – Preguntó Papa Legba, dispuesto a medir la osadía de la joven.
- No, pero aún así, no soporto la idea de que otro se sacrifique por mí.
- Hana-Garu ya se está sacrificando, niña... ¿No lo ves?
- Si, lo veo. Y le ayudaré en todo lo que pueda. Si sobrevivo, también haré lo posible por agradecerle lo que está haciendo ahora.
- Entonces me gustará ver como lo haces, niña... Adelante.
Cuando las puertas se abrieron, una niebla espesa surgió en su interior. Yvette pareció dudar un instante, pero Harlan avanzaba decidido y tranquilo. Fiel a su costumbre de no echarse atrás allá donde otros no lo hiciesen, siguió a su compañero, temerosa. La niebla era húmeda al tacto, y producía una desagradable sensación de ceguera opresora e incapacidad de movimiento. Sus pies seguían notando la hierba húmeda, pero sus oídos ya no sentían los reconocibles ruidos del bosque, sino desagradables susurros y carcajeantes voces, con un tronar percusivo de fondo.
- ¿Oyes mi voz, Yvette? – Preguntó Harlan, reconociéndolo esta apenas un par de pasos ante él. Sin embargo, era incapaz de verlo.
- La oigo. Oye, ¿que significa eso de Hana-Garu?
- Mi nombre. ¿No recuerdas? Inagerr. – Explicó su voz profunda con una carcajada.
- Es muy raro que te de por reírte aquí, con todos esos sonidos y esta niebla. – Respondió ella haciendo una mueca de desagrado.
- No pongas esa cara...
- ¿Cómo puedes verme? – La sorpresa fue mayúscula.
- Este es mi mundo, niña. Al fin y al cabo, yo soy el Houngan. Los tambores son música alegre, de danza y festejo, y los susurros son los otros celebrantes, con los que debemos ser igual de respetuosos que fuimos con Papa Legba.
- Oye, Har, soy rebotada, pero no estúpida... – Su compañero y guía se abstuvo de dar más respuesta que una carcajada.
De repente, Yvette chocó con algo. La asustó, pero cuando alargó la mano para tocarlo, vio que era Harlan, que se había detenido súbitamente. Él estiro uno de sus brazos hacia atrás, buscando la mano de su compañera, y al encontrarla la trajo a su lado y la obligó a inclinarse en una nueva reverencia.
- Os saludamos, señores de Radá, Petro y de Ghédé. – Dijo, recuperando su solemne tono de sacerdote. De entre la niebla se oyeron tres voces. Una era femenina y musical. Otra era masculina y hosca. La última fue una carcajada oscura que resonó en todo el lugar, pareciendo no venir de ningún punto concreto.
Ante los asombrados ojos de Yvette, la luz de la luna se abrió paso, disolviendo la niebla con su contacto. No creía haber caminado más de un par de centenas de pasos, mas ante sus ojos se desplegó un enorme cementerio, antiguo y por ello aún más tétrico. Sus lápidas multiformes eran de piedra gris, cubierta de musgo, y entre ellos se alzaban algunos esbeltos sauces, poco cubiertos con hojas y mecidos por un viento infernal que les hacía retorcer sus flexibles ramas en retorcidas formas. Ocasionales rayos la cegaban, iluminando parcialmente el siniestro escenario, mientras el ruido de tambores experimentaba un cescendo retumbante. Por ningún lado se veía a los extraños músicos que tocaban esta danza macabra, pero sus bailarines estaban por todo el cementerio. Extrañas parejas de baile, o grupos de más personas se movían al ritmo de la percusión, de forma caótica y continua, entregados a la fiesta. Su danza era insinuante, y extrañamente mórbida en más de un sentido. Yvette seguía inclinada en su reverencia, mientras que Harlan ya se había alzado para hablar. Ante él se alzaban una hermosa mujer de piel oscura y larga melena azabachada que se derramaba sobre sus hombros y espalda, casi arrastrándola por el suelo. Estaba ataviada con un vaporoso vestido de nívea gasa transparente que realzaba cada detalle de su perfecta figura. Un cinturón de plata y perlas le ceñía el vestido a la cintura, y sendas pulseras de oro remarcaban la delicadeza de sus muñecas. A su lado, un anciano permanecía erguido. Era exactamente igual que Papa Legba, pero a la vez totalmente distinto. Su rostro estaba retorcido en una mueca de desagrado, la chispa de su pipa emitía desagradables destellos rojizos cada vez que chupaba de ella, y sus manos sostenían firmemente su bastón, con el mismo inflexible puño de hierro que imponía su voluntad, tanto en este mundo como en el reino mortal.
