Hombres y animales estallando en llamas. El titular de las noticias de la noche traía recuerdos incómodos a Aang, y de su aldea, en Wutai, en la provincia de Hanado. Allí la guerra había mostrado su cara más devastadora, entre los gases, la materia, los cadáveres, la desesperación y la continua lluvia de NAPALM. Jonás no había vuelto aún, lo que la dejaba sola en una ancha cama de matrimonio, donde las pesadillas la habían encontrado desamparada e indefensa.
En sus sueños, caminaba por las profundas selvas de Hanado, entre un estruendo infinito de explosiones, disparos, gritos de dolor y llanto. Pocas cosas eran capaces de hacer llorar a un hombre adulto, y esto hacía que ese sonido fuese aún más estremecedor. Era como si la esperanza se hubiese acabado en el mundo, solo por el hecho de distinguir ese sonido sobre los demás. A su alrededor, un pelotón de Shin-Ra y otro de sus compatriotas cruzaban disparos, órdenes, amenazas y maldiciones. Gritaban, y lloraban, sollozaban y reían con el abandono de maníacos. Estaban ocultos en la niebla, y cubiertos de camuflaje, pero Aang era capaz de verlos a todos y cada uno de ellos, y reconocer sus facciones. Ignoraba como, pero al verlos, era capaz de discernir cada rasgo: Cicatrices de la infancia, arrugas de preocupación o de sonrisas, o si tenían los ojos de su madre o la barbilla de su abuelo paterno. Sabía hasta la historia que contaba cada gesto. Sabía de memoria cada carta que llevaban encima, recibida de sus familias, novias o amigos, como si le hubiesen sido leídas en alto. Era un sueño extraño, mientras las balas y esquirlas de metralla volaban a su alrededor sin rozarla. Ella era consciente de que iban a velocidades increíbles, pero aún así, en su sueño era capaz de verlas volar. Sabía a quien le iba a dar cada impacto en el momento en que la bala era disparada. Cuando se giraba para ver quien sería la siguiente víctima, sus miradas se cruzaban, y en los ojos de Aang, los soldados señalados descubrían la inminencia de su propia muerte... Y la miraban con pena. Algunos se resignaban, y otros se desesperaban. Nadie permanecía indiferente. Uno incluso intentó evitar su mirada, pero en el último segundo los nervios lo traicionaron, y de reojo, encontró su fin. Aang no podía hacer nada. Vio niños. Chavales curiosos, temerarios e ignorantes del peligro que corrían allí ocultos entre la maleza. Uno de ellos tenía una pistola, y el resto registraban cadáveres en busca de armas. Aang los observaba con tristeza, consciente de que la guerra destrozaría sus vidas para siempre. Más soldados que niños, para ellos la guerra era un juego. Las muertes a su alrededor los dejaban indiferentes, y las armas eran tan normales en su vida como lo debían haber sido sus juguetes o libros de texto. De repente, un gran estruendo llamó su atención. Ella no fue capaz de ver nada más allá de las copas de los árboles, pero reconocía el sonido de los bombarderos AR-12. Todos miraron hacia el cielo con temor, menos la pequeña pandilla de niños, que saqueaba indiferente los pertrechos de un soldado caído. Sobre sus cabezas, la fronda se apartó para dejar paso expedito a una gran negra bomba de NAPALM que descendía casi a cámara lenta. Aang corrió. Sus piernas le pesaban, y estaban agarrotadas, pero se obligó a correr e intentar salvarlos. Gritaba con todos sus pulmones, tan alto que la garganta y el pecho le dolían. Les gritaba una y otra vez que se pusiesen a cubierto, que iban a morir. Intentó cubrirlos con su cuerpo, pero la bomba cayó inexorablemente, sumergiendo la selva entera en un mar de llamas. Cuando se desató el infierno ante ella, pudo distinguir cada segundo de agonía de los chavales. Una niña que iba con ellos aferraba fuertemente una pistola cubierta de barro, mientras la carne se caía de sus huesos. En el suelo, abandonada, una muñeca de trapo se resistía a las llamas.
