jueves, 11 de diciembre de 2008

150

Entre los suburbios, en un garaje del sector cuatro, una linterna recorría metódicamente cada pieza del motor de un Shin-Ra Alraun, de color rojo desgastado. Era un modelo un tanto antiguo, pero su diseño seguía siendo igual de bonito. Tracción delantera y una potencia respetable para un coche tan ligero, que lo convertía en una pequeña centella carmesí. Tras cerciorarse de que cada juntura, cada pieza y cada anclaje estaba en su sitio, el joven que manejaba la linterna cerró el capó con cuidado, haciendo el menor ruido posible.

- ¿Entonces, te lo quedas? – Preguntó Han mientras se limpiaba las manos con un trapo. Su interlocutor era un hombre lampiño con su mismo tono de moreno, salvo que su melena era lisa más larga y cuidada. También se diferenciaban ligeramente en los rasgos de la cara, pero donde más se notaba era en el estilo al vestir. Han iba un poco desarrapado, con una vieja camiseta de un grupo de heavy metal (opinaba que las camisetas “heavys” no envejecían, sino que adquirían pedigrí), mientras que el otro vestía una camisa de seda, un abrigo largo y unos pantalones de cuero negro, dando un toque extraño, pero elegante.
- No se, Han... ¿Seguro que tu no lo quieres?
- O te lo quedas tú o se lo vendo a otro, y la verdad... Es un buen coche, entra en las curvas con mucha seguridad y si no te pesa el pie, no consumirá demasiado.
- ¿Qué arreglos le has hecho? – Preguntó curioseando el interior.
- Frenos de disco a las cuatro ruedas, reforzar el freno de mano... – Han recibió una mirada de reproche: Conociéndolo, no era difícil saber que esa anodina palanca era el camino más directo hacia los derrapes más temerarios. En respuesta se limitó a encogerse de hombros y sonreír. – y suspensiones nuevas. Las llantas las conseguí en un desguace a muy buen precio, cambié filtros, aceite y limpié válvulas.
- ¿Cuánto me vas a pedir por él? – Han se frotó con los nudillos la corta barba, en la esquina derecha de la mandíbula.
- Llévatelo. Me das el viejo y estamos en paz.
- ¡Han, no me jodas!
- ¡No me jodas tú a mí, Malcolm! Eres mi puto hermano. Si digo que te lo lleves, llévatelo.

El camarero sostuvo la mirada del mecánico un buen rato, pero acabó por ceder y aceptar el favor que se le estaba haciendo. Era muy improbable que se lo fuesen a cobrar más tarde. Asintió, y cogió al vuelo las llaves cuando el otro se las lanzó.
Mientras Han se encaminaba hacia el fondo del garaje, donde cogería su cazadora, Malcolm seguía escrutándolo fijamente, hasta que finalmente acabó por hablar.

- ¿Qué sucede?
- ¿Eh? – Un buen camarero sabe reconocer cuando alguien se hace el loco, pero un camarero de los mejores sabe cuando debe insistir y cuando no.
- Han... Me has hablado del Alraun tantas veces que creí que ahora que tenías uno ibas a darle caña hasta que explotase, pero acabas de prepararlo y me lo regalas, como quien abandona un periódico viejo. ¿Qué coño pasa?
- Sigue siendo un buen coche...
- Pero no es el Fenrir. – Han sonrió al ver lo acertado que estuvo Malcolm. No solo eran hermanos: Eran mellizos. Gemelos no idénticos, al haber sido fecundado el óvulo después de haberse dividido. Malcolm le dio una palmada en el hombro. – Podrías ganar a muchos Fenrir con este pequeñín...
- No has acertado. – Dijo el mecánico, haciendo que su hermano se sobresaltase. Era muy raro equivocarse a la hora de interpretar los sentimientos de su hermano. – El Fenrir ya no es nada... – Han dudó unos instantes, cerrando los ojos, antes de encarar a Malcolm. – Nunca, y es el “nunca” más importante de toda tu vida, hables a nadie de esto. ¿Vale?
- Lo juro.


Han dio unos pasos hacia el fondo del taller, abriendo una puerta que daba a los garajes. Allí al fondo había una figura cubierta con una lona, que reflejó ser otro coche al encender la luz. Malcolm avanzó hacia él mientras Han cerraba la puerta con llave. Retiró la tela y contempló el vehículo, extrañado.

- ¿Un Cavalier? Creía que tú odiabas los coches familiares de lujo.
- Este no sirve para pasear familias. – Respondió mientras retiraba un ladrillo de la pared. Tras él sacó un juego de llaves y abrió el coche con el mando a distancia. - Ábrelo.

Sospechando en silencio, Malcolm tiró de la palanca que soltaba el capó. Buscó a tientas el resorte y levantó la placa de fibra de carbono, antes soltar una blasfemia. Han caminó hacia su lado, tranquilo, intentando disimular el orgullo, mientras encendía de nuevo su linterna.

- La leyenda existe: El Blackbeast... – Llevado por su sentido de lo teatral, el piloto dejó la palabra en el aire. A pesar de haber sido poco más que un susurro, sus sílabas resonaban como el eco de un trueno.
- El Blackbeast... – Repitió el camarero. - ¿Cómo? ¿Dónde?
- Montándolo yo, con ayuda del viejo “Remache”. De donde saque todo, solo te diré que lo “encontré”.
- Entiendo... – “Remache” era el apodo del sesentón dueño del taller en el que Han había aprendido todo lo que sabía, desde la más tierna infancia. Lo llamaban así por que había aprendido mecánica con tanques, en el ejército, y había abandonado la vida militara causa de una herida en el pecho, que le obligaba a usar marcapasos. En resumen: Habían tenido que “arreglarlo”.
- ¿Y esto es lo que te jode? – Dijo Malcolm cuando al fin logró apartar la vista de la bestial maquinaria, irguiéndose y mirando a su hermano, que seguía mirando cada pieza, deslizando las yemas de los dedos con el afecto de un padre. – Has logrado lo que querías. Malcolm siguió repasando todo el motor: Desde el filtro hasta los carburadores, pasando al sistema de encendido eléctrico.
- Seis litros, Mal... Diez cilindros alimentados por dos carburadores dobles. No tiene turbo ni puta falta que le hace, con un sistema de aspiración tan perfecto que en treinta años apenas ha habido nada que poner a punto. Ni siquiera podría decirte que potencia tiene... ¿Sabes a cuantas “vueltas” lo he puesto?
- Mmm... Diez mil. – Respondió Malcolm, conocedor de la jerga en la que se referían a las revoluciones del motor.
- Quince. Y aún no llega al corte.
- Has aprendido a volar, Han. – El camarero, abrumado, tomó del hombro a su hermano, abrazándolo. Se sentía contento y orgulloso por que este lograse uno de sus mayores objetivos en la vida. Tenía un coche capaz de humillar cualquier deportivo de última generación, y de muchas de las siguientes. – Es invencible...
- Dulce pájaro de libertad... – Prosiguió casi absorto. – Este no es el Fenrir. No hay competición, salvo con uno mismo. Nada se puede medir contigo, al volante de este hijo de puta.
- ¿Pero? – Insistió el camarero.
- Pero... – Dijo mientras se disponía a cerrar el capó, no sin una última mirada. – Tengo miedo. – Susurró. – No de conducirlo. Es decir... Si que me acojona. ¡Me acojona la hostia! ¡Es como una puta caída libre! ¡Es tanta adrenalina que sientes que el corazón te va a explotar, pero que mientras el coche siga yendo a tope, no mueres! No... – Sonrió, pero su rostro evidenciaba tristeza. – Lo que realmente me asusta, Mal, es que es mi puta obra maestra. Estoy orgulloso, aunque no pueda conducirlo salvo para casos especiales. No puedo competir con él, ya que ni siquiera sería competir, sino abusar. – Suspiró, apartando la mano del capó y se volvió para no enfrentarse a la imagen de la bestia. – Tengo miedo de haber llegado a mi límite.
- ¿Tu límite? – Insistió Malcolm, incrédulo.
- Mi límite, tío. El fin del camino. Tengo veinticuatro años y he ayudado a diseñar y construir el turismo más rápido de la ciudad... Quizás del mundo.
- ¿Y eso es malo? ¡Significa que tu ganas! ¡HPC motors, como siempre has soñado! – Han sonrió, e incluso se ruborizó un poco. Por acostumbrado que estuvieses, Malcolm siempre encontraba la forma de sacarle los colores a todo el mundo.
- Eso no podría ser: El motor pertenece a Shin-Ra, no lo diseñé yo... Pero eso no importa: He perdido contra mí mismo, y aún acabo de empezar. ¿No lo entiendes? – Su hermano lo miraba, confundido. – Tengo miedo de no poder hacer nada mejor... Nada que ni siquiera sea tan bueno como esto, el resto de mi puta vida.
- Entiendo... - Ahora, el camarero asintió. Volvió a apoyar la mano en el hombro de Han. Luego se volvió y entró en el coche, contemplando cada detalle del interior. Eran una chapuza: Salvo los asientos y el volante, todo aquello superfluo había sido desmontado o incluso simplemente arrancado. Se podía ver el hueco donde debería estar la pantalla del GPS, y una parte del suelo sin alfombra delataba un desaparecido reposabrazos. – Y... ¿Cuánto dices que pilla este pequeño? – Han sonrió ante la pulla, igual que lo haría justo antes de saltar a una pelea.
- Doce segundos. – Respondió sentándose al volante.
- ¿Cero a cien?
- No. Cero a cien en tres y medio. Doce segundos y gritarás como una colegiala.






Paris no pudo evitar fijarse en la niña. Simplemente era demasiado para él. Había visto miles de veces a adolescentes de quince o dieciséis años intentar colarle carnés falsos o camelárselo para que les sirviese alcohol, y lo había reconocido mil y una veces. Sin embargo, esta vez era ya increíble. ¿Cuántos años tendría? ¿Diez? ¿Doce como mucho? ¡Joder! ¡Y con ese maquillaje! Por suerte, el Supreme de Kurtz paró a recogerlo.

- Hola... – Dijo mientras tomaba asiento y se quitaba los guantes. Kurtz reparó en ellos, de cuero, con refuerzos en nudillos. – Rolf me está enseñando a ir en moto, y con este tiempo, si llevas las manos a la fresca, se te congelan en nada. – El turco sonrió.
- Así que ahora eres motero... – Dijo tranquilo. Paris lo miraba fijamente, observando intrigado los moratones de su rostro y las heridas de sus nudillos.
- Si... – A Jonás y a cualquiera con capacidad de percibir lo evidente les habría llamado la atención. – Eeeeeh...
- Escupe. – Dijo arrancando, con una sonrisa de resignación.
- Tu... Cara...
- ¡Ja! Mi cara, mi torso, mi hombro izquierdo, mis rodillas...
- ¿Y el otro como quedó?
- Jodido, muy jodido, te lo aseguro... – Se estaba incorporando al tráfico, con aire ausente, mientras podía notar por el rabillo del ojo toda la atención de su copiloto, que seguía la mancha morada de su mandíbula y los movimientos que hacía mientras hablaba. – Pero me ganó.
- ¡¿Qué?! – Esa afirmación habría congelado el tiempo: ¿Jonás? ¿Jonás “Scar” “Yo estoy rajado pero alguien tendrá que llevarse tus restos con una escoba y un recogedor” Kurtz? - ¿Derrotado?
- Bueno... Fue un empate.
- ¡No fue un empate, Kurtz! ¡Si lo fuese, ni siquiera habrías admitido la posibilidad de haber encajado un solo golpe más de los que diste!
- ¡Fue un empate! – Insistió el turco, mientras maldecía entre dientes y aporreaba el claxon. – Interrumpieron el combate antes de que ninguno de los dos saliese herido de gravedad.
- ¿Contra quien luchabas? – Preguntó, mirando de nuevo a la carretera y agarrándose al pequeño asidero que había sobre la puerta. Era la primera vez que subía a un coche desde aquella fuga, y aún sentía cierta aprensión.
- Un luchador profesional, joven, gigantesco y fuerte como una manada de bégimos.
- Suena duro... ¿Cómo estabais cuando interrumpieron?
- Él tenía un codo y una rodilla jodidos, y también había encajado un par de buenos golpes, y yo me había comido un puñetazo inmenso justo encima de la oreja que me había dejado como el badajo de una puta campana, aparte de algunas otras hostias de menor consideración.
- Suena igualado...
- Si, pero a su manager no le interesaba que le rompiesen al soldadito. Solo querían que lo pusiese a prueba.
- ¿Y que opinas? – Poco a poco, Paris se iba acostumbrando, al ver que, aunque Kurtz no respetaba los límites de velocidad, si lo hacía con los de la física.
- Es un monstruo, y le gusta serlo. No es cruel, ni busca abusar, simplemente lucha de la mejor forma que sabe. Siempre y a cualquier precio. Es tosco, y se nota que ha aprendido a pelear de forma autodidacta, puliendo después con algo de judo y moai thai, sin embargo, es duro como un trailer de nueve ejes hecho de piedra maciza. No se habría rendido ni ante un dios enfurecido, y pude sentir que disfrutó de cada segundo que duraron las hostias, como un niño jugando al mejor juego de su vida. – Miró a Paris, y vio como este lo contemplaba de reojo, con la boca cerrada. Esperaba a que continuase, atento al tráfico. El turco vio que se fijaba especialmente en las señales.
- ¡Sigue de una vez! – Acabó por insistir. - ¿Por qué dices que perdiste?
- Muy simple: Yo peleo mejor que él, pero él es mucho más duro. – Dudó un segundo sobre lo que acababa de decir. – No en el sentido de “valiente”...
- ¿Fuerte?
- Sólido. Sabe donde golpear y como hacer mucho daño, sabe como cubrirse y guardar sus fuerzas para atacar mejor y lanzar fintas y amagos para que su adversario baje la guardia. Es un luchador, en el sentido más puro de la palabra: El combate lo es todo para él. Es como se siente pleno. Yo no soy así.
- ¿No? – A Paris le extrañó enormemente esa afirmación de alguien tan exaltado y violento como Jonás. – Pues mira que te gusta saltar a la gresca...
- Ya, pero no es lo mismo. Para mi, hay dos tipos de hostias: Las de risas en un bar, o contra algún idiota que me haya estado buscando, o las que son por deber. Soy un broncas o un soldado, no un luchador. Para mí, la pelea en sí es un medio. Para ese hombre, la pelea es un fin por si mismo.
- Entiendo...
- Ni te lo imaginas: Pelear es pegarle a alguien hasta que su mente no es capaz de seguir, o su cuerpo dice basta. El cuerpo de ese hombre podría ser atropellado por un meteorito y pedir un segundo asalto, y su mente no se va a rendir. Él no quiere ganar el combate: Solo quiere combatir. No puedes ganar contra alguien así sin matarlo.

