lunes, 24 de diciembre de 2007

100. EVENTO ESPECIAL

El gato volvió a respirar.

A su lado, el surco dejado por la rueda de moto al pegar el frenazo seguía emitiendo calor, pero la máquina ya se había ido entre improperios de su piloto.

-¿Seguro que conoces el camino? Esto no parece un atajo...
-Lo es, ¿vale? Puede que hayas dado la puta vuelta al mundo, samurai, pero el sector 7 es mi territorio, y el cementerio de trenes es mi jodido campo de juegos.
-Ya veo... – Comentó con sorna el pasajero, mientras se agarraba más fuerte a cada nuevo balanceo de la moto.
-Esto es por el peso extra. Normalmente no suelo llevar a nadie de “paquete”.
-Vaya... No consigo imaginarme por que.


La motera estaba poniendo el candado a la rueda trasera, mientras el joven al que había llamado samurai la esperaba abriéndole la puerta del local, mientras una mujer de mediana edad y hermosos rasgos orientales salía. Al lado de esta, un cartel anunciaba la reinauguración del pub al que estaban entrando: La Highlander Tavern reabría sus puertas celebrando un concierto de los Rooftop Ravens, prometiendo una noche entera de clásicos del rock, oferta de 2x1 en primeras marcas y concurso de bebedores de cerveza. Liam, el dueño, se había retirado ya: Sobrevivir a 20 tiroteos es suerte, dijo, intentarlo con el 21 es estupidez. Ahora regentaban el local sus sobrinos, los gemelos Aiden y Garth, pelirrojos, peleones y carismáticos, como lo había sido su tío en su juventud. Dos melenudos amantes del heavy metal competían con un mastodonte pelirrojo de sonrisa fácil y aspecto peligroso y cerveza negra en la barra, mientras una delgada mujer vestida como ellos los miraba sus vasos con gesto de desagrado, mientras la música sonaba y los brindis se gritaban una y otra vez. El local estaba totalmente atestado. Una mujer trajeada, acompañada de un inmenso hombre de color seguía con la vista entre la multitud una melena rubia, antes de verse interrumpida por el resto de trajeados: Un cuarentón de aspecto tranquilo e impasible acompañado de un joven agresivo de gesto confiado. Una mujer de treinta y tantos, morena de mirada glacial completaba el grupo, que disponía de un cierto hueco entre la multitud gracias a sus uniformes.
Los recién llegados se sentaron a la mesa con un gigantón barbudo, cuyo pelo cada vez más largo estaba sujeto con una pañoleta. Con él había un hombre bajito, de aspecto desaliñado, sentado al lado de una rubia espectacular que hacía compañía a un joven apuesto, de ojos verdes con la oreja mutilada, cuya mirada se había desviado temporalmente hacia otro hombre, al que dudaba si reconocía o no. Este estaba sentado en la barra, trasteando con un reproductor mp3 y un portátil, pero no se había llegado a sentir observado.
Un chaval joven, de pelo largo, no paraba de parafrasear a un difunto poeta/estrella del rock, mientras él y otro mayor que él de gestos estrafalarios, contemplaban la libreta de dibujos de una mujer que a todas luces había copiado su peinado a algún personaje de dibujo animado, acompañada de otra que opinaba con un gracioso acento.
Los primeros compases de una pieza clásica de rock empezaban a inundar el ambiente, con algún que otro coro por parte de un dúo de jóvenes de aspecto cuidadosamente desaliñado que alzaban sus cervezas en el piso superior del local, mientras miraban sobre la barandilla a otro, unos cuantos años mayor que ellos, que llevaba unos cuantos libros de ciencias, debatiendo algo con una rubia impresionante, cuyo pelo le caía justo donde se centraban las miradas de los precoces cerveceros: El final de la espalda.
Un hombre mayor, de expresión severa y tranquila salía del baño, chocando con otro más joven, que se disculpó inmediatamente. Dijo no mirar por donde iba por estar atendiendo a algo que le comentaba en ese momento su mujer, sentada en una mesa contigua, tras la que dos adolescentes pasaron, para subir al piso de arriba a unirse a los que se deleitaban en las curvas de la rubia. Uno de ellos se quejaba, molesto por las acusaciones de ser comercial al grupo del que llevaba una sudadera por parte de los heavys que se habían adueñado de la barra del local, pero su amigo aun era incapaz de dejar de reírse de ello. El ruido de cristales rotos hizo detenerse a dos jóvenes más, un adolescente y otro entrado en la veintena rubio y vestido con gabardina, cuyo debate sobre artes marciales había pasado a una demostración amistosa entre ellos, pero que a la camarera que derribaron por accidente le hizo poca gracia.En medio del bullicio, Liam veía con orgullo como sus sobrinos habían logrado llenar el local, quizás gracias a las camareras, que paseaban sus bandejas entre las mesas, y su prenda más destacada era una especie de falda, que de no ser tan corta y ceñida, se le podría llamar kilt. Una de ellas, la que parecía más novata, se quejaba por el humo del local, especialmente cuando pasaba al lado de la mesa del tío de la gabardina sucia, que prácticamente encendía cada cigarrillo con la colilla del anterior. Sus dos compañeras de mesa, una gótica y una mujer morena, de aspecto tímido, ya parecían acostumbradas, pero la pobre camarera casi se desmaya. No cayó al suelo gracias a la rápida intervención de una mujer madura, de mirada profunda, que la agarró a tiempo, mientras miraba alrededor desde su mesa, en una esquina de la planta superior, que le daba una gran panorámica del local.

Una breve introducción de piano, de una canción melancólica se vio acallada bruscamente por el botón de stop del reproductor musical marcó un cambio en el ambiente que silenció algunos murmullos. La multitud, intrigada y ansiosa, concentró sus miradas en la barra del bar, donde Aiden golpeaba una maza medieval contra un escudo, llamando la atención del público para que su hermano Garth se pudiese dirigirse a ellos: El concierto que habían venido a ver iba a comenzar inmediatamente. Su anuncio fue respondido con vítores, alabando al nuevo local, a la bebida, a las camareras y a la madre que los parió a todos, en un ambiente distendido y festivo. Se habían abierto las mejores botellas de brandy, whiskey, bourbon y vodka, y la cerveza se contaba por barriles vacíos. Aiden seguía calentando los ánimos, caminando sobre la barra, con la maza en una mano y una jarra de cerveza en la otra, con la que propuso un brindis para todos, en honor a los años que había durado la antigua Highlander Tavern, propiedad de su familia durante 4 generaciones, con algunas de ellas presentes. Garth blasfemaba y maldecía a su hermano, que se divertía y brindaba mientras él se veía obligado a llenar vasos, pintas y jarras a la velocidad del sonido, y para colmo todos ellos parecían vaciarse aún más rápido. El karma se cobró su parte cuando Aiden resbaló, desplomándose tras la barra. Las risas llenaron el local, mientras Liam gritaba un sonoro “¡Trabaja!” que añadió más combustible al ambiente.

