lunes, 30 de noviembre de 2009

196

Cierre los ojos. Intente no pensar en nada. Si el experimento está surtiendo efecto, no verá más que un telón negro.
Resulta de lo más difícil no pensar en nada; incluso podría decir que eso es pensar en algo, pensar en no pensar, pero lo que en realidad debe conseguir es desconectar de los sentidos.
El cerebro es una máquina de lo más compleja y fascinante y explicar alguna de sus más curiosas funciones nos llevaría demasiado tiempo. ¿Sabe usted que sólo un diez por ciento es la parte consciente? Incluso el propio consciente se encarga de convertir acciones cotidianas en inconscientes. Por eso es imposible hacernos cosquillas, porque antes de pasar nuestros dedos por el pie, ya sabemos e intuimos cómo van a moverse.
Pero seamos sinceros, ha desconectado hará unas… Diez líneas. Y el telón negro se habrá sustituido, seguramente, por la imagen de un pie.
Concéntrese. Bien, prosigamos.
Como ya he dicho, esto es un experimento, pero la experiencia no es estrictamente necesaria. Un ejemplo. Imagínese que está en la selva, rodeado de hojas, de ramas, tierra, insectos… Angustiado ante la humedad y el calor del clima. ¿En su cabeza se arremolina esa sensación, verdad? Pero seguro que nunca ha estado en la selva, nunca ha tenido esas ramas atizándole la cara, ni ha tenido el placer de oler una superva de Wutai. Y sin embargo, aunque no conozcamos esa flor, ya intentamos atribuirle un aroma dulzón y un color vivo.
El cerebro analiza y completa con la información que mejor encaja, a su libre albedrío, tomándose completa libertad inventándose sensaciones y experiencias que jamás hayamos tenido.
Entonces la pregunta es: ¿Cómo crea el cerebro esa sensación virtual? ¿De dónde surgen esas imitaciones? ¿Reencarnación? ¿Quizá hayamos tenido otra vida como serpiente y nos hemos reptado por el suelo orgánico y oscuro de aquella selva?
Otra teoría sugiere que la mente humana se introduce en un imaginario éter donde se reúne toda la información del mundo y vuelve con las sensaciones necesarias al cráneo. Pero imagínese la cantidad de personas que hubiesen intentado alcanzar ese grado de concentración, intentado alcanzar la inteligencia infinita a su antojo. En unos antiguos escritos aseguran que un tal…

-¿Te has quedado con algo, Lucille?- preguntó Blackhole cerrando el pequeño libro con tapas de cuero.
-Hay algo que no entiendo-dijo ella hundiéndose en el sofá orejero, piernas rectas y manos apoyadas a los lados.
-Adelante-dijo el comensal agitando los brazos- Me muero por escuchar lo que estás pensando.

Se encontraban en una amplia biblioteca, con góticos ventanales y una crepitante chimenea de mármol que arrojaba la única y anaranjada luz sobre una alfombra de exquisitos bordados. Sólo estaban ellos dos, en el centro de la alfombra y con una mesilla con sendas copas de whiskey.

-¿No puede ser que esas sensaciones que inventa el cerebro sean a causa de la razón? Quiero decir que nos imaginamos cómo es la selva porque hemos vivido lo mismo en una escala mucho más pequeña. Hemos visto la hierba de un jardín, hemos olido alguna flor común. Racionalmente, montamos una recreación a lo grande de lo que ya tenemos.

Richard chascó los dedos y elevó los labios hasta formar una tremenda sonrisa.

-¡Efectivamente! Pero también es una respuesta de lo más arriesgada. No son pocos los pensadores que han primado la razón sobre todo, pero lo que tú acabas de plantear es como decir que es la razón la que nos engaña, y no los sentidos. Es el tacto el que nos dice que el fuego quema y no la razón, que nos dice cómo puede ser la sensación de ser quemado.

-Pero los sentidos son de lo más engañosos-rebatió ella echándose hacia delante- La vista es un complejo de acciones que la mayoría de las veces interpreta lo que le sale de las narices. Si estamos mirando hacia la izquierda, sin saber lo que hay a la derecha, y barremos el espacio con la mirada, va a inventarse lo que hay de por medio fijándose en lo de alrededor.

-¿Me estás diciendo que en este mundo no podemos fiarnos ni de ninguna parte de nuestro cuerpo? Realmente somos como un ciego de nacimiento. Siempre me he preguntado qué es lo que ven ellos. Pueden llegar a llevar una vida perfectamente normal, pero en un mundo muy muy lejano al nuestro. Si tienes una conversación con él, habla de mesas, de de agua, de frigoríficos… ¡Incluso es capaz de hablar sobre la selva! ¿Y cómo narices sabe esas cosas? Si coge una mesa, pasa los dedos por su patas, acaricia la madera, puede hacerse una imagen metal de ella, hace un reconstrucción mental en tres dimensiones, algo que es propio de los ojos y su visión estereoscópica- Blackhole paró un segundo y volvió a abrir el pequeño libro de bolsillo para después dejarlo en una mesilla de madera tallada- Pero entre tú y yo…Este libro es una soberana bazofia.

-¿Y eso?-preguntó ella confundida. Había visto a su captor leerlo más de una vez con entusiasmo.
-Porque, si te das cuenta, al principio pide que cierres los ojos y, que yo sepa, todavía no somos capaces de leer con los ojos cerrados.

Esta vez, con su horonda panza, simplemente producto de un excesivo buen vivir (sólo los ricos son gordos, se decía hace mucho tiempo) se levantó y acercó a la chimenea. Agarró un par de maderos y le dio de comer a la gran boca de fuego. La corteza comenzó a chisporrotear e impactar contra la rejilla que impedía que saliesen.

-Y bien… ¿Qué piensas hacer cuando te vayas de aquí? No te recomiendo que lo denuncies a Turk o algo parecido. Sería una locura, para ti y para Yief.
-Tampoco me has dado tu palabra de que después de esto nos dejarás en paz- contestó ella pasando su manos por la delicada seda roja de su brillante vestido, regalo de Blackhole.
-Es que eso, querida amiga, no lo haré. Me rompe el corazón tener que involucrar a una magnífica mujer como tú, de verdad que incluso he llegado a enamorarme de esos ojos tuyos, pero Yief sufrirá hasta que yo me muera.
-¿Pero qué es lo que te ha hecho?-gritó en un escueto acceso de histeria- ¿Qué ha hecho para que le atormentes de esta manera?

Blackhole se dio la vuelta y cogió una caja de música que había sobre la chimenea. Una bella bailarina de cristal comenzó a interpretar su danza al son de una suave, melancólica melodía.

-Te equivocas… Él no me ha hecho nada, si no su padre. Pero ese tema se quedará entre Yief y yo- Tras un largo silencio, la bailarina paró y la caja se cerró mediante un resorte- Espero que mi trato haya sido el adecuado estos días, Lucille, lo que menos querría en el mundo es que lo hayas pasado mal en mis paredes. Mañana podrás irte, uno de mis hombres te dará la dirección de la casa- la ancha mano de Richard bajó el pomo de la puerta y las bisagras se doblaron- Y recuerda, no te lo tomes a mal, pero el plan debe seguir en marcha. Yief saldrá mañana de la cárcel, si contactas con él…Le mataré.


Avanzaba por los pasillos de su casa, ladeando la cabeza, qué lástima de chica, con lo guapa que es… La puerta del recibidor se abrió de golpe y uno de sus hombres entró dando largas zancadas, con una capa de cemento que ya amenazaba con endurecerse.

-¿Un mal día?-bromeó Blackhole viendo al guardaespaldas con aquél ungüento surcando su cejas- Quítate eso o la gente te confundirá con un zombi.

martes, 17 de noviembre de 2009

195

Tobías Marstrom ya le estaba dando de nuevo a su hobby favorito.
Un día soleado, relajante, estático, sería un día perfecto si no fuese por el tremendo ruido que montaban en el sector cero con ese monstruoso andamiaje.Además ese mismo día estaban haciendo aparatosas maniobras para colocar un titánico cilindro metálico sobre las obras. Todo el mundo rumoreaba, todos sabían de qué tenía forma ese cilindro, pero nadie lo decía en alto.