De repente, empezó a llover. ¿O era ella, que lloraba? Cuando se llevó los dedos a la cara, vio por el camino que estos estaban cubiertos de una lluvia sucia y grisácea en la que sus lágrimas derramadas brillaban como plata líquida sobre una mancha de aceite. No quería volver a mirar. Si lo hacía, si abría los ojos, esta pesadilla seguiría adelante, pero no podía hacer otra cosa. Las explosiones, los disparos y los gritos no cesaban, y la gente caía a su alrededor, por el fuego de los fusiles o las llamas químicas del bombardeo. Ella debía acompañarlos en su último viaje, aunque le doliese. No podía abandonarlos, a ninguno de ellos. Mezclando resolución y resignación formó un trago amargo justo antes de erguirse, mientras hombres en llamas y cubiertos de balazos seguían luchando a su alrededor, esperando a que ella les diese la última despedida. Aang no quería. Anhelaba salvarlos, pero no encontraba la forma. No se atrevía a despertarse, ya que entonces todos aquellos cuyos nombres e historias aún no sabría caerían en el olvido, sin nadie que los recordase. Todos estaban heridos. Envueltos en llamas o con el cuerpo destrozado por la metralla. Matándose entre ellos, con fusiles, granadas, bayonetazos y puñaladas. Con palos y piedras, incluso... Era siniestro, era terrible y parecía tan real.
En ese momento, solo un hombre permanecía ileso. Estaba detrás de un árbol, recargando su fusil, cuando una bala le acertó en el casco, haciendo que extrañamente se cayese en pedazos. Era joven, de cabello castaño y revuelto, aplastado contra su cabeza por el sudor y la lluvia. En esos momentos estaba amartillando su fusil MF22, mientras se llevaba una granada a la boca. La lanzó, causando la distracción necesaria para asomarse y atacar, posicionándose y abatiendo enemigos a cada disparo. Aang lo había reconocido, aún sin necesidad de ver su rostro: Era el cabo Jonás Kurtz, de la 244 aerotransportada.
Las cicatrices de su rostro estaban abiertas, y la sangre se derramaba oscura y sucia sobre su piel pintada con maquillaje de camuflaje, como si su alma estuviese corrupta y enfangada con el odio y la ira. Abatía a cualquiera que encontrase, sin importar que fuese hombre o mujer, niño o anciano. A cada disparo que hacía, un nuevo muerto. A cada baja confirmada, su uniforme de aerotransportado, poco a poco, se iba transformando en el negro mono de polímeros que vestía cuando sirvió como black opper, y una nueva cicatriz surcaba su rostro, vertiendo más sangre oscura. Era un demonio salido del infierno, cruel e imparable. Su llegada cambió totalmente las tornas de la batalla, a favor de un ejército de muertos de Shin-Ra. Con el presente, a los demonios extranjeros las balas les impactaban, matándolos, pero aquello no era suficiente para detenerlos: Los muertos se alzaban con gesto de estar sufriendo un dolor indescriptible, mientras un hombre enajenado los guiaba hacia la victoria.
-¡Su base está a pocos metros, soldados! – Dijo mientras aplastaba la cabeza de un enemigo. Aang no comprendía como podía ser llamado “enemigo” alguien que apenas había cumplido quince años, sin embargo, Scar rugía y reía, entregado al salvajismo y a la matanza por entero. – ¡A eme efe, chaval!¡No quiero prisioneros!
-¡Jonás! – Gritó ella, intentando agarrarle, pero él se adentraba más y más entre la maleza.
Sin dejar de gritar su nombre, la desesperada soñadora siguió al infernal pelotón a lo largo de unos cuantos kilómetros de jungla, hasta llegar a su aldea natal. Allí solo quedaban mujeres, niños y ancianos. Estaban esperando bajo la lluvia, en el centro del poblado, entre las cabañas devastadas, frente al edificio más moderno de toda la aldea: La escuela, convertida en un improvisado hospital de campaña. Al fondo, los campos de arroz aparecían pisoteados y sembrados de cadáveres.