-Ahí tienes un adelanto del pago... – Dijo Garth a uno de los heavys que hacían servicio de barra, alto, de melena negra y ojos oscuros. Se saludaron con un apretón de manos, mientras una de las camareras le ofrecía una cerveza. – Ahora destrózalos.

Las risas seguían, mientras Aiden se levantaba. Desafiando a cualquiera que se atreviese a bailar con él sobre la barra y no morir en el intento. Fueron muchas las voces que respondieron a su reto, algunas bravatas, y otras dispuestas a todo. Mientras el tabernero elegía a la más guapa para tener contrincante, un trueno tocado con la guitarra irrumpió en el local, adelantándose al rayo. Un riff agresivo y rápido acompañado de bajo y batería que centró en el escenario toda la atención, mientras la guitarra, negra con detalles en dorado, subía el tono de su aullido hasta un armónico para luego bajar en una sucesión de notas rápidas hasta quedar el local entero en silencio. La multitud, cogida por sorpresa, dudo a la hora de empezar a aplaudir, pero la banda no hizo concesiones. Inmediatamente empezó con los acordes de un clásico de rock, solenme y poderoso. El público coreaba: “While the sun hangs in the sky... And the desert has sand…”. La canción, clásico célebre de una banda disuelta años atrás, unía a todas las voces de la Highlander Tavern, altas, bajas, discordantes o histriónicas, mejor o peor afinadas, en una sola. Liam lo negará mas tarde, pero le emocionaba ver que el local que había heredado de su abuelo seguía vivo, en cada tablón del suelo, en cada mesa, en cada vaso y en cada pared, latía de nuevo, como la primera vez que se colgó el cartel de abierto. Las camareras habían dejado de servir copas, porque estaban cantando con la multitud. Puede que algunos no conociesen la canción, pero unían su voz al coro, ansiosos por formar parte de la comunidad. La taberna había sido siempre eso: Era un espacio pequeño, y su cuerpo era de madera, acero y cerveza, pero su alma era toda la gente que la había pisado. Liam la creyó perdida con el último tiroteo, pero ahora que sus sobrinos llevaban el testigo, sabía que la taberna perduraría. Cuando la canción acabó, la voces no se callaron. Gritos y silbidos atronaban junto a los aplausos, y la cerveza volvió a fluir, como si el tiempo se hubiese detenido y ahora volviese moverse. El grupo estaba a tono, dispuesto a hacer saltar el techo del local, y la placa de Midgar si fuese necesario. Rápidamente, ajustaban sus pedales de efecto, mientras el cantante aprovechaba para aligerar un poco la cerveza, cortesía de Garth, y se dirigió al público, para ganar algo de tiempo para sus compañeros.

-Bueno, gente... Y vosotros también, Aiden y Garth. Somos los Rooftop Ravens, y estamos aquí por que esos dos de allí usaron todo su ingenio y cerveza para convencernos y que tocásemos hoy aquí. La verdad, no les habría costado, pero nos hicimos los duros solo para ver cuanta cerveza gratis éramos capaces de conseguir. – Cuando las risas se apagaron, el cantante prosiguió. – Por desgracia, los muy astutos nos conocen demasiado bien, ¡pero aún así logramos la suficiente para proponer un brindis por la Highlander!

-¡Brindar y no beber, siete años sin joder! – Gritó Garth, mientras la multitud se unía a él en un trago largo e intenso de licor.

- ¡Garth, con lo que bebemos, no viviremos tanto! Aun así, quiero saludaros a todos, conocidos y desconocidos, por estar hoy aquí. Algunos vinisteis por la fiesta y estáis descubriendo el mejor local que veréis en vuestra puta vida. Otros sois parte del mobiliario, y habéis estado aquí en lo mejor y lo peor, siempre con un trago para animar el espíritu y seguir adelante. Algunos estuvisteis y no habéis vuelto, y otros están a punto de cruzar esa puerta. Con todos vosotros, alzo mi copa y brindo: ¡Por cien años más de Highlander Tavern, y por teneros a todos aquí en todos los días que esos años duren!

99.

Hoy sería un nuevo día.

Shinyoru se deperezó lentamente, bostezando con parsimonia y estirando su cuerpo. Anoche un borracho había tirado de golpe los cubos de basura del callejón por donde solía pasar y la había asustado, desvelándola por completo. El estruendo había sido de infarto.

Así pues, había dormitado hasta bien entrada la mañana, y si no se daba prisa llegaría tarde.

Se sacudió su corto pelo negro y comenzó a andar con tranquilidad. Le gustaba mucho ver despertar a los suburbios bajo la placa. Midgar no sería el paraíso, pero era su hogar, y si se la buscaba se encontraba su belleza.

Los ojos azul grisáceo de Shinyoru se dirgían una y otra vez a las gentes que iniciaan sus quehaceres por la calle. Bajo la placa siempre parecía ser de noche, o si acaso el atardecer, pero eso le gustaba. Era bonito ver las mil luces brillantes que iluminaban Mercado Muro, o las tenues farolas que trataban de apartar las sombras de las calles menos transitadas.

Cada persona era un mundo: la joven chica de la tienda, tan tímida, el viejo dueño del pub (cuya nieta le había regalado una golosina un día), la señora del carrito de la compra... ella les conocía, pues jamás olvidaba una cara, y conocía pequeños detalles que los diferenciaban a todos y cada uno.

De hecho, Shinyoru podría presumir de conocer muchos de los secretos de aquel bajo mundo. Podría, pero jamás lo haría, porque para ella no eran cosas importantes. Simplemente ocurrían ante sus ojos y ella los recolectaba. Al igual que otros coleccionan mariposas o cromos, Shinyoru era una feroz coleccionista de secretos y de rostros.

Sus pasos se dirigieron sin titubear hacia el Cementerio de Trenes, donde la esperaban sus amigos. A veces, para evitar que la multitud la estorbase en su ruta, caminaba sobre el borde de los muros, o sobre montículos de escombros y chatarra, pero ella era ágil y eso no suponía un problema. Incluso la divertía. Se lo tomaba como una carrera de obstáculos.