Bajando el pomo de la puerta con el codo, apareció en la azotea de su edificio con una silla plegable en un brazo y una botella de ron en el otro. Tampoco había hecho falta insistirle mucho, tan solo un par de comentarios subidos de tono y un susurro al oído con las palabras mágicas: vamos a follar a la jodida azotea otra vez.
Por una vez que Tobías se estaba tomando su trabajo en serio y ya le habían engatusado. Llevaba horas llamando a la casa de Alexandre da Silva, artista que se iba a encargar de la portada de un reciente best seller, pero nadie cogía el teléfono. Fue entonces cuando, oyendo los furiosos alaridos de su jefe, Silvia, su secretaria preferida, entró para tranquilizarle.

-Para que luego digan de los clichés de la secretaria-Tobías ya se había sentado y Silvia abalanzado sobre si regazo, mechones rubios sobre su pecho-No dejes nunca de trabajar para mí.
-Jaja… ¿Y qué pasaría si me fuese a otra empresa?-dijo ella mordiéndole en el cuello.
-Que iría hasta el despacho de ese cabrón y te secuestraría.

La secretaria se zafó un instante y lleno los dos vasos con el caro ron de Costa del Sol, con dos hielos cada uno.

-Tengo una sorpresa para ti.

Tobías alzó las cejas todo lo que los músculos le dejaron y puso una sonrisa de excitante emoción.

-¿Qué es? Venga, dímelo ya.
-Primero vamos a bebernos las copas-dijo ella dando un largo trago. El obedeció al instante y en cosa de diez minutos su vaso estaba vacío.
-Venga, ya está, ahora la sorpresa.
-Si ya te la has tomado, tonto-dijo con una carcajada propia de una niña.

Tobías tardó en comprenderlo, en parte porque la droga de la bebida ya comenzaba a hacer efecto. Los contornos de Silvia comenzaron a brillar y formar una silueta fluctuante. Miró a los edificios colindantes, miró a la mesa y finalmente alzó sus manos para observárselas. En cualquier lugar ocurría lo mismo: ondulados contornos que abarcaban todo el espectro de colores y se desplazaban por él.

-¿Qué mierda me has metido?-dijo empezando a asustarse y notando como la temperatura de su cuerpo ascendía.
-¿No es divertido?-rió ella tambaleándose y colocándose de rodillas para comenzar la función.

Silvia también se había tomado lo que fuese que había echado en las copas y eso por lo menos le relajó, ya no era algún asunto de venganza o algo similar. ¿Pero a qué coño jugaba entonces? Ahora Tobías no podía dejar de pensar en qué tipo de drogas podían causar esas alucinaciones, haciendo un repaso mental de todo lo que probó en su adolescencia.
Pero no pudo ni llegar a concentrarse porque la secretaria ya le había bajado los pantalones y comenzado a jugar con su miembro como sólo ella sabía.

-Más vale que luego no me acuerde de nada, Silvia, esto no me hace ni puta gracia-sin embargo no era consciente de que no se le quitaba una estúpida sonrisa de la cara.

Lo estaba “flipando” literalmente. La cabeza de la rubia se había convertido en un tormentoso borrón con el vaivén y la melena parecía tinta de colores que se esparcía por todas direcciones. Ahora le costaba mantener la cabeza quieta, como si los músculos de su cuello pareciesen de gelatina.

-¡Ay la hostia!
-Me lo ha dado un colega de mi primo-habló ella sacando la boca de su entrepierna. Entonces se le fue la mirada y se cayó de costado; se levantó con gran torpeza y emitió una risa distinta, con un matiz de nerviosismo tal vez- Son cristales de no se qué…Espero no haberme pasado.

Tobías sudaba a chorros y su cerebro, a parte de coordinar con dificultad, comenzaba a cruzar neuronas formando un revoltoso nudo marinero. El cielo le parecía morado y oía chapoteo de lodo, el suelo amarillo y olía a salsa de tomate, el aire parecía electrificado y le procuraba chispazos de placer directos a la espina dorsal.

-Joder Silvia…Esssssto esunaputalocura-dijo humedeciéndose los labios. Incluso a él le sonaba extraña su voz, con velocidades incontrolables y mala pronunciación-¿Silviiaa?

Pero ella no contestaba. Bajó la mirada y una supernova le estalló en los ojos, cegándole momentáneamente. Segundos después vio la mancha difusa que era Silvia con su mano derecha aún sujetando sus testículos, pero totalmente inconsciente.

-Pfffff… Serás gilipollas…Noooo aguantasnada-dijo riéndose en vez de preocuparse por la salud de su subordinada.

Entonces no supo cuánto tiempo pasó, pero se puso a pensar algo, a intentar recordar lo que solía hacer después de follar en la azotea. A ver, follamos, yo dejo el condón en la otra silla…No un eclipse si no tres fueron los que dieron un nuevo significado a la palabra oscuridad…No joder, eso es de la novela que me estoy leyendo ahora…Ella vuelve a su despacho y continúa trabajando…Tobías hijo, di hola a tu prima de Nibelheim…Es cierto, qué buena está mi prima, todavía me acuerdo del día que nos pillaron…Entonces yo cojo algo de la mesa. ¡Sí! Unos prismáticos y me pongo a mirar algo…La madre que me parió, pero si el meteorito ya está aquí. ¡Vamos a morir todos! Dame la patita Linneo, dame la patita… ¡Qué inteligente era ese perro! Puto el turco que se lo cargó cuando le meó en los pantalones… Observo a alguien del edificio de en frente…Me apetece un kebab, de esos que tiene dos carnes distintas… Hijo, te voy a meter dos hostias, tú verás cómo las esquivas. ¡No me puedes prohibir leer libros, estás matando mi cultura!

-¡Coño ya sé! ¡La jodida modelo que da el tiempo en el canal seis!-gritó a pleno pulmón en cuanto se acordó.

La aludida, asomada a la ventana, se quedó perpleja al oír aquél alarido. Entonces su novio apareció también entre los marcos de la ventana y alcanzó a Tobías con la mirada. Da igual cómo fuese físicamente, el jefe de la editorial vio a un hombre de dos metros, de unos cuarenta años, calvo, con una barba totalmente desordenada y un ojo de cristal.
Gritó algo desde el otro edificio, pero las palabras no llegaron hasta los oídos de Tobías.

-¿Qué dices puto zombi?-gritó de nuevo entrecerrando los ojos para ver si así los edificios dejaban de moverse.
El “zombi” dijo algo, desapareció y volvió a asomarse con un palo de golf. Esta vez Tobías sí que le escuchó perfectamente.

-¡Espérame ahí hijo de la gran puta, que te voy a meter esos prismáticos por el culo!
-¿Va en broma no?-dijo él hablando sólo-Ahora vendrá el poli guay y me salvará del zombi.

Pero algo en su trastornada cabeza le decía, con la poca cordura que mantenía, que eso no ocurriría y que un tipo cabreado le quería sacar la mandíbula con un hierro 9.

-¡Hostias, hostias!

Pegó un bote y la silla cayó hacia atrás. Ni siquiera reparó en la durmiente Silvia cuando dando tumbos abrió la puerta de la azotea y comenzó a bajar las escaleras hacia su despacho.
Ya había aprendido que cada ve que movía la cabeza bruscamente, otra supernova le estallaba en los ojos, así que con apariencia estúpida, intentaba mantener el cuello erguido.
Dejó atrás la salida de emergencia que daba al tejado e intentó parecer sereno caminando por los pasillos de su editorial. ¡Como si fuese tan fácil! Entre que le bailaban los ojos e iba más tieso que una espiga, lo raro es que no le dijesen nada.
Torció la esquina y se dio de morros con el encargado de la limpieza, que pasaba la fregona con parsimonia y unos auriculares a todo volumen que colgaban cuando se inclinaba.

-¿Está bien, jefe?

Tobías se quedó quieto, aguantando la respiración.

-Eso depende… ¿Eres tú el zombi?
-¿Qué si soy qué?
-Es cierto, el otro era más grande y calvo y… bueno, da igual. Me voy a mi despacho, si ves a un zombi con palo de golf le dices que no estoy.

Le dio unas palmaditas en el hombro y siguió andando erguido. Entonces se paró de nuevo y chascó los dedos.