- Erzulie, hermosa como el rocío del amanecer y las llamas del ocaso, te saludo. – Dijo Harlan con una reverencia, seguida de otra al anciano. – Kalfu, señor que guarda el cruce de caminos, te muestro humildemente mi respeto.
- Se bienvenido de nuevo, Hana-Garu. Tus servicios nos son gratos, y tu presencia da vida a nuestra fiesta. – Dijo Erzulie, con una voz que sonaba musical como el canto de los pájaros en la brisa, y fresca como una cascada en medio de una selva virgen. Por su parte, el anciano se limitó a emitir un gruñido de desagrado. – Se bienvenida tu también, Yvette Marie Giulianna Luise de Castellanera e Bruscia.
- Gracias, madamme Erzulie. – La Loa se mostró complacida con el título, pero inmediatamente se giró hacia Harlan.
- Hana-Garu, querido... Creo que soy capaz de ver por donde va esto. – Dijo señalando de forma grácil con su índice hacia la herida abierta de la muchacha. – Es injusto que tu, un houngan, nos pidas que perdonemos una vida.
- No hay que perdonar nada, mi señora. – Replicó el sacerdote-brujo. – Solo no reclamarlo, mientras los médicos hacen su trabajo.
- Eso se puede decir de muchos otros, y sin embargo han venido igualmente. ¿Por que debería hacer la excepción con esta?
- ¡Porque es como vos, mi señora! – Exclamó Harlan, aferrándose al argumento.
- Es joven y hermosa, cierto. Y ciertamente coqueta, pero aún así, esos argumentos no son suficientes. No puedo creerlo, Hana-Garu. Sabes que si tu ruego no nos complace, volverás acompañado de las atenciones de Kalfu, ¿no es así? – Yvette no necesitó preguntarse demasiado para saber que todo aquello en lo que el anciano Loa estuviese metido sería necesariamente malo. La retorcida sonrisa que el anciano le dedicó a su guía no hizo sino acentuar esa certeza.
- Yvette, díselo tu...
- ¿Lo que? – Preguntó la joven, perdida y desesperada.
- Háblame de ti, querida. Dime que tenemos tanto en común para que yo deba permitir que vivas el tiempo suficiente para que los cirujanos salven tu vida.
- Yo... – Empezó dubitativa. – Sigo sin saber que decir. Si tengo que expresar lo que tenemos en común vos y yo, madamme, es simplemente lo dicho por Harl... Por Hana-Garu. Me considero guapa, y se seducir a los hombres. Me gusta provocarles y vestirme de forma que atrape sus miradas. Juego con ellos y los seduzco. Incluso fui animadora en el instituto... – A Harlan le costó seriamente reprimir una carcajada, pero desde luego no era el mejor momento.
- Y es cierto, pequeña... Represento la belleza, pero también la compasión. Fuiste una hermosa animadora en el instituto, pero también fue ahí donde tu camino se acabó de truncar. Si ya entonces eras cruel con los que considerabas tus inferiores, te volviste desconfiada con lo sucedido entonces. No hace mucho, despreciabas a gente que ahora admiras, y no hace mucho insultabas a cualquiera por el mero hecho de cruzarse contigo. De hecho, aún lo haces, de vez en cuando. Donde yo soy compasiva, tu eres salvaje. También ambas somos guerreras, pero donde yo soy protectora, tu eres agresiva. Yvette, cariño. Te quiero, como a todas las mujeres enamoradizas y bellas, pues todas lo son igualmente a mis ojos, pero Hana-Garu se equivocó al acudir a mi.