-¡Sacad a Willie Pete, chicos! – Ordenó Scar a sus tropas, de entre las que varios soldados siguieron el ejemplo de su líder, tomando granadas incendiarias de fósforo blanco, que luego arrojaron en el interior del hospital, ante la silenciosa mirada de impotencia de los habitantes del pueblo. Los gritos aumentaron de intensidad por un instante, mientras las llamas consumían de forma rápida y brutal todo el edificio. El olor de la carne quemada se mezclaba con el nauseabundo pestazo del fósforo blanco. – ¡Rock’n roll!
La orden era clara y concisa: Rifles en modo automático. Esto iba a ser una carnicería. Mientras los soldados apuntaban, su líder avanzó hasta agarrar a un matrimonio de avanzada edad y sacarlo del grupo de aldeanos a rastras, amenazando a la mujer con un cuchillo táctico.
-Papa-san... Mama-san... Debéis de ser importantes, ya que sois los mejor vestidos de esta pocilga... – Lo eran: A Aang no le costó reconocer a sus padres. Parecía que Jonás los conociese, aunque en la realidad nunca se habían visto. O al menos, eso esperaba ella. – En cuanto llegue la pequeña princesita amarilla, celebraremos la fiesta.
De repente, dos de los soldados muertos agarraron a Aang, llevándola a rastras allí donde la esperaban. Pudo sentir la pena en ellos, pero eso no bastaba para que le dejasen irse. La soltaron a pocos pasos del hombre al que creía amar, viendo como este jugaba con el cuchillo, acariciando el rostro de sus padres con el filo y abriendo pequeñas heridas.
-Hola, Shyun Tsuun Fo Aang. ¿Vienes a jugar? Veo que has venido preparada. – Cuando ella se dio cuenta, se fijó por primera vez en como iba vestida. Llevaba la guerrera verde que había usado durante la guerra, tenía el pelo corto, como el de un hombre, y en sus manos llevaba el KRV49; el rifle más usado por la infantería de Wutai. Reconoció el suyo por el grabado de la culata, con su apodo: Tigre dorado. Sus dedos, inconscientemente, acariciaron el gatillo, hasta que lo tiró al suelo.
-No es esto lo que quiero... Ni creo que tu seas el hombre al que quiero. Conozco a Jonás y no es así.
-¿No? – Rió él. - ¿Seguro? ¿Hablamos del mismo “Jonás”, el cabo de aerotransportados que luego será Black Opper?
-¡No! – Exclamó, mientras pensaba que responder. - ¡Yo hablo del hombre al que la guerra destrozó la vida, y que ahora al fin está reconstruyéndola! ¡Del hombre al que yo amo! – Mientas ella hablaba, él parecía ignorarla, mientras golpeaba a sus padres.
-¿Decías?
-Jonás nunca estuvo aquí. Nunca maltrató prisioneros, y mucho menos a mis padres.
-¿Estas segura? – Dijo riéndose.
-¡Él lucha por la justicia! – Gritó con fuerza. Le dolía admitirlo, pero se le acababan los argumentos.
-¡Meeeeeec! ¡Error! – Exclamó con gesto divertido mientas rajaba la garganta de su madre. – Tu querido Jonás mata gente en nombre de la justicia en la que él cree. Es un soldado de Shin-Ra, al igual que todos los que pisotearon tu país y lo dejaron en llamas, postrado y roto.
-¡Eso no es cierto! ¡Él no destruye! ¡El salva! – Cuanto más alzaba la voz para discutir, más le temblaba. Aang empezaba a estar desesperada.
-¿Qué dice su brazo? – Preguntó él, mientras cortaba la manga de su propia guerrera. – Aquí esta... 244 Shin-Ra Aerotransportados. ¿Es esto un tatuaje de soldado? ¡Parece que si! ¿Y que hacen los soldados? – Esperó unos segundos por una respuesta, pero como esta no aparecía, decidió ser él quien la diese, apuñalando al padre de Aang.
-Jonás es un soldado, pero no un asesino como tu.