-Ya se quién eres tú… ¡Eres Arcturus Black, el rebelde del Nexo!
-Ehh… ¿Jefe está bien?
-Que si joder, que sepas que eres un jodido cabrón, se te va mucho la cabeza, mira que matar a un pobre niño…Oh y me tienes que presentar a Lulu, tiene que estar como un queso, si no fuese porque ya se la ha quedado ese cabronazo de Wolt…
-Vaya a su despacho y duerma un poco-dijo el atónito empleado, que ya había decidido ignorar sus desvaríos-Catalogar tantas novelas le ha fundido los sesos.
-No sé qué has dicho pero lo haré…Recuerde avisarme si viene el zombi-ya se estaba yendo de nuevo cuando volvió y le zarandeó totalmente asustado-¡Tío, que tienes dos serpientes metiéndose por tus orejas!
-¿Pero qué coño te pasa?

Minutos después, el conserje se había encargado de llamar a un taxi y el empleado de la limpieza llevaba a Tobías en volandas hacia la puerta principal.

-No se preocupe jefe, aquí no hay nada importante que hacer, el taxi le llevará a casa.
-Eres un buen colega… ¿Te dije que una vez estuve hablando con Rufus? Resulta que es un jodido alienígena con trompa de elefante. Lo que pasa es que viajó en el tiempo hacia el futuro y consiguió que… ¡Me cago en la puta! Te dije que me avisaras si venía el zombi.

En efecto, entrando por la puerta circular de la editorial, apareció el gigante calvo y con barba, con el ojo de cristal emitiendo una luz roja que cegaba a Tobías y el palo de golf dispuesto a partir cráneos. Parecía exhausto, como si correr hasta el edificio de al lado le hubiese costado un gran esfuerzo.

-Maldito pervertido, ahora te vas a enterar.
-¡Rápido hay que ir a una iglesia o algo!
-¡Que no es un zombi, que este tío te quiere moler a palos!-ya hasta el de la limpieza gritaba, no se sabe si porque había respirado la droga de Tobías a través del sudor o porque estaba hasta los cojones del alocado día que le estaban dando.

Tobías se zafó de sus brazos y comenzó a correr, yendo de lado a lado y agitando los brazos. Entonces se tropezó con un cordón de sus caros zapatos y cayó justo cuando el palo del zombi pasaba a la altura de su cabeza.

-No podrás conmigo puto zombi, los palos de golf no me afectan-dijo incorporándose viendo millones de polillas de colores volar a su alrededor-Ahí te quedas.

La puerta giró y Tobías se largó con viento fresco, riéndose descontroladamente y llorando a la vez.

-Joder… ¿Cuándo se va a acabar esta jodida cogorza? Yo quiero irme a dormir ya… ¡Calla idiota, no pienso subirme a ese avión!-dijo incluso imitando dos voces distintas.

El calvo salió segundos después y comenzó a correr para intentar atrapar a Tobías, que ya torcía por una bocacalle.

[...]

-Lazarus… ¡Oh dios, menos mal que me has cogido la llamada!-susurró a su móvil escondido tras un contenedor-Estoy hecho mierda tío. Veo colores que ni siquiera existen, me va a explotar la cabeza y me persigue un zombi… ¿Qué? Que sí, no te rías de mí. Aiba espera, no cuelgues, que acabo de ver a un erizo naranja disfrazado de turco…Que sí, lleva un pelo la hostia de raro…Bueno, erizo, nutria, qué más da, creo que lleva el pelo pegado...Ya está, se ha metido en un local. Ven a recogerme tío… ¡Mierda, joder, si yo tenía un taxi en la puerta! Da igual, quedamos en el bar de la calle Rose… ¿Que ese bar es de gays? ¿Y por qué nadie me lo ha dicho hasta ahora?

[...]

-Eh, eh…-dijo el camarero cuando vio entrar a Tobías a toda prisa, con la única premisa de usar el lavabo y marcharse-Si quieres usar el servicio, mínimo una consumición.
-Veeenga tío, un poco de compasión-su voz era ahora ronca y pastosa, los efectos se iban pasando poco a poco, aunque todavía veía cosas que sólo existían en su imaginación- Si no te lo voy a manchar ni nada.
-No cederé, de alguna forma tendré que ganarme el pan.
-¿Sabes? Me habían dicho que tú molabas, pero parece que estaba equivocado-sacó su cartera de cuero negro y sacó unos cuantos guiles- Ya que estamos…Ponme una copa de ron.

El dueño del bar se dispuso a preparar su bebida, mientras Tobías observaba atónito con los brazos y el mentón apoyado en la barra. Cuando los tres hielos cayeron en el vaso, emitió una gran exclamación.

-Tiiio… ¿Cómo has hecho eso?
-¿Hacer el qué?
-bah, déjalo-dijo sabiendo que la sinfonía que había oído salir del vaso era fruto de su quebrada imaginación y era tontería seguir.

Entonces entró Lazarus, excitado y nervioso, agitando los brazos para que su amigo le mirase.

-Vamos Tobías, ese tipo está a punto de llegar y no creo que lo del cemento le haya hecho mucha gracia.
-Ya va, ya va-respondió acordándose de que todavía le perseguía un loco-voy a mear y nos piramos.

Se bebió la copa de un trago y fue al servicio arrastrando los pies.

-¿Pero qué haces loco, eso era ron?

No hizo falta respuesta. Con la puerta abierta de los servicios se pudo oír perfectamente la tremenda arcada que emanó de las entrañas de Tobías, cual dragón que ruge en su cueva. Cuando salió pasándose una manga por la boca, apuntó al camarero con el dedo pulgar y le dijo:

-¿Puedes ponerme otra de ron? Es que la mía se me ha caído en el retrete.

Lazarus pasó un brazo por sus hombros y se llevó a su amigo semiinconsciente fuera del bar, donde les esperaba un coche directo al fin de la intoxicada aventura de Tobías. Minutos después entraría un hombre de dos metros, calvo, con barba, palo de golf y una capa de cemento cubriéndole hasta el cuello.

-Señor, parece usted un zombi-bromeó el camarero.

La ira del muerto viviente se cebó con él y el bar estuvo cerrado durante tres semanas.

sábado, 14 de noviembre de 2009

194.

El brusco sonido del motor del vehículo se abrió camino entre el resto de sonidos de la zona, y embotó la mente del recién llegado a la división de Turk. El pelo le caía desde lo alto de la cabeza en diversos jirones que iban desde un profundo negro en la raíz hasta un naranja chillón en las puntas, pasando por toda una variedad de tonalidades fulgurantes. Los seis mechones colgaban y caían hasta casi los hombros en un orden casi simétrico, como si fuesen radios de un hexágono regular. Llevaba profundas sombras pintadas bajo los ojos, ocultando la ya de por si oscurecida piel que se adentraba en las cuencas de una marcada calavera.
Tenía las orejas cubiertas, de lóbulos a hélix, cubiertas de pendientes de todas las formas y tamaños posibles, contando más de una decena en cada una. Dos franjas afeitadas en los exteriores de cada ceja, y un tatuaje inidentificable que ascendía desde algún punto perdido entre la vestimenta hasta la zona posterior de su oído derecho completaban los rasgos más significativos del joven, que se encontraba más cerca de los veinte que de los veinticinco años.

Llevaba la chaqueta negra completamente abierta, a punto de resbalar por sus enjutos brazos y caer. Le quedaba casi obscenamente larga y grande, y había pretendido solucionar ese exceso de longitud abriendo esas mangas con aberturas, de forma que los puños fuesen abiertos. Para contrarrestar el tamaño, se había puesto unos pantalones bastante ajustados.

Tenía la mirada perdida hacia el infinito, o lo que hubiera sido el infinito si no hubiera una marea de edificios coronados por una descomunal estructura cubierta de andamios, herraje retorcido y ennegrecido que convertía el sector 0 en una maraña de metal.
El joven perteneciente a la nueva hornada se volvió en dirección a una parada de taxis, donde llamó a uno de los pequeños modelos de color amarillo auto mientras jugaba con un pequeño mechero zippo con grabados en toda superficie, moviendo su tapa constantemente de un lado a otro hasta que por fin se decidió a encender un cigarro de tabaco rubio. Sacó de la negra chaqueta un paquete que representaba un animal jorobado sobre fondo de color crema, y extrajo de su interior el pitillo con la boca. Inspiró profundamente, y expulsó el humo por una pequeña ranura que se abrió entre sus labios, que aún sujetaban el cigarro mientras las manos reposaban pesadas en los bolsillos de la cazadoras, apoyado con la espalda y el pie derecho sobre un poste de llamada para taxis. Cogió el tabaco con la mano después de inspirar otra profunda aunque más corta calada, e introdujo el cuerpo dentro del habitáculo trasero del vehículo.