Cuando la joven agente hubo finalmente digerido esas palabras, alzo sus ojos llorosos y dedicó una mirada a Harlan, que se la devolvía pesaroso. El houngan parecía desear perderse, pero la encaró, listo para escuchar lo que fuese que ella le quisiese decir. Sonriendo en silencio, Yvette le tomó la mano con las suyas y la acarició suavemente, mientras el pesar quedaba cada vez más marcado en el rostro del guía. Yvette solo recordaba a Harlan tan deprimido aquella noche que fueron en busca de Scar para reincorporarlo al servicio activo. Su ancha boca estaba entreabierta, con una disculpa a medio brotar, y sus ojos, esta vez bien visibles, sin sus gafas de sol, eran dos oscuros pozos de pesar, rodeados de blanco perlado plagado de vetas rojizas. Harlan había fallado, y le dolía no haber podido salvar a su compañera, que había puesto su fe en él para que la salvase.
- Gracias, Har... – Dijo ella. – No me creo que hayas hecho esto por cualquiera.
- No lo logré... – Respondió con un murmullo, incapaz de forzar el nudo que se había formado en su garganta. Al verlo así, Yvette sintió verdadera compasión por su compañero... Su amigo. De los pocos que le quedaban. Nunca creyó que el tosco grandullón que le había hecho la vida imposible en su primer día fuese a venir al otro mundo a intentar salvarla, y mucho menos, que el fracaso le dolería tanto. – ¡No pude, y te juro que lo siento muchísimo!
- No lo sientas por mi, Harlan. Más lo siento yo por ti. No confío en ese anciano... - El sacerdote contenía su dolor, pero Yvette lo dejó ir, llorando tristemente, mientras acariciaba la negra mejilla de su amigo. - Por favor... No quiero que te sientas así. - Suplicó entre sollozos, pero el sacerdote bajó la mirada.
- Nadie confía en Kalfu, salvo para saber que siempre cumple sus promesas. – Dijo él sonriendo con tristeza, besándola en los párpados para secar sus lágrimas. – Pero aún así se le respeta por lo que es. Debo cumplir mi palabra con él, como sacerdote y como hombre, niña... Y tu debes aceptar lo que te toca. Debes...
Harlan iba a proseguir, pero antes de que pudiese seguir hablando, los brazos de su compañera se cerraron en torno a él. Respondió al abrazo, levantándola suavemente del suelo. Era todo lo que podía hacer por ella: Llevarla hasta aquí y depender de la voluntad de seres más allá de la lógica mortal para que se salvase. Por desgracia sus argumentos no habían sido suficientes.
- Ambos debemos aceptar lo que nos toca... – Harlan rompió el encanto. Ella asintió entre sollozos, y lentamente soltó a su compañero. Entonces este se giró para encarar a Kalfu, y para su sorpresa, el anciano ya no estaba allí, ni tampoco había rastro alguno de Erzulie.
- ¡Maldita sea! ¿Dónde mierda...? – Con esta exclamación, Yvette retomaba en parte su verdadera naturaleza, despertando una siniestra carcajada a espaldas de ambos.
Cuando se volvieron, al unísono, había un único hombre erguido ante ellos. Era muy parecido a Harlan: Joven, atractivo y siniestro, de piel muy oscura y sonrisa muy blanca. Vestía unos pantalones negros, zapatos brillantes y un chaqué oscuro como la noche. Su pecho estaba pintado con las curvas formas de una caja torácica, sus manos estaban cubiertas de pinturas de falanges blancas y huesudas, y sobre su rostro habían perfilado una sonriente y siniestra calavera. Era calvo, y en la mano llevaba un bastón con un esqueleto en el pomo, y sobre la cabeza un alto sombrero de copa con gran elegancia. El grave y retumbante sonido de su carcajada iba creciendo en intensidad, a medida que los invitados en ese reino intentaban superar su estupor. Mientras que Yvette seguía confundida, Harlan logró reponerse y hablar.
- Mi señor de Guédé, el Barón Samedí... – Dijo entre dientes el Houngan, en medio de una reverencia. - ¿Cómo no lo supuse?
Al día siguiente, Yvette se despertó. Allí estaba Harlan, durmiendo en la silla dedicada a las visitas. En su mano pendía la extraña cadena de la que colgaban sus materias, e Yvette se sorprendió a si misma reconociendo algunos de los símbolos que la decoraban. El ruido que la hizo retomar la conciencia fue el irrumpir de la familia de su compañero en la sala, acompañada de su amigo “Scar”, cuyas ojeras habían disminuido, aunque no así su aspecto de cansancio en general. Por último, fue Svetlana quien entró en la estancia para saludarla.