-Las black ops incluyen asesinatos, zorra. Además, ¿qué sabe una puta como tu de guerra? – Aang miró y su vestuario de repente había vuelto a cambiar. Llevaba un vestido de tela muy fina, con un pronunciado escote y una falda que apenas alcanzaba la mitad de sus muslos. Bajo el vestido llevaba medias y liguero, y nada más. En el suelo, su fusil lleno de balas se había convertido en un bolso, lleno de billetes sucios y condones baratos. Podía sentir como las lágrimas resbalaban por su cara, arrastrando el maquillaje. – ¡Alégrate! ¡La guerra ha acabado para ti! Sigues siendo la puta infeliz que serás siempre, pero bueno! ¡Peor es morir en el barro que abrirse de piernas para desconocidos por unos billetes! ¿O quizás no lo sea?
Entonces, Aang lo golpeó. Fue un puñetazo lanzado con toda la furia que fue capaz de retener. Aprovechó esos segundos para arremeter contra uno de los cadáveres andantes, vestidos con el cuerpo de un soldado y derribarlo. El joven hombre muerto se convirtió en un barro rojo sangriento al desplomarse, pero Aang no quiso pensar en ello. Sin dudarlo, tomó su rifle mientras Kurtz intentaba responder al ataque. Ella no le dio tiempo. Le asestó un culatazo en la cara, que vino seguido de un arco que hizo al filo de la bayoneta deslizarse sobre los ojos del hombre al que creía amar.
-¡Zorra! – Gritó de rabia, mientras daba puñaladas al aire. – ¡No puedo ver, maldita puta!
-Es una pena que vayas a perderte esto, ¿hai? Rock’n’Roll, como decís los gaijin.
Aang casi apoyó el cañón sobre la cara de Scar, antes de presionar el gatillo. Las veintiocho balas de 5,56x45 milímetros reventaron contra su rostro, lanzándolo varios metros hacia atrás. La mujer conocida como El tigre dorado seguía llorando, de dolor y rabia, pero extrañamente, también se sentía más tranquila. Desde el cuerpo tumbado al que acababa de freír la cara a balazos sonó una carcajada estridente y metálica. Bajo la atenta mirada de su agresora, el hombre se levantó, pero ya no se ocultaba bajo el rostro de Kurtz. Ahora su cara era la de todos los gaijin que habían maltratado a Aang: Su chulo, Tommy Ho, el mafioso para el que este trabajaba, el oficial de inmigración que la chantajeó a cambio de sexo, los hombres que la maltrataron, la golpearon o la despreciaron... Todos. Sus facciones se mezclaban, pero era capaz de reconocerlos. Nunca había querido perdonarlos, ni mucho menos olvidarlos.
-Maldito cobarde... Me gusta más esta nueva cara tuya. – Dijo ella con insolencia. – Si el hombre al que has suplantado conociese a todos esos, los mataría lentamente uno por uno.
-¿Ah, si? ¿Y por qué no lo hace? – Preguntó con sorna.
-¡Ahora hago yo las preguntas, hijo de puta! – Gritó mientras recargaba el fusil con un cargador tomado de otro soldado al que rajó con la bayoneta. – Dime quien eres o te juro que vas a comer más plomo.
-Soy una pesadilla, estúpida mujer... – El monstruo contuvo una carcajada sarcástica. – No temo al dolor físico. Soy lo que ha destruido tu vida: Soy la guerra.
Aang se quedó paralizada. Con el único ruido de la lluvia, se quedó en silencio mirando como el rostro de sus demonios interiores cambiaba, mientras el sueño llegaba a su fin. A su alrededor, un destruido Wutai se disipaba como si fuese vaho. Su último recuerdo del país en el que había nacido: Una jungla infestada de cadáveres pudriéndose sin nadie que haya podido cerrarles los ojos por última vez y decirles adiós. Una tierra abonada con sangre y sueños, pisoteada por pesadas botas y orugas de infernales carros de combate. Con odio, Aang alzó su rifle.
-Hijo de puta... Hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta... – Murmuró, mientras lo ponía en modo de un disparo y apuntaba a la cabeza del monstruo. - ¡Hijo de putaaaaa!