- Señor, aquí dentro no puede fumar – al igual que en los tópicos de muchas películas y series de televisión, el conductor era un extranjero con la piel del color del caramelo oscurecido, y un marcado acento de Costa del Sol. – Tengo que pedirle que… ¡Oh!

El silenciador acoplado al cañón de la Rhino se clavó en el respaldo del asiento del conductor, y este lo notó como si de un cuchillo se tratase. Lo había sentido ya muchas veces, demasiadas en su poco tiempo viviendo en la gran urbe.

- Mira, gilipollas de mierda – el turco inclinó la cabeza hacia delante, llevando el cuerpo consigo hasta que la nariz aguileña se clavó en el reposacabezas – ¿Alguna vez te has topado con uno de esos hijos de puta rapados llenos de bazofia ideológica sobre el poder de la raza blanca que se dedican a patear culos negros como el tuyo? – el conductor asintió, confundido – Bien, pues yo soy peor. Para empezar, mira mi placa.

Le acercó a la cara la mano derecha y le mostró la placa que lo identificaba como trabajador de ShinRa. Lo acercó tanto y a tal velocidad, que le golpeó el ojo derecho y le melló uno de los incisivos superiores.

- ¿Comprendes quién soy? – lo dijo con una entonación suave, una burla que pretendía decir “intento ser amigable y cariñoso”. El conductor volvió a asentir. – Bien. Pues ahora me vas a llevar a la calle Cariátide, sector 5. Ya - su tono se volvió tajante, y no admitía discusiones – No hace falta que pongas el cuentakilómetros, puto sin-papeles.
Pegó una suave calada mientras el hombre, aún escupiendo sangre mezclada con restos de diente, encendía el vehículo y soltaba lentamente el embrague mientras pisaba el acelerador. Conducía torpemente, muy nervioso, de manera similar a la de aquella primera vez que había cogido un coche.
El conductor no hablaba, ni siquiera pensaba en aquella licencia de armas que no había podido obtener ni aquella arma que no quiso comprar por su condición de ilegal. Tenía mujer, y tres hijos esperando a que llevase dinero a su casa del sector 8 para poder comer algo que no estuviese duro o en proceso de putrefacción.

El joven Turk sacó su PHS del bolsillo y se fijó en la hora. No era muy tarde, así que todavía podía entretenerse un rato más con su compañero de viaje. No quería que su visita disfrutase de comodidades, ni tampoco quería que aquel tipo al que tanto odiaba por su condición inmigrante se marchase sin recibir un trato justo.

El viaje se alargó más de lo previsto debido en gran medida a una explosiva combinación de nervios por parte del hombre de Costa del Sol, que no dejaba de calar el motor de su coche, y los gritos y golpes del joven turco, que hacían aún más mella en el delicado estado del conductor. Cada vez que el coche se paraba por un movimiento en falso o un despiste, el hombre de negro golpeaba el reposacabezas y comenzaba a gritar insultos xenofóbicos, repartiendo puñetazos con la oreja y la nuca de su chófer, lo que hacía que se asustase más y cometiese más descuidos, que a su vez desembocaban en más palabrería y violencia en un vórtice sin fin. Cuando por fin llegaron, la piel de ébano se había convertido en una hinchada masa roja, morada y negra por todas las zonas de la cara, lo que había inspirado un nuevo acertijo para el joven, que encontraba diversión en preguntar “¿Qué es negro, rojo y morado? ¡Tú!” al tiempo que golpeaba el asiento de una patada.

El coche amarillo paró casi en seco cuando llegó a la entrada de la calle Cariátide. Los sollozos del hombre, que debía rondar los cincuenta, no mellaron la conciencia del hombre, que mandó “al puto negro avanzar hasta que el dijese que la puta escoria podía detener aquella mierda enlatada”. A la altura de una callejuela, que acababa en una pared llena de bolsas de basura, el vehículo se detuvo a petición del pasajero.

Se bajó, no sin antes advertir que “si el coche partía sin que el hubiera vuelto, le buscaría a él y a su familia y todos arderían combinando materia Fuego y litros de gasolina introducidos a fuerza por la garganta”. Puso un pie en el suelo, con tan mala fortuna que sus caros zapatos negros de marca Searched fueron a parar en un charco del que mucho dudaba fuera agua.
- ¡Joder! – pegó un portazo, y de nuevo pegó a la puerta. El conductor chilló – Arreglaremos esto cuando salga – dijo señalando con el índice derecho al suelo.

Dejó llorando acurrucado sobre su asiento al inmigrante, y se encaminó con gesto asqueado al interior del callejón. Se tapó la nariz con la larga manga, horrorizado por el olor que emanaba de los cubos de basura y las bolsas repletas que se amontonaban contra las paredes. Por suerte para él, el callejón era lo bastante ancho como para que tres bolsas alineadas no cortasen el paso.

Lo graffittis de colores rojizos y negros se habían empezado a agolpar sobre las paredes, comiéndose terreno los unos a los otros con gritos libertarios y frases de represión, símbolos olvidados mucho atrás y malsonantes palabras. Bajo una palabra que bien podía haber sido en un pasado “Coño” había una puerta de metal cuya pintura azul ya se había desprendido en su buena mayoría. Estaba ligeramente abombada hacia dentro, seguramente fruto de chiquillos que vienen a golpear la puerta y salir corriendo, según las palabras del joven miembro de Turk.

Golpeó una, dos, tres veces. Cuando nadie contestó, volvió a llamar, estas tres veces mucho más fuerte. Tenía poca paciencia, y no quería creerse que un tipo cuya edad era más cercana a los cincuenta que a los cuarenta había salido a dar un alegre paseo por un parque que no existía con los hijos que no tenía.

Sacó una materia amarilla del alejado bolsillo de su larga cazadora, que centelleó en contacto con sus huesudos dedos.

- Tú lo has querido, Bryce – dijo al tiempo que cargaba el puño hacia atrás.

Justo en ese momento se abrió la puerta.

Limpiándose los ennegrecidos dedos con un manchado pañuelo de papel se encontraba un hombre ancho de espaldas, cargado de hombros y rostro poco agraciado. Tenía una fea herida vieja a la altura de la ceja izquierda, y manos tan grandes que podía haber cogido al joven por la cara y cubrírsela completamente. La negra perilla estaba cubierta de un fino polvillo del color del carbón, al igual que un trozo de mejilla. Llevaba el pelo bastante enmarañado, y la piel áspera.

Los profundos ojos azul oscuro escrutaban con poca simpatía al hombre, y con menos gracia la materia.