Por lo que ella descubrió más tarde, su familia había enviado un ramo para felicitarla por su recuperación. Este aún permanecía a un lado de la cama, en el suelo, con su tarjeta aún sin leer. Ella sabía que la dedicatoria la habría inventado la florista de turno. Sin embargo, su familia, la que de verdad se comportaba como tal, la estaba visitando ahora mismo. Ninguna deuda, sin importar con quien, era demasiado cara para no verse compensada por esto.
sábado, 12 de abril de 2008
112.
La luz del foco se encendió, cegándole por completo. Estaba sentado en una silla, sujeto con grilletes y rodeado de una extraña oscuridad, donde lo único que se veía era el reflejo de la luz sobre un espejo. Se encontraba luchando por adaptar las pupilas de su maltrecho cuerpo a la gran luminosidad, a través de la cual a duras penas podía distinguir las paredes donde debía estar la puerta. Una distorsionada voz resonó en la sala, desde todas las direcciones a la vez, como si la misma estuviera llena de altavoces, o incluso ésta misma fuera uno gigantesco.
- Nombre- el eco de la voz la hacía parecer muy artificial, igual que si estuviera producida por una máquina.
- ¿Dónde estoy? ¿Quién es usted, y por qué estoy aquí?- parecía tener la garganta raspada y bastante seca, muy débil – Si es por aquello que dijo de la piedra gigante, era sólo una expresión, sólo…
- Limítese a responder a las preguntas. Si tiene que dirigirse a mí, puede llamarme “Agente”. Ahora responda, ¿Cuál es su nombre?
- John Blakerdan – su voz se notaba nerviosa, como si necesitara algo desesperadamente – Oye, necesito un trago, un chispacillo… ¿No podrías traerme un vasito de anisete… O una botella? También me valdría un…
- Edad
- ¿Cómo que edad? ¡Moríos todos, hijos de puta! ¡Argh! – acabó su queja con una mezcla extraña de grito y gruñido lleno de ira, lanzando saliva y restos de su escasa comida de calabozo, en lugar de los habituales residuos etílicos - ¡Soy el mejor, un puto dios! ¡Argh!
A su espalda, un hombre cubierto de negro y con una máscara de cristal ahumado se acercó con un extraño instrumento que aplicó una leve descarga sobre el individuo. Sujeto de pies y manos, el preso sintió el mordisco eléctrico sobre la espalda, justo antes de ser golpeado en el brazo por la porra de un segundo enmascarado, idéntico al anterior. John quedó paralizado, sin poder emitir ni un mísero grito de dolor. Durante ese tiempo, pudo fijarse más en la sala, con los ojos más acostumbrados al intenso foco y entornados por la descarga eléctrica: estaba en una sala cuadrada de blancos azulejos bastante manchados, adquiriendo un tono marrón. De las goteras del ennegrecido y alto techo caía silenciosa el agua, mientras que por las humedecidas tuberías las ratas se movían incansablemente correteando con sus patitas y arrastrando el óxido y la corrosión del metal con su cola. Aunque antes sólo había visto un espejo, realmente estaba rodeado de ellos, reflejando con sucia luz la habitación con formas macabras.
- Aff... Vient… Arfff…Veintidós…
- ¿Qué vio la noche del 15 de Junio?
Entre sofocos, comenzó a relatar los acontecimientos del día de su detención: cómo salió de aquel bar, el oscuro callejón con su oscura figura… Una vez hubo acabado, no pudo contener más la presión, y sintió como el estómago se le bajaba hasta el ano. La peste de la sala ya era insoportable, y cada vez entendía más porque llevaban máscara aquellos guardias. Su propio hedor, que se resbalaba por sus pantalones, se unió al dolor aún punzante de la electricidad, y sin poder evitarlo se desmayó. De las comisuras de sus labios comenzó a brotar un líquido amarillo que cayó sobre su regazo.
Al tiempo que la luz se apagaba, los dos hombres de negro salieron de la sala con paso firme utilizando una puerta estrecha situada en una esquina.
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- Vaya, parece que realmente ha sobrevivido frente a Tombside… ¿Un paleto con suerte, o quizás alguien que ha sido mejor que la bestia?
- No podemos decir que el tipo tenga muchas luces, McColder. Podemos usarle para capturar a nuestro pequeño asesino, a la vista del patrón que está llevando. Usaremos agentes de Turk y SOLDADO, y dispondremos de los dos testigos para tenderle una trampa.