Se despertó dando vueltas en la cama, inquieta. Al mirar alrededor, con sus ojos acostumbrados a la oscuridad, la habitación de repente le parecía extraña. Encendió la luz, pero eso fue totalmente inútil. No había nada en esa habitación que reconociese como familiar, desde sus muebles hasta su olor. Poco a poco se fue ubicando, mientras se levantaba. Oyó pasos por la casa, y dedujo que su novio ya había regresado a casa. Después de lo que acababa de soñar, se le hacía raro pensar en Jonás como “novio”.
Llegó hasta la cocina, donde lo vio inclinado ante la nevera. Estaba cogiendo algo de comida y un par de cervezas. Aang se acercó silenciosamente, pero no lo suficiente. Como si le hubiese alcanzado un rayo, Scar cerró levemente la puerta de la nevera, apareciendo una pistola en aquella mano donde antes solo había un paquete de fiambre. Aang se sobresaltó, y en ese momento, toda la confusión de la pesadilla reapareció en su mente. A este Jonás no le sangraban las cicatrices, pero tenía la cara sucia de algo negro, y sus ropas eran del mismo color del que había sido su uniforme de black opper.
-Lo siento... – Dijo soltando el arma sobre la mesa. – Aun vengo algo sobresaltado por lo de esta noche. Necesito relajarme... – Kurtz esbozó una leve sonrisa, buscando la complicidad de su novia, pero esta permaneció inmóvil y seria. - ¿Pasa algo?
-Me siento mal... – Dijo ella. Fue lo único coherente que logró articular, pese a todos los pensamientos y sentimientos que luchaban en su cabeza. Le estaba siendo imposible actuar de modo racional. – Creo que debería irme...
-Vete a la cama... – Dijo él abriendo una cerveza. Estaba cansado y le costaba pensar tras el subidón de adrenalina de la misión, pero no tardó en darse cuenta. - ¿A dónde?
No recibió respuesta y corrió hacia el dormitorio. Allí Aang se estaba vistiendo algo de ropa sobre la vieja camiseta que usaba para dormir. Jonás intentó detenerla, pero ella se apartó, como si hubiese intentado golpearla.
-¿Qué pasa, Aang? ¿Por qué te vas? ¿A dónde? – Preguntó, casi frenético.
-Soñé que matabas a mis padres... – Dijo ella entre lágrimas.
-¿Eso es todo? – La sorpresa casi le impedía pensar. - ¡Joder! ¿Solo por un puto sueño?
-¿Has matado a mis padres, Jonás? – Él se quedó sin saber que responder a esa pregunta. - Se que no, porque mantengo correspondencia con ellos, pero bien pudiste hacerlo sin haberte siquiera enterado, ¿no lo entiendes?
-No. La verdad es que no lo acabo de entender... – Ella lo besó suavemente en la mejilla.
-Es la guerra... Sé que acabó hace siete años, pero no puedo dejarla atrás. No después de todo lo que vi, y eso me impide estar contigo.
-Soy incapaz de creérmelo... ¿No vas a luchar? – Preguntó dolido. - ¿No vas a pelear por superarlo? ¿Prefieres abandonarme como a un mal recuerdo?
-¡No eres un mal recuerdo! ¡Nunca! – Gritó en medio de la noche, con los ojos inundados en lágrimas mientras se abrazaba a él. - ¡No digas eso, por favor! ¡Tu no!
-¿Entonces que soy, Aang? ¿Por qué me dejas? – Preguntó Scar con voz queda. Parecía que algo se atrancaba en su garganta, impidiéndole hablar con claridad.
-Eres el mejor hombre que he conocido nunca, Jonás... ¡Te amo! ¡Te amo más que a mi misma, y quiero ser la madre de tu hijo! Sin embargo, no puedo quedarme. No mientras esté teniendo estos sueños... No mientras piense eso. A veces, te veo como a un enemigo, y no puedo perdonármelo a mi misma. No pienses que te estoy abandonando, porque no quiero hacerlo. Solo necesito tiempo para pensar, y dejar atrás el pasado.
-El pasado nunca queda atrás, Aang... – Dijo Kurtz, con tristeza. – Lo que te han hecho, y lo que has hecho tu es lo que eres ahora. Negarlo, sería negarte a ti misma. Debes aprender a vivir con ello.