- Tú no sabes cómo se ponen mis manos de carboncillo, no querrás que vaya dejando todo hecho un asco.
- Cualquiera diría que esto hubiera empeorado mucho – el recién llegado a Turk entró sin esperar una invitación, y se lanzó sin mucha educación sobre el sillón de alto respaldo y bajo asiento, quedando su espalda apoyada sobre un reposabrazos y sus piernas sobre el otro, dejando sus zapatos de marca colgando sobre el suelo.
- ¿En serio pensabas tirarme la puerta, hijo de puta? – se pasó el pañuelo por la perilla, extendiendo el polvillo por toda la mejilla derecha. Varias pasadas más lo difuminaron, dejando una leve mancha negra convertida en una extensión de color gris suave.
- ¿Y qué coño querías que hiciera, mamón? Me debes un mes, y hoy te toca pagar otro – encendió un cigarro sin pedir permiso alguno - ¿Tienes mi pasta?
- No. Tengo doscientos, pero no sé de dónde coño voy a sacar otros cuatrocientos para dentro de un mes – abrió un cajón, y sacó un sobre abultado del que se adivinaban varias monedas pequeñas y alguna grande.
- Para dentro de una semana, capullo – inspiró una amplia calada, poniendo una cara rara que mezclaba una expresión de placer y “me están apretando tanto los huevos que me van a estallar” – Dentro de ocho días voy a estar aquí para cobrarte esos cuatrocientos machacantes que faltan, más los correspondientes intereses mundanos… Digamos que pongo, no sé, unos ciento cincuenta más.
- ¿Estás loco, cabrón?
- Ixidor, Ixidor, Ixidor… - el turco se levantó del sillón mientras decía aquello, apagando su tabaco empujándolo contra el sillón, dejando una quemadura de bordes negros - ¿Qué prefieres, pagarme o tener que largarte de aquí?
- Preferiría reventarte la puta cara de gilipollas que tienes, pedazo de mamón – apretó el puño derecho estrujando el pañuelo, con los brazos muy estirados.
- ¡Ah! Se siente. ¿Ves esto? – dijo alzando su placa – Agente Quentin Torgle, de la unidad de Turk. ¿Y qué es esto? – se golpeó el pecho - ¡Kevlar! Dios mío, debe ser un estado de excepción… pegarme sería un suicidio. Piénsalo, paleto criachocobos. O me pagas, o me pegas. De una forma u otra, yo gano.
- Hijo de puta… Pago.
- Bien. Veo que dejar las armas por los pinceles te ha dado un bonito cerebro del tamaño de tus pelotas para pensar. Y creo que un cobarde como tú no tiene muchas pelotas, pero suficiente cerebro para él.
- ¡Qué te follen! Si no me tuvieras cogido de los cojones por detrás, haciéndome bailar tu mierda de música, te partiría el cuello. Ya veremos qué ocurre cuando se acabe tu salvoconducto – levantó su dedo índice y lo hincó en la pechera protectora de Quentin – Eres un mierda, maricona.
- Me lo dicen mucho, “soldadito”. Mi novio está encantado de mamármela y decirme guarradas al mismo tiempo. Me pega unos mordisquitos alucinantes, quizás deberías buscar una mujer a la que tirarte.
- Eres una aberración –puso cara de asco al oír aquellas confesiones sobre su vida privada.
- Y tú un subnormal. Ya no estamos en Wutai, ya no estamos en una jungla. Estás en mi territorio, y aquí son mis reglas. Si quiero que saltes, saltas. Si digo que ladres, ladras. Y sobre todo, si pido que pagues, pagas.
- Guau, guau. Te estaré esperando, putita de ojos verdes.
- “Welcome to the jungle, baby”. Más concretamente, a mi jungle.


Alguien llamó a la puerta de metal. Fue un golpe flojo, pero suficientemente audible. Tanto el turco como el artista se giraron en dirección al rítmico sonido.

- ¡Abra, señor Ixidor! Soy Timmy. Vengo a que me cuente más historias.

El turco le lanzó una mirada de incredulidad.

- ¡No me jodas! ¿Tú, soldadito, convertido en mamá?
- Una palabra más y te reviento la cara de gilipollas que tienes.

El turco abrió la puerta, y el niño entró cojeando con su gorra sobre la cabeza calva.

- En fin – el turco encendió un cigarro, el último que quedaba en su paquete, que se vio reducido en cuanto lo arrugó y lo lanzó a una pila llena de productos químicos, donde empezó a arder. – Nos vemos la próxima semana, Bryce. Acuérdate de mi regalo, niñera.

Cerró la puerta tras de sí con un sonoro estruendo, dejando solos a Ixidor el artista y Timmy el niño vagabundo.

- ¿Quién era, señor Ixidor? ¿Es su cumpleaños la próxima semana? – Timmy parecía contento - ¿Va a darle su regalo en una fiesta? ¿Puedo venir?
- Niño, será mejor que cierres la put…

Un disparo silenció al veterano soldado.

A través de la puerta metálica de desconchada laca azul situada en un retirado callejón de la calle Cariátide del sector 5, se podía oír gritos de personas, pero sobre todo a un hombre joven gritando.

- ¿Qué cojones pasa? ¿Qué coño importa un puto negro frente a un hombre de negro?

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El PHS comenzó a vibrar sobre el asiento del copiloto, lanzando intermitentes destellos. Lo cogió, esperando que fuese Paris.

- ¿Diga?
- ¿ Agente Yvette Marie Giulianna Louise de Castellanera e Bruscia? - la voz era de una mujer. Por su tono, parecía la clásica mujer bien educada, de buena formación.
- Sí. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
- Soy Helen Walter, de la oficina del Fiscal General. Necesitamos su cooperación en una sesión de tribunal.
- ¿Qué me está usted contando? - dijo visiblemente enfadada - ¿Para qué quieren que coopere?
- Para el juicio contra Frank Tombside.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

193

Han se limitaba a esperar instrucciones. Ni siquiera pensaba acerca de ello. Kurtz acababa de sentarse, y les había dado órdenes de ir hasta su propia casa. Bien. Sin problema. Media hora de conducción relajada, sin llamar la atención y a ver como se resuelve esto. No lo quiso reconocer, pero se sintió aliviado al ver que esto se podría solucionar sin tiros.

- Han, estoy cambiando de idea… ¿Podemos ir a tu taller?
- Por mí… - Respondió el piloto.
- Bien, he dejado ahí la moto. – Rolf levantó la vista al oír a Paris. Su moto, la que él le había regalado. Miró a su lado y vio a Kurtz, aún apuntando a Paris a través del respaldo de su asiento. El turco sabía fingir como un auténtico maestro. Nadie se había dado cuenta de que el muy cabrón permanecía atento para ser el único que saliese con vida del coche si fuese necesario.


El Fenrir serpenteaba entre el tráfico, superando ligeramente el límite de velocidad. El motor hacía un ruido bastante brusco, la suspensión no era suave y el habitáculo mucho más incómodo al del Cavalier al que se habían acostumbrado, pero Han estaba igualmente feliz. Poco a poco las calles fueron empeorando, mientras el coche se adentraba más y más en los suburbios, hasta llegar al garaje. El piloto se bajó para abrir la puerta y volvió a entrar para meter el coche. Una vez dentro, mientras Han apagaba el motor, Kurtz dio un toque a Paris en el hombro, antes de que se quitase el cinturón.

- Póntelas a la espalda. – Dijo, mientras arrojaba unas esposas sobre su regazo.
- Kurtz, ¿Qué broma es est…? ¡¿Qué?! – El turco se movió rápidamente, pegando un tirón del cinturón de seguridad y atrapando a Paris en el asiento.
- ¡Kurtz! ¿Qué cojones estás haciendo?
- Resolver este puto lío. – Respondió el turco. – Y por cierto, rubiales, te estoy apuntando con una pistola. Ni tú puedes esquivarme con estas condiciones. – Paris bajó la frente y cogió las esposas. Sintió el peso de su pistola en la cadera, y el de Katherinna a la espalda.
- No te entiendo… - Dijo mientras acataba las órdenes. No lo entendía, pero sospechaba lo que había pasado. A sus espaldas sonó el ruido de las esposas al cerrarse.
- ¿Se las ha puesto, Han?
- Si… - Respondió el piloto, mientras lo comprobaba.
- Mas te vale no mentirme, chaval, o ni tú ni yo saldremos de aquí con vida. – Soltó el cinturón y lo desenganchó, liberando al asesino. – Baja.

Paris Obedeció, entorpecido por las esposas. Han fue detrás, con las manos en alto, azuzado por un gesto de la mano de Kurtz. Los hizo ponerse el uno al lado del otro y entonces algo brilló en el interior de su cazadora: La materia Terra hizo moverse el cemento bajo los pies de ambos, aprisionándolos. Entonces, salió el turco, e instó a punta de pistola a Rolf a salir y colocarse junto a los otros dos, donde fue sometido al mismo proceso.

- Paris, quítate la cazadora. Luego metéis todos la artillería dentro y la arrojáis hacia ese lado. – Indicó con la mano libre. – Materia incluida, por supuesto.
- Jonás, no entiendo a que viene esto. – Dijo Paris, preocupado.
- ¡Venga ya! – Bufó Rolf a su lado. – Tú lo sabes, yo lo sé y ahora también lo sabe Kurtz. – Paris enrojeció a causa de la Ira. Se sentía traicionado. En un primer impulso fue a golpear a Rolf, cuando lo detuvo el sonido de un disparo, contenido por silenciador.
- Hijo de puta, traidor… - Murmuró el asesino sin apartar la mirada de Kurtz.
- No lo culpes, Paris. – Intervino el turco, extrañamente conciliador. - Lo único que Rolf sabía era que no tenía posibilidades de salir con vida, pero si lo que me ha dicho es cierto, tiene un motivo para creer que se está metiendo en un fregao de cojones y querer salir de ahí deshaciéndose de nosotros.
- Pues me gustaría oírlo… - Han se adelantó, con cinismo. Paris no dijo nada, pero sus gestos evidenciaban que él mismo lo iba entendiendo antes de que nadie dijese nada.
- Han, ven conmigo. – Dijo Kurtz, mientras usaba la magia para liberar al piloto. Traeme las armas de Paris.