- A propósito, el hijo de Hawkrad no tenía ni idea de nada. Simplemente tuvo una bronca con su padre, y se largó de casa. Es posible que Tombside aprovechara entonces para asesinarle. Cada vez Tombside ha ido ascendiendo más en su espiral de muerte… ¿Quizás piense llegar hasta el mismísimo Rufus?
- Es pronto para aventurarse, ahora lo único que podemos hacer es capturarle. Ya le interrogaremos en su momento.
- Desde luego, “Agente” – dijo McColder con una sonrisa pícara en la boca – Pronto tendremos a “Blooder”
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“Acabo de despertar. Son las 4 de la mañana, pero ya siento que el hambre me invade. Necesito saciar mi hambre, acabar con ella. Necesito hacer sangrar a alguien.
Hoy el sector seis parece estar bastante despejado, es como si todo el mundo supiera que la sombra de la guadaña se encuentra sobre sus cabezas y cualquiera puede ser el siguiente. Que poco saben los necios, nadie ha conseguido aún ver como he ido colocando los objetos para que alguien gane el juego antes de que se acabe el tiempo.
Mandíbulas desencajadas, dedos amputados, las vísceras alimentando a los perros… La sangre me hierve cuando veo el macabro espectáculo que preparo. Midgar es un lugar horrible, donde no se puede estar nunca seguro; pero desde luego hoy el sector 6 es el eje de la espiral de muerte.
Todas las casas están cerradas, todas las farolas a oscuras. Incluso parece que los eternos neones han desaparecido, sintiendo la presencia de la Parca que corta los hilos del destino. Las luces de los clubes y los bares aún siguen encendidas, como si todo el mundo estuviera celebrando algo: espero que no estén celebrando su seguridad.
Me llama especialmente la atención un bonito club con un cartel muy sugerente, además de las fotografías que luce alrededor. Las putas y bailarinas desde luego son una presa fácil, pero es aquí donde viene ese transexual tan conocido en este día de la semana. Daphne, creo que se llamaba. Es conocida en toda la ciudad, y sin duda debe ser alguien muy importante para ricachones que buscan el placer en una verga descomunal. Que gracioso será cortársela para luego atascar su garganta con ella y asfixiarla lentamente.
El club está vacío, y solamente hay dos personas sentadas en una mesa, según parece esperando el siguiente número. Uno es un chaval de pelo largo: se parece mucho a aquel chaval cuyo padre maté la última vez, gracias a su inconsciente forma de dejarme las puertas abiertas. Estoy seguro de que me estará agradecido, podían oírse sus gritos resonando en toda la placa.
El otro también me resulta conocido. No sé aún de qué, pero sin duda me acercaré un poco más: es probable que tenga que matarles cuando llegue mi víctima; podrían reconocerme si no.
El corazón me late muy deprisa. Estoy nervioso, sudo a chorros, y no puedo dejar de temblar. El tipo al que no identificaba es el hijo de la gran puta que se escapó en el callejón, que logró verme. No sé si logrará reconocerme, parece estar borracho o drogado. Escoria… Debería cortarle la garganta lo más rápido que pueda, pero parece que ni siquiera sabe quién soy. Quizás no me vio. Sus ojos parecen vagar de un lado a otro, como si esperase algo, o buscase a alguien.
Sus ojos acaban de abrirse muy rápidamente.
Estoy en el foso. A mi espalda, los gladiadores. Al frente, los leones. En el palco, el emperador da la orden de muerte. Mi única salida es asaltar al público del coliseo.
Parece que tiene bastante resistencia, aunque el golpe contra el suelo la ha hecho perder mucha sangre. Me da pena, no quiero que alguien con quien me lo hubiera podido pasar bien sufra. Me recuerda a aquella chica, la primera de las que violé. También tenía una delantera generosa, y una cara de ser capaz de comerlas de cuatro en cuatro. No va a sobrevivir, seguro. Pero al menos, verá como muere el último.
Un último disparo acaba de resonar.”
- Informe, Kurtz.