-Aún así, amor mío, debo irme... No podré enfrentarme a ello si no es estando sola.
Al contrario de lo que ella le estaba pidiendo, Jonás apretó su abrazo. Permaneció en silencio unos segundos, antes de soltarla y empezar a ayudarle a recoger sus cosas. Aang no se atrevió a decir nada, ya que veía en la mirada de su novio algo que tenía que salir. Estaba esperando a que él encontrase la forma. Ella lo esperó unos instantes frente al ascensor mientras fue a buscar algo en casa. Al salir, Kurtz le entregó una Giordanno: Una pistola de bajo calibre, fácil de ocultar. Luego metió la mano en el bolsillo y sacó su navaja, que le depositó en la mano, antes de cerrarle el puño.
-La navaja fue un regalo de un tío mío. Cuando empecé a andar con bandas callejeras, a los catorce años, me la dio para asegurarse de que, cuando la cosa se pusiese fea, tendría algo con lo que defenderme. La pistola se la quité a un idiota. Usa munición del calibre 22, es fácil de usar, de esconder y casi no tiene retroceso. – Aang tomó lo que se le ofrecía guardándolo en los bolsillos de su abrigo, pero siguió mirando a Kurtz a los ojos, con los suyos empañados en lágrimas, esperando a escuchar aquello que no daba salido. – Aang... – Dijo al fin. – Te entiendo perfectamente.
Ella no dijo nada. Se abalanzó sobre él y lo besó. Lo besó con todo su ser, intentando volcar toda su alma y todo lo que sentía en sus labios, para entregárselo a ese hombre dispuesto a sufrir la soledad a cambio de que ella estuviese bien.
-¡Te juro por mi vida que volveré! ¿Hai?
Aang entró corriendo en el ascensor para no darse tiempo a dudar. Lentamente, Scar entró en casa y fue a la ventana del salón para verla entrar en el taxi. “Tengo que irme”... Esa maldita frase se negaba a abandonar sus oídos, mientras volvía a la nevera. Siempre tenía una botella de vodka a mano, para brindar con Aang, normalmente. Odiaba beber solo, ya que eso no hacía sino magnificar la sensación de soledad, sin embargo, esta vez no le quedaba otra. Al llegar a la cocina y buscar el frigorífico, Kurtz encontró la pistola. La Aegis Cort de nueve milímetros que había usado desde que entró a servir en la unidad de black ops. La tomó entre sus manos, jugando con ella. Tiró de la regleta y vio una bala en el agujero de salida de casquillos. La soltó, escuchando el chasquido del muelle recuperador al devolver el arma a su posición original. Está cargada... Y no tiene seguro. Se la llevó a la habitación, donde se sentó en la cama. Las sábanas tenían ese dulce olor a la mujer que amaba, teñido de un oscuro tono de despedida. Las dobleces del edredón nórdico donde se había acostumbrado a dormir entre los cálidos brazos de Aang se antojaban una triste elegía. Estiró el brazo y abrió la puerta del armario. En una esquina estaba su guerrera, su uniforme de gala y bajo ellos una caja de madera. Esta contenía efectos personales: Varias condecoraciones, sus galones y el emblema de su antigua división. Volvió a mirar la pistola, despacio, recorriendo con la vista cada ángulo de su forma, antes de mascullar una maldición. Furioso consigo mismo, retiró el cargador y extrajo la bala de la recámara, lanzándolo todo de malos modos contra el fondo del armario. Cerró de un portazo y se fue hacia la cocina de vuelta, obligándose a pensar en el rayo de luz que ella había dejado en su partida: Había jurado volver. Repitió esa frase como si fuese un mantra, mientras cogía la botella de vodka e iba hacia el salón. Al fin y al cabo, era su cabo salvavidas. Si ella no volvía, ya nada tendría sentido. Odiaba pensar ello... Lo odiaba, le enfurecía y le asustaba. Y Kurtz odiaba estar asustado por encima de todo. Decidido a no pensar, se dejó caer en el sofá de su casa, y abrió la botella de vodka.
lunes, 24 de diciembre de 2007
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