Han cacheó al asesino, que entre ira contenida, se dejó desarmar. Su Starlight, su daga y unas cuantas materias acabaron en su propia cazadora, que fue depositada fuera de su alcance. Han dejó una navaja multiusos y luego siguió a Kurtz hasta el fondo del taller. Avanzaron en silencio, el turco caminando de espaldas para no perder de vista a los otros dos. Se detuvieron frente a una mesa de trabajo donde había una vieja radio, que Kurtz encendió a bastante volumen.

- Dependen de ti.
- ¿Puedo preguntar qué pasa? – Insistió Han. - ¿Y por qué dependen de mí?
- Piensa: Rolf ha sentido la necesidad de matarnos a los tres, porque nos vio como una amenaza. ¿Tú eres una amenaza?
- ¡Joder! ¡Le quiero partir la cara, pero tampoco es como para volarme la cabeza! – Protestó, y siguió la deducción. – Quedáis Paris y tú, tío. Tú eres turco, de modo que decir que tú estás con Shin-Ra… Nada nuevo bajo el sol, vamos. Queda Paris.
- ¿Y entiendes mi situación?
- Si: Sabes que Paris tiene un secreto jodido que no me quieres decir, y temes que Rolf vuelva a intentar volarte la cabeza. Como el pringao del piloto solo ha disparado en videojuegos, no lo considero ni amenaza, ¿no? – Rió, sin desprenderse del sarcasmo. – Pero no cuela, tío.
- ¿No cuela? – El turco alzó una ceja.
- Soy un testigo. Estas haciendo esto de forma demasiado profesional como para dejarme libre.
- Hay una salida, y por eso dependen de ti. Necesito confiar en ti, Han. Necesito obtener toda la información posible sobre estos dos, y poder decidir con las cartas al descubierto: Necesito hablar con Fixer.
- ¡Ah, bien, vale! ¡Maravilloso! ¿Solo esa tontería? – Gritó, con un falso tono de buen humor. – Y… ¿Quién cojones es Fixer? ¿Dónde lo encuentro? ¿Cómo lo reconozco? ¿Cómo lo traigo?
- ¡No levantes la voz, idiota! – Lo reprimió el turco, apuntándole con la pistola, lo que casi fue un conjuro de mudez. – Es simple: Cojes el PHS, lo llamas hasta que responda y lo traes en tu coche. Que se traiga toda la información que tenga sobre nosotros. ¡Y no se te ocurra intentar huír!
- Tranquilo, tío…
- ¡Hablo en serio, cabronazo! – Susurró el turco, entrecerrando los ojos y pegándose al piloto de forma intimidante. – Si desapareces, te encontraré y te haré desaparecer otra vez. Después a tu mentor, el vejete del taller, y su perro. Luego tu hermano, el camarero marica, tus compañeros de las carreras de coches y tu grupo de música. ¿Me crees?
- Joder, Kurtz…
- Entenderé eso como un sí. Ya sabes: Si vuelves, puede que mueras. Si te vas, te llevarás a quince personas contigo.



- Me has jodido… - Murmuraba Paris, sintiéndose estúpido por haber confiado en el tirador.
- ¡Que te den! – Respondió Rolf, sin molestarse. – ¡Tú y tus mierdas de secretos! ¿Por qué no lo dijiste cuando tuviste oportunidad?
- ¿Crees que es tan fácil? ¡Seguro que para ti sí, largando mierda sobre los demás y desentendiéndote! – Acusó el asesino.
- Mira, por lo que sé de ese amable señor de la pistola, si hubieses ido a la cara, ahora no estaríamos aquí a punto de morir en este agujero de mierda. – Rolf mostraba una frialdad que rayaba lo inhumano. Prácticamente asumía la fatalidad de su destino e intentaba mantener toda la entereza y concentración posibles.
- ¡Dijiste que lo entendías! ¿Por qué quisiste matarme?
- Porque surgieron cosas nuevas que ya no entendía, mi querida rubia tonta. – Respondió con sorna insultante el tirador. - ¿Recuerdas cuando leí ese dossier sobre Kurtz en tu casa?
- Si.
- ¿Recuerdas los años en blanco?
- ¡Vete al puto grano!
- Pues yo he descubierto que pasó entonces… - Empezó a decir Rolf, pero se cayó de golpe. Paris siguió su mirada hacia el turco, que caminaba lentamente hacia ellos, quitando el seguro a su pistola.



- Paris. Quítate la camiseta.
- Jonás… - Dijo el aludido, con los ojos abiertos de par en par. Sentía miedo y confusión. El hombre que tenía ante él volvía a ser igual al que le había apoyado una navaja en la garganta, meses atrás en el sótano de un generador Mako. – Jonás, soy tu amigo…
- No intentes ganar tiempo, Paris. – Respondió el turco con frialdad. – Te aseguro que cada segundo que logres arañar será un segundo muy doloroso. Quítate la camiseta. ¡Ahora!
Paris obedeció. Retiró su camiseta, de color azul marino, y la sostuvo en la mano, echando los hombros hacia atrás, de modo que pudiese leerse claramente.

SHIN-RA
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BALANCE #02

Kurtz reaccionó muy mal. Por muchos motivos, había albergado la esperanza de que Rolf hubiese mentido para salvar su despreciable pellejo, pero una parte de su interior le decía que no era así. La gente normal no esquivaba balas ni metralla de granada. La gente normal no tenía una hermana muerta de la que se negaba a hablar, y por último, la gente normal no iba por ahí cometiendo asesinatos para vengarse. Jonás dejó ir su ira, arremetiendo contra piezas destrozadas, contra un viejo coche abollado, tirado en una esquina del taller, a medio desmontar, o contra lo que fuese. Gritó de rabia, y arremetió a golpes contra la pared con una tubería de metal hasta que esta se hubo doblado. Le dolían las manos y sentía los brazos entumecidos, pero todas esas sensaciones se quedaban en nada contra la rabia de sentirse engañado. Contra la impotencia de todos esos meses en la inconsciencia, y especialmente contra la preocupación: Paris conocía a Aang. Si trabajaba para Shin-Ra, entonces Shin-Ra también conocía a Aang.
Tiró al suelo la barra de hierro. Tan torcida no serviría demasiado bien a sus propósitos. Abrió el armario de las herramientas y sonrió con malicia al encontrar en su interior lo que buscaba. Luego, se encaminó a zancadas hacia Paris.

- ¿Te acuerdas de esto, rubiales? – Dijo mientras descargaba una llave inglesa de gran tamaño contra el vientre del asesino. Lanzó varias estocadas con ella, pero este las apartó con sus manos aún esposadas.
- ¡Jonás! ¡Por favor! – Suplicó este, sintiendo con gran dolor los impactos de la llave en sus manos. - ¡Para!
- ¡Una mierda! – Bramó y golpeó de nuevo. – ¡Maldito follaperros mentiroso!
- ¡Te lo contaré todo! – Jonás se detuvo.
- ¿Todo? – Preguntó, alzando una ceja.
- ¡Si! ¡Por favor! ¡No hay necesidad de esto!
- ¡Tarde! – La llave impactó contra el brazo derecho del joven, en un contundente revés que lo derribó y lo lanzó contra Rolf, que cayó a su vez. Paris intentó levantarse, pero el pesado pie de Kurtz apareció sobre su pecho, inmovilizándolo contra el suelo. Ante sus ojos, la pesada herramienta oscilaba como la espada de Damocles, antes de estallar contra el suelo, a apenas dos centímetros de su oído. - ¿Cuál es la diferencia entre haber hablado hace meses y hacerlo ahora?
- Jonás… - Suplicó una vez más el asesino.
- La diferencia, pequeño Paris, es que entonces, habrías sido un compañero… Un amigo, confiando en mí el más oscuro de sus secretos. Contándolo ahora, no tengo garantías de que esto no sea una mentira rápida para salvarte.
- ¡Tú tienes tus propios secretos! ¡Yo los respeté! – Protestó Paris. Kurtz sonrió, de esa forma tan desagradable que solo él sabía, y cargó todo su peso sobre el pecho de Paris.
- Tú me reclutaste a mí y aceptaste mis condiciones.
- ¡Y tú las mías, turco! – Intervino Rolf. - ¡Creía que todos tendríamos intimi… Ough! – La pesada cabeza de la llave inglesa se hundió en el estómago del tirador, que de repente se vio intentando recuperar el aire, mientras una arcada subía por su garganta.
- El problema es que ahora mismo soy un hombre de familia ocupado, y ninguno de vosotros, pedazos de mierda, vale ni una puta mirada de mi novia. Así que si creéis que no os mataré para asegurarme de que vivo para volver a verla, es que no os hacéis a la idea de lo que va a pasar aquí.