Mientras llegaba a su destino, fue pensando en cómo estaba cambiando el ambiente allí, bajo la placa. Cada día había menos tranquilidad y más misterios, eso sin contar con todos aquellos que teñían de sangre los suburbios. Ella había sido testigo de muuuuuuuchas de estas actuaciones, sin ir más lejos, la que vio ayer en el callejón. Pero, al menos para Shinyoru, aquello era una molestia menor.

La curiosidad la había llevado a preguntarse por qué ellos mataban: la niña trcolor, el joven rubio, el hombre de las tarjetas... de algunos sabía el sentimiento que los impulsaba, de otros lo ignoraba todo excepto su cara. Shinyoru se planteaba seriamente empezar a coleccionar aparte los rostros cuyas manos estaban manchadas de sangre. Coleccionista de asesinos. Aquel pensamiento la hizo reírse para sus adentros.

Finalmente se encontró en la derruída zona que antaño había sido una estación concurrida, y se paseó por los viejos vagones de tren, encaramándose a ellos cuando le hacía falta. A los lejos, por otro callejón, se divisaban cuatro figuras menudas correr hacia un claro entre las ruinas. Una de las figuras era realmente rara, como con dos cabezas y el doble de corpulenta que sus compañeras. Aún así les sacaba una ventaja de cerca de tres metros.

- ¡Espérame, Segu!- jadeó un chiquillo, carente de aliento, que venía corriendo tras otro chaval.

- ¡Te falta entrenamiento, Shindo!- rió Segu, deteniendo su carrera. Llevaba a caballito a la pequeña hermana de ambos, Nadeshiko, que sonreía alegre mientras azuzaba a su hermano.

- Seguuuuuuuuuu...- protestó Shindo, en tanto que su mejor amigo, Maxie, le daba unas palmadas en el hombro a modod de apoyo.

- Menos quejas... ¡y vamos a jugar!- saltó Rika, la prima de Maxie.

Viendo acercarse a los pequeños (el mayor de los cuales no pasaba de los doce años) Shinyoru sonrió alegre.

- ¡Mirad, ahí está!- gritó Nadeshiko, señalándola.

Realmente, para ella aquellos asesinatos no tenían importancia, aunque conociese las caras de los asesinos. ¿Eso qué más le daba? No era como si lo fuese a contar a nadie.

- ¿Vienes de nuevo a jugar con nosotros, gatito?- preguntó Maxie.

- ¡Miau!-

Y con un brinco, la gata callejera se unió a los niños.

Sí, hoy era un nuevo día, pero igual que los anteriores. para la gata Shinyoru sería un día feliz.

98.

Blakerdan corría atropelladamente por las calles de Midgar, sin fijarse bien en qué lugares recorría o a dónde iba. Tampoco es que lo hubiera pensado mucho, y únicamente lo que hacía era tropezar y realizar movimientos ondulatorios por la calle: John Blakerdan estaba borracho perdido.

Tras varias copas de “Anís del molbol”, un poco de absenta para calentar el cuerpo y un par de tragos más de dios sabe qué, era sorprendente que aun pudiera sostenerse en pie, y mucho más increíble que pudiera correr, aunque fuese de manera tan atropellada. Acababa de salir de un bar de mala muerte en el cual se había organizado una trifulca, durante la cual un tipo vestido con vaqueros y chupa negra había comenzado a disparar y rajar a todo el que pillaba. Johny (como a él le gustaba que le llamaran) se había salvado gracias a que en esos momentos se encontraba tirado por el suelo y pudo deslizarse hasta la puerta mientras el grandullón se enzarzaba en golpear al viejo camarero. En cuanto estuvo en la puerta, se levantó de golpe y comenzó a correr, tratando salvarse.

Chocó contra unos cubos de basura bastante llenos, tirándolos y esparciendo su contenido por la calle y cayendo él mismo al suelo. Se levantó con gran dolor en la cabeza, y observó su aspecto en el cristal de un escaparate. A pesar de tener solamente 22 años, su cuerpo ya se encontraba como el del más anciano: la bebida había arruinado su vida, confiriéndole un aspecto descuidado, además de dañándole seriamente el hígado y el sistema cardíaco. También le había causado demasiadas deudas económicas, y solo le permitía llevar su vieja sudadera azul, roja y blanca con capucha, bajo la cual llevaba una camiseta azul de tirantes, y un pantalón de chándal acorde con los colores. Su pelo, corto y rubio, y su cara joven y atractiva, ahora se encontraban manchados de barro y cubiertos por una raspa de pescado y restos de algo que no conocía, pero que tenía un color verdoso y tacto repugnante. Limpiándose un poco, comenzó a sentir sus tripas revolverse tras semejante carrera por medio sector, y se adentró en un oscuro callejón que había junto al montón de basura y desperdicios.

Un líquido amarillento acompañado de sonoras arcadas comenzó a extenderse por el charco que la lluvia artificial había ocasionado esa mañana sobre el sector 4. Tras expulsar el contenido de su estómago, su cabeza comenzó a despejarse un poco. Fue entonces cuando se dio cuenta de algo importante.
A su espalda, en el fondo del callejón, había dos figuras, una sujetando a otra por el cuello. La persona sujetada era una mujer de aproximadamente 30 años, desnuda completamente y con el cuerpo lleno de heridas. Por otra parte, las sombras impedían reconocer completamente la cara de la otra persona, aunque podía averiguar que era un hombre alto, con una gran gabardina o algo que se parecía mucho. En su otra mano, llevaba algo que parecía un gran cuchillo de caza, que fue levantando hasta llegar al pecho de la mujer. Seguidamente, lo clavó y comenzó a rasgar la piel como si escribiera o dibujara algo.