Scar no tenía más que decir al respecto, y ahora que ya había asumido que el viaje en coche no se iba a convertir en otra ruta suicida, Paris se permitió a sí mismo apoyar la cabeza en el cristal de la ventanilla, perdiendo su mirada entre el deteriorado paisaje del sector seis.

- ¿A dónde vamos? ¿No íbamos a tu casa, a ver un combate por la tele?
- Si, pero antes quiero pillar la cena. No me puedo creer que vivas en el sector seis y no hayas oído hablar de los kebabs de Hakeem.
- Nunca he probado ningún kebab. Eso de tener la carne ahí fuera, varios días...
- Confía en mí, bastardete.

Con pocas maniobras aparcó el coche al lado de una plaza. El viejo Supreme tenía cerraduras manuales, no como esos mandos a distancia. Mientras Scar cerraba, Paris pensó que ese coche definía mucho su personalidad: Era viejo y tosco, pero potente. Funcionaba a la perfección, estaba cuidado con esmero y aunque lo “maltrataba” dándole caña de vez en cuando, lo trataba mejor que a sí mismo. En ese momento, Kurtz encendía uno de sus puros, sin saber que, inconscientemente, estaba dando la razón a su compañero. Había coches nuevos, más cómodos, prácticos, con menor consumo y mejores prestaciones, pero a Kurtz le gustaba ese, y no lo sacarías de ahí ni a garrotazos. Eso se aplicaba a todo: Jonás era del tipo de personas que arreglaría algo quinientas veces, antes de que se le llegase a pasar por la cabeza tirarlo y comprar algo nuevo.

- ¿Vienes o no? – Preguntó el turco, haciéndole apurar el paso para alcanzarlo.
- ¿Dónde queda?
- Aún hay que andar un rato por un par de callejones. – Paris se limitó a asentir con aire distraído, mientras se adaptaba a su paso. - ¿Pasa algo?
- Yo... – Paris estaba buscando la forma de decir algo, pero no parecía encontrar el modo. - ¿Querías hablar conmigo por eso? ¿Lo de la pelea?
- Bueno... Por la pelea y todo un poco... Sveta tiene críos que cuidar, y Harlan y Dawssen están siempre de servicio cuando yo estoy libre, así que casi nunca coincido con ellos.
- Así que... ¿Querías hablar con un... amigo? – Preguntó, recordando su conversación con Yvette, poco antes del concierto.
- Si… - Sonrió incómodo y lo miró a los ojos, con franqueza. –Si a su señoría no le incomoda...
- No, no... – Se apresuró a responder, intentando adaptarse a la situación.
- Además, creo que eres el más indicado para esto: Eres el único de mis colegas con el que he llegado a luchar a muerte. – Paris no pudo evitar sonreír, mientras se acariciaba la cicatriz del pómulo. – Aunque sigo teniendo la impresión de que preferirías vértelas conmigo otra vez, antes que tener que interactuar socialmente con otro ser humano.
- ¿Ahora que se que no eres invencible? ¡Prepárate!
- No es una buena idea, listillo: Este era mi barrio. – Paris estuvo a punto de seguir con las puyas, hasta que se dio cuenta de lo que acababa de oír.
- ¿Este estercolero?
- Un barrio obrero. Te buscabas unos amigos, y te dedicabas a hacer el cabestro por las calles para matar el rato. Le tocabas el culo a las tías, te peleabas, mangabas algo, te emborrachabas... Lo típico.
- ¿Y cuanto tiempo viviste así?
- Hasta los diecisiete... – Dijo, dejando la respuesta colgada.

De repente, algo llamó la atención del asesino. Se giró y vio como una pareja de matones, con idénticas pañoletas, lo que los identificaba como miembros de una banda de delincuentes juveniles, acosaba a su víctima. Esta era un chaval de apenas doce años de edad, al que habían arrinconado en uno de los callejones que salían de la plaza. Miraba al suelo, con la vana esperanza de que lo dejasen en paz y se largasen. Casi por inercia, Paris se disponía a intervenir, y ya había empezado a caminar hacia ellos.

- Déjame a mí, me vendrá bien. – Lo detuvo Kurtz, sujetándolo del hombro y encaminándose él. Paris se quedó inmóvil.


- ¡Vamos, pedazo de mierda! ¡Dame tu puto dinero ahora mismo o te mato! ¡Veng...! – Un pie hizo impacto en sus costillas, haciéndole chocar con su compañero, derribándolo. Una mano, firme como la garra de una bestia, lo sostuvo, para que luego una segunda mano lo cogiese de la nuca y estampase su cara en la pared contra la que habían atrapado al chaval al que atracaban.
- ¡Tú! – Bramó Kurtz al crío. - ¿Qué mierda haces? ¿No sabes defenderte?
- Yo... Son dos, y son mayores... – Dijo sin atreverse a alzar la mirada.
- ¡Pues aprende a pelear! ¿Me oyes? – No levantó la cabeza, buscando una salida entre sus pies, de los que no apartaba la mirada excepto para dirigirla a las gastadas deportivas de su salvador. – Maldita sea... – Blasfemó el turco, arreándole una sonora bofetada con el canto de la mano. El impacto de sus pesados nudillos casi lo derriba, pero logró mantener el equilibrio con un paso en el último segundo. El crío alzo al fin la cabeza, mirando con rabia al turco, que sonrió de forma agresiva. – Así me gusta... Anda, lárgate y aprende.

El chaval hizo caso. Mientras se iba, miraba hacia atrás, y en sus ojos había una promesa de venganza... Algún día. Kurtz le sonrió con orgullo, mientras se despedía de él. Luego se giró hacia el pandillero que aún estaba consciente, que acababa de ponerse en pie.

- Te crees muy duro, ¿eh viejo? – Dijo, mientras rebuscaba en un bolsillo interior de su cazadora. – ¡A ver si eres duro ahora, maricón de mierda! – Al decir esto, su mano reapareció con una navaja.
- ¡Oh, si! ¡Perfecto! – En la cara del turco se veía la expresión de felicidad que habría puesto cualquier hombre ante la perspectiva de tener sexo con su estrella porno favorita. El tono ya era de por si intimidante, pero al girarse hacia él, el matón vio como el rostro que se giraba y le sonreía tenía su mitad izquierda cubierta de cicatrices, y en la mano derecha del turco había aparecido una navaja táctica.
- ¡Mierda!
- ¡Eh! – Gritó Kurtz, congelando en el acto al pandillero, justo cuando se disponía a salir corriendo. – El pincho se queda aquí.
- ¡No me jodas, tío! – Kurtz volteó su navaja con un rápido malabarismo, sosteniéndola ahora por la hoja, listo para lanzarla.
- Dámela, o te daré yo la mía.
- ¡Toma, joder! ¡Tómala! – Tendió el arma y se la ofreció, cerrada. Kurtz se hizo con ella rápidamente, y cerró su propia arma.
- Y ahora, ¡pilla a tu novio y sal de mi vista ahora, maricón!

Paris vio como se acercaba, sonriendo con orgullo mientras comprobaba su nueva arma. La abría y se entretenía lanzando un par de amagos al aire. Se la mostró cuando llegó junto a él.

- Hoja de pico de halcón, para rajar mejor, y una anilla en la base para enganchar el meñique y que no puedan desarmarte... No está mal. Nosotros preferíamos la clásica navaja de estilete, o la de mariposa. – Paris recordó el estilete con el que Kurtz le había hecho frente, tanto tiempo atrás, en el sótano de aquel reactor.
- La gente se moderniza. Prefieren rajar que ir a por órganos internos.
- Es lógico. Con una de estas puedes matar igualmente, pero si lo que quieres es joder bien a alguien, te va a ser más fácil pegarle un buen par de tajos. Las otras sirven para apuñalar, pero no cortan demasiado bien.
- Tiempos modernos, abuelete...
- Primero un motor diesel a mi coche, luego me dan de hostias y ahora mi navaja es una reliquia.
- También escuchas grupos bastante antiguos, y no es que vistas muy a la moda.
- ¡Tu tampoco, niñato!
- ¿Y como sabes que no voy a la moda? – Lo picó de nuevo el joven. – No estarás viéndote con Rolf, ¿verdad?
- Nah... – Rió el turco. – Pero deberías ver al pimpollín que me han asignado. Es como una puta cría de canario. – Durante todo el tiempo que estuvieron hablando, Kurtz estuvo jugando con la navaja, haciéndola girar con el anillo o sopesando la posibilidad de golpear con él. – Pensaba dársela a tu rubia, pero nah...
- ¿Mi que? – El chaval, que iba a sufrir para aprender a no reflejar sorpresa de forma tan evidente, se sonrojó ante la expresión de sarcasmo con la que lo miraba el turco. – Ah... Yvette.
- No hombre... Rufus Shin-Ra.
- ¿Ruf...? ¡Vete a la mierda! – Jonás se carcajeó un buen rato ante la ingenuidad de su amigo, mientras esperaba la respuesta. – ¿Y eso? - Como única respuesta, Scar apoyó la hoja contra la pared, que se partió en dos con un mínimo de presión. - Ah...
- Putas navajas de "todo a un gil"... - Dijo mientras las tiraba. - De todos modos, estas sirven muy bien. Deberías comprarle una, pero decente.
- ¿Tu crees?
- Si se la doy yo, la guardará. Si se la das tú, la tendrá como un tesoro.
- ¡Anda ya! ¡No te quedes conmigo! – Paris seguía rojo como un semáforo, pero Kurtz dio el tema por zanjado.
- En fin... Vamos a por el papeo, que aún llegaremos tarde, y el combate es en pago por visión.






Las vendas le apretaban los nudillos, pero se los protegerían. Era una sensación totalmente nueva: Por un lado, se sentía limitado, ya que tanto la tela como el guante acolchado limitarían sus golpes y el impacto que causarían en su rival. Eso era algo totalmente novedoso y opuesto a su costumbre de sentir como los huesos se astillaban contra sus puños. Por otro, era un poco como que te cuidasen: Sentir que eras valioso, y que no podían permitir que te lesionases por nada del mundo. Delante de él, su novia discutía a gritos con su manager, por el derecho que tenían uno u otro a estar presentes. Dados las muchas particulares de esta novia y este manager en concreto, las cuales no venían ahora al caso, cada uno se había traído cinco matones, ya que habían acordado que traer más sería como un acto de hostilidad. Por lo tanto, demostraban su buena voluntad hacia el otro caminando acompañados de cinco gorilas trajeados y equipados con armas de fuego y chalecos antibalas. Henton se preguntó si de algún modo serían conscientes de lo graciosos que resultaban.
Decidió finalmente ignorarlos y llamar a uno de los sparring, que tomó un par de guantes de entrenamiento que parecían cojines y le ayudó a calentar un poco. Se llamaba Tomgha, aunque la gente lo llamaba Tommy, y desde el principio había conectado bastante con Henton. También combatía, aunque en una liga normal, con una categoría de peso muy inferior. Como muestra de su aprecio, Henton siempre se controlaba más de lo normal con él.

- ¿Repaso? – Preguntó solícito. Henton gruñó una especie de asentimiento, mientras intentaba combinar golpes con sus cuatro extremidades sin perder el control de la respiración. - ¿Cómo se llama?
- Gilberto Cruzeiro, un metro noventa y ocho de alto, ciento seis kilos de peso. – Farfulló. Respiración: Tomar aire por la nariz, expulsarlo por la boca a cada golpe. Mantener el ritmo. Imponer el ritmo.
- ¿Cuáles son sus marcas? – Lanzó un par de golpes en respuesta, pero vio que el combatiente estaba bien atento.
- Dieciséis victorias, diez de ellas por K.O. Cuatro derrotas.
- ¿Y en la liga privada?
- Tres combates, tres victorias. – Henton estuvo a punto de añadir que habían sido por K.O., pero recordó que en la liga privada solo habías ganado cuando el oponente no era capaz de levantarse. Sonaba intimidante, pero con su pasado en el foso, prácticamente esa era la historia de su vida: Dos entran y a uno lo acaban sacando a rastras.
- ¿Qué sabe hacer bien?
- Usa muchos barridos, hay que atajar con patadas bajas. Usa el codo y va a por la cara cuando el árbitro no mira. Juega sucio.
- ¿Y tu? ¿Qué sabes hacer bien?
- ¡Destrozar! – Interrumpió Quouhong. - ¡Aniquilar! ¡Destruir! ¡Matar! – Tommy estuvo a punto de detenerse, pero Henton seguía, ignorando al mafioso. Este se limitó a continuar hablando como si el luchador se hubiese puesto firme ante él. – Me gusta que estés tan motivado: ¡Cuando destroces a ese monigote, tu entrada en liga privada ya será segura!
- No le dejarán entrar: Le tendrán demasiado miedo. ¿Verdad, Henton? – Isabella se acercó a él, abriéndose paso entre los gorilas del mafioso. El luchador paró unos segundos y le dio un beso en la mejilla, seguido de un suave puñetazo afectuoso.
- ¿Falta mucho? – Preguntó el luchador, haciendo caso omiso de la eterna competición entre ambos.
- Dieciocho minutos. – Respondió Iván, preciso. – Quieres salir ya, ¿no es así?
- Querría estar ya luchando.




- ¡Snrffffjoderrr! ¡No ha habido mierda tan buena en años! – Exclamó el joven turco, vestido de paisano, mientras pasaba a sus amigos la pequeña caja de diseño para tarjetas de visita, en cuya superficie pulida y reflectante se jactaba de hacer las mejores rayas de toda la unidad.
- Dekk, wey, como se nota que nunca eres amarreta para el perico. – Respondió su compañero, Montes, mientras introducía un billete de cien giles enrollado en su nariz.
- Tengo un paladar delicado... – Respondió el aludido, asintiendo con solemnidad.
- Y un tabique exquisito. – Siguió la broma otro de los turcos, un hombre alto y delgado, de extremidades muy largas, al que llamaban simplemente “Tex”. Cuando fue su turno, se llevó a la cara la caja, en lugar de agacharse, todo fuese por no quitarse el sombrero de cowboy.
- En cualquier caso, la salud es lo primero. – Culminó Van Zackal, que retocaba ante el gran espejo su peinado de formas afiladas y color azul eléctrico (en cinco tonos distintos: Como hubiese un apagón en el local, mucha gente lo confundiría con la salida de emergencia). – Grimmy, ¿tu no vas a tomar?