- Aquello es un jodido infierno: hace tanto calor que casi se me derriten las cicatrices. Dentro había tres cuerpos: uno de ellos es de SOLDADO, con el cráneo destrozado y fragmentos de cristal clavados, muerto en el acto. Los otros dos son nuestros: uno está a punto de morir, sin posible salvación, y el otro con heridas graves, pero se recuperará. Los servicios sanitarios acaban de llevársele, quizás pueda decirnos algo. Miembros de ambas divisiones están buscándole: al parecer había una trampilla que comunicaba con las alcantarillas, aunque por el rastro debe estar a punto de perder el conocimiento por la perdida de sangre – su voz estaba cargada de ira, y parecía estar a punto de sacar su famosa arma blanca para desahogarse contra aquel títere mediático de Turk; tenúa los ojos llorosos y cubiertos de hollín por el humo que aún expulsaba la ennegrecida estructura.
- Esperaremos a las nuevas noticias. Puede retirarse.
McColder estaba nervioso. Había tenido mucha suerte de haber conseguido cooperación por parte de las altas esferas de defensa en Shin-Ra, y un único desliz podía devolverle al sucio despacho antes de que llegara a prejubilarse. Si por lo menos hubiera llegado a ingresar entre las filas de los turcos en su juventud…
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Tres turcos avanzaban con los pies empapados y con la suciedad arrastrada por las aguas pegada a las botas. Estaban siguiendo un rastro de sangre que se acumulaba en la pared y formaba un camino rojizo. Les acompañaba un destacamento de soldados de tercera, avanzando silenciosamente. El camino les había llevado durante unos cien metros atravesando aquel cenagal, y cada vez el rastro era menos nítido. En un momento determinado, el rastro se torció en una esquina, llevando a un callejón sin salida. Junto a una rejilla, un hombre envuelto en un largo abrigo rojo se encontraba tendido en el suelo, junto a dos ratas muertas que estaban siendo devoradas por sus compatriotas en un charco verdoso. Con precaución, Svetlana se acercó al bulto rojo, apuntando con su KL57 a la figura tendida. Aquel hombre permanecía inmóvil, y por fin Svetlana estuvo lo suficientemente cerca como para poder verle.
Una malsonante palabra representó su sorpresa y su ira, y asustó al gurami que se encontraba a 150 metros de distancia.
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La máquina emitía un sonido constante, los pitidos marcaban el pulso cardíaco. Ya no notaba dolor, seguramente debido al calmante que tenía inyectado en el brazo. A su alrededor, dos sanitarios que viajaban con el en la ambulancia parecían ocupados.
Tenía la coleta ensangrentada, al igual que el chaleco; por suerte ya no tenía aquel asfixiante casco.
Bajo sus dedos, hizo presión sobre el mango del arma blanca con puño de acero.
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- Señor, acaban de llegarnos noticias. Han encontrado al objetivo, pero resultó ser un engaño: era el tercero de los que entraron, con la lengua cortada y con un ojo menos. Estaba envuelto en un abrigo rojo, y parecía haber sido arrastrado por el túnel. También han encontrado la ambulancia que salió de aquí: estaban todos muertos, y del paciente no se sabe nada. Según parece… Tombside nos engañó, y nosotros le hemos sacado de aquí – dijo el joven miembro de Turk, con voz temblorosa, temiendo la reacción de su jefe.
Sin embargo, la reacción esperada fue más sorprendente. Jacobi se giró, y le lanzó un fuerte puñetazo al detective en plena cara.
- ¡Hijo de puta! Por tu culpa, he perdido a dos de mis hombres, todos están más desmotivados, y no se ha solucionado nada. Ni testigos, ni nada para identificarle – el alto cargo escupió encima del empapado abrigo del anciano, y le lanzó una fuerte patada en el abdomen – Nunca debimos hacerte caso. Desde ahora, quedas relevado de la misión. No me extraña que nunca entraras en Turk, siendo un jodido mariconazo cubierto de heridas.
McColder estaba consternado y dolorido. Le dolía mucho el cuerpo, debido a aquella patada que Jacobi le había dado en sus resentidas cicatrices. Casi no podía levantarse. A su lado, una sombra gigantesca pasó corriendo, pero no pudo identificar quién era.
Tombside le había engañado. Jacobi le había recordado su horrible pasado. Ahora era algo personal.
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En una ventana de Shin-Ra, una figura que se ocultaba tras unas gafas lanzó una sonrisa:
- Eso es, mi pequeño. Continúa alimentándote.