Asustado, Johny comenzó a caminar de espaldas, tratando de alejarse. Había oído hablar de aquel hombre, del nuevo asesino en serie que acechaba la ciudad. “Blooder”, “Bloodman”, o algo así era como le llamaba la prensa, en honor a sus asesinatos sangrientos y macabros. “Tengo que salir de aquí mientras pueda” pensó Johny, “No puedo hacer el más mín…”. Acababa de tropezar con otro montón de basura, y no pudo más que gritar:

- ¡Ay! Jodidos cubos de mierd…

Instantáneamente enmudeció, acordándose del asesino. Este se giró, e inmediatamente dejó caer el cadáver de la joven. Johny Blakerdan estaba asustado, el hombre se había girado hacia él, y con el cuchillo en la mano, dio un paso al frente. Johny sintió que sus pantalones de pronto pesaban más, y sintió el súbito terror que produce la cercanía a la muerte. De pronto, el hombre ensombrecido comenzó a correr en la dirección contraria a la que estaba Johny. Algo cayó de sus bolsillos, pero no se detuvo a recogerlo; fuera lo que fuera, se abrió y esparció algo por el suelo. Sin detenerse a mirar, Johny comenzó a correr, continuando con alguna ”S” accidental debido al mareo, hasta el puesto de SOLDADO más cercano. Entró atropelladamente, y comenzó a gritar a un miembro corpulento:

- ¡Dios mío! He visto a ese tipo… “Bloody Mary”, o “Bloodico”… ¡O cómo sea que le llamen al tipo ese!!! – dijo Johny entrecortadamente, salpicando de saliva la caja de rosquillas abierta que había encima de la mesa
- Aggh… Te apesta el aliento a alcoholazo del malo. Creo que deberías pasarte la noche encerrado en un calabozo, hasta que se te pase la mona.
- ¡Pero es cierto! ¡Vi al tipo ese que busca todo el mundo, al asesino en serie! ¡Qué nos caiga encima una piedra enorme del cielo si miento! Se lo puedo demostrar, está a tres manzanas de aquí y… ¡Oiga, suélteme!

Mientras dos soldados más delgados le arrastraban, el corpulento volvió a afanarse en leer su periódico mientras devoraba a conciencia las rosquillas salpicadas por las babas y el anís.

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A la mañana siguiente, un furgón patrulla de SOLDADO se unía a un par de coches de Turk en un callejón oscuro del sector 4. De nuevo, el asesino había actuado.

Nuevamente, se habían reunido las personas encargadas de la investigación: Jerry McColder y el soldado de 2ª Jonhson.

- ¿Qué tenemos esta vez? – preguntó el detective mientras encendía un cigarro con un paquete de cerillas.
- Mujer blanca, de aproximadamente 30 años. No se ha encontrado su tarjeta de identificación, así que no sabremos nada de ella hasta que no la llevemos al depósito. A su alrededor, hemos encontrado esparcidos un paquete lleno de dedos de niños; esta vez había traído nueve en total. Había grabado sus iniciales en los pechos de la joven, y todo indica que iba a seguir su “modus operandi”. Según parece, fue interrumpido por un joven que estaba vomitando en el callejón.
- ¿Dónde se encuentra el joven ahora mismo?
- Está detenido. Anoche iba completamente ciego, había bebido más de la cuenta e iba gritando incoherencias, según el propio vigilante. Al parecer se enfadó cuando le escupió sobre el almuerzo…
- Que le mantengan detenido un par de días más. De momento, es el único que puede ayudarnos a atraparle: es el único que ha sido capaz de verle y hacerle huir. Nos ha ayudado a encontrar puntos débiles del asesino.
- Al a orden, señor – Dijo Jonson, y acto seguido se encaminó al furgón traspasando el cordón de seguridad.

Le habían visto, y había huido. Jerry sonrió para sus adentros, estaba un paso más cerca de encontrar al asesino.

97.

Ascer vio como la joven se iba del edificio a toda prisa, cogiendo un taxi, apurada posiblemente por algún problema de pareja. Dio un hondo suspiro. Odiaba Midgar y no quería tener que pasar mucho tiempo allí, pero su humilde origen no le permitía salir de allí y dirigirse a otro lugar cualquiera, sino tener que hacer trabajos que odiaba, tales como dar palizas a otros, robar o incluso, asesinar…

Aquello se tenía que acabar pronto, tenía que encontrar un buen trabajo, pero no podía, ya tuvo demasiados incidentes con la justicia, y nadie le permitiría entrar en su negocio a alguien como él. Su aspecto era el de un hombre delgaducho con el pelo enmarañado, inofensivo aparentemente, de unos veintidós años, pero en realidad era un arma de matar. Sí, tenía bajo su gabardina dos pistolas glock de 9 milímetros, por si algunas cosas se ponían feas durante el transcurso de sus trabajos, y una navaja en el bolsillo del pantalón vaquero “por si las moscas”. Apenas rozaba el metro ochenta de estatura.

Estuvo deambulando un buen rato por todo el sector, como era de costumbre, a aquellas horas de la noche casi nadie paseaba por las sucias y destrozadas calles de Midgar. Finalmente entró en un pequeño bar, desierto a primera vista, con la mayoría de las sillas tiradas por el suelo y algunas mesas rotas. Arqueó una de las cejas, una pelea posiblemente. El mostrador de detrás de la barra estaba con todos los vasos y botellas rotas, aquello no pudo ser una simple pelea de borrachos. Se llevó una mano a la navaja del pantalón, mientras la soltaba de su funda hábilmente. La puerta que daba a la trastienda estaba abierta.

Entró dentro, estaba completamente a oscuras, aunque unas pequeñas escaleras separaban el suelo de uno y otro piso. Oyó un tosido delante de él. Buscó el interruptor tanteando con las manos la pared. Finalmente pudo encontrarlo, lo apretó y una tenue luz se materializó en la bombilla que estaba en el centro de la bodega. Pudo ver una serie de barriles, luego un pequeño estante donde podría encontrarse con unas pocas botellas de vino. “¿De dónde narices vino el dichoso tosido?” Pensó para sus adentros, mientras bajaba las escaleras.

Dobló la esquina hacia la derecha, un hombre mayor, de unos cincuenta años estaba tumbado en el suelo con el rostro ensangrentado y con múltiples moretones, con un cuchillo militar clavado en un brazo.

Acudió a socorrerlo mientras se aseguraba que nadie más estuviera allí. El viejo abrió los ojos y volvió a toser.

-¿Qué ha pasado?-Preguntó Ascer.-¿Quién le ha hecho eso?

-E… él…-Dijo tartamudeando.

-¿Él quién?-Preguntó de nuevo

-E… el…-Levantó el brazo que tenía sano y señaló hacia atrás del asesino. Los ojos del anciano rebosaban de terror, por lo que Ascer se dio la vuelta, pero no había nadie.

-Viejo, aquí no hay nadie. Pero nadie, nadie.-Dijo mientras se intentaba fijar. Su sexto sentido le empezó a sugerir que abandonase aquel sitio. A pesar de estar completamente desprevenido, pudo esquivar un cuchillo que se dirigía hacia él, clavándose en un barril.
Una sombra se materializó detrás de todos los barriles, era casi tan alto como él, y un hombre de cabello del color de la sangre apareció por allí detrás. Iba vestido con pantalones vaqueros y una chupa de cuero negra, con una colt en la mano izquierda.

-Yo de ti abandonaba este lugar, chaval.