El aludido no fue consciente de que lo llamaban. Hubieron de insistir, e incluso buscarlo. Tras recorrer el aseo, lo encontraron sentado en uno de los váteres, con la mirada perdida. Van Zackal se adentró en el cubículo en el que estaba, tendiéndole con gran rimbombancia su dosis.

- Señor Garrison, hay una llamada para usted: Son los bardos, que lo invocan a la gloria, a través de la senda nevada. – Dijo con una sonrisa y una reverencia.

Jim lo miró como si se lo hubiese encontrado por primera vez en su vida, durante apenas unos segundos. Se tomó unos cuantos más para estudiar atentamente las dos hileras de polvo blanco que había sobre la caja, ubicadas paralelamente sobre su reflejo, como si fuesen lágrimas nevadas que caían desde sus ojos. Finalmente ató todos los cabos y tomó el billete enrollado que su compañero le ofrecía con la otra mano, y en silencio, hizo desaparecer con un gesto una de las rayas.

- Poco comunicativos estamos hoy, señoría. – Dekk siguió la broma, aunque Grim no quisiese participar en ella.
- Si quieres, te comunico yo que me toca. – El que habló esta vez respondía al apelativo de Creedan Dravo. Era un hombre corpulento y malencarado, con el cabello engominado hacia atrás, largo hasta los hombros. Siempre vestía con trajes oscuros y guantes de cuero aunque estuviese en el interior, y prácticamente podría decirse que era la antítesis de su compañero de patrulla, el relajado “Tex”. Tras hacer valer su turno, Dravo fue al espejo a reajustar su corbata, sujeta con precisión milimétrica por medio de un caro y elegante alfiler.

Una serie de porrazos, violentos y bruscos, sorprendieron al grupo, llevando sus atenciones a la entrada del baño, que Montes contenía apoyado en ella.

- ¡Filhos de puta! ¡Abrid! – Todos rieron al oír el grito. A Soto siempre le salía la mulata de Corel que era en realidad para dos cosas: Insultar y follar.
- Disculpe, mi lady, por no haberla tenido en cuenta, pero este es el vestuario de caballeros.
- ¿Entonces que hacéis vosotras ahí dentro? – Logró arrancar unas carcajadas del interior, pero la puerta no se movió ni un ápice.
- Un uso... Digamos, “alternativo”, de las instalaciones sanitarias. – Respondió el turco, pasando una mano por su pelo azulado, mientras se miraba de reojo en el espejo.
- ¿A quien se la estás chupando, Dekk? – Las carcajadas se renovaron, desafiando al turco a que respondiese.
- Dejadla pasar... – Murmuró en voz baja. La puerta se abrió, mostrando a la mujer de oscura piel llevando un vestido tan ceñido que parecía habérselo puesto antes de la pubertad y crecido dentro. Van Zackal esperó a que entrase para responder. - ¡Ahora es cuando empiezan las mamadas! – La mujer devolvió el golpe de forma contundente, ayudada por una Blackraven cargada.
- ¿Si? Pues empieza mamando esto, enfiado no cu. – Dekk sonrió, con la respuesta preparada en una bolsa de plástico hermética que abría con relamida parsimonia. Ella empuñaba la pistola horizontalmente, de modo que le fue fácil extender una raya de cocaína el doble de larga de lo habitual a lo largo del cañón.
- Te invito a que lo chupes tú. – Dijo mientras apuntaba hacia ella con un billete enrollado y hacía el amago de disparar.


Al salir de los servicios, ocuparon sus localidades en primera fila de la zona VIP de la Tower of Arrogance, cortesía de su inmediato superior, Mordekai Jacobi. A un metro escaso del cuadrilátero, cuando el combate empezase, en poco más de diez minutos deberían tener cuidado de no verse salpicados por la sangre.
Cuando llegaron, Carlos Montes no pudo evitar darle una colleja al que ocupaba una de las sillas de los extremos, justo al lado del poste. Intimidó con la mirada a los ocupantes de la silla contigua, una pareja de empresarios cuarentones, para sentarse al lado del hombre con el que quería hablar.

- ¿Qué pasa, Mashi, wey? ¿Ya no te gusta ponerte con tus amigos?
- He decidido dejar esa mierda... – Respondió el turco, visiblemente incómodo, mientras guardaba una PDA en la que había estado escribiendo.
- Entiendo que estés puteado, vato. Eres mi amigo y te apoyo. – Pasó un brazo sobre los hombros del joven turco, que pesaba veinte kilos menos que él, con su correspondiente diferencia de tamaño. El apretón con el que lo sujetaba iba un poco más allá de la amistad. – Mira... Ese caracortada es un loco peligroso, wey. ¡Te lo digo yo! Debes andarte con ojito, no más. Tengo miedo de que te la juegue.
- ¿Me la juegue?
- ¡Si, vato! ¡Ese chingón ha sido largado del ejército por matar a compañeros en peleas! ¡Disparó a Grim en el brazo! Puede usar el estado de excepción para volarte la chola y decir que has caído en cumplimiento del deber. – Montes pegó su frente a la sien de Mashi mientras hablaba, y acompañó su advertencia imitando el cañón de un arma con los dedos y pasándoselos por delante de la cara. - ¡Bang!
- No puede... No estamos solos él y yo.
- ¿Tu crees que esa puta vieja va a decir algo, wey? ¡Se pondrá de su lado! ¡Es de los suyos, wey!
- Y yo soy de los vuestros... – Concluyó Yotoomaru, separándose un poco para mirar a los ojos a su compañero. – Lo capto.
- Así me gusta, wey. Eres mi sangre, ¿vale? – Dijo mientas se golpeaba el pecho con el puño. – La próxima vez que vayamos al baño vente, aunque no tomes nada. ¡Participa de las risas! – Le dijo, mientras le guiñaba un ojo. – Eres del grupo.






- ¿Corte de pelo? – Preguntó Rolf, mientras saludaba al conductor entre los pasillos que había en medio de un centenar de sillas desplegadas en la zona vip de la Tower of Arrogance. Sus melenas parecían algo más cortas, a ojos del asesino. Estaba acostumbrado a memorizar un rostro y no olvidarlo, por lo menos, no antes de apretar el gatillo.
- ¿Uh? – Preguntó Han, volviéndose. – Ah, ¿qué tal? ¿Vienes a ver la pelea?
- Si, Henton es uno de mis mejores amigos desde hace ya unos cuantos años. Había que venir a apoyarlo.
- ¿Trajiste una escoba? – El tirador lo miró como si le hablase de civilizaciones perdidas en el espacio exterior, hasta que vio el chiste.
- No, pero el entrenador de ese tal Cruceiro habrá sido previsor. – Rió. – A lo mejor hasta trajo pegamento. En fin... ¿Y tu? ¿Vienes a ver el combate también?
- No. Viene a amenizar la fiesta, pero no la tuya. – Dijo una voz con tono gélido y cortante, ayudada de una mano crispada que sujetaba a Rolf a escasos centímetros de la yugular. Al girarse, ambos pudieron ver claramente como Malcolm Parker Cliff lucía su expresión más terrorífica. – Dime... ¿Eso de ir a por mi hermano es una especie de retorcido plan para tocarme los cojones?
- Tu... ¿Hermano? – Rolf estaba anonadado, contemplado boquiabierto como el camarero lo encaraba, personificando la justa ira divina, mientras el mecánico sonreía sin poder evitarlo.
- Si: Mi hermano. Gemelo, además.
- Mellizo. – Corrigió Han. – El óvulo se divide antes de la fecundación. Por eso soy más guapo que él.
- ¡Tú! – Malcolm esta vez encaraba a su hermano. - ¿Ahora te pones a joder?
- ¡Pero es que sí que lo es! – Intervino el tirador, carcajeándose.
- ¡Tú! ¡Vosotros! – Malcolm estaba anonadado. – Ya os conocíais... Hijoputas... – Han conservaba su sonrisa, pero las carcajadas de Rolf eran mucho menos discretas.
- Me da que tu sabes algo de esto que yo no. – Al oír a su hermano decir esto, a la mente de Malcolm vinieron miles de comentarios y habladurías oídas tras la barra acerca de increíbles alardes de perfección y perversión sexual.
- Un par de tonterías... – Dijo al fin. – Nada importante. ¿Y tu que relación tienes con este?
- De coches, como todas... – Se encogió de hombros, quitándole importancia. – Os dejo, así te cuenta. – Tomó los hombros de sus interlocutores, juntándolos, mientras estos intercambiaban miradas hostiles.





- ¡Hola enano! – Exclamaba Paris, saludando al supremo señor del sillón de casa de Kurtz, regente tiránico de cada centímetro de su imperio, desde las patas de madera hasta el último muelle o el último centímetro de tela. El aludido sacó la lengua para saludar a ese raro humano que siempre quería jugar con él, deferencia que su señoría canina, Etsu, le concedía de buena gana. – Ya veo que no vas a salir de la trinchera, ¿eh?
- ¿Este? ¡Este me ha expropiado el sofá! – Dijo el turco, mientras colgaba el abrigo. - ¿Qué bebes?
- Un refresco, gracias. – Respondió Paris tomando asiento, mientras abría el envoltorio de su cena, intentando no pringarse con la mezcla de salsas. Visto el tacto húmedo del papel de plata, decidió empezar por atarse el pelo en una coleta.
- Zumo de cebada. – Jonás llegó con un par de latas de cerveza, entregando una a su invitado, que lo miraba sonriendo cínicamente. – Es eso, vodka o agua del grifo.
- Habrá que resignarse, pero es bueno saber que no te han cortado el agua.
- Paris... Pequeñín... ¿Tu sabes lo que cobra un turco, ya sin el plus de peligrosidad que supone el estado de excepción?
- Sorpréndeme.
- Por decirlo de forma educada, pequeño Paris, suponiendo que sueldo de un camarero es el salario mínimo, con un diez por ciento hacia arriba por horarios chungos, nocturnidad y mierdas varias, propinas y demases... Gano en un mes lo que tú en seis.
- ¿Y por que vives bajo la placa entonces, con un coche viejo y un mobiliario de hace diez años?
- Porque es mi barrio, es mi coche y es mi casa.
- Eso no me responde... – Igual Paris estaba un poco envalentonado por la confianza, pero no se esperaba la mirada suspicaz que le dedicó su amigo, mientras bebía de forma deliberadamente lenta. La palabra precisa, según pensó Paris, era “deliberar”, y Paris nunca pensaba sobre nada que no fuese a llevar a cabo. Finalmente, el turco acabó por sonreír.
- Tu también te callas mucho, y no pareces precisamente un lector de revistas de decoración de interiores. – Paris tuvo que asentir. No era su tema de conversación favorito, pero él mismo se había metido en la boca del lobo.
- Mi casa es solo el sitio donde estoy cuando no trabajo o... Hago lo que debo. Para mí no significa mucho más.
- Mi casa es el único rincón de la ciudad donde no soy un turco ni un veterano. Soy demasiado pintoresco y agresivo para la gente civilizada de arriba. Poca gente ha entrado aquí: Del grupo solo tú, y del trabajo Har, Sveta, Dawssen y Don... Y Don está muerto. En resumen: Eso es... Bueno, y Aang. – Kurtz había dicho el nombre. Por primera vez en semanas, había admitido que ella no estaba ahí. Paris se agarró a esa oportunidad.
- ¿Qué fue de ella?
- Aclarar ideas. – Respondió el turco, con la mirada ausente. – Luchamos en lados opuestos de una guerra, y por suerte o desgracia, yo lo hice particularmente bien. Maté a uno de sus conocidos en la guerra, lo sé. A eso, súmale todos aquellos seres queridos, conocidos o vecinos a los que habré rajado sin saberlo.
- Es increíble. – Dijo Paris, mirando anonadado a su amigo. Este lo miró con gesto de indiferencia por encima de su cerveza. - ¿Cómo puedes decir eso sin inmutarte?
- ¿Cambiaría algo si me inmutase? ¿Quién eres tú para hablar de mis muertes y de lo que mi conciencia tenga que decir al respecto?
- Las mías tienen un motivo superior. – Su mirada era fría, acusadora.
- Seguro que eso los hace felices... – Bufó el turco. – Niño, en esta vida hacemos una cosa continuamente: Tomar decisiones. Cuando tomas una decisión, lo haces en un momento concreto por unos motivos concretos. Ves eso, decides y actúas en consecuencia, y lo haces porque para ti esos motivos son los más válidos, y esa decisión es la más acertada. – Tomó un largo sorbo, aplastando la lata al final y yendo a por otra para dar tiempo al joven a que recapacitase. – Lo bueno de ser un hijo de puta, es que vives para recordar siempre las hijoputeces que has hecho.
- ¿Y Aang? – Paris se agarró al último argumento que le quedaba.
- Aang prometió que volvería. – Encendió un puro, con aire relajado, antes de que su expresión se volviese siniestra y sus cicatrices pareciesen relucir. – Y yo rajaré, quemaré y mataré diez veces más de lo que ya he hecho por esa promesa, si fuese necesario. – Paris tuvo que admitir para sí que su amigo había logrado asustarle, sin embargo, si lo pensaba un momento, lo único que movía a Kurtz era un amor, intenso y salvaje. Esa mujer le importaba más que nada en esta vida. En sus ojos oscuros había la determinación de prender fuego al mundo, si fuese necesario. Respetaba ese sentimiento... Esa necesidad de sentirse completo. Recogió su cerveza y la hizo chocar con la de su amigo, que lo miró extrañado.
- Mujeres... – Brindó. – A ver cuando cenamos los cuatro... – Kurtz sonrió al fin, haciéndole sentirse aliviado. – Me gustaría que Aang estuviese aquí: Sabe más de mujeres que tú y yo juntos. – Jonás frunció el entrecejo, pero no dejó de sonreír.
- ¡Tu que sabrás! Lo que ligaba yo cuando era pandillero...
- ¿Y por que lo dejaste?
- No lo dejé: Me arrestaron y me dieron a elegir: Al ejército o al trullo. – Bebió de nuevo. – De los Centinelas de la calle tercera, al doscientos ochenta y ocho de aerotransportados: ¡Lluvia de fuego! – Jaleó el lema de su unidad. – Y ahora ah... ¡Hijo de puta! – Paris se sobresaltó al ver a Jonás encenderse de semejante forma. Parecía que acabase de ver al diablo en persona. Preguntándose que estaría pasando, se giró hacia la tele.

... Y su oponente, en su primer combate, con dos metros trece de estatura y ciento dieciséis kilos de peso, de la escuela Quouhong de lucha, ¡Henton Jackson!