Desde su piso en los suburbios, Kowalsky tenía la mirada perdida, a través de la ventana. Caprice estaba a su lado, tomando la mano del periodista entre las suyas. En las noticias podían ver la lluvia cayendo esa noche sobre las obras megalíticas que llevaban meses organizando alrededor del edificio Shin-Ra. Un día absolutamente depresivo.
Lo único que había supuesto un leve alivio era que Daphne había dejado de sollozar, aunque aún no se había asomado fuera de su cuarto. Caprice se puso en pié y empezó a caminar hacia la cocina.

- Quizás debería ir yo… - Propuso Kazuro.
- No. – Respondió su novia, mientras reaparecía camino del cuarto de Daphne, con pañuelos de papel y helado en la mano. – Cosas de chicas. – Se sorprendió a sí misma, por lo que estaba diciendo y por la persona de la que lo decía.
- Ya, pero Rolf también es mi amigo, y…
- En serio, Kazuro. Yo me ocupo. – Caprice le dedicó una cálida sonrisa que le hizo sentirse un poco más optimista. – Tú mira a la caja tonta o coge mi portátil. Hay que averiguar que pasa ahí fuera.



Sentada al volante de su deportivo rojo, Yvette veía a Harlan caminando hacia casa, mientras Amira y Rubanza la saludaban desde la ventana. Ella apenas les devolvió un gesto distraído con una mano, mientras con la otra pulsaba una vez más la tecla de llamada. Por lo visto, a Paris se lo había tragado la tierra. Cortó la llamada y se quedó mirando al aparato, pensando en intentarlo una vez más. Con esa serían ya ocho. Despacio, dejó caer al PHS sobre el asiento de copiloto y arrancó el potente motor, incorporándose despacio al tráfico de Midgar.




La mesa estaba preparada, cuando el pequeño grupo de música de cámara que interpretaba piezas clásicas desde su equipo de alta fidelidad sufrió un leve salto de estática. Algo acababa de “tropezar” con las ondas de radio, causando una turbación en el programa. Tomó su PHS y lo encontró vacío de toda actividad. Ni llamadas, ni mensajes de texto, ni triste spam. Con un suspiro, asumió que solo podía ser su “teléfono rojo”. Un aparato irrastreable, protegido por todo un baluarte de cortafuegos y contramedidas electrónicas que hacía prácticamente imposible a la mayoría de los expertos en telecomunicaciones intervenir ese PHS. Sin embargo, ahí estaba, sonando, con las iniciales HPC en su pantalla táctil. Dejó su mesa bien puesta, y su pequeña tartera plateada emitiendo calor desde el centro, sobre un elegante salvamanteles de madera de olivo.
Caminó despacio, con cierto fastidio, los metros que lo separaban hasta una librería llena de ejemplares antiguos que decoraba el fondo del salón. Con las puntas de los dedos, apartó un panel artificial, compuesto por falsos libros, tras el que se ocultaba una pequeña caja de seguridad que sobresalía de la pared. En ese momento, las interferencias se detuvieron, haciéndole detenerse en seco. Miró hacia un lado y otro, confundido, cuando el sonido se reinició. Apretó los labios con fastidio y abrió la puerta, aceptando la llamada.

- Buenas noches, señor Parker.
- Corta el rollo, tío. Eres tú, ¿verdad?
- Independientemente de quien yo sea, la respuesta a esa pregunta siempre podría ser “si”. Pero sí, señor Parker. Soy yo.
- Fixer. – Insistió
- Si: Fixer. – Respondió con fastidio el aludido. – ¿Quiere poner un anuncio? ¡Soy Fixer!
- Bueno. Si no le vale, dígame su apellido y le dispensaré el mismo trato que recibo, señor… - El piloto dejó ese silencio típico para que alguien se presente. Hizo al hacker sentirse enormemente incómodo.
- Discúlpeme. – Dijo mientras se masajeaba las sienes con el índice y el pulgar. – Me encuentra usted a punto de cenar, aunque reconozco que ya no es precisamente temprano. ¿Tendría la amabilidad de ser breve?
- ¡Brevísimo! – Exclamó el piloto. – Mete la cena en un trasto hermético, recoge tu ordenador con nuestros historiales y dime donde tengo que recogerte. – Fixer se quedó un rato en silencio, antes de responder.
- Sintiéndolo por mi cena, señor, quizás podría ser un poco menos breve. ¿Dónde está el fuego?
- Pues probablemente en la colección de materias de Kurtz: Rolf acaba de intentar matarnos a todos, y por lo visto ha destapado algo muy duro sobre Paris.Ahora mismo están en mi garaje, jugando a la del poli malo, poli peor, y supongo que o se le cuenta al jefe algo que lo tranquilice, o nuestra pequeña hermandad de la justicia acabará en unas cuantas bolsas para cadáveres.

Fixer tenía las pupilas dilatadas por el miedo, y la espalda y la frente cubiertas por un sudor gélido. Conocía a Kurtz de sobra, y la situación ante la que se encontraba ahora no era halagüeña en absoluto: Scar ahora mismo estaría interrogando a esos dos pobres desgraciados, y él era el único que podía salvarlos. Sin embargo, para tan elevado propósito tendría que sacrificar su mejor baza dentro del grupo: El anonimato. Fuera de él, de la distancia y de la informática de por medio, sus posibilidades de supervivencia serían las de un herbívoro herido en la cueva del depredador.

- Esquina Antoleón con Natak. – Repitió el piloto las palabras que acababa de oír. – Sector tres, placa superior. Bien. Tardaré quince minutos.

Fixer se quedó en silencio. No fue consciente de que había aceptado hasta oír al piloto repetirle la dirección que él mismo había dado en su estupor. Con el gesto descompuesto, miró de nuevo la pantalla del PHS, encontrándose con que su interlocutor había cortado. Los minutos seguían transcurriendo en el reloj digital del aparato, dejando cada vez más lejos la llamada. Fixer suspiró, y entró en la cocina en busca de algún recipiente con el que transportar su cena.



Han miraba con los ojos desorbitados a la extraña figura que estaba entrando en su Fenrir. Sus movimientos eran pausados y muy torpes, costándole horrores introducirse por la puerta o tan solo agacharse lo suficiente para ocupar el bajo asiento del deportivo.

- Tío… Ni de lejos te imaginaba así.
- Lamento enormemente decepcionarle, Parker…
- Llámame Han.
- Muy bien, Han. – Respondió el pasajero, respirando pesadamente en cuanto hubo ocupado su asiento. – Usted llámeme Fixer, por favor. No creo que tarde en averiguar mi nombre, aunque me gustaría posponer ese momento todo lo posible. Ahora, tenga la amabilidad de contarme… ¿Qué pasa?
- ¿Eso es comida? – Dijo el piloto, señalando hacia la bolsa que tenía su pasajero en el regazo.
- Si: Mi cena.
- Espero que esté bien cerrada.
- ¿No puedo suplicar por un viaje tranquilo? – Fixer no había olvidado ni un solo segundo de lo que había visto en miles de cámaras de seguridad y reportajes informativos censurados, acerca de la terrorífica destreza de su chofer. De hecho, no podía dejar de recordarlo ahora mismo.
- No. Pero tendremos que ser discretos, así que sin alardes. – Dijo mientras comprobaba el tráfico. - ¿Cinturón?
- Oh, ah, si… - El pasajero encontró al fin el modo de abrocharlo sin soltar la comida. – Y ahora… Cuéntemelo todo.

Han tardó un rato en empezar a hablar. Al principio se limitó a conducir envuelto en un silencio taciturno, dejando que el ruido del motor cubriese su aislamiento. Mientras tanto, su pasajero iba preocupado, con una mano bien firme sobre su bolsa llena de envases y la otra fuertemente sujeta a la agarradera que había sobre su puerta. Esquivaba a los demás conductores, cada vez menos lentos, y cada pocos minutos se veía obligado a soltar el acelerador un buen rato para no llamar la atención más de lo que lo estaba haciendo ya. A su lado, Fixer contuvo una tras otra varias imprecaciones, dejando al piloto avanzar en silencio. Cada vez estaba más preocupado ante la posibilidad de verse envuelto en una escena de tensión sin ningún modo de sobrevivir.

- Se ha vuelto loco, tío… - Fixer en principio buscó algún patrón raro en los demás conductores, pero no tardó nada en darse cuenta de quien le estaban hablando. – Está loco, pero a la vez es perfectamente comprensible, lo que hace que me pregunte si no estaré loco yo también.
- Es posible, Han. – Respondió el hacker. – Al fin y al cabo, aún es pronto para que usted empiece a congeniar con sus captores. Por favor, cuéntemelo desde el principio. – Han lo miró en silencio, medio segundo, como si le costase entender que quería decir.
- Claro… Desde el principio… - Se rascó la mandíbula con los nudillos, antes de responder. – Rolf debe de haber descubierto algo. Algo de Kurtz y de Paris, y lo suficientemente gordo como para que intentase matarnos.
- ¿Usted sabe de qué se trata, Han? – Interrumpió Fixer.
- Bueno… Soltaste mucha mierda en el hospital, pero ha llovido desde eso. No se que pensar.
- Ha dado usted cerca. – Sonrió el pasajero, conteniendo una leve tos. – Por favor, aminore. Necesitamos tiempo para ir preparados.
- Bien… El tema es que Kurtz esperó a Rolf. Nos dijo que le iba a sacar todo y luego se ocuparía de él. Lo hablamos y decidimos que era lo mejor. Habíamos sobrevivido de suerte, y no podíamos arriesgarnos a que se nos acabase. Hasta ahí todo lógico y bonito. El problema es que Rolf debió decir algo a Kurtz que le hizo ponerse en plan inquisidor. Ahora quiere la base de datos de la que salió todo y leer el informe por sí mismo o nos podemos dar por muertos. Los tres… O los cuatro.
- No es ilógico que el señor Kurtz se pusiese así, si no sabía lo de Barans. – Murmuró Fixer.
- Yo no me olvidaría de que Kurtz, Paris y yo vivimos solo porque Rolf falló los tiros.
- Por supuesto, lo estoy teniendo en cuenta, pero déjeme decirle, Han, que los mayores secretos oscuros los tienen Kurtz y Paris. Rolf es un asesino a sueldo, hedonista y algo chabacano para mi gusto, pero de las conversaciones que tengo grabadas, todas las cartas están a la vista.
- Pues entonces, deja de decirme que no hay, tío. Dime que es lo que si hay. – El Fenrir paró al lado del aparcamiento que había alrededor de un restaurante en carretera, a unos doscientos metros del peaje del túnel que descendía hasta los suburbios. Fixer jugueteó con sus propios dedos, moviéndolos nerviosamente. Lucía unos cuantos anillos que recolocó con milimétrica precisión mientras organizaba sus ideas.
- Bien: Escúcheme atentamente, señor Parker. – Dijo recobrando la seriedad, mientras abría el portátil y empezaba a abrir carpetas protegidas con contraseñas de alta seguridad. – El señor Kurtz es un veterano de Wutai. Primero la doscientos ochenta y ocho aerotransportada, y luego la noventa y nueve fantasma. ¿Ha oído hablar de estos escuadrones?
- En mi vida.
- La doscientos ochenta y ocho se ocupa de tareas bastante típicas de la infantería: Saltar tras las líneas enemigas y molestar mientras ganan tiempo para que el grueso principal del ejército pueda llegar para apoyarlos. La noventa y nueve ya es otro tema distinto: Para empezar, no existe. Hay rumores acerca de formas de guerra sucia que Shin-Ra usó en Wutai, pero no hay pruebas, no hay datos, no se sabe nada.
- ¿Y entonces como sabes…?
- Porque siempre hay registros. Siempre quedan datos al borrar, y siempre queda algo que recuperar si se sabe como hacerlo, Han, pero esa es mi magia particular, igual que la suya es… Volar. – Sonrió con complicidad. – La noventa y nueve fantasma podría haber ganado la guerra por sí misma, con sus ataques a suministros, sabotajes o asesinatos. Sin embargo, SOLDADO como fuerza de choque heroica daba mejor impresión de cara al mundo.
- ¿Y Kurtz sigue ahí?
- No, la noventa y nueve no ha vuelto a hacer operaciones desde el asesinato del general Tenkazu, de nombre en clave “sol poniente”. Sus miembros volvieron y se ganan la vida de formas distintas. Hay algunos en Turk, otros en el sector privado y otros se han incorporado a la vida civil. De todos modos, se mantienen sus registros. Lo más curioso es que ninguno conoce el nombre ni el rostro de sus compañeros.
- Es raro… ¿Y Paris?
- Aquí llega lo problemático: Incluso mi información sobre Barans es incompleta, pero al menos se que no es Barans, sino Balance. – El piloto alzó una ceja, reprimiéndose las ganas de interrumpir. – Casi no hay nada al respecto, pero por lo visto Shin-Ra intentó varios proyectos para recuperar algo. Una estirpe o algo, no hay información al respecto, más allá de algunos escuetos memorándums. El señor Balance, o Paris Barans, como lo conoce, apareció de la nada junto a una hermana, en casa de una amable señora llamada Alaina Lys-Carrol. El epítome de la “viejecita afable”.
- ¿Hermana? – Esta vez no pudo contenerse.
- Gemela, muerta hace año y medio. – Han apretó los dientes, como si prestase sus condolencias al asesino, pese a encontrarse este ausente. - ¿Alguna pregunta?
- ¿Paris ha trabajado para Shin-Ra, o hecho algo alguna vez?
- Nada. Nunca. Al menos, no según mis registros, y puedo asegurar que sería imposible encontrar unos más exhaustivos.
- Entonces, no hay razón para todo este fregao de mierda… - Suspiró el piloto.
- Así es, suponiendo que Kurtz se conforme con esto. Shyun Tsuun Foo Aang acaba de entrar en su sexto mes de embarazo. Toda esa paranoia defensiva no deja de ser comprensibl… - El piloto abrió la puerta de golpe y salió del vehículo, rodeándolo y abriendo la puerta del copiloto. - ¿Qué pasa?
- Levántate, Fixer. Ahí tienes la parada de taxis. – Lo sorprendió Han. – No voy a hacerte la putada: No voy a entregarte al verdugo por que sí. Me llevo tu portátil y le enseñaré todo al turco. ¡Si no le gusta, que le jodan!
- ¿Y usted, Han? ¿Va a ir al matadero sin rechistar? - Fixer estaba confundido. Llevaba desde que recibió la llamada del piloto buscando la forma de apaciguar a Kurtz, sin encontrar ninguna idea que le sirviese y ahora iban a dar la cara por él. En ese momento, sintió que había acertado al elegir a que grupo apoyar. Solo quedaba que ellos también se diesen cuenta.
- Tío… Deja de tratarme de usted. Te debo algunas por la última carrerita, ¿no? – Sonrió, aunque tras la seguridad de su gesto se veía claramente la resignación. – Coge tu cena, ve a casa y espera a tener noticias nuestras, ¿vale? ¡Y disfruta eso!

El hacker lo miró en silencio, sintiendo un leve momento de debilidad. ¡Él no estaba hecho para estas escenas de hermandad masculina! Tragó saliva, despacio, y se dio media vuelta mientras rebuscaba en la bolsa. Han podía oírlo respirar pesadamente mientras lo hacía, y esperó en silencio. Esperaba sinceramente que la situación no fuese para tanto, pero la verdad era que tal y como estaban las cosas, no podía saberlo. Entonces Fixer se volvió, tendiéndole un envase de plástico lleno de comida. Su superficie transparente cubierta de vaho indicaba que esta aún estaba caliente.

- Toma, Han. Disfruta tú también de tu cena: Faisán con salsa de trufas de Kalm. – El piloto alzó las cejas, sorprendido.
- Vaya, gracias… - Dijo mientras lo tomaba. Al hacerlo, se sobresaltó al notar el frío plástico de una pistola bajo el envase.
- Encuentra la forma de seguir volando, amigo mío. – El piloto asintió en silencio.
- A ver…