-Déjame que lo piense, Lais… No.-El hombre arqueó una ceja mientras reía:

-Venga ya Ascer, no seas ridículo, sabes que si me desafías no sales vivo.

-Sí, pero bueno… ya sabes lo que opino de estas cosas. Sacó ambas pistolas de debajo de la gabardina y empezó a apuntarle:-Te lo aviso, en dos años cambian muchas cosas.

-Sí, y tanto.- Levantó la Colt apuntando:- Pero por mucho que hayas mejorado seguirás muriendo.

-¡No lo creo!-Gritó exaltado mientras se ocultaba detrás de uno de los barriles y Lais empezó a disparar. Ninguno de los tres tiros le había dado por suerte, empezó a oir los pasos del asesino en su dirección. Se dejó al descubierto y disparó con ambas pistolas a la vez. Un tiro le dio en la pierna al asesino, mientras que el otro fallaba. El balazo desequilibró a Lais y lo hizo caer al suelo, mientras pegaba de nuevo un disparo. Tanto por el desequilibrio, tanto por la caida, erró el tiro. Con una sonrisa de satisfacción en la cara, Ascer se acercó a Lais y le dio una patada a su pistola, dejándolo indefenso.

-¿Ahora qué? ¿Eh?- El hombre no parecía asustado en absoluto, más bien tranquilo.

-Haz lo que tengas que hacer, chico.-Con toda la frialdad que pudo, Ascer disparó con la pistola derecha, acertándole al asesino en la cabeza, dejándolo sin vida.

-Lo siento Lais, pero como me dijiste hace años, hay sitio para uno solo.-Fue a ayudar al anciano, pero ya había muerto desangrado. Escupió una maldición mientras se escabullía del antro lo más rápido y discretamente que podía.

Aquello estaba decidido, y las cartas echadas, tenía que ejercer el oficio de asesino a sueldo.

96.

Hombres y animales estallando en llamas. El titular de las noticias de la noche traía recuerdos incómodos a Aang, y de su aldea, en Wutai, en la provincia de Hanado. Allí la guerra había mostrado su cara más devastadora, entre los gases, la materia, los cadáveres, la desesperación y la continua lluvia de NAPALM. Jonás no había vuelto aún, lo que la dejaba sola en una ancha cama de matrimonio, donde las pesadillas la habían encontrado desamparada e indefensa.
En sus sueños, caminaba por las profundas selvas de Hanado, entre un estruendo infinito de explosiones, disparos, gritos de dolor y llanto. Pocas cosas eran capaces de hacer llorar a un hombre adulto, y esto hacía que ese sonido fuese aún más estremecedor. Era como si la esperanza se hubiese acabado en el mundo, solo por el hecho de distinguir ese sonido sobre los demás. A su alrededor, un pelotón de Shin-Ra y otro de sus compatriotas cruzaban disparos, órdenes, amenazas y maldiciones. Gritaban, y lloraban, sollozaban y reían con el abandono de maníacos. Estaban ocultos en la niebla, y cubiertos de camuflaje, pero Aang era capaz de verlos a todos y cada uno de ellos, y reconocer sus facciones. Ignoraba como, pero al verlos, era capaz de discernir cada rasgo: Cicatrices de la infancia, arrugas de preocupación o de sonrisas, o si tenían los ojos de su madre o la barbilla de su abuelo paterno. Sabía hasta la historia que contaba cada gesto. Sabía de memoria cada carta que llevaban encima, recibida de sus familias, novias o amigos, como si le hubiesen sido leídas en alto. Era un sueño extraño, mientras las balas y esquirlas de metralla volaban a su alrededor sin rozarla. Ella era consciente de que iban a velocidades increíbles, pero aún así, en su sueño era capaz de verlas volar. Sabía a quien le iba a dar cada impacto en el momento en que la bala era disparada. Cuando se giraba para ver quien sería la siguiente víctima, sus miradas se cruzaban, y en los ojos de Aang, los soldados señalados descubrían la inminencia de su propia muerte... Y la miraban con pena. Algunos se resignaban, y otros se desesperaban. Nadie permanecía indiferente. Uno incluso intentó evitar su mirada, pero en el último segundo los nervios lo traicionaron, y de reojo, encontró su fin. Aang no podía hacer nada. Vio niños. Chavales curiosos, temerarios e ignorantes del peligro que corrían allí ocultos entre la maleza. Uno de ellos tenía una pistola, y el resto registraban cadáveres en busca de armas. Aang los observaba con tristeza, consciente de que la guerra destrozaría sus vidas para siempre. Más soldados que niños, para ellos la guerra era un juego. Las muertes a su alrededor los dejaban indiferentes, y las armas eran tan normales en su vida como lo debían haber sido sus juguetes o libros de texto. De repente, un gran estruendo llamó su atención. Ella no fue capaz de ver nada más allá de las copas de los árboles, pero reconocía el sonido de los bombarderos AR-12. Todos miraron hacia el cielo con temor, menos la pequeña pandilla de niños, que saqueaba indiferente los pertrechos de un soldado caído. Sobre sus cabezas, la fronda se apartó para dejar paso expedito a una gran negra bomba de NAPALM que descendía casi a cámara lenta. Aang corrió. Sus piernas le pesaban, y estaban agarrotadas, pero se obligó a correr e intentar salvarlos. Gritaba con todos sus pulmones, tan alto que la garganta y el pecho le dolían. Les gritaba una y otra vez que se pusiesen a cubierto, que iban a morir. Intentó cubrirlos con su cuerpo, pero la bomba cayó inexorablemente, sumergiendo la selva entera en un mar de llamas. Cuando se desató el infierno ante ella, pudo distinguir cada segundo de agonía de los chavales. Una niña que iba con ellos aferraba fuertemente una pistola cubierta de barro, mientras la carne se caía de sus huesos. En el suelo, abandonada, una muñeca de trapo se resistía a las llamas.
De repente, empezó a llover. ¿O era ella, que lloraba? Cuando se llevó los dedos a la cara, vio por el camino que estos estaban cubiertos de una lluvia sucia y grisácea en la que sus lágrimas derramadas brillaban como plata líquida sobre una mancha de aceite. No quería volver a mirar. Si lo hacía, si abría los ojos, esta pesadilla seguiría adelante, pero no podía hacer otra cosa. Las explosiones, los disparos y los gritos no cesaban, y la gente caía a su alrededor, por el fuego de los fusiles o las llamas químicas del bombardeo. Ella debía acompañarlos en su último viaje, aunque le doliese. No podía abandonarlos, a ninguno de ellos. Mezclando resolución y resignación formó un trago amargo justo antes de erguirse, mientras hombres en llamas y cubiertos de balazos seguían luchando a su alrededor, esperando a que ella les diese la última despedida. Aang no quería. Anhelaba salvarlos, pero no encontraba la forma. No se atrevía a despertarse, ya que entonces todos aquellos cuyos nombres e historias aún no sabría caerían en el olvido, sin nadie que los recordase. Todos estaban heridos. Envueltos en llamas o con el cuerpo destrozado por la metralla. Matándose entre ellos, con fusiles, granadas, bayonetazos y puñaladas. Con palos y piedras, incluso... Era siniestro, era terrible y parecía tan real.
En ese momento, solo un hombre permanecía ileso. Estaba detrás de un árbol, recargando su fusil, cuando una bala le acertó en el casco, haciendo que extrañamente se cayese en pedazos. Era joven, de cabello castaño y revuelto, aplastado contra su cabeza por el sudor y la lluvia. En esos momentos estaba amartillando su fusil MF22, mientras se llevaba una granada a la boca. La lanzó, causando la distracción necesaria para asomarse y atacar, posicionándose y abatiendo enemigos a cada disparo. Aang lo había reconocido, aún sin necesidad de ver su rostro: Era el cabo Jonás Kurtz, de la 244 aerotransportada.
Las cicatrices de su rostro estaban abiertas, y la sangre se derramaba oscura y sucia sobre su piel pintada con maquillaje de camuflaje, como si su alma estuviese corrupta y enfangada con el odio y la ira. Abatía a cualquiera que encontrase, sin importar que fuese hombre o mujer, niño o anciano. A cada disparo que hacía, un nuevo muerto. A cada baja confirmada, su uniforme de aerotransportado, poco a poco, se iba transformando en el negro mono de polímeros que vestía cuando sirvió como black opper, y una nueva cicatriz surcaba su rostro, vertiendo más sangre oscura. Era un demonio salido del infierno, cruel e imparable. Su llegada cambió totalmente las tornas de la batalla, a favor de un ejército de muertos de Shin-Ra. Con el presente, a los demonios extranjeros las balas les impactaban, matándolos, pero aquello no era suficiente para detenerlos: Los muertos se alzaban con gesto de estar sufriendo un dolor indescriptible, mientras un hombre enajenado los guiaba hacia la victoria.