- ¡Es el! ¡Maldita sea! – Gritó el turco, buscando el teléfono. Todo lo que se interpuso en su camino acabó tirado en el suelo. Cuando al final lo encontró marcó un número de la agenda apresuradamente. - ¡Tú! ¡Gordo! ¡Soy Kurtz! ¡Tres mil por Jackson, en la pelea de la Tower!... ¡Bien! – Colgó, y miró a Paris con una sonrisa maliciosa. – Ese pobre hijo de puta de Cruzeiro no sabe la que le va a caer encima: Ese tío, Henton, es el que me partió la cara a mí.






Todo era fiesta en la torre: Henton saludaba a centenares de tipejos trajeados, uno tras otro, mientras desfilaban ante él. Todo eran sonrisas, cigarros y copas de whiskey con más años que sus propias amantes. Él prácticamente saludaba por mera inercia, mientras los veía amagar golpes o alabar su tamaño o virilidad. Era como un ritual entre hombres: Bufones que manejaban fortunas ganadas con el sudor de otros. Hablaban de reyertas entre gilipollas que habían llegado a las manos, quitándose la chaqueta para hacer el payaso, fingiendo que sabían de que iba sangrar. Esos cachos de mierda hablaban de los combates que habían visto... ¡Visto! ¡En un ring! Para Henton, eso podría ser pelear, pero no era vivir. Iván había prometido que en dos semanas estaría partiéndose la cara en la liga privada.
Isabella estaba a su lado, vestida como una auténtica señorita. No había podido evitar que su apellido saliese a la luz, cosa que la desagradaba, pero al menos era para bien: Para los foráneos, era una Sciorra. Para su familia, una díscola, que volvería tarde o temprano al redil. Sin embargo, para su tío Anselmo, líder familiar, ella era igualmente orgullosa y díscola, pero era inteligente, y era la mente más brillante de su generación familiar. Este éxito no le pasaría desapercibido.


En ese momento, un estallido destrozó el ambiente festivo. Los más acostumbrados supieron en seguida que era un tiro, y el resto no tardaron en deducirlo. Todo el mundo se puso a cubierto en segundos, mientras miraban a su alrededor, en medio del tronar de tres disparos más. Henton, en la habitación aparte usada como sala de prensa, se puso tenso, apretando fuertemente los puños. Iván supo sus intenciones como si se le hubiesen ocurrido a él, y con un gesto ordenó a sus matones que lo rodeasen.

- No te vas de aquí, chico... – Masculló entre dientes, acercándosele al oído. – Eres demasiado valioso.
- Jódete, Iván.
- Jódete tu, Henton. – Dijo Isabella. – Pero no sales de aquí. Los chicos y yo nos hacemos cargo.

En pocos segundos había aparecido a su lado Keith, uno de sus matones, ofreciéndole un chaleco de kevlar y un subfusil Coldsting. Él mismo llevaba otro igual. Armas ligeras y rápidas. No era necesario ser un experto para manejarlas, ya que vaciaban un cargador en pocos segundos. Apuntas, más o menos hacia donde esté el objetivo, aprietas el gatillo y la ráfaga despedazará todo lo que haya en esos dos metros.


Apenas unos minutos antes de eso, Mashi se encontraba anonadado, sentado en la taza de un vater, con la mirada perdida y el bloc de notas de la PDA abierto, en blanco: El combate había acabado tan solo media hora atrás y todo había sucedido punto por punto como le había dicho Svetlana: Abusaban. Estaban total y absolutamente descontrolados. Eran adolescentes malcriados, iconos de la moda con demasiado poder y nadie a quien responder de sus actos. Habían sido los que más habían gritado durante el combate, con los correspondientes paseos hasta el cuarto de baño entre asalto y asalto. Primero, entre Dravo y Tex echaron a patadas a un tío de uno de los váteres, arrojándolo al pasillo con los pantalones a la altura de las rodillas. Como pequeña muestra de consideración, antes de que el pequeño comando fashion de la muerte convirtiese sus asuntos privados en públicos, Dekk le incrustó un rollo de papel higiénico en la boca. Risas, cocaína, más risas, otro asalto. Al final del combate, Carlos imitó la secuencia de golpes que tumbó a Cruzeiro, en carnes de un absoluto desconocido. ¿Qué pasó?
Nada.
Nunca hay consecuencias. Nadie les dice nada, nadie levanta la voz. La sala estaba llena de empresarios, políticos, militares, ejecutivos... Nadie tose. Nadie se levanta. Nadie se pronuncia. Nadie se queja... Les importa, no cometamos el error de creer que no. Seguro que no les gusta ver como un atajo de veinteañeros la emprende a hostias contra cualquiera, por los motivos más inverosímiles.
La fiesta aún acababa de empezar, y las cosas solo se estaban calentando: Susan tenía a Tex agarrado entre las piernas y le susurraba obscenidades en el aseo que habían convertido en su cuartel, mientras que Carlos gritaba una y otra vez que quería “ir a presentar sus respetos al campeón”. Mashi no lo vio capaz de durar dos minutos contra semejante animal, pero con toda esa mierda en el cerebro, ¿quien sabe? Grim, por increíble que pareciese, estaba sentado en su mundo, cosa extraña para el que era, con mucho, el más feroz del grupo. Sin embargo, era de esperar que esto solo fuese algo meramente temporal, anticipo de una erupción aún más descontrolada y destructiva.
Dekk se había traído dos de las azafatas, con el bikini y un par de carteles de esos de “primer asalto”. Ellas sonreían, solicitas y sumisas... No vaya a ser que las cosas se jodiesen y los amables caballeros se pusiesen violentos. Además, eran estrellas mediáticas: La fama y la gloria a una noche de sexo de distancia.
Por último, Dravo, con el turuto aún colgando de la nariz, practicaba. Si bien Carlos era el mejor repartiendo hostias, Dravo se jactaba de tener más horas en la galería de tiro que muchos de la unidad, veteranos incluidos. Siempre el mismo ritual: La mirada fija en el cristal, en su propio reflejo. La chaqueta abierta, su pelo negro y cubierto de gomina ligeramente crispado y desarreglado, una media sonrisa en los labios y el pulso firme. Escupió, vio como el salivazo caía lentamente, y en cuanto tocó la pileta, sus manos fueron más rápidas que la vista, sacando la pistola y tirando de la regleta.
En ese momento, un hombre, no de los que trabajaban en el local, ya que no iba trajeado, pero si de los habituales, ya que todo el grupo recordaba haberlo visto más de una vez, abrió la puerta del servicio. La abrió de un empujón, rápido y brusco, haciéndola chocar contra la pared. Fue todo un sobresalto, especialmente para un grupo de siete jóvenes salvajes y dos azafatas, casi todos ellos con las percepciones alteradas por una serie de pequeñas hileras blancas.
Por casualidades de la vida, Dravo en ese preciso momento tenía una pistola en la mano, de cuya regleta acababa de pegar un tirón, colocando una bala de 9 mm punta hueca en la recámara.
Por casualidades de la vida, Creedan Dravo era el único miembro de los llamados “turcos jóvenes” que usaba el arma reglamentaria, una Aegis Cort: Cargador de diecisiete balas, retroceso corto, alta velocidad de disparo y sin seguro





- Eres un viejo idiota... – Bufó Paris, con desprecio. Jonás y él estaban en el pequeño balcón del salón de casa de Kurtz, con un par de birras. Kurtz fumaba, mientras Paris daba buena cuenta de los aperitivos que habían sobrado. – Vas por la puta vida partiendo caras, y en cuanto te encuentras con un luchador profesional, grande como un tanque y que sabe luchar con cabeza, y no logras noquearlo, “¡oh! ¡Soy un viejo decrépito e inútil!”
- Aún te vas a llevar unas hostias... – Ninguna amenaza es en serio cuando te estás riendo así, pero el teléfono lo interrumpió antes de que pudiese añadir una exageración. – Voy a ver quien es. Luego vendré y te pegaré con el teléfono.
- Estoy temblando tanto del miedo que acabaré por caerme del balcón.
- ¡La gravedad será más piadosa que yo! – Gritó el turco desde el interior, Paris podía oírlo todo, con las puertas dobles del balcón abiertas de par en par. - ¿Si? Rolf, ¿qué tal? ¿Cómo es que llamas aq...? ¡¿Qué?! ¡Mierda, voy para ahí! – Antes de que hubiese colgado el teléfono, el asesino ya se alzaba erguido a su lado, esperando instrucciones.
- ¿Rolf? – Preguntó, dando pie a que el turco lo pusiese al corriente.
- Los novatos de Turk se han atrincherado en el baño y han empezado a tiros. Hay un herido, muy grave. Han lo llevará al hospital. ¿Trajiste la Starlight?
- Joder, no iba a venir con una pistola solo para ver una pelea en la tele.
- Pero el pincho si que lo trajiste, ¿a que si? – Paris no apartó la mirada, pero su silencio le daba la razón a Jonás. – Bien... Vale.

El turco caminó hacia la puerta de la entrada, de la que descolgó un chaleco de kevlar y una pistolera, que arrojó a su amigo. Paris tomó la Aegis Cort al vuelo, comprobando como le habían indicado si estaba cargada. Se la guardó en el pantalón, y tomó un par de cargadores de los bolsillos que tenía la propia pistolera

- ¿Tú que vas a llevar? – Preguntó ya preparad.

El turco acababa de ajustar los cierres de velcro y se estaba guardando las llaves del coche en el bolsillo. En silencio, se quedó pensativo, con la mano tendida hacia el subfusil MF22 que reposaba perfectamente montado y dispuesto, sobre la superficie del mueble más próximo a la puerta de casa, pero cambió de idea. Dio media vuelta y se adentró en su habitación, sentándose sobre la cama que llevaba semanas deshecha, ante una cómoda de madera. Sobre ella, había una foto, en la que salía él mismo, al lado de Svetlana y Dawssen. Harlan estaba irreconocible, con las trenzas sueltas y mucho más largas, e incluso él mismo, con una mirada joven, altiva y llena de desprecio y orgullo. En medio de todos ellos, había una figura: Un hombre de unos cuarenta años, de aspecto casi paternal, con el cabello castaño bastante encanecido. La mano derecha de ese hombre estaba apoyada en su hombro joven, rebelde y vengativo, un gesto de confianza que en esa época, el joven y salvaje “Scar” no habría permitido a nadie. Sin embargo, antes se arrancaría la mano a mordiscos que alzarla contra Donald Krauser.

- Don, amigo mío... Es por una buena causa. – Dijo mientras abría el cajón.

En él, dentro de una caja de madera, sacó un autorevolver Griffon. Cañón de seis pulgadas, tambor con capacidad para seis proyectiles calibre 454 Casull. Inclinó el cañón hacia delante, mostrando el tambor vacío, que procedió a cargar en cuestión de segundos, y luego se llevó la caja de munición, que metió en un bolsillo de la cazadora.

- ¡Nos vamos!




Había siete pistolas listas para entrar en acción en el interior del cuarto de baño, que cuando Dekk terminó de esposar a las dos azafatas (a saber por que bizarro motivo llevaba encima dos juegos de esposas) sacó y amartilló su segunda Giordanno, con lo que fueron ocho. Tex esperaba tranquilo, medio parapetado en uno de los cubículos, mientras que a Montes había que pararlo para evitar se saltase al pasillo, abriéndose paso a balazos. Mashi estimaba que llegaría a recorrer unos treinta centímetros antes de caer frito, más el metro ochenta que cubriría su cadáver si cayese hacia delante, serían más de dos metros, en total.
Apenas dos minutos antes, Susan había pegado el oído a la puerta, escuchando como los de seguridad se llevaban al herido, mientras murmuraban que era el hermano de alguien. La cosa pintaba mal. Luego, cuando se hubo ido toda la marabunta de espectadores, el sonido más común fue el de los de seguridad tomando posiciones. Susurraban, y no se podía entender lo que decían, pero parecía que Isabella, la mismísima propietaria de la Tower of Arrogance estaba al cargo de la situación.
Como siempre, en situaciones de tensión, el grupo entero asumía un papel secundario, a las órdenes de Grim. Siempre había sido el más salvaje y el más osado, pero también el más astuto, lo que los había sacado airosos de unas cuantas ocasiones. Una vez más, el joven turco se ponía al frente. Tras acicalarse un par de segundos, preparó su Darkraven, y se sentó sobre la encimera de piedra en la que estaban los lavabos, mirando fijamente a la puerta, mientras se masajeaba la sien con la mano izquierda.

- Señor Dravo, he de decirle que nos ha metido usted en un marrón exquisito. – Dijo, alzando la pistola con ambas manos y apoyando el cañón en la frente. – Lástima que su cuerpo no sea de las mismas reducidas dimensiones que sus sesos como para salir por el conducto de ventilación y llamar a la caballería.
- ¡Lo siento, joder! ¡Mierda! ¡Años entrenando para estar listo para disparar al instante y ahora voy y la cago! – Gritaba frustrado el aludido.
- Por desgracia tu puntería es demasiado preciosa como para echarte a los leones, Creedan. – Insistió el líder, mirándolo con su ojo descubierto, cosa que le hacía sudar. – Susan, querida... ¿Has llamado a Jacobi?
- Está en una cena benéfica. Le han dado el recado y dijo que nos manda apoyo en seguida.
- Entonces es fácil lo que vamos a hacer: Nos vamos a quedar aquí y esperar a la caballería. Supongo que no tendré que recordarle a nadie que tendrá que atender mis... Quejas... Como deje de vigilar la entrada antes de que eso suceda.




- Esto es jodido... – Dijo Keith, agazapado junto a su jefa. Era un hombre de estatura normal, y algo fondón, pero ancho de hombros y fuerte. Alguien más preocupado de cuanto podía levantar, que de cuanto tiempo aguantaría corriendo en una cinta elíptica. Además, esas mierdas siempre le hacían toser, y eso, para un fumador empedernido como él era especialmente desagradable. – Según el registro de invitaciones, son siete, y tienen a dos de las chicas dentro. Sabemos que una pistola la tienen, probablemente más, y para colmo, al entrar sacaron placas para evitar el cacheo.
- ¿Maderos? – Preguntó Izzy, sin dejar de vigilar la puerta del servicio de caballeros.
- Ojalá, jefa: Perros de traje negro. – Dijo, dando otra calada a su cigarrillo. – Ya sabe como va esto: Si los matas, Turk acabará contigo.
- ¡Me da igual, joder! – Exclamó entre susurros, mientras contenía una maldición. – Rolf dice que ha llamado a alguien que nos puede ayudar. La cosa se pondrá jodida en un par de minutos, cuando Henton se pregunte por que nadie pone a su hermano a salvo.
- ¡Pero si lo estamos haciendo! ¡El gay y su hermano salieron hace un rato con él hacia el hospital!
- Lo se, Keith. El problema, es que Henton, la siguiente pregunta que hará será por qué hay que llevarlo al hospital, y luego se acabarán las preguntas.
- ¡Joder!