-¡Su base está a pocos metros, soldados! – Dijo mientras aplastaba la cabeza de un enemigo. Aang no comprendía como podía ser llamado “enemigo” alguien que apenas había cumplido quince años, sin embargo, Scar rugía y reía, entregado al salvajismo y a la matanza por entero. – ¡A eme efe, chaval!¡No quiero prisioneros!
-¡Jonás! – Gritó ella, intentando agarrarle, pero él se adentraba más y más entre la maleza.

Sin dejar de gritar su nombre, la desesperada soñadora siguió al infernal pelotón a lo largo de unos cuantos kilómetros de jungla, hasta llegar a su aldea natal. Allí solo quedaban mujeres, niños y ancianos. Estaban esperando bajo la lluvia, en el centro del poblado, entre las cabañas devastadas, frente al edificio más moderno de toda la aldea: La escuela, convertida en un improvisado hospital de campaña. Al fondo, los campos de arroz aparecían pisoteados y sembrados de cadáveres.

-¡Sacad a Willie Pete, chicos! – Ordenó Scar a sus tropas, de entre las que varios soldados siguieron el ejemplo de su líder, tomando granadas incendiarias de fósforo blanco, que luego arrojaron en el interior del hospital, ante la silenciosa mirada de impotencia de los habitantes del pueblo. Los gritos aumentaron de intensidad por un instante, mientras las llamas consumían de forma rápida y brutal todo el edificio. El olor de la carne quemada se mezclaba con el nauseabundo pestazo del fósforo blanco. – ¡Rock’n roll!

La orden era clara y concisa: Rifles en modo automático. Esto iba a ser una carnicería. Mientras los soldados apuntaban, su líder avanzó hasta agarrar a un matrimonio de avanzada edad y sacarlo del grupo de aldeanos a rastras, amenazando a la mujer con un cuchillo táctico.

-Papa-san... Mama-san... Debéis de ser importantes, ya que sois los mejor vestidos de esta pocilga... – Lo eran: A Aang no le costó reconocer a sus padres. Parecía que Jonás los conociese, aunque en la realidad nunca se habían visto. O al menos, eso esperaba ella. – En cuanto llegue la pequeña princesita amarilla, celebraremos la fiesta.

De repente, dos de los soldados muertos agarraron a Aang, llevándola a rastras allí donde la esperaban. Pudo sentir la pena en ellos, pero eso no bastaba para que le dejasen irse. La soltaron a pocos pasos del hombre al que creía amar, viendo como este jugaba con el cuchillo, acariciando el rostro de sus padres con el filo y abriendo pequeñas heridas.

-Hola, Shyun Tsuun Fo Aang. ¿Vienes a jugar? Veo que has venido preparada. – Cuando ella se dio cuenta, se fijó por primera vez en como iba vestida. Llevaba la guerrera verde que había usado durante la guerra, tenía el pelo corto, como el de un hombre, y en sus manos llevaba el KRV49; el rifle más usado por la infantería de Wutai. Reconoció el suyo por el grabado de la culata, con su apodo: Tigre dorado. Sus dedos, inconscientemente, acariciaron el gatillo, hasta que lo tiró al suelo.
-No es esto lo que quiero... Ni creo que tu seas el hombre al que quiero. Conozco a Jonás y no es así.
-¿No? – Rió él. - ¿Seguro? ¿Hablamos del mismo “Jonás”, el cabo de aerotransportados que luego será Black Opper?
-¡No! – Exclamó, mientras pensaba que responder. - ¡Yo hablo del hombre al que la guerra destrozó la vida, y que ahora al fin está reconstruyéndola! ¡Del hombre al que yo amo! – Mientas ella hablaba, él parecía ignorarla, mientras golpeaba a sus padres.
-¿Decías?
-Jonás nunca estuvo aquí. Nunca maltrató prisioneros, y mucho menos a mis padres.
-¿Estas segura? – Dijo riéndose.
-¡Él lucha por la justicia! – Gritó con fuerza. Le dolía admitirlo, pero se le acababan los argumentos.
-¡Meeeeeec! ¡Error! – Exclamó con gesto divertido mientas rajaba la garganta de su madre. – Tu querido Jonás mata gente en nombre de la justicia en la que él cree. Es un soldado de Shin-Ra, al igual que todos los que pisotearon tu país y lo dejaron en llamas, postrado y roto.
-¡Eso no es cierto! ¡Él no destruye! ¡El salva! – Cuanto más alzaba la voz para discutir, más le temblaba. Aang empezaba a estar desesperada.
-¿Qué dice su brazo? – Preguntó él, mientras cortaba la manga de su propia guerrera. – Aquí esta... 244 Shin-Ra Aerotransportados. ¿Es esto un tatuaje de soldado? ¡Parece que si! ¿Y que hacen los soldados? – Esperó unos segundos por una respuesta, pero como esta no aparecía, decidió ser él quien la diese, apuñalando al padre de Aang.
-Jonás es un soldado, pero no un asesino como tu.
-Las black ops incluyen asesinatos, zorra. Además, ¿qué sabe una puta como tu de guerra? – Aang miró y su vestuario de repente había vuelto a cambiar. Llevaba un vestido de tela muy fina, con un pronunciado escote y una falda que apenas alcanzaba la mitad de sus muslos. Bajo el vestido llevaba medias y liguero, y nada más. En el suelo, su fusil lleno de balas se había convertido en un bolso, lleno de billetes sucios y condones baratos. Podía sentir como las lágrimas resbalaban por su cara, arrastrando el maquillaje. – ¡Alégrate! ¡La guerra ha acabado para ti! Sigues siendo la puta infeliz que serás siempre, pero bueno! ¡Peor es morir en el barro que abrirse de piernas para desconocidos por unos billetes! ¿O quizás no lo sea?

Entonces, Aang lo golpeó. Fue un puñetazo lanzado con toda la furia que fue capaz de retener. Aprovechó esos segundos para arremeter contra uno de los cadáveres andantes, vestidos con el cuerpo de un soldado y derribarlo. El joven hombre muerto se convirtió en un barro rojo sangriento al desplomarse, pero Aang no quiso pensar en ello. Sin dudarlo, tomó su rifle mientras Kurtz intentaba responder al ataque. Ella no le dio tiempo. Le asestó un culatazo en la cara, que vino seguido de un arco que hizo al filo de la bayoneta deslizarse sobre los ojos del hombre al que creía amar.

-¡Zorra! – Gritó de rabia, mientras daba puñaladas al aire. – ¡No puedo ver, maldita puta!
-Es una pena que vayas a perderte esto, ¿hai? Rock’n’Roll, como decís los gaijin.

Aang casi apoyó el cañón sobre la cara de Scar, antes de presionar el gatillo. Las veintiocho balas de 5,56x45 milímetros reventaron contra su rostro, lanzándolo varios metros hacia atrás. La mujer conocida como El tigre dorado seguía llorando, de dolor y rabia, pero extrañamente, también se sentía más tranquila. Desde el cuerpo tumbado al que acababa de freír la cara a balazos sonó una carcajada estridente y metálica. Bajo la atenta mirada de su agresora, el hombre se levantó, pero ya no se ocultaba bajo el rostro de Kurtz. Ahora su cara era la de todos los gaijin que habían maltratado a Aang: Su chulo, Tommy Ho, el mafioso para el que este trabajaba, el oficial de inmigración que la chantajeó a cambio de sexo, los hombres que la maltrataron, la golpearon o la despreciaron... Todos. Sus facciones se mezclaban, pero era capaz de reconocerlos. Nunca había querido perdonarlos, ni mucho menos olvidarlos.

-Maldito cobarde... Me gusta más esta nueva cara tuya. – Dijo ella con insolencia. – Si el hombre al que has suplantado conociese a todos esos, los mataría lentamente uno por uno.
-¿Ah, si? ¿Y por qué no lo hace? – Preguntó con sorna.
-¡Ahora hago yo las preguntas, hijo de puta! – Gritó mientras recargaba el fusil con un cargador tomado de otro soldado al que rajó con la bayoneta. – Dime quien eres o te juro que vas a comer más plomo.
-Soy una pesadilla, estúpida mujer... – El monstruo contuvo una carcajada sarcástica. – No temo al dolor físico. Soy lo que ha destruido tu vida: Soy la guerra.

Aang se quedó paralizada. Con el único ruido de la lluvia, se quedó en silencio mirando como el rostro de sus demonios interiores cambiaba, mientras el sueño llegaba a su fin. A su alrededor, un destruido Wutai se disipaba como si fuese vaho. Su último recuerdo del país en el que había nacido: Una jungla infestada de cadáveres pudriéndose sin nadie que haya podido cerrarles los ojos por última vez y decirles adiós. Una tierra abonada con sangre y sueños, pisoteada por pesadas botas y orugas de infernales carros de combate. Con odio, Aang alzó su rifle.

-Hijo de puta... Hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta... – Murmuró, mientras lo ponía en modo de un disparo y apuntaba a la cabeza del monstruo. - ¡Hijo de putaaaaa!


Se despertó dando vueltas en la cama, inquieta. Al mirar alrededor, con sus ojos acostumbrados a la oscuridad, la habitación de repente le parecía extraña. Encendió la luz, pero eso fue totalmente inútil. No había nada en esa habitación que reconociese como familiar, desde sus muebles hasta su olor. Poco a poco se fue ubicando, mientras se levantaba. Oyó pasos por la casa, y dedujo que su novio ya había regresado a casa. Después de lo que acababa de soñar, se le hacía raro pensar en Jonás como “novio”.
Llegó hasta la cocina, donde lo vio inclinado ante la nevera. Estaba cogiendo algo de comida y un par de cervezas. Aang se acercó silenciosamente, pero no lo suficiente. Como si le hubiese alcanzado un rayo, Scar cerró levemente la puerta de la nevera, apareciendo una pistola en aquella mano donde antes solo había un paquete de fiambre. Aang se sobresaltó, y en ese momento, toda la confusión de la pesadilla reapareció en su mente. A este Jonás no le sangraban las cicatrices, pero tenía la cara sucia de algo negro, y sus ropas eran del mismo color del que había sido su uniforme de black opper.

-Lo siento... – Dijo soltando el arma sobre la mesa. – Aun vengo algo sobresaltado por lo de esta noche. Necesito relajarme... – Kurtz esbozó una leve sonrisa, buscando la complicidad de su novia, pero esta permaneció inmóvil y seria. - ¿Pasa algo?
-Me siento mal... – Dijo ella. Fue lo único coherente que logró articular, pese a todos los pensamientos y sentimientos que luchaban en su cabeza. Le estaba siendo imposible actuar de modo racional. – Creo que debería irme...
-Vete a la cama... – Dijo él abriendo una cerveza. Estaba cansado y le costaba pensar tras el subidón de adrenalina de la misión, pero no tardó en darse cuenta. - ¿A dónde?