- ¡Aparta, gilipollas! – Gritaron a uno de los porteros, plantándole una placa en la cara.
- ¡El local está cerrado! ¡Para quien sea! -

Los porteros estaban cerrando filas, al lado de lo que parecía una silla de ruedas volcada y cubierta de sangre, y Scar estaba armado y cabreado. Para que se líe, prácticamente no hace falta nada más. Prácticamente es como lanzar un coctel molotov a un polvorín, así que Paris decidió atraparlo al vuelo antes de que los fuegos artificiales reventasen ambos locales: El polvorín metafórico y la torre.

- Nos ha llamado Rolf. – Exclamó, mientras agarraba a Kurtz. – Dijo que era peligroso.
- ¡Joder si lo es! ¡Una panda de los vuestros se han cargado a Darren y se han atrincherado en el baño, con dos de las chicas! – Exclamó uno de los porteros, mientras le abría paso.
- ¿Cuántos son? ¿Qué armas tienen? – Preguntó el turco, concentrado en el caso.
- Siete, y tienen dos tías con ellas, de rehenes. Sabemos que tienen por lo menos un arma de fuego.
- ¿No los cacheasteis?
- ¿A un turco? ¿Con la mierda del estado de excepción? ¡Es buscarse la puta ruina!
- Vale... Subimos. – Mientras avanzaba, Kurtz sacó su PHS y empezó a escribir un mensaje.




Shosuro Ukio se había esforzado por no llamar la atención, pero permanecía cerca por si pudiese hacer algo para ayudar. Junto a él estaba Rolf, el tío que Isabella le había presentado aquella vez en el Foso. Sabía que cualquier gesto que hiciese de más podría comprometer a su familia y meterlo en un buen lío pero las cosas claras: Tenía pocos amigos en Midgar. Colegas, más bien, pero aún así los apreciaba. Uno de ellos estaba sentado frente a él ahora mismo, cerca de la habitación que se había adaptado para usarla de vestuarios, consultando su reloj una y otra vez. Rolf era algo creído y arrogante, pero un buen hombre en el fondo. Se hacía querer. Henton estaba al otro lado de la puerta en la que se había apoyado, sin saber que estaba pasando y rodeado por completo por los matones de su mecenas, Iván Quouhong; un luchador convertido en mafioso con su retiro. Daphne había salido y estaba a salvo, junto con las azafatas, en la escalera de servicio. El más jodido de todos era Darren, el hermano mayor de Henton, al que el camarero y su hermano el guitarrista llevaban ahora al hospital en coche.
Al luchador le iba a costar encajar la noticia. Ni siquiera alcanzaban a imaginarse cuanto, pero aunque era con el que Ukio más había congeniado, Rolf lo conocía desde mucho antes. El tirador había sido claro en su previsión: Decir que Henton se pondría violento era como decir que...
Antes de que el duelista pudiese pensar un símil adecuado, un impacto al otro lado de la pared, un metro a su izquierda, hizo temblar toda la estructura, seguido de un grito salvaje.

- ¡¿Dónde cojones está mi hermano?! – Sonó como el rugido de una bestia que tuviese por lo menos cuatro veces el tamaño de un humano. Rolf palideció, y uno de los de seguridad, que había venido a avisarle de algo también.
- Yo se lo diré a Izzy. – Dijo Ukio. – Tú vete a hacer lo que tengas y que él se quede aquí.
- ¿Y que hago? – Preguntó el aterrado motero, que de repente se movía como si el traje fuese mucho más barato de lo que era en realidad y le estuviese picando como un ejército de ladillas. Probablemente todo lo que estaba sudando ayudaría a agravar la sensación.
- Esperar. – Dijo Rolf, mientras ambos se iban. – Si esa puerta se abre por cualquier motivo y no es Iván o cualquiera de los suyos, gritar. – Atrás se quedó el motero, con gesto de desesperación, mientas maldecía su propia suerte.



Sal tú solo. Nadie te va a hacer nada. Estoy aquí para asegurarme de ello.

Mashi leyó una vez más el mensaje de texto, la quinta, nada menos, y acabó por decidirse. Abandonó su incómodo asiento, sobre la tapa de uno de los retretes, tomó su revolver por el cañón, y miró a Grim.

- Voy a salir. – Dijo, intentando controlar el tono de voz. – Intentaré arreglar esta mierda. – El sombrío líder lanzó una breve y siniestra carcajada en respuesta, pero el resto no se lo tomaron tan bien.
- ¡¿Estás loco?! – Gritó Susan, agarrándolo de la solapa. La otra la agarró Creedan.
- No, claro que no lo está. ¡Va a vendernos! – Gritó mientras le ponía el cañón de la Aegis delante de la cara. El pestazo a pólvora quemada era insufrible.
- Mashi, wey... ¿Qué vas a hacer? – Carlitos quiso ser la voz de la razón, interponiéndose entre el turco y sus exaltados compañeros.
- Voy a explicarles que fue un accidente. – Dijo, sin apartar la mirada de la velada amenaza que contenían las pupilas de Montes, listo para reducirlo a la menor sospecha. - Luego llegará la caballería, fingiremos una detención, lamentaremos mucho el incidente y fuera.
- Eso va a pasar de todos modos... – Murmuró Tex, con su habitual tono distante.
- ¿Y que caballería va a venir? ¿Eh? Te recuerdo que la dueña del garito tiene un apellido de peso. Como vengan un pelotón de soldaditos azules, los freirán y enterrarán el caso bajo una montaña de papeles legales.
- ¡Si ellos empiezan a disparar, nosotros salimos y los jodemos! – Exclamó Dravo. – Una trayectoria de fuego cruzado perfecta.
- Eso si no nos han reventado antes. – Argumentó Yotoomaru. – Los guardias de seguridad de estas familias suelen tener juguetes de lo mejor, y no me extrañaría que uno o dos de estos macarras lo fuesen, sacasen algo un poco pesado y empezasen a reventarnos a través de la puerta.
- Tenemos a las zorras. – Dekk se agarraba al argumento a la desesperada, mientras preparaba otra tanda de coca, probablemente “para despejar las ideas”.
- Que si las fríen, lo arreglarán con otra montaña de papeles legales. ¡Estamos en las mismas! – Se encogió de hombros, para insistir en que no había otra salida.
- ¡Ve! – Voceó Grim desde el fondo. – En el peor de los casos, al menos sabremos si tienen armas normales o automáticas. – Susan fue la que más rió el chiste, solícita, cosa que hizo muy poca gracia a Katsumashi.




Han surcaba las calles como un alma huyendo del infierno. Esta vez no había puesto música, ya que no se movería por ningún tramo predefinido. Malcolm, a su lado, había dedicado medio segundo a decidir que su hermano no le había mentido cuando le comentó las capacidades del Shin-Ra Alraun que había preparado. Sin embargo, el resto del tiempo lo dedicaba a la más importante tarea de presionar las heridas de Darren para contener la hemorragia. Había encajado tres impactos de bala, no a mucha distancia, y estaba inconsciente. La sangre empapaba su camisa, y la gabardina que el propio Malcolm había colocado sobre los asientos. En el silencio, solo eran audibles los tarareos de Han, el rugir del motor y la incesante sirena de policía que les perseguía. El tráfico era pesado, pero se apartaban al oír los avisos de los perseguidores.
Han odiaba conducir así. No sabía que le podía venir, no sabía que esperarse, y tenía que mantener sus reflejos al límite en todo momento. Su mente se concentraba en seguir algún riff de guitarra machacón y en la propia carretera, pero no era capaz de quitarse de la cabeza una idea: Con el estado de excepción las leyes del juego habían cambiado y temía que los perseguidores se cansasen de sus evasivas y la emprendiesen a tiros contra su coche. Esta vez no tenía al Blackbeast para que lo llevase al límite de la barrera del sonido a su destino. Miró de reojo a su hermano, y vio en la preocupación de su rostro un claro reflejo del estado de Darren.
Finalmente, tomó una decisión.

- Agárrate, Mal. Voy a parar.
- ¿Qué? – Malcolm no entendía a su hermano. En el momento en que más se necesitaba su pericia al volante, iba a detenerse.
- ¡Se lógico! ¡Esto es lo más cerca del hospital que vamos a llegar! – Gritó, mientras reducía marchas y ponía las luces de emergencia. – Con el estado de excepción pueden liarse a tiros con nosotros, y no puedo perderlos sin tener que callejear antes. No podemos perder ese tiempo: Son la pasma, tienen que llevarlo al puto hospital.
- Si, pero tu y yo la cagamos. – El coche se estaba deteniendo con toda la suavidad con la que un turismo podía bajar de doscientos a cero en apenas diez o quince metros. Han intentaba ser todo lo suave posible para no agravar el estado de Darren.
- ¿Qué íbamos a hacer? ¿Tirarlo en una camilla y poner tierra por medio? – Puso el coche en punto muerto, y se tomó medio segundo para enmarañarle el pelo a su hermano, mientras se soltaba el cinturón de seguridad. – No te muevas, ¿vale? No hasta que ellos te digan que lo hagas.
- Gracias, Han.
- ¡Bah! – Dijo el piloto, mientras abría la puerta y saltaba al suelo, estirando con las manos en la nuca, dejando claro por su postura que no iba a oponer resistencia. Se la jugó demasiado rápido y estuvo a punto de tener que arrepentirse cuando un par de balas pasaron silbando sobre su cabeza y espalda, pero tuvo suerte. - ¡Tenemos un herido de bala! ¡Una ambulancia, por favor! ¡Llevadlo al hospital!




Mashi intentaba permanecer tranquilo. Miró la hora: Faltaban dos minutos para medianoche, lo cual no importaba nada, pero ganó tiempo para volver a intentar ajustar su ritmo cardíaco, sin éxito. Cerró el puño, lo alzó hasta la altura de su cabeza y golpeó la puerta una vez. Luego tres veces más, seguidas. Giró el pomo y tiro de ella, despacio.

- Voy a salir. – Dijo todo lo alto y claro que pudo, con la suerte de que su voz no lo traicionó.
- ¡Muestra las manos! – Respondió una voz femenina. Mashi se aseguró de poner el seguro al revolver y lo guardó en la pistolera, cerrando la tira de velcro que la sujetaba. Estiró las manos, ambas vacías, hasta que fueron visibles para el cerco de moteros.
- ¿Está bien? ¿Puedo salir? – Preguntó, mientras Dekk, hasta las cejas de polvo blanco, hacía el amago de pegarle un empujón desde atrás, desatando unas cuantas carcajadas. En el pasillo, Isabella miraba con desconfianza a los hombres que habían acudido a la llamada de Rolf. El mayor se había identificado como agente de Turk, y a la antigua motera no le había caído nunca en gracia la autoridad. Si pretendían arreglar eso, no habría podido elegir un día peor. Ese hombre la miraba fijamente, con los brazos cruzados sobre el pecho. El escrutinio de ese ojo cubierto de cicatrices la hacía sentirse muy incómoda, por no hablar de los golpes y gritos que se oían, procedentes del vestuario de Henton.
- ¡Sal! – Acabó por ordenar.


Katsumashi salió, caminando despacio y con las manos en alto. Miró al grupo de vigilantes, que se acercaban a él apuntándole con subfusiles indicándole que diese un par de pasos hacia ellos y parase, allí donde no pudiesen verlo desde la puerta. Dos de los vigilantes lo cachearon a conciencia, y no tardaron en encontrar su revolver en la pistolera que pendía bajo su axila. Uno de ellos, iba a gritar algo, pero la firme garra del “Caracortada” se lo impidió.

- Yo me hago cargo... – Indicó con un ademán que no daba lugar a discusión. Abrió el cierre, cogió el arma y vio que esta estaba cargada, asegurada y no olía a pólvora, lo que exoneraba a su compañero de la culpa. – Él no disparó. – Dijo mientas guardaba de nuevo el revolver en su funda y tiraba del brazo de Yotoomaru, haciendo que bajase las manos.

El joven turco caminó junto al veterano, que solo se detuvo para decirle algo por lo bajo a un chaval rubio al que no reconoció. De no encontrarse ensordecido por los latidos de su propio corazón, Mashi habría podido oír el mensaje. Kurtz lo sentó en una de las sillas de primera fila y tomó para sí uno de los taburetes en los que sentaban a los contendientes entre asalto y asalto, plantándose frente a él. La propietaria del local, una atractiva mujer pocos años mayor que él, eligió una butaca a un metro de distancia, y se acomodó con el Coldsting apoyado en el regazo, apuntándole.


- Que alguien le traiga una copa... – Dijo Kurtz.
- Bourbon, por favor. – Un hombre de ojos verdes, bien vestido, fue a por ella en seguida, mientras que la propietaria seguía clavando su mirada en él. Desde algún lugar que no era capaz de concretar, a sus espaldas se oían fuertes golpes, rugidos, y gritos de dolor.
- Habla, pollo... O te volaremos la cresta. – Dijo la dueña.
- Él no disparó. – Intervino el veterano en su defensa.
- ¿Cómo coño lo sabes?
- Su pistola no ha sido disparada, y sus manos tampoco huelen a pólvora. – Ella hizo una mueca de desprecio, pero asintió. Sin embargo, su arma no se movió ni un milímetro.
- ¡Confiesa, Mashi, cabrón! ¡No vamos a pringar por ti! - Gritó una voz desde los lavabos, haciendo que el joven turco palideciese. Isabella levantó el subfusil y apuntó a Katsumashi. Kurtz levantó un revolver inmenso y apuntó a Isabella, y todo el mundo en general se puso muy tenso. Especialmente Mashi.
- ¿No te acabo de explicar por que no ha sido él? – Dijo el veterano. Isabella se las había visto pocas veces en estas situaciones, y no tardó en deducir que el hombre que la tenía encañonada las llevaba mejor, probablemente debido a la práctica. Levantó su arma, puso el seguro y la volvió a colocar en su regazo, apuntando al cuadrilátero vacío. El turco sonrió, no jactándose, sino mostrando tranquilidad. Guardó su arma. – Gracias. – Luego se giró hacia su compañero, que seguía temblando, pero esta vez, por el color de su cara, era patente que la causa era la rabia.
- Me... Me... – Tartamudeó, incrédulo.
- Te acaban de vender. – Dijo con calma el veterano.
- Kurtz... – El chaval lo miró, con gesto desvalido. Sus amigos no eran sus amigos, y le acababan de golpear en toda la cara con esa noticia.


Un hombre salió de los vestuarios, escupiendo sangre y dientes rotos. Sabían que era uno de los secuaces de Quouhong por que no era ni el propio Quouhong ni era Henton, y más personas no había allí. De no ser por eso, su cara estaba tan magullada y sus ropas tan destrozadas que no habrían podido reconocerlo. Junto a él salió otro, en un estado un poco menos lastimero, arrastrando fuera a un compañero inconsciente. Tras dejarlo tirado en el suelo del pasillo, volvió a entrar.

- ¿Quién ha dicho eso, chaval? – Preguntó el turco. – Venga, Yotoomaru: Te han vendido. ¿Qué te queda? – La primera respuesta del joven fue bufar con sarcasmo: Era la primera vez que alguien pronunciaba su apellido bien a la primera.
- Creedan Dravo. – Dijo. – El que va siempre con el pelo engominado hacia atrás, como si fuese relamido. – Se quedó un rato en silencio, con la mirada perdida, y luego volvió a posarla en los ojos de su compañero. – Él disparó.
- ¿Solo él? – Preguntó Kurtz, y el chaval respondió con un asentimiento.
- Iban todos de mierda hasta arriba. Farlopa. ¡Yo no me he metido nada, podéis hacerme las pruebas que queráis! – Se defendió. – El combate había terminado hacía unos minutos y estábamos en el baño haciendo el gilipollas, mientras... Mientras Van Zackal preparaba más rayas. – Se frotó los párpados, con el índice y el pulgar de la misma mano. – Dekk se había traído un par de tías, Susan intentaba volver a tirarse a Tex, Grim estaba apalancado, como las últimas semanas, y Montes buscaba pelea. Dravo estaba haciendo esa tontería que hace siempre, de desenfundar y apuntar rápido, delante del espejo, y tenía la pistola en la mano cuando alguien abrió la puerta. Se sobresaltó y disparó sin pensar.
- ¿Y tú donde estabas? – Preguntó Isabella.
- Yo estaba sentado en un retrete, escribiendo un par de cosas. – Dijo, mostrando su PDA. - Cuando reaccioné solo me dio tiempo a ver la puerta cerrada, con un par de agujeros, y una mancha de sangre.
- ¡Un momento! – Interrumpió la propietaria. - ¡Soldado!

La palabra fue un mazazo para todos, especialmente para Mashi, que afectado por su traición lo había olvidado. Isabella apretó contra su mejilla el micrófono de su comunicador y empezó a dar órdenes a los de seguridad, mientras que Kurtz se levantó y pateó el taburete, con frustración.

- ¡Llévate al chaval! – Gritó a Rolf mientras señalaba hacia Paris. El nombre de la unidad de elite del ejército de Shin-Ra había traído a los tres el recuerdo de una mujer rubia armada con una lanza. – ¡Sácalo de aquí ahora!



Desde su asiento, en la parte trasera del coche patrulla, Han veía a la ambulancia alejarse, y con el cada vez más lejano sonido de la sirena, se maldecía a sí mismo. Se culpaba por todo: Por no haber podido llevar a Darren hasta el hospital, por no haber pedido ayuda a la pasma antes... Ahora estaba esposado, y le esperaba una larga y desagradable conversación en la que iba a tener que dar muchas explicaciones acerca de que hacía recorriendo la ciudad a doscientos por hora con un herido de bala en el asiento trasero. Se culpaba por Malcolm, que iba sentado a su lado e iba a compartir su suerte, y este podía ver toda esa culpabilidad reflejada en su rostro.
Malcolm, simplemente se limitaba a apoyar su palma sobre la rodilla de Han. Sabía que, al menos, había hecho todo lo posible.



Rolf guió a Paris a toda prisa hacia una puerta metálica. La abrió y en su interior se mostró una escena brutal: Henton, el luchador que había ganado el combate, hacía honor a la reputación que Kurtz le atribuía, golpeando él solo a cuatro secuaces, que lo único que podían hacer era intentar esquivar sus acometidas. A juzgar por la sangre que goteaba de sus nudillos, codos y demás partes de su cuerpo que había usado para golpear, llevaba un buen rato repartiendo dolor, pero no parecía cansado en absoluto, y seguía gritando y machacando como si nada. Un hombre con uno de los ojos tenía el iris totalmente blanco, con algunos golpes en la cara y el torso, que llevaba descubierto, se asomó.

- ¿Cómo va todo, Vassaly? – Preguntó a Rolf.
- Jodido. Viene Soldado. ¿Te importa si el rubiales se esconde aquí?
- ¿Sabes pelear, chico? – Preguntó el tuerto, mostrando una sonrisa con un par de dientes ensangrentados.
- ¡Como un demonio! – Exclamó el tirador empujándolo dentro y cerrando la puerta tras él.

Bien: Ahora mismo, Paris, que había estado burlándose, aunque solo un poco, de la frustración de Kurtz por haber tenido un combate igualado que decía que nunca podría ganar, contra un luchador profesional de ciento dieciséis kilos de peso llamado Henton Jackson, se encontraba ante el propio Henton Jackson. Kurtz le había dicho que lo que le hacía más fuerte era su ansia por combatir: No buscaba el resultado del combate, sino que disfrutaba de cada segundo que durase la pelea, dando lo mejor de sí en cada golpe. Era astuto, sabía elegir los golpes y amagar, y también era bastante hábil usando las presas. Por desgracia, el hombre que tenía delante ahora mismo no era ningún luchador experto y controlado, sino una bestia salvaje e incansable. Si bien había relajado sus gritos, los golpes seguían con la misma intensidad que siempre. Lo único que decaía, poco a poco eran sus oponentes, y el último con la fuerza suficiente para permanecer en pie estaba ahora mismo retenido contra la pared, mientras una rodilla del tamaño de un melón le impactaba en la boca del estómago.

- Chaval, nos toca. – Dijo Iván. Había pasado el brazo sobre sus hombros y le estaba hablando al oído, sin dejar de mirar al luchador de reojo. – Cada uno por un lado. Cuídate con su derecha, es muy rápido, y como te coja con un barrido te ha jodido y bien. Tiene el codo y la rodilla de la derecha jodidos así que si puedes, tira de ahí, pero no me lo lesiones, ¿eh? ¡Un luchador como este solo aparece cada cincuenta años! - Paris podía sentir su aliento, e incluso su saliva, probablemente ensangrentada, cayéndole en el pelo y la oreja. Nunca había soportado demasiado bien la proximidad de otro ser humano, y menos aún de esa forma, pero esta vez no le daba importancia simplemente por que no era capaz de pensar en ello. No con Henton mirándole.

La vida de Paris pasó ante sus ojos, deteniéndose en sus dibujos animados favoritos. Los veía en casa de Alayna, después de que acabase esa serie tan ñoña que veía su hermana, en la que dos músicos con el pelo de colores horteras y muy poco masculinos competían por el amor de una tía. En la serie de Paris, dos ejércitos de robots luchaban, unos defendiendo a la humanidad y otros contra ella. Los robots eran geniales, y además se transformaban en vehículos o aviones. A veces, algunos se unían y formaban un robot gigantesco.
Mientras avanzaba hacia él, Paris se preguntó que cinco tanques se habían unido para montarlo.




La capitana Alma Farish entró en primer lugar en la sala donde estaba el cuadrilátero, seguida de tres de sus hombres (Esa era la palabra mágica: Hombres. La rubia salvaje no estaba, lo que hizo que Kurtz albergase esperanzas de que algún tiro le hubiese dado, y la tuviese fuera de circulación algún tiempo). Era la única que no iba empuñando su respectiva arma, ya que había decidido empezar por hablar. Todo su grupo refulgía, por el hechizo de barrera que habían lanzado sobre sí mismos, y a una orden suya se colocaron ágiles como el rayo entre el grupo de seguridad y la entrada de los lavabos.

- ¿Quién está al mando aquí? – Preguntó con sequedad. Era una instructora, una capitana de Soldado, y si unos cuantos payasos de Turk no eran capaces de ser personas, se merecían toda la mierda que les pudiese caer encima, y no que la llamasen a ella para resolver estas gilipolleces.
- Yo... – Dijo un hombre alto y atlético, adelantándose a una mujer armada con un subfusil. Fue hacia ella y se irguió con un saludo militar. – Agente Kurtz, unidad doce, Turk.
- Los turcos no saludan así. – Dijo al hombre que le dedicaba una mirada neutra: La forma más extendida de desprecio a lo largo de toda la cadena de mando militar.
- Acompáñeme, Kurtz... Y vosotros, asegurad la situación. ¡Que no salga nadie del baño hasta que vuelva, y que nadie entre! – Sus hombres asintieron, mientras ella señalaba hacia la fuente indeterminada de varios golpes. - ¿Qué es eso?
- Señora, aquí ha habido un combate. – Respondió Kurtz señalando al ring vacío. – Tras él, un grupo de agentes de Turk disparó por accidente a un hombre, que resultó ser el hermano de uno de los luchadores. Ahora mismo, el luchador está descargando su rabia contra unos cuantos sparrings en los vestuarios.
- ¡Weisz, compruébalo! Si es cierto, déjalo estar y vuelve a la posición. – Dijo, mientas se encaminaba al fondo de la sala haciendo un gesto a Kurtz para que la siguiese.

Mashi, viéndolo desde lejos, dio un largo trago a su bourbon triple. Luego dejó el vaso en el asiento que estaba a su vera: El pulso le temblaba horriblemente, y el tintineo de los hielos lo ponía aún más nervioso. Vio como la propietaria tomaba el vaso, y acababa con su contenido de un solo trago. Luego se fue, mientras el hombre de ojos verdes, que ya venía con tres vasos más, bien llenos, y la botella para ahorrarse viajes. Para cuando el Soldado que había respondido a la orden de su oficial volvió confirmando lo que había dicho Kurtz, el vaso del improvisado camarero ya se estaba volviendo a llenar.


- Como iba diciendo... Kurtz. ¿Qué experiencia tiene?
- Wutai. – La forma más simple de decir “Me cago en ti y en toda tu gente”, perfeccionada a lo largo de los años por la infantería hacia los soldados.
- Entiendo... – Dijo ella. – Usted también es conocido en nuestras filas: Nos sentó muy mal que enviasen a otros a dar caza a los nuestros como si fuesen animales.
- ¿Animales, señora? – Preguntó el turco, dando a entender que la categoría de “animal” era algo que esa escoria tendría que esforzarse por merecer.
- Eran hombres que lucharon por Midgar, por traer la paz a un mundo caótico y brutal. Preparados, entregados y sacrificados por un motivo que nunca llegaron a comprender. Eran...
- Señora... – Interrumpió con un tono que cada vez era peor. De no estar apartados del resto de la sala, Alma se vería obligada a tomar medidas. – Mis disculpas por interrumpirla, y por tomarme la libertad de hablar claro, pero en Turk nos referimos a matar a miembros idos de Soldado como “cazar locos”. – Alma no movió ni un párpado. Conocía el nombre que los turcos le habían dado, y la ofendía sumamente, pero se negó a darle la satisfacción de mostrarse afectada. – La última vez, acabamos en una comuna de indigentes cuyas paredes, suelos y techos estaban cubiertas de cenizas humanas, y le estoy hablando de una comunidad de al menos cincuenta individuos, masacrados a manos de cuatro de esas alimañas. – Su ceño estaba cada vez más fruncido, y los tendones de su cuello se iban tensando por la cólera contenida. – Así que si me dice que eran “hombres buenos”, tal acto de cinismo me impedirá controlarme y respetar como es debido la cadena de mando. – Alma lo miró con gesto inexpresivo durante unos segundos.
- Probablemente me haya llevado una impresión equivocada, Kurtz, pero casi parece que busque usted pelea.
- En absoluto. – Respondió él. – Solo me muestro dispuesto a cooperar de la forma más eficiente posible. – Alma repasaba mentalmente la lista de Soldado “cazados” por este tipejo: Cinco segundas, tres primeras y unos cuantos terceras... Nunca en combate cara a cara, por supuesto: En el fondo era un humano normal, pero un humano normal muy listo.
- Perfecto. Entonces estará tan interesado como yo en zanjar este asunto de forma rápida y eficiente.




- ¡Vámonos! – Ordenó Isabella a los suyos, con una sensación de amargor que le invadía la boca. – Guardad la artillería e id a casa. Keith, tú ayúdame a cerrar. –

Respondieron con leves protestas, pero era evidente que en el fondo se sentían aliviados: Eran simples ex pandilleros, aunque muy bien equipados. Sin embargo, ante ellos tenían gente de Turk y de Soldado. Simplemente, no había nada que hacer, e Isabella lo sabía. Ya les haría la vida imposible a esos hijos de puta por otro camino, pero no tirando a la basura las vidas de sus chicos. Nunca más.
Los tres soldados permanecieron inmóviles, con férrea disciplina, a pesar del cambio de tornas. Ahora solo la propietaria del local los miraba, pero ya no con furia. De hecho, ni siquiera los miraba a ellos, sino a la mancha de sangre que Darren había dejado en el suelo, a la entrada del baño. Un hombre de rasgos orientales se acercó a ella, tendiéndole un teléfono, mientras hablaba con ella un par de segundos.





- Hola, Izzy... – Dijo una voz abatida al otro lado del aparato. – Soy Mal.
- ¡Dime! – Respondió con el corazón en un puño.
- Estoy en el cuartel, y solo puedo hacer esta llamada. Se han llevado a Han para interrogarlo. – La voz del camarero sonaba quebrada
- ¿Qué pasó? ¿Cómo os pillaron?
- Han decidió que si teníamos que dar vueltas para perder a la pasma sacrificaríamos un tiempo precioso, así que enfiló hacia el hospital, se acercó todo lo que pudo y se entregó para que los de azul se hicieran cargo de Darren y llamasen a una ambulancia. – Se detuvo, unos segundos, y en ese momento Isabella pudo oírlo sollozar.




Paris, aunque se negase a reconocerlo, admiraba un rasgo de Kurtz especialmente: Su astucia. El turco tenía una firme creencia que “forzar un poco las reglas” solo es “jugar sucio” cuando puedes ganar sin necesidad de ello y aún así lo haces. Sin embargo, cuando la situación lo exige, no es “jugar sucio”. Simplemente es ser pragmático, sensato, maximizar los recursos disponibles y, en resumen: Jugar duro.
Había recorrido todo el vestuario para esquivar los golpes del coloso, paredes incluidas, y aún así, el mastodonte era mucho más rápido de lo que uno habría pensado a simple vista, lo que le había costado algunos que otros desagradables encontronazos con la muy contundente anatomía del luchador. Esos guantes acolchados reglamentarios eran muy de agradecer, aunque el resultado sería el equivalente a atar una almohada al parachoques de un trailer antes del atropello. En resumen: Una situación muy exigente.
En lo referido a recursos, varios minutos de saltos, acrobacias y golpes que lo proyectaron contra las paredes acabaron por mostrar que la voluntad de la divina providencia era que Paris estuviese precisamente ahora junto a una silla plegable de aluminio y plástico.
¿Y quien era él para quejarse?
Paris veía pocas películas y sabía que eran ficción. No era ningún experto en el tema de “en cuantos pedazos se rompe una silla cuando impacta contra un luchador furioso de más de cien kilos”. En ninguno de los casos se habría esperado que el mueble cayese en tantos pedazos. Prácticamente, Henton había desatomizado la silla con una especie de “cabezazo pasivo”, tan fuerte que incluso Paris sintió un leve entumecimiento en las manos a causa del impacto. También manaba algo de sangre de una pequeña herida en la coronilla del luchador, lo típico cuando se dan cabezazos al mobiliario. El problema fue después, cuando se volvió, y él, Henton, el luchador. Si. Él. Ese mismo. Dos metros trece, ciento dieciséis kilos. Si. Ese. El grande. El del cuerpo ensangrentado y magullado que golpea como un buldózer. Ese. Ese. Él.
Lo estaba mirando. A Paris.
Lo estaba mirando muy fijamente, con un gesto de furia muy marcado. Agarró a Quouhong sin mirar, cubriendo su cabeza con una sola de esas manazas, y lo lanzó contra la pared, mientras empezaba a rugir de forma gutural y desagradable. Paris se preparó para tener una buena historia que contar a Kurtz, cuando de repente la puerta se abrió, batiendo contra la pared. En ella apareció la propietaria de la Tower of Arrogance, con el rostro totalmente enrojecido y los ojos empapados en lágrimas.

- ¡Ha muerto! – Exclamó, y solo con esa frase, Henton se cayó de culo. Tan simple como eso, como si se le acabasen las pilas: Se cayó sentado, con la cara entre las manos, y la mujer corrió hacia él y lo abrazó. – ¡Darren llegó muerto al hospital! – Gimió.

Henton, tan agresivo como estaba tan solo medio minuto atrás, se había desplomado. Estaba agotado, magullado, y toda esa ira que lo mantenía en pie acababa de desvanecerse con el impacto de la noticia. El hombre tuerto dio un par de pasos y palmeó el hombro del luchador, para luego sacar fuera uno de sus matones inconscientes. El resto serían perfectamente capaces de abandonar la sala por su propio pie, aunque difícilmente se sostenían sobre ellos. Luego miró hacia Paris y le indicó con un ademán que lo siguiese. Paris salió, e Iván salió tras él, cerrando la puerta a su espalda para dejar en paz a la pareja con su dolor.

- ¿Y ahora que? – Preguntó confundido el rubio.
- Mejor quedarse aquí. – Dijo el mafioso, viendo como Keith les hacía gestos disimulados para que fuesen discretos y no saliesen del pasillo de acceso a los vestuarios. – A lo mejor nos necesitan.
- Vale... – Paris se apoyó, a la espera de que la adrenalina decidiese volver a los niveles normales.
- Por cierto, chaval... ¿Cómo te llamas? – El rubio lo miró con desconfianza. – No he visto a nadie tan ágil. Eres mucho mejor luchador de lo que creía.
- Gracias... – Respondió quedamente. – Soy Paris.
- Mi nombre es Iván Quouhong. – Dijo el tuerto, mientras volvía a vestir una horrible camisa y una chaqueta, de la que sacó una caja de tarjetas de visita, ofreciendo una al asesino. – Si te apetece sacar algún dinero con eso, pásate por aquí, ¿vale? Ahora, si me disculpas, voy a ver que ha quedado de mi gente.

Se despidió en silencio y lo vio marcharse. Siguiendo en la misma dirección, Paris vio a Rolf, sentado en el suelo, contra la pared, llorando en silencio con una botella en la mano. No supo muy bien que hacer, pero cuando los ojos verdes del tirador se cruzaron con los suyos vio que no podía huir, con lo que fue a sentarse a su lado.


- Ehh... – Dijo Keith, sin saber muy bien como dirigirse al tío ese, mientras el tío raro de las cicatrices y la jefa de Soldado se acercaban desde el fondo de la sala.
- Ukio. – Respondió el duelista. – Yo me haré cargo de todo.
- Si, señor Ukio. – Keith tenía la mano apoyada en el auricular, para darle a entender que había noticias de la puerta. – Acaba de llegar un tipejo con pintas de importante.
- Que dé su nombre y pase... Acabemos de una vez. – Dijo mientras guardaba su teléfono móvil. A su lado se acercaron el turco desfigurado y la oficial de Soldado, y aprovechó para llamar su atención. – Disculpen. Soy Shosuro Ukio. Hemos recibido la noticia de que nuestro amigo Darren ni siquiera ha llegado con vida al hospital, así que, mientras la señorita Sciorra acompaña a su hermano, yo me haré cargo de esto. ¿Algún problema?
- Ninguno... Permítame ofrecerle mis condolencias. – Respondió la militar con un leve asentimiento de cabeza. El turco, por su parte, le tendió la mano en silencio. Cuando hubo acabado, la militar prosiguió. – ¿Es oficial la retirada de la seguridad del local?
- Absolutamente. Ahora mismo pretenden irse a sus casas, menos los que deban ayudar a cerrar. – Indicó. A Kurtz lo descolocaba un poco el cambio de tono, de la rebeldía agresiva de la mujer a la complacencia de este hombre, tranquilo pero no por ello débil. Tenía algo... Igual que Henton. Terminó por suponer que, con su amigo muerto, y el golpe que esto suponía, no les interesaba hacer el gilipollas, y menos con Soldado aquí. Por amargo que parezca, la sensatez a veces debe imponerse.
- Perfecto. – Respondió fríamente la oficial. – Weisz, quédate aquí. Vosotros dos, entráis ahí y sacáis a las azafatas. Los críos que esperen. – Obedecieron al instante, mientras se oían protestas por parte de los turcos, tensos, atrapados y encocados. Alma contemplaba fijamente la operación, y a su lado, Kurtz deseaba para sí mismo una resistencia mínima, una excusa para entrar a hostias. Fue entonces cuando unos gritos desde las escaleras los sobresaltaron.

Mordekai Jacobi, con su habitual peinado de estilo clásico, su nariz ganchuda y sus labios finos, prestos para una mueca desagradable. Vestía un caro esmoquin y traía la pajarita colgando, desatada. Con él había dos armarios de traje negro, gafas de sol y manos próximas a la solapa, enguantadas en cuero. Los putos ricos y su seguridad privada... Así cualquiera pasa un estado de excepción.
Llegó haciendo aspavientos furiosos y pegando gritos, de forma despectiva e insultante. Ukio entrecerró los ojos con desagrado, Alma permaneció inmutable, y Kurtz se crispó totalmente, con ganas de mandarlo todo a la mierda, y como lo hiciese iba a estar claro quien se comería el primer tiro.

- ¡¿Se puede saber a que viene tanto alboroto?! – Gritó. – ¡Ni se imaginan las molestias que han causado, y seguro que todo ha sido por una perogrullada! – Esta vez, los ojos del hombre de rasgos orientales y maneras educadas se abrieron de par en par, con odio. La forma más clara de decirle a alguien lo idiota que es sin abrir la boca si quiera. Alma intervino inteligentemente, antes de que la cosa fuese a más.
- ¿Es usted el que ha movilizado mi unidad para cubrirle el culo a un grupejo de estrellas del pop drogados y descontrolados, para que no los linchasen por haber matado a una persona?
- ¿Qué han matado a alguien? – Ese “alguien” era sumamente despectivo. – ¿Iba armado, o algo? – La pregunta incluía una esperanza ilusa por una respuesta afirmativa.
- ¡Si! ¡Con una silla de ruedas! – Exclamó Kurtz con una ironía que el aturdido oficial tardó en atrapar. - Los chicos de balística estarán echándole un ojo ahora mismo, seguro que coincide con el arma homicida de los últimos veintisiete asesinatos sin resolver. ¡Unos genios, sus pequeños hijos de puta!
- ¿Tienen pruebas? – Preguntó inmediatamente. Su prepotencia se había transformado en una trinchera defensiva, y sus desagradables labios estaban apretados, formando una mueca repulsiva. - ¿Algún testigo? – Kurtz sonrió con malicia, y señaló con el pulgar hacia Mashi, que miraba la escena con gesto triste, pero decidido. Alma por su parte, le indicó a las dos azafatas que lloraban aterrorizadas, mientras uno de los suyos les quitaba las esposas rompiéndolas mediante simple fuerza bruta.
- Yotoomaru Katsumashi... – Dijo con desagrado. En ese momento, por tercera o cuarta vez en los dos minutos que llevaban hablando, Kurtz deseó sacar la navaja y abrirlo desde la garganta hasta la ingle. Jacobi miraba al joven grupo como si este hubiese traicionado a su grupo, cuando fueron los demás los que decidieron usarlo como chivo expiatorio.
- Entre otros... – Dijo Alma. Ese “otros” significaba “gente que iba a quedar bajo la protección de Soldado, y que ni en broma iba a poder meter baza para librar a su pequeño ejército de estrellitos de esta.
- Entiendo... – Dijo mientras sopesaba sus posibilidades. – Bien. Listo entonces. Que salgan de ahí y vayan todos al cuartel. Katsumashi también. Usted, Kurtz, puede irse a casa. Ni siquiera está de servicio esta noche.
- ¡Oh, pero presentaré declaración, por supuesto! – Respondió en voz alta, aunque su jefe lo ignoró y siguió hablando como si nada.
- Supongo, señorita...
- Farish. Capitana Farish. – Corrigió ella con desagrado: Un oficial que ni siquiera sabe reconocer galones.
- Capitana... Supongo que se hará cargo de que el artículo diecisiete, apartado cuatro de la ley de estado de excepción ordena que Turk, dado su carácter especial, realiza sus propios juicios internos.
- Por hechos realizados en acto de servicio. – Corrigió Kurtz.
- ¡No sea estúpido, agente! – Séptima llamada a la histerectomía sin anestesia para Jacobi. – ¡En estado de excepción siempre se está de servicio!
- Entonces no podrá negar que, en calidad de agente de servicio, preste declaración. – Sonrisa triunfal. “Jódete y piérdete o sigue dándome motivos, a ver como acabamos todos”.
- Lo comprendo, capitán Jacobi. – Dijo Alma, echando en cara que ella SI conocía a los oficiales importantes de las demás agencias. – Supongo que nos llamará para presentar declaración también.
- Eh... Claro, claro... – Dijo con la mirada perdida. – Ahora, si me disculpan, voy a sacar de ahí a los chicos. Les espera el primer rapapolvo de la noche. – Iba a irse, con toda su impertinencia y pomposidad, a través de los otros tres, cuando de repente el silencioso duelista lo sujetó discreta pero firmemente por el codo. - ¿Qué hace? – Espetó Jacobi. - ¿Quién es usted?
- Shosuro Ukio, representante del Trust empresarial Shosuro, y para esta ocasión también tengo el honor de hablar por Isabella, de la casa Sciorra. – Jacobi volvió a palidecer. Enemigos poderosos se había ido a buscar esta noche.
- Las casas Shosuro y Sciorra nunca brillaron por su amistad. – Se limitó a responder.
- Ni tampoco por llevarse bien con la casa Jacobi. – Respondió el duelista tranquilo. – Nuestro ambiente familiar no ha impedido que como practicantes de esgrima, la señorita Isabella y yo hayamos encontrado un motivo para cultivar cierta afinidad. Además, ambos estamos hoy afectados por la pérdida de nuestro querido amigo Darren Jackson. – Dijo entrecerrando los ojos de nuevo. – Solo quería asegurarme de que también recibimos aviso para que los procuradores de nuestras respectivas familias puedan presentar nuestras demandas, civiles y penales, contra ese grupo de drogadictos energúmenos. – Dijo su boca. Sus ojos dijeron “o si no te mataré personalmente”.



Ante miradas de impotencia, jactándose de su suerte con gestos de desprecio, seis de los turcos se fueron acompañando a su líder y los dos gorilas de este. Lo hicieron caminando por su propio pie, a través de la puerta principal y no sin antes tomarse un par de minutos para acicalarse ante el espejo de los servicios. Todo esto realizado del modo más insultante posible. Paris lo vio, mientras Rolf se apoyaba en su hombro y compartía con él historias de cuando Darren podía andar y era luchador de foso. Ukio los ignoraba, mientras hacía un par de llamadas desde su PHS, antes de ir a dar el pésame a Rolf, Izzy y Henton y despedirse.
El luchador y su novia permanecieron tumbados en silencio en el suelo del vestuario, ajenos a todo cuanto sucedía a su alrededor. Keith era perfectamente capaz de cerrar el local él solo, y Ukio ya les había confirmado que todo había acabado.
Keith se cambió el traje por unos vaqueros gastados y una sudadera, y tomó una fregona él mismo para ayudar a los de limpieza. Era la mejor forma de no pensar. Ya solo quedaba personal de mantenimiento en el edificio.
Mashi, por último, vio como Kurtz salía del pasillo de los vestuarios y le indicaba que lo acompañase. También vio como se llevaba al joven rubio, y al de ojos verdes, alegando que a uno tenía que acercarlo a casa y al otro probablemente también, dado que había estado bebiendo toda la noche. Incluso el propio Mashi se sentía un poco aturdido por el alcohol y la conmoción.
Se subieron a un viejo Shin-Ra Supreme, negro, que llamó la atención del joven turco, y avanzaron a través de calles vacías, iluminadas por luces de neón, hasta el Mercado Muro, donde ambos tripulantes se bajaron, y el rubio ayudó al otro a caminar. Luego Kurtz encaminó su coche hacia el sector cero de la ciudad: Edificio Shin-Ra, cuartel general.

- Me he fijado en el arma que usas, chaval... Me extraña bastante.
- ¿La Archer? – Dijo el joven turco, agradeciendo algo de conversación amable.
- Si. No es un arma “fashion”, no tiene niquelados, grabados ni mariconaditas, no tiene ningún calibre especial, ni fuego automático ni nada.
- Tiene historia... – Respondió con un poco de vergüenza. – Pero no es nada del otro mundo. – Kurtz apartó su cazadora, mostrando su propio revolver.
- ¿Historia por historia? ¿Te hace? – El chaval miró intrigado la extraña forma de las cachas del revolver, de gastada caoba, y asintió.
- Era de mi padre, un policía de barrio de hace la hostia. Tiene ahora cincuenta y nueve años y lleva cuatro retirado. Mi madre me pidió que llevase yo su pistola: En treinta y siete años de servicio no la tuvo que disparar ni una sola vez, y mi madre quiere que mi vida también sea así de tranquila. – Kurtz sabía que no lo iba a ser. No lo sería para nadie que tuviese que ir con él de patrulla. No mientras Jacobi asignase las misiones y siguiese queriendo verlo muerto. Para Scar, la única forma posible en la que Jacobi podría dejar de querer matarlo era habiendo muerto cualquiera de los dos. Sin embargo, prefirió no decirle nada de momento.
- Sería muy buen policía... – Respondió en lugar de eso. – Daría mucho miedo.
- En realidad no, es un hombre barrigudo y bonachón. Pero bueno... – Sonrió el joven. – Eso es todo. – No dijo nada, pero produjo un silencio muy elocuente y lleno de curiosidad.
- Este arma era del primer compañero que tuve en Turk, y también la disparaba muy poco. – No apartó los ojos de la carretera, pero pudo sentir los ojos de Mashi fijos en él, bajo sus lentillas de color azul eléctrico. – Odiaba las armas automáticas, porque decía que despedazaban a quien pillaban, y que lo menos que merecía una madre era poder enterrar a su hijo con el ataúd abierto. – Mashi recordó que el rubio le había entregado algo negro al veterano, y que cuando impidieron un atraco el otro día, Kurtz llevaba una Aegis Cort reglamentaria. Supuso que rara vez cogía el revolver, pero esta vez lo había usado para prestar a su amigo la semiautomática.
- No lo usas mucho... – Dijo, intentando que la conversación no cayese en un silencio tenso.
- No. – Respondió sin mirarle. Silencio tenso en camino.

Durante unos cuantos minutos, Mashi se quedó buscando un tema de conversación. La música era rock añejo, y aunque le sonaba, no lo conocía. El coche era cómodo, pero tampoco sabía de motores ni de nada para preguntar por él. No había dicho nada de que ese “primer compañero” se retirase, así que o le había regalado el arma, o estaba muerto. El único tema de conversación que se le ocurría una y otra vez se lo había dicho Svetlana días atrás en la calle, delante de un supermercado: Los jóvenes cagan, y alguien tiene que arreglar el estropicio.

- Lo siento... – Dijo al fin, rindiéndose ante las exigencias de su conciencia. – Lo siento muchísimo.
- ¿Lo que, Katsumashi? – Preguntó Scar, con aire distraído, sin dejar de mirar a la carretera. Mashi se esforzaba por contener lágrimas de rabia.
- Todo: Svetlana me lo dijo, y no quise creerlo del todo, pero ahora ya no lo puedo negar: Somos criminales.
- ¿Criminales? – Esta vez si se giró un segundo a mirarle, parado en un semáforo. Era extraño que alguien se parase en un semáforo en rojo, de noche, sin ningún otro coche por las calles y con una placa de Turk que le libera de pagar multas de tráfico. – ¿Tú hiciste algo?
- No... Pero permití que otros lo hiciesen, cuando mi cometido como turco es defender la ley.
- ¿Cuántas veces? – Era una pregunta muy maliciosa, pero Mashi comprendió que debería habérsela hecho a sí mismo mucho tiempo atrás. Lo pensó, le dio mil vueltas en tan solo dos segundos, pero aún así no logró sino odiarse más.
- No soy capaz de acordarme. – Dijo al fin. – ¡Lo siento, joder! ¡Lo lamento muchísimo! ¡Odiaba toda vuestra parafernalia del puño de hierro terrorífico y represivo, y me sumergí en el rollo vistoso y popular de los novatos, para acabar siendo un criminal más, con el patrocinio de Turk!
- Nosotros defendemos la ley, Mashi. Lo hacemos a cualquier precio. – El coche seguía parado, aún con el semáforo ya en verde, y Kurtz lo miraba fijamente. – Y si tú no lo haces, o te vuelves con los figurines o prescindiremos de ti.
- ¿Qué quieres decir? – Scar no lo respondió. Solo lo miró fijamente, confirmándole que quería decir justo lo que Katsumashi estaba pensando en ese preciso momento. – Joder...
- Joder... – Dijo, arrancando con el semáforo ya en ámbar. – Mejor espabilar, ¿no?
- Ya... – El silencio ya no era tenso. Ahora era casi acogedor. La amenaza seguía flotando en el ambiente, pero Mashi temía que fuese peor seguir la conversación. Lástima que ya fuese tarde.
- ¿Y que vas a hacer, pequeño Mashi? – Preguntó Kurtz, mientras aceleraba, dejando cada vez más y más atrás el límite de velocidad urbana.
- ¿Yo?
- Si, Mashi. Nos han jodido, nos han herido y se han reído en nuestra puta cara. A mi me han faltado al respeto, han hecho daño a amigos de mis amigos, y a ti te han vendido como si fueses un puto pollo asado. – Conducía con ademán muy tranquilo, a más de cien kilómetros por hora. El edificio Shin-Ra era visible al fondo.
- ¿Vamos a hacer algo al respecto? – Preguntó, un poco asustado, pero más de su compañero que de la idea de devolver el golpe.
- No lo se, pequeño Mashi. No puedo decirte nada si no estas con nosotros.
- ¡Estoy con vosotros!
- ¿Ah, si?
- ¡Lo juro! – Exclamó. – Joder, haré lo que sea.
- ¿Lo juras sobre el revolver de tu viejo? – Preguntó Kurtz. – ¿Por tus manos? ¿Por tu vida?
- ¡Lo juro! – Insistió.
- Como nos jodas, te quitaré los tres. ¿Ha quedado claro, pequeño Mashi?
- Cristalino. – En medio del terror, oculto por esas llamativas lentillas, había un pequeño chispazo de ganas de bronca. Nadie mejor que Jonás para ver esas cosas, y nadie mejor para avivarlas.
- Estamos haciendo algo, pequeño Mashi. Estamos en ello, confía en mi.





- No harán nada... – Decía despectivamente Dravo, en el piso setenta del edificio Shin-Ra. - ¡No pueden hacer nada! ¡Soy un turco, desde hace casi dos años! ¡Dos putos años, joder! ¡Soy de los más veteranos de este grupo!
- Si hay algo que no nos gusta en este grupo... – Respondió Dekk con sorna. – Son los veteranos, Creedan.
- ¡Come mierda, Van Zackal!
- No se que decirte, amigo... – Intervino Tex, con su habitual parsimonia. – Kurtz está muy loco. Ya viste lo que nos contó Mashi.
- ¡No me hables de ese cabrón, wey! – Exclamaba montes furioso, golpeando la pared. – ¡Se ha vendido! ¡Nos ha dejado y se ha ido con los viejos, como esa zorra de Yvette! – De repente, Grim alzó la cabeza.
- ¿Y? – Preguntó el líder, apartando su blanco flequillo de un bufido. - ¿Pasa algo? – Insistió, mientras los demás se apartaban a su paso. El simplemente se detuvo y se agachó un poco para mirar a la cara a Montes, antes de seguir hablando, muy despacio. – Te acabo de plantear un interrogante, Carlitos.
- Grim... – Dijo despacio, inseguro. – Ya sabes... Esos hijos de puta siguen ahí, tocándonos los cojones mientras nos escondemos detrás de Jacobi en lugar de hacer nada.
- No tengas tanta prisa, Carlitos, hay que ser más reflexivo. ¿O acaso has olvidado a donde lleva no estar preparado para posibles imprevistos? – Mientras le hablaba, Grim flexionaba su brazo lentamente, recordándole su fractura, y también, en parte, culpándolo. Luego se giró hacia van Zackal, antes de retomar la charla sin dirigirse a nadie en concreto. – Tenemos el estado de excepción. Las ocasiones lloverán por si solas. Hoy habríais podido iniciar un tiroteo aprovechando la ventaja de que estuviese Soldado de nuestro lado, y una bala perdida pudo haber... Nunca lo quisiera yo... Acabado con el Caracortada.
- ¿Y lo dices ahora? – Intervino Dravo, con su brusquedad habitual. Grim hizo una mueca de exagerada molestia por la interrupción.
- ¡Cállate, pequeño bastardo de una vil ramera, o te callaré yo! Fuiste tu quien desató esta pequeña cadena de inconvenientes, ¿recuerdas? – Tras las incisivas pupilas de Garrison había un montón de asentimientos del resto del grupo.
- ¡Grim! – Esta vez fue Soto la que interrumpió. - ¡Mira ahí!

Como era de esperar, todos miraron. Ahí era un punto fuera de la sala de juntas donde se encontraban, al otro lado de un cristal y de un estor de placas de madera de color negro que proporcionaba discreción a la estancia. Ahí había gente: Siete personas, en concreto, todos del grupo de los veteranos, aunque no todos de la edad que los caracterizaba. Todos ellos con chalecos de kevlar, y, con las excepciones de Scar y Katsumashi, todos con fusiles encima. Si hubiese que usar una sola palabra para describirlos, esta era “todos”: Svetlana, Dawssen, Larry, Yvette, Kurtz, Katsumashi y Harlan. Todos. Todos presentes, todos armados y todos con cara de muy mala hostia.

- ¡Hay que sacar a Dravo de aquí! – Exclamó van Zackal. La única reacción de Grim fue sacar su Blackraven, pero Tex contuvo su mano, y permaneció impasible mientras este le miraba.
- Esta no la podemos ganar, Jim...
- ¡Ya hemos ganado, joder! – Grito Dravo, tenso como la cuerda de un violín. - ¡No pueden tocarnos! ¡Si lo hacen los juzgarán!
- ¡Si lo hacen, nosotros estaremos muertos, idiota! – Lo abofeteó Montes, esforzándose por no alzar la voz. Creedan lo miró con odio, pero ni siquiera se irguió.
- Te diré lo que vas a hacer, idiota. – Dekk tiró de él para encararlo, y se aseguró de echarle el aliento sílaba por sílaba en toda la cara mientras lo insultaba. – ¿Me entiendes, idiota? ¡Bien! Estamos aquí reunidos, para celebrar que es posible que una panda de psicópatas nacidos antes de la televisión y los reactores Mako quieren cortarnos los cojones, idiota. ¿Y sabes por que? ¡Por tu culpa, idiota! – Lo empujó, haciéndole tropezar con una silla y caer, con gran estruendo. Todos miraron hacia fuera, temiendo una reacción por parte del comando de la muerte que los esperaba bloqueando el único acceso a hacia los ascensores, pero estos no se movieron.
- ¡Joder wey, ten cuidado! – Dekk asintió a su amigo y siguió hablando.
- Idiota... – Pausa para arreglarse el pelo con la mano. – Vas a levantarte, salir a cuatro patas por la puerta del otro lado de la habitación, arrastrarte sin que te vean hacia las escaleras de servicio y bajar setenta pisos. ¿Y sabes por que, idiota? Porque quieres vivir, y como la vuelvas a cagar, te volaré el culo yo mismo. ¿Alguna pregunta? – El aterrorizado turco negó con la cabeza. – ¡Pues entonces dale caña!



- ¿Alguno de vosotros ve al gilipollas de Dravo ahí dentro? – Preguntó Kurtz. Recibió un coro de respuestas negativas. – Entonces esto es cosa hecha. Señores, nuestro primer acto de guerra, con el que equilibramos la balanza. – Sacó una petaca y dio un largo trago de ella. – ¿Alguien brinda?





Creedan Dravo llevaba por lo menos cuarenta o cincuenta pisos. Había perdido la cuenta en seguida, ante la monotonía de los escalones embaldosados. Se había metido demasiada coca en el cuerpo en las últimas tres o cuatro, o cinco horas. Ni siquiera lo sabía. Su corazón latía a mil por hora, y la tensión y el miedo no ayudaban a aguantar el ejercicio físico. Ya se había detenido dos veces, pero cada vez que lo hacía lo atropellaba siempre el mismo temor: ¿Y si se han dado cuenta y lo están siguiendo? Entre la paranoia y la taquicardia, el propio retumbar de sus latidos le impedía oír pasos, o incluso le había hecho creer oír pasos varias ocasiones. “¡A la mierda!”, pensó, “¡mejor largarse y rápido!”. Solo miraba a los escalones y solo pensaba en el pasamanos, cuando de repente, una luz se encendió frente a él, cegándolo.

- Es él. – Dijo una voz femenina. Dravo no pudo responder. Algo le golpeó antes. A juzgar por la fuerza del impacto, habría sido por lo menos un tren desbocado.

Quiso gritar, pero una manaza le tapó la boca y apretó tan fuerte que le rompió un par de dientes. Lo estampó contra la pared, y le soltó la cara, encadenando una serie de puñetazos en su abdomen que lo dejó sin aire. Los pulmones le ardían, y había podido sentir como sus costillas se crujían, e incluso, rezaba por que no, un asqueroso sonido líquido en algún lugar de sus entrañas. Esas manos inmensas lo agarraron de nuevo, por la cabeza, y lo levantaron muy alto, como si fuese un muñeco de trapo. Afianzaron la sujeción en su nuca y lo estamparon de frente contra la pared. Quiso interponer sus manos para frenar el impacto, e incluso lo hizo, pero solo sirvió para añadir a la lista de chasquidos desagradables uno muy doloroso en su codo. Costillas, tripas y codo izquierdo. La linterna seguía fija en su cara, cegándolo, pero tampoco estaba en situación de ver mucho: Una mano, áspera como si estuviese hecha con ladrillos, sostenía su cabeza contra la pared, tan fuerte que sus pies colgaban a pocos centímetros del suelo. De repente, fue como si el tiempo se parase. El dolor era increíble, pero la serie de golpes se había detenido. Intentaba hablar pero lo único que su pecho podía emitir era dolor, y estaba aturdido y entumecido por la paliza que estaba recibiendo. Entonces se dio cuenta de por que su agresor se había detenido.
Simplemente, para tomar impulso.
Algo que debería ser, por lo menos, una bola de demolición de cuatro toneladas se estrelló contra su espalda, justo en la columna, detrás del diafragma, tan fuerte que pudo sentir la presión en la cara interna de su esternón. No eran chasquidos, ni crujidos. Fue el ruido más brutal y terrible que Creedan Dravo había oído en su vida, húmedo y muy sonoro. Algo se había roto ahí atrás, sin duda. Algo precioso e irreparable. Lo separaron de la pared, o al menos eso notó en la cara, mientras colgaba casi inerte, casi inconsciente.
Sintió ingravidez, y alcanzó a sentir también un primer impacto. No sabía que lo habían tirado por las escaleras, y que había volado varios metros antes de caer sobre los últimos cinco escalones y rodar por ellos, ni que la voz femenina de la linterna le propinó un par de patadas en la boca, antes de irse.
No sintió nada.