No recibió respuesta y corrió hacia el dormitorio. Allí Aang se estaba vistiendo algo de ropa sobre la vieja camiseta que usaba para dormir. Jonás intentó detenerla, pero ella se apartó, como si hubiese intentado golpearla.

-¿Qué pasa, Aang? ¿Por qué te vas? ¿A dónde? – Preguntó, casi frenético.
-Soñé que matabas a mis padres... – Dijo ella entre lágrimas.
-¿Eso es todo? – La sorpresa casi le impedía pensar. - ¡Joder! ¿Solo por un puto sueño?
-¿Has matado a mis padres, Jonás? – Él se quedó sin saber que responder a esa pregunta. - Se que no, porque mantengo correspondencia con ellos, pero bien pudiste hacerlo sin haberte siquiera enterado, ¿no lo entiendes?
-No. La verdad es que no lo acabo de entender... – Ella lo besó suavemente en la mejilla.
-Es la guerra... Sé que acabó hace siete años, pero no puedo dejarla atrás. No después de todo lo que vi, y eso me impide estar contigo.
-Soy incapaz de creérmelo... ¿No vas a luchar? – Preguntó dolido. - ¿No vas a pelear por superarlo? ¿Prefieres abandonarme como a un mal recuerdo?
-¡No eres un mal recuerdo! ¡Nunca! – Gritó en medio de la noche, con los ojos inundados en lágrimas mientras se abrazaba a él. - ¡No digas eso, por favor! ¡Tu no!
-¿Entonces que soy, Aang? ¿Por qué me dejas? – Preguntó Scar con voz queda. Parecía que algo se atrancaba en su garganta, impidiéndole hablar con claridad.
-Eres el mejor hombre que he conocido nunca, Jonás... ¡Te amo! ¡Te amo más que a mi misma, y quiero ser la madre de tu hijo! Sin embargo, no puedo quedarme. No mientras esté teniendo estos sueños... No mientras piense eso. A veces, te veo como a un enemigo, y no puedo perdonármelo a mi misma. No pienses que te estoy abandonando, porque no quiero hacerlo. Solo necesito tiempo para pensar, y dejar atrás el pasado.
-El pasado nunca queda atrás, Aang... – Dijo Kurtz, con tristeza. – Lo que te han hecho, y lo que has hecho tu es lo que eres ahora. Negarlo, sería negarte a ti misma. Debes aprender a vivir con ello.
-Aún así, amor mío, debo irme... No podré enfrentarme a ello si no es estando sola.

Al contrario de lo que ella le estaba pidiendo, Jonás apretó su abrazo. Permaneció en silencio unos segundos, antes de soltarla y empezar a ayudarle a recoger sus cosas. Aang no se atrevió a decir nada, ya que veía en la mirada de su novio algo que tenía que salir. Estaba esperando a que él encontrase la forma. Ella lo esperó unos instantes frente al ascensor mientras fue a buscar algo en casa. Al salir, Kurtz le entregó una Giordanno: Una pistola de bajo calibre, fácil de ocultar. Luego metió la mano en el bolsillo y sacó su navaja, que le depositó en la mano, antes de cerrarle el puño.

-La navaja fue un regalo de un tío mío. Cuando empecé a andar con bandas callejeras, a los catorce años, me la dio para asegurarse de que, cuando la cosa se pusiese fea, tendría algo con lo que defenderme. La pistola se la quité a un idiota. Usa munición del calibre 22, es fácil de usar, de esconder y casi no tiene retroceso. – Aang tomó lo que se le ofrecía guardándolo en los bolsillos de su abrigo, pero siguió mirando a Kurtz a los ojos, con los suyos empañados en lágrimas, esperando a escuchar aquello que no daba salido. – Aang... – Dijo al fin. – Te entiendo perfectamente.

Ella no dijo nada. Se abalanzó sobre él y lo besó. Lo besó con todo su ser, intentando volcar toda su alma y todo lo que sentía en sus labios, para entregárselo a ese hombre dispuesto a sufrir la soledad a cambio de que ella estuviese bien.

-¡Te juro por mi vida que volveré! ¿Hai?

Aang entró corriendo en el ascensor para no darse tiempo a dudar. Lentamente, Scar entró en casa y fue a la ventana del salón para verla entrar en el taxi. “Tengo que irme”... Esa maldita frase se negaba a abandonar sus oídos, mientras volvía a la nevera. Siempre tenía una botella de vodka a mano, para brindar con Aang, normalmente. Odiaba beber solo, ya que eso no hacía sino magnificar la sensación de soledad, sin embargo, esta vez no le quedaba otra. Al llegar a la cocina y buscar el frigorífico, Kurtz encontró la pistola. La Aegis Cort de nueve milímetros que había usado desde que entró a servir en la unidad de black ops. La tomó entre sus manos, jugando con ella. Tiró de la regleta y vio una bala en el agujero de salida de casquillos. La soltó, escuchando el chasquido del muelle recuperador al devolver el arma a su posición original. Está cargada... Y no tiene seguro. Se la llevó a la habitación, donde se sentó en la cama. Las sábanas tenían ese dulce olor a la mujer que amaba, teñido de un oscuro tono de despedida. Las dobleces del edredón nórdico donde se había acostumbrado a dormir entre los cálidos brazos de Aang se antojaban una triste elegía. Estiró el brazo y abrió la puerta del armario. En una esquina estaba su guerrera, su uniforme de gala y bajo ellos una caja de madera. Esta contenía efectos personales: Varias condecoraciones, sus galones y el emblema de su antigua división. Volvió a mirar la pistola, despacio, recorriendo con la vista cada ángulo de su forma, antes de mascullar una maldición. Furioso consigo mismo, retiró el cargador y extrajo la bala de la recámara, lanzándolo todo de malos modos contra el fondo del armario. Cerró de un portazo y se fue hacia la cocina de vuelta, obligándose a pensar en el rayo de luz que ella había dejado en su partida: Había jurado volver. Repitió esa frase como si fuese un mantra, mientras cogía la botella de vodka e iba hacia el salón. Al fin y al cabo, era su cabo salvavidas. Si ella no volvía, ya nada tendría sentido. Odiaba pensar ello... Lo odiaba, le enfurecía y le asustaba. Y Kurtz odiaba estar asustado por encima de todo. Decidido a no pensar, se dejó caer en el sofá de su casa, y abrió la botella de